9.- La España del siglo XVII 9.1. La España de los Austrias menores. El gobierno de los validos y los conflictos internos Los monarcas del siglo XVII, salvo en breves periodos, delegaron sus funciones de gobierno en manos de validos, que encaminaron a la monarquía hacia una pérdida de poder y prestigio. Felipe III (1598-1621), carente de vocación política, inició la práctica de la privanza, rasgo permanente de la monarquía en el siglo XVII, aunque no exclusivo de España (cabe recordar a Richelieu o Mazarino en Francia). El privado, favorito o valido, con quien el rey solía tener una estrecha amistad, llevaba el gobierno y, aunque carecía de cargo oficial, era una especie de primer ministro. Gobernaron prescindiendo de los Consejos, y rodeándose de consejeros y amigos (clientelismo). Cuando se producían fracasos, los validos se convertían en el blanco de las criticas, tanto de los nobles no suficientemente sobornados con cargos y títulos, como de los letrados hartos del clientelismo imperante y, sobre todo, de las clases populares; quedando la figura del rey relativamente a salvo. El principal valido de Felipe III fue el duque de Lerma, personaje mediocre y ambicioso, que colocó a sus parientes y amigos en cargos relevantes. Felipe IV (1621-1665), más culto e interesado en el gobierno, utilizó al conde-duque de Olivares que, pese al fracaso de todos sus proyectos, demostró inteligencia política y voluntad reformista. Por último, con Carlos II (1665-1700), se sucedieron varios validos: Nithard, Valenzuela, Juan José de Austria, el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa. Se creó un clima de intrigas, luchas entre facciones nobiliarias e inestabilidad política, que agudizaron la cuestión sucesoria de Carlos II. Los conflictos internos están íntimamente relacionados con la crisis económica y demográfica, el empobrecimiento social y descontento popular, la decadencia política e institucional, y la pérdida de la hegemonía de la monarquía española durante el siglo XVII. Los monarcas delegaron el poder en sus validos. Con el duque de Lerma, valido de Felipe III (1598-1621), aparecieron las Juntas, especializadas en asuntos concretos de gobierno. Con el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV (1621-1665), se pretendió la centralización, y acabar con la corrupción administrativa. El proceso de unificación e intolerancia religiosa, iniciado con los Reyes Católicos, culminó con la expulsión de los moriscos, decretada en 1609, primero en Valencia, y luego en Castilla y Aragón. El rechazo, odio y recelo de la población cristiana, el temor a una confabulación con los turcos o a nuevos levantamientos, y el afán de monarquía para demostrar su fuerza en el interior, que compensara su débil imagen en el exterior, explican la medida. Así, más de 300.000 moriscos abandonaron la península, la mayoría campesinos y artesanos, incidiendo en la crisis demográfica, especialmente en Valencia y Aragón, donde se perjudicó seriamente a las rentas de los señores, a quienes se permitió, como compensación, imponer duras condiciones a los repobladores de sus tierras. El otro gran problema interior fueron las medidas centralizadoras y reformistas (como la “Unión de Armas” de 1625), impulsadas por Olivares, que no solo fracasaron, sino que causaron serios levantamientos de diferente naturaleza (Vizcaya, Andalucía, Aragón, Cataluña y Portugal), que casi disgregaron la monarquía en las décadas 30 y 40. Por último, la recuperación económica con Carlos II (1665-1700), vino acompañada de intrigas, luchas entre facciones nobiliarias e inestabilidad política, que agravaron la ya de por sí complicada cuestión sucesoria. 9.2. La Crisis de 1640. Debemos entender la Crisis de 1640 en el contexto europeo de la Guerra de los Treinta Años, los proyectos centralizadores y reformistas del conde-duque de Olivares y las necesidades financieras de la monarquía. El valido de Felipe IV (1621-1665) quería restaurar la tradición imperial y el prestigio y protagonismo de España. Intentó medidas fiscales y financieras que liberasen a la Corona de su dependencia extranjera. Además, quiso unificar a la monarquía bajo las mismas leyes e instituciones, siguiendo el modelo de Castilla (“Memorial Secreto” de 1624, dirigido a Felipe IV). Con la “Unión de Armas”, pretendía que todos los reinos aportasen recursos proporcionalmente para crear un ejército de 140.000 hombres, descargando así de Castilla el peso de la guerra. No obstante, las Cortes de los reinos periféricos (Aragón, Valencia, Cataluña y Portugal) rechazaron estas pretensiones centralizadoras, al tiempo que la nobleza se quejaba de su marginación del poder y las clases