Rawls y el panorama de la democracia liberal Por Carlos Peña

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Rawls y el panorama de la democracia liberal
Por Carlos Peña González1
La democracia liberal –ese régimen político que principió a expandirse por el mundo hace
apenas dos siglos y que en la mayoría de los países de América Latina subsiste a salto de
mata tropezando una y otra vez con militares, pícaros, caciques, políticos más o menos
bobos y una élite endogámica y conservadora que se le resiste con dientes y con uñas- es,
como se ha sugerido infinidad de veces, y yo mismo insistiré más adelante, la suma de dos
tradiciones que se encuentran en los mismos inicios de la sociedad moderna, la tradición
democrática y la tradición liberal, Rousseau y Locke, Habermas y Nozick, por nombrar a
algunos de quienes están en los orígenes y algunos de quienes están en el debate de hoy.
Por supuesto, sería exagerado sostener que esas dos tradiciones, acerca de las que
hablaremos, que adornan nuestras clases y nuestros libros, están arraigadas en los países de
América Latina -como, en cambio, lo están, por nombrar un caso paradigmático, en el
mundo anglosajón- y, por lo mismo, debemos tener dudas de si, en nuestro caso merecen
llamarse tradiciones. Porque cuando en nuestros paises discutimos de democracia liberal,
como lo haremos ahora, estamos discutiendo no propiamente de realidades actuales, que
estén fuermente instaladas en nuestra cultura política y que hayamos heredado de nuestros
padres, sino que estamos participando de un debate de ideas que no respiramos con
naturalidad, sino de ideas que ahora mismo luchan más bien por convertirse en realidades.
Advierto esto porque con frecuencia en la región de latinoamérica, nos llamamos a engaño
y hablamos de las ideas liberales y demócratas como si ellas tuvieran vida por sí mismas y
como si uno pudiera discutir de estas cosas sin tener los pies bien puestos en la tierra y sin
conciencia del lugar donde cada uno de nosotros está situado. Pienso que nunca está de más
recordar que, como decía el Hegel de la filosofía del derecho, la reflexión política es un
buho que emprende el vuelo al caer la tarde y que la filosofía llega siempre algo atrasada y
que cuando ella vale la pena es porque nos ayuda a reflexionar sobre realidades que en
algún sentido ya se principiaron a constituir. En nuestros países, en cambio, y Chile, mal
que me pese, no es en esto una excepción, la democracia liberal ha permeado sólo a parte
de las élites ilustradas y constituye una tradición que todavía lucha por arraigarse. Todavía
en nuestros países la vida política se ha racionalizado poco y por eso cada cierto tiempo –a
pesar que nunca la democracia había estado tan presente entre nosotros- algunos de ellos se
vuelven alérgicos a la democracia.
Así y todo, es útil que discutamos acerca de la democracia liberal y de algunos de los
autores que la han defendido. Los debates filosóficos ayudan a configurar la cultura
política, nos mantienen alertas y por esa vía ayudan, sin duda, a modificar las cosas.
Me parece a mí que no es posible comprender a cabalidad ni la tradición democrática, ni la
tradición liberal, ni a Rousseau ni a Locke, por decirlo así, sin reflexionar primero acerca
1
Rector de la Universidad Diego Portales (Santiago-Chile). Profesor de Derecho en la Universidad de Chile.
Mail: carlos.pena@udp.cl
del problema sobre el que se erige eso que llamamos cultura moderna ¿Cuál es, podemos
preguntarnos, ese problema?
