Alfonso I, el Batallador _gay_ y otras tonterías

Anuncio
Alfonso I, el Batallador gay, y otras tonterías Es curioso cómo la tentación de recurrir a nuestros clichés socioculturales presentes para explicarnos hechos e incógnitas del pasado. Y uno de los más socorridos y habituales (más que nada, por morboso) es el de atribuir la condición de homosexual a cualquier personaje histórico, hombre o mujer, que haya manifestado una conducta discordante con el arquetipo que, tebeo de "El guerrero del antifaz" en mano, se espera de todo héroe de la épica histórica. Entre los personajes aragoneses tildados con tal frivolidad de homosexuales, destaca Alfonso I el Batallador. Y casi con la misma frecuencia que el más famoso rey cruzado de conducta "sospechosa" con respecto a sus preferencias sexuales: Ricardo Corazón de León. Ahí es nada. En estos nuestros días, en que cualquiera se entretiene asignando etiquetas de "éste: carne" o "ésta: pescao" desde la barra de su discobar favorito, ¿qué impide que, consumidas las copas y de regreso a casa, se continúe con la misma cantinela si el o la parroquiana en cuestión, además, resulta dedicarse a escribir novelas históricas? Y no resulta nada sorprendente que así sea, dada la hiperinflación de plumas (perdón: estilográficas) que publican reconstrucciones históricas noveladas según la moda más en boga en nuestras librerías... por cierto, no pocas de ellas trufadas de anacronismos y errores, cuando no de auténticas majaderías. ¿Algún historiador o novelista actual sería tan amable de darnos alguna pista sobre cuál de estos tres caballeros podría ser homosexual? ¡Seguro que sí! Y no es que un servidor niegue la existencia de la homosexualidad a lo largo de los siglos. ¡Claro que no! Es consustancial al ser humano y en aquellos tiempos oscuros era perseguida con las más duras penas, por lo que su ocultación era primordial. Pero la consideración de tal circunstancia no la hace aplicable a la ligera y de forma extensiva en todos los supuestos en los que teóricamente pudiera tener cabida aún a falta de evidencias claras, ya que en muchos, muchísimos casos, puede engañarnos hasta el punto de no saber valorar el peso que determinadas ideas y formas de entender el mundo tenían en sociedades como la europea de los siglos medievales. Reconozco que la tormentosa relación matrimonial de Alfonso el Batallador con Urraca de Castilla se presta mucho a esta clase de cotilleos, ya que en ella hay celos, violencia conyugal, cuernos, gritos, desplantes, broncas, desencuentros y reencuentros más o menos apasionados. Y es que salta a la vista que eran personalidades absolutamente incompatibles. El carácter guerrero de Alfonso y su fanatismo religioso contrastaba con el de Urraca, la coqueta y voluptuosa hija del rey Alfonso VI de Castilla con la que se casó precipitadamente en 1108. Fue una boda motivada por la necesidad de los castellanos de buscar apoyo en Aragón tras ser derrotados por los almorávides en la batalla de Uclés. Un matrimonio que acabaría siendo anulado años después entre guerras civiles y escandalosas broncas conyugales. Urraca abominaba de las brutalidades que Alfonso practicó en la represión de los levantiscos nobles castellanos, de sus modos rudos y de su vida austera, dada como era a las vanidades y sofisticaciones (las pocas que daba de sí el siglo XII) de la corte. Las "sex-­symbols" del siglo XII no siempre lo tenían fácil con hombres educados en la castidad y la misoginia religiosa como Alfonso el Batallador. Tal pudo ser el caso de Urraca, reina de Castilla y esposa de Alfonso. (Pintura del artesonado de la catedral de Teruel. Siglo XIV) El amor cortés que divulgaban por aquel entonces los trovadores provenzales, aunque fuese meramente formal, simplemente no existía en la mentalidad del rey aragonés. Las desavenencias llevaron en una ocasión a Alfonso a encerrar a Urraca en El Castellar, un torreón construido sobre un áspero acantiliado en el límite entre las estepas de las Cinco Villas y las fértiles riberas del Ebro, como castigo a los pactos que la reina había