La no discriminación por razón de nacionalidad y los denominados «comunitarios b» Iván Antonio Rodríguez Cardo Becario PFU. Universidad de Oviedo. SUMARIO: I. Los orígenes del conflicto. II. El problema del orden jurisdiccional competente: 1. El carácter de prerrogativa pública de la determinación del cupo de extranjeros. 2. La naturaleza jurídica de las licencias. 3. La justificación de la competencia del orden social. 4. Acerca del procedimiento por el que se ha de sustanciar la demanda. III. El alcance de la prohibición de discriminación en el deporte: 1. La ausencia de una verdadera especialidad en la situación de los «comunitarios b». 2. La singularidad del deporte como punto de partida. 3. El cupo de extranjeros como el auténtico objeto de debate. IV. Conclusiones La situación de los extranjeros en nuestro país ha sido objeto de mucha preocupación durante estos últimos años. La aprobación de una Ley de Extranjería y su modificación pocos meses después justifica, es claro, el enorme debate social, político y jurídico que se ha suscitado. Sin embargo, el presente trabajo no se ocupará de los que probablemente son los destinatarios principales de esa norma, es decir, los inmigrantes de escasos recursos que acceden a España con la esperanza de una vida mejor, sino de un grupo social en apariencia menos conflictivo: los deportistas de países no pertenecientes a la UE, pero que tienen un tratado de asociación o cooperación con ésta en el que se proclama el principio de no discriminación en las condiciones de trabajo para sus nacionales legalmente contratados en un Estado Miembro. Sobre la base de estas cláusulas, el problema que plantean estos deportistas no es de acceso al territorio español, pues es indudable que al no ser titulares del derecho de libre circulación deben obtener los permisos de trabajo y residencia cumpliendo los requisitos exigidos por la Ley Orgánica de Extranjería; el conflicto se ha suscitado en un plano posterior al de la entrada en un país comunitario, y viene referido a las condiciones de ejecución de su prestación laboral, que se ve mediatizada por las normas que organizan y estructuran el deporte profesional. Como se sabe, es práctica tradicional en el deporte la limitación del número de jugadores extranjeros que pueden participar en competiciones oficiales con cada club. Dicha limitación se lleva a cabo a través de normas federativas, que cuentan con la aquiescencia de los diversos Gobiernos, y que se configuran como un peculiar sistema de «cupos» o «contingentes». A la vista de la situación actual, esos «cupos» o «contingentes» ya no afectan a los extranjeros en general, sino solamente a los nacionales de países no pertenecientes al Espacio Económico Europeo (EEE), pues todos ellos tienen reconocido el derecho de libre circulación de trabajadores por el territorio de la UE. Como es sabido, además de los Estados Miembros de la UE, forman parte del EEE Islandia, Noruega y Liechtenstein (2), y de forma inminente ese derecho de libre circulación de trabajadores también alcanzará a Suiza, en virtud de los acuerdos recientemente firmados por ese Estado con la UE (3). Por consiguiente, las limitaciones de extranjeros en el deporte sólo tienen virtualidad respecto a los nacionales de países diferentes a éstos, comúnmente conocidos como deportistas extracomunitarios. En realidad, los cupos de extranjeros existen desde hace décadas en la práctica totalidad de los Estados europeos, pero están siendo cuestionados en los últimos tiempos, a consecuencia de las reivindicaciones de los deportistas de estos países con acuerdos de asociación o cooperación. Si bien estos deportistas no parecen abogar por la supresión total de estas restricciones, consideran que la prohibición de discriminación reconocida por esos acuerdos ha de suponer su equiparación a los ciudadanos comunitarios, con lo que han solicitado que su licencia deportiva sea tramitada de igual forma que la de los nacionales de un Estado Miembro de la UE, para evitar así ser computados como extracomunitarios. En suma, en las líneas siguientes se pretende abordar la polémica generada por unos deportistas que han sido bautizados por la prensa como «comunitarios b». I. LOS ORÍGENES DEL CONFLICTO Como se sabe, la acción del Derecho Comunitario ha revolucionado las estructuras tradicionales del deporte profesional. Hasta hace relativamente poco tiempo, los clubes deportivos primero y, en la actualidad, las sociedades anónimas deportivas en que se han reconvertido gran parte de ellos, contaban con jugadores mayoritariamente nacionales. La contratación de extranjeros estaba enormemente limitada, pues únicamente se admitía que dos --o a lo sumo tres en función del tipo de deporte-- de los integrantes del equipo con licencia no estuviesen en posesión de la nacionalidad del país organizador de la competición. La archifamosa sentencia Bosman provocó un cambio radical en esa situación (4), por cuanto el TJCE reconoció a los futbolistas, en su condición de trabajadores asalariados, el derecho de libre circulación por el territorio de la Unión, con lo que ello suponía. Desde entonces, y comoquiera que las trabas debieron desaparecer para todo tipo de deporte (profesional o no), comenzó a distinguirse entre tres categorías: nacional, comunitario y extracomunitario. Las restricciones anteriormente referidas a los extranjeros en general, deberían entenderse circunscritas a partir de entonces a los nacionales de Estados no miembros del EEE. De este modo, la libre circulación de jugadores en la UE tiene «los únicos límites que se marquen los propios clubes» (5). Aunque de forma infructuosa, todavía se pretende, fundamentalmente en el fútbol, que la UE reconozca la especificidad del deporte, considerando esta actividad como una excepción cultural que permita eludir las exigencias de la libre circulación de trabajadores (6). Para ello, se ha solicitado reiteradamente de las más altas instancias comunitarias la adopción de soluciones a la progresiva pérdida de vínculos entre el club y la región, con propuestas que en general postulan la necesidad de imponer a los clubes la presencia en el campo de un mínimo de jugadores seleccionables por el país organizador de la competición (7). En esta tesitura, las reivindicaciones de los «comunitarios b» han vuelto a mostrar que esas pretensiones parecen tener poco futuro (8). En esta ocasión no se ha tratado de una decisión del TJCE, sino que han sido los propios Tribunales nacionales de los Estados Miembros quienes han considerado carentes de fundamento las restricciones por razón de nacionalidad en los casos de deportistas de países terceros cuyo acuerdo de cooperación o asociación con la UE proscriba la discriminación en las condiciones de trabajo (9). El primer caso sobre el particular tuvo lugar en Francia, donde una sentencia de 3 de febrero de 2000 del Tribunal Administrativo de Apelación de Nancy reconoció a una jugadora de baloncesto de origen bielorruso, pero con nacionalidad polaca --de nombre Lilia Malaja--, su derecho a no ocupar plaza de extranjera (10). España fue el segundo país donde tal conflicto se suscitó, a propósito de Sherron Mills (11), un estadounidense de origen, pero nacionalizado turco, contratado por el Tau Vitoria. Una sentencia de 14 de junio de 2000 del Juzgado núm. 12 de Barcelona llegó a la misma conclusión que la Corte de Nancy. Con estos precedentes, la Asociación de Clubes de Baloncesto (en adelante ACB) decidió reconocer a todos los nacionales de los Estados terceros que contasen con un acuerdo de cooperación o asociación en el que se prohibiese la discriminación en materia laboral, el derecho a jugar como asimilados a los nacionales y comunitarios en la liga española, y, por tanto, al margen de las restricciones por nacionalidad. Esta medida beneficiaba a cuatro lituanos (12), un esloveno (13) y dos checos (14). Sin embargo, esta solución