“Chengue era como el paraíso, pero no… Yo no regresaría” DAVID LARA RAMOS BECA DE INVESTIGACIÓN FNPI-ACNUR-CNM “…todos éramos una familia… Todos éramos como hermanos” Cuando uno le pregunta a Julia Meriño si perdió algún familiar en la masacre de Chengue, de inmediato busca los ojos de quien la interroga y dice: “Lo que pasa es que en Chengue todos éramos una familia… Éramos como hermanos”. Luego respira como si se quedara sin aire, y frota sus párpados para controlar el llanto que anuncian sus ojos. Con su gesto, parece demostrar su fortaleza, esa misma que tuvo la madrugada del 17 de enero de 2001, cuando un grupo de 80 paramilitares llegó a Chengue, y asesinó a 27 personas. Luego aparta su mirada y comprendo que prefiere no hablar del tema. Me dice que hoy piensa hacer unos pasteles con un grupo de amigas; que muchos de los desplazados que viven en Ovejas están pensado que el próximo 17 de enero de 2008 se cumplen siete años de la masacre y se prepara un acto de conmemoración para rendir un homenaje a las 27 víctimas. “¿Algún familiar tuyo entre ellos?”, le pregunto. De inmediato responde que no insista, que ha comprendido que lo que quiero es que me cuente cómo vivió ella el día de la masacre. Le digo que sólo quiero conocer cómo vivió ella ese momento y que si prefiere no hacerlo entenderé su decisión. Respira. Se frota sus manos. Se acomoda una gorra que lleva en su cabeza. Sonríe de manera indecisa y sin preguntarle comienza su relato sin mirarme a los ojos: “Me desperté en la madrugada, todo estaba oscuro… Habían cortado la luz, se escuchaban gritos. Llamé a mi esposo, a mi mamá… Yo tenía una bebecita de 10 meses… Llamé a mi hijo. A un sobrino que vivía con nosotros… No sabíamos qué era lo que pasaba. Nos metimos al monte a correr sin saber para dónde… Empezamos a ver las casas incendiadas. Nos ocultamos en una finca de aguacate hasta las siete de la mañana. A ésa hora volvimos al pueblo a ver qué era lo que había pasado. Encontramos cuerpos llenos de sangre tirados por todas partes. El pueblo en llamas… gente que lloraba a sus familiares… era el horror…” De su huida, están en su cabeza las preguntas que su hijo le hacía sobre por qué corrían en medio del monte a esa hora de la madrugada: “¿Por qué me despertaste mami? ¿Por qué vamos corriendo? ¿Para dónde me llevas? ¿Y por qué de noche? ¿Por qué vamos por este camino? ¿Por qué no podemos hablar? ¿Por qué vamos sin zapatos?”, preguntas que Julia aún recuerda cuando escucha el ruido de las ramas que se parten y las hojas secas que arrastran sus pies. “Me tocó decirle que tenía que ir calladito, que no hiciera tantas preguntas, que no se quejara, que caminara rápido… pero no… volvía a preguntar, y yo intentaba explicarle qué era lo que pasaba sin saberlo”. Con gestos en su rostro, y movimientos en sus manos, que imagino similares a los de aquella madrugada, Julia reproduce esa conversación, y advierte que todo estaba oscuro, y que solo se escuchaba a sí misma y la voz de su hijo que preguntaba: — ¿Por qué me tuviste que levantar, si todavía es de noche? —Papi porque tenemos que salir rápido —le decía yo. —Mami, pero es que aquí hay mosquitos; hay culebras y nos van a picar. ¿Por qué vamos por este monte? —preguntaba. —Porque los malos nos van a coger… —respondía. — ¿Y por qué los malos nos van a coger? —Porque los malos vienen matando… ya cállate —le decía— tenemos que estar todos juntos papi, calladitos, sin llorar. ¿Ya entendiste, papi? — ¿Y por qué los malos vienen matando, mami? —volvía a preguntar —Porque sí nene, porque son malos… por eso —le respondía. — ¿Y por qué son malos? —insistía él. —Porque sí…. porque nos van a matar —le dije desesperada— y si no te callas nos van a matar a todos —le grité. Su hijo se quedó quieto y no volvió a llorar. Explica que la familia completa se quedó en silencio, y sólo escuchaban los gritos y llantos que venían de Chengue. Cuando dieron las siete de la mañana, volvieron a su casa ubicada en la entrada del pueblo, a orillas de una carretera de piedra caliza que lleva a la plaza. Cuenta que su sobrino, de 8 años, cuando vio los cuerpos de sus tíos y primos tirados en la calle, se tendió en el suelo. “Mi mamá, que venía con nosotros, intentaba darle ánimo y le decía que era un hombrecito… que tenía que ser fuerte… pero no, se puso a llorar… después se quedó quieto en un asiento inmóvil, congelado, no tuvo pie para moverse, ahí pasó todo el día, como atemorizado, terrible verlo así”. Guarda silencio. Con un gesto en su rostro mezcla de dolor, derrota y orgullo, Julia narra la actitud que asumió su pequeño de cinco años. Una actitud que puede ser la razón para que su hijo tenga momentos en los que parece —según ella— “que estuviera en la luna”. “A pesar de que era el más pequeño del grupo, tuvo mucho coraje… se mostró como el más fuerte y cuando vio los cuerpos ensangrentados corrió hacia ellos y se dedicó a espantar a los perros y a los puercos que llegaban a lamer la sangre… Para que no fueran a comerse a sus tíos… Eso era lo que decía” Entre el puesto de salud —explica Julia—, la terraza de su casa y la calle, quedaron tendidas siete personas: los tíos Andrés y César, su primo, Cristóbal de 16 años. Dos primos hermanos de su marido, Juan Carlos y Elkin Martínez de 15 años, y por último, estaban dos vecinos: Luis y Giovanni. Luego de ese recuento, cierra los ojos como queriendo borrar aquellas imágenes. Frota sus párpados, intentando, sin éxito, detener las lágrimas que llenan sus ojos. Se queda en silencio y al instante escucho su llanto. Es cuando logro entender por qué prefiere decir: “Lo que pasa es que en Chengue todos éramos una familia… Todos éramos como hermanos”, y mimetizar el dolor que le produce volver a pronunciar los nombres de sus muertos. “En otras culturas, cuando una persona muere siembran un árbol” La mañana del 16 de enero de 2008, en la víspera de la conmemoración, el mayor Dávila explicaba a los hombres de Chengue cómo debían cavarse 27 huecos alrededor de la plaza. La misma donde siete años atrás, el 17 de enero de 2001, un grupo de 80 paramilitares asesinó a 27 personas. “Cada árbol —explica el mayor— es la representación de una víctima de ese día, motivo por el cual ningún árbol se puede morir. En otras culturas, cuando una persona muere siembran un árbol, porque allí se representa el espíritu de la persona...” Una de las pocas mujeres que allí se encontraba, manifestó que no eran 27 sino 28 las víctimas, a lo que el mayor respondió: “No entiendo, yo tengo aquí 27 personas, fue la lista que me dieron”. “Pero fueron 28”, refutó la señora. El mayor cerró la discusión con el argumento que habían sido 27 las personas que murieron en el pueblo, y el murmullo de malestar se sintió entre los que allí estaban. La voz del mayor se escuchaba muy fuerte. Con la lista en su mano, siguió la explicación: “Lo que necesito es personal con verraquera y entusiasmo. Lo que vamos a hacer es que yo les voy a dar un número y esas personas se me van a ubicar allá… desde el uno hasta el 27. Vamos a ver quién es el primero… Usted… ¡bien!, ¿cómo se llama? Enrique… Usted es el número uno… Enrique se me va para allá… ¡rápido!, no quiero ver a nadie apaciguado… nada de eso. Seguimos: número dos, al lado de Enrique… ¡pero rápido papá! Número tres, número cuatro… alineaditos allá… cinco, seis, siete, ocho, corriendo, corriendo, con verraquera… vamos a ser infantes de marina por un día… vamos, número nueve […] número doce, número trece […] número dieciocho, diecinueve, […] número veinte, veintiuno […] veintiséis… y 27”. Allí estaban los 27 hombres uno al lado del otro, con una distancia de un brazo, que el mayor pidió que tomaran, y me los imaginé a todos tirados en el piso como muertos. Los hombres se movían con rapidez. Tiraron una cuerda en el piso para hacer una línea recta y medir la distancia entre cada hueco. Buscaron sus palas y empezaron a cavar con rapidez. Treinta minutos más tarde, los 27 huecos estaban listos, alineados en tres lados de la plaza. En la tarde, con ayuda de un megáfono, el mayor Dávila volvió a llamar a la comunidad para informarle los puntos que debían ensayar y así conmemorar, siete años después, una matanza que originó el desplazamiento más numeroso en toda la región de los Montes de María. “Mi mamá llegó descalza… despeinada… y sucia”” El 17 de enero de 2001, el mismo día de la matanza, Megan, la hija mayor de Julia Meriño, pasaba vacaciones en Ovejas. Tenía sólo seis años; hoy de 11, me dice que sus recuerdos de aquel día son escasos. Al preguntarle si guarda en su memoria imágenes de cómo vio a su familia el día en que llegó a Ovejas como desplazada, entrega una respuesta inocente y simple: “Mi mamá llegó descalza… Despeinada… Y sucia”. Al escucharla, Julia sonríe, al tiempo que relata cómo salieron aquel día de Chengue: “Como a las tres de la tarde comenzamos a caminar hacia El Jobo, Bolívar, porque allá vivía mi abuela. Llegamos casi a las seis, luego de tres horas caminando”. De El Jobo llegaron hasta El Carmen de Bolívar, donde fueron recogidos por unos carros que dispuso, para la fecha, el alcalde de Ovejas, Edwin Mussi Reston, hoy investigado por la Fiscalía por vínculos con los paramilitares. Cuando Julia y su familia llegaron a Ovejas, dice que se encontró con todo el pueblo en el primer piso de la alcaldía. Allí Alejandro de la Rosa, secretario de la Personería, intentaba organizar un caos de más de mil personas desplazadas. De la Rosa, trabaja en una estrecha y calurosa oficina en el primer piso de la alcaldía de Ovejas. Dice que el desplazamiento más numeroso que ha habido en la zona es el de Chengue. Que habían aprendido a manejar la situación luego de las masacres de El Salado, Pijiguay y Bajo Grande. Al describirme cómo recibió a las familias de Chengue, me aclara: “Ese día no sólo recibimos desplazados de Chengue, recibimos de toda esa zona: de Don Gabriel, Salitral, Los Números y El Tesoro, que habían sufrido por la masacre de Macayepo… Lo que cuantificamos en ese momento fueron unas 120 familias de Chengue; 50 de Don Gabriel; 30 de Salitral; 20 de El tesoro; y 20 de Los Números y El Orejero. En total 240 familias. Unas 1.000 personas en total. La cifra verdadera no la sabremos jamás porque hay gente que no reporta su condición de desplazado. A todos los que llegaron aquí, les dijimos que buscaran dónde quedarse en Ovejas, porque no teníamos dónde albergarlos. Otros, los ubicamos en el ancianato”. Julia tiene un claro recuerdo de Alejandro de la Rosa. Es la persona que le entregó el formulario que, como establece la ley 387 de 1997, debía llenar para obtener su condición de desplazada, y acceder a los programas que ofrece el Estado y algunas ONG. “Esa es una condición que uno no quisiera tener —me dice— porque todo el mundo lo ve como la persona que va a llegar a pedirte algo. Para la gente de Chengue eso fue lo más duro: pedir. Porque nosotros estábamos acostumbrados a trabajar.” La ley establece que