Hacienda pública española Año: 2001 Número: 156-1 El regalo fiscal en la decisión temporal de casarse : Una primera aproximación empírica / Jaime Alonso Carrera, José Carlos Alvarez Villamarín, Xosé Manuel González Martínez, Daniel Miles Touya [Resumen] 9-28 Valoración de la calidad medioambiental : una aplicación del método hedónico para las principales poblaciones asturianas / Celia Bilbao Perol [Resumen] 29-48 Una estimación de las necesidades de gasto de las Comunidades Autónomas / Albert Solé Ollé, Antoni María Castells Oliveres 49-96 Finanzas, deuda pública y confianza en el Gobierno de España bajo los Austrias / Alvaro Espina Montero 97-134 Productividad, capital público y convergencia en las regiones españolas / Manuel Rapún Gárate, Carlos Gil Canaleta, Pedro Pascual Arzoz [Resumen] 135-154 La economía de la preferencia temporal social : El descuento en la evaluación de proyectos públicos / Ramón Barberán Ortí, Angelina Lázaro Alquézar 155-184 Tratamiento fiscal de los factores de riesgo para la salud y del gasto sanitario : revisión y propuestas de reforma / Guillem López Casasnovas, Esther Martínez García, Antoni Durán Sindreu 185-220 Efectos de políticas macroeconómicas en una unión monetaria con distintos grados de rigidez salarial / Carlos de Miguel Palacios, Simón Sosvilla Rivero [Resumen] 221-242 Los determinantes de la localización industrial en el ámbito municipal : la influencia de las variables fiscales / Pablo Lozano Chavarría, María del Carmen Trueba Cortés [Resumen] 243-258 Restricciones en el diseño y aplicación de la reforma tributaria de 1845 : un nuevo enfoque / Rafael Vellejo Pousada [Resumen] 1 FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS Álvaro Espina Índice Introducción: la política monetaria actual y la del siglo XVII. (3) 1.- El mal gobierno y la desconfianza pública hacia la Monarquía de España. (7) 2.- Deuda pública, demanda de dinero y mercados de activos financieros. (14) 3.- El Rey está desnudo, o la quiebra de la economía virtual en el siglo XVII. (21) Conclusión: la trampa de liquidez y las consecuencias económicas de los Austrias. (27) Diagrama I (32) REFERENCIAS (33) GRÁFICOS (36). Publicado en: HACIENDA PÚBLICA ESPAÑOLA (Nº 156-1/2001, pp. 97-134) 2 FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS Autor: Alvaro Espina Montero Dirección General de Política Económica y Defensa de la Competencia RESUMEN Este trabajo analiza las políticas monetaria, financiera y crediticia de los Austrias españoles como caso de estudio sobre la relación entre las prácticas de gobernabilidad y la eficiencia económica. La abundante evidencia historiográfica disponible permite sintetizar los grandes viciosdel sistema de financiación de la monarquía de los Austrias, introducidos desde el advenimiento de Carlos V, cuya incapacidad para asumir el papel de regulador del sistema de crédito hizo inviable alargo plazo la existencia del mismo en la España de los “siglos de oro”. La total falta de transparenciade la política financiera de la monarquía explica el enorme fallo de un mercado que fue incapaz durante mucho tiempo de contener la dinámica imparable de creación de deuda pública, lo que acabó por descomponer tanto el sistema financiero interior como el del continente. A la larga, la acumulación de evidencia sobre las prácticas de “mal gobierno” destruyeron la confianza financiera en la dinastía, minando su hegemonía política. El proceso final se interpreta en términos de trampa de liquidez, concepto que permite evaluar las consecuencias de esta política sobre la crisis del siglo XVII y la historia económica posterior, ya que el desastre impidió a España participar en la revolución financiera encabezada por Holanda e Inglaterra. Palabras clave: Historia, finanzas públicas, gobernabilidad, confianza, crédito. ABSTRACT This article analyzes the monetary, financial and credit policies of the Spanish Hapsburg as a case of study on the relation between governance and economic efficiency. The historical evidence allows to synthesize the big vices in the funding of the dynasty from the very beginning, with Charles V, whose disability to assume the role of regulator of the credit system made it unviable in the long run during the “Spain’s golden centuries”. The absolute lack of transparency in the King’s financial practices explains the enormous failure of a market that was unable to stop the dynamics of creation of national debt. This dynamics ended up by destroying both the domestic financial system and that of the continent. Eventually, the accumulation of evidence on the practices of “bad governance” destroyed the financial trust in the dynasty, killing off his political hegemony. The hole process is interpreted in terms of a liquidity trap, concept that allows to assess the consequences of this policy on the 17th century Spain’s crisis, that prevented to the country taking part in the financial revolution headed by Holland and England. Keywords: History, public finance, governance, trust, credit. 3 FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS Álvaro Espina Introducción: la política monetaria actual y la del siglo XVII. La política monetaria moderna persigue tres objetivos: altos niveles de empleo, estabilidad de precios y crecimiento económico. Si la función de demanda de dinero fuese estable, la fijación de la oferta monetaria -que equivale, por definición, a la demanda agregada de productos y de todo tipo de servicios, a los precios vigentes en cada momento- conduciría al establecimiento del precio del dinero (o sea, el tipo de interés) en condiciones de equilibrio, y, viceversa: la fijación del precio del dinero determinaría la cantidad de dinero demandada -y de bienes y servicios ofrecidos, a aquellos precios-, de modo que ambas políticas (la de control de la masa de dinero en circulación y la de fijación del tipo de interés) significarían lo mismo. En el mercado monetario la demanda de medios de pago por unidad de tiempo viene dada por las cantidades de bienes y servicios intercambiados -incluidos los financieros- multiplicadas por sus precios respectivos, que se corresponde con la magnitud que en términos actuales se denomina PIB a precios corrientes. Para comparar esta cantidad en distintos momentos del tiempo debemos considerar los cambios en las cantidades de productos y multiplicarlos por los de sus precios respectivos (o, cuando hablamos de cantidades agregadas, los cambios en la magnitud del PIB a precios constantes, multiplicados por los cambios en el nivel general de precios del país, medidos a través del deflactor del PIB). Como los medios de pago disponibles pueden estar inmovilizados o utilizarse varias veces cada año, el PIB (Q) a precios corrientes (P) ha de ser igual a la cantidad de medios de pago en circulación (M) multiplicada por la cantidad de veces que cambian de mano cada año, magnitud a la que se denomina velocidad de circulación (V), que equivale al cociente entre el PIB nominal (P A Q) y la magnitud con que midamos la cantidad de dinero efectivamente utilizado. La necesaria identidad entre estos dos productos es el sencillo punto de partida de la teoría cuantitativa del dinero, a la que se denomina identidad de Fisher (P @ Q = M @ V), reformulada en Cambridge como ecuación de demanda de dinero (M = k @ P @ Q), en donde k incluye la demanda de liquidez. En la práctica, sin embargo, las cosas son algo más complicadas porque la relación entre la demanda de dinero y la renta no es tan estable como pensaba Irving Fisher (1911), ya que el dinero no es exclusivamente un medio de pago, sino un activo, o -diciéndolo al revés- porque utilizamos como medios de pago activos que tienen valor económico por sí mismos (y no sólo por servir como instrumentos para el intercambio). La estabilidad de la función de demanda de dinero se ve influida, pues, por la definición de los medios de pago empleados por la gente en cada época. En su definición actual más estrecha dinero significa monedas y billetes de curso legal en circulación, o base monetaria (M 0), la mayor parte de los cuales permanece como efectivo en manos del público. Aplicado a la economía del siglo XV-XVI habría que remontarse todavía a una forma de dinero-mercancía de pleno valor intrínseco (el oro y la plata- y también el cobre, mientras circuló al valor de mercado del metal-, a cuya masa en circulación denominaremos especie), puesto 4 que la llamada inflación del vellón del siglo XVII significó precisamente el tránsito entre la utilización exclusiva de la especie como base del sistema monetario y la introducción de la moneda fiduciaria, con valor intrínseco distinto del nominal. Más tarde, la modernización económica habría de significar la diferenciación entre instrumentos estrictamente monetarios e instrumentos financieros y, paralelamente, la progresiva reducción de la proporción que representan las formas de “dinero de alta velocidad” (que es el que se utiliza casi exclusivamente como medio de pago) respecto al conjunto de medios de pago utilizados por el público, entre los que figuran diferentes tipos de instrumentos financieros, que se distinguen del dinero strictu sensu por proporcionar una rentabilidad -fija o variable- y porque son utilizados también como activos. Como los orígenes de este proceso de diferenciación se encuentran en aquella etapa histórica, conviene recordar ciertas definiciones y relaciones funcionales de los sistemas y las políticas monetarias modernas para relacionar cada fenómeno monetario de entonces con el tipo de instrumento utilizado. En la practica monetaria de nuestros días, además de la base monetaria existen cinco tipos de agregados monetarios, cuya definición es la siguiente: la M1 incluye, además de la base monetaria, las cuentas corrientes y los depósitos a la vista; la M2 los depósitos de ahorro; la M3 los depósitos a plazo y otras formas de cesión temporal o participaciones en la propiedad de activos; los ALP incluyen los activos líquidos del público que constituyen un pasivo para el sistema de crédito y para los mercados monetarios; finalmente los ALPF incluyen otros activos financieros de renta fija con elevado grado de liquidez (entre los que se encuentra en primer lugar la deuda pública, considerada como el activo sin riesgo por antonomasia). Por definición, la velocidad de circulación de los agregados monetarios estrechos (aquellos que sólo se utilizan como medio de pago y no tienen una remuneración significativa) es superior a la de los agregados anchos (porque a igual numerador, que no es otro que el PIB nominal, el denominador es menor). Además, la velocidad de circulación de los depósitos se acelera cuando se introducen instrumentos que facilitan su movilización. En nuestro tiempo esto ha sucedido con las tarjetas de crédito o de débito, pero en el siglo XV y XVI la principal innovación financiera fue la introducción de la letra de cambio y la cesión de activos financieros como juros y censos, que estaba permitida, previo trámite declarativo, aunque en ciertos casos -relacionados, generalmente, con títulos de deuda emitidos en contrapartida de expropiaciones de activos realizados por la corona con carácter forzoso, o jerarquizados en razón de sus tenedores- la cesión estaba prohibida. Hoy sabemos que la estabilidad de la demanda de dinero referida a las magnitudes más estrechas es superior a la de las magnitudes más amplias, lo que guarda relación con el hecho de que, a medida que ampliamos la definición de la cantidad de dinero, entran a formar parte de ella depósitos y activos por los que el público obtiene una remuneración, lo que implica que su demanda se ve afectada por los cambios en los tipos de interés (el coste nominal de mantener liquidez) y por la rentabilidad que se obtiene de tales depósitos y activos (la remuneración nominal por renunciar a disponer de liquidez), cuyo impacto sobre la demanda de dinero guarda también relación