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CONVERSACIONES CON DON AVITO CARRASCAL
Don Avito Carrascal me lanzó rápidamente la pregunta: —¿Cuántas formas de ser inmortal
hay? Como de costumbre, el tema es recurrente en la conversación con Don Avito, debido
a traumas muy lejanos que han dejado huella en su paso por esta vida.
Para mí, la inmortalidad es un tema puramente semántico —le contesté—. Hace años que
Roland Barthes en Mitologías estableció que la generación de significado, y qué es la vida
sino significado, tiene un método de producción orgánico, completamente infinito y envuelto
en un contexto cultural e histórico. Me explico, si la vida es significado y nosotros tomamos
una carcasa vacía donde depositarla para que se conserve lo más pura posible,
llamémosle significante, y soltamos esta estructura semántica compleja frente al mundo,
ésta se desarrollará, ampliará y variará hasta que, finalmente, pierda su sentido.
¿Sentido? ¿Desde cuándo tiene voluntad de dirección un armatoste semántico como éste
que plantea? —espetó Don Avito—. No se trata de eso —reprendí—; definimos el sentido
como el contrato que une al significante y al significado, es decir, la medida en que el
significante define al significado y viceversa. Si lo trasladamos al tema que me propone: la
forma en que el cuerpo trata a la vida y cómo la vida acaba afectando al cuerpo. Cuando
este contrato está tan manido que pierde su sentido original, el significado simplemente
evoluciona.
Por tanto, quiere decir que no existe tal cosa como la muerte, simplemente supone la
evolución hacia otro espectro más amplio —dijo Don Avito, con su habitual entusiasmo
cuando se le regalan los oídos.
Eso es lo que quiero decir, en parte. Escuche, amigo mío, no me gustaría pecar de simple
o de anticuado. Esta dualidad caracteriza nuestra sociedad occidental desde que en Grecia
1
Platón pensó la existencia del dualismo antropológico, que no deja de ser una versión más
épica del significado y el significante. Sin embargo, cualquier escéptico podría decirte que
el cuerpo muere y, con éste, cualquier signo de existencia que ese cuerpo haya conllevado
acabará biológicamente extinto. Exacto —intervino Don Avito, ansioso por resolver esa
cuestión—. ¿Cómo podría demostrarse que la muerte biológica no supone la muerte del
ser? Ay, Don Avito —le contesté, muy entusiasmado por la pregunta—. ¿No ha leído usted
eso de ―Yo soy yo y mi circunstancia‖?1 Es muy ingenuo pensar que en una sociedad como
la nuestra no tiene una forma de pensamiento y conciencia colectiva, una especie de
pulsión de grupo, dadas las características tecnológicas y la velocidad que ha alcanzado la
liquidez de esta sociedad.2
Hasta hace un tiempo, la conciencia colectiva ha supuesto todo aquel conjunto de normas
éticas, morales y culturales que han ayudado a preservar el contrato social.3 Sin embargo,
como todo artefacto semiótico, el concepto ha evolucionado gracias a la aportación de
filósofos como Antonio Negri hasta suponer, no tanto el receptáculo sobre el que basar un
buen comportamiento de cara a la sociedad, sino la capacidad del conjunto humano para
suplir la no-conciencia de un individuo en determinado momento. Qué le parece, Don Avito,
si le propongo que ese determinado momento es el momento de la desaparición del
significante físico del hombre y que el significado pasa a desplazarse desde un eje
individual a uno colectivo.
¿Quiere usted decir que los recuerdos nos mantienen vivos? —preguntó Don Avito—. No
sólo los recuerdos, Don Avito. Si se fija, los recuerdos son pequeñas modificaciones de
nuestros significados individuales. ¿Recuerda el proceso orgánico de transformación que le
he explicado anteriormente? Si hilamos fino, el hombre al nacer es puro significante que va
1 ORTEGA Y GASSET,
2
3
José. Meditaciones del Quijote. Alianza Editorial, 2005.