una persona tiene derecho a la atención humanitaria y de emergencia por espacio de tres meses. Al evaluar ese período, Julia dice que la ayuda “se sintió”, pero al pasar los tres meses “Nos tocó solos. Yo me puse a vender productos por catálogos, y lo único que me trajo fue problemas, y el reporte a una central de riesgo. Mis hijos entraron al colegio por esa condición de desplazados, pero se iban sin desayuno, y cuando regresaban a veces no había almuerzo. Mi hermana que vivía en Ovejas, nos tendió la mano, y gracias a ella tuvimos un lugar donde dormir. Es la casa donde ahora vivo con mis hijos. Cuando se acabaron las ayudas que da el Gobierno, mucha gente buscó sus familiares en Barranquilla, Cartagena, Sincelejo y Venezuela, pero la gran mayoría se quedó en Ovejas”. La casa donde ahora vive Julia, tiene una sala y dos cuartos. Un patio con una enorme alberca, con escasos 10 centímetros de agua. Una terraza pavimentada de tres por siete metros, adornada de móviles con figurillas de Winnie Pooh y Mickey Mouse que bajan de las vigas del techo de zinc. Al preguntarle por los móviles y los dibujos en la pared, afirma con tímido orgullo: “Lo que pasa es que aquí trabajo como maestrita de preescolar, dirijo una pequeña escuelita y atiendo a 16 niños. Le pido que me cuente la historia de su “escuelita”, y dice: “Andaba en un futuro tan incierto, yo sin trabajo. Una noche le pedí a Dios que me abriera una puertecita. No quería una puerta grande, una pequeña, para meterme por allí con mis tres hijos”. Días después de esa petición, Julia se encontró en Ovejas con Yolima, una funcionaria del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF, quien prometió ayudarla. Pasaron dos meses y recibió un recado en el que Yolima la invitaba a que viajara a Sincelejo. “Me ofrecieron tener un Hogar de Bienestar, y me preguntaron si estaba interesada en ese trabajo. Le dije: si usted me pone a limpiar zapatos, eso hago. Allí comenzó mi labor como maestrita, como una madre comunitaria, que llaman”. Por dirigir ese Hogar de Bienestar, Julia recibe 195 mil pesos mensuales, los que administra con recelo. Me dice que los desplazados que viven en Ovejas están en condiciones parecidas, algunos peores. “Si quiere, vamos a Don Miguel, una urbanización que construyeron en el 2004 y donde vive mucha gente que vivía en Chengue”. “…hay vainas ahí que no fueron como ese tipo dice”. Desde la casa de Jaime Meriño, ubicada en todo el frente de la plaza, puedo escuchar la voz del mayor Dávila, quien con el megáfono, llama a la comunidad para congregarse en la plaza. “Comunidad, favor reunirse acá… necesitamos que todos estén acá para seguir con un nuevo ensayo….” En la terraza de la casa de Jaime, están entre otros, Osman Oviedo, a quien conocí durante mi viaje de Ovejas a Chengue el 16 de enero de 2008. Saúl García, quien se especializa en subirse en las altas palmas amargas, cortar todas sus hojas, y luego venderlas para hacer techos. Ramiro, dueño de la única tienda de Chengue, que ahora exhibe en sus estantes tres rollos de papel higiénico, dos bolsas de fideos y una bolsa de arroz. El negro Manjarrés, que vino de El Orejero, un caserío cercano a Chengue a ayudar con los preparativos. Estorio Meriño, quien volvió a sembrar en Chengue y espera recoger a final de mes su cosecha de maíz. Wilson, quien llegó del Carmen de Bolívar y se ha quedado como repoblador en Chengue y Dairo, quien hoy ayuda a Jaime en la cocina. Desde esa terraza observo lo que ha quedado del pueblo. Una enorme plaza llena de pasto verde, circundada por 10 casas. Cuatro están destruidas y una de ellas muestra aún los estragos del fuego. Osman dice que era la casa más grande de Chengue, donde funcionaba un granero. Explica que había una hilera de casas al otro lado de la vía pero “todo eso lo quemaron”. El antiguo granero es hoy solo cuatro paredes, con los espacios de las puertas y ventanas, con marcas de tizne por todos lados. Hoy, en su interior, se han armado cuatro fogones para preparar dos vacas que el mayor Dávila, ha anunciado por el megáfono, las que todos esperan ansiosos. Sigo con los ojos la carretera y Osman me dice que es el camino hacia Macayepo. Hay una montaña cubierta de enormes palos de guásimo, caracolí, palma amarga, palma dulce y zapatón. Arriba, observo 4 casas pequeñas y el colegio, donde hoy estudian primaria 27 niños, 16 de Chengue y 11 de veredas como El Orejero, Alemania y El Pujón. Jaime, quien ahora me habla de su retorno al pueblo, es un hombre de 66 años, con la energía de un joven de 15. “Me regresé porque ya llevaba seis años molestando a una hija que vive en Cartagena, de ella no tengo queja, pero uno no está para que los hijos le den. Eso es muy duro, pagando arriendo, molestando en la casa, eso a mí no me gusta. Cuando la matanza, mi hija me vino a buscar y me fui con ella para Cartagena. Volví a Chengue el 11 de septiembre de 2006, con la intención de sembrar la tierra que había abandonado”. Esa fecha Jaime no la olvida porque es para él otra fecha de nacimiento. Habla sobre el cultivo de yuca que ha comenzado. Dice que está recogiendo la cosecha de ñame, y como un niño, me invita a que vea los dos sacos que tiene en la sala. “Usted sabe que mañana se cumplen siete años de la masacre… Vea qué ñame de lindo… Viene mucha gente de todas partes… Son dulcecitos, sabrosos… Hay que tenerles algo para el desayuno… Ya encargué un queso en Salitral, un pueblo aquí mismito… Mire éste, ¡qué maravilla! Ya tengo cerdo salado… También hay arroz de la cosecha que acabamos de recoger… Ahora tengo que buscar una olla más grande para que alcance para todos”. Saca un ñame de unos 15 kilos y lo acaricia como si fuera un fósil de enorme valor histórico. “Vea… qué belleza, esto con un suerito… y un café de leche… ¡hommbe!”, dice satisfecho. Jaime se mueve con agilidad por los espacios de la casa. En la sala hay un pequeño banquito de madera, dos sillas plásticas, cuatro tanques para recoger agua, y dos pares de cuerdas de nailon para colgar hamacas, amarradas en los travesaños del techo. En el patio, está un fogón, en el que se hierven unos trozos de yuca. “Eso es para el almuerzo de nosotros acá”, me dice. De regreso a la terraza, seguimos escuchando en el megáfono las indicaciones del mayor Dávila. Anuncia que es necesario hacer una pequeña tarimita donde van a estar sentadas las 27 mujeres que representarán a las víctimas, que muy bien por los huecos, que los hicieron rápido, que así es como trabaja una comunidad unidad que rinde homenaje a sus seres queridos que murieron en hechos lamentables ocurridos hace siete años. Al preguntarle a Jaime cómo fue la masacre, se detiene. Lleva su mano derecha a la cabeza y apoya el índice sobre su sien. Con la izquierda, me hace una señal de alto, que me silencia al instante. Entra a un pequeño y oscuro cuarto, y observo la agilidad de sus movimientos… luego de remover algunos sacos vacíos, saca de una mochila de fique las páginas enrolladas de un periódico. Sale de prisa del cuarto y exclama: “¡Venga… venga…! venga para acá afuera…”, y lo sigo obediente de nuevo a la terraza. “Siéntese”, dice, y me entrega las hojas que reconozco al instante. Es la edición del diario El Heraldo del miércoles 19 de diciembre de 2007, que hacía apenas un mes titulaba: “La confesión del hombre de las grandes masacres de la Costa”, y el antetítulo que lo acompañaba: “Víctimas de matanza de Chengue murieron a golpes”. La edición traía fragmentos de la versión libre presentada por Úber Enrique Bánquez Martínez, alias “Juancho Dique”, segundo al mando del bloque Héroes de los Montes de María, de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, grupo responsable de 24 masacres ocurridas en la región entre 1995 y 2003, según reportes de la Policía Nacional. Al abrir las páginas, los amigos con los que conversaba Jaime, muestran curiosidad por ver la información. Finjo leer el texto y le digo a Jaime: “Aquí está todo entonces…” y paso el periódico a los interesados en leerlo. Jaime me dice que pasó la Navidad con su hija en Cartagena y que el periódico se lo trajo de allá. Luego de la lectura, los amigos de Jaime comienzan a hacer comentarios en voz baja. Uno habló de los disparos que sonaron y sobre la gente que murió a bala. Otro dijo que “la mona” con la que golpearon a las víctimas no se mencionaba por ningún lado. Otro anotó que los helicópteros, que supuestamente atacaban a los paramilitares, comenzaron “a echar bala hacia la montaña donde había gente escondida”. Otro se atrevió a decir que la misión de los helicópteros era disparar a la montaña para que la guerrilla no entrara, y despejarle el camino a los paramilitares en su huída hacia Macayepo. Jaime los mira a todos en espera de más contradicciones, y vuelve sus ojos hacia mí con desconcierto. Se levanta, y mientras arrebata el periódico al último interesado en leerlo y lo envuelve con rapidez, suelta una frase llena de pesar, rabia y desconsuelo: “Mejor dicho, hay vainas ahí que no fueron como ese tipo dice”. “Nos tocaba esconder a los niños debajo de la cama” Los temores de la gente de Chengue comenzaron a mediados del año 2000. Luis Oviedo, quien se desempeñaba como docente, recuerda que la comunidad comenzó a sentir miedo cuando las primeras marcas de AUC aparecieron en las cercas de las fincas, en las piedras de los arroyos, y en algunas paredes de casas del pueblo. La comunidad propuso redactar una carta para enviarla al presidente de la república, Andrés Pastrana Arango. El profesor Oviedo, recuerda que enviaron copias a la Personería de Sucre y a la Defensoría del Pueblo, pero no se hizo nada. Para el año 2000, las autodefensas habían atacado poblaciones cercanas a Chengue tales como La Peña, Macayepo, y El Salado, un recorrido de muerte que llevó a investigadores de la Universidad Cecar de Sincelejo, a concluir que tales masacres no eran hechos aislados entre sí, sino que correspondían a una “estrategia de guerra” del bloque Héroes de los Montes de María de las AUC. El 14 de marzo de 2000, varios medios de comunicación difundieron las declaraciones del comandante paramilitar alias “Amauri”, quien tres días antes había dirigido acciones en las veredas de Ojo Pelao, Casinguí y Arroyo Hondo, cerca de San Cayetano, corregimiento de San Juan Nepomuceno, incursión que dejó 23 personas asesinadas. Las palabras de alias “Amauri” eran muy claras: “Vamos a seguir las operaciones. En estos momentos me encuentro incursionando en el área de La Cansona, Micaprieta, Don Gabriel, Pijiguay, Colosó, Arenal y Charquitas, donde se encuentra escondido el comandante del frente 37 de las FARC, ‘Martín Caballero’”. Martín Caballero, muerto por las autoridades la madrugada del 24 de octubre de 2007, era el cabecilla del Frente 37 de las FARC, quien dirigió atentados contra estaciones de Policía de los pueblos de los Montes de María y había hecho de las torres eléctricas blanco principal de sus ataques. Julia Meriño cuenta