con la inflación observada y/o esperada, ya que la evolución de los precios -en conjunción con la de los tipos de interés-, determina el coste y la rentabilidad reales de las posiciones relativas de liquidez del público (esto es, su coste y rentabilidad, medidos en cantidades de bienes y servicios futuros, a diferentes plazos de tiempo). Todo esto se expresa diciendo que el público fija su estrategia de liquidez a la vista del coste de oportunidad de ésta, que se obtiene comparando su rentabilidad y coste reales con la rentabilidad real esperada de los distintos activos disponibles en la economía. Como durante los siglos de oro la especie era una forma ambivalente de medio de pago universal e internacional y un activo financiero de valor variable a lo largo del tiempo, esta falta de diferenciación no deja de complicar el razonamiento monetario aplicado a aquella época. Los estudios de Ericsson, Hendry y Prestwich (1998) establecen que actualmente la cantidad de dinero efectivamente utilizada por la economías es una variable endógena que depende del abanico de los tipos de interés, y que son los movimientos exógenos de éstos -determinados en 5 el corto plazo por la autoridad monetaria y en el largo plazo por el comportamiento de los ahorradores, a la vista de las expectativas de inflación y de la rentabilidad y coste de las diferentes formas de liquidez y tenencia de activos- los que determinan la inflación. Ciertamente, es muy poco lo que sabemos sobre la función de demanda de dinero en la España de los Austrias, pero resulta claro que en la primera mitad del siglo XVII las tensiones monetarias no aceleraron la inflación en los mercados de productos al por menor (Espina, 1998), que eran los que empleaban mayoritariamente moneda de vellón, sino que los precios crecieron en la corona de Castilla a una tasa anual inferior al 0,9 % -frente a otra del 1,4 % durante el siglo precedente- y los precios de los mercados al por mayor -fijados en plata- se mantuvieron prácticamente estables. Hasta 1596 el sistema de regulación monetaria seguía el modelo hoy denominado de fiat money, en el que el Rey fijaba la composición, la ley y las características de la moneda, monopolizaba su acuñación en las cecas y percibía a cambio una tasa para compensar el coste de fabricación y obtener un beneficio -o señoreaje-, pero eran los particulares los que decidían llevar metal a acuñar -o fundir monedas y vender el metal-, a la vista del precio en el mercado internacional de este último -y de las políticas de envilecimiento de la moneda por los monarcas vecinos, como hacía Francia para atraer plata (Spooner, 1972)-, de la tasa de acuñación y de los precios vigentes en el mercado de productos. En 1596 Felipe II cambió el régimen y decidió que fuera la monarquía quien fijase a partir de entonces los objetivos cuantitativos de disponibilidades monetarias, y ello no con una finalidad de política económica, sino para aprovechar las nuevas técnicas de acuñación en serie, que permitían abaratar el proceso, con lo que el Rey monopolista podía elevar el señoreaje, además de apropiarse del valor de la moneda acuñada con el metal sobrante, una vez abandonado el régimen de moneda con valor intrínseco1. El problema es que a partir de ese momento el monarca perdió cualquier referencia de mercado acerca de la coherencia de sus objetivos monetarios con las necesidades efectivas de circulante y, como las emisiones seguían un calendario que se concentraba en las coyunturas bélicas y de mayores necesidades de la Hacienda, sometieron al país a una especie de ducha monetaria escocesa (o política brutal de stop & go) que descompuso por completo el funcionamiento de los mercados. Sólo el final de las guerras -y de las ambiciones políticas de la dinastía- permitió acometer el plan de estabilización diseñado por don Juan de Austria y ejecutado por el Duque de Medinaceli durante la minoría de Carlos II, en 1680, por el que se recuperó el valor intrínseco de la moneda de cobre, y su regulación homeostática a través del mercado, que fue continuado en 1686 por el Conde de Oropesa, quien devalúo la moneda de plata en un 20% (redenominando Aescudo” al Areal de a ocho” y valorándolo en diez reales de 34 Mrvds.), realizando así la primera -y última- manipulación de la moneda de plata hecha por los Austrias desde los RR. CC. (Hamilton, 1988, p. 51), con lo que consiguió que la plata volviese a ser llevada por los particulares a las cecas. Al mismo tiempo, el escudo de oro se tarifó en dos escudos de plata, situándolos también en los precios del mercado interno, que venía aplicando una relación bimetálica de 16,5 a 1, frente al entorno europeo, en donde fluctuaba entre 14,8 y 15,4 a 1 (Ibíd. pp. 53-4; vid. una descripción estilizada y un modelo analítico en García del Paso, 2000) El saldo de este siglo de desconcierto se obtiene al comparar el sistema de fiat money vigente durante el siglo XVI con el que se restableció a finales del XVII, ya que la equivalencia en peso de plata del real de vellón se había reducido a algo más de la mitad, lo que refleja la evolución paralela de los costes de producción de los metales empleados en la acuñación, que, tras la larga etapa de desequilibrio a favor de la plata durante el siglo XVI, consecuencia de la introducción de la amalgama, ya se encontraba al término del siglo próxima al punto de equilibrio y no compensaba los costes de producción a tan gran escala2, de modo que la manipulación del vellón expulsó enseguida a la plata de la circulación. De hecho, en ausencia de la expansión del vellón, la recesión económica de comienzos de siglo habría sido probablemente mayor de lo que fue, dado que el déficit de la balanza de pagos 6 drenaba plata con carácter más o menos permanente, tensionando los precios hacia abajo. Como señaló Sancho de Moncada, la superación de esta restricción habría exigido aumentar el saldo de la balanza de pagos, único vehículo autónomo de creación de liquidez en el interior del país, dada la renuncia tradicional a la capacidad de hacerlo por parte de la corona. En esencia, esta es la explicación de la política mercantilista, que presuponía un resultado de suma cero en el juego de intercambios internacionales, de modo que, una vez asumida la restricción monetaria, la única forma de impulsar el crecimiento en un país individual consistía en practicar políticas de empobrecimiento de los vecinos. Pasar a una política de suma positiva habría exigido elevar, no el saldo, sino el nivel general de los intercambios, que podían haber sido equilibrados, a condición de apoyarse en un crecimiento del producto per capita obtenido mediante una mayor utilización y una asignación más eficiente de los recursos existentes en el interior del país, lo que hubiera requerido un nivel adecuado de inversión. Pero la inversión privada se vio penalizada por los altos tipos de interés derivados de la desastrosa política financiera, y la inversión pública se vio obstaculizada por el ingente consumo de recursos derivado de las guerras para mantener el imperio. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que la base monetaria metálica de finales del siglo XVI venía a ser de 9.000 millones de maravedís y que el stock nominal de vellón en su momento máximo (1641-42) sólo superaba ligeramente los 12.000 millones, habiendo desplazado casi completamente a la plata de la circulación (García del Paso, 2.000, p. 70 y Tabla 1), de modo que el crecimiento de la M0 pudo ser del 30 %. Poco podemos decir del resto de los agregados monetarios estrechos -dado nuestro desconocimiento cuantitativo de los bancos de depósito, y de los ahorros y préstamos privados, documentados mediante censos-, pero lo sabemos casi todo del principal componente de los ALPF de la época, que eran los juros. Y la magnitud de su valor facial era ya en 1598 más del doble de la base monetaria (20.800 millones de Mrvs.); en 1623 se había duplicado (ascendía a 42.000 millones), multiplicándose por cuatro hasta 1687, en que alcanzó la cifra de 83.600 millones. Sin embargo, este tipo de billetes ha recibido hasta ahora una atención muy escasa, desde la perspectiva estrictamente monetaria, en relación a su importancia. En el primer epígrafe de este trabajo se describen los principales vicios del sistema de financiación de la monarquía de los Austrias desde el momento mismo del advenimiento de Carlos V y la incapacidad del Rey para asumir su papel como regulador del sistema de crédito, imprescindible para la existencia del mismo a largo plazo. En el segundo se analiza la dinámica imparable de creación de deuda pública y la progresiva descomposición del sistema financiero interior y europeo. En la tercera se examina el proceso que condujo a la destrucción de la confianza financiera en el monarca -y de su hegemonía política-. Las conclusiones interpretan todo el proceso desde la perspectiva monetaria, en términos de una trampa de liquidez, de inspiración keynesiana, y evalúan las consecuencias de todo ello sobre la historia económica posterior. 1.- El mal gobierno3 y la desconfianza pública hacia la Monarquía de España. No sabemos realmente cuál fue el nivel real de la inflación durante el Antiguo Régimen, sino tan sólo la referida a los precios al consumo, que debió de ser muy inferior a la de los bienes raíces y de lujo -tierras, palacios, catedrales y vajillas- en los que, según Ramón Carande (1987), se acumulaba la riqueza. No hay razón alguna para suponer que la inflación de estos dos grupos de bienes evolucionara en paralelo, ya que los mercados de productos y de factores funcionaban de forma completamente separada, se encontraban fuertemente regulados y sus regulaciones perseguían objetivos no exclusivamente económicos ni coherentes entre sí. Ciertamente, la falta de transparencia y la imperfección de muchos de estos mercados impide un conocimiento preciso de todo ello, pero si el PER (o relación precio/renta) de la tierra a 7 finales del siglo XV hubiera sido diez, equiparable al precio de diez mil por millar al que se emitieron los juros al quitar para financiar la guerra de Granada -cuando este tipo de deuda pública todavía debía de considerarse como activo sin riesgo-, las cifras recogidas en Espina (1999) indican que su precio se habría multiplicado por 4,4 en 1541 y por 10,3 en 1559, volviendo a un múltiplo de 6,3 en 1625. Así pues, como ni siquiera disponemos de evidencia para razonar en términos de un modelo bisectorial -con un sector productor de Abienes útiles”, o productivos, y el otro de Ariqueza”, que es lo que intentaron hacer los fisiócratas, considerando a esta última como Aimproductiva”-, lo más prudente es suspender el juicio acerca de la distribución relativa del impacto de los metales sobre la inflación general4 y partir del supuesto de una inflación dual. En el pasado, a lo más que se ha llegado es a medir las diferencias entre grupos de precios al consumo (y mucho más raramente, de precios del productor), lo que ha permitido inferir, por ejemplo, la evolución de las relaciones de intercambio entre productos agrarios e industriales en el siglo XVI. Pero para analizar la marcha del nivel general de precios con un propósito más amplio (incorporando el Aefecto riqueza@, para estudiar la demanda global de dinero, considerando a éste no simplemente como un medio de cambio, sino también como un activo, ya sea remunerado o no remunerado5) necesitaríamos contar con índices de precios de un conjunto representativo de los activos relevantes en los mercados patrimoniales alternativos al del propio mercado del dinero, mercados que no funcionan necesariamente bajo las mismas pautas que los de bienes consumibles. El valor de mercado de los activos en los que se materializa la riqueza (el capital, en un sentido muy amplio) consiste precisamente en la capitalización (valga la redundancia) de su rentabilidad futura prevista. Para medir realmente el coste-oportunidad