ENCUENTROS EN VERINES 2004 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) EL REGALO El valor de la poesía es corregir las palabras ordinarias. Nunca debemos tratar las cosas descuidadamente. Kirmen Uribe Matsuo Basho Había tres cosas que odiaba profundamente cuando era niño. Odiaba ir al médico, cosa que remediaba mi madre con una artimaña muy sencilla. Cada vez que enfermaba y debía acudir al médico me compraba algún libro o algún cómic en la pequeña tienda que estaba justo al lado de la casa del médico. También odiaba sacarme fotografías. A esto mi madre no pudo ponerle ningún remedio por lo que en todas las fotografías de aquella época salgo siempre con los ojos llorosos y la cara sonrojada. Es por eso que siempre se lamenta mi madre, “qué pena”. Pero había una cosa que odiaba sobre manera: hablar. Me costaba muchísimo hablar. Hasta los cinco o seis años no salió apenas ninguna palabra de mi boca en presencia de gente. No podía encontrar dentro de mí las palabras justas, era como pescar en un mar demasiado profundo y oscuro, un mar sin peces. En casa sí, en casa hablaba hasta por los codos. Pero aún hoy, creo que cuando me enfrento a un nuevo poema aparece dentro de mí aquella imposibilidad de encontrar las palabras justas; aún hoy, sigo sospechando de las palabras. A lo largo de los años, seguí cayendo enfermo y mi biblioteca se fue ampliando cada vez más. Sin embargo, no llegó hasta mis manos un libro de poemas hasta los trece años o catorce años. Fue un día de verano, lo recuerdo muy bien, cuando mi hermano me trajo de San Sebastián un libro de Leonard Cohen, titulado Flores para Hitler y publicado por la editorial Visor. Es extraño cómo trabaja la memoria, cómo cada uno de nosotros reconstruye su pasado. Miguel Torga afirmaba que todos llegamos a nuestro último día con la visión de un mundo creado a nuestra medida, original y único. Es curioso cómo escogemos nuestros propios recuerdos y olvidamos otros, fragmentos todos de nuestra vida. La cuestión es que si bien para mí ese pequeño regalo de mi hermano cambio mi vida y me introdujo en un mundo nuevo, el mundo de la poesía, él no se acuerda del libro, no consigue recordar ese caluroso día de agosto que vino de San Sebastián con un regalo para su hermano pequeño. Ahora, casi veinte años más tarde, acabo de publicar un libro titulado Mientras tanto dame la mano, —curiosamente en la misma colección de aquel libro de Cohen— y su título sugiere todavía esa sospecha en las palabras e incide en la importancia de los gestos. Dar la mano a alguien en una situación difícil puede decir mucho más que cualquier palabra. A aquel primer libro de Leonard Cohen le debo otra de mis sospechas. Mi sospecha para con el libro como único medio de transmisión de la palabra poética. Le debo un espíritu fronterizo, siempre me ha gustado situarme entre la canción y el poema, entre el poema y la imagen. Pero la verdad es que ahora aquellos primeros poemas de Cohen me resultan muy lejanos comparados con los poemas del segundo libro que llegó a mis manos, una selección de poemas de Dylan Thomas. “La fuerza que por el verde tallo impulsa la flor impulsa mis verdes años”. Así comenzaba el primer poema del libro y entonces me pareció que esas palabras decían algo de verdad, era como si ese primer verso fuera una caja de cartón que guardaba dentro de sí algún animalito vivo. Tras los poemas de Thomas descubrí sus relatos, sobre todo los que reunió en su libro Retrato del artista cachorro. En la segunda narración de dicho libro, el joven Dylan visita a su abuelo a su casa Llanstephan. Una mañana al levantarse, el joven Dylan comprueba que el abuelo no está en casa. Preocupado, pregunta a un vecino y éste le cuenta que el abuelo ha tomado el camino que sale del pueblo para dirigirse al pueblo de al lado, llamado Llangadock. Dylan corre tras el abuelo y lo alcanza a mitad de camino. Está hablando con un amigo suyo, el señor Griff. El señor Griff le pregunta al viejo Thomas dónde va así vestido tan elegantemente, ataviado con el traje de los domingos y un sombrero de copa: —Voy a que me entierren a Llangadock—dijo el abuelo. —Pero si todavía no estás muerto Dai Thomas. El abuelo se paró un instante a reflexionar. —No tiene ningún sentido que a uno lo entierren en Llanstephan — dijo—. En Llangadock el terreno es más reconfortante; uno puede estirar