CASTELLS, Manuel. Comunicación y poder. Alianza Editorial, 2005.
ROUSSEAU, Jean-Jacques. El contrato social. ISTMO, 2004.
2
llenándose progresivamente de experiencia, o recuerdos, como quiera usted llamarle.
Seguro que ya conoce el empirismo de Hume. La experiencia supone el inicio de nuestro
conocimiento y el corsé que lo limita. Sin embargo, el ser humano es capaz de
comunicarse con personas que están fuera de una percepción de los sentidos.
Disculpe, ¿está hablando de fantasmas?¿Ha tomado demasiadas pastas? —se afanó en
preguntar Don Avito—. En absoluto, amigo mío, esto no se trata de una historia de terror —
le dije—. Aquello que va más allá de la percepción de los sentidos es aquello que no
podemos tocar, oler, saborear, escuchar o ver. Sin embargo, ¿cuántas veces se habrá
colocado usted frente a un estupendo cuadro en cualquier museo y se ha visto capaz de
comunicarse con el pintor, ya fallecido? Cómo a través de códigos, composiciones y figuras
y, en general, usando los sentidos convencionales como catalizador ha conseguido
transmitirle un mensaje desde ultratumba, lo que usted considera un fantasma, ¿parece tal
cosa?
Sin embargo, no me gustaría pensar que sólo alguien con un gran talento es capaz de
superar a la muerte —afirmó Don Avito con un semblante triste—. Obviamente no es así–
—me apresuré en contestarle antes de volver a sumirlo en sus traumas vitales—. Los
grandes artistas adquieren una relevancia pública enorme que permite calar más hondo
dentro del pensamiento de la colectividad. Estoy muy alejado del planteamiento de la
sociedad orgánica4 en los términos que se planteó en un inicio, es decir, que la sociedad y,
por tanto, la colectividad y cada individuo que la compone cumple un rol específico y
productivo. Si esto fuera así, ¿cómo habríamos conseguido salir del feudalismo, por
ejemplo? Le vuelvo a repetir, cada estructura semántica o persona está envuelta en un
contexto, en una red singular interconectada. Dentro de esta colectividad también cabe la
sedimentación del significado cuando uno pierde su significante. Escuche, y usted sabe de
4
DURKHEIM, Emile. Las reglas del método sociológico. AKAL, 1985.
3
lo que hablo. ¿Por qué decidimos nombrar a nuestros hijos con nombres antiguos? ¿No
estamos, al final, transmitiendo a un nuevo significante una buena dosis de significado? Y,
en definitiva, permitiendo de una manera tribal y austera que quien en su origen acuñó el
nombre no muera.
Está bien —reconoció Don Avito Carrascal, ya demasiado afectado como para continuar la
conversación—. Digamos que es usted capaz de convencerme; ahora, demuestre a todo el
mundo que ni usted ni yo somos capaces de morir. Bien, Don Avito —le respondí—, de
nuevo estamos ante el problema del lenguaje. Si en esta sociedad algo se debe constatar
debe ser científicamente, ya que aporta una serie de pruebas irrefutables sobre la realidad
del hecho. ¿Es que no le suena a usted la eterna frase que acuñaron los científicos y que
se hizo famosa con la teoría de la conservación de la energía de Einstein? ―La energía ni
se crea ni se destruye‖. Llámele energía, llámele significado. ¿Cuando una planta muere,
no sirve como abono para otras plantas? Entonces, cuando una persona muere, ¿no
significa otras cosas para otras personas? Puede que cambie las decisiones de una
persona, puede que haga afrontar la vida de forma completamente distinta a otro individuo
y, ¡vaya!, ¡todo eso estando bajo tierra!
Disfruto conversando con usted —dijo el buen Don Avito—, pero ya sabe que mi vida ha
sido un tanto peculiar y me es difícil creer todo a pies juntillas. No se preocupe —
contesté—, ya sabía que usted es un escéptico nato. Mire, ¿estaría yo hablando con usted
si algo de lo que hubiese dicho antes fuera mentira?
4
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