espectáculos | 5 | Martes 11 de febrero de 2014 teatro Sin inquietar, sin desconcertar Mash up, Mezcla uno. ★★ regular. intérpretes: Estefania Bavassi, Matías De Padova, Ignacio De Santis, Ana Gurbanov, Rakhal Herrero, Laura Mesigos, Tomas Middleton, Débora Zanolli. luces: David Seldes. video: Maxi Vecco. música original: Daniel Bugallo, Ariel Polenta. asistencia de dirección: Débora Zanolli. producción ejecutiva: Karin Höhn. coreografía: Rakhal Herrero. dirección: Leo Kreimer. funciones: jueves,a las 21.30; y viernes a las 22.30. sala: El Galpón de Guevara, Guevara 326. duración: 80 minutos Karina K y Federico Amador, en escena SANTIAGO FILIPUZZI teatro La dramática vida de Judy Garland al final del arcoíris. ★★★ buena . autor : Peter Quilter. versión : Fernando Masllorens y Federico González del Pino. intérpretes: Karina K, Antonio Grimau, Federico Amador y Víctor Malagrino. músicos: Alberto Favero (piano), Arturo Puertas (contrabajo) y Quintino Cinalli (batería). escenografía: Héctor Calmet. iluminación: David Seldes. vestuario: Pablo Battaglia. dirección musical: Alberto Favero. dirección general: Ricky Pashkus. producción general: F Javier Faroni. sala: Teatro Apolo. duración: 110 minutos. inalmente se estrenó en Buenos Aires una de esas obras muy esperadas por lo que significó su éxito en las principales plazas teatrales del mundo, pero sobre todo por la importancia del personaje en cuestión, Judy Garland, y por la estructura de una pieza de teatro musical dramático que exige una intérprete todo terreno: en nuestro caso, Karina K. La obra nos lleva a Londres, en los años 60, en donde Garland prepara junto a quien en breve será su último marido y a un amigo de tierna confianza su regreso triunfal, para poder afrontar una cadena de juicios que sus acreedores le iniciaran mientras ella lucha contra las adic- ciones que, finalmente, le quitarán la vida tiempo después. Al final del arcoíris es el final de la vida de esta increíble artista, su lucha en contra del personaje que se devoró a la persona y el intento desesperado por encontrar algo de paz. Y entre escena dramática y escena dramática el público encontrará a “la Garland” en ese show londinense y escuchará sus canciones más conocidas (traducidas en este caso por Favero y K, algo que podría uno preguntarse acerca de si era necesario traducirlas o, por el contrario, hubiese sido mejor escucharlas en el idioma original, que es el modo en el que uno las tiene en la memoria). La dirección de Ricky Pashkus es correcta y está puesta casi fundamentalmente en lo interpretativo. Sigue las demandas espaciales de la pieza original, deposita a sus criaturas en ese espacio y trabaja fuertemente para lograr que lo dramático sea alcanzado aunque todavía, en la función que vio este crítico, había algunos problemas de ritmo y de encuentro entre Karina K y Federico Amador. Por el contrario, cada escena de la protagonista con Antonio Grimau son una muestra de talento y generosidad. Él sabe que todo está depositado sobre ella y trabaja para acompañarla a las zonas a las que ella tiene que llegar en lo dramático, así como el maestro Favero y sus músicos hacen lo propio en lo estrictamente musical. ¿Y qué más puede decirse sobre Karina K que no haya sido dicho ya a la hora de cada uno de los estrenos en los que se ha lucido? Esta actriz posee tal talento que le permite sobrevivir con idéntica holgura a las escenas con demanda vocal o con exigencia dramática o con vetas cómicas. Ella sabe moverse en cada uno de esos momentos, jugando sutilmente a lo imitativo, algo que le viene muy bien en Al final del arcoíris. Cuando ha tenido que recrear a Niní Marshall, Karina K no la imitó, la compuso. No es una intérprete de máscara. Es una intérprete que con hondura busca la característica de su personaje y la elabora desde allí. Ahora hace lo mismo, pero con Judy Garland. Verla a Karina K en el escenario del Apolo no es ver a Judy Garland a través de una máscara. Es ver cómo una artista como ella piensa y siente a esa otra artista. Lo que uno ve es el pensamiento de la actriz sobre la actriz representada. Así cada uno de los aspectos imitados no son simplemente miméticos. No se para estrictamente como se paraba Garland, pero a su vez lo hace. No se mueve como ella, pero es ella. En fin, ver a Karina K sobre el escenario es uno de esos placeres que no se olvidan rápidamente. ß Federico Irazábal Mash up, buenas intenciones U n mash-up es, por definición, una técnica del pop que consiste en mezclar dos o más temas musicales para crear un tercer elemento con carácter propio. Como cualquier combinación, se trata de una operación delicada: el resultado puede resultar asombroso, por nuevo, o incómodo para cualquier oído exquisito. En este experimento de Leo Kreimer, las bases del género están puestas al servicio de lo escénico: Mash up, mezcla uno, tal el nombre de su obra, es un collage de lenguajes (música en vivo a cargo de una banda invitada; danza contemporánea y aérea y, en definitiva, teatro físico) en la que Kreimer se da el gusto de remixar lo que probablemente sean algunos hitos de su educación sentimental –canciones grunge, referencia a los Thundercats, cierta estética de los primeros noventa en las piezas audiovisuales–. También repasa los procedimientos artísticos que le resultan propios, no sólo desde su protagónico en Hombre vertiente sino desde mucho antes. Sin ir más lejos, el énfasis puesto en el lenguaje corporal y en el remix, en detrimento de la palabra: en Mash up sólo hay algunas frases enunciadas a través de un altoparlante, que tienen carácter de eslogan publicitario pero que nunca aportan lo fundamental. Kreimer eligió el mejor espacio del off porteño para una propuesta de estas características: El Galpón de Guevara. Es una sala de techos altos, ideal para cualquier acrobacia aérea y para el rompimiento del espacio escénico, y con la amplitud suficiente para que los actores puedan circular entre el público, otro procedimiento clásico del género. Pero su espectáculo, incluso a pesar de contar con grandes perfiles de la danza y el teatro off como intérpretes y creadores (Débora Zanolli, Rakhal Herrero) no llega nunca a tomar vuelo. La experiencia del “teatro de fricción” –tal como La fura dels Baus llamó alguna vez al género al cual dio forma y del que Mash up es, necesariamente, deudor– precisa del impacto visual e implica, para sus creadores, apostar por la sensorialidad antes que por la intelectualidad. Desconcertar y maravillar deben estar entre los grandes objetivos de estas propuestas. Si ninguno de los recursos utilizados en escena resultan inquietantes –por clásicos, por demasiado vistos– no hay argumento que pueda compensar esa falta: la obra queda, inevitablemente, a mitad de camino. ß Natalia Laube