Rompiendo Fronteras. Una visión positiva de la inmigración Cesc Mas i Victori. Intermón El reto de la convivencia intercultural Los ejes básicos de cualquier tipo de convivencia pasan por la comunicación. El caso del encuentro entre personas no es una excepción. Para llegar a buen puerto, tenemos que combatir los prejuicios y abrir el diálogo. Pero sobre todo, debemos tener la voluntad de renuncia y aportación. Es importante que reconozcamos el valor que cada persona concede al marco cultural, sin que asociemos las opciones personales con todo un grupo de personas del mismo origen. Sin embargo, el reconocimiento de los inmigrantes no tiene que ser estrictamente personal, sino colectivo. En este sentido, sería conveniente valorar los aspectos positivos de las relaciones comunitarias entre inmigrantes con vistas a una mejor articulación de la vida social de nuestra sociedad. La lucha contra la creciente polarización social entre excluidos y privilegiados, que amenaza con hacer aumentar la conflictividad social, también debe formar parte de este proceso de integración social. Educación intercultural • Combatir estereotipos y prejuicios acerca de los inmigrantes. • Valorar los aspectos más profundos y fundamentales de la cultura de cada grupo de inmigrantes. • Resaltar la dignidad como personas por encima de las diferencias. Igualdad jurídica • Los mismos derechos y libertades para inmigrantes residentes que para españoles. • Los derechos que se desprenden de la ciudadanía europea. Reconocimiento social • La percepción por parte de los autóctonos de que los inmigrantes son miembros de pleno derecho de la sociedad. • El reconocimiento de los derechos colectivos de los inmigrantes como miembros de un grupo cultural, siempre que no estén en contradicción con los derechos humanos individuales que lo desarrollen plenamente. Igualdad social • La no discriminación en el acceso al trabajo, a la vivienda, a los servicios sociales, etc. • Por el mismo trabajo, el mismo salario y condiciones de trabajo. • Más recursos en los barrios y para las personas excluidas del progreso y reparto justo de la riqueza Diálogo intercultural • Considerar los aspectos enriquecedores de cada referente cultural, incluso el autóctono, y los prescindibles, que no son más que coartadas de injusticias. • Combinar el derecho a la diferencia cultural con el establecimiento de un marco de referencia común. 1.Más allá de la coexistencia: el diálogo en pie de igualdad. La primera condición para que una persona se sienta incluida en una sociedad, es que no viva con la amenaza y la angustia encima. La base mínima de la convivencia pasa porque todas las personas que forman parte de una sociedad se reconozcan a ellas mismas y reconozcan a los otros como miembros de la colectividad. Por lo tanto, se debe contar con la certidumbre de que no se les explotará ni se les discriminará en sus relaciones, ni nadie les echará del país. Ya hemos visto que la desigualdad jurídica entre inmigrantes y autóctonos es un paso adelante hacia la equidad social, pero no siempre suficiente. No debemos olvidar que la desigualdad social es producto, por un lado, de los prejuicios que configuran la visión de los excluidos por parte del grupo más bienestante. También es un producto de la lógica económica que, sin contrapesos, arrincona y mantiene determinados sectores de la población en un estado de privación relativa respecto a las clases más privilegiadas. Hacer frente a estos dos aspectos es una premisa indispensable para colocar la primer piedra de un diálogo social y cultural con éxito ent re los autóctonos y los inmigrantes. Y es que poseer plenos derechos de ciudadanía es poca cosa, si la administración no favorece a la vez la igualdad social y la participación ciudadana. 