populares, de la crisis y la presión fiscal. Así, se desencadenaron levantamientos en la década de 1630, llegando a un punto crítico en 1640, cuando se sublevaron los independentistas en Cataluña y Portugal. En Cataluña, se produjo un levantamiento campesino y de las principales ciudades, y se dio muerte al virrey (“Corpus de Sangre”). La revuelta anticentralista llevó a las autoridades catalanas a entregarse a Luis XIII de Francia. La guerra duró hasta 1652, cuando don Juan José de Austria entró con sus tropas en Barcelona. En Portugal, la rebelión tuvo un carácter nobiliario y anticastellano, y triunfó con ayuda inglesa y francesa, proclamándose el duque de Braganza como rey (con el nombre de Juan IV). España se vio obligada a reconocer su independencia en 1668. Hubo además otras conspiraciones independentistas y nobiliarias en Aragón (1643) y Andalucía (1647), que fueron descubiertas a tiempo. Por último, la impopularidad de Olivares motivó que Felipe IV le apartara en 1643, muriendo dos años después, tras haber fracasado todos sus proyectos y haber quedado España sumergida en una grave crisis, que demostraba su debilidad y decadencia (repaso con las páginas, 81-85 del libro de texto) 9.3. La España de los Austrias menores: El ocaso del Imperio Español en Europa. Al finalizar el reinado de Felipe II, la Paz de Vervins con Francia (1598) inauguró un periodo de paralización de las hostilidades, consolidado durante el reinado de Felipe III (15981621), que firmó la paz con Inglaterra (1604) y la Tregua de los Doce Años con Holanda (1609), ante la incapacidad de costear los gastos militares. No se trató, por tanto, de una paz impuesta a Europa por España, sino de una tregua impuesta por las circunstancias. Por otro lado, el conflicto en Alemania entre católicos y protestantes derivó en un conflicto europeo contra la hegemonía de la Casa de Habsburgo: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). El resto de conflictos, como la reanudación de la guerra con Holanda en 1621, se integraron en esta guerra general entre los Habsburgo (austriacos y españoles) y las potencias rivales, lideradas por Francia que, a pesar de ser una monarquía católica, apoyó la causa protestante. La Paz de Westfalia (1648) puso fin a la guerra. España tuvo que reconocer la independencia de Holanda y Francia amplió sus fronteras hacia el este, apoderándose de Alsacia e interrumpiendo las comunicaciones entre Flandes y las posesiones italianas. Tras esto, y a pesar de estar aislada y agotada, España siguió la guerra contra Francia hasta la Paz de los Pirineos, que confirma el declive de la monarquía hispánica, debiendo ceder el Rosellón, la Cerdaña y varias plazas flamencas. Esta decadencia se acentuaría con el reinado de Carlos II (1665-1700), donde se reconoció la independencia de Portugal (1668), y se tuvo que soportar la política agresiva de Luis XIV, que obtuvo varias plazas más en Flandes y el Franco Condado (Paz de Nimega, 1678), que reafirma la hegemonía francesa. En estas circunstancias, se plantea el problema sucesorio de Carlos II, que inicia las disputas sobre su herencia, formándose dos bandos entre partidarios de los Borbones franceses y de los Habsburgo alemanes, que dará lugar a la Guerra de Sucesión al comienzo del siglo XVIII (repasa con las páginas 84-87 del libro d etexto) 9.4. Evolución económica y social en el siglo XVII. Bajo los Austrias menores, el imperio español entró en una grave crisis general, que se manifestó en derrotas militares y ruina económica. Las causas podemos encontrarlas en la herencia económica del siglo XVI; el descenso demográfico, debido a hambrunas, epidemias y guerras, y agravado con la expulsión de los moriscos en 1609; la ruina financiera del Estado (la Hacienda Real quebró 6 veces, pese a la creación de nuevos impuestos, la venta de cargos y títulos, y las devaluaciones monetarias); la inflación; la inoperancia del sobredimensionado aparato burocrático; la falta de inversiones productivas y la mentalidad rentista de la sociedad, que dificultaba la actividad económica. Las consecuencias de esto fueron, en primer lugar, la caída de la producción agraria y el empobrecimiento de los campesinos que, sometidos a altos impuestos, endeudados y perjudicados por malas cosechas y bajos precios, perdieron muchas tierras a favor de la aristocracia absentista, y tuvieron en muchos casos que emigrar a las ciudades, donde se convirtieron en pícaros y mendigos. Por otro lado, el comercio de lana siguió siendo rentable, aunque disminuyó su volumen a causa de las guerras en Flandes, donde se exportaba. En segundo lugar, la artesanía y las manufacturas entraron en crisis, en