realizado con los musulmanes de Zaragoza (ciudad que Alfonso quería conquistar) y la llamada a la desobediencia que hizo a diversos nobles castellanos. Según la -­‐por otra parte, tendenciosamente antiaragonesa-­‐ Historia Compostelana, la propia Urraca dice haber sido agredida física y verbalmente por Alfonso: "No sólo me había injuriado continuamente con groseras palabras, sino que muchas veces ha llenado de confusión mis mejillas con sus inmundas manos, y hasta ha llegado a herirme con sus pies". Por su parte, Alfonso tenía una personalidad poco paciente y carente de tacto, agravada por su misoginia, sin duda inducida por la opinión negativa de la Iglesia hacia las mujeres en aquellos siglos y que solía estar muy presente en el ánimo de los caballeros cruzados. Así, el cronista Ibn al-­‐Athir, cuenta que en una ocasión le preguntaron por qué no tomaba como amante a alguna de las hijas de los magnates musulmanes que tenía prisioneros, a lo que él respondió: "Un verdadero soldado debe vivir con hombres y no con mujeres". Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto de Francia podrían haber mantenido una relación homosexual, según diversos indicios documentales. Pues bien, ante este cuadro, nuestras febriles escritoras y escritores de novela histórica suelen tenerlo claro: "¡maricón, maricón!". Porque, siendo cierto que el actual éxito de este género debe mucho a la cantidad y calidad de los nuevos conocimientos que hoy día poseemos sobre el pasado y la vida cotidiana de nuestros ancestros, para animar bien una historia (o historieta) a los ojos del gran público, o se mete un provocativo caso de homosexualidad oculta en el mejor estilo de la prensa amarillo-­‐rosácea en las reseñas de la sobrecubierta del libro o no hay éxito alguno de ventas. Sea por el vil metal o por pura y lisa necedad, escasea la seriedad y el esfuerzo por estudiar, elaborar y transmitir cosas que hoy nos resultan inadmisibles o incluso incomprensibles. Como que en el siglo XII, en la mentalidad de los cruzados, de los monjes-­‐soldado, de unas gentes que vivieron un tiempo feroz en el que Dios daba y quitaba con la violencia y las condenaciones eran eternas, rechazar los placeres mundanos, aborrecer a todo el género femenino o matar de la forma más cruel porque "Dios lo quiere" (o sea: creyendo uno sinceramente que estaba haciendo el bien), nos guste o no, eran comportamientos frecuentes y bastante extendidos. Voy a destacar el ejemplo de uno de los grandes escritores de novela histórica: Umberto Ecco. Él sí se esforzó (sin perder con su rigor de historiador la elegancia de un buen novelista) en transmitir algo de lo que hoy consideramos abominaciones, pero que, sin embargo, estaba fuertemente enraizado en la mentalidad de religiosos y guerreros en los tiempos de las Cruzadas. Lo logra, por ejemplo, cuando, en relación con uno de los monjes asesinados en la abadía benedictina en donde se desarrolla la acción de su más exitosa novela, El nombre de la rosa, uno de los personajes refiere que Había algo femenino, algo diabólico en el joven que murió. Tenía los ojos de una joven ansiosa por copular con el demonio. Evidentemente, es una frase de la ficción, pero se trata de una aseveración verosímil habida cuenta de los innumerables sermones y tratados que en esa época y en épocas posteriores trataban de desengañar y hasta asquear a quienes gustasen del placer de la compañía femenina. Los proverbios advierten: "La mujer se apodera del alma preciosa del hombre". Y el Eclesiastés nos dice: "La mujer es más amarga que la muerte". No se trata de recursos de efecto: se basan en una mentalidad muy asentada en el medievo. Son muestras de una buena, excelente (para mí, la mejor) obra de la literatura histórica, que huye certeramente de todo compromiso con nuestros paradigmas actuales, incluyendo nuestra actual y saludable repulsa social hacia la misoginia y la homofobia. Una historia que cuenta la Historia, frente a tantas y tantas otras que sólo cuentan eso: historias. Miguel Martínez Tomey Fundación Gaspar Torrente 
Descargar