La primera broma de la historia Jorge Wagensberg Nada más remoto en el tiempo que unas pisadas dejadas por unos homínidos durante el Plioceno. Nada menos fam iliar, e n p rincipio, q ue e l p aisaje d e la m eseta d e E yasi e n T anzania d onde, e n 1 977, s e encontraron tales huellas fósiles. Y, sin embargo, hay algo muy íntimo en estos restos. Tres individuos bípedos, quizás un varón, una hembra y un niño, caminaban durante un cálido atardecer, poco antes de que u na l luvia d e c eniza volcánica s acara u n m olde de s u r astro e n e l h úmedo t erreno: u na a uténtica fotocopia en piedra de veinticinco metros de longitud. Un testimonio de tres millones y medio de años para un suceso que apenas había durado unos segundos. Algo había oído decir de las pisadas fósiles de Laetoli at ribuidas a A ustralopithecus af arensis. Ponerse d e p ie y lib erar las manos e s l o p rimero q ue hace falt a p ara d esarrollar la in teligencia. D isponer d el c oncepto m ano e s c ondición n ecesaria p ara poder c onvertir id eas e n objetos, t eoría e n p ráctica, y p ara, en d efinitiva, e mpezar a h acer c iencia, probablemente la forma de conocimiento más antigua del mundo (he aquí, por cierto, el tapón evolutivo con q ue s e e nfrenta, p ongamos p or c aso, e l ya d e p or s í d espabilado d elfín). P asmado an te u na fie l reproducción de las célebres huellas en el Musée de l'Homme, a uno le daba casi por jalear mentalmente a la evolución biológica: «¡ánimo Australopithecus, ya estás en pie!». Era el principio de un largo camino: aún habían de t ranscurrir más de un millón de años para la in dustria lít ica, t res m illones de años para des-cubrir el fu ego y casi t res y m edio para e nterrar a l os muertos. P ero n adie me h abía c omentado nunca u n d etalle e xtraordinario d e las h uellas d e Laetoli. Las h uellas d el p aseante d e tamaño medio están ¡todas! meticulosamente sobreimpresas en el interior de las huellas del adulto. Éste era el detalle entrañable. Entrañable... ¿por qué? El adulto va delante. La huella de tamaño intermedio es necesariamente posterior a la de mayor tamaño. Poco importa si su autor, llamémosle Lucy, iba sólo unos metros detrás o si pasó por allí al día siguiente (según los expertos, la diferencia no pudo ser superior a u nas dos semanas). Lo que sí está claro es que Lucy caminaba mirando al suelo, atentísima a las huellas que la p recedían y, dada su menor estatura, acaso se viera obligada a f orzar el paso o incluso a dar graciosos saltitos. ¿Había alguna razón para un comportamiento así? Un peligro tipo campo de minas no parece muy verosímil, ni tampoco cierto raro automatismo, p ues, en t al c aso, e l t ercer in dividuo hubiera ac tuado d e la misma manera. ¿De q ué se trataba entonces? ¿De un juego? Seguro, pero de un juego muy especial. De hecho, los cachorros de muchos animales juegan y el juego les s irve p ara ap render a ser mayor. Pero el j uego de L ucy t iene u nas re glas d emasiado rig urosas y caprichosas, casi obsesivas. Lucy no tiene ni un solo fallo en su absurdo juego. Y sobre todo eso: su juego no sirve para nada. Lucy, sencillamente, se aburre. Juega para matar el aburrimiento. El juego no está al alcance d e la otra c ría, d emasiado j oven, y e l aburrimiento n o afe cta al c abeza d e fa milia, t al v ez preocupado por alcanzar un refugio antes del anochecer. En otras palabras, se trataba, literalmente, de hacer e l b urro. Y, c omo todo el m undo s abe, ciertas b urradas re quieren in teligencia, e n especial la s deliberadamente inútiles. Hace unas semanas le sugería a un eminente paleoantropólogo que en Laetoli quizá se había encontrado la primera broma fósil de la historia. « ¿Cómo lo sabe usted?», preguntó no sin cierto fastidio. «Lo sé por pura c asualidad...», re s-pondí, « ¡ yo hacía e xactamente lo mismo e n la p laya, cuando e ra un niño!» (Y todavía l o h ago, a unque a hora s ólo c uando estoy seguro d e q ue n adie s e f ija e n m í y d e q ue n o s e ave-cina ninguna erupción volcánica en la comarca.)