La flor de la maravilla. Juegos, recreos, retal?ílas. Ana PELEGR~N. Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Madrid, 1996. José Manuel Parrado y Pau Pérez Sucede de vez en cuando que entre los anaqueles destinados a los libros de antropología aparecen, como flores en un paisaje ferroviario (y que no se malinterprete el símil, a nosotros nos agradan mucho los trenes), obras que difícilmente pueden ser encuadradas en los desarrollos habituales de la disciplina. La indecisión de los libreros ante textos que resisten la clasificación, o el mero desconocimiento de la actualidad de las materias, cor,duce a estas situaciones, que pueden, por qué no, deparar agradables sorpresas. Es el caso de la obra que nos ocupa. L,a flor de la maravilla, que localizamos recluida casi con humildao entre los dos libros más recientes de Clifford Geertz, nos remonta a los tiempos de los folcloristas románticos, eruditos y apasionados buscadores de unas supuestas esencias populares en la narrativa y la poesía de transmisión oral. Ana F'elegrín nos ofrece un delicioso compendio de retahílas co composiciones orales de tradición infantil en las que predomina la palabra sin sujeción lógica,,, según una de las definiciones de la autora). romances y juegos infantiles extraídos de la llamada literatura popular o tradicional que, transmitidos oralmente durante siglos, perviven aún hoy en la actividad Iúdica de los niños. La autora comparte el interés por esta literatura <<menor,,con estudiosos como Rodrigo Caro o el escritor José María Blanco White que, ya en el Siglo de Oro y en la España a caballo de los Llibres 185 siglos XVlll y XIX, respectivamente, se preocuparon por registrar, poniéndolas negro sobre blanco, muchas de aquellas canciones y acciones de recreo que la literatura cle alto copete echaba al pozo de las banalidades. Pelegrín recurre a materiales diversos para su documentación: desde la iconografía, caso del cuadro de Bruegel <<Juegode Niños,>, al estudio de los pliegos de cordel que durante el XVlll y el XIX daban cuenta de los pasatiempos del momento, pasando por recopilaciones clásicas como las de los autores citados. Con ese bagaje consigue una imagen fiel y amplia de la poesía oral y de las prácticas infantiles de recreo que fueron uso común pcr estos lares durante la época moderna, y que han llegado a nuestros días con escasas, pero a veces significativas, variaciones. Las pruebas que demuestran su pervivencia las ha obteriido la autora recolectando fuentes orales en su trabajo de campo, que se haextendido durante años por la mayor parte de la geografía peninsular y algunos países latinoamericanos. De modo que Pelegrín cuenta con una surtida panoplia, inédita todavía, de retahílas, canciones y romances, en versiones originales y remozadas, de las cuales nos ofrece en este libro algunos ejemy~losque corroboran la supervivencia y la capacidad de adaptacil5n de estas composiciones a través de los siglos. A este trabajo, valiosísimo, erudito y compilador, hay que reprocharle sin embargo un exceso de apocamiento en lo que se refiere al análisis profundo de los juegos y los poemas. La flor de la maravilla no es un texto analítico o interyiiretativo, sino puramente descriptivo. Y aquí toma asiento la principal crítica que se le puede hacer. Los tímidos intentos de abstraer o teorizar se quedan siempre cortos, cuando no caen en tipologías un tanto arbitrarias o, cuanto menos, carentes de interés. Que la autora de la obra sea doctora en Literatura Española no disculpa, nos parece, antes bien todo lo contrario, lo yermo del panorama explicativo o interpretativo que nos presenta. Que sepamos, filólogos y críticos literarios no se contentan con los aspectos superficiales de una obra y se adentran, aun a riesgo de errar, en 186 Llibres contenidos subyacentes y conexiones con el contexto social. Ana