Sylvia Molloy Dos fragmentos de LEJOS DE CASA TELÉFONO Cuando se está de viaje se suele convocar, como talismán, un lugar, un objeto, una escena – algo que remita a lo familiar, a lo que se ha dejado atrás y espera nuestro regreso. No se trata de un querer estar allí, de un activo añorar, sino de una fantasía hogareña que, por ser precisamente eso, permite gozar de la extrañeza de estar afuera: el viaje es placentero porque se sabe que hay (o se inventa que hay) un domicilio seguro con respecto (o contra) el cual este afuera aventurero y gozoso se constituye. Pero cuando se acumulan los viajes, las partidas con o sin retorno, las traslaciones más o menos definitivas, las fantasías domiciliarias se confunden, se mezclan las pistas de la memoria y los mecanismos de la evocación. De pronto acuden imágenes de casas anteriores, la casa en que uno se crio, o la dirección de un lugar donde se cree que uno fue feliz un instante. Cuando en el otoño del año 2005 el huracán Katrina arrasó buena parte de Nueva Orleans, un hombre que había sido evacuado contaba que, durante días, llamó por teléfono a su casa, no porque alguien atendería sino para convocar la imagen del teléfono, la mesa sobre la cual estaba, la sala, el resto. Era un modo de convencerse de que la casa que había dejado atrás seguía existiendo, que mediante el llamado la salvaba de la obliteración. Hasta que llegó el día en que llamó y no pasó la llamada; había quedado definitivamente desconectado. Pienso: por lo menos este hombre sabía donde llamar. En momentos de dislocación yo no sé qué numero discaría. ¿Dónde suenan mis teléfonos? Alguna vez (más de una vez) he recurrido a una treta telefónica parecida, con resultados diversos. Por curiosidad he llamado números viejos, números de casas donde he vivido, para ver quién vive ahora allí (imagino el número de teléfono como algo inamovible, como lo era en una época en la Argentina, donde los anuncios inmobiliarios ofrecían “casa con teléfono”) aunque más a menudo para convocar el lugar mismo donde estaba el teléfono, la mesita, etc. Si contesta alguien cuelgo. Si no responde, mi imaginación no logra nunca convocar una presencia que lo atienda, sería un ejercicio macabro. Por necesidad, tanto moral como estética, nadie puede contestar a mi llamada. AQUERENCIAMENTO Un hombre anuncia su regreso: después de muchos años de ausencia piensa volver. Poco importa por qué se ha ido, probablemente una de esas partidas sin causa aparente que luego, años después, se cargan de sentido y se transforman en exilios más o menos ideológicos, más o menos políticos que el que se ha ido asume, por conveniencia o por compromiso. A lo mejor se fue porque le ofrecían un trabajo y en su país la posibilidad de avanzar en su carrera (pero me adelanto: no sé si tiene carrera) era nimia, a lo mejor se fue porque quería ser parte del swinging London o del París de las barricadas, a lo mejor se fue porque sentía que no cabía del todo en la realidad en la que le había sido dado nacer. En todo caso se fue y, una vez afuera, se fue quedando. Ahora, vuelve, anuncia que va a volver. La gente que ha quedado atrás – es decir su gente: imagino una madre porque siempre queda atrás una madre, acaso también una hermana con hijos, en la billetera guarda una foto de sus sobrinos – se pone contenta y a la vez nerviosa, qué le va a parecer esto y cómo nos va a encontrar. Preparan su regreso minuciosamente, como un ritual o, acaso, un melodrama. Irá a parar a casa de la hermana, la madre está demasiado vieja para recibirlo. Pero no, pensándolo mejor, irá a casa de la madre porque es también la casa de su infancia, y ahí todavía está el dormitorio que fue suyo y que ahora es el lugar donde la madre se pasa las tardes mirando televisión, volvamos a poner la cama como estaba para que no extrañe, aunque si te descuidás no se acuerda de mucho pero por lo menos para que se ubique. Vuelve dentro de un par de meses, hay tiempo de planear todo bien, incluso de ponerle aire acondicionado porque hace mucho más calor ahora que cuando se fue, o será que antes aguantábamos los veranos mejor que ahora y fijate que si lo compramos ahora fuera de estación va a salir más barato. A medida que se acerca la fecha del retorno la hermana empieza a preparar a los chicos, es muy simpático y los quiere mucho pero no lo vuelvan loco de entrada con preguntas, dejen que se acostumbre y no se rían si pregunta cosas que todo el mundo conoce. La madre, mientras tanto, se dedica a prepararle el cuarto como si fuera un set de teatro, procura recordar dónde estaba la mesita, si a la izquierda o a la derecha del sillón verde. Lo que no recuerda inventa. Anuncia que encontró la frazada de lana que ponían en esa cama, la hija la ataja, de ninguna manera usaba esa frazada, no te acordás que es alérgico a la lana. Sobre el escritorio la madre coloca un cenicero pesado de vidrio que dice Tabaris, no me vas a decir que no, este le gustaba seguro y a lo mejor todavía fuma. Le gustaba porque lo robó tu padre, como recuerdo, una vez que me llevó a ver a la Josephine Baker. La hija no dice nada, piensa sacar el cenicero, luego se olvida. Juntas planean las comidas que le van a preparar, no se ponen de acuerdo en qué le gusta y qué no, ya llegará el momento de preguntarle. Esta historia tiene varios finales posibles, elijo dos. Uno, el hijo vuelve está contento de volver a ver a la madre, a la hermana, pero no reconoce el cuarto, se ríe, lo recordaba más grande, dice rozando el cenicero con los dedos, qué lindo, muy art déco, lástima que ya no fumo ¿la cama no estaba debajo de la ventana? Otro, que prefiero: a último momento el hijo decide no volver, por lo menos por ahora, dice, le ha salido una oportunidad que no puede no aprovechar, pero irá a verlos pronto, promete. Durante meses el cuarto queda igual, luego la hermana se lleva el acondicionador de aire, total para que nadie lo use, y vuelve la televisión de la madre. La cama, la misma que había usado de chico y que había estado en el sótano todos estos años, permanece un tiempo más. Un buen día la madre se la ofrece al portero que la desarma y se la lleva, esto parece un depósito de muebles, hay que despejar un poco ¿no le parece José?