2.Mosaico de culturas: ¿pretexto para la desigualdad? Hay personas que, de manera ingenua, piensan que del creciente contacto y visibilidad de formas culturalmente diversas en una misma sociedad resultará, como por arte de magia, un mayor respeto entre las personas que se identifiquen. Demasiado a menudo, se confunde la multiculturalidad con un estado ideal de convivencia donde cada grupo puede satisfacer sus expectativas. Este imaginario ignora que, cuando hay una cultura dominante y otra minoritaria, la diversidad cultural puede servir más de coartada de la desigualdad y de la exclusión social que de promotora de la dignificación de las personas. Es cierto que el derecho a la diferencia, con el sobreentendido que no suponga coacción sobre las personas, puede ser positivo ya que satisface una serie de necesidades culturales específicas que, en el caso concreto de los emigrantes, han quedado desconfiguradas y desatendidas en su nuevo contexto de vida. En algunos casos, el reverso de este derecho, aunque no sea voluntario, puede ser la falta de proximidad social entre autóctonos e inmigrantes. Por ejemplo, la prescripción alimentaria que, de acuerdo con los principios del Islam, insta a los musulmanes a consumir carne halal, carne sacrificada de cara a La Meca, ha motivado la extensión de carnicerías especializadas en este producto en toda nuestra geografía. En general, estos comercios ofrecen productos que pueden interesar a no musulmanes, pero como quedan fuera de los mercados municipales y zonas comerciales, su clientela suele estar conformada por inmigrantes musulmanes, de manera que se genera cierta distancia en la ocupación del espacio urbano con los autóctonos. Mientras una lejanía social con medida es comprensible, sobre todo cuando hablamos de actividades con trasfondo religioso, encontramos situaciones francamente angustiosas en que bajo una apariencia de convivencia y aproximación en la diversidad, la lejanía se convierte en una trampa que puede acabar legitimando la desigualdad. Las expresiones más folclóricas de una cultura pueden servir, si se hace un abuso de ellas, de disfraz de la discriminación. Además, dado que los aspectos más apetitosos de una cultura suelen ser las danzas, la gastronomía, la música, etc., se corre el riesgo de confundir los elementos más superficiales con la totalidad. A propósito de este tema, parece pertinente referirnos al modelo de gestión de la diversidad cultural del Reino Unido. La multiculturalidad británica reconoce el derecho de las minorías al desarrollo comunitario y a la representación colectiva, de forma que hay una serie de grupos de presión que negocian determinadas cuestiones con el gobierno en nombre de las minorías. La contrapartida de todo esto es una sociedad organizada en compartimentos étnicos. Las personas se encasillan en grupos según el color de su piel (negros, asiáticos o blancos). Los individuos forman parte de un colectivo étnico que, a pesar de todo, se ha generado de manera artificial de acuerdo con el color de la piel. Así, se siguen los mismos criterios de clasificación usados por los racistas: los rasgos físicos. El peligro que esto conlleva es bastante evidente. A pesar de que se han creado organismos oficiales específicamente destinados a combatir la discriminación de las minorías, a efectos prácticos, la distinción entre compartimentos étnicos tan estrictos supone un freno al repartimento equitativo de los recursos y la movilidad social de estas personas. 3 ¿Qué se entiende por conocimiento mutuo? Todos y todas hemos sentido alguna vez que el racismo es el fruto del desconocimiento del otro o bien de la ignorancia. Según esta opinión, para neutralizar este déficit de conocimiento nos debemos acercar a la cultura del recién llegado, a sus formas de expresión cultural. Pero se deben efectuar algunos matices a esta propuesta. En primer lugar, ni siquiera hace falta decir que enfocar la cuestión desde una óptica exclusivamente cultural es simplificador. No tanto porqué la voluntad de conocer no esté llena de buenas intenciones, sino por el tipo de visión que se suele proyectar hacia el otro y su cultura. En este sentido, estos son algunos de los inconvenientes con que nos podemos encontrar: Puede muy bien ser que la inquietud por el descubrimiento de un modelo cultural que ignoramos nos traiga una visión de la realidad de los inmigrantes basada exclusivamente en la cultura y, así, ignoramos situaciones de opresión e injusticia presentes en mayor o menor medida en todas las culturas. Podemos caer en el error de creer que los referentes culturales son monolíticos y no detenernos en las diferencias personales. A la vez, corremos el riesgo de acercarnos a una cultura de aparador, al puro interés por tradiciones descontextualizadas. Otro inconveniente, todavía más empobrecedor, es querer conocer una cultura a través de una persona. En este