Se trata de un problema tan persistente y tan porfiado que uno a veces siente la tentación de
llamar insoluble: ¿cómo asegurar la libertad en un mundo que carece del poder unificador
de la religión?. ¿Cómo compatibilizar el principio de subjetividad, es decir, la actitud crítica
y autónoma, con el deseo de un ámbito de incondicionalidad que permita, a la vez, sujetar,
y orientar, nuestra existencia?. ¿ Cómo desde la subjetividad de cada uno es posible, sin
embargo, erigir un mundo en común que nos abrigue, y al mismo tiempo, confiera sentido a
nuestra vida en común?. El derecho a la libertad subjetiva, dice Hegel en el parágrafo 124
de su Filosofía del Derecho, es el problema central de la época moderna. Si el sujeto es la
serie de sus acciones, sugiere Hegel, y si estas son una serie de productos sin valor,
entonces la subjetividad tampoco tiene valor alguno. Si en cambio, sus actos son
sustanciales, entonces la voluntad íntima es la fuente del valor. Este es el problema al que
tanto la tradición democrática como la tradición liberal intentarán responder. Consiste en
dilucidar cómo desde la subjetividad es posible fundar un mundo en común al que todos
reconozcamos como valioso. ¿Son sustanciales o insustanciales las acciones humanas?, ese
es, como digo, el problema.
La conciencia de la época moderna -donde, como vengo diciendo, surge esa pregunta- es
una conciencia hasta cierto punto infectada de soledad: usted debe conocer con certeza las
cosas, sin más punto de partida que su propia búsqueda, que es, dicho sea de paso, lo que
sugirió Descartes; usted debe, al mismo tiempo, saciar su sentido del misterio y
relacionarse con Dios, sin mediación alguna, nada más que desde sí mismo, como sugirió
Lutero; usted, en fin, debe ordenar la sociabilidad y diseñar la convivencia no desde una
normatividad que venga dada desde fuera, sino que debe organizarla desde un momento de
autonomía de los sujetos que en ella participan. En una palabra, el problema que hacen
suyos tanto la tradición democrática como la tradición liberal, es el de cómo alcanzar un
momento de universalidad a partir, como digo, de una subjetividad que es siempre, y en
cada caso, particular; siempre y en cada caso, nada más que la suya o la mía.
Para decirlo de otra manera, el problema de la época moderna, cuya resolución está por
supuesto, al menos en parte, a cargo de la época moderna, es cómo erigir un instante de
incondicionalidad, un momento incombustible que sirva de base a toda normatividad y a la
vida en común, un instante que nos permita responder la pregunta acerca de cómo debemos
vivir, contando nada más que con nosotros mismos, con nuestra pura subjetividad como,
según vimos, dice el Hegel del parágrafo 124 de la Filosofía del Derecho. El
acontecimiento fundamental de la época moderna, incluída su cultura política, es la
búsqueda de la incondicionalidad, de algún lugar dónde sujetarnos que nos impida el
vértigo de estar entregado nada más que a acciones o a cosas.
La principal diferencia que, enfrente de ese problema, es posible hallar entre la tradición
democrática y la tradición liberal radica en el momento que una y otra de esas tradiciones
identifican como la fuente de toda normatividad.
Mientras la tradición liberal instituye al individuo en su relación con la naturaleza,
mediante el trabajo y la propiedad, como ese instante incondicional, que es lo que hace por
ejemplo Locke; la tradición democrática –representada aquí por Rousseau, pero que se
extiende también a Rawls o a Habermas- instituye a la comunidad política, a la formación
de una voluntad común, como el momento por decirlo así originario de toda normatividad.
Saltan a la vista las consecuencias que de todo eso se siguen.
Mientras para la tradición liberal, el paradigma de toda sociabilidad es el mercado, en la
medida que en el mercado cada uno intercambia los frutos de su trabajo; para la tradición
democrática el paradigma de toda sociabilidad es, exagerando un tanto las cosas, el diálogo,
el ejercicio de la palabra. Mientras para la tradición liberal el sujeto comparece a la
sociedad política previamente constituído y dotado de derechos naturales; para la tradición
democrática ese mismo sujeto se constituye en medio de la sociedad política, sin preexistir
a ella.