parte debido a la mentalidad rentista y el rechazo hacia el trabajo por parte de la nobleza, que en vez de reinvertir sus rentas, compraba inmuebles en las ciudades y en el campo, y juros, cargos y títulos a la Corona. Así, como los gremios no satisfacían la demanda, había que recurrir a las importaciones. Se colapsó el comercio debido a las malas comunicaciones, a la débil demanda debida a la pobreza y a las aduanas interiores. El comercio con América se hundió, en parte debido a la piratería británica, y quedó acaparado por mercancías extranjeras, que suponían dos terceras partes del total. Por otro lado, la sociedad siguió siendo estamental, con algunos rasgos propios, como la existencia de los Grandes de España, una elite aristocrática que copaba los altos cargos diplomáticos y militares, la consolidación del sistema gremial entre los artesanos urbanos, el requisito de “limpieza de sangre” y la proliferación numérica de clérigos y nobles, mientras la escasa burguesía quería ennoblecerse y el campesinado se arruinaba ante la crisis. No será hasta 1680 cuando comience a apreciarse una lenta recuperación económica y demográfica, mayor en el litoral, que favorecerá la expansión en el siglo siguiente (repaso con páginas 77-80 del libro). 9.5. Esplendor cultural. El Siglo de Oro (del Renacimiento al Barroco) El Renacimiento se desarrolló entre los siglos XV y XVI, y se caracterizó por un pensamiento humanista laico, inspirado por la cultura grecolatina. A España llegó a través de las posesiones italianas, pero se caracterizó por una mayor influencia de la Iglesia y la Corona, en lugar del mecenazgo de la burguesía y la nobleza que se produjo en Europa. Además, la Contrarreforma frenó las nuevas ideas y la Inquisición provocó un retraso en la ciencia y el pensamiento. En Europa destacaban las ideas de Erasmo de Rotterdam, que propugnaba una reforma de la Iglesia. El erasmismo encontró el terreno abonado en España, donde Cisneros ya había dado un gran impulso al pensamiento cristiano y había ordenado la impresión de la Biblia Políglota. La difusión de la imprenta y la alfabetización cada vez mayor de las élites, favorecieron el desarrollo de la literatura, con grandes éxitos editoriales (literatura de evasión). Además, la Gramática Castellana (1492) de Nebrija, normalizó el castellano. Cabe destacar a poetas como Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León, escritores religiosos como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús, y la obra anónima “El Lazarillo de Tormes”, primera novela española moderna. En cuanto a la arquitectura, podemos destacar dos corrientes principales: el plateresco, de estilo recargado (Fachada de la Universidad de Salamanca) y el herreriano, de estilo sobrio y grandioso (Monasterio de El Escorial). Por último, podemos nombrar a escultores como Alonso de Berruguete y pintores como El Greco. Desde finales del siglo XVI hasta mediados del XVIII, se desarrolló el Barroco, que no fue solo un estilo artístico, sino todo un movimiento cultural, difundido desde el Papado. Era una cultura propagandística, al servicio de la Iglesia, la monarquía absoluta y la nobleza, que buscaba llegar a las masas a través de los sentidos. El Barroco español, además, exaltaba la monarquía y los dogmas católicos, y despreciaba la vida terrena. Otros temas eran el desengaño, la decadencia y el pesimismo de una sociedad impactada por la Crisis, y caracterizada por un carácter conservador y aislado. A diferencia de Europa, donde, por ejemplo, triunfaba el racionalismo de Descartes y el empirismo de Newton, el pensamiento intelectual y científico estaba muy limitado en España por la Inquisición, la guerra contra Europa, el conservadurismo de las universidades, la ausencia de una burguesía de negocios y el atraso económico y social. Cabe destacar la existencia de una corriente, la de los arbitristas, que propusieron medidas para mejoras la economía y limitar el poder del absolutismo, de la aristocracia y del clero, siendo considerados como precursores de los ilustrados del siglo XVIII. No obstante, y a pesar de este panorama, el siglo XVII fue una época artística de gran calidad, conocida como “el Siglo de Oro”. Sobre todo en literatura, podemos destacar la novela picaresca, que plasmaba la realidad social de la época, o a grandes autores, como Miguel de Cervantes (Don Quijote, las Novelas Ejemplares), a los poetas Luis de Góngora (representante del culteranismo) y Francisco de Quevedo (representante del conceptismo), o a autores teatrales como Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, siendo el teatro un género tremendamente popular (repaso con las páginas 88-89).