contó con la oposición de la Asociación de Baloncestistas Profesionales (ABP) y de la Federación Española de Baloncesto (FEB), por lo que el Consejo Superior de Deportes (CSD), en uso de una de sus legítimas atribuciones conferidas por la Ley del Deporte, suspendió la aplicación del acuerdo de la ACB mientras decidía si realmente esos tratados de asociación o cooperación debían ser interpretados en ese sentido. Con ello, el CSD obligaba a los clubes que quisieran utilizar a dichos jugadores a que tramitasen su licencia como la de un extracomunitario, ocupando una de las dos plazas que para ellos pueden destinar actualmente los clubes de baloncesto. Comoquiera que Real Madrid y Tau ya tenían contratados otros jugadores extranjeros, al margen de los comunitarios B, venían obligados a elegir entre varios para cubrir esos puestos, quedando el resto sin posibilidad de ser alineado. A la postre, ello provocó la suspensión de la primera jornada de la Liga de Baloncesto 2000/01 (15). Los jugadores afectados, que habían desistido de sus demandas judiciales cuando la ACB permitió su participación como asimilados a los comunitarios, volvieron a interponerlas alegando su derecho a no ser discriminados por razón de nacionalidad. Dos autos de sendos juzgados de Vitoria estimaron improcedente la suspensión de las licencias en los casos de los dos jugadores lituanos del Tau Vitoria, reconociendo su derecho a prestar servicios en igualdad de condiciones que los deportistas comunitarios (16). Para evitar que el Tau Vitoria obtuviese una ventaja competitiva injustificada, el CSD levantó la suspensión cautelar de las licencias del resto de jugadores en la misma situación, a la espera de nuevos acontecimientos. En ese momento, el problema se trasladó al fútbol, y si bien un juzgado ovetense denegó la pretensión del jugador ruso Onopko, posteriormente uno madrileño estimó la demanda del también ruso Valeri Karpin, uno de La Coruña aceptó la pretensión del checo Petr Kouba, y otro de Vitoria dio la razón al defensa rumano Cosmin Contra, por citar algunos ejemplos (17). Y se han seguido presentando multitud de idénticas peticiones ante la Real Federación Española de Fútbol, que las ha denegado todas, con independencia de la nacionalidad del peticionario (marroquíes, turcos, rumanos, eslovacos e incluso un argentino --Ibagaza, jugador del RCD Mallorca--) (18), a pesar de que en los casos de nacionales de países con acuerdo de asociación la Comisaria Europea de Empleo, Anna Diamantopoulou, en respuesta escrita al Parlamento Europeo, pareció abogar por la supresión de este tipo de restricciones (19). Y la lista de deportes en los que se pretende hacer valer esa reivindicación sigue creciendo (20), por lo que el conflicto, lejos de llegar a su fin, aún acaba de comenzar. A pesar de que el CSD ha considerado que estos deportistas han de ocupar plaza de extracomunitarios (21), es probable que la solución definitiva se demore hasta que el TJCE falle la cuestión prejudicial que le ha sido planteada por un tribunal alemán (22). II. EL PROBLEMA DEL ORDEN JURISDICCIONAL COMPETENTE Sin ningún género de dudas, la competencia judicial es en este caso una cuestión harto compleja por la enorme cantidad de variables que deben manejarse. La presencia de un órgano administrativo (el CSD), la incierta naturaleza jurídica y posición competencial de las federaciones y la peculiar incidencia de sus decisiones sobre los deportistas profesionales --cuya relación de trabajo es con el correspondiente club, no lo olvidemos-- constituyen un entramado complejo y requieren un detenido análisis jurídico. 1. El carácter de prerrogativa pública de la determinación del cupo de extranjeros Cabe decir, de partida, que el art. 7.2 Ley del Deporte (Ley 10/1990, de 15 de octubre) configura al CSD como un «organismo autónomo de carácter administrativo adscrito al Ministerio de Educación y Ciencia». Por su parte, el art. 30 del mismo texto legal considera que las federaciones deportivas españolas son «entidades privadas, con personalidad jurídica propia, cuyo ámbito de actuación se extiende al conjunto del territorio del Estado» (23). Desde esta perspectiva, y acudiendo a un criterio clásico, si el acto del que se deriva el perjuicio para el trabajador proviene del CSD, parece claro que la competencia judicial correspondería al orden contencioso-administrativo, mientras que si esa actuación trae causa de una federación, el orden jurisdiccional competente sería el social. Conviene aclarar, sin embargo, que el art. 1.1 RD 1835/1991, de 20 de diciembre, sobre Federaciones Deportivas Españolas, establece que estas entidades, «además de sus propias atribuciones, ejercen por delegación funciones públicas de carácter administrativo, actuando en este caso, como agentes colaboradores de la Administración Pública». En este contexto, es necesario determinar el carácter que tiene, por un lado, la competencia para establecer el número de extranjeros que pueden actuar en una competición oficial; y, por otro, la calificación que merezca la competencia para tramitar licencias. En principio, podría entenderse que ambas funciones se han de englobar en el art. 33.1 a) Ley 10/1990, a tenor del cual corresponde a las federaciones deportivas españolas, bajo la coordinación y tutela del CSD, calificar y organizar, en su caso, las actividades y competiciones deportivas oficiales de ámbito estatal. En consecuencia, la especial posición del CSD parece remitir a la jurisdicción contenciosa. Pero esa solución requiere ser matizada. Comenzando por el cupo de extranjeros, pues la naturaleza jurídica de las licencias será estudiada en el apartado siguiente, no parece suscitar demasiadas dudas que la competencia para determinar el número máximo de deportistas extranjeros que pueden participar en una competición oficial emana directamente del Estado. En efecto, es el Estado quien puede, en persecución de un determinado interés, establecer restricciones para los no nacionales. Y una reclamación contra ese tipo de decisiones ha de tramitarse en sede contencioso-administrativa. Es cierto, no obstante, que si se contempla la normativa del deporte como un ordenamiento jurídico autárquico se puede llegar a defender la solución contraria. Cabe recordar que el art. 28.1 RD 1835/1991 admite que la federación y la liga profesional respectiva suscriban un convenio concretando el «número de jugadores que podrán participar en dichas competiciones y que no sean incluibles en las selecciones nacionales». Así lo vuelve a ratificar la disp. adic. 2.ª RD 1252/1999, de 16 de julio, por el que se modifica el RD 1835/1991, a tenor de la cual «la determinación del número de jugadores extranjeros no comunitarios autorizados para participar en pruebas o competiciones oficiales de carácter profesional y ámbito estatal, se realizará de común acuerdo entre la federación deportiva española, la liga profesional y la asociación de deportistas profesionales correspondiente». Se advierte a continuación que el CSD «establecerá, mediante resolución, el número de jugadores extranjeros no comunitarios que podrán participar en las competiciones propias de las ligas profesionales en el caso de desacuerdo entre las federaciones deportivas españolas, ligas profesionales y asociaciones de deportistas profesionales sobre este particular, así como en los conflictos de interpretación derivados de tales acuerdos». De este modo, la actuación del CSD parece limitarse a un mero arbitraje, un medio de solución de conflictos. Desde este punto de vista, la competencia para determinar el número de jugadores no seleccionables recaería de forma compartida en las federaciones y las ligas profesionales, ambos entes privados, y sólo en defecto de acuerdo intervendría el CSD. Y esa clase de acuerdos, según la Audiencia Nacional, son normas que provienen de la voluntad de los particulares y, por ende, «de naturaleza