No es difícil entender, entonces, porqué el pensamiento liberal ha hecho de la economía
política, o de la economía a secas, parte fundamental de su fortaleza intelectual. Tampoco
es difícil entender, por su parte, porqué la tradición democrática ha hecho del diálogo y de
la política el objeto fundamental de su propia reflexión, y porqué entonces, mientras los
liberales parecen preocupados en extremo de las mejores condiciones procedimentales para
el intercambio y para la agregación de preferencias entre los individuos, hasta llegar a ese
exceso que se llama mercado perfecto, ello no ocurre con quienes endosan la tradición
democrática, que parecen más preocupados de indagar en las características y posibilidades
del ámbito de lo público, donde lo público en vez de ser un espacio de convergencia entre
individualidades preconstituídas, es un ámbito constitutivo de nuestra propia
individualidad.
Esas dos tradiciones que, como ustedes ven poseen claras distinciones conceptuales, porque
una cosa es Rousseau y otra muy distinta Locke, en la realidad política se han imbricado de
manera algo promiscua hasta casi confundirse. Hoy día creemos en la soberanía popular, es
decir, que el pueblo tiene la última palabra; pero al mismo tiempo en los derechos
individuales que le ponen límite a esa voluntad; confiamos en las comunidades políticas,
particularmente en la nación y en sus particularidades, pero a la vez reivindicamos la
universalidad; protegemos nuestra identidad cultural, pero a la vez creemos en un mundo
cosmopolita.
Hay en todo esto una obvia inconsistencia cuya salida se ha buscado de manera persistente
en la filosofía política tanto del lado de los liberales como del lado de los demócratas.
No tenemos tiempo de examinar pormenorizadamente esa búsqueda; pero, me parece a mí,
es posible presentar varios caminos distintos a los que ella da orígen, uno de esos, como
veremos de inmediato, es el que representa, en algún sentido, John Rawls.
Desde luego, y en primer lugar, está el camino que podemos llamar libertario. Ese punto de
vista está bien representado en la posición de Nozick la que se caracteriza por llevar hasta
sus últimas consecuencias los planteamientos de Locke.
Nozick, en Anarquía, Estado y Utopía, sugiere que las condiciones formales de una
sociedad libre se alcanzan sobre la base de los derechos de propiedad que, ejercitados,
acaban en un contrato que equivale a una forma de justicia procedimental perfecta, es decir,
un contrato cuyo contenido no puede ser evaluado al margen del procedimiento utilizado
para su obtención. Es evidente que Nozick generaliza aquí hacia el ámbito de lo público las
condiciones descritas por Ronald Coase en el problema del costo social: en un medio sin
costos de transacción, los recursos irían a sus usos más eficientes y sería posible (como el
propio Ronald Coase lo muestra en el problema del faro en economía) la producción de
bienes públicos. Nozick sugiere, a fin de cuentas, que una sociedad democrática puede ser
resultado de la pura libertad negativa y puede ser utilizada como un marco formal para
todas las utopías sin ninguna restricción. La pregunta de Hegel, por decirlo así, si acaso la
voluntad tiene o no sustancia, es respondida por Nozick diciendo que su sustancia es
cualesquiera y que la libertad negativa es una fuente de normatividad.
En el otro extremo del libertarianismo, se encuentran quienes, situándose en la tradición
democrática, procuran resolver esa inconsistencia por la vía de reivindicar el valor del
diálogo. Ackerman, por ejemplo, en la Justicia Social en el Estado Liberal, sugiere que lo
constitutivo de una comunidad política es el diálogo y que la ciudadanía moral equivale a la
capacidad de participar en ese diálogo. El diálogo liberal de Ackerman renuncia a cualquier
forma de realismo moral (o sea a la idea conforme a la cual existan entidades
independientes de la mente que equivalgan o se correspondan principios morales) y
reivindica, en cambio, una forma de constructivismo ontológico, es decir, la idea que los
principios morales verdaderos o correctos son los que surgen del diálogo, sin que sea
posible ningún escrutinio ulterior. Por supuesto, Ackerman piensa que lo que surge del
diálogo, de esa conversación democrática, son los principios liberales.