cómo soportaban ellos el conflicto: “En la zona de montaña había influencia de guerrilla, es algo que no podemos negar, pero de allí a que la gente de Chengue fuera guerrillera es un trayecto muy largo. La guerrilla pasaba por el pueblo ¿Y cómo usted le decía que no pasara? ¿Cómo íbamos a impedir que los armados llegaran al pueblo? Ése es un hecho que no se ha negado, nunca mentimos sobre esa situación. En tres ocasiones hubo enfrentamientos dentro del pueblo. Nos tocaba esconder a los niños debajo de la cama, y refugiarnos”. Eduardo Porras, coordinador regional de la oficina de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, con sede en Sincelejo, al tratar el tema de Chengue, asegura: “Estamos hablando de una comunidad que fue calumniada, una comunidad a la que le pusieron el ojo tildándola de guerrillera, esa calumnia generó una serie de acciones de los paramilitares que desembocaron en la masacre del 17 de enero de 2001”. “…facilitó el homicidio colectivo de los habitantes de Chengue” La Procuraduría General de la Nación, luego de la masacre inició una investigación disciplinaria contra los militares encargados de la seguridad de la región. Este ente de control condenó a los militares Rodrigo Quiñónez, Camilo Martínez, Rafael Bossa Mendoza, Rubén Rojas y Óscar Eduardo Saavedra, por sus acciones y omisiones, que permitieron que miembros de la AUC llegaran a Chengue sin ser interceptados por la fuerza pública. La investigación disciplinaria del 2 de agosto de 2002, y el fallo posterior proferido el 12 de diciembre de 2003 contienen hallazgos que pretenden reconstruir lo ocurrido entre la mañana del 16 y la madrugada del 17 de enero de 2001. Elkin Valdiris Tirado quien, 23 días después de la masacre, se entregó a las autoridades, y condenado a 45 meses y 24 días de prisión, aseguró que el 16 de enero de 2001, a eso de las 7:00 de la mañana, el suboficial Rafael Euclides Bossa Mendoza llegó a la finca El Palmar, en cercanías del municipio de San Onofre, y entregó a alias “Cadena” y a alias “Juancho”, uniformes camuflados y municiones. Dice Valdiris que, a cambio, “Cadena le entregó un fajo de billetes” Ese hecho fue probado dentro del proceso penal y Elkin Valdiris obtuvo beneficios por colaborar eficazmente con la justicia. A las 10:42 de la noche, dos policías (Edwin Amarís y Luis Zárate), avisaron al teniente Jaime Gutiérrez, comandante de la Policía de San Onofre, que habían visto en la vía San Onofre Tolú Viejo, tres camiones con personas que vestían prendas camufladas, brazaletes negros y llevaban armas de largo alcance. El teniente Jaime Gutiérrez comunicó al subcomandante operativo de la Policía de Sucre, teniente Mario Nel Flórez Álvarez, y éste ordenó avisar al Batallón de Fusileros de la Infantería de Marina, BAFIM 3, (al mando del capitán de fragata Miguel Yunis Vega) y al Batallón de Contraguerrillas de la Infantería de Marina, BACIM 33, (al mando del capitán de corbeta Víctor Salcedo Camargo), cuyos hombres permanecían en Malagana, al sur del departamento de Bolívar. A las 11:45 de la noche, el capitán Miguel Yunis, llamó al contralmirante Rodrigo Quiñónez Cárdenas, comandante de la Primera Brigada de Infantería de Marina, y al capitán de fragata Oscar Saavedra, comandante del BAFIM 5, con sede en Corozal. Entre 11:45 p.m. y las 12:00 p.m., el contralmirante Rodrigo Quiñónez se comunicó con el oficial de inteligencia, Orlando Segura, con el objetivo, según el mismo Quiñónez, de verificar los datos suministrados por los dos policías de San Onofre. Sobre ese particular, la Procuraduría consideró que ese hecho “suministra importantes elementos de juicio alrededor de la conducta reprochable del comandante de la Primera Brigada de Infantería de Marina (Rodrigo Quiñónez), quien de manera irrazonable consideró que la información sobre el tránsito de automotores con hombres de los grupos paramilitares, no representaba mayor interés, optando por confirmarla o desvirtuarla, no obstante conocer, por los antecedentes del caso, que la misma sí revestía claridad y precisión, y por ello le obliga a planear la estrategia en función de proteger a la población civil amenazada por los miembros de las AUC”. Uno de los cuestionamientos que al final se hace la Procuraduría, es que desde el momento en que Rodrigo Quiñónez conoció del paso de los 3 camiones, hasta el momento de la masacre, pasaron cinco horas en las que se pudo ejecutar alguna acción para evitar la tragedia. Los sucesos que siguieron para la vida de Rodrigo Quiñones resultan, en especial para la comunidad de Chengue muy extraños. En diciembre de 2001, fue nombrado como vicerrector de la Escuela Superior de Guerra; en marzo de 2002, agregado militar en la embajada de Colombia en Israel, y siete meses después, el 4 de octubre de 2002, se le concedió la Orden de Boyacá. El 25 de noviembre del mismo año, solicitó su retiro de las Fuerzas Armadas luego de que el Gobierno de los Estados Unidos le negara la visa ante la sospecha de sus vínculos con el narcotráfico. Para cerrar este recorrido, el 6 de enero de 2005, un fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia, precluyó la investigación contra Rodrigo Quiñónez, y consideró que no se encontraron pruebas suficientes para determinar su responsabilidad en la masacre. Fallo que la Procuraduría ha impugnado. De la conducta del capitán de fragata Óscar Eduardo Saavedra, la Procuraduría demostró que pasadas las 11:00 p.m. del 16 de enero, Saavedra recibió comunicaciones de varios comandantes de la zona: del teniente coronel Mario Nel Flórez Álvarez; del capitán de corbeta Camilo Martínez Moreno; y del capitán de fragata Miguel Ángel Yunis Vega. Al respecto, concluye la Procuraduría: “Tal información, clara, oportuna y adecuada, lo obligaba a desplegar la capacidad operativa bajo su mando, con el fin de capturar o menguar el accionar del grupo armado que salió de la finca El Palmar…”. La investigación establece que el capitán Saavedra pudo alertar sobre la presencia de los camiones al BACIM 31, que contaba con la compañía Dragón, la cual se encontraba a ocho kilómetros de la comunidad de Chengue. “De esta forma, facilitó el homicidio colectivo de los habitantes de Chengue, quienes fueron ultimados con armas contundentes y corto punzantes que desmembraron sus cuerpos”, concluye el informe. Por último, el suboficial Bossa Mendoza, quien la mañana del 16 de enero de 2001 entregó uniformes y armas a los hombres de alias “Cadena” y “Juancho” en la finca El Palmar, guardó silencio sobre el paso de los tres camiones. En el proceso penal que investigó los hechos de Chengue, Bossa Mendoza aceptó “que omitió informar el paso de unos camiones en donde se transportaban paramilitares”. La Procuraduría, sobre esa omisión considera que: “No es posible pasar por alto esta gravísima actuación del señor Bossa Mendoza, quien ante semejante irregularidad sólo atina a dar pueriles explicaciones, como aquella de haber anotado una hora diferente o no tener reloj en el momento de los hechos. De ello se infiere sin mayor esfuerzo la intención manifiesta de ocultar evidencia, y colaborar de varias maneras con el grupo de autodefensas que ejecutó la execrable matanza de Chengue”. Como complemento, la Procuraduría reconoce el testimonio presentado por la fiscal Yolanda Paternina, encargada de la investigación de la masacre. Aseguró que en el operativo realizado el 22 de enero de 2001, el mayor Camilo Martínez, al mando de un grupo de militares que apoyaba la diligencia, se negó a realizar el allanamiento. Yolanda Paternina aseguró que la negativa fue producto de la consulta que el mayor Camilo Martínez realizó al sargento Bossa Mendoza. A juicio de la Procuraduría “es indudable, bajo esta perspectiva, el ánimo del señor Bossa en ejecutar todas las conductas a su alcance para resguardar los intereses de los grupos paramilitares que silenciaron la vida de 27 habitantes de Chengue”. La fiscal Yolanda Paternina fue asesinada el 29 de agosto de 2001. Sobre ese hecho, Jairo Castillo, alias “Pitirri”, quien se ha convertido en el principal testigo de los casos contra políticos involucrados en acciones paramilitares, aseguró que la orden para asesinar a Yolanda Paternina la dieron el senador Álvaro García Romero y el ex gobernador de Sucre Salvador Arana. Antes de la muerte de la fiscal Paternina, fueron asesinados Fabio Luís Coley Coronado y Jorge Luís de la Rosa Mejía, miembros del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía, CTI, hecho ocurrido el 27 de mayo de 2001. Estos investigadores estaban acompañados por Sadith Helena Mendoza Pérez y Aida Cecilia Padilla Mercado, los cuatro, fueron inicialmente secuestrados en Rincón del Mar, jurisdicción del municipio de San Onofre. La Fiscalía sindicó por esos hechos a Hernán Giraldo Serna, Rodrigo Antonio Mercado, alias “Cadena”, y a Úber Enrique Banquez, alias “Juancho Dique”, por los delitos de secuestro extorsivo agravado, y homicidio agravado. El 6 de febrero de 2002, fue asesinado Oswaldo Enrique Borja Martínez, también agente del CTI, quien recolectaba pruebas sobre la masacre. Esas muertes, estructuran una nueva masacre periódica y selectiva. La misma Julia Meriño tiene claro que a la gente de Chengue no la dejaron en paz, algunos fueron a la cárcel durante el período de capturas masivas acusados de guerrilleros, y a otros los fueron a buscar hasta los lugares donde se desplazaron. Cuenta cómo fue la muerte de su esposo, Henry David Pelufo, quien cuatro meses antes de la masacre se desempeñaba como inspector de Policía de Chengue. “El renunció porque llegaba gente armada a buscarlo, tanto los paramilitares como la guerrilla. Lo mataron el 17 de enero de 2003, dos años después de la masacre. Veníamos de Chengue en una caravana, luego de una misa para honrar a las 27 víctimas, todos estábamos un poco tristes, gente que no había vuelto al pueblo y encontró todo lleno de monte y destruido… en el camino vimos a un grupo de uniformados, pidió detener los carros, bajaron a mi esposo, lo acostaron boca abajo y le dieron un tiro en la parte de atrás de la cabeza, delante de todos”. Luego de ese relato, que cuenta con triste serenidad, dice que su marido no ha sido el único, que han matado a gente que se desplazó y a gente que se quedó Chengue: “En 2002 asesinaron a Alberto Zequea y a su compañera, en Córdoba, y a Jorge Luis Tapias, en Chengue. En 2004, fueron asesinados Álvaro Meriño, Ramón Oviedo y Milton Arias. De esas muertes ni sus familiares saben qué pasó, solo los rumores de que los mató la guerrilla o los paramilitares, pero uno no sabe quién fue y la justicia no hace nada”. “Acaba de llegar la comida, acaban de llegar las dos vacas”. A las cinco de la tarde del 16 de enero de 2008, entró a Chengue una furgoneta en la que se leía “Transporte de Alimentos refrigerados”. Se detuvo frente a la casa donde la Infantería de Marina había guardado las 300 cajas de mercado que trajo Acción Social, y los regalos