privada, sin que pierdan esta cualidad por el simple hecho de precisar la aprobación del CSD y su inscripción en el correspondiente registro, porque estos controles administrativos no le confieren el carácter de norma de derecho público, emanada de la administración en el ejercicio de su potestad reglamentaria» (24). Por consiguiente, si la intervención del CSD en funciones de arbitraje no supone alteración de la naturaleza de un acuerdo entre dos entes privados, podría ponerse en duda la competencia de los Tribunales de lo contencioso. Sin embargo, en buena lógica, la limitación del número de extranjeros para el ejercicio de una actividad es en cualquier caso una prerrogativa pública. La restricción de los derechos de los no nacionales ha de corresponder en exclusiva a los poderes públicos, quienes desde un marco de racionalidad y en defensa de unos intereses de cierta envergadura están legitimados para ello. Por el contrario, los sujetos privados no pueden desarrollar una potestad de ese tipo, que parece violentar la configuración constitucional del derecho a la igualdad y a la no discriminación por razón de nacionalidad. En consecuencia, la competencia jurisdiccional para conocer de una demanda relativa a la constitucionalidad del cupo de extranjeros correspondería al orden jurisdiccional contencioso-administrativo (25). 2. La naturaleza jurídica de las licencias Problema diverso al del establecimiento del cupo de extranjeros es el de la competencia para tramitar licencias. El art. 7 RD 1835/1991 dispone que «para la participación en actividades o competiciones deportivas oficiales de ámbito estatal será preciso estar en posesión de una licencia expedida por la correspondiente federación deportiva española». A la vista de toda la normativa, parece que esta competencia no puede encuadrarse entre las delegadas por el CSD, sino que es más bien propia de cada federación. En estos términos, no puede calificarse de acto administrativo el emanado de un ente privado en ejercicio de una competencia propia (26). Un importante apoyo a esta conclusión es la situación del baloncesto, ya que la FEB ha delegado en la ACB --el último ejemplo es el apartado 13 del Acuerdo de 20 de mayo de 2000 suscrito entre ambas organizaciones-- (27) la competencia para expedir licencias, lo que permite rechazar que el titular originario de dicha atribución sea el CSD. Téngase en cuenta que de lo contrario se habría venido incurriendo en una manifiesta ilegalidad. En efecto, el art. 13 LRJAP, tanto en su redacción originaria dada por la Ley 30/1992, como en la nueva de la Ley 4/1999, obliga a que «las resoluciones administrativas que se adopten por delegación indicarán expresamente esta circunstancia y se considerarán dictadas por el órgano delegante», y advierte que «salvo autorización expresa de una Ley, no podrán delegarse las competencias que se ejerzan por delegación». En consecuencia, si la competencia para expedir licencias correspondiese primariamente al CSD, pero se ejerciese de forma delegada por la federación correspondiente, no cabría subdelegación, porque no existe ley habilitante. De este modo, la ausencia de una autorización legal para realizar esta subdelegación a favor de la ACB convertiría en palmariamente irregular este proceder. La única forma de validar esta decisión consiste en entender que la competencia para la expedición de licencias es propia de las federaciones, y no del CSD. Sólo así se explica que puedan delegar dicha competencia, ante la ausencia, por un lado, de una ley que autorice la subdelegación, y, por otro, de cualquier tipo de constancia en el acuerdo de delegación de que dicha competencia es subdelegada (28). Teniendo en cuenta, además, que el art. 8 Ley del Deporte no menciona entre las competencias del CSD la de expedir licencias, el único apoyo para esta pretensión es considerar que la competencia para la tramitación de licencias resulta, a la postre, una manifestación más de la potestad organizativa de las competiciones oficiales que ostentan las federaciones por delegación del CSD, en el sentido de los arts. 30.2 y 33 Ley del Deporte. Pero seguirían entonces sin explicarse otros contrasentidos en la actuación del CSD. Al margen del problema de la subdelegación, hay que dejar constancia del art. 6 Estatutos de la FEB (29), a tenor del cual «es competencia propia de la Federación la expedición de las correspondientes licencias que son necesarias para poder participar, como jugador, entrenador o árbitro, en las competiciones y campeonatos organizados por ella»; y este cometido se diferencia claramente de lo que el art. 7 denomina como «funciones públicas de carácter administrativo», que la FEB ejerce «bajo la coordinación y tutela del Consejo Superior de Deportes». Si una resolución del CSD, que es el organismo encargado de aprobar los estatutos de una federación, considera que una determinada competencia es propia de ésta --y por tanto no delegada--, y la federación es un ente privado, la única conclusión posible es que la expedición de licencias no es un acto administrativo. Y ese carácter privado ha sido reconocido incluso por algún tribunal de lo contencioso (30), si bien en la actualidad la Sala de Conflictos del TS ha considerado más conveniente remitir estos asuntos al orden contencioso-administrativo (31). 3. La justificación de la competencia del orden social La naturaleza pública del establecimiento de un cupo de extranjeros y la privada de expedición de licencias suponen, a la postre, que es necesario determinar de forma fehaciente cuál es el objeto del conflicto en el supuesto de los denominados «comunitarios b» para decidir a qué orden jurisdiccional corresponde conocer, al menos desde la perspectiva más clásica que atribuye la competencia en función de la naturaleza del acto recurrido. La pretensión de los deportistas que se entienden perjudicados no parece que sea, al menos mayoritariamente, la de eliminar el tope de extranjeros. Los demandantes aceptan la vigencia y legitimidad de dicho límite, pero estiman que no debe serles de aplicación, pues un tratado internacional les reconoce el derecho a recibir un trato no discriminatorio respecto de los trabajadores comunitarios y, por ende, de los españoles. En ese contexto, solicitan que su licencia sea tramitada del mismo modo que la de cualquier otro jugador español o comunitario. La licencia puede actuar aquí como un requisito de acceso al trabajo, pero con matices específicos. En realidad, nada impide que un club contrate a un deportista y no solicite la tramitación de su licencia o ésta sea denegada. El deportista se encuentra entonces válidamente contratado y el club debe cumplir sus obligaciones salariales y de Seguridad Social. La licencia actúa entonces no como un requisito de acceso al trabajo, porque el deportista ha suscrito válidamente un contrato de trabajo y está a disposición del club, sino como una condición de trabajo --o condicionante de la ejecución del contrato, si se quiere (32)-- que repercute e incide en la relación laboral del deportista hasta el punto de anular por completo las posibilidades de que desempeñe la labor principal para la que presuntamente ha sido contratado. Por su parte, la concesión de la licencia no soluciona enteramente el problema, pues la condición en la que se expida no es en absoluto aséptica. Como bien se conoce, el cupo de extranjeros provoca que el deportista con licencia de extracomunitario tenga más dificultades que sus compañeros nacionales o comunitarios para acceder a las alineaciones titulares de su equipo en algunos deportes --como el fútbol--, con lo que a medio o largo plazo su cotización se resentirá por el menor número de partidos disputados. Desde esta perspectiva, el jugador considerado como extracomunitario está en peor situación que el que no ocupa esa plaza, y por ello la tramitación de la licencia en un sentido u otro es susceptible