panorama, las cuestiones personales no cuentan y lo que realmente se busca es el exotismo encarnado por una persona. Este último impulso nace del hecho de otorgar un valor comercial a la diversidad cultural. Por ejemplo, la etiqueta de World Music o de Música Étnica para los productos musicales no occidentales contribuye a convertir la cultura de muchos pueblos no occidentales en una simple marca de consumo. En último término, la fuente de buena parte de estas carencias se debe buscar en la representación mayoritaria que hacemos de la cultura occidental respecto a las otras. De acuerdo con esto, nosotros representamos el progreso en todos los sentidos por encima de los valores atrasados del resto de los hombres y mujeres del planeta. También se debe decir que el conocimiento de la realidad del otro no se traduce de manera automática en un respecto hacia su cultura. El conocimiento también puede estar al servicio de la dominación y convertirse en un instrumento que permita la reproducción de la hegemonía de un grupo sobre un colectivo de personas minoritarias. Es evidente que, cuando los canales de conocimiento se quieren establecer desde una posición de superioridad, algunos inmigrantes no van a sentir la predisposición a corresponder el interés de conocimiento de los autóctonos. Así pues, en ocasiones algunas personas pueden mostrar reticencia a acercarse a la realidad del nuevo país, pero esto es más una respuesta al rechazo inicial de la sociedad autóctona hacia los recién llegados que una voluntad premeditada de mantenerse al margen por parte de los inmigrantes. Para iniciar un conocimiento con cara y ojos, es necesario exprimir el zumo de las cosas; es decir, entrever que utilidad práctica pueden tener determinadas expresiones de la cultura de las personas que llegan para la sociedad autóctona. También es necesario que los inmigrantes se planteen los aspectos positivos y los negativos que les puede aportar la sociedad donde se han asentado. Resulta positivo ver qué nos podemos aportar recíprocamente; y para eso, en primer lugar, se debería ser consciente de la existencia de realidades diferentes a las propias y estar dispuesto a renunciar a determinados aspectos de nuestro universo cultural. También se debería ser capaz de ofrecer lo que consideramos positivo de nuestra cultura desde una postura de humildad. 4 Comunicación y mediación en una sociedad multicultural. En una sociedad donde la diversidad cultural es un hecho creciente, debemos abordar necesariamente la cuestión del enriquecimiento mutuo que se puede derivar de una mayor comunicación entre personas de culturas diversas. Esta comunicación es la premisa para evitar que posibles situaciones de conflicto se conviertan en asuntos sin solución y, a la vez, es el camino hacia el respeto mutuo. Pensar la sociedad multicultural desde el punto de vista de problema para resolver equivale a entender, de manera equívoca, que los conflictos que se derivan de ella tienen un carácter patológico. Pero los conflictos forman parte de la realidad social, hecho por el cual no los podemos entender como una anomalía. Se debe tener presente que las situaciones conflictivas crecerán en la medida en que la sociedad sea más heterogénea y las diferencias sociales se agudicen. Ante esto, las formas de resolverlas deben corresponderse con esta complejidad y prescindir de medidas simplificadoras y de poco valor. La cuestión clave es saber si queremos una sociedad excluyente con un modelo social y cultural cerrado o queremos una sociedad donde los inmigrantes puedan participar en el momento de definirla y construirla. Quedarse con la primera opción implica miedo ante los conflictos que se puedan originar y, en la práctica, supone reducir a la mínima expresión la diversidad cultural de nuestra sociedad; equivale a entender que la cultura de los inmigrantes sólo se puede desarrollar en minorías étnicas y sólo se puede expresar dentro de su comunidad. Esta opción puede provocar el repliegue en el propio grupo cultural, la autolimitación, tanto de los autóctonos como de los inmigrantes, principalmente de los que poseen un bagaje cultural menos parecido al de la sociedad receptora. Al contrario, la segunda opción pasa por encontrar los puntos de encuentro que nos puedan unir, que son muchos, y proyectarlos en un proceso de