de mantener liquidez tendríamos que comparar este valor-precio y el del resto de los activos financieros con las expectativas de evolución del poder adquisitivo de la plata (decrecientes a lo largo del siglo XVI, pero estables durante la primera mitad del XVII y crecientes después, hasta bien entrado el siglo XVIII) o del cobre: crecientes en el XVI y desconcertantes en el XVII, aunque generalmente decrecientes hasta la gran devaluación de su valor nominal de 1680, en que éste se redujo a un cuarto de su valor en 1664, que había sido precedida por las de 1628 y 1642, en que se redujo a la mitad (García del Paso, 2.000). La interacción del mercado de activos inmobiliarios con el mercado de crédito hace surgir la posibilidad de aparición de burbujas inmobiliarias, que tardan tiempo en formarse y, cuando se disuelven bruscamente, su explosión deflacionista no resulta neutral en términos reales, sino que suele provocar una recesión económica más o menos generalizada Aporque los cambios en una variable nominal afectan a la economía real siempre que alguna de las variables nominales presente el menor grado de rigidez y le dé tracción, ofreciendo resistencia al ajuste@ (Krugman, 1999). En la economía de rentistas del Antiguo Régimen, la inflación inmobiliaria se debía también al papel de valor refugio desempeñado por la tierra a la hora de conservar la riqueza acumulada, en contextos de deterioro del valor de la moneda por la inflación y de desconfianza creciente respecto a los mercados de activos financieros, provocada en España por la serie de ocho bancarrotas -una cada veinte años, primero, y luego una cada diez- que se sucedieron entre 1557 y 1662. Como cada bancarrota acababa inevitablemente inundando el mercado de juros -durante el siglo XVI- y de juros y moneda de cobre de baja calidad -en el XVII- (o de vales reales en el XVIII: vid. Espina, 2000), tanto el mercado de crédito como el sistema monetario acababan tras estas etapas completamente descompuestos, de modo que las burbujas pueden considerarse un mal menor en comparación con la destrucción del capitalismo comercial y financiero, ya que, a la vista de lo ocurrido tras la crisis de la deuda de mediados de los años setenta del siglo XX, hoy sabemos que los países afectados por pánicos financieros (como Iberoamérica) quedan excluidos del mercado durante períodos que ahora se cuentan por decenios y entonces por siglos. Es bien sabido que, en aras de preservar su papel como emisor de moneda internacional imprescindible para obtener recursos con que financiar la aventura imperial y girarlos sobre las 8 distintas plazas en que se necesitaban- la monarquía española renunció a manipular la moneda durante todo el siglo XVI y buena parte del XVII, financiando su déficit vía empréstitos, cuyo tipo de interés decayó a lo largo del siglo -tanto aquí como en Flandes, en donde a mediados de siglo habían caído a la mitad de los del comienzo, situándose en el 10,5-11% (Munro, 1999, p. 21)- pero cuyas exigencias de afianzamiento por parte de los banqueros (a través de asientos, consignaciones, encomiendas y ventas de oficios, o de la entrega de juros con descuento) crecieron a medida que aumentaba el nivel de apalancamiento y de percepción pública del riesgo sistémico. Refiriéndose a los prestamos conseguidos en Génova para financiar la campaña de Francia de 1544, Carande (1949) afirma: ASus condiciones fueron, poco más o menos, las de aquellos años, en aquella plaza; más onerosas que las del decenio precedente, pero no las tiránicas que pronto imperarían...... A dos meses fecha del asiento y a poco más de uno del plazo de entrega se le adjudicaban a Grimaldi, sobre la suma anticipada en efectivo (46.500 ducados)... nada menos que 11.000 ducados de guante, más del 23 por ciento del préstamo, en concepto de precio del giro, por hacerse el pago fuera de Génova, mediante letras, y tener que cobrar en una tercera plaza, siempre en distinta moneda@. Y eso además de contemplarse un interés del catorce por ciento anual en caso de demora en la devolución del principal (p. 33). A modo de represalia indiscriminada, a veces el emperador se liaba la manta a la cabeza, como, por ejemplo, en 1526 y 1535 ordenó a la A...Casa de Contratación el secuestro de 800.000 ducados, entregando, en concepto de resguardo a los desposeídos mercaderes y a otros titulares de tesoros, privilegios de juro a razón de... un interés muy poco superior al 3 por 100 de las partidas secuestradas@ (p. 36). O bien cuando el 1 de septiembre de 1575, a petición de las Cortes de Castilla, su hijo Felipe II declaró unilateral y retroactivamente ilegítimos todos los asientos suscritos por él mismo desde el 14 de noviembre de 1.560, (por haber faltado en su estipulación el requerido pie de igualdad entre los contratantes! (Ruiz Martín, 1990, p. 17). El poder político aparece con toda nitidez en toda esta época como el principal foco de incertidumbre financiera, con la peculiaridad de que las arbitrariedades más inicuas las comete sobre sus propios súbditos. Ahora bien, como toda deuda (un pasivo) tiene como contrapartida un título de crédito (un activo), la bomba absorbente de deuda que fue la monarquía de España funcionó al mismo tiempo como bomba impelente de activos financieros, que dio lugar a la aparición de un incipiente sistema crediticio y financiero, junto con un mercado secundario en el que se cotizaba una gama de activos difícilmente imaginable hasta la etapa de innovación financiera de los años setenta y ochenta de este siglo-con la aparición de los Abonos basura@ y los hedge funds-. Carande (1949) ha explicado la causa de la gran aceptación durante todo el siglo de los juros, activos financieros creados por Juan II, que terminarían siendo la deuda pública consolidada de la corona de Castilla y que conocieron una primera etapa de expansión bajo los RR.CC., ya que con ellos se financió la conquista de Granada y las primeras expediciones ultramarinas: ASu difusión arraiga a medida que las emisiones de títulos fiduciarios se suceden y la corona tiene que asignar, en su propia fuente, el pago periódico de un interés anual -juro propiamente dichosituado sobre la cobranza de rentas reales, nominalmente enunciadas en los privilegios representativos de aquella deuda (p. 15).... El prestigio que gozaron fuera de España los ingresos del presupuesto de Castilla, es decir: las garantías ofrecidas por la hacienda del reino a sus acreedores, hizo posible que Carlos V costeara cumplidamente las empresas imperiales (p. 22).... La codicia de los banqueros y la penuria de los monarcas quedaban mutuamente satisfechas siempre que a la real palabra la respaldase la real hacienda. Ambos ingredientes sirvieron de acicate al tipo defectuoso de organización del crédito que culmina en el siglo XVI. Con él se financian interminables y pertinaces guerras, y mientras no surgen formas de empresa de constitución más firme, de base nacional, el destino de los créditos obtenidos y su oneroso precio, comprometen, indistintamente, la solvencia de los príncipes, la de sus acreedores y el bienestar de la comunidad (p. 24).... la colaboración de los banqueros la alcanzó Carlos V vinculándolos a los ingresos de este reino [de Castilla], más atrayentes 9 que por su efectiva magnitud, por la sobreestimación dispensada, en primer término, a las remesas de las generosas Indias (p. 26). Estamos ante un mercado financiero muy imperfecto, que no responde, como se ve, al supuesto de expectativas racionales: sobre unos ingresos de un millón de ducados al año al comienzo del reinado de Carlos V -que se multiplican por tres a lo largo del reinado- el emperador obtuvo crédito por un principal de cuarenta millones en 37 años. Siempre fue crédito a corto plazo: A....entre dos meses y dos años, porque así lo exigía el origen de los fondos que los banqueros prestaban y las presuntas fechas de recaudación de los ingresos consignados en los asientos, pero desde el principio los pagos se difieren sin cesar y se dilata correlativamente la deuda engendrada en el servicio de intereses..... . Todo ello, que pone trabas al desarrollo del crédito, exalta lo asombroso del caso@. La dinámica de relación entre la emisión de deuda pública y crédito a lo largo de todo el siglo es bien sencilla: la corona solicita anticipos de los ingresos esperados, bajo la forma de crédito a corto plazo, que se documenta a través del asiento. El asiento es un contrato por el que un particular recauda aquellas rentas por cuenta de la corona. Éste tipo de contrato admite la pignoración para compensar eventuales impagos; esto es: faculta a los acreedores a hacer detracciones sobre las rentas cuya recaudación tienen concertada (p. 37). Si al vencimiento del plazo concertado la corona no disponía de recursos (cosa que, dado el ritmo de crecimiento del déficit, se convirtió en lo natural) la deuda a corto plazo se transformaba en deuda a largo plazo, saldándola mediante la entrega de juros al quitar, que eran títulos de deuda consolidada y amortizable, emitidos bajo una modalidad de contrato cuya forma fue diseñada inicialmente por los RR. CC.: A...fueron menester muchas cuantías de maravedíes que no se pudo sacar de rentas ordinarias..... por lo que nos hemos visto obligados a conseguir rentas de alcabalas y tercias, dando cada millar de juros a diez mil maravedíes con facultad que podamos quitar dicho juro o cualquier parte de él pagando lo que se ha pagado por él....Por ello Doña María de Toledo nos dio 200.000 maravedíes para nuestra guerra de Granada por las que recibiera anualmente 20.000 maravedíes hasta que se amorticen@ (Toboso, 1987, p. 57, nota 18). Los juros al quitar se diferenciaban claramente de las mercedes -también denominadas juros, perpetuos o vitalicios- por el hecho de que los juros de deuda eran vendidos en el mercado frente a las mercedes, que eran donadas-. Se diferenciaban también de los censos consignativos porque éstos eran títulos de renta fija privada (pagaban alcabala por su venta) mientras que aquellos eran un título de renta pública (no pagaban alcabala), que adoptaba la forma de anualidades en concepto de interés por el capital desembolsado. Los juros contaban con una garantía hipotecaría sobre rentas concretas de la corona, que al principio fuero sólo rentas fijas, pero más tarde gravaron también a los servicios votados en cortes -ordinario, extraordinario y millones- pero en este caso la emisión necesitaba el consentimiento de éstas. A las rentas que garantizaban los juros se las denominaba Ael situado@, porque los juros se situaban en la propia fuente de la renta para ser abonados en el lugar correspondiente antes de transferir el residuo a la hacienda real, cuando la renta era superior al situado, en cuyo caso se decía que había Acabimiento@, aunque a finales de siglo XVI prácticamente ninguna de las rentas ordinarias de la corona tenía cabimiento. En tales casos el Rey podía cambiar o mudar el situado, y , aunque teóricamente esta facultad se dirigía a situarlo mejor -y así parece haberse hecho hasta 1546-, más tarde se usó para otorgar privilegios (antelaciones) y a menudo sirvió para lo contrario. Entre la emisión de títulos de deuda para ser vendidos directamente en los mercados y los emitidos para consolidar el crédito a corto plazo de los banqueros existió un mecanismo mixto consistente en entregar juros como forma de afianzamiento del crédito. Estos juros fueron de dos tipos. Tradicionalmente se habían venido utilizando los llamados juros de garantía o caución, que eran consolidables en caso de impago y situables directamente sobre una renta: situación que podía ser ordinaria y tener pleno valor facial; bien situada, que cotizaba por encima de la par, o incómoda, 10 que cotizaba con descuento (a título de ejemplo, Ruiz Martín señala que los juros de la Casa de Contratación cotizaban al 50% a mediados del siglo XVI, después de los primeros