teóricamente de provocar discriminación. En esta tesitura, los órganos jurisdiccionales que están más preparados para valorar estas circunstancias son los pertenecientes al orden social. La naturaleza jurídica de las federaciones y el origen de sus competencias no son más que aspectos colaterales, que no deben ocultar cuál es el petitum de los deportistas. Incluso en el supuesto del baloncesto, en el que las demandas se dirigen contra una decisión del CSD, el orden social debería ser el encargado igualmente de conocer de estos conflictos, aunque únicamente sea por un argumento teleológico. Es cierto que en este caso el perjuicio proviene directamente de un acto administrativo, y que el art. 1 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, atribuye a los jueces y magistrados de este orden el conocimiento «de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones Públicas sujeta a Derecho Administrativo». Pero no lo es menos que asuntos con marcado intervencionismo público han pasado hoy a engrosar la lista competencial de la jurisdicción laboral, pues su incuestionable carácter social así lo requiere. A modo de ejemplo, el art. 2 LPL expresamente consigna las reclamaciones contra el FOGASA y la denegación de registro de actas electorales; y el art. 3.2 b) LPL, tras la modificación operada por la disp. adic. 5.ª Ley 29/1998, atribuye al orden social el conocimiento de «las resoluciones administrativas relativas a regulación de empleo y actuación administrativa en materia de traslados colectivos». Resulta evidente, sin embargo, que desde el punto de vista de su interpretación literal el art. 2 LPL no ofrece un sustento jurídico claro para que los Tribunales de lo Social conozcan del problema aquí planteado, habida cuenta de que el litigio se suscita entre la federación o el CSD y el deportista, sin que en realidad el verdadero empresario, el club, se oponga a la pretensión de su empleado. En efecto, aunque las demandas presentadas por estos «comunitarios b» también se dirigen contra sus clubes, se trata de una estrategia procesal, ya que los clubes están generalmente de acuerdo con el demandante. Por consiguiente, a la vista de que no existe una relación jurídica directa entre el jugador y la entidad encargada de expedir la licencia o el ente administrativo que eventualmente la revoca, que son la fuente de la que emana la conducta contra la que se reclama, el art. 2 LPL no permite fundamentar la competencia del orden social. Empero, la exigencia de que el acto lesivo provenga exclusivamente del empleador sería contraria incluso al propio espíritu constitucional de defensa de los derechos fundamentales. Así lo demuestra el art. 180 LPL, que deja claro que la acción laboral puede dirigirse no sólo contra el empleador, sino también contra una «asociación patronal, administración pública o cualquier otra persona, entidad o corporación pública o privada», siempre que de ellos provenga la conducta prohibida (33). Desde esta perspectiva, lo realmente decisivo para determinar el orden jurisdiccional competente es la incidencia del concreto acto en la relación laboral del trabajador, y no el sujeto del que emana la decisión que se impugna. No debe olvidarse que la división del Poder Judicial en órdenes jurisdiccionales obedece a un criterio de utilidad y, fundamentalmente, de justicia. Pretende, a la postre, que el juez encargado de resolver un asunto sea aquél que esté en mejor disposición de ofrecer la solución más adecuada al conflicto. Y a esta finalidad responden los arts. 9.5 LOPJ y 1 LPL, que deben ser el marco de referencia para determinar el conjunto de competencias de los Tribunales de lo Social. Estos preceptos atribuyen a la jurisdicción social el conocimiento «de las pretensiones que se promuevan dentro de la rama social del Derecho en conflictos tanto individuales como colectivos». El art. 2 es una enumeración o ejemplificación, no un numerus clausus, al contrario de lo que sucedía con la LPL de 1980. En la actualidad es posible configurar el art. 1 LPL como una atribución de competencia ratione materiae, ciertamente genérica, que confiere al orden jurisdiccional social una vis attractiva para conocer de todo asunto materialmente social, aunque incidan otros factores (34). Es menester, por ende, atender al fondo de la cuestión, pues la competencia del orden social no está supeditada a la naturaleza del derecho fundamental lesionado, ni a la del acto que engendra el daño, sino que deriva de las relaciones jurídicas en que se produce la lesión. En suma, y en palabras de nuestro TS, el orden social es competente para «conocer de las violaciones de los demás derechos fundamentales --al margen del de libertad sindical-- cuando éstas se susciten o se produzcan en el seno o con ocasión de relaciones jurídicas cuyo conocimiento le está legalmente atribuido» (35). Y no parece dudoso que la tramitación de la licencia de un deportista como comunitario o como extranjero repercute en las condiciones de trabajo. En este sentido, la situación del fútbol evidencia que la expedición de la licencia como extracomunitario introduce un elemento que reduce las posibilidades de que el deportista pueda participar en los encuentros oficiales, ya que el número máximo de jugadores extracomunitarios que pueden ser alineados simultáneamente es de tres, mientras que el número de licencias de esta clase es de cinco por equipo. Como fácilmente se puede comprobar, en muchos casos estas trabas supondrán un menor número de partidos jugados, con las consecuencias directas en casos de primas e incluso de renovación del contrato, pues muchos deportistas pactan cláusulas de renovación automática en función del número de partidos disputados o de determinados índices de productividad. Pero las consecuencias indirectas son también dignas de consideración. La principal consiste en que los jugadores con contrato en vigor y que juegan habitualmente en su club --con lo que una eventual demanda parece no tener causa-- se revalorizan de forma notable cuando adquieren la nacionalidad de un Estado comunitario, consiguiendo, en la generalidad de los casos, contratos superiores en la renovación o cambio de club (36). Prueba evidente de ello es el reciente descubrimiento de fraude en los documentos aportados por más de una treintena de futbolistas -fundamentalmente latinoamericanos-- para obtener la nacionalidad de un estado comunitario (37). En definitiva, la concesión o denegación de la licencia afecta, indubitadamente, a la rama social del derecho, pues «condiciona la prestación de servicios del deportista y por ello incide en su relación laboral» (38). A pesar de estos argumentos favorables a la competencia de los Tribunales de lo Social, y que por lo pronto permiten poner en duda que se esté menoscabando el carácter improrrogable de la jurisdicción, se ha acusado a los deportistas demandantes de acudir al orden social para aprovecharse de las ventajas que ofrece, sobre todo en cuestión de celeridad, frente al proceso contencioso (39). Pero una excesiva dilatación temporal en la solución del litigio haría imposible cumplir con los más elementales principios de justicia y eficacia; y ello repercutiría negativamente en el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Como bien se sabe, la cotización de un deportista fluctúa enormemente en un período de tiempo relativamente breve; hay ejemplos recientes que demuestran que esa oscilación puede alcanzar los miles de millones de pesetas en menos de un año. Además, el período de actividad laboral de un deportista es relativamente corto, y una solución judicial demorada durante cuatro, cinco o seis años (como sucedería en el orden contencioso, a salvo de la adopción de medidas cautelares a favor del trabajador) frustraría el sentido de cualquier clase de acción ejercitada por el deportista, pues podría incluso haber abandonado la práctica del deporte profesional. En esa tesitura, la estimación de su pretensión únicamente podría dar lugar a una indemnización por daños y perjuicios, pero en función del lucro cesante, lo que en el mejor de los casos llevaría a una probatio diabolica. Por consiguiente, parece que el orden jurisdiccional social ha de ser competente para la resolución de estos conflictos, porque el proceso laboral y los jueces de lo Social son los que, por su especialización, parecen estar en mejor disposición de ofrecer una respuesta rápida y efectiva al problema (40). En definitiva, y como ha afirmado el Consejo de Estado en su Dictamen núm. 3775/2000, que pretende resolver precisamente el problema de los «comunitarios b», «parece difícil negar la jurisdicción del Orden de lo Social para determinar si las licencias son o no condiciones de trabajo cuando los jueces se enfrentan a contratos y permisos de trabajo que, en principio, son válidos». 