refundimiento. Un proceso que junte elementos de cada tradición cultural, cosa que no significa que debamos quedarnos con todos y cada uno de los valores y prácticas que le son propias. La mediación intercultural es una forma de resolución de conflictos todavía poco conocida. Hasta hoy, una visión basada de manera exclusiva en el ordenamiento jurídico ha tenido como consecuencia que, en nuestra casa, las disputas entre dos partes en conflicto se hayan ido trasladando, por norma, al escenario de las instituciones administrativas y, en algunos casos, judiciales. En principio, la igualdad ante la ley parece garantizar un trato objetivo y paritario a cualquier ciudadano, pero la incipiente diversidad cultural lo pone seriamente en entredicho. Esto es así de entrada porque los inmigrantes extracomunitarios no tienen los mismos derechos que los ciudadanos españoles y, en segundo término, porque nuestras leyes presentan lagunas importantes en el momento de valorar el sentido de determinadas costumbres y prácticas que han nacido en un contexto cultural diferenciado, el del país de origen de los inmigrantes. Por eso, es necesario que vayan apareciendo fórmulas más informales de resolver los conflictos en una sociedad multicultural. Las iniciativas de mediación intercultural, llevadas a cabo por personas a caballo entre dos culturas, pueden ayudar mucho. Pero este proceso no estará libre de controversias y tanto los recién llegados como los autóctonos tendremos que renunciar a determinados aspectos de nuestro bagaje cultural. 5 La integración es cosa de todos. El término integración social nos resulta bastante familiar. Pero, ¿a qué nos referimos cuando lo usamos? Hay personas que lo usan como sinónimo de absorber a los inmigrantes dentro de la cultura autóctona. También hay otras personas que lo usan en clave de igualdad de oportunidades, eso sí, combinada con respeto hacia la diversidad cultural. En los últimos años, han aparecido voces que apuestan por entender la integración social como un proceso de regeneración de las relaciones sociales que no se ciñe sólo a los inmigrantes. Así pues, lo primero que se debe aclarar es lo que entendemos por integración social en este escrito. Nuestra definición parte de la última de las posturas mencionadas. De acuerdo con esto, la integración social tiene un requisito insustituible: el compromiso colectivo de toda la sociedad. Y su objetivo no es ningún otro que enderezar el enredo estructural que, actualmente, invalida la igualdad entre las persones en las sociedades más enriquecidas económicamente. En estas sociedades, la exclusión social, tanto de algunos autóctonos como de algunos inmigrantes y de sus descendientes, adquiere forma de círculo vicioso y genera una situación permanente de privación de estos grupos en relación con otros segmentos de la población. Dado que muchas personas quedan atrapadas en esta situación y los mecanismos para salir de ella son escasos, se puede hablar de un déficit en los fundamentos de nuestro sistema de distribución de la riqueza. Se ha señalado que el debate desmedido sobre una inmigración que todavía es incipiente pretende huir de cuestiones básicas acerca la articulación social, esconder que el verdadero problema de fondo es la consolidación de una profunda crisis social que es consecuencia de la creciente desigualdad en los niveles de vida dentro de una misma sociedad. Quizá, como ya hemos dicho antes, el asentamiento de una nueva ola de inmigrantes en barrios empobrecidos hace evidente las carencias de equipamientos, de servicios o de acceso al trabajo que se han ido manteniendo en determinadas zonas urbanas, mucho antes de su llegada. El error consiste en confundir esta presencia de inmigrantes con la fuente de la creciente conflictividad social. Para concluir esta reflexión, y como conclusión, se podrían esgrim ir las preguntas siguientes. ¿Es posible la inclusión igualitaria de los recién llegados con nuevos recursos en una sociedad desintegrada, con polos de bienestar inversamente proporcionales? ¿Para evitar que haya ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda, no sería conveniente abrir una reflexión intensa sobre nuestro modelo económico de reparto de la riqueza? 