secuestros de sus caudales por el Rey). Además, a instancia de los banqueros genoveses y como condición para adelantar caudales al contado, se abrió paso a partir de 1561 un tipo de juros automáticamente amortizables al vencimiento y pago de los créditos, a los que se denominó juros de resguardo, que adoptaron la forma de un préstamo Ade efectos castellanos@, lo que permitió diferenciar a los titulares de los asientos de los de la deuda -titulares estos últimos de juros ordinarios, estando obligados los primeros a pagar los intereses o juros- y a unos y otros de los banqueros del Rey, que operaban como Amanipuladores de los juros@ y a quienes se entregaban juros de resguardo (Ruiz Martín, 1990). La sofisticación de todos estos mecanismos no fue otra cosa que la innovación desarrollada por el incipiente sistema financiero para protegerse contra los incumplimientos, porque toda garantía llegó a ser insuficiente a medida que aumentaba la deuda contraída por los Austrias, cuya palabra no tuvo la menor validez en esta materia (Toboso, 1987, p. 57) y Afue violada tantas veces como la necesidad de dinero político@ les obligó a ello. Usher situó en el siglo XIII italiano el descubrimiento y la primera etapa de regulación y florecimiento de los bancos de crédito con reserva fraccionaria. La regulación no había evitado la oleada de quiebras bancarias que se inició en Italia en 1341-1346 que, según Cipolla (1994), comenzó el tránsito entre la edad del cántico de las criaturas a la edad de la danza macabra, porque la gran crisis bancaria mediterránea del siglo catorce se adelantó tan sólo un par de años a la primera gran epidemia de peste negra, iniciando con ello una secuencia que vincula inexorablemente desde entonces los colapsos financieros (etapas con escasez de crédito, credit crunch, o mancamento della credenza) al inicio de casi todas las grandes fases de baja cíclica -de tipo maltusiano, hasta el siglo XIX, y del tipo descrito por Schumpeter y Kondratief desde entonces- y a las crisis más profundas y duraderas de la economía real: la descripción por parte de Cipolla de esta crisis, con su impacto en cascada sobre la quiebra de lo más granado de la economía manufacturera y comercial de la época, constituye el mejor precedente del análisis de Furman y Stiglitz (1998) sobre el impacto de la crisis financiera de 1997 en las economías emergentes de Asia, cuyas consecuencias sobre el conjunto de la economía mundial han hecho plantearse por primera vez la necesidad de un sistema de quiebra administrado a escala internacional en el que tenga cabida la insolvencia de los entes soberanos (Miller-Stiglitz, 1999). Fue precisamente Luis Saravia de la Calle en su Instrucción de Mercaderes de 1544 quien señaló por primera vez directamente que la práctica del crédito basado en la utilización de una parte de los depósitos irregulares (manteniendo sólo reserva fraccionaria) se debía a la coincidencia de intereses entre los monarcas, necesitados de numerario, y los banqueros, que precisaban de autorización real para hacerlo: los grandes banqueros sevillanos de comienzos de siglo XVI precisaron de privilegios concedidos tanto por la ciudad como por el emperador Carlos V. Saravia relacionó la inflación con la fácil creación de dinero por parte de estos banqueros, y ello no sólo por el aumento de la cantidad de dinero en circulación, sino por los elevados intereses que percibían (del 7 al 10%, como en Flandes). De no existir banqueros (logreros, los llamaba) Acada uno trataría con su dinero en lo que pudiese y no en más, y así valdrían las cosas en el justo precio y no se cargarían más de lo que vale al contado@ (citado por Huerta de Soto, 1998). La teoría completa del sistema bancario la estableció Tomás de Mercado en su suma de Tratos y Contratos de 1571, en donde observaba claramente que esta forma de banca no precisa cobrar comisiones porque con la moneda depositada realiza negocios muy lucrativos. En orden a consolidar la actividad (y para evitar caer en pecado), Mercado recomienda controlar dos parámetros: el coeficiente de reserva fraccionaria (Ano despojar tanto el banco que no puedan pagar luego los libramientos@) y el nivel de riesgo derivado de la calidad de la cartera de créditos (Ano se metan en negocios peligrosos@), elogiando la regulación por la que se prohibió a los banqueros tener 11 sus propios negocios particulares -al estilo RUMASA, diríamos hoy-, imputando implícitamente la causa de alzamientos y quiebras a la elevada concentración de riesgo: A....que de ahora en adelante se atengan a su específico cometido concerniente sólo al dinero...., que no los pueda tener una sola persona, sino que sean dos al menos,... y que antes de ejercer.. den fianzas bastantes@ (Ley 12, tit. 18, libro 5 de la Nueva Recopilación, de 6 de Junio de 1554, citado por Huerta de Soto, 1998) Esta actividad regulatoria emprendida por la corona en el momento mismo del tránsito entre reinados habría resultado encomiable si no fuera porque toda la política financiera del quinquenio 1552-1556 estuvo dominada por los agobios financieros de la monarquía, descritos magistralmente y hasta con el debido nivel de suspense- por Ramón Carande en su discurso de ingreso a la Real Academia de la Historia (1949, p. 53 y ss.): como consecuencia de haber agotado su crédito, en 1552 la corona estaba pagando en Génova por el dinero un 7% de prima, más un 15% de giro, más un 15% de intereses intercalarios, y aún así no lo conseguía. Era esto lo que había hecho que en Castilla las letras, que habían venido pagándose al 9-10%, anduviesen al 30-31%, debido al aumento en espiral del riesgo-país en el momento en que el mismo emperador se veía obligado a escapar de Alemania huyendo de sus acreedores. Se trata del momento en que aparece por primera vez con toda rotundidad la abierta inconsistencia entre el conjunto de políticas que se habían venido practicando. En síntesis y palabras actuales, esta política trataba de mantener un elevado déficit público y un nivel creciente de deuda externa denominada en moneda doméstica no convertible; impedir saldar con transferencias de capital (en forma de saca de metales preciosos) el déficit de la balanza de pagos inherente a tal política, obligando a reinvertir tales fondos en Castilla o convertirlos en demanda de exportaciones, al mismo tiempo que la escasez de fondos para la inversión productiva deterioraba rápidamente la competitividad de las empresas y de los productos interiores . Una pieza esencial de esta política consistió en el anclaje del tipo de cambio de la moneda interna -el real de vellón y la calderilla- a la moneda internacional de plata -el real de a ocho (Cipolla, 1999)-, con lo que se hizo imposible recuperar la competitividad de los productos castellanos a través de la devaluación (ya que una política de tipo de cambio más realista, aunque fuera de todo control, no se aplicaría hasta el siglo XVII). Además, como buena parte de la deuda externa era a corto plazo -como en muchos mercados emergentes antes de la crisis asiática de 1997-, la Hacienda estaba obligada a refinanciar anualmente deuda por dos millones de ducados, mientras los ingresos totales sólo ascendían a uno y medio, lo que ampliaba las fluctuaciones de precios en el mercado del dinero, ya sometido a la incertidumbre creciente de las llegadas de metales de América. De aquella encrucijada final del reinado del emperador se salió actuando Antonio Fúcar como prestamista de última instancia y liberalizando el monarca la política de control de capitales, autorizando sacas de metal equivalentes al valor de cada operación de refinanciación. Así se sentaron las reglas del juego que iban a regir durante la segunda mitad del siglo. Ese y no otro fue el momento elegido por los dos monarcas -padre e hijo- y la Regente para iniciar la regulación del sistema bancario interior, tratando de aislarlo del resto de la economía, aunque no se pueda distinguir entre la intencionalidad prudencial de la normativa (Ala utilización de los depósitos en forma de préstamos resulta legítima -diría Domingo de Soto en 1556 y, más tarde, Luis de Molina-, siempre y cuando éstos se efectúen de manera prudente@6), y el afán por evitar el contagio hacia la economía real de las sucesivas bancarrotas que el Príncipe -conocedor por el contador Luis Ortiz de las cuentas que le dejaba su padre- sabía inevitables. Pero la pretensión prudencial iba a resultar fallida debido al nexo inextricable entre un sistema financiero diseñado ad hoc para financiar una política económicamente inconmensurable y un sistema bancario basado en el depósito irregular con reserva fraccionaria, que se vería arrastrado en su capacidad de creación de dinero por las continuas demandas de un poder político que actuaba al mismo tiempo como regulador y deudor, disponiendo de facultades para establecer nuevas 12 obligaciones y del poder coactivo para imponer sus pretensiones, en ausencia de toda transparencia y control externos. La falta de diferenciación entre los sistemas bancario y financiero facultó al primero para trasladar el riesgo hacia los depositantes y para recuperar rápidamente sus inversiones, ya que desde 1608 se prohibió el depósito a interés fijo (Toboso, 1987, p. 213). 2.- Deuda pública, demanda de dinero y mercados de activos financieros. Hasta 1599 la monarquía cumplió con su propósito de garantizar la estabilidad de las monedas, ya que no se habían tocado sus contenidos metálicos ni sus paridades, pero ese año se suprimió la plata y se redujo a la mitad el valor intrínseco de cobre contenido en las monedas de vellón, lo que en términos reales significaba una revaluación del 50% (el metal que antes valía 140 pasó a valer 280 Mrvds.), al mismo tiempo que se emitían 22 millones de ducados de vellón en tan sólo siete años; esto es, tras los arreglos de la deuda de 1598, que debieron dañar gravemente ese mercado y mermar considerablemente la función de medio de cambio que habían llegado a desempeñar los juros, se intentó que el vellón los sustituyese, convirtiéndolo en moneda fiduciaria, de modo que lo que se hacía realmente en cada operación de manipulación era devaluarlo en relación con la moneda de plata, que siguió operando como patrón, aunque sólo se usase en las transacciones mercantiles internacionales y no sirviera como Adinero político@, que requería oro para pagar la soldada de los ejércitos mercenarios (Ruiz Martín, 1990). Mientras estas prácticas se mantuvieron bajo control, la política monetaria implícita en las mismas tuvo la funcionalidad de contrarrestar el efecto deflacionista del drenaje de la moneda de plata, consecuencia del déficit del comercio exterior, y de la progresiva desaceleración de la demanda agregada, derivada del estancamiento demográfico. Véanse los GRÁFICOS 1, 2, 3 y 4 al final del texto, antes de las notas Sin embargo, la autocontención de la política monetaria tampoco había de durar mucho tiempo, porque la degradación de la moneda de cobre en 1599 no fue más que el comienzo de una práctica en la que la Hacienda del Rey acabaría siendo experta: como la Alicia de Lewis Carol, el monarca español terminó pensando que la palabra vellón significaba exactamente lo que él deseaba que significase, con lo que destruyó el fenómeno al que Keynes denominaría Aespejismo monetario@, dado que la tosquedad de tales prácticas provocó la afloración de Aexpectativas racionales@ por parte del público, que anticipaban los efectos inflacionistas de cada operación de resello y, al descontar tales efectos, la política monetaria perdió toda capacidad de producir efectos reales, como sucedería también durante el último tercio del siglo XX, tras la utilización abusiva de las políticas expansivas de gestión de la demanda en las que se incurrió durante la segunda posguerra, lo que ha obligado ahora a adoptar políticas monetarias rigurosas. Naturalmente esto sirvió para que los españoles más avisados entendieran que el crecimiento de la riqueza en la Castilla del XVI y el XVII había llegado a convertirse en virtual porque, al no invertirse los recursos en forma productiva, los valores contables se separaban cada vez más de la productividad que se obtenía realmente de los activos. Y ese carácter virtual llegó a impregnar toda la cultura de la época: ANo parece sino que se hayan querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que vivan fuera de su orden natural@, como afirmaba Martín González de Cellorigo en su Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, del año 1600 (citado por Maravall, 1981, p. 159). Se trata del mundo de encantamiento que en esas mismas fechas estaba siendo recreado por Cervantes en el Quijote. El papel de la deuda pública en todo este proceso resultó crucial. Los gráficos 1 y 2 y el cuadro 1 presentan una síntesis de lo que fue el mercado de deuda pública castellana durante el siglo 13 XVI. Estos gráficos se basan en la información recogida y analizada por Toboso (1987), de la cual se desprende que -tras el saneamiento y la supresión de mercedes realizada por los RR. CC. en las Cortes de Toledo de 1480, que dejó reducido el servicio total de la deuda castellana al treinta por ciento de los ingresos ordinarios- en 1504 los intereses ascendían a 112,4 millones de maravedís (el 35% de los ingresos ordinarios). A lo largo del siglo XVI esta cantidad se multiplicaría por 15, alcanzando en 1598 la cifra de 1.737,9 millones de maravedises (esto es, pasó de 300.000 a 4,63 millones de ducados de 375 Mrvds., como se observa en el Cuadro 1). CUADRO 1.