4. Acerca del procedimiento por el que se ha de sustanciar la demanda A tenor del art. 10 LPL, deberá conocer el Juzgado de lo Social correspondiente al lugar de prestación de servicios o el del domicilio del demandado, a elección del demandante --es decir, la ciudad donde radique el club o Madrid, en función de los casos-- (41). El procedimiento por el que se ha de tramitar la pretensión es el previsto en el Capítulo XI del Título II LPL, es decir, el diseñado para «la tutela de los derechos de libertad sindical» (42). Cabe recordar que el art. 181 de ese texto legal prevé que «las demandas de tutela de los demás derechos fundamentales y libertades públicas incluida la prohibición de tratamiento discriminatorio, que se susciten en el ámbito de las relaciones jurídicas atribuidas al conocimiento del orden jurisdiccional social, se tramitarán conforme a las disposiciones establecidas en este capítulo» (43). A este respecto, la STS 26 de diciembre de 1999 (Ar. 10088) parece admitir que si la violación de un derecho fundamental se produce en el «mundo de las relaciones laborales», no hay inconveniente para que la jurisdicción social se declare competente y conozca por el procedimiento de tutela de la libertad sindical. En el caso que nos ocupa, el derecho que los deportistas entienden violado es el de no discriminación, sobre la base de los arts. 13 y 14 CE y de los tratados de asociación o cooperación de sus respectivos países con la UE. Aunque en puridad no son derechos fundamentales en nuestro ordenamiento, los derechos a la igualdad y a la no discriminación están equiparados a ellos en la práctica, y su protección jurisdiccional es idéntica, como prescribe el art. 53 de la propia CE. Por consiguiente, y en conclusión, la jurisdicción social debería conocer de estas demandas por el procedimiento de tutela de la libertad sindical, que es el previsto para la defensa de los derechos fundamentales en el orden social, puesto que en este caso existe «un planteamiento razonable de que la pretensión ejercitada versa sobre un derecho fundamental, lo que es bastante para dar al proceso el curso solicitado, con independencia de que posteriormente el análisis de la cuestión debatida conduzca o no al reconocimiento de la infracción del derecho constitucional invocado» (44). Así puede desprenderse también de la nueva Ley de Extranjería --LO 4/2000, de 11 de enero, modificada por la LO 8/2000, de 22 de diciembre--. El actual art. 24, antes 22, prescribe que «la tutela judicial contra cualquier práctica discriminatoria que comporte vulneración de derechos y libertades fundamentales podrá ser exigida por el procedimiento previsto en el art. 53.2 de la Constitución en los términos legalmente establecidos». En consecuencia, y por aplicación de la doctrina constitucional, este precepto remite también al procedimiento de tutela de la libertad sindical si la materia es laboral. III. EL ALCANCE DE LA PROHIBICIÓN DE DISCRIMINACIÓN EN EL DEPORTE Como ya se ha dicho, los denominados «comunitarios b» fundamentan su pretensión en los acuerdos de cooperación o asociación que la UE ha suscrito con países terceros. Los convenios más protectores (Eslovenia, Rumanía, Polonia, etc.) utilizan una fórmula bastante similar, una cláusula de estilo por la que se establece que el trato a los trabajadores nacionales de esos países, una vez contratados legalmente en el territorio de un Estado Miembro de la UE, estará libre de toda discriminación basada en la nacionalidad, en lo referente a las condiciones de trabajo, remuneración o despido. Por otra parte, hay convenios, fundamentalmente los firmados con algunas de las antiguas repúblicas soviéticas --Kazajistán, Kirguistán, etc.--, que han buscado fórmulas menos contundentes, de modo que la UE sólo se ha comprometido a esforzarse para que no se produzcan ese tipo de discriminaciones; el carácter menos claro, preciso e incondicional de estas cláusulas parece impedir la interpretación equiparadora que sí ha propiciado la primera redacción (45). En cualquier caso, ninguno de esos acuerdos reconoce el derecho de libre circulación de trabajadores; éste sigue restringido a los nacionales de Estados pertenecientes al Espacio Económico Europeo. Los nacionales de esos países terceros deberán obtener las pertinentes autorizaciones para residir y trabajar en el país de acogida. Sin embargo, una vez conseguidos esos permisos queda prohibida la discriminación por razón de nacionalidad en lo relativo a las condiciones de trabajo, remuneración o despido. 1. La ausencia de una verdadera especialidad en la situación de los «comunitarios b» Como fácilmente se puede colegir tras las consideraciones anteriores, el problema que plantean los «comunitarios b» es diferente al resuelto por el TJCE en la ya mencionada sentencia Bosman. En aquel supuesto se reconoció el derecho de libre circulación por el territorio de la UE a todos los deportistas nacionales de un Estado Miembro, por cuanto son trabajadores asalariados, con lo que los cupos por razón de nacionalidad no podían afectarles. En esta ocasión la libertad de circulación no es objeto de debate, porque los acuerdos internacionales cuyo alcance se discute no atribuyen ese derecho a los trabajadores de esos países --aunque la situación de Turquía presenta ciertos matices especiales (46)--. Dentro de lo que se denominan estrategias de preadhesión, la UE puede establecer la intensidad de las relaciones entre el país candidato al acceso y la propia UE. En el caso de los países que han suscrito el correspondiente acuerdo de asociación o cooperación, la UE ha decidido restringir por el momento la libertad de circulación a las mercancías, sobre la base del establecimiento de una zona de libre comercio. En cuanto a los trabajadores, el reconocimiento de la libertad de circulación se ha pospuesto hasta que «las economías de los países asociados se hayan alineado con la Comunidad» (47). Por consiguiente, los acuerdos en los que se asientan las reclamaciones de los «comunitarios b» únicamente reconocen que los trabajadores de esos terceros Estados tienen derecho a no ser discriminados en sus condiciones de trabajo una vez que se encuentren legalmente contratados en el país de acogida. En esa tesitura, la cuestión que debe clarificarse es la compatibilidad de ese derecho con las limitaciones a la alineación de deportistas basadas en la nacionalidad, pues podría entenderse que tales restricciones son ilegítimas desde el momento en que una norma reconoce expresamente la prohibición de discriminación en las condiciones de trabajo. En línea de principio, cabe señalar que esos acuerdos de asociación o cooperación entre la UE y Terceros Estados --tratados que hoy reciben el nombre de Acuerdos Europeos o Acuerdos Mediterráneos en función de los países afectados-- que se alegan como infringidos son Derecho Comunitario. En efecto, son tratados internacionales que una vez firmados por la UE se integran en el Derecho Comunitario (48). Pero