Pelegrín, con sus ramilletes y vergeles de poemas se dedica: digámoslo como el vate, a caminar por los altos andamios de las flores: eludiendo abonos: raíces, sales y estiércoles. Un ejemplo palmario es el capítulo dedicado al mundo al revés. Aquí recoge Pelegrín un cúmulo de divertimientos orales y corporales cuya característica fundamental es que juegan con la lógica, invirtiendo significados y asociando libremente ideas. El ejerriplo más conocido que ofrece es el de la recitación caótica que sigue a aquellos versos, tan dichos en nuestra infancia, que rezan: <(porel mar corren las liebres, por el campo las anguilas,, (los reseñantes cantábamos sardinas, el agradecimiento por la aportación no se merece). Pues bien, nos dice Pelegrín, al analizar estos disparates, que son <(procedimiento(s)que indica(n) la reversibilidad del equilibrio y la armonía, ...,, (Pelegrín 1996: 100). F.losotaos nos preguntamos: indican la reversibilidad del equilibrio y la armonía ¿de qué?, ¿por qué?, ¿para qué? Se atreve Pelegrín algo más y escribe: (<Seadisparate, despropósito, desorden, el mundo al revés no carece de significación; posee siempre algún significado misterioso, pero perceptible, a veces profundamente enraizado en la trama de la cultura ancestral, en el mundo de insólitas asociaciones que impresionan la sensibilidad del niño, simplemente porque une los opuestos en un binomio fantástico: ...,> (1996: 102). Aparte de que desconocemos qué cosa sea esa de la cultura ancestral, creemos no ayuda en nada a la comprensión de tal significado la utilización de términos como <(misterioso,,.No es buena manera, creemos, de entrar a elucidar. Y cabe añadir que las asociaciones libres y las mutaciones del orden no sólo se dan en los juegos infantiles, la fiesta y alguna corriente literaria europea, casos que bien señala la autora, sino que forman parte, como es sabido: de las prácticas rituales de infinidad, por no decir todas, las culturas. No los niños a su albur, sino las sociedades en su conjunto disponen de mecanismos que permiten Llibres hacer pensable, y a veces'realizar, la inversión del orden, aunque sea momentáneamente; mecanismos que, en última instancia, no persiguen y logran otra cosa que coifirmarlo de nuevo. Otro tema a cuestionarse es el constreñ miento y el resabio exclusivista con el que la autora utiliza los términos popular y tradicional. No es que Pelegrín, ni mucho rrienos, participe del discurso de algunos fundamentalistas que corren todavía por ahí, cifrando lo que es en puridad nuestro, Ic que nos define y lo que nos contamina. Pero no deja de incurrir en una queja nostálgica por la pérdida de vigor y consistencia que está sufriendo el romancero infantil. No creemos ncsotros que eso sea preocupante, pues lo accesorio es a partir de qué niños y no tan niños consiguen ese orgasmo de la inteligencia que es la risa, como decía no recordamos quién. Mientras sigan logrando divertirse, rompiendo y troquelando lógicas, sea acudiendo al Conde Laurel o a Chiquito de la Calzada, I;i salud mental de la humanidad, lo que queda de ella, está asegurada. Por cierto, la referencia a Chiquito no es una boutade. Qué más popular y enraizado hoy y con más visos de perennidad, de capacidad para ser transmitido, que sus guturalizacionrs, gesticulaciones, retahílas de disparates y asociaciones sorprendentes (y eso sin mentar que sus chistes pueden competir en antigüedad con los más inveterados poemas infantiles). Quizá en ello resida el secreto de su éxito, en su aparente simpleza y en los intensos anhelos que colma, y lo decimos a despecho de tanto ergotista divino, custodio de no se sabe bien qué esencias intelectuales, que va tan cargado de fatuidad que, como diría el propio Chiquito, tiene que dar dos viajes. Pero volvamos a Pelegrín. Nuestra autora apunta con mayor fortuna, aunque siempre, ay, brevemente, eii