En tercer lugar, se encuentra lo que podemos llamar el intento democrático liberal, es decir,
el esfuerzo por compatibilizar ambas tradiciones. Este es el camino que emprenden autores
como Habermas o Rawls. En mi opinión, estos autores tienen en común el hecho que hacen
explícito el problema moderno que había detectado Hegel y lo erigen en el motivo explícito
de su reflexión.
Tanto Rawls como Habermas declaran explícitamente que la inconsistencia entre
democracia y liberalismo, es una inconsistencia entre dos formas de autonomía, a saber,
entre la autonomía pública y la autonomía privada, entre el derecho de la colectividad a
autogobernarse, y el derecho del individuo a diseñar y conducir, sin interferencias, su plan
de vida. Ambos han defendido la idea que los dos tipos de autonomía o de libertad son
cooriginarios y que, por lo mismo, no existe una oposición entre liberalismo, por una parte,
y democracia, por otra parte. Y por lo mismo, si algo caracteriza a estos dos autores, es su
profiado intento por conciliar, por decirlo así, ambas tradiciones.
Permítanme que, de modo especial, me detenga en el planteamiento de Rawls.
Las páginas que este autor escribió, están, todas ellas, animadas por un único problema: ¿Es
posible encontrar alguna fuente de normatividad en medio de las sociedades plurales?.
¿Existe algún criterio de justicia compartido, en sociedades que parecen tan profundamente
divididas en cuestiones morales, religiosas y otras relativas al destino personal?. Esas
preguntas –que orientan desde la primera hasta la última de sus obras- son otra manera de
plantear el viejo problema de la filosofía política moderna: cómo erigir un orden justo a
partir de algo tan frágil como la subjetividad de los individuos.
Rawls sugirió que un camino para salir de ese atascadero consistía en retomar la vieja ideal
del contrato social.
Un contrato –como todos ustedes saben- es un acuerdo que exige la unanimidad de los
partícipes. ¿Cómo pretender, entonces, bajo condiciones plurales, acordar por unanimidad
el diseño de las instituciones sociales básicas?. Rawls sugirió que ello era posible si quienes
concurren al contrato lo hacen en condiciones de imparcialidad, es decir, si carecen de
información pormenorizada acerca de sí mismos. Denominó a esa condición “velo de
ignorancia”. Si usted debe negociar un contrato que establezca las bases de la convivencia,
favorecerá, sin duda, aquellas reglas que potencien sus capacidades y objetará aquellas que
las desmedren. Pero si usted desconoce esas capacidades, su mejor estrategia será ponerse
en el lugar de todos. El “velo de ignorancia”, sugirió, favorece la imparcialidad: usted,
buscando su mejor resultado, se pondrá en el lugar de todos los demás. La teoría de la
elección racional mostraría que, en tales condiciones de incertidumbre, las partes
convendrían en un catálogo igual de libertades para todos; aceptarían una distribución igual
de bienes primarios; y tolerarían las diferencias sociales y económicas si y sólo ceden en
beneficio de los menos aventajados.
La posición original –así denominó Rawls a ese peculiar momento contractual de indudable
tono kantiano, hasta el extremo que parece parafrasear el parágrafo 40 de la Crítica del
Juicio de Kant- retoma lo mejor de la tradición democrática. Representa un momento en
que la comunidad política constituye la fuente de toda normatividad. Nada hay que
anteceda a la posición original y todo es, en cambio, fruto de lo que en ella se acuerde. Las
diferencias con que los seres humanos venimos al mundo –los recursos con que nos dotó el
azar natural y la historia- son sometidas, entonces, a la deliberación imparcial de todos: “La
arbitrariedad del mundo, dijo, tiene que ser corregida”.
Es difícil exagerar la importancia que ese punto de vista tiene para la noción de justicia que
es propia de la modernidad. La idea que el mundo es arbitrario y que los seres humanos
somos capaces de corregir esa arbitrariedad, es una idea poderosa e inspiradora que, con
Rawls, está en el centro mismo de la tradición democrática.