la presencia de la UE no dota al acuerdo de mayor eficacia o compulsión, pues los acuerdos suscritos por la UE tienen idéntica fuerza de obligar para el Estado español que aquéllos suscritos individualmente por España. Con ello se quiere advertir que todos los tratados internacionales ratificados por España --sea por ella individualmente, sea por una organización internacional de la que forme parte--, en los que se prohiba la discriminación a favor de un determinado colectivo, vinculan a nuestro país de la misma manera, incurriendo en responsabilidad por el incumplimiento de sus mandatos --siempre, claro está, que se impongan auténticas obligaciones jurídicas--. Desde esta perspectiva, la interpretación que merezcan la «igualdad de trato» y la «prohibición de discriminación» reconocidas en tales normas debe ser, siempre que se esté en presencia de una redacción equivalente, semejante. Ésta es una precisión necesaria, porque la «igualdad de trato» o la «prohibición de discriminación» no pueden tener una dimensión diferente en función de la nacionalidad de la persona afectada. Avanzando un paso más, a tenor del art. 13 CE corresponde a los tratados internacionales y a la Ley la tarea de configurar el estatuto jurídico de los extranjeros. En virtud de esa remisión, el art. 23.2 c) Ley Orgánica de Extranjería prohíbe la discriminación de cualquier extranjero que se encuentre legalmente en nuestro país, considerando actos discriminatorios «todos los que impongan ilegítimamente condiciones más gravosas que a los españoles o restrinjan o limiten el acceso al trabajo». Además, el art. 17 ET abunda en la misma línea, al establecer que «se entenderán nulos y sin efecto los preceptos reglamentarios, las cláusulas de los convenios colectivos, los pactos individuales y las decisiones unilaterales del empresario que contengan discriminaciones desfavorables por razón de [...] origen» (49). Como se ve, el legislador español ya exige la igualdad y proscribe la discriminación por razón de nacionalidad. No es menester buscar en el ámbito internacional normas equiparadoras, que en este caso serían una mera referencia ex abundancia (50). En el supuesto de los «comunitarios b» no se ha producido innovación jurídica alguna, sino una nueva interpretación de los principios existentes a consecuencia, quizá, del proceso de globalización que se está desarrollando en la actualidad (51). Por consiguiente, el problema no estriba en el reconocimiento del derecho a la no discriminación, sino en la concreción de su alcance (52). 2. La singularidad del deporte como punto de partida En buena lógica, el análisis de esta problemática debe hacerse a partir de una valoración global de los intereses en juego. No parece correcto resolver la cuestión desde una perspectiva simplista, utilizando un silogismo que haga abstracción de la verdadera naturaleza de las cosas. En este sentido, podría defenderse que si determinados trabajadores extranjeros deben tener unas condiciones equiparables a los españoles, y que si los deportistas son trabajadores, sería discriminatoria la exigencia de cualquier traba adicional a las generalmente requeridas para los trabajadores autóctonos. Por lo pronto, hay que recordar que el art. 2 RD 1006/1985, que regula la relación laboral especial de los deportistas profesionales, establece que «en materia de nacionalidad se estará a lo que disponga la legislación vigente para los trabajadores extranjeros en España, sin perjuicio de la aplicación de las normas específicas sobre participación en competiciones oficiales». Es cierto que la Ley de Extranjería, superior en rango y posterior en el tiempo, parece exigir idéntico trato para españoles y extranjeros una vez que éstos han obtenido los permisos de trabajo y residencia. Y esa situación de paridad se mantiene incluso cuando es menester obtener una autorización para el ejercicio de una determinada profesión (arts. 36 y 37 Ley de Extranjería). Empero, a pesar de todas esas normas equiparadoras, no parece que sea posible inferir que nuestra legislación exige de forma imperativa el mismo trato para nacionales y extranjeros legalmente contratados bajo cualquier circunstancia (53). Como expresamente ha dispuesto el art. 23.2 c) Ley de Extranjería, ya transcrito, las condiciones más gravosas impuestas a los extranjeros solamente serán discriminatorias cuando resulten «ilegítimas», con lo que, a contrario sensu, se admiten las que sean razonables y proporcionadas a un fin justificado (54). El Decreto de 1985 es una norma especial, dirigida a un colectivo muy peculiar, y la vigencia de su art. 2, o al menos de su espíritu, viene avalada por la actitud del propio Estado. Sólo así resulta explicable la proposición no de ley alcanzada el 20 de abril de 1999 por los grupos parlamentarios en el Congreso de los Diputados (294 votos a favor, cuatro abstenciones y ningún voto en contra), en la que se recoge de forma clara la pretensión de reducir paulatinamente el número de jugadores no seleccionables que actúan en el fútbol español (55). El punto de partida para dar una solución a este conflicto debe ser, a mi juicio, la especial posición social que en la actualidad ostenta el deporte en general, ligado hoy en día a los derechos a la educación y a la salud (56), y el deporte profesional en particular. Basta con comprobar el espacio que a la actualidad deportiva se reserva en los informativos de radio y televisión, o la audiencia que logran los más importantes eventos deportivos, para defender que el deporte está incluido entre las materias que forman esa difusa categoría que es el interés general (57). En este sentido, la participación de las selecciones nacionales en competiciones internacionales tiene hoy tintes de representación institucional, e incluso de afirmación de la identidad del Estado, como ha podido apreciarse tras la disgregación de los países de la Europa del Este o, en sentido negativo, con el veto español a la entrada de Gibraltar en los organismos internacionales rectores del fútbol (58). Y como es sabido, los fracasos deportivos tienen consecuencias que exceden de la mera decepción de los aficionados, pues la opinión pública solicita responsabilidades a los más altos niveles por la no consecución de los objetivos previstos. Por ello, desde el propio Estado se fomentan y potencian las selecciones nacionales. En función del país, las técnicas son diferentes. Cuando la liga nacional es fuerte económica y deportivamente, la filosofía tradicional consiste en promocionar las canteras y reducir el cupo de extranjeros lo máximo posible, con la pretensión de que esas plazas de foráneos sean cubiertas por los deportistas más cualificados de otros países. Si la liga nacional es débil, se facilita la salida de los mejores deportistas a Estados con ligas fuertes, de modo que puedan mejorar su nivel, a la vez que se planifican un número relativamente alto de compromisos internacionales para que los deportistas que viven y juegan en países distintos logren la mejor compenetración posible. En el caso de España, las ligas profesionales --fútbol, baloncesto y balonmano-- han sido desde antaño de las más importantes del mundo, por lo que hay escasos ejemplos, en comparación con otros países, de deportistas que hayan buscado mejor fortuna en otros lugares. La participación de extranjeros en nuestras ligas siempre ha estado limitada, con el objetivo de proteger la cantera y, de ese modo, la selección nacional. Desde esta perspectiva, el Estado está defendiendo un interés legítimo cuando establece un cupo de jugadores no nacionales. La sentencia Bosman defendía que la supresión del cupo a efectos de los ciudadanos comunitarios no perjudicaba en realidad a los deportistas, ya que si bien verían restringidas las posibilidades de jugar en su país, se abrirían muchas nuevas opciones. Sin embargo, en el deporte profesional ésa es una verdad teórica de difícil