otro apartado de la obra, cómo <<Lamujer-niña explora en el romancero el sitio que le depara la sociedad: el aprendizaje de la condición femenina,, (1996: 262). Nos enumera temas y romancrs: <<Larelación de la niña y la autoridad paterna (Delgadina, Silvana, Tamar y Amón), el castigo al requerimiento paterno re- 188 Llibres chazado (Delgadina, Santa Catalina), la desprotección de la mujer alejada de su núcleo familiar (Casada en lejanas tierras), la imposibilidad de salir de una situación de cautiverio si no es gracias a la intervención salvadora del padre o del hermano (Las tres cautivas, Hermana cautiva), la reclusión forzada y el despojamiento de la libertad de los atributos femeninos (Monja a la fuerza), la condición de ser doblemente sometida y desamada (Me casó mi madre), la cruel competencia de la madre por un mismo sujeto amoroso (Conde niño), el abandono del amante y el desfallecimiento por amor (Novia del Duque de Alba), la muerte de amor (Conde niño), el secuestro, rapto (Santa Irene, Marinero raptor))) (1996: 262) Y continúa: <<Enla orilla del romancero la niña escapándose de la sujeción familiar se viste de peregrina para emprender el camino (Condesita), resuelve la tan peculiar desgracia de no ser varón disfrazándose para ejercer de mujer activa (Doncella guerrera), maneja la cruel situación de convertirse en vengadora del agravio sufrido (Rico Franco)...,> (1996: 262) Pero, de nuevo, nos envuelve Ea desazón al comprobar que ante tal diversidad de conflictos, lógicas y valores que los romances presentan y, no lo olvidemos, transmiten de generacidn en generación, Pelegrín se limita a concluir: << ...; las niñas escuchan la letra de manera diferente que los adultos, es una comprensión profunda de lo afectivo, en una sensorialidad despierta, visual, táctil <<confusala historia y clara la pena,,. Es quizás, una experiencia poética de la infancia. una vivenciciemo~ionalmás libre de sujeciones lógicas, que les acerca intuitivamente a la comprensión de los motivos simbólicos>>(1996: 263) De ahí que los adultos, según Pelegrín, batallen por cambiar el contenido de algunos romances que consideran poco adecuados para los infantes, <<porsi entienden>,. Todo esto nos suena algo, más bien mucho, a reificación de la infancia, a mitificación de una capacidad de percepción que Llibres 189 no se sabe bien cuándo y por medio de qué se castra. Aunque quizá no le falte razón: ningún adulto se ha preocupado, y la propia Pelegrín no ha reparado en ello, por censurar alguna canción de corro que no casa, precisamente, con la moral a resguardar. A saber: la del Conde Laurel que, en un corro de niñas, versa: Yo soy la viudita del conde Laurel que quiero casarme y no encuentro con quién. -Si quieres casarte y no encuentras con quién elige a tu gusto que aquí tienes quién. -Elijo a (María) por ser la más bella, la blanca azucena que adorna el jardín. Más de un juego licencioso, según nos i:iforman experimentadas colegas, se ha cobijado bajo la coartada de la cancioncilla. Lo que La flor de la maravilla nos presen.:a es, en conclusión, una amplísima recopilación de textos -amplísima sí, meritoria, labrada, pero recopilación al fin y al cabo- que bien puede servir de preámbulo a otra obra que está aijn por hacer. La flor de la maravilla puede ser, quizá, un guiño involuntario a la antropología, un suculento manjar de textos ansiosos de ser manoseados, diseccionados y enmarcados en urja lectura que no por temor a ser atrevida, peque de limitarse al mero y lacónico conservacionismo. La flor de la maravilla es, por último, y como suele decirse, un libro de bellísima factura, editado primorosamente, en papel satinado, y hermoseado, por si todavía hiciera falta, con reproducciones de grabados y pentagramas. U r placer para bibliófilos y para quienes quieran recuperar las miisicas de la infancia. 1