- VALOR DE LOS JUROS EN DUCADOS7 AÑO RÉDITO DEL SITUADO VALOR DEL TIPO MEDIO CAPITAL DE INTERÉS 1504 1516 1526 1548 1554 1560 1573 1594 1598 1623 1637 1667 1669 1687 1714 1727 1737 1755 1818 1851 299.633 349.608 497.480 863.197 878.211 1.468.499 2.751.714 3.815.631 4.634285 5.600.000 6.418.746 9.147.241 9.986.513 11.149.421 19.571.469 19.047.655 18.432.606 16.072.571 3.360.000 6.923.307 2.996.332 3.591.669 5.229.983 9.565.406 10.121.172 17.629.510 36.314.060 59.971.643 55.415.135 112.000.000 128.374.920 182.944.820 199.730.260 222.988.411 652.375.779 634.915.474 614.420.198 535.752.373 114.240.000 144.704.000 10,0 9,7 9,5 9,0 8,7 8,3 7,6 6,4 8,4 5,0 5,0 5,0 5,0 5,0 3,0 3,0 3,0 3,0 2,9 4,8 El gráfico 2 y el cuadro 1 muestran el descenso del tipo de interés medio de la deuda y la intensidad creciente de las emisiones -o, más bien, del aumento medio anual del servicio de la deuda- en once períodos desde antes de la coronación de Carlos V hasta el ajuste realizado tras la cuarta y última bancarrota de Felipe II en 1596-98, antes de la coronación de Felipe III. Puede observarse que también al término del reinado de su padre Felipe II había tenido que realizar un fuerte ajuste financiero, que fue seguido de veinte años de fuerte expansión del crédito durante la etapa de agudización de conflictos del tercer cuarto del siglo, que consumieron crédito a un ritmo enfebrecido. Ritmo que durante el último cuarto descendió sólo en apariencia, a juzgar por el ajuste al que hubo que hacer frente a su muerte, mediante el que afloraron y se regularizaron compromisos encubiertos bajo la forma de crédito a más corto plazo y el desbordamiento del situado en todas las rentas a lo largo del reinado del mal llamado Rey Prudente, ya que a la luz de estas cifras no parece que estuviera adornado de virtudes financieramente prudenciales. En principio, los intereses de la deuda habían sido fijos, entre el 2,5% y el 10% (en la terminología de la época: de 40.000 a 10.000 Mrvds. el millar). Todos los registros disponibles indican que más del 80% de los juros al quitar se distribuían entre dos clases: la de 20.000 y la de 14 14.000 Mrvds. por millar (con tipos del 5 y del 7,14%), mientras que los juros donados eran de 8.000 y 7.000 por millar (14,3% y 12,5%), de modo que en 1545 estos últimos todavía suponían el mayor peso del rédito total de juros (57%), aún cuando, valorando su capital nominal a aquellos tipos, sólo supusieran el 40%, para caer en 1594 a representar un 14 y un 7%, respectivamente (y a un 19% y un 12%, tras los arreglos de 1598, que resultaron más gravosos para la deuda que para las mercedes). Sólo puede hablarse de deuda pública strictu sensu cuando nos referimos a los juros al quitar, que eran títulos consolidados, amortizables y transferibles, aunque en forma nominativa, sometiéndose la anotación al pago de un mínimo derecho de transmisión. Sin embargo, para evaluar el monto total de los compromisos financieros de la corona se incluyen también en todas estas estimaciones los juros de heredad, o perpetuos, y los de merced, o vitalicios, que constituían una proporción importante a comienzos de siglo, para decaer después. A finales del siglo XV y comienzos del XVI tanto unos como otros juros valían a 10.000 el millar, esto es, se les imputaba un tipo de interés del 10%. Esto se encuentra bien documentado: a ese tipo redimieron los RR.CC. sus juros de Casamiento en 1480 y vendieron los últimos juros de heredad y los primeros juros al quitar de la guerra de Granada (Toboso, 1987, pp. 53-56). En 1554 el tipo medio de los juros al quitar había caído a 6,25% y el tipo medio total a 8,68%; en 1594, a 5,85 y 6,36, respectivamente, imputando en ambos casos a los juros de heredad el valor medio de los vitalicios, que era de 7.500 por millar (Ibíd. pp. 97 y 135). Calculando a esos tipos de interés el valor nominal teórico de la masa representada por los réditos totales de los juros en 1504 y 1594 la deuda de la corona se habría multiplicado por 20, pasando de 3 a 60 millones de ducados (o de 1,1 a 22,5 miles de millones de Mvds: vid. Gráfico 1 y Cuadro 1), en un momento en que los ingresos totales incluidos los conseguidos por medidas arbitrarias, que llegaron a hacerse más o menos habitualesno debían superar un año con otro los doce millones de ducados. O sea, el nominal de la deuda habría llegado a multiplicar por cinco los ingresos y el servicio de aquella a representar aproximadamente el 39% de los ingresos de la corona en 1594, aunque en 1598, mediante los arreglos realizados con motivo de la coronación de Felipe III, se redujera al 32%8. Para evaluar el impacto de estas cargas conviene hacer una comparación con este tipo de situaciones a finales del siglo XX. En su reunión de junio de 1999 los líderes del G7 consideraron que el nivel máximo de ingresos públicos que pueden soportar los países menos desarrollados y más endeudados de la tierra (HIPC=s) se sitúa entre el 10 y el 15% de su PIB, mientras que el nivel máximo admisible para el nominal de la deuda se encuentra entre el 200 y el 250% de los ingresos públicos (Financial Times, 7-VI-1999), lo que significa un entorno entre el 20 y el 37,5% del PIB. Por su parte, en el diseño inicial de la iniciativa HIPC el límite del servicio de la deuda externa como proporción de los ingresos se situaba en el 20%, mientras que el movimiento Jubileo 2.000 pugna por situarlo en el 10% (Ibíd. 16-VI). Domínguez Ortiz (1973, p. 354) estima que a fines del siglo XVI la presión fiscal castellana se situaba precisamente en el centro del entorno delimitado por el G7 (13%), mientras que en el gráfico 2 el nominal de la deuda pública representaba en 1594 el 500% de sus ingresos (22.500 frente a 4.500 millones de Mrvds.), el doble del nivel máximo de la ratio G7 para deuda/ingresos públicos y casi el doble (un 65%) de la ratio deuda/PIB. Así pues, Castilla no hubiera resultado elegible para la iniciativa HIPC, porque su credibilidad financiera relativa se habría situado por debajo de la Uganda actual, primer país en incorporarse a aquella. Aunque el deterioro fiscal del país desde la llegada al trono de Carlos V había sido grande, tampoco hubiera resultado elegible en 1516, cuando el nominal de la deuda suponía ya el 360% de los ingresos (que ascendían a un millón de ducados, o 375 millones de Mrvds.). Todo hace pensar que la capacidad de carga fiscal de la economía castellana de entonces se encontraba más próxima a la de los países subdesarrollados actuales que a la de los países de la UEM (Flynn-Giráldez, 1996), aunque sólo sea porque el nivel medio del sector público europeo en 1990 rondaba el 50% del PIB, cuatro veces el de la Castilla de entonces. Si no fuera así y 15 abriésemos el abanico de la situación sostenible de las finanzas públicas a los criterios definidos por el Tratado de Maastricht, al final del siglo XVI Castilla todavía lo cumpliría razonablemente, ya que su inflación de precios al consumo media (aunque extremadamente variable) había venido siendo durante el último tercio del siglo del 1,24% anual, el volumen de deuda en circulación era sólo ligeramente superior al 60% del PIB y la moneda interior había sido estable desde que en 1552 se rebajara el contenido de plata de la calderilla (para evitar la fuga de la moneda con aleación de cobre y plata). No resulta fácil pronunciarse acerca del criterio de déficit público, porque el régimen fiscal de entonces no resultaba equiparable al actual, ya que los servicios concedidos por las Cortes -y su consentimiento para emitir moneda y deuda contra los llamados ingresos extraordinarios o serviciosse han convertido actualmente en los presupuestos anuales del Estado. Aparentemente, los ingresos totales de la corona crecieron a una tasa anual del 3% a lo largo del siglo, prácticamente al mismo ritmo que el servicio de la deuda (que actuaba como motor de los ingresos, ya que lo habitual era, como vimos, contraer primero compromisos financieros a corto plazo dando juros en garantía, que se convertirían después en deuda consolidada y se situarían sobre alguna fuente de renta, ya existente o nueva). En síntesis, si el peso de la deuda respecto al PIB llegó a ser del 65% y se había duplicado durante los ochenta años de reinado de los dos primeros Austrias, las necesidades de financiación anuales no financiadas con ingresos corrientes, ordinarios o extraordinarios equivalentes al crecimiento anual de la deuda- no pudieron superar el 0,5% del PIB. Incluso si todo el crecimiento se imputa al reinado de Felipe II, el límite subiría al 1%, la tercera parte del déficit considerado excesivo por el Tratado de Maastricht. Pero hay muchas razones para no razonar en términos del Tratado de Maastricht, la primera de ellas es que la regresividad absoluta de la fiscalidad del Antiguo Régimen -abrumadora para los más y nula para los "señores de vasallos"-, hacía recaer la carga exclusivamente sobre los pecheros, lo que favoreció la concentración de patrimonio rural desde finales del siglo XVI, en la que puede considerarse como la primera etapa de concentración de la propiedad rural castellana, a partir del momento en que el "astronómico" servicio de ocho millones de ducados exigido por Felipe II en 1589 para recomponer la Armada Invencible echó a muchos pueblos en manos de los terratenientes, que actuaban como prestamistas, al no poder levantar a su vencimiento las hipotecas con que tuvieron que gravar sus pastos públicos para pagar una derrama cuya recaudación fue exigida en sólo cinco años. Como la medida no fue algo aislado, sino que vino a acumularse a la venta de los baldíos realengos y de las tierras pertenecientes a la corona, -llevada a cabo entre 1580 y 1595- cabe afirmar que la exención fiscal de los hidalgos -junto a la resistencia fiscal de los ricoshombres- y el desajuste presupuestario de los gobiernos sirvieron tradicionalmente en España para concentrar el poder económico en manos de una oligarquía cuyas sucesivas oleadas acabarían superponiéndose en capas, hasta formar el tronco de una pirámide invertida en cuya base nunca dejaría de estar la nobleza titulada. Los gráficos 1 y 2 muestran que el paroxismo del proceso de endeudamiento durante el siglo XVI se alcanzó a lo largo del reinado de Felipe II, ya que entre 1552 y 1594 el nominal de los juros al