realización práctica. El nivel deportivo y económico de determinados países (España, Italia e Inglaterra en fútbol, y España, Grecia e Italia en Baloncesto, por ejemplo) provoca que sus Ligas sean eminentemente receptoras de jugadores, pues sus clubes son los únicos que pueden colmar las expectativas de determinados deportistas. De ahí que la libertad de circulación y la supresión de cupos beneficie, sino exclusivamente, sí fundamentalmente, a los deportistas de países con competiciones débiles. En suma, si se parte de la especialidad del deporte, la completa equiparación de los deportistas a cualquier otro trabajador, con la extensión de todos los derechos y garantías de éstos, es una solución que no se acomoda bien a las peculiaridades de ese sector. En nuestro país, los deportistas profesionales alcanzan en un gran número de casos un poder negociador semejante, e incluso superior, al de los propios clubes. Su situación es radicalmente diferente a la del trabajador asalariado típico, y ello justifica el establecimiento de medidas específicas. La extensión del derecho de libre circulación de trabajadores, o la exigencia reciente por parte de la UE de que el fútbol adapte su sistema de traspasos a la normativa comunitaria sobre contratación de trabajadores asalariados, sólo pueden entenderse desde una óptica política, y tal vez demuestran que las instituciones comunitarias tienen un conocimiento muy superficial del funcionamiento del deporte en la actualidad (59). 3. El cupo de extranjeros como el auténtico objeto de debate Puede afirmarse con bastante certidumbre que ni la Ley de Extranjería ni los tratados internacionales que se alegan como infringidos han pensado nunca en los deportistas como destinatarios. El extranjero al que aparentemente trata de proteger esa legislación poco tiene que ver con el deportista profesional. Esta clase de normas tuitivas ha surgido con la intención de evitar la explotación del extranjero que va a otro Estado en busca de trabajo para su subsistencia, o para proteger al propio nacional ante la entrada de mano de obra extranjera, más barata y por tanto más competitiva (60). Sin duda, esa normativa ha de aplicarse también a los deportistas, pero parece razonable no desvirtuar su sentido mediante una interpretación desmesurada. En verdad, la polémica de los «comunitarios b» presenta ciertos matices de artificialidad, porque, como ya se dijo, en poco o en nada difiere la situación de un nacional de uno de esos Estados con tratados de asociación o cooperación respecto a la de un nacional de otro Estado. Ambos tienen reconocido el derecho a la no discriminación con los trabajadores españoles una vez obtenido el permiso de residencia y el de trabajo. Una conclusión diferente sí sería discriminatoria. En apariencia, las sentencias favorables a los «comunitarios b» vienen influidas por una errónea interpretación del derecho a la libre circulación, al haber entendido los Tribunales que el reconocimiento del derecho de no discriminación que hacen las citadas normas internacionales coloca a esos extranjeros en la misma situación que ostenta cualquier nacional comunitario (61). De otra forma se estaría postulando la libertad total de fronteras en el deporte profesional, como ya parece aceptarse en Italia (62). En consecuencia, aunque el conflicto arranca de la denegación de una licencia, la respuesta únicamente puede darse desde el prisma de la constitucionalidad del cupo de extranjeros. Y ésa es una valoración política, que depende de la aceptación o no de la especificidad del deporte. Si se estima que el deporte profesional es un sector peculiar, la legitimidad de las trabas a la contratación de extranjeros no merecerá dudas. Por el contrario, si se defiende que el deporte no debe ser objeto de ningún tipo de consideración especial --sea más permisiva o más restrictiva--, el cupo de extranjeros sería discriminatorio. En suma, el debate se desplaza a un terreno político o sociológico, pero no jurídico. No se trata de determinar si la licencia de un determinado deportista debe tramitarse en condición de nacional o de extranjero en función del derecho a la no discriminación reconocido en un tratado internacional. Ese derecho a la no discriminación en las condiciones laborales está reconocido a todo trabajador extranjero que se encuentre legalmente en España. La solución dada para unos, valdrá para los demás, con lo que, en definitiva, lo que está en juego es la constitucionalidad o no del cupo de extranjeros, y no la artificiosa asimilación de determinados extranjeros a los ciudadanos comunitarios, solución de todo punto discriminatoria para el resto de extranjeros. En nuestra opinión, el cupo de extracomunitarios resulta difícilmente discriminatorio, pues no se impide totalmente la participación de extranjeros, ni tampoco se establecen preferencias para un determinado país, ni se proscribe la entrada de nacionales de un concreto Estado (63). Es, si se quiere, un sistema que presenta ciertas similitudes con el de los contingentes, en el que se definen las necesidades de deportistas extranjeros, si bien en función de criterios de conveniencia u oportunidad. Por consiguiente, todo deportista que no sea titular del derecho a la libre circulación en la UE deberá ser tratado como extranjero, debiendo ser contabilizado dentro del cupo reservado a este colectivo. Y no se produce aquí discriminación de ningún tipo, por cuanto estamos en presencia de una medida razonable y justificada en función de la finalidad social, cultural y educativa del deporte (64). Para concluir, es menester precisar que el cupo de extranjeros viene referido al número de deportistas extracomunitarios que pueden estar en posesión de la licencia que habilita para participar en competiciones oficiales, y no al total de jugadores no comunitarios contratados por un club. El número de éstos puede ser superior al del cupo de extranjeros, lo que a buen seguro significará que alguno de esos jugadores no podrá ser alineado en encuentros oficiales. Podría estimarse que es necesario evitar este tipo de situaciones, y, con ese fin, se justificaría que durante la tramitación de los permisos de trabajo y residencia se comprobase el número de jugadores extracomunitarios del club empleador, de modo que si ya hubiera alcanzado el límite, se pudiera denegar el permiso de trabajo. Una interpretación de esta índole parece hasta cierto punto inconveniente, pues sigue desconociendo las peculiaridades del deporte. Obviando la posibilidad de fichar a un jugador que ya esté prestando servicios en España, con lo que tendría los permisos de trabajo y residencia, el deportista contratado por un club que ha cubierto el cupo no ha de jugar necesariamente en el mismo equipo, sino que puede ser cedido a otro club. O bien puede haber sido contratado con el fin de cubrir el puesto que dejará vacante un extranjero que se ha lesionado, situación en la que es posible solicitar la baja de esa licencia y sustituirla por otra. En último extremo, aunque en la práctica es el supuesto más frecuente, el jugador extracomunitario de nueva contratación ocupará una de las licencias con casi total probabilidad, por lo que el perjudicado será uno de los extranjeros ya contratados, para el que se buscará un cambio de club. La hipotética exigencia de traspasar a un jugador con anterioridad al fichaje de otro es a veces si no imposible, sí desaconsejable en términos económicos. Cuando un club contrata a un jugador extracomunitario a sabiendas de que ya cuenta en plantilla con el máximo permitido, es porque tiene la intención de liberar una de esas plazas, bien mediante un traspaso, bien mediante una cesión, bien mediante la nacionalización de uno de sus actuales extranjeros. Comoquiera que los períodos para inscribir jugadores están limitados, y que varían en función del deporte y del país, la eventual exigencia de contar con