para las mujeres que representarían a las 27 víctimas. Los que estaban en el ensayo de inmediato voltearon sus miradas hacia el camión. Se escuchó la voz del mayor Dávila por la amplificación, la cual había sido instalada para el último ensayo del acto de conmemoración de la masacre: “Atención pueblo de Chengue: les tengo muy buenas noticias: acaba de llegar la comida, acaban de llegar las dos vacas”. La gente dejó el ensayo por un instante y corrieron al encuentro del camión que buscaba el sitio adecuado para descargar. El primero en descender del camión fue un hombre que se mostró muy familiar con los militares, les estrechaba la mano y cruzaba saludo con ellos. Habló sobre las pésimas condiciones de la carretera, que hubiera llegado antes pero se atrasó, pero que de todas maneras ahí estaba la carne. El pueblo ayudó a descargar las dos vacas, las cuales venían en 10 canastas grandes de supermercado: unas verde, otras grises, otras azules. Y cinco bolsas grandes transparentes llenas de hueso y costilla. Uno de los ayudantes del camión, quien constató en la planilla antes de responder, me dijo que habían traído 439 kilos en total: carne, hueso carnudo y costilla de primera. Comentó que la carretera de Ovejas a Chengue estaba inservible y por eso llegaron retrasados. Wilman, quien estaba a cargo de la cocina y que había armado los fogones en la casa que era de la señora Nolis Meriño, trajo unas mesas donde sazonar la carne y preparar la comida que sería ofrecida al día siguiente. Algunos voluntarios se ofrecieron para relajar la carne y Wilman comentó que debían relajar la carne con cuchillos bien filosos porque si no se “echaba a perder la carne”. De inmediato, los voluntarios fueron a buscar sus limas para dar un mejor filo a sus machetes. Se trajo sal, cebolla, ajo, comino y pimienta. Una de las señoras que allí estaba dijo que había también que echarle a la carne ají dulce, un ají que crece casi silvestre en Chengue. Bastó un recorrido por algunos de los patios y la bolsa de ají dulce, verde y rojo, apareció como traída de un supermercado cercano. Juan Carlos Díaz y Luis Manjares estuvieron casi todo el tiempo relajando la carne y clasificando el hueso y la costilla. Esa labor duró hasta las ocho de la noche, hora en la cual, se dispuso hacer un sancocho para los que estaban trabajando, pero en especial para los que habían venido de veredas muy cercanas a Chengue como El Orejero, El Tesoro, El Pujón y Alemania. Gracias a la labor de esa gente se pudo construir la cancha de fútbol en la plaza del pueblo; colocar un poste en la entrada de Chengue e instalar una nueva iluminación, ponerle techo con palma amarga a la casa de Nolis Meriño, para que le diera sombra a los que harían la comida. Un pedido que se hizo a ruego de Wilman, quien dijo que podía “chuparse (aguantar) la candela del fogón, pero el calor del sol no se lo aguantaba”. Aparecieron ollas y calderos cuyos tamaños me hicieron pensar que los sancochos comunitarios eran actividades familiares para la gente de Chengue. Wilman me dice que él último gran sancho que se hizo fue el del 31 de diciembre de 2000. Una fiesta que el pueblo celebraba con música, recuerda que aquel día sonaron, en especial, los cantos de Enrique Díaz, Farid Ortiz, y Diomedez Díaz. “Música vallenata, pero alegre”, me aclara Wilman. “Hacíamos una sola comida para todo el pueblo. Sancocho de gallina y pavo, sopas de carne salada, cada quién ponía su cuota, y comprábamos las gallinas. Recuerdo ese 31. Estábamos muy alegres, todos en el centro de la plaza con un picó que sonaba de maravilla. Ese último 31 de diciembre nos reunimos como 120 ó 150 chengueros. Estábamos alegres, y quién se iba a imaginar que 17 días después, en esa misma plaza que sirvió para parrandear iban a matar a muchos amigos y familiares, que estuvieron con nosotros en esa fiesta. Eso sí que me pone triste”. Los voluntarios comenzaron a sacarle filo a los machetes. Los ayudantes del camión embarcaron las canastas de colores y se apresuraron a salir del pueblo, antes de que la noche cayera. Por el megáfono se volvió a escuchar un nuevo llamado del mayor Dávila para hacer el último ensayo de la noche. “Uno no puede regresar a un lugar… que ya no existe”. En siete años como desplazada Julia recuerda con precisión los programas a los que ha accedido. En 2006, fue beneficiaria del programa Red de Seguridad Alimentaria, ReSA, dirigido por Acción Social. “Me dieron cinco gallinas, y una puerca. Una papeleta con semillas de apio y cilantro. Teníamos que hacer una trojita, de 10 por 10 metros para sembrar las hortalizas”. Julia dice que cuando vivía en Chengue llegó a tener más de cien gallinas y 10 marranos, que las gallinas que le dieron en el proyecto ReSa, tres se las robaron y las restantes hicieron parte de una comida cuando la situación estuvo mala. Al valorar el programa de hortalizas, concluye: “Aquí en Ovejas no llega ni agua para bañarnos, cómo vamos a hacer para regar las hortalizas. Ahora llevamos cuatro meses sin agua. Allá en Chengue nunca sufrimos por eso. Cosechábamos aguacate, naranja, guineo, ají, cilantro, yuca, ñame, maíz, no comprábamos casi nada, aquí hasta el agua tenemos que comprarla y cómo hacemos, si no hay plata”. Julia dejó en Chengue una finca de aguacate de dos hectáreas y la casa donde vivía con su familia, hoy convertida en mitad establo; mitad corral de puercos. “Uno abandonó eso, y la gente la cogió como porqueriza, aquí vinieron a pedirme permiso, yo les dije que estaba bien, porque la verdad, uno no tiene deseos de regresar”. El otro programa en el que 98 familias de Chengue resultaron beneficiarias, según Julia, fue ofrecido por la Fundación Desarrollo y Paz, organización que lidera proyectos en los Montes de María. “La ayuda que recibimos fue para cultivar maíz en Chengue. Te cuento cómo fue: el cultivo de maíz se da en junio, agosto y septiembre, y el programa llegó en noviembre. Nos entregaron las semillas de maíz y no se pudo cultivar porque no era tiempo, el que sembró no recogió lo que da una verdadera cosecha, la mayoría se perdieron. Nos trajeron una cantidad de expertos, agrónomos y tecnólogos, y dime tú, si el campesino es el que sabe cómo cultivar, al final esa gente es la que sale ganando”. Julia comenta que, además, exigen una cantidad de requisitos para beneficiarse de un proyecto: conseguir un formulario, comprar una póliza, sacar fotocopias, viajar a Sincelejo, reuniones y reuniones, son obstáculos para llegar a las ayudas. Me mira y busca una posible respuesta a esas exigencias: “Yo entiendo que muchos necesitan, pero hay gente que se aprovecha de la situación. Aquí tienen carta de desplazados gente que porque le cayó una papaya en el techo de su casa se viene para Ovejas, a veces yo digo que nosotros no somos desplazados sino reemplazados por gente que sí recibe ayuda. Mientras uno vive con necesidades, como viven casi todas las familias en Don Miguel”. Le digo que quisiera ir a Don Miguel, y de un tajo me dice: “Eso será mañana, porque tengo que llevar ahora mismo a la casa de Luz Marina los ingredientes para hacer unos pasteles de arroz que vamos a vender”. Una de las actividades que Julia realiza con las que reconoce como sus socias: su madre, Francisca, a la que llaman Nacha; la señora Josefa Barreto, a la que llaman Chepa; y la señora Luz Marina, a la que llaman Luzma. Le digo que la acompaño hasta donde Luzma, y cargamos juntos un pequeño saco de fique lleno de verduras, zanahorias y papas. Julia vive en un sector conocido como La Ciudadela, donde se han desarrollado programas de vivienda para beneficio de las víctimas de la violencia, tales como Don Miguel, Doña Elvira y Villa Paz, que fue construida con dineros del Plan Colombia. Le pregunto por la ubicación de Don Miguel y me dice que vamos en la vía, que Don Miguel está cerca de Doña Elvira, dos programas de vivienda contratados por la Alcaldía de Ovejas en 2003. Don Miguel y Doña Elvira son los nombres de los padres del ex alcalde de Ovejas, Edwin Mussi Reston, quien en 2001 firmó con la cúpula paramilitar el llamado pacto de Santa Fe de Ralito. Sobre esa situación, Julia prefiere no hacer comentarios, solo dice que “las casas son tan pequeñas que en el único cuarto que tiene no cabe una cama doble con su escaparate. Las grietas que se hacen son tan protuberantes que algunas familias han abandonado su casa antes de que les caiga encima”. A las cinco de la tarde, llegamos a la casa de Luzma, una mujer cuya desconfianza intimida al forastero. Me presento y sus enormes ojos claros se clavan en los míos. Parece hacerme ver mi condición de intruso. La otra socia es Nacha, la mamá de Julia, quien tiene el encanto de las madres protectoras. Me recibe con un beso y me invita a seguir hasta el patio donde “armarán” — explica— los cien pasteles. Su cariño equilibra la atmósfera que la mirada de Luzma ha generado. En el patio encuentro a Nacha cortando las hojas de bijao. Julia la presenta como la experta en el arte del pastel. Luzma ha cogido el saco que hemos traído, y pone una olla con agua en su cocina. Nacha le dice que las pique bien, que es lo único que hace falta, que la gallina y el cerdo con su guiso están listos. Mientras Luzma va picando la verdura, me observa desde la distancia de su cocina. Toma una zanahoria y la raspa con una delgada hoja de cuchillo y me sigue con su mirada. Nacha pide que la ayuden a meter nuevos palos al fuego, y yo aprovecho para sacudirme de la mirada de Luzma, y pregunto por un machete para cortar los leños. En el patio, Julia entrega una corta biografía de cada una de sus socias: “Ésta es mi mamá, Nacha, ama de casa, vive con mi papá, perdió familia en Chengue, perdió tierras, perdió su casa, perdió todo, beneficiara de una casa en Villa Paz, no piensa volver a Chengue. Ésta es Chepa, ama de casa, hace pasteles, vende sopa, chicharrón o peto; perdió un hermano, cuatro primos, muchos amigos, su marido tiene su finquita en Chengue, siembra allá y regresa cada quince días. Luzma, allá atrás en la cocina, perdió a su yerno, una hija viuda, perdió su casa, vende sopa conmigo los domingos, vende productos de revistas y… es un poco silenciosa”. Chepa, nació en El Carmen de Bolívar, pero se siente más chenguera que todas. Al preguntar por los ingredientes para hacer los pasteles, me dice: “Ponga cuidado, estas son hojas de bijao, cortadas en Chengue. Éstas son tiras de palma de iraca para amarrar los pasteles, traídas de Chengue. Tenemos arroz, cosechado en Chengue, hay que remojarlo el día anterior y se sazona con achiote, traído de Chengue. Gallinas y puercos criados en Ovejas por gente de Chengue… Chengue daba de todo”. A las siete de la noche cuando Luzma ha terminado de cocinar las verduras, habichuelas, cilantro, rodajas de papas y zanahorias, que dispone sobre la mesa, Chepa, que es como la directora, arma el primer pastel. Julia dice que debe salir a buscar más compradores para los pasteles, que es su