6. La inclusión y el reconocimiento: cuestión de grupo. La inclusión de las personas inmigradas en la sociedad de llegada no se tiene que interpretar necesariamente como un proceso de carácter personal. Es decir, de un individuo que abraza los cánones de una colectividad arraigada en el territorio. Esta es la idea asimilacionista donde un inmigrante se tiene que adaptar le guste o no. Este planteamiento parte de la convicción que la homogeneidad social dentro del grupo y, por lo tanto, la existencia de una única lengua, de una única cultura y de unas pautas sociales más o menos estáticas es la garantía del mantenimiento de la cohesión social. Esto equivale a ignorar que la identidad cultural es dinámica y que se constituye a partir de influencias externas que la van reformulando. Tampoco se trata de que, por el hecho de rechazar la idea de una sociedad con una cultura monolítica, cada pequeño colectivo con una identidad cultural propia deba vivir al margen del resto de los grupos. Al contrario, si se reconoce la necesidad de compartir unos referentes comunes, se llegará a la conclusión que pueden haber formas diferentes de ser ciudadano. La inclusión tiene que permitir que la persona inmigrada combine los vínculos entre una nueva ciudadanía y sus referentes culturales. En cambio, un modelo de blanco o negro, que se traduzca en un dilema entre el grupo original de referencia y la sociedad receptora no es para nada recomendable, ya que puede desorientar mucho a la persona y corre el riesgo de desestructurar su personalidad. Para conseguir este equilibrio, se debería estimular una inclusión que tenga en cuenta la persona y el grupo en su totalidad y que, en lugar de rechazar la cohesión interna de los inmigrantes, la entienda como un activo con vistas a la integración de toda la sociedad. No debemos olvidar la solidaridad de grupo dentro de muchos colectivos de inmigrantes que nos muestra los beneficios de unas relaciones sociales bien trabadas. En este sentido, la vitalidad propia de estas relaciones puede servir de estímulo para revitalizar unas pautas de sociabilidad que, en nuestra sociedad, tienen una salud débil. Las relaciones comunitarias dentro del grupo no se tienen que esconder a los ojos de la mayoría de la sociedad. Es necesario que el reconocimiento social del recién llegado como nuevo ciudadano no esté reñido con la expresión de su identidad cultural. Muy a menudo se plantea que la democracia es incompatible con el desarrollo de la propia identidad de grupo de los inmigrantes, como si fueran cosas sin relación. Por ejemplo, algunas personas piensan que la observación del Islam es poco adaptable al concepto de ciudadanía. Pero si nos basamos en esta opinión, nos vemos empujados a un modelo de ciudadanía definitivamente cerrado. Parece como si repensar la pertenencia a la sociedad para estar atentos a determinadas identidades sociales, culturales y religiosas atente contra la esencia del concepto, cuando, en realidad, puede servir para desarrollar de manera plena la pluralidad que una democracia exige. Entender la ciudadanía en un sentido más amplio permitiría que cada persona pudiera compartir una misma referencia de carácter cívico y, a la vez, desarrollar su identidad cultural con dignidad. Evidentemente, no se trata de hacer de las diferencias culturales una fisura entre personas. Se debe ser prudente para no convertir la diferencia en la enésima expresión de la desigualdad social y la incomprensión. Pero también es cierto que las personas se realizan como tales y adquieren su autonomía personal como miembros de un grupo. La negación de las implicaciones de este hecho no nos lleva a ninguna parte. Está claro que también nos tenemos que plantear cual es la frontera entre pertenencia y no pertenencia a un grupo. Y es que por el hecho de ser inmigrada, una persona no tiene porque sentirse miembro ni relacionarse con la comunidad con la que comparte los orígenes. En definitiva, ante la diversidad cultural, es preferible no adoptar una postura intransigente contra los derechos colectivos, siempre que contribuyan a desarrollar la dignidad de las personas en plenitud. Porque, al fin y al cabo, se tiene que apostar por el diálogo. Hay cosas que no se pueden dejar para mañana y una de estas cosas es la voluntad de comunicarse para comprender el otro y, en un día no muy lejano, poder definir juntos la sociedad desde una identidad colectiva abierta y sin complejos.