las piernas sin tener que meterlas en el mar. —No estás muerto, Dai Thomas. —¿Cómo te van a enterrar si no estás muerto? —En Llanstephan no te va a enterrar nadie. —Venga, volvamos a casa, señor Thomas. —Hay cerveza para merendar. —Y bizcocho. La imposibilidad de estirar las piernas sin tener que meterlas en el mar me recuerda a una historia que contaba el viejo enterrador de mi pueblo, Ondarroa. Ondarroa es un pueblo tan aferrado al mar como Llanstephan. La cuestión es que el viejo enterrador, cuando se disponía a desenterrar los viejos esqueletos, se dio cuenta, al descubrir las lápidas, que los hoyos aparecían llenos de agua. Era debido a que en ese lugar la tierra es arcillosa y no filtra el agua. Al ver los huesos entre tanta agua el enterrador dijo aquello de: “!Menuda faena que encima que te mueres te tengas que ahogar!”. Creo que cuando empiezo a escribir un nuevo poema me siento como el abuelo Thomas, entre un pueblo en el que no quieres que te entierren y otro pueblo al que vas a morir. Creo que en vez de llamarse Llanstephan y Llangadock, los territorios entre los que me encuentro se podían llamar por un lado “Escritura” o “Memoria” y por otro lado “Realidad”; en una dirección hay un letrero que marca el pueblo llamado “Escritor” y en la otra dirección marca “Lector”. Todavía sospecho de las palabras. Sobre todo de aquellas que se escriben con mayúscula como Arte, Poesía o Belleza, palabras abstractas que han perdido parte de su significado. Porque la abstracción niega lo concreto, y concretas somos las personas. La escritora alemana Ingeborg Bachmann también sospechaba de las palabras. En una entrevista que le hicieron en 1961 afirmaba lo siguiente: “Sigo sabiendo poco de los poemas, pero entre lo poco está la sospecha. Sospecha de ti lo suficiente, sospecha de las palabras, de la lengua, me he dicho muchas veces, ahonda esta sospecha para que un día quizás pueda originarse algo nuevo.” Originar algo nuevo, hallar un nuevo modo de decir lo real, de establecer una nueva relación entre las palabras y las cosas. ¿Pero cómo? No tengo respuestas, tan sólo escribo poemas. Escribo poemas y cuando escribo me viene a la mente aquello que dijo a sus alumnos Matsuo Basho a finales del siglo XVII. En opinión de Basho, el jaiku es “simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento”. Sus jaikus reflejaban lo que estaba sucediendo en ese preciso momento, pero sin embargo aquel lejano momento vuelve a tomar vida en cada uno de nosotros cada vez que leemos uno de sus diminutos poemas. “Por esta senda / no hay nadie que camine: / fines de otoño”. Porque la poesía que todavía sigue viva es aquella de circunstancia, es una poesía de ocasión, tal y como la llamara Bertolt Brecht. Escribo poemas y cuando escribo me acuerdo de Sylvia Plath, de cómo al principio Plath escribía poemas hechas con palabras que iba subrayando en el diccionario, eran palabras que le gustaban sólo por su sonoridad. De modo que cuando finalizaba sus poemas, si bien éstos eran impecables respecto a la forma, carecían de toda fuerza. Fue al final de su vida, cuando ya dominaba la técnica poética y su mano era segura y rápida, cuando supo que las palabras encajaban en el lugar adecuado y expresaban exactamente lo que pretendían. Fue entonces cuando descubrió su yo más profundo. Ahora me doy cuenta que en un tiempo yo también estuve enamorado de las palabras, de la belleza sonora de palabras como “lanturu” (lágrima) u “oinaze” (dolor). Pero ocurre como con todos los enamoramientos, cuando estás enamorado sólo ves una parte de las cosas, no quieres ver el reverso, pierdes la verdadera medida de la persona amada. Eso mismo me pasaba a mí con ciertas palabras. Escribo poemas y cuando escribo pienso en aquello que anotó Wallace Stevens: “Nunca llegamos intelectualmente. Pero con las emociones llegamos una y otra vez. La poesía tiene que ser algo más que una concepción de la mente. Tiene que ser una revelación de la Naturaleza. Las concepciones son artificiales, las percepciones son esenciales”. Creo que tal vez todavía es posible una relación sincera con uno mismo, con el lector y con la propia escritura. Una relación natural. Creo que tal vez es posible la emoción, una emoción real, tan real como esa emoción que sentí cuando mi hermano me regaló aquel libro de poemas de Cohen, aunque él no se acuerde de nada.