quitar creció a una tasa anual del 6%, pese a la caída del tipo de interés. En cambio, si imputamos los ajustes realizados hasta 1560 a los desarreglos originados en el reinado de su padre, como se hace en el gráfico 3, el crecimiento anual del rédito de todos los juros entre 1560 y 1594 habría sido del 2,9%, frente a un 3,3% registrado entre 1516 y 1560. Indudablemente esta insaciable voracidad de gasto de la corona no se explica sin la evolución experimentada, a su vez, por los ingresos obtenidos de América, de modo que puede hablarse del carácter endógeno de la oferta de moneda de plata -alimentada por las excelentes oportunidades de arbitraje proporcionadas por la fuerte demanda de este metal originada en China (Flynn-Giráldez, 1996; Cipolla, 1999)- tanto por razones económicas como derivadas de las necesidades de financiación del esfuerzo bélico, que se situó en el centro mismo de la cadena causa-efecto de los fenómenos inflacionista y monetario. En 16 efecto, como señalara Carande y ha documentado Álvarez Nogal (1997), las rentas más apetecidas por los acreedores para garantizar el crédito eran las del tesoro americano que llegaba periódicamente en flotas a la Casa de Contratación de Sevilla (hasta que la incompatibilidad de intereses entre el comercio privado y la corona convirtió en insostenible el mantenimiento de esta forma de organización del tráfico). Por eso no es de extrañar que estas rentas constituyeran la base efectiva para el crédito contraído por la corona a corto plazo a lo largo de todo el siglo XVI, hasta el punto de que la cifra acumulada de metales llegados a Sevilla para la corona entre 1504 y 1594 (23,3 millardos de Mvds) coincide casi exactamente con el aumento del nominal de los juros durante el mismo período (21,4 millardos). La relación todavía es más significativa entre 1546 y 1595, período para el que la cifra acumulada de metal ascendió a 20,8 millardos de maravedíes y la de los juros a 18,9 millones (Gráfico 1). Y es que el crédito del soberano no tenía otro fundamento que la suposición de solvencia, aunque ésta no se basase en cálculo económico alguno ni se apoyase en la más mínima transparencia en lo relativo a las cuentas de la corona. Eso sí, la contrapartida consistió en que el monarca afianzase sus contratos de crédito comprometiendo las rentas futuras mediante asientos, por mucho que éstos dejasen de tener cabimiento a finales del XVI. Sometidos, pues, a un Arégimen de trampa adelante@, el despropósito financiero consumado por el grupo de banqueros alemanes, genoveses y flamencos más expertos de Europa -de cuya impaciencia ya se burlara el príncipe Felipe diciendo A...que esperar habrían, pues intereses cobraban@ (Carande, 1949, p. 40)- explica que a mediados del siglo XVI los banqueros de la corona española empezaran a perder crédito en el exterior y solicitasen insistentemente autorizaciones de saca (p. 51), que tuvieron que generalizarse a partir de 1566, y, sobre todo, tras la claudicación de Felipe II ante los banqueros genoveses, una vez fracasado el intento de expolio de 1575, que tuvo que resolverse a través del Medio General de 1577, por el que el Rey se vio obligado a tragarse sus propósitos y a reconocer sus compromisos anteriores (Ruiz Martín, 1990, pp. 15-29). En ningún caso, sin embargo, llegó la monarquía a conceder el privilegio de emisión de moneda, ni siquiera cuando el factor general y visitador de los herederos de Marcos y Cristóbal Fúcar, J.J. Holzapfel, solicitó autorización para labrar un millón de ducados en 1630 (Matilla, I, 175-77) como única forma de evitar la suspensión de pagos del banquero favorito de las dos casas de Austria, cosa que acabaría ocurriendo en 1637, año en que Felipe IV suspendió las ejecuciones de los acreedores y puso al banco bajo la dependencia de una Junta administradora. Todo ello pone de manifiesto que la cantidad de dinero -definido en sentido amplio, para incluir el conjunto de medios de pago en circulación- se comportó también de forma relativamente endógena, satisfaciendo una demanda creciente proveniente tanto del crecimiento económico real como de la política de gasto público deficitario y no productivo. A comienzos del siglo XVI la demanda de deuda era tan elevada que los juros emitidos a finales del siglo XV a 10.000 por millar (con un tipo de interés del 10%) se vendían en el mercado secundario a 14.000 y 16.000 (a un tipo entre el 7 y el 6,5%), de modo que en 1504 la corona ya pudo emitir nuevos juros a 17.500 (6%) (Toboso, 1987, p. 66); la coordinación entre la cotización y el descenso del tipo de interés en las nuevas emisiones permitió que hasta 1566 los juros se colocaron a la par en el mercado secundario. Esto indica que existía espejismo monetario y que la inflación provocada por la expansión de la oferta monetaria reducía los tipos de interés, lo que coincide con lo que pensaba Keynes, frente a la posición de Hayek (1932), quien operaba bajo el supuesto de expectativas racionales y mercados perfectos: Acomo la venta en el mercado secundario de un valor con vencimiento a largo plazo no implica el cumplimiento del contrato y la cuantía de la amortización está dada, el titulo cotizará menos si se espera que descienda el valor de la moneda@. Pero lo que ocurrió durante la primera mitad del siglo XVI fue lo contrario; en cambio, durante la segunda mitad las cosas se complicaron un poco puesto que, mientras las nuevas emisiones siguieron haciéndose a tipos de interés descendentes hasta finales de siglo, en el mercado secundario los títulos se cotizaron con una depreciación creciente (Toboso, 1987, pp. 68 y 81), cayendo su precio y aumentando su rentabilidad 17 nominal, fenómeno que estuvo mucho más relacionado con la elevación del nivel de riesgo y la mejor información disponible que con la marcha de la inflación, ya que ésta se estaba desacelerando. Por muy grande que fuera la falta de transparencia, cada vez eran más los que descubrían que el Rey estaba desnudo, y a medida que esto ocurría, la gente abandonaba el mercado. Al final, tuvo que ser el propio monarca quien estableciese el tipo de interés9, imponiendo la colocación de las cantidades de papel no a través del mercado, sino mediante colocaciones forzosas. Así pues, la cantidad de dinero aumentó también bajo la forma de una enorme cantidad de activos líquidos financieros en manos del público (ALPF), con diferentes grados de liquidez y rentabilidad, para los que sólo tenemos noticia detallada de los títulos públicos, que fueron por sí mismos tan importantes en cuantía como la masa de metales preciosos ingresada por la corona, pero que evidentemente constituyeron tan sólo una pequeña parte de los ALPF (porque no tenemos idea precisa ni estimativa sobre la cuantía que representaban las letras ni los censos consignativos, a no ser por el escándalo que su proliferación producía en los escritos de los economistas). La falta de transparencia en las cuentas públicas, la ausencia de cualquier diferenciación o autonomía -e incluso la superposición expresamente buscada- entre la capacidad coactiva propia del poder político ejecutivo del monarca, su carácter de máxima autoridad como regulador económico, el monopolio de que disfrutaba en la emisión de moneda, y su posición como acreedor singularmente significativo en el mercado del dinero, fueron otros tantos obstáculos para la existencia misma del mercado monetario. Si podemos seguir hablando de mercado es porque el sistema crediticio acabó quedando en manos de extranjeros, que fueron desplazando paulatinamente a los castellanos como titulares de los asientos, o, lo que viene a ser lo mismo, como creadores del mercado de deuda. Esto pudo servir como paliativo de aquella superposición y someter al Rey a una cierta disciplina, ya que eran ellos los únicos que estaban medianamente a cubierto de la autoridad arbitraria -de ahí que ya Carlos V tratase a sus banqueros con una obsequiosidad que sorprendía a todos-. Esta falta de subordinación concedió a los banqueros foráneos una fuerte ventaja competitiva respecto a los nativos, que hizo fracasar el intento de desplazamiento de aquellos por los castellanos, planteado por las Cortes en 1573-75, al permitir a los genoveses exigir la percepción del beneficio de todas las operaciones financieras a priori, descontando parte del tipo de interés y las comisiones del principal o los derechos de giro en el momento de la concesión del crédito, posición que habría de resultar inexpugnable para sus competidores nativos, a los que en 1597 habían desplazado por completo del sistema de crédito público (Ruiz Martín, 1990). Ya desde mediados del siglo XVI el monarca sólo pudo obtener recursos mediante la entrega como garantía de juros con descuento, o prima negativa (premio o quebranto), de modo que el valor facial de los juros entregados en contrapartida del crédito era siempre un múltiplo del valor del principal, quedando de este modo disfrazada la burbuja financiera en el primer nivel de la cadena de emisión. 3.- El Rey está desnudo, o la quiebra de la economía virtual en el siglo XVII La dinámica del proceso es la característica de toda economía virtual. Supongamos, por ejemplo, que en la emisión de juros con descuento se aplicaba un múltiplo de dos, cosa que dependía de la situación del mercado (que, como vimos, ya a finales de los años treinta exigía un tipo de interés doble del legalmente autorizado como máximo), del crédito de que disfrutara el monarca en cada momento y del grado de aprieto por el que atravesara, circunstancias que determinaban la capacidad de negociación efectiva de las partes. La operación funcionaba más o menos así: la Hacienda tomaba una cantidad a crédito, pagándola en juros de 20.000 por millar. El acreedor los compraba realmente a 8.000, 10.000 o 14.000 (Toboso, 1987, p. 163), porque recibía títulos por 18 valor facial doble del principal del préstamo (para abonarle la comisión y el giro, real o ficticio, este último denominado Acambio seco@) y los vendía a su valor nominal en el mercado, situándolos en las rentas que servían de garantía. Así, en realidad la corona pagaba un cinco por ciento sobre el valor facial pero un diez por ciento de interés sobre el préstamo efectivamente percibido -esto es, en la Asegunda contabilidad@ o economía virtual del monarca el valor real del título no era más que de 10.000, aunque su valor nominal fuera de 20.000 al millar-. La situación resultaba financieramente explosiva, pero el monarca conservaba en sus manos el poder político absoluto, que es el que a la larga le permitía ir saliendo de apuros, utilizando con profusión sus facultades confiscatorias y el ejercicio arbitrario de todo un catálogo de expedientes que constituye un verdadero Acódigo de malas practicas financieras@. La burbuja se pinchaba periódicamente devaluando los títulos a su valor real, convirtiendo los títulos a plazo fijo en consolidados, suspendiendo el pago de los juros y modificando a voluntad el valor facial de los ya emitidos (crecimiento). Como la cotización de los títulos en el mercado secundario dependía de la calidad de la garantía (las rentas del situado) y de su grado de saneamiento (el cabimiento, o la falta del mismo), el cambio del situado se utilizaba como forma de depreciación encubierta. La arbitrariedad y el incumplimiento de las obligaciones del monarca acabó perturbando gravemente el funcionamiento del mercado secundario. Cuando esto no fue suficiente, se actuó también sobre el mercado primario: emitiendo empréstitos forzosos, imponiendo la suscripción obligatoria y a tipos de interés discrecionales, o entregando juros a cambio de la confiscación de propiedades. En este caso los juros se emitían a un tipo de interés muy por debajo del de mercado, lo que inflaba indirectamente su valor: al tipo habitual del 3%, el valor ascendía a 33.333 por millar (razón por la que Patiño establecería ese límite durante el siglo