aporte de trabajo al negocio. Les pregunto a todas si piensan ir a Chengue el próximo 17 de enero para la ceremonia de conmemoración que se está preparando y me dicen que sí, que volverán luego de muchos años. Que irán con camisetas blancas y que esperan que sea el comienzo de cosas positivas para el pueblo. Julia se despide. Chepa dialoga con Nacha, y mientras hablan, la silenciosa Luzma arma con rapidez cada pastel y mira a sus socias con frialdad. Como diciéndoles: “Dejen de hablar y trabajen”. —Es que en Chengue se conseguía de todo, aquí hasta el agua y la leña hay que comprarla —dice Chepa. —El fundador de Chengue —replica Nacha— sabía lo que estaba haciendo. —Ése fue un señor de apellido Medina, dicen los más viejos como Antonio Elías, que eso fue hace más de 200 años. —Chengue era un pueblo viejo. El profesor Luis dice que después un señor de apellido Oviedo vino de un pueblo que también se llama Chengue, pero en el Magdalena, por eso Oviedo es uno de los apellidos que más había en Chengue. —El otro apellido era Meriño, como Julia —aclara Chepa. —Lo que pasa es que allá había una competencia entre los Oviedo y los Meriño. Si un Meriño se casaba con una Oviedo… entonces llegaba un Oviedo y enamoraba a una Meriño para desquitársela. Se casaban también entre primos. Estaban también los Quintana, los López, los Barreto, pero lo que más había en Chengue era Meriño y Oviedo. —Nada más vea la lista de la gente que mataron y se dará cuenta. —Todos eran hombres. —Todos cultivadores, criadores de ganado… gente buena. —Ahora, hay pocos cultivos… vacas ya no hay. Julio Meriño, que es tío de Julia, tenía, en familia, unas 200 reses, ahora sólo tiene una, que la tiene en Don Gabriel, cerca de donde estaba Chengue —aclara Nacha. —Como la gente abandonó sus fincas, el aguacate se pierde, hay unos que van y recogen un poquito, pero con esa carretera tan mala a veces la cosecha no la pueden sacar… —Vea… los aguacates que se comían en Medellín, salían de Chengue. Llegaban cinco o seis camiones todos los días y se iban taquiaitos (llenos), cada uno se llevaba como una tonelada, y así, por tres meses, imagínese usted el aguacate que daba Chengue. —Eso hacían los hombres. Las mujeres nos dedicábamos a criar gallinas… yo tenía ochenta, todas se perdieron con la masacre… —Yo vendía peto, mondongo, sopas de costilla, hacía bollos, buñuelos de maíz verde, pasteles… como estos, y los vendía enseguida, aquí en Ovejas uno hace cincuenta pasteles… y los vende, pero apurao (con dificultad)… allá no, allá se vendía todo rapidito… Digo que quisiera hacerles un comentario luego de escuchar la conversación: “Ustedes dicen Chengue fue… Chengue era… Chengue tenía… En Chengue había… Hablan en un pasado que acabó, como si el pueblo hubiera desaparecido”. Chepa y Nacha guardan silencio, se miran en busca de una posible respuesta; es cuando escucho la firme y pausada voz de Luzma, quien al tiempo que amarra un pastel, levanta sus ojos y lanza su mirada desconfiada: “Vea… es que Chengue no es ni un pedacito de lo que era antes”. El silencio se hace mayor y se escuchan las burbujas del agua que hierve. Entonces les pregunto: “¿Es que acaso no piensan volver y recuperar esa maravilla de pueblo del que han estado hablando?” Mientras corta con el cuchillo una nueva hoja de bijao, alza su voz y me dice: “Vea… Para que entienda, que usted parece que no entiende… Uno no puede regresar a un lugar… que ya no existe”. “…con lo que pasó allá nos merecemos unas mejores condiciones” A la mañana siguiente, luego de una noche de trabajo en la casa de Luzma, Julia me dice que la venta de pasteles fue un éxito, me habla de las cuentas y las ganancias y yo le recuerdo la promesa de llegar a la urbanización Don Miguel. Me dice que está lista, y comenzamos el recorrido. Camino a la urbanización, encontramos a Jaime, un niño de 12 años que vende empanadas de maíz con relleno de lentejas. “Es de Chengue… —dice Julia— su mamá frita empanadas dos veces al día y él sale a venderlas”. Pregunto al pequeño si recuerda a Chengue, y me dice que allá hubo “la masacre”. ¿Y sabes qué es una masacre?, digo, y al instante responde: “Matan gente y queman casas”. Sus respuestas son cortas, directas y certeras: — ¿Cuántas empanadas llevas en la olla? —24. — ¿Cuánto vale cada empanada? —Doscientos pesos — ¿Y si las vendes todas, cuánto es? —4.800 pesos… y siempre las vendo todas, le aclaro. Con esa respuesta el paso siguiente es probar las empanadas. Exquisitas. Le digo que quiero conocer a quién las hace, y dice con orgullo: “es mi mamá”. Se llama Nellis, mujer de unos treinta años, que tiene la esperanza de ampliar su producción de empanadas gracias a una posible ayuda que le entregará la Fundación Restrepo Barco. Ellos, por su condición de desplazados, tendrán la posibilidad de recibir una ayuda del proyecto titulado De hechos y derechos en la generación de ingresos para la estabilización socio económica de población desplazada en cinco municipios de la costa Caribe, proyecto FCS-082. Un nombre que a Luis, el papá de Jaime, le resulta bien pomposo para lo que le van a dar, pero tiene la esperanza de que saldrá favorecido. A todos les pregunto si estarán en Chengue el próximo 17 de enero, fecha en la que se realizará la conmemoración, y la palabra la toma la señora Evangelina, abuela de Jaime, quien perdió un hermano en la masacre. Dice que ya perdonó a todos los asesinos. Que no puede seguir con el corazón triste y que el hecho de que en Chengue mataran solo a hombres es la señal de que las mujeres deben mandar en el hogar. Vuelvo a preguntarle si estarán en Chengue próximo 17 de enero de 2008 y responde: “Por supuesto, nos vamos y nos venimos en los carros que va a poner la alcaldía de Ovejas”. Un cartel hecho con cartulina rosada y marcadores azul y rojo, llama mi atención en el interior de la casa. Es el resultado de un taller sobre creación de empresas al que Luis debió asistir como requisito para tener opción a la ayuda. En él se leen los siguientes títulos: Mi negocio: “Fritos Jaime”. El negocio que tengo es: una empresa comercializadora de producto alimenticio elaborado en harina y maíz. Ubicación de mi negocio: Don Miguel L-8 M-10. Mis clientes son: los consumidores de Ovejas, Sucre. Mis competidores son: los demás vendedores de frito del municipio. Pregunto a Luis “¿cómo está la competencia de Fritos Jaime?” Reñida, dice, porque hay muchos desplazados que venden arepas, bollos de mazorca, carimañolas, deditos de queso, papas rellenas, buñuelos de maíz verde, arepitas de dulce, tortillas de harina de trigo, hojaldres, y empanadas, pero las que hace su mujer, son las mejores. En unos días, explica Luis, la Fundación Restrepo Barco hará una visita para conocer las condiciones en que vive la familia. Es parte del proceso para identificar los beneficiaros de un subsidio que puede llegar hasta seiscientos mil pesos, con el fin de ampliar la producción y los mercados de la empresa familiar “Fritos Jaime”. “…esas cuentas a mí no me casan” Seguimos nuestro recorrido por Don Miguel y llegamos a la casa de Alveiro Quintana, quien el 10 de diciembre de 2007, volvió a dormir en Chengue luego de casi siete años. Al preguntarle cómo pasó esa noche, se acomoda en su taburete, respira profundo y se pasa sus dos manos por el pecho: “Fue muy difícil, porque apenas fue cayendo la noche comencé a imaginar lo que perdí allá. Si te digo que dormí, es mentira, porque recordaba a cada rato y cuando veía la oscuridad me sentía intranquilo. Cerraba los ojos y trataba de no pensar en eso, pero son imágenes imborrables… imborrables… Alveiro me dice que salió de Chengue cuando tenía 34 años. Que ésa ha sido toda su vida, porque estos siete años que lleva como desplazado han sido de sufrimiento. Pronuncia cada frase sin entregar mayores matices como si sus palabras estuvieran soportadas por una viga de dolor. “Imagínese, lo que uno perdió allá fue muy grande, usted no me lo ha preguntado, pero yo perdí, mejor dicho a toda mi familia”. En ese momento, repito en mi mente la frase de Julia: “lo que pasa es que en Chengue todos éramos una familia” y levanto mi mano para intentar, sin éxito, interrumpirlo. “Yo perdí a mi papá, mis dos hermanos, tres tíos, un primo, un cuñado, un tío de mi mujer… Éramos una sola familia, y nos matan a 27, imagínese cómo sería el dolor”. Alveiro cuenta que salió en burro, con sus dos hijos y su mujer hasta El Jobo, y de allí pagó un carro para llegar a Ovejas, donde tenía una hermana y una tía. En 2004, por su condición de desplazado, le fue entregada la casa donde hoy vive en Don Miguel, una de las pocas ayudas que ha recibido. Recuerda algunos mercados que le dio Acción Social, cuando llegaron sin nada a Ovejas, algunas ayudas en ropa para sus hijos, un juego de colchonetas y tres meses de arriendo que le pagaron, pero asegura que el futuro que hoy tiene es por su trabajo como agricultor y su visión de comerciante. En 2003, Alveiro invirtió tres millones de pesos en un viejo Toyota modelo 76, uno de los pocos carros que viaja a Chengue todos los días. “Tengo mi espíritu de negociante y mientras espero la cosecha, llevo mis pasajeros a Chengue, traigo productos para vender aquí en Ovejas, o los llevo a Sincelejo, compro y vendo mercancías. Me he ido recuperando de lo que perdí allá, de lo material claro está, porque las vidas… ¿Cómo hago para recuperarlas?”. A pesar de su dolor, Alveiro dice que piensa todos los días en volver, así más tarde me responda que no regresaría, porque su única vida la vivió en ese Chengue que ahora está destruido. “Voy todos los días, y cuando entro al pueblo, así venga contento, no quiero hablar con nadie, me cae una tristeza y comienzo a recordar cómo era todo, dónde estaban las casas, cómo eran las calles, dónde estaba mi casa, y se me vienen los recuerdos a mi mente… cuando va cayendo la tarde, me dan ganas de volver… es como si fuera a pasarme algo si oscurece”, dice. Al volver a hablar de las ayudas y de los programas que ofrecen algunas organizaciones, Alveiro entrega una visión que explica con sencillez. “Vea… uno allá tenía todo… A la gente, le he escuchado decir por ahí que a los desplazados les dan mucho, y yo me pongo a pensar: cojo el lápiz y saco cuenta de lo que he recibido y de lo que yo perdí allá en Chengue, y pongo todas las ayudas, así sean muy pequeñas, y sumo otra vez, y a mí esa cuenta no me da… esas cuentas a mí no me casan. Por ejemplo, ésta no es la casa que yo tenía en Chengue. Muchos perdieron sus casas o las tuvieron que abandonar, y vea las casitas que nos dieron, yo estoy inconforme porque yo creo que con lo que pasó allá nos merecemos unas mejores condiciones”. Su rostro se endurece, su mirada se torna más próxima, su voz adquiere nuevos bríos y hallo en su discurso matices que enfrentan, contradicen y argumentan. Espero sus nuevas reflexiones y advierte su propia transformación. Guarda silencio y me dice con una falsa serenidad: “Mejor dejemos allí, que mañana quiero llegar tranquilo a Chengue”. Bajo mi voz y le digo que me permita hacerle una última pregunta. Sin mirarme, dice: “Échela pues”: “¿Vas a estar en Chengue el próximo 17 de enero de 2008 para el acto de conmemoración que se está preparando?”