LA HOJA VOLANDERA RESPONSABLE SERGIO MONTES GARCÍA Correo electrónico sergiomontesgarcia@yahoo.com.mx En Internet www.lahojavolandera.com.mx ACERCA DE LA ELECCIÓN DE PROFESIÓN Robert Louis Stevenson 1850-1894 Robert Louis Balfour Stevenson (nació el 13 de noviembre en Edimburgo; murió el 3 de diciembre en las islas Samoa) desde niño tuvo una especial inclinación hacia la literatura. Escritor de fama universal, es autor de obras como: Viaje tierra adentro (1878), La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jeckyll y míster Hyde (1886). El lector verá en el ensayo que aquí presentamos, no al narrador de historias fantásticas o de misterio, sino al crítico mordaz de la educación tradicionalista. Me escribe, estimado amigo, pidiendo consejo en uno de los momentos más trascendentales de la vida de un hombre joven. Se dispone a elegir una profesión; y con una incertidumbre muy estimable a su edad, dice que agradecería recibir alguna guía para su elección. Nada más propio de la juventud que buscar consejo; nada más adecuado a la madurez que estar en disposición de darlo; y en una civilización antigua y complicada como la nuestra en la cual las personas prácticas alardean de una suerte de filosofía empírica superior a los demás, sería muy natural que esperase encontrar una respuesta cumplida a tales cuestiones. Para los dictámenes de la filosofía empírica recurre a mí. ¿Cuáles, pregunta, son los principios que siguen habitualmente los hombres juiciosos en encrucijadas críticas semejantes? Confieso que me coge desprevenido. He examinado mis propios recuerdos; he preguntado a otros; y con la mejor voluntad por serle de más ayuda, temo que lo único que puedo decirle es que, en tales circunstancias, el hombre juicioso actúa sin atenerse a principio alguno. Se siente defraudado; también fue doloroso para mí; pero, a fuer de ser sincero, le repito que la sabiduría nada tiene que ver con la elección de una profesión. Todos conocemos las patrañas que la gente dice habitualmente al respecto. La dificultad radica en penetrar estos aspavientos y descubrir lo que piensan y debieran decir: ejecutar, en suma, la operación socrática. Cuantas más respuestas hechas se dan a una pregunta, más abstrusa se vuelve ésta, pues aquellos sobre los que hacemos tales pesquisas se ven menos obligados a pensar antes de responder, Estando el mundo más o menos invadido de ansiosos indagadores de la persuasión socrática, el objeto de una educación liberal habría de ser equipar a las personas con un número considerable de estas respuestas a modo de salvoconducto; de manera que en sus quehaceres les vaya a las mil maravillas sin necesidad de pensar. ¿Cómo puede un banquero saber lo que en realidad piensa? Dirigir el Banco ocupa todo su tiempo. Detengo a un banquero. “Buen amigo”, digo, “concédame un instante”. “No tengo tiempo que perder”, responde. “¿Por qué?”, pregunto. “Debo dirigir el Banco”, contesta. “Estoy tan ocupado todo el día dirigiendo el Banco que apenas tengo un minuto de reposo para las comidas”. “¿Y qué es, continúo el interrogatorio, “dirigir un Banco”. “Señor”, dice él, “es mi ocupación”. “¿Su ocupación?, repito. “¿Y cuál es la ocupación de un hombre?”. Agosto 10 de 1998 “¡Diantre!”, exclama el banquero. “La ocupación de un hombre es su deber”. Y acto seguido se aleja de mí, y le veo deslizarse hacia su lugar de esparcimiento. Esta clase de respuesta invita a reflexionar. ¿Es la ocupación de un hombre su deber? ¿No debiera quizá su deber ser su ocupación? Si mi deber no es dirigir un Banco (y sostengo que no lo es), ¿es entonces el de mi amigo el banquero? ¿Quién le dijo que era así? ¿Está escrito en la Biblia? ¿Está seguro de que los Bancos son una buena obra? ¿No habría sido quizá su deber mantenerse al margen y dejar que otro se encargara del Banco? ¿No debiera haber sido más bien capitán de un buque? Todas estas preguntas pueden resumirse bajo un mismo rótulo: el grave problema que mi amigo ofrece a la consideración del mundo: ¿por qué es banquero? Bien; ¿por qué? Creo que hay una razón fundamental: el hombre fue atrapado. La educación, tal y como se entiende, es una forma de