Usted o yo, piensa Rawls, hemos venido al mundo provistos de dotaciones que no
merecemos. Ni su inteligencia, ni la riqueza que encontró en la cuna, ni las redes sociales
que heredará de su familia, ni el capital simbólico que resume su apellido, son producto de
su mérito o de su esfuerzo personal. Por su parte, las desventajas que su vecino se encontró
al nacer, él tampoco las merecía. Ambas, la naturaleza y la historia son malas
distribuidoras, piensa Rawls.
Una sociedad democrática cree que la naturaleza y la historia son arbitrarias y deben ser
corregidas mediante la deliberación por parte de quienes se reconocen, mutuamente, como
seres iguales y libres. Una sociedad democrática aspira a que la comunidad política, este
espacio común en el que desenvolvemos nuestra vida, sea hasta cierto punto una
comunidad de iguales y no, en cambio, una que tolera que sus miembros sean castigados
por la naturaleza o por la cuna. Este es, recuerda Rawls, el principio básico de toda acción
política en una sociedad democrática.
Habermas, sin embargo, ha defendido la idea que Rawls no logra conciliar ambos tipos de
autonomía, cuestión que, en cambio, su propia obra sí habría logrado. La objeción que
Habermas dirige a Rawls es, a este respecto, suficientemente conocida: la concepción de
los derechos individuales como derechos morales, los dejaría inevitablemente fuera del
principio de legitimidad republicana, en un espacio que escapa a la deliberación. Rawls,
con su principio del orden lexicográfico conferiría, también, esa primacía a los derechos
básicos liberales dejando, dice Habermas, “al proceso democrático en cierta medida en la
sombra”. Yo no soy capaz de comprender esa objeción que Habermas dirige a Rawls,
puesto que, hasta donde entiendo, el reproche original de Habermas supone la
reivindicación de los derechos como derechos morales (lo que supone endosar algún tipo de
realismo moral o alguna forma de constructivismo epistémico) cuestión que Rawls, en
cambio, no hace, puesto que tanto el primer como el segundo principio de justicia son fruto
de la posición original, de una justicia procedimental perfecta que es incompatible con la
defensa de derechos básicos como derechos morales (que es el aspecto que Habermas
reprocha a Rawls). De manera que, me parece, como en su momento le pareció a Rawls
también, incomprensible ese reproche de Habermas. A lo cual agregaría que el propio
Habermas es, más bien, quien no logra resolver bien el problema entre autonomía privada
y autonomía pública, este, como hemos visto, viejo problema del pensamiento político
moderno. Como ha sido sugerido otras veces, no es fácil comprender cómo un principio de
racionalidad como el de Habermas, un principio que intenta deslindar desde dentro la
racionalidad, pueda decir algo sobre un derecho a no ser racional que es, a fin de cuentas,
en lo que consisten los derechos liberales, un derecho, diríamos, a no participar de ninguna
esfera de comunicación, un derecho a ser absolutamente excéntrico. Parece obvio que el
derecho a no ser racional no puede derivarse de un metaprincipio racional; aunque es
posible, que sea objeto de un consenso racional, pero, en ese caso, volvemos al inicio
puesto que no habría un orígen común a ambas formas de autonomía.
En cuarto lugar, es posible todavía, frente a esa inconsistencia de las dos tradiciones,
asumir un punto de vista como el de la profesora Mouffe. La profesora Mouffe ha
defendido la idea que en la cultura política contemporánea existe una contradicción entre
ambas tradiciones –ella prefiere hablar de una tensión- que no es posible resolver. Para
hacerlo, sugiere, se requeriría una metafísica de la presencia como la que Derridá o el
Heidegger de Dreyfuss o Rorty rechazan. Es mejor, sugiere ella, mantenerse en medio de la
incertidumbre, en medio de la muerte de todas las certezas, y reconocer que la vida política
es una continua y persistente y nunca acabada negociación que de vez en cuando se
estabiliza cuando surgen hegemonías.