. Se levanta de su silla; entra a la casa, se devuelve y se queda parado debajo del dintel y responde: “Hay vainas que a mí me dan mucha rabia… vea…maestro yo no me presto para esas payasadas.” “Homenaje y recuerdo a las 27 víctimas de la violencia” A las siete y media de la noche, el mayor Dávila convocó a la comunidad al último ensayo del día. Tomó la lista de las víctimas y leyó un punto de la ceremonia. Agregó que era el más importante de todos: “Homenaje y recuerdo a las 27 víctimas de la violencia”. Explicó que debían organizar 27 niños, cada uno con un clavel blanco en su mano y luego se iban a leer los nombres de las personas asesinadas. “Un representante de cada víctima va a recibir un clavel. Entonces, leemos de una manera muy respetuosa: en memoria de aquellas personas que fueron víctimas. Cuando yo diga el nombre de Arquímedes López Oviedo, el representante de esa víctima debe estar en esa silla, que es la primera. Para el día de mañana estará la señora Nolys Meriño López, quien manifestó que vendría, pero en caso de que no asista, ¿quién puede ir en esa silla?” Los asistentes al ensayo se miraron las caras y se escuchó la voz de un joven llamado Antonio, quien dijo ser familiar de Arquímedes. El mayor Dávila agradeció el gesto, pero dijo que le gustaría que fuera mejor una mujer. Preguntó si había una mujer familiar del señor Arquímedes López, pero le respondieron que no, que todos se habían ido. Antonio entonces ocupó la primera silla. “Seguimos —dijo el mayor Dávila— Santander López Oviedo… Para el día de mañana está organizado que venga Carmen López, ¿hay una mujer que pueda representarlo?” El mayor pronunció los nombres de dos víctimas más, y las cuatro sillas fueron ocupadas por hombres. “Yo prefería una mujer, porque este evento se organizó para que participaran las esposas, viudas y madres de este personal —y dijo dirigiéndose a los cuatro hombres que ocupaban las sillas— a mí me gustaría muchísimo que en ese lugar que están ocupando ustedes sea ocupado por mujeres, como lo que van a recibir es un clavel de un niño, a mí me gustaría que fueran mejor señoras… mejor no lo hacemos con hombres porque van a recibir es un clavel… vamos a hacerlo con señoras”. El mayor leyó entonces los nombres de las 27 mujeres que debían ocupar las sillas y preguntó: ¿Quiénes de las que he nombrado se encuentra en el corregimiento de Chengue? Hubo silencio por unos segundos y alguien desde el fondo respondió: “Ninguna… mayor, ninguna vive aquí”, el mayor repitió: “Ninguna”… al tiempo que se alzó una nueva voz que dijo: “Sí hay… hay una sola… es la señora Dionista, que perdió a su esposo, ella vive en Sincelejo pero llegó en la tarde de hoy”. “A mí lo que me preocupa —dice el mayor— es que en el día de mañana debe llegar un representante del sexo femenino por cada una de las víctimas, pero muy probablemente, si la madre o la viuda vive en Barranquilla y no puede venir, una de las sillas va a quedar vacía, pero recordemos que las víctimas del 17 de enero de 2001, fueron nuestros familiares y amigos, cualquiera de ustedes… las señoras de este municipio… necesito que por favor, ocupen los puestos que estén vacíos, y yo les diré en qué momento toman ese lugar. “Para efectos de la ceremonia diremos: —anuncia nuevamente el mayor— Homenaje a las 27 víctimas de la violencia del 17 de enero de 2001… Empezamos a nombrar a cada una de las personas que fallecieron… Por ejemplo: Arquímedes López Oviedo… Y un niño de la comunidad, debe pasar, le entrega un clavel, a la madre o a la viuda, y el niño, con la madre o la viuda se desplaza por acá al frente, toman un árbol y lo siembran en uno de los huecos… Cuando nombremos… Pero eso debe ser de una manera rápida… Yo necesito la colaboración de unos cinco infantes de marina que me ayuden con la parte de los árboles... Tan pronto metió el árbol, ella medio echa tierra, y el infante de marina termina de plantar el árbol y la señora debe hacer ese movimiento rápido, y viene y toma nuevamente el puesto con el clavel… Entonces se va leyendo cada una de las personas: Arquímedes López Oviedo, Francisco Santander López Oviedo, Azael López Oviedo, Cristóbal Meriño Pérez… Y vamos leyendo a cada una de las personas de las cuales estamos haciendo la conmemoración por ese día y… un niño debe pasar con el clavel, le entrega el clavel y posteriormente pasan, siembran el árbol lo acompaña el niño, el niño se retira y la persona llega a su silla con el clavel y debe tener el clavel en la mano derecha… así…de acuerdo”. El mayor advierte que debe haber una mesa para los 27 árboles; una mesa para los 27 “donativos” que se entregarán a las madres y viudas. Que necesita organizar los 27 niños que entregarán los 27 claveles y pregunta si hay 27 niños en el corregimiento. La duda era bien fundamentada: ni en ese momento ni en ningún ensayo fue posible reunir a 27 niños para que entregaran los 27 claveles. La gente le dice al mayor que mañana seguro habrá más de 27 niños, que no se preocupe, que lo que pasa es que están de vacaciones, que en el pueblo sólo hay 16 niños, que el resto vendrá de El Orejero, El Pujón, Alemania, o de otra vereda cercana. “Los espero entonces”, dice el mayor. Al tiempo que invita al pueblo a levantarse temprano y estar puntual en el ensayo definitivo que será mañana a las siete y treinta a.m. “Días malos; días buenos… Años de mucho sufrimiento” Julia me dice que es hora de volver a casa, que el recorrido por Don Miguel ha terminado y caminamos por una calle muy ancha de regreso. Me siento como en la mitad de una cancha de fútbol. Julia saluda a la gente, pronuncia sus nombres y apellidos, al tiempo que vuelve hacia mí para contarme “algo” de sus vidas: “Son desplazados también… perdieron un tío y un sobrino… Estos de acá también son desplazados, perdieron un hermano… Aquí vive una señora que a sus 80 años la tuvieron que llevar cargada hasta El Jobo… Aquí vive una señora que le mataron a un hijo… Allá vive la hija de Luzma que le mataron al marido… La gente sale a la terraza con sus rostros marcados de dolor. Niños semidesnudos juegan en la arena y mujeres muy jóvenes, envejecidas prematuramente. Viendo toda esa gente me pregunto qué es un desplazado y comienzo a buscar respuestas. La ley 387 de 1997 establece que desplazado es “toda persona que se ha visto forzada a migrar dentro del territorio nacional abandonando su localidad de residencia o actividades económicas habituales, porque su vida, su integridad física, su seguridad o libertad personales han sido vulneradas o se encuentran directamente amenazadas, con ocasión de cualquiera de las siguientes situaciones: Conflicto armado interno, disturbios y tensiones interiores, violencia generalizada, violaciones masivas de los Derechos Humanos, infracciones al Derecho Internacional Humanitario u otras circunstancias emanadas de las situaciones anteriores que puedan alterar o alteren drásticamente el orden público”. En mi recorrido por Ovejas, Sincelejo y Chengue, pregunté a varias personas sobre lo que era ser desplazado. Farides Meriño, desplazada de Chengue, me dijo que “son seres que los otros humillan, seres que son mirados por encima del hombro como si fueran pobretones, y somos personas que con vergüenza tenemos que llegar a pedir porque de verdad lo necesitamos, pero nos rechazan”. En la Defensoría del Pueblo de Sincelejo, conocí a un señor muy amable, que me ofreció un tinto de 100 pesos mientras esperaba. Le pregunto por su nombre y responde: “Teherán”, le digo que ése es su apellido y replica que es así como le gusta que lo llamen. Me dice que luego de haber estado en la Fiscalía, donde presentó la denuncia por la muerte de un hijo como requisito para acceder a las garantías que ofrece la Ley de Justicia y Paz, espera pacientemente la llegada del Defensor del pueblo para que lo atienda. Me cuenta que llegó a las ocho y media, que le han dicho que el Defensor está atendiendo a una comisión que vino de Bogotá, que no se demora, que en media hora llega, que no se vaya… pero la verdad es que son ya más de las once, y ni el Defensor del Pueblo, Óscar Herrera, ni otro funcionario aparece para atenderlo. El maestro Teherán, como decido llamarle, me cuenta que se desplazó de los lados de San Onofre después que le mataron a su hijo. Vive ahora en Sincelejo con la ayuda que le prestan sus familiares. Lleva casi tres horas en espera y su sonrisa y amabilidad son plenas. Al preguntarle qué es un desplazado para él, se quita su sombrero y se rasca su cabeza llena de canas: “Eso es complicado mi amigo, comenzando por la forma en que lo atienden a uno… fíjese, yo tengo 72 años, y me pasean de un lado a otro, espero aquí y allá… A mí me parece que un desplazado es una persona que se la pasa paseando de un lado a otro buscando ayuda, pero esa ayuda o nunca llega, o llega cuando uno ya se ha acomodado”. En Ovejas, dialogo con la señora María Petrona Chamorro, quien al momento del desplazamiento de Chengue tenía 88 años. De sus palabras, a veces claras, otras incomprensibles, recojo su definición que es también fruto de su experiencia: “Un desplazado agarra para donde puede, sin saber si para donde va lo van a recibir o lo van a echar de nuevo, un desplazado es una persona sin sendero, alguien que perdió el camino”. Por ley, una persona desplazada deber diligenciar el Registro Único de Población Desplazada, RUPD, donde declarará, entre otros aspectos, las razones de su desplazamiento. Esa declaración es diligenciada ante la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, las personerías municipales o distritales, o cualquier despacho judicial. El registro es enviado a la oficina seccional de Acción Social, que en 15 días valora los datos consignados en ella, y concede o niega la condición de desplazado. Sobre ese procedimiento, la Corte Constitucional ha dicho que no sólo es desplazado aquel que ha diligenciado su RUPD, porque el desplazamiento es una situación de facto y no debe estar sujeto a un reconocimiento por parte del Estado. Aunque existe esa consideración, en la práctica ningún desplazado recibe ayuda si no tiene ese reconocimiento. José Luis Padrón, coordinador de Acción Social en Sucre, considera necesario el registro porque la gente intenta el fraude para obtener los beneficios y con eso resta posibilidades a otros: “Un evento que genera desplazamiento se conoce, aparece en los medios. Lo que hacemos nosotros en verificar. Entonces consultamos los registros electorales, hacemos consultas a la Fuerza Pública, a las iglesias, a las ONG que trabajan en la zona, y nos hemos dado cuenta, por lo menos en Sucre, que los intentos de suplantación han llegado hasta un 60% del total de las