siguiente). Generalmente los títulos emitidos en contrapartida del secuestro de propiedad privada comportaban el compromiso de amortización en plazo breve, pero siempre se incumplía. Naturalmente todo esto tenía un límite: el riesgo de expropiación de los metales que llegaban en la flota con destinos privados llegó a hacerse tan elevado que nadie quiso utilizarla y terminó desapareciendo por falta de recaudación del Aimpuesto de avería@- con el que se financiaba-, que llegó a ser del 12% de los valores declarados en 1647 (Álvarez Nogal, 1997, p. 107). Esto es, como no había derecho a voz, en este caso los comerciantes adoptaron la decisión de salida. Pero esta solución no siempre resultaba factible para los súbditos. La discriminación en el trato dado a unos y otros y la pérdida de competitividad que ello representaba para las empresas castellanas la reflejaba Sancho de Moncada (1619), haciéndose eco del sentir general: AEl tercer daño es el tan lamentado en España, que afana y paga tantos tributos y alcabalas, y millones para los extranjeros, pues de sólo el servicio de millones pasado se dice se les consignaron a seiscientos mil ducados al año de corridos de asientos, y no es mucho, pues dicen que de intereses llevan a veces a ocho, y a veces a doce por 100, y mas de otros diez o doce de cambios, siendo refrán suyo ordinario: Fan no sentir la utile al Re di Spagna. Y como informó a V. Majestad la villa de Medina en el memorial del año 1606, que he referido algunas veces, desde el año de 1569 usaron socorrer al Rey nuestro señor, tomando en resguardo juros, condicionando en los asientos que al tiempo de la paga cumpliesen con volver otros tantos juros, y los que tomaban en resguardo vendían por vidas, y con el dinero que así sacaban hacían el socorro, y al tiempo de la paga buscaban juros incobrables que compraban a ocho y a nueve, y los volvían a su Majestad por todo el valor riguroso. Y reconociendo el Reino este daño, fue la condición veintiuna del ultimo servicio de millones. Que es notorio que la principal causa que tiene a su Majestad y a su Real hacienda en el estado y empeño en que está, es los asientos que se han hecho con extranjeros y hombres de negocios, por los excesivos intereses que de ellos han llevado. Y para que este daño no pase adelante, se pone por condición, que su Majestad se ha de servir en cuanto se pudiere, de no hacer asientos con extranjeros, ni naturales de los Reinos....” Pedir eso cincuenta años después del intento fallido de Felipe II de prescindir de los genoveses era tanto como pedir al Rey un comportamiento financiero saneado, lo que implicaba abandonar la política de gasto necesaria par sostener el imperio. En caso contrario, había que seguir 19 alimentando la economía de burbuja. En 1594 la depreciación media en el mercado secundario de los dos tipos de juros más frecuentes había llegado a ser la siguiente: los de 20.000 el millar cotizaban con un descuento del 20% si estaban situados en el encabezamiento o los maestrazgos y con el 28,5% si se situaban en otras rentas arrendadas; como es lógico, los de 14.000 -más baratos, con un interés del 7,14%- tenían menos descuento: un 7,2 y un 14,3% (valían 12.000 y 13.000 al millar, respectivamente). Por eso, a la muerte de Felipe II la reordenación de la deuda hizo aflorar esa situación reduciendo el valor nominal de los títulos para equipararlo al de mercado, lo que significó una depreciación media del 24%, pasando el valor medio de los juros de 15.700 a 11.900 el millar (y el tipo de interés medio de 6,4 a 8,4%). Pues bien, lo ocurrido durante el siglo XVI resulta modesto en comparación con lo que quedaba por ver: a la llegada de Felipe III al trono en 1598 los 1,74 millardos de Mrvds. (4,6 millones de ducados) en que había quedado fijado el servicio total de la deuda tras la última bancarrota de su padre significaban aproximadamente la mitad de los ingresos corrientes (que ascendían a 9,7 millones de ducados) y representaban una carga dos veces y media superior al límite inicial establecido por la iniciativa HIPC. El nuevo monarca tuvo que solicitar ya desde las Cortes de 1600 la prórroga del servicio de millones, lo que no impidió la nueva bancarrota en 1607 y el consiguiente arreglo con los banqueros, por el que los tipos de interés de los juros al quitar pasaron del 7,1% al 5% (con un nuevo crecimiento de su precio de 14.000 a 20.000 el millar), situación que iría adquiriendo carácter general entre 1608 y 1621. Este año coincide con el final de su reinado y la coronación de Felipe IV, quien, al prohibir vender los juros a un interés superior al 5%, destruyó de hecho el mercado secundario con carácter irreversible, dado el carácter paroxístico de las emisiones y las manipulaciones de la deuda a partir de entonces. El nuevo reinado registró una verdadera inundación de juros, que se emitieron masivamente como expediente para salir de las cuatro bancarrotas decretadas por Felipe IV (en 1627, 1647, 1652 y 1662). En paralelo con la desaparición del mercado, esto es lo que explica que el 70% de las emisiones realizadas a partir de 1626 fueran directamente a manos de los asentistas, a los que hubo que entregarles más de 35 millones de ducados de renta de juros de los casi 50 que se emitieron por última vez a lo largo de este reinado. Gelabert (1997, p. 382) ha reconstruido la serie completa de los asientos suscritos entre 1599 y 1650 (excepto para el año 1615), que ofrecen Auna muy exacta réplica de las circunstancias dentro de las cuales se movió efectivamente el gasto de la Hacienda de Castilla@: durante los 21 ejercicios fiscales documentados correspondientes al reinado de Felipe III (1599-1620), el promedio anual de los asientos se elevó a 3,977 millones de ducados. La suma aumentó en un 90% durante los 22 ejercicios transcurridos entre la coronación de Felipe IV y la caída de Olivares en enero de 1643 (1621-1642), en los que la media se situó en 7,574 millones de ducados, período a partir del cual se registraría un descenso paulatino, que redujo de nuevo la magnitud media anual de los asientos a 4,1 millones durante el trienio posterior al Tratado de Westfalia (1648-1650). Al producto líquido de los asientos -que financiaban el gasto anual- hay que añadir el rédito del situado, que se deducía en la fuente de los impuestos, de modo que la sangría fiscal de Castilla debió de situarse a mediados del reinado de Felipe IV como mínimo en 14 millones de ducados al año10, magnitud que todas las fuente sitúan entre el 10 y el 11 % de la Renta Nacional en esa época (Ibíd. p. 296). Ésta debió de rondar, por tanto, los 133,3 millones de ducados y soportaba adicionalmente el diezmo eclesiástico, lo que elevaba el coste de la seguridad material y espiritual de los castellanos a un mínimo del 20% del producto. Y eso sin contar las exacciones señoriales en territorios con jurisdicción laica, indudablemente mayores que en las de realengo, dado el afán que mostraron los pueblos por redimirse. El primer balance realizado dos años después de terminar el reinado del ultimo Austria guerrero arrojó una cifra de intereses por juros para 1667 superior a los nueve millones de ducados, que, capitalizados al 5% oficial, daban un nominal teórico de 183 millones de deuda pública consolidada. Las cifras del cuadro 1 y de los gráficos 3 y 4 han sido estimadas capitalizando los 20 intereses teóricos a ese mismo tipo de interés (y al 3%, las cifras del siglo XVIII). Sin embargo, aquellas cifras monstruosas -que todavía habrían de crecer hasta los 11,1 millones de ducados de intereses consignados en la memoria del Marqués de los Vélez de 1687 (Toboso, 1987, p. 172)fueron cuadradas a partir de 1676 sin contemplaciones a base de anulaciones o reducciones masivas y de la imposición de esperas -en forma de impuestos sobre los intereses -como la Annata y la media Annata, que significaban simplemente la expropiación de toda la anualidad, o de la mitad de la misma-. Naturalmente, ya no se podía hablar de activos líquidos, porque no lo eran, y su velocidad de circulación había llegado a ser nula. Por eso, desde el acceso al trono de Carlos II no se volverían a emitir juros, que entraron a partir de entonces en una larga fase de liquidación (Ibíd. p. 187). Y como la corona ya no iba a utilizar esa forma de financiación, no le importó incumplir sus compromisos descaradamente: andando el tiempo se llegaría, por ejemplo, a no abonar en 1727 más que 760.000 ducados de intereses (de los 19 millones teóricos), lo que habría equivalido a un nominal (capitalizado al 3%) de 25,3 millones, frente a los 635 millones que se obtienen en el cuadro 1 capitalizando los intereses al tipo oficial. Esto es, durante el reinado de Felipe IV la carga de los juros se multiplicó casi por cinco. Como puede observarse en el Cuadro 1, la progresión del situado a lo largo del siglo XVII fue vertiginosa: 4,6 millones de ducados en 1598; 5,6 en 1623; 6,4 en 1637; 9,1 en 1667. En 1687 su monto ascendía a 12,3 millones de escudos de a 10 reales (de ellos, 4,1 no tenían cabimiento; esto es, se emitieron sin fondos). Esa cifra equivalía a 11,1 millones de ducados, o sea, 3 veces la cuantía de 1594 (Toboso, 1987, pp. 161-172). A una tasa de descuento del 5% el volumen del servicio de la deuda alcanzado en 1687 se corresponde con un nominal de 223 millones de ducados, casi cuatro veces el de 1594, lo que implica una tasa de crecimiento anual del 1,6 % de la masa de activos financieros en manos del público desde 1598. Como la Renta nacional debió de alcanzar su mínimo en Castilla durante esa misma década (Kamen, 1981, p. 174), el déficit anual medio desde 1594 debío de rondar el 1,5% de la misma y el nominal acumulado situarse en torno al 200 por ciento, tres veces más que la ratio deuda/PIB de 1598. Hacía tiempo que se había superado tanto el criterio de Maastricht para la deuda como el umbral de la Atrampa japonesa@ en la ratio servicio/ingresos. El país se encontraban en situación de quiebra técnica. Un discurso anónimo dirigido a Carlos II por esas fechas (con posterioridad a 1675, porque no menciona a la Regente) proponía un mecanismo ordenado de liquidación de toda la deuda existente -que estimaba acertadamente en 200 millones de ducados- a través de la pública subasta de quitas, a partir del valor a presente de los títulos. Por tratarse de la primera propuesta formal, perfectamente razonada, de declaración de insolvencia de una entidad soberana en la que la solución de la quiebra se encomienda al mercado, a través de la puja, transcribo a continuación sus principales cláusulas: ASe ha de notar... que los débitos decretados, los Juros sin cabimiento, y débitos de cuentas finales, o ya finalizadas, o tanteadas, los reputan sus dueños por de brevísimo valor, como fiándolos a los hombres de negocios, para que en lo que hacen, los pague V. Majestad por entero, contentandose por toda la cantidad con un seis, u ocho por ciento, y fiados. Y los Juros que tienen cabimiento, se venden también por una cuarta o quinta parte, y menos aún de todo su valor.@ Frente a las prácticas forzosas de anteriores bancarrotas y arreglos, el autor pide que sea el mercado quien module las quitas, recomendando... Aque sean los mismos acreedores árbitros de graduarse y preferirse a la cobranza de sus créditos; esto es, a poder cobrar prontamente, o a seis meses, o a uno o dos años, a su voluntad.