ANÁLISIS Mal Educados La educación se mide socialmente con patrones ajenos –muy ajenos- a su eficacia. Un mal educado es, según las convenciones del juicio más trillado, una persona con malos hábitos, casi todos asociados a la violación de ciertas reglas de urbanidad. Quienes no respetan esas leyes, como sí se respetan en general en las novelas de Balzac –las novelas de Balzac son la educación europea del siglo XIX, o su espejo- son considerados ogros, terroristas de la convivencia, inadaptados. Curiosamente, la categoría “educación” se distancia del saber para acercarse a la disciplina. Es una categoría que, por principio, gira alrededor del orden pero también de la apariencia. Pensamos en una persona bien educada, militante de la cortesía y los buenos modales. ¿Qué tipo de artefacto social es el sujeto bien educado? Enumeremos en la imaginación. Una persona bien educada es aquella que saluda, cede el asiento en el micro casi de un modo demencial (es decir, cuando todavía quedan asientos vacíos), da la mano mirando a los ojos, le abre la puerta del auto a la dama, e insiste –siempre- con una frase que ya no se escucha: “por favor, primero usted”. Un bien educado es un monstruo protocolar, una máquina de satisfacer menos cuestiones importantes que la demanda de una imagen. Una imagen de “educación” pero también de “bondad”. No hay dudas de que es una representación, detrás de la cual pueden surgir imperfecciones. O cosas peores. Nos basta imaginar algunos monstruos nacionales en apariencia muy bien educados para entender que detrás de ellos, o mejor dicho en su interior, se incubaba una tormenta de intolerancia y violencia. ¿Para qué sirve producir y dar una imagen de bien educado? La respuesta está en Robert Louis Stevenson: sirve, a veces, para cubrir con una máscara de claridad los secretos de una vida oscura. Sin embargo es en el segundo nivel personal, el más profundo, aquel donde encontramos la verdad de las personas. Por algo sentimos que Mr. Hyde es más genuino que el Dr. Jeckyll. Contra el monstruo que llevamos dentro es que se alza nuestra apariencia de personas bien educadas. En buena hora. Pero si hay algo que la buena educación no puede decir es la verdad (cualquier verdad: la que sea). La buena educación evita la brutalidad de decirlo todo. Pasa en las cosas que nos suceden a diario. Nos resulta chocante que nos digan la verdad, pese a que la exigimos como si nosotros mismos fuésemos capaces de darla. Creemos –se puede creer en cosas antagónicas al mismo tiempo- que es de buena educación evitar esos choques. ¿Para qué pasar un mal momento, no? Nos hemos ido por las ramas para poder decir que la buena educación, entendida como dudoso valor social no tiene en cuenta el conocimiento, o lo tiene en cuenta como valor secundario. ¿Entonces, qué? ¿Nos han educado para una cultura del saludo? Si ha sido así, tanto en casa como en la escuela, entonces es mucho mejor que nos eduquen para una sensibilidad y no para la apariencia o la diplomacia. ¿Falso refinamiento o sensibilidad? ¿Protocolo o conocimiento? Es posible que una cosa no quite la otra. Pero entonces ¿por qué en el primer plano de las relaciones siempre aparece la buena educación más bien frívola del protocolo? No postulamos aquí, de ninguna manera, la indisciplina. Sin disciplina –y sin autodisciplina- es difícil que pueda haber conocimiento. Entonces que la disciplina sea aplicada al saber más que al logro del “hola, ¿cómo le va?”. Una vez que obtengamos ese conocimiento sensible sabremos también, entre otras cosas, saludar como se debe.