Por supuesto, no es posible evaluar así, en un espacio tan breve y en una conversación
como ésta, todos esos puntos de vista que acabo de presentar; pero no sería del todo
riguroso que mantuviéramos silencio frente a ellos sin intentar siquiera un diálogo. Por lo
mismo, permítanme concluir haciendo dos o tres consideraciones generales que podrían
alimentar la conversación posterior:
Es cierto, como lo ha sugerido la profesora Mouffe, que tanto el liberalismo como la
democracia, en su empeño por afirmar un principio de constitución de la polis, olvidan al
polemos que es, desde siempre, la base de la política. La política –y en esto no puedo sino
estar de acuerdo con sus planteamientos, para ello en América latina basta salir a la callees también conflicto y al cabo, más temprano que tarde, violencia. La política posee, por
supuesto, momentos de acuerdo y de convergencia; pero como ya lo había dicho el Kant
viejo –no el Kant de las Críticas, sino el Kant más desilusionado de la ancianidad- el
hombre tiene una sociable insociabilidad que más temprano que tarde estalla. Creo que el
gran defecto del liberalismo clásico es olvidar ese momento, confundir la política con el
mercado, disolver al pueblo en la gente y hacernos creer que en política no hay adversarios.
Hoy día mismo en Chile, a propósito de una candidatura senatorial, hemos visto cómo hay
quienes, de lado y lado, de izquierda y de derecha, se engrifan y se quejan porque temen
que accedan al senado personas que tienen la vista puesta en la calle, que es donde se hace,
aunque nos guste olvidarlo, parte importante de la política. No se trata, por supuesto, de
sugerir siquiera que la única forma de hacer política es la de promover o gestionar el
conflicto; pero se trata de estar conscientes que hay una sociable insociabilidad que
debemos sujetar. Sólo podremos sujetar el conflicto si no nos hacemos ilusiones y no
olvidamos que lo político está inevitablemente atado a él.
Como dije denantes, la tradición democrática afirma que el momento incondicional, ese
momento incombustible que evitaría el vértigo de la vida social, es la deliberación de
ciudadanos libres e iguales. Me parece que la reconstrucción que hace Habermas de la
tradición europea en Facticidad y Validez, muestra que ese momento democrático no es, de
principio, inconsistente con la afirmación liberal según la cual tenemos derechos naturales.
A fin de cuentas, el intento de Habermas consiste en encontrar la sustancia que reclamaba
Hegel en el mismo momento de la deliberación. Tampoco me parece tan claro que el Rawls
de liberalismo político nos pase gatos por liebres cuando elabora su principio del
pluralismo razonable. La profesora Mouffe ha dicho en alguno de sus libros que Rawls
presenta como razonable todo lo que es liberal; pero, me pregunto ¿no es eso inevitable si
no existe ninguna presencia a la que debamos recurrir para resolver nuestra disputas salvo
la propia tradición sobre la que se erige nuestro lenguaje y la gramática que empleamos?
Pienso que el Rawls de Political Liberalism es más consciente de la historicidad de su
propio planteamiento que lo que solemos achacarle. Dicho en términos técnicos, desde el
punto de vista de una semántica verificacionista Rawls no afirma nada absurdo, sino algo
dotado de pleno sentido. ¿No será entonces que la afirmación según la cual la falta de
certezas de la democracia es insalvable, reposa sobre una caracterización defectuosa y muy
gruesa de la objetividad?
Pero, en fin, como dije al inicio este tipo de problemas parecen juegos de ajedrez en los
países de América Latina en los que todavía la democracia liberal no ha logrado permear a
las élites y a la totalidad de sus grupos ilustrados. Sospecho que este tipo de problemas
quizá llega demasiado temprano a nuestra cultura política lo que podría ser un problema
porque, como sugirió Hegel y recordaba yo denantes, el buho de Minerva emprende el
vuelo recién al caer la tarde.
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