solicitudes”. Una de las situaciones que más genera debates es el período de tres meses en que el Estado se obliga, mediante ley, a entregar la ayuda de emergencia para superar la crisis. A los que llegaron el 17 de enero de 2001 a la oficina de la Personería de Ovejas, se les pidió ubicarse donde sus familiares cercanos, y aquellos que no tenían un albergue serían ubicados en el ancianato del municipio. La señora Mercedes Romero tiene 70 años, perdió a su hijo Rafael Romero Montes en la masacre. Ella cuenta cómo fue su experiencia en el ancianato: “Nos dijeron que eso iba a ser por unos días, mientras nos ubicaban en un mejor sitio, pero yo duré viviendo allá cinco meses. Vivíamos unas 10 familias, muy incómodos, en unas colchonetas calientes, cocinábamos en el sol, a veces no había agua, pasábamos muchas penalidades”. Luego de esos cinco meses, Mercedes fue llevada a una casa en el barrio La Pradera, a las afueras de Ovejas. “Allá no pagábamos arriendo —me dice— pero teníamos que buscar la comida. Como ya estoy vieja, me inscribieron en el programa de alimentos del ancianato, y me tocaba irme para allá a almorzar… a veces yo llegaba y me decían que ya no, que ya la comida se había acabado”. En La Pradera, Mercedes vivió tres años, hasta cuando fue favorecida por una casa en Don Miguel. Al preguntarle cómo ha pasado estos siete años, dice: “Días malos; días buenos… años de mucho sufrimiento”. En 2004, la Corte Constitucional entró a revisar más de 100 tutelas, que acumuló en un solo expediente y que formaron parte de la sentencia T-025 de 2004. En ella la Corte estableció que la violación de los derechos a los desplazados configuraba un estado de cosas inconstitucional, que es la “vulneración repetida y constante de derechos fundamentales a un gran número de personas”. Al preguntarle a José Luis Padrón sobre esa sentencia y los informes de seguimiento que ha realizado la Procuraduría, comenta que tanto la sentencia como los informes de seguimiento han reconocido el esfuerzo de Acción Social y en particular de este gobierno. Zheger Hay Harb, Coordinadora de Atención al Desplazamiento Forzado de la Procuraduría, y quien se encarga de hacer los seguimientos a lo establecido en la sentencia T-025, afirma que los esfuerzos de los que habla Acción Social no interesan para el caso, que lo esencial es que el Estado cumpla… Y no está cumpliendo, asegura. Luis Merlano, profesional de la Procuraduría de Sucre, y quien conoce de cerca los problemas de los desplazados de Chengue, dice que cuatro años después de esa sentencia, el incumplimiento persiste, ni el gobierno ni Acción Social han cumplido con lo ordenado. “Hartos de aguacate, como gallinas negras…” El que más temprano se levantó el 17 de enero de 2008 fue Jaime Meriño. A las tres y media la madrugada ya estaba dando vueltas por la casa en busca de un par de sacos de fique. Encendió y apagó varias veces la luz y quienes dormían en la sala comenzaron a decirle que “respetara el sueño de los otros, que no jodiera tan temprano, que apagara el foco y dejara dormir a la gente”. Jaime me llevó a la terraza y confesó su preocupación: “Lo que pasa es que hoy viene mucha gente, y usted vio que ayer cogí dos sacos de ñame, y estuve pensando que hay gente que no come ñame, pero sí come yuca, y quiero salir a arrancar, por lo menos un saquito”. Ante la presencia de las tropas de la infantería de marina, Jaime fue a consultar con los militares la posibilidad de llegar hasta su sembrado. Le dijeron que mejor esperara, que las tropas estaban en el monte y que podría ser peligroso. Jaime guardó silencio y dijo que no se preocuparan que iría cantando por el camino la canción: “Vamos a arrancá yuca, ehhh ejé ejé… Vamos a arrancá yuca, ejé ejéeeehhhhh”, en una melodía que improvisa como si fuera un tradicional canto de vaquería. Jaime decide esperar y prepara un café negro y amargo. “El primero del día tiene que ser fuerte, para que uno tenga vitalidad”. Un café que él no parece necesitar. Cuando la espesa neblina comenzó a disiparse sobre Chengue, se amarró su machete al cinto y se colgó en el hombro dos sacos de fique. “Vamos hacia arriba, como yendo hacia Macayepo —me anuncia— por el mismo camino que tomaron los paramilitares en su huida el día de la matazón”. A las afueras de Chengue, vemos a algunos militares que aprovechan una caída de agua que baja de la montaña. Se bañan y cepillan sus dientes. Jaime, con un inocente humor, los previene y vuelve a cantar su improvisada composición: “Vamos a arrancá yuca… Vamos a arrancá yuca, ehhh jeje… je jé”, y da los buenos días con pícara sonrisa. Jaime, lleno de orgullo me muestra su sembrado. Es una hectárea de yuca y ñame con matas bien alineadas. Me dice que el ñame lo tiene con maracuyá y me indica con su dedo los lugares donde están las matas de ñame. Luego de haber cortado y guardado las yucas en el saco, Jaime dice que quiere arrancar una última mata para llevársela al mayor Dávila, pero que se la va a llevar enterita, pegada al tallo para que vea lo buena que es la tierra de Chengue. Ya en la terraza de la casa de Jaime, mientras Osman pela las yucas, Jaime explica que la gente puede retornar al pueblo si mejoran las condiciones. “Le voy a poner un ejemplo de lo que pasa, yo regresé el 11 de septiembre de 2006. En 2007, más o menos entre marzo y mayo, se dio la cosecha de aguacate, que es el producto que más ganancias deja, y resulta… présteme atención a lo que le voy a decir… en tres hectáreas sembradas de aguacate uno corta semanalmente entre seis mil y ocho mi unidades, pero el año pasado, por las condiciones de la vía, no pudimos sacar el producto… yo perdí más de 30 mil aguacates, igualito pasó con otra gente”. Osman interrumpe para contar que en las fincas, el gallinazo comenzó a comerse todo el aguacate que se perdía: “Hay gente que no lo cree, pero así fue. El golero (gallinazo) come aguacate, sí señor, come aguacate… Entonces, me imagino yo que será por la grasa, las plumas, comenzaron a caérseles, y vea… quedaban todos esos animales, hartos de aguacate, como gallinas negras, desplumadas, con el pescuezo pelao, rondando por las fincas, y las plumas que parecían hojas cubriendo la tierra”. “Los niños no son el futuro de Chengue, son el presente de Chengue” A las siete y treinta de la mañana, cómo estaba previsto, el mayor Dávila tomó el micrófono y llamó para el ensayo final. Mandó a hacer una fila para entregar unas camisetas blancas, con la inscripción en letras verdes donde se leía: “17 de enero, nunca más”, al frente, y, atrás: “Por la paz, unidos por Chengue. Gobernación de Sucre, confianza y futuro” Se entregaron también pequeñas banderas blancas y de Colombia. Se pusieron las 27 sillas escolares donde estarían sentadas las madres y viudas, y uniformaron a los 27 pequeños con camisetas tallas S, M, y L, no había tallas para ellos, un olvido que hacía ver a los niños y niñas como vestidos de sotanilla. En el ensayo, el mayor Dávila insistió en el punto “Homenaje y recuerdo a las 27 víctimas de la violencia”. Volvió a indicar la forma de entregar el clavel, recordó a los infantes estar listos con sus palas para terminar de sembrar los árboles, repitió el orden de los discursos y se ensayó, para cerrar, el himno de Chengue. En una mesa se colocaron los 27 “donativos” en bolsas negras plásticas que un militar de apellido Chivatá, había armado la tarde anterior. En cada bolsa había un chinchorro, un mosquitero o toldillo, dos pares de chancletas, una jabonerita, dos balacas de franela, 3 juegos de aretes, un reloj de pulsera y dos brassieres de colores. Se colocó una mesa larga, la cual quedó libre, en espera de los 27 árboles que posteriormente trajo la Policía de Sincelejo. Unos árboles que Jaime aún no logra establecer de qué especie son, pero me dice que se trata de alguna clase de palmera. Le digo que he averiguado con la policía de Sincelejo y le digo que han dicho que son guayabas, robles y mangos, y me dice al instante que si así fueran ya los habría reconocido. Por último, se ensayó el himno de Chengue y la gente comenzó a dispersarse. En ese momento el mayor Dávila improvisó un discurso que hablaba sobre las bellezas del pueblo, las bondades de su tierra, del retorno, del trabajo del Estado, de la protección de la infantería de marina, de las riquezas de estas tierras, del espíritu trabajador de sus hombres y mujeres, de la responsabilidad de la prensa que se encontraba en Chengue, y que “los niños no son el futuro de Chengue, son el presente de Chengue”. Durante ese discurso, la tropa tuvo tiempo de colocar un buen número de pendones y pasacalles: “La desmovilización es la salida”. “Armada Nacional, Primera Brigada de Infantería de Marina ¡Informar paga!”. “Montes de María – Territorio de Paz. Fuerzas Militares Comprometidas con su gente”. “Dios bendiga a las Fuerzas Militares por darnos seguridad y tranquilidad en nuestro hogar”. “Armada Nacional, en los mares, en los ríos trabajamos unidos por Colombia”. Así se dispuso el escenario que esperaba la llegada de los invitados especiales, y a la gente de Chengue, que no había vuelto a honrar a sus muertos desde el 2003, año en que tres hombres armados detuvieron la caravana de 13 camperos en Don Gabriel, muy cerca del cementerio, llamaron a Henry David Pelufo, esposo de Julia Meriño, lo obligaron a tenderse en el piso boca abajo y le dieron un tiro en el occipital. “Chengue era como el paraíso, pero no… yo no regresaría” A eso de las 9:30 de la mañana, comenzó a llegar la gente a Chengue en 17 camperos que pagó la alcaldía de Ovejas. La gente tuvo que caminar un kilómetro para llegar al pueblo, porque los carros se quedaron cerca de la cancha de fútbol para evitar una congestión. Ese hecho, conformó una imagen similar a la del día del desplazamiento, como me cuenta Chepa, quien llega a saludarme con un abrazo. “Así salimos, caminando, dejando todo lo que teníamos y ahora volvemos como nos fuimos hace siete años.” Encuentro también a la señora Nacha, quien seca con una pequeña toalla, las lágrimas de sus ojos. “Le prometí a Dios que no iba a derramar una sola lágrima, pero no puedo, siento un dolor muy grande”. Le pregunto por su hija Julia y explica que ella se vino en la ambulancia del pueblo, uno de los últimos carros que salió de Ovejas. La señora Evangelina, me sorprende con su abrazo, cuenta de inmediato cómo se siente: “Feliz, contenta, mi corazón está lleno de flores, lleno de rosas… lo que pasó, pasó y hay que seguir adelante, toda esa gente que murió… yo perdí un hermano también, está en las manos de Dios… Dios los ha llamado, se los entregamos en sus manos poderosas y por eso estoy alegre, feliz…” Evangelina sigue su camino hacia el pueblo como poseída por un trance espiritual que contrasta con la tristeza que observo en la mayoría. La hilera de personas toma la forma del camino que va hasta el pozo del pueblo. Un ojo de agua que no ha dejado de brotar desde que José de las Nieves Medina