encinchar a los jóvenes con las intenciones más amigables. Nuestro amigo apenas empezaba a usar pantalones cuando le llevaron a fustazos al colegio; apenas acabado el colegio, lo metieron de contrabando en un oficina; apuesto diez contra uno a que, por añadidura, le casaron; y todo antes de que tuviera tiempo de imaginar que había otros caminos practicables. Pom, pom, pom; debes llegar puntual al colegio; debes hacer tu Cornelius Nepos; debes tener las manos limpias; debes ir a fiestas –un joven tiene que relacionarse- y, finalmente, debes aprovechar esta oportunidad en el Banco. Desde el principio le han acostumbrado a bailar al son de la flauta; y se alista en la legión de empleados de Banca por la misma razón que iba a la escuela al dar las ocho. Entonces, al fin, frotándose las manos con una sonrisa satisfecha, el padre guarda la flauta mágica. El encantamiento, señoras y señores, se ha cumplido; el mozalbete de nalgas montaraces se ha domesticado; y ahora se sienta y escribe aplicadamente. De esta forma convertimos hombres en banqueros. Si las intrigas empezasen en el colegio, si tan siquiera los mentores y amigos más influyentes hiciesen una elección propia, aún cabría filosofar sobre el asunto. Pero no es posible. También ellos fueron atrapados; no son más que elefantes domesticados que inconscientemente tienden una celada a su prójimo, de la misma forma que ellos fueron atrapados por elefantes previamente domesticados. Todos hemos aprendido nuestros trucos en cautividad, alentados por Mrs. Grundy y su sistema de castigos y recompensas. La bofetada y la invitación a cenar: la horca y el catecismo: una palmadita en la cabeza y un doloroso latigazo en la palma de la mano: tales son los elementos de instrucción y los principios de la filosofía empírica. Todo está muy bien, me dirá; pero no me ayuda a elegir. Una vez más, querido amigo, me coge en falta; no le ayuda. ¿Qué puedo decir? Recuerde que una elección es algo casi más negativo que positivo. Se abraza una causa; pero se abandonan mil. La profesión más liberal coarta muchos impulsos y mata de inanición muchos afectos. Si se trabaja en un Banco, no se puede ir con frecuencia al mar. No se puede ser a un tiempo violinista y pintor de primera fila: por fuerza se pierde en una de las artes si se persiste en ambas. Si tiene la certeza de una preferencia, persevere en ella. Si no es así... no, amigo mío, no me corresponde a mí ni a hombre alguno pasar de este punto. Dios lo creó; yo no. Y tampoco puedo hacerlo de nuevo. He oído hablar de un maestro de escuela cuya especialidad consistía en averiguar la inclinación de cada alumno: ¡pobre maestro, pobres alumnos! Por lo que a mí concierne, si su corazón no abriga algo innato, una preferencia viva, un desdén humano y delicado, le confío a la corriente; ella le barrerá hacia algún lugar. Si posee siquiera un adarme de inclinación, le ayudaré. Si desea ser vendedor ambulante, no se hable más, aunque le pese al diablo; yo sujetaré el borrico. Si es su deseo no hacer nada, una vez más le confío a la corriente. Deploro profundamente, joven y estimado amigo, no sólo por usted en quien veo tan esperanzadoras promesas para el futuro, sino por su dignísimo padre y su no menos admirable madre, que mis observaciones no sean más concluyentes. De algo puedo preciarme, y es de no haberle ocultado nada; pero éste, ay, es asunto del que puedo adelantarle muy poco. Probablemente no importe mucho aquello por lo que se decida; pues, a la larga, la mayoría de los hombres se hunden en el grado de estupor necesario para sentirse satisfechos de sus distintas posesiones. Sí, amigo mío, esto he observado. En su mayoría, los hombres son felices, en la misma medida en que son deshonestos. Se embrutecen lo justo; su honor acepta fácilmente los hábitos rutinarios del oficio. Yo le deseo que su degeneración no le resulte más dolorosa que a los demás, que pronto se hunda en la apatía y que, en un estado de honorable sonambulismo, se encuentre a salvo durante largo tiempo de la tumba hacia la cual nos precipitamos. Fuente: Robert Louis Stevenson, Ensayos literarios, Hiperión, Madrid, 1983, pp. 20-28.