licencias libres para contratar jugadores supondría un perjuicio de consecuencias difícilmente cuantificables. A la postre, el más interesado en prescindir de los servicios de deportistas que no pueden participar en competiciones oficiales por carecer de licencia es el propio club, que ha de seguir cumpliendo con sus obligaciones salariales y de Seguridad Social, por lo que no parece conveniente incorporar controles como el anteriormente señalado. Además, no es infrecuente encontrar jugadores españoles en la misma situación, pues el número de licencias totales con las que puede contar un club está limitado. De este modo, cuando un club tiene contratados más jugadores que el número de licencias disponibles, alguno de ellos, sea comunitario o no, se verá privado de la posibilidad de participar en competiciones oficiales. Si en el caso de jugadores españoles no existe ningún tipo de traba o cautela para evitar o corregir esta disfunción, tampoco parece necesario introducirla en el caso de los extranjeros. Evidentemente, cuestión distinta es que ante la falta de licencia, y la consiguiente imposibilidad de participar en competiciones oficiales --participación que está en la esencia del contrato de trabajo del deportista profesional, como ya afirmara la sentencia Bosman--, el jugador, sea español o extranjero, pueda solicitar la rescisión del contrato por falta de ocupación efectiva, o que el club pueda hacer lo propio si la denegación de la licencia se debe a la ocultación de datos esenciales por parte del deportista que de haber sido conocidos por el empleador le habrían hecho replantearse la contratación (pasaporte falso, por ejemplo). IV. CONCLUSIONES El deporte y la extranjería han provocado en los últimos años una gran cantidad de debates políticos, sociales y jurídicos. Desde que el TJCE, en su sentencia Bosman, extendiera el derecho de libre circulación a los deportistas comunitarios, el deporte ha sufrido cambios profundos. Una de las últimas polémicas, aún en período de resolución, es la que se ha calificado como el asunto de los «comunitarios b». Se trata de deportistas de países terceros a la UE, pero que tienen con ésta un tratado de asociación o cooperación en el que se prohíbe la discriminación en materia laboral de los trabajadores nacionales de esos Estados una vez que han sido contratados legalmente en un Estado Miembro. Sobre la base de estos tratados, algunos deportistas de esos países han solicitado a las federaciones deportivas correspondientes que su licencia sea tramitada de igual manera que la de los ciudadanos españoles o comunitarios, esto es, sin entrar en el restringido cupo de extranjeros establecido en cada concreto deporte. Pero las federaciones han rechazado sistemáticamente esa pretensión, denegando las licencias que les han sido solicitadas con ese fin. En esta tesitura, esos deportistas han acudido a los Tribunales de lo Social, con la esperanza de que fuese reconocida esa equiparación. Dos son los asuntos que se están planteando ante los Tribunales. Por un lado, a qué orden jurisdiccional corresponde la competencia. Por otro, el alcance de la prohibición de discriminación que reconocen los citados acuerdos de cooperación o asociación. Hasta el momento, los Tribunales de lo Social que han conocido --tanto Juzgados de lo Social como TSJ-- han decidido mayoritariamente que el orden social es competente por razón de la materia, ya que con independencia de que la decisión que cause el perjuicio sea tomada por un sujeto que no es el empleador, o de que se trate de un verdadero acto administrativo --cuestión aún no resuelta--, la realidad es que la conducta presuntamente lesiva afecta a una relación laboral, y por ello ha de ser incardinada en lo que los arts. 9.5 LOPJ y 1 LPL denominan «rama social del derecho». Una vez asumida la competencia, los Tribunales de lo Social han estimado las demandas de estos deportistas. Por consiguiente, los jueces de lo Social han fallado que las licencias de estos jugadores deben ser tramitadas del mismo modo que la de cualquier deportista español o comunitario. Por tanto, los «comunitarios b» no computarían a efectos del cupo de extranjeros. Coincidimos con las soluciones anteriores en lo relativo a la competencia judicial. Las referencias de los arts. 9.5 LOPJ y 1 LPL a la «rama social del derecho» deben tener algún alcance sustantivo, y no meramente declarativo. El hecho de que un determinado asunto no pueda encuadrarse en los supuestos del art. 2 LPL no debe significar necesariamente la incompetencia del orden social cuando exista una evidente afectación de la relación de trabajo. En este sentido, la denegación de la licencia influye indubitadamente en la relación laboral del deportista, pues no podrá desarrollar la actividad principal para la que ha sido contratado. Pero la tramitación de la licencia como extranjero, y no como nacional o comunitario, también repercutirá en sus condiciones de trabajo, agregando una dificultad añadida para que pueda participar en las competiciones oficiales. En efecto, el número de jugadores no comunitarios en la alineación de un equipo está restringido, y, por ende, el deportista extracomunitario tiene menos opciones de jugar que sus compañeros nacionales o comunitarios, con las repercusiones subsiguientes en materia retributiva, de cotización del propio deportista, y, a la postre, con un evidente perjuicio para la promoción en el empleo. En consecuencia, la trascendencia laboral de la cuestión es clara, y por ello resulta suficientemente justificada la competencia del orden jurisdiccional social. Además, la mayor rapidez del proceso laboral respecto del contencioso favorece la consecución de la tutela judicial efectiva, al ofrecer una respuesta de forma rápida y, a la vista de la enorme fluctuación de la cotización de los deportistas en un breve lapso temporal y de la escasa duración de sus carreras en activo, más efectiva. Sin embargo, consideramos que la pretensión de estos deportistas es en cierta medida artificial. A nuestro juicio, los arts. 13 CE, 17 ET y 23 Ley de Extranjería ya reconocen el derecho a la no discriminación para todo trabajador extranjero contratado legalmente en España. Por ello, la plasmación de esos derechos en un tratado internacional es hasta cierto punto redundante, y no supone una protección jurídica más elevada. De ahí que el auténtico problema no consiste en decidir si los «comunitarios b» deben o no ser incluidos en el cupo de extranjeros, porque la misma pretensión puede ser reivindicada por cualquier otro deportista extracomunitario. La tramitación de la licencia como nacional en un caso y en otro no, constituiría un grave atentado contra el derecho a la no discriminación reconocido al resto de extranjeros. Con ello, el debate se traslada a la justificación del cupo de extranjeros, a su constitucionalidad. La eliminación del cupo de extranjeros, y la consecuente apertura de fronteras, no constituye en realidad una petición basada en argumentos jurídicos, sino más bien políticos. A la postre, la solución depende de la posición en la que se coloque al deporte profesional, pues si se defiende su especificidad, siempre con respeto a los más elementales derechos fundamentales, se justificará el cupo de extranjeros; por el contrario, si se opta por equiparar el deporte al resto de sectores laborales, una limitación de ese tipo sería claramente discriminatoria. La dimensión que hoy ha alcanzado el deporte, y la trascendencia de los eventos internacionales, justifican la defensa por parte del Estado de sus selecciones nacionales. El deporte se ha convertido en materia de interés general, y, de este modo, resulta plenamente coherente que el Estado potencie el deporte y a los deportistas nacionales. El establecimiento de un cupo de extranjeros adquiere todo su sentido desde esta perspectiva, y encuentra un apoyo normativo en el art. 2 RD 1006/1985.