fundó a Chengue, según sus pobladores, hace más de 200 años. La hilera, con banderas de Colombia, camisetas blancas con la inscripción “17 de enero, nunca más” entra al pueblo y va llenando la plaza. Alegrías y tristezas se unen en abrazos. “Es que hay gente que no se había vuelto a ver desde el día de la masacre, imagínese, y hasta hoy se encuentran”, me cuenta Jaime, que busca entre la multitud a su hija y a su yerno que prometieron venir desde Cartagena. Confundida en un abrazo, encuentro a Julia Meriño, y aferrados a su cintura veo a sus hijos Verónica y Jonh. Julia reconoce mi intención de hablar con ella y comienza a secar las lágrimas que mojan sus mejillas. ¿Ya viste cómo está mi casa? Me pregunta. Le digo que hasta tengo unas fotos. Con una tranquilidad que me conmueve, comienza un generoso monólogo, hecho de pena y esperanza: “¿Si regreso a Chengue dónde me voy a meter?, ya no tengo casa en Chengue. Soy de las que piensa que para que el plan retorno funcione debe haber un compromiso de parte del Estado en seguridad, alimentación, salud, vivienda digna, en carreteras. Fíjate tú, prometieron hace un mes que para hoy iban a arreglar la carretera, y ahora que veníamos en el camino apenas estaban pasando la cuchilla, algo que no sirve para nada… apenas caiga el primer aguacero se daña y hasta se pone peor… es como un engaño. “Se habla de un plan retorno, Acción Social habla de un plan retorno, pero yo no lo conozco, no sé de qué están hablando, no sé cuál es su fundamento, qué es lo que nos garantizan...” Antes de que Julia llegara hablé con el coordinador territorial de Acción Social, José Luis Padrón; con el alcalde de Ovejas, Antonio García; con el gobernador de Sucre, Jorge Barraza, y todos tenían claro que el plan retorno debía trazarse. Luego, Juan Camilo Velásquez, del Programa de Coordinación Integral de la Presidencia, dijo que la próxima semana se reuniría con las autoridades para hablar sobre las necesidades de los pobladores de Chengue, “y unir esfuerzos”. “Eso no me gusta —dice Julia— hoy vienen todos, hay ejército por todos lados, policías, viene el alcalde, el gobernador, el comandante del ejército, el viceministro de defensa y no pasa nada. Nos traen unos mercados, y creen que con eso van a solucionar todo… “Ahora escuché que Acción Social piensa construir unas casas aquí, pero hay que renunciar a la que uno tiene en Ovejas, es absurdo, nosotros perdimos demasiado, que no lo compensan ni con diez casas que nos den, es que lo que tú perdiste fueron vidas humanas, tu integridad física y moral, fue el tejido social que se rompió. ¿Cómo es posible que te pongan a escoger entre aquí y allá? A mí me dieron una casa en Villa Paz, la tengo arrendada por 30 mil pesos al mes porque no puedo estar allí con mis hijos y no es adecuada para mi preescolar. Estoy viendo descabellada la idea de Acción Social. Mira mi casa cómo está… con qué condiciones me traigo a mis hijos a vivir, me imagino que tendrán que darme condiciones muy dignas, como las que yo tenían hace siete años”. Para sacarla de sus duras reflexiones, le pregunto sobre su vida en Chengue antes de la masacre. Sus ojos entonces recorren el camino que lleva hasta su casa y dice. “Mira… Chengue es la tierra que más he amado, aquí nací, aquí me casé, aquí tuve mis hijos… pero para mí no es fácil volver. Vivir aquí era como estar en el Paraíso, tú no tenías un trabajo pero ibas a la finca, al monte y eso era suficiente. Solo con ver el paisaje, ver esas verdes montañas, tú te sentías lleno de paz. Yo era solo ama de casa, pero era feliz, tenía mis gallinas, cuidaba a mi esposo… pero ya todo eso se acabó, hoy regresamos y los recuerdos que tiene uno adentro le causan mucho dolor. Chengue era como el paraíso, pero no… yo no regresaría”. Le digo que caminemos un poco hacia el lugar donde están las viudas, hermanas y madres que representarán a cada una de las víctimas y le comento cómo se ha preparado todo. “Se cantará el himno nacional, luego el sacerdote hará una oración, después habrá un minuto de silencio, después un niño entregará un clavel blanco a las representantes de cada víctima, luego ellas tomarán un árbol y lo sembrarán en la plaza, luego vendrán algunos discursos y al final se entregarán unos “donativos” a las mujeres representantes de las víctimas. Para cerrar, se cantará el himno de Chengue. Luego Acción Social entregará 300 mercados, y se ofrecerá un almuerzo para todos con dos vacas que trajo la infantería de marina”. Al instante parece recorrer con sus ojos cada detalle y simular en su mente la ceremonia: 27 niños… un minuto de silencio… 27 claveles… 27 mujeres… 27 árboles… 27 hoyos… 27 regalos… La ceremonia se retrasó un instante. Hubo que esperar que aterrizara el helicóptero que traía al viceministro de defensa, Sergio Jaramillo, al vicealmirante Edgar Cely, jefe de operaciones navales, y al contraalmirante Roberto García, comandante de la fuerza naval del Caribe. Arrancó la ceremonia. Las lágrimas volvieron a brotar cuando se leían los nombres de los muertos. Las mujeres, acompañadas de un niño, dos o tres infantes de marina, uno o dos policías, depositaban los árboles en tierra y regresaban a sus sillas. “Cada nombre que pronuncian es un rostro que se me aparece”, me dice Julia. A ella le duele la impunidad, le duele la situación que vive hoy Chengue, y hasta la manera en que se preparó la ceremonia. “Es que esto lo que parece es una celebración militar, hay pancartas del ejército por todos lados, avisos de la infantería, de la policía, de la armada, del Sena, de Acción Social, de la Armada Nacional, de la gobernación, de la Alcaldía de Ovejas, y ni siquiera una pancarta, así sea pequeñita, donde le pidan perdón a la gente del pueblo”. La ceremonia siguió según el libreto: 27 niños entregan 27 claveles a 27 representantes de víctimas, las 27 mujeres siembran 27 árboles en 27 huecos cavados alrededor de la plaza y luego ya sentadas, reciben 27 “donativos”. Siguieron las palabras de Zoraida Mariota, en representación de la comunidad de Chengue, Luego habló Marco Oviedo, joven de 28 años, presidente de la Asociación de Víctimas, cuyo discurso, para usar las mismas palabras del mayor Dávila durante los ensayos, no fue “conciliado”. Las palabras de Marco Oviedo fueron emotivas: “La condición de desplazados a la que hemos sido obligados, por las autodefensas unidas de Colombia… porque a la violencia es necesario ponerle rostro y nombre, en complicidad de colombianos y colombianas que deshonraron el santo nombre de la patria y de sus instituciones, la hemos llevado los chengueros y chengueras, como ya dije, con dignidad, y esperanza, pero también con iniciativa y liderazgo”. Al hablar de los procesos judiciales, Marco Oviedo recordó que “hace apenas un mes que el desmovilizado de las AUC, conocido como “Juancho Dique”, ¡un asesino!, reconoció su participación… (en la masacre), hace hoy siete años en esta misma plaza. Que hoy está convertida en un escenario de la vida y la esperanza…” Cerró su discurso diciendo que Chengue era “difícil de visitar, fácil de olvidar” trocando la frase “Fácil de visitar, difícil de olvidar”, que se había convertido en una máxima que definía la región. Las palabras de Marco Oviedo incomodaron al coronel Rafael Colón, quien luego de la masacre, comenzó un trabajo desde el terreno para combatir a los grupos armados ilegales de la región. Minutos después, detrás de la tarima, en medio de la confusión, el coronel Colón pidió disculpas a Marco Oviedo, le dijo que nadie había combatido más al paramilitarismo y la guerrilla como lo había hecho él, pero que lo disculpara por haberle manifestado su molestia. Marco aceptó las disculpas y el coronel Colón estrechó su mano. La gente fue a almorzar. Los comentarios era que habían traído dos vacas. La comida estuvo lista desde temprano, gracias a Wilman y sus ayudantes, encargado de la cocina. La fila para entregar los almuerzos comenzaba en la casa que fuera de Eliécer López, y llegaba hasta la mitad de la plaza. La gente en medio del sol, con una temperatura que rayaba los 40 grados, esperaba recibir una porción de arroz y una presa de carne. Los invitados especiales, la comitiva del alcalde, del gobernador, del viceministro de defensa, entre otros, fueron invitados al colegio, en la parte alta del pueblo. Ante esa imagen, el señor Julio Blanco, que había llegado de Salitral, y quien obediente espera en fila para recibir su almuerzo, puso en evidencia la situación de los invitados especiales: “Nosotros aquí abajo cogiendo fila y chupando sol, mientras ellos allá arriba están en la sombra, y la comida servida en la mesa, ése es el país donde vivimos”. A las cuatro de la tarde la gente comenzó a despedirse y a buscar los 17 camperos para regresar a Ovejas. El personal de la Infantería de Marina comenzó a desarmar las siete carpas que habían armado en la plaza y a recoger las pancartas y pendones que habían colocado por todos lados. Me despedí de Jaime y de Osman. Agradecí su hospitalidad y prometí llamarlos en un mes para saber cómo estaban. Caminé en busca de un campero que me llevara a Ovejas y reconocí por última vez la inmensidad de un lugar lleno de cálido y espeso verdor, que se hace más próximo con el cariño y amabilidad de su gente. Caminé unos 100 metros y volví mi mirada al pueblo. Lo que veía ahora era un lugar desolado al que solo habían vuelto 7 familias, las que se cansaron de sufrir y errar como desplazados. Recorrí cada rincón de la plaza y volví a ver a un pueblo que se quedaba con la misma tristeza y silencio que siguieron a la masacre. “Se murieron 24… pero 3 todavía están vivos” El 18 de febrero de 2008, como había prometido, llamé a Jaime a un teléfono celular que carga Osman, y es una de las formas de saber cómo está la gente en Chengue. Jaime me saludó con alegría, me dijo que estaban haciendo un guiso de “guartinaja”, un animal de monte que corre silvestre por las montañas de la región y que es del tamaño de un cerdo de unos 12 kilos. Jaime me dice que es una lástima que no esté allá porque la “guartinaja” guisada se la van a comer con una yuquita “bieeeen harinosita” que arrancó en la mañana. Le pregunto por la situación de Chengue, y dice que hace unos días hubo una brigada de salud que organizó el alcalde de Ovejas, que no han arreglado la carretera, que el Ejército sigue por los alrededores patrullando, y toca en las madrugadas seguir cantando que va a arrancar yuca o va a arrancar ñame para advertir a la tropa que anda metida en el monte, y que sus palos de aguacate ya están echando aguacatitos, que la cosecha pinta bien y que tendrá su gran producción en Semana Santa. Le pregunto por la suerte de los 27 árboles sembrados en la plaza y responde de inmediato, con una voz llena de tristeza: “Ayyyy hommmbe… se murieron 24… pero tres todavía están vivitos, yo los sigo regando todos los días… yo espero que esos tres sí peguen”. David Lara Ramos Cartagena enero-febrero de 2008.