@ La técnica y las garantías formales de la subasta deberían ser bien explícitas, dado que de otro modo no Ase puede conseguir, por el estado presente por otra forma...por el total descrédito o desconfianza general de las bolsas y tesorerías de V. Majestad@: AQue V. Maj. nombre un Ministro de su Consejo de Castilla, superior a otros que le asistan, a quien den memoriales cerrados los acreedores, por sí o por sus procuradores, con relación de la 21 certificación que obtuvieren de su legítimo crédito, haciendo a su voluntad baja a la Real Hacienda, y ofreciéndose a otorgar carta de pago por entero; y el que mayor equidad, y beneficio hiciere a dicha Real Hacienda para el día determinado y señalado (muy con tiempo) por pregones en todos los Reinos, ése entre cobrando primero, otorgando su carta de pago al pie de la certificación que trajere, habiendo dejado los papeles que a ella condujeren donde luego se dirá; y esta paga ha de ser con asistencia de dicho Ministro, que se ha de hallar personalmente para que al acreedor no le tenga menor la costa ni estorbo la cobranza, y sea tan efectiva como se promete y es razón@ El análisis coste/beneficio de esta propuesta, realizada por este más que probable ex contador real o ex-ministro del Consejo de Hacienda11 es bien sencillo: ASegún, pues, los dichos créditos están hoy de perdidos, tengo por sin duda, que con los primeros diez millones le otorguen a V. Maj. carta de pago y entreguen todos los instrumentos de más de ochenta o cien millones.... de forma que en breves años, como tres, o cuatro... se halle V. Maj. sin débitos algunos, recogidos y finalizados tantos papeles, que se deben becerrar para excusar muchas Contadurías y embarazos, y empezar la real Hacienda, como de nuevo, reducida a breves y claros papeles, y a su antiguo lustre y crédito@ Su condición de antiguo funcionario viene avalada por la de tenedor de juros -dada la práctica de colocación forzosa entre ellos-, lo que le permite aducir su propio interés, y el de otros, como aval de su propuesta, que comportaría un juego de suma positiva para tenedores y corona, pero negativa para los asentistas, únicos que, en ausencia de arreglo, realizaban el arbitraje interpartes: AQue la equidad, y baja sea tal como insinúo, lo puedo asegurar demás de lo dicho, por muchos acreedores que conozco, y por mi mismo, que soy acreedor de más de 120 mil escudos contra la Real Hacienda, de que hoy quedaría muy gustoso con los 10 mil prontos; siendo así, que si con el tiempo alguna persona de quien yo tenga satisfacción hace algún asiento, y que yo me concierte por algo para cedérselos, sin duda los vendrá a pagar la Real Hacienda por entero; en que se ve claro de cuanto daño son estos créditos a V. Maj. y cuan infructuosos a sus dueños@ (p. 24) El objeto de esta política no sería otro que el de reducir la presión y el fraude fiscal; consiguiendo A.. el total alivio de los pueblos, dándoles por libres de las rentas, ajustando las cuentas de los arrendadores administradores a quienes estos efectos y rentas contribuyan. Éstas, han de ser todas la rentas de millones...y que se puede ...satisfacer no sólo a los acreedores de estas rentas, de que se redime a los pueblos; pero a los de todas las demás... y desahogada la Hacienda Real luego que se haya dado satisfacción a los débitos de la corona, se podrá y será razón moderar su precio para mayor alivio de los Reinos, y menos fraudes, conque casi valdrán lo mismo que hoy.@ Finalmente, una vez liberadas de cargas se eliminaría la venalidad, procediendo a anular A...todas las ventas de todos los oficios comprados en las rentas que quedan corrientes, como también los Regimientos, Contadurías, Fieldades, Escribanías del número, y de Cámara, de los Consejos, Chancillerías, Porterías, Varas, Procuraciones, y cualesquiera otros que pertenezcan a la Regalía de V. Maj.@ La propuesta no se limita a la deuda pública contraída directamente por la Corona, sino que se extiende a todas las entidades públicas, como la villa de Madrid, que se han visto arrastradas a la insolvencia Apor socorrer al Rey, careciendo de rentas propias para hacerlo@, ya que: A...se ha permitido arbitrios en todo aquello que la necesidad ha pensado, por lo cuál la carestía en la Corte es tal que no se puede frecuentar, ni asistir, porque estos arbitrios son tan graves, que redituaron para pagar ocho por ciento de intereses de todas las cantidades que tomó sobre sí para los socorros dichos.....y por los innumerables dispendios que tiene su cobranza, es mucho más, sin comparación, lo que tributan los arbitrios que lo que paga la villa de intereses.@ De lo que se trata aquí también es de realizar un concurso de acreedores, de modo que: 22 A...en pocos años llegue a haber una total franqueza; quedar la Villa desembarazada de tanta opresión, así de ocupación como de débitos, y ellos cabalmente pagados; sin que haga (como muchos políticos han querido) quiebra indigna del crédito con que ha procurado mantenerse; sino una tal disposición, que ni en bancos del Norte, Casas de Contratación de Venecia, Génova, u otras partes la haya habido de tanto garbo, que han tenido algún descaecimiento; pues éste es inevitable, por más que desde el año 1636 se hayan bajado estos réditos a cuatro por ciento, que esto mismo explica que la quiebra va llegando lo agravado de la Corte, sin embargo, y que a breves años se seguirá una total ruina de estos créditos sin la franqueza que se desea@. Aparentemente Madrid pagaba entonces un millón de ducados como servicio de su propia deuda, después de haber reducido el tipo de interés desde el ocho al cuatro por ciento (esto es, su deuda ascendía a un nominal de 25 millones de ducados, algo más de la vigésima parte de la de la corona, aunque descontada ésta última al 5%). Se propone reducir unilateralmente el tipo de interés al uno por ciento y pagar como servicio Aalgo más de 200.000 ducados@ cada año (Aporque los acreedores tengan socorros de que valerse en el ínterin que perciben su caudal@). De lo que se trata es, pues, de decretar una espera indefinida para las tres cuartas partes de lo adeudado, destinando los restantes 800.000 ducados anuales a rescatar el principal mediante puja abierta: ASe citen todos los acreedores (que aunque muchos, es comprensible, pues acuden a un mismo lugar a cobrar) y el que mayor equidad hiciere por memorial cerrado, ante el Corregidor, Regidor, y Ministro Togado, que han de concurrir a día señalado, ése sea preferido para cobrar su entero crédito; y prosiga de esta suerte la villa cada medio año aligerándose de réditos, pues sólo el primero (aun sin considerar las bajas, que serán considerables) corresponden los 800 mil ducados, a cuatro por ciento de intereses, casi cuarenta mil de intereses@. Naturalmente, el éxito que se vaticina a la propuesta se debe a que las expectativas de los tenedores de títulos eran mucho perores: AQue a los acreedores les sea esta disposición de beneficio, es claro, pues éstos hace algunos años que, con muy justa razón, están recelando una total quiebra; porque las cosas de la Villa no se pueden mantener en el estado presente, sin embargo de la reforma hecha; y, aunque se ha excusado, porque no decaiga el crédito, para poder hacer otras asistencias a V. Maj. no las puede ya continuar, con que el caso de la quiebra ha de llegar; y con la forma regular de tales casos nunca se acercará el que cobren los acreedores, para con los cuales es de reparar que los más son del tiempo en que la plata y oro excedió, e igualó, a la mitad de su valor, con que por todas consideraciones, y algunas jurídicas [subrayado en el original], les está muy bien lo dicho, y tanto más cuanto son hoy menores los intereses, que con menos partida los tendrán mayores en otros empleos; además, que en el ínterin que cobran, pueden servirse de estos créditos para afianzar las rentas Reales, sin que se consideren por todo su valor@. Y, una vez experimentada la propuesta en Madrid, lo recomendable sería articular un procedimiento general de insolvencia para todas las entidades locales: APero se viene a los ojos inmediatamente, que para mayor alivio de los Reinos mande V. Maj correr lo mismo en todas las ciudades, que por servicios que le han hecho, como ésta de Granada, se hallan en concurso de acreedores; pues con ello cesarán los arbitrios que han impuesto, se logrará la baja de precios, que va explicada en esa corte, y llegará el caso de que aquellos cobren; pues los que tienen cabimiento en sus censos siguen la misma y mayor desesperación para cobrar sus intereses que los de la Real Hacienda, y otros están por ahora sin alguna esperanza, en cuya materia no puede militar de todo la misma norma que se puso en la Villa de Madrid, de dar uno por ciento por entre tantos, porque en ésta no está aun hecho concurso: los impuestos que sus vecinos pagan son mayores y los intereses de los acreedores, que no se reputan aún por tan fallidos como los de las Ciudades; que han de correr como en la Real Hacienda..... y para los acreedores y censalistas milita la misma razón que se insinuó en la villa de Madrid de poder gozar sus créditos, para afianzar las rentas Reales, considerándolos por menos de su valor, según el lugar que tienen en sus concursos@. Finalmente el autor -que indica Ahaber andado en muchas conferencias en diferentes partes de España, con los Ministros, Religiosos y Políticos@- señala que todos sus interlocutores: 23 AConvienen generalmente en que no puede tener forma el desempeño de la Real Hacienda, por ser precisa una total quiebra para ella, en que se faltaría al Real decoro de V. Majestad sin que los doctos puedan hallar salida al cargo tan grande, del grave perjuicio que se seguiría a tantos vasallos, de no darles satisfacción en sus créditos,..... mientras que con estos alivios se podría aspirar a más altas empresas, mejor comercio con las Naciones, aventajar el de las Américas en mero útil de Castilla.... como también el deseo de los Señores Reyes D. Felipe Segundo, Tercero y Cuarto, de los Montes de Piedad; en los cuales libraban con gran fundamento asegurar un próspero estado, sin contingencia.@ En suma, muestro autor recomienda reconocer el estado de quiebra de la Hacienda y actuar en consecuencia para recuperar la confianza del público. Porque ya al subir al trono este último monarca el cabimiento de las rentas fijas estaba superado en 350.000 ducados de renta; a partir de 1626 se habían situado juros sobre los millones; en 1648 se había superado también el cabimiento de los servicios ordinario y extraordinario, y finalmente, en 1687 el situado constituía un 150% del cabimiento, de modo que hubo que buscar nuevas formas de exacción para crear renta gravable. Desde 1625 se habían venido usando los llamados valimientos -o descuentos de una tercera parte de los intereses-; a partir de 1630 los descuentos se usaron regularmente, y después de 1635 se convirtieron en permanentes y se computaron directamente como ingresos de la corona. En ese mismo año se secuestró la mitad de los intereses debidos a los extranjeros y un tercio a los naturales, y a partir de 1637 el secuestro se elevó a la mitad para todos, a título de empréstito forzoso, que rindió 3,2 millones de ducados. Desde entonces y hasta 1676 todos los años se aplicó una Annata, con distintos tipos de descuento, hasta que ese año se convirtió en ingreso permanente de la Corona equivalente al 50% de los intereses de toda la deuda (Media Annata) (Toboso, 1987, pp. 174-178). De hecho, según las estimaciones de Domínguez Ortiz y de Toboso, entre 1687 y 1714 no se debieron pagar más de 3,7 ni menos de 2,7 millones de ducados como rédito de juros al año (Toboso, 1987, p. 187), lo que significa aproximadamente entre un cuarto y un tercio del compromiso nominal, que todavía bajaría al 10% en 1737 (en que se abonaron 1,8 millones: p. 230). Los cálculos realizados durante el siglo XIX, de cara a su liquidación definitiva, ya se harían a partir de los rendimientos efectivos de los juros, tras la actuación de la Junta o Comisión de Examen de Juros. Conclusión: la trampa de liquidez y las consecuencias económicas de los Austrias. Carande había imputado a la nacionalidad flamenca, originaria de Carlos V, su despreocupación por los intereses económicos de Castilla: A...cuya hacienda habría de estrujar hasta esquilmar nuestra economía@, de modo que Ano puede sorprender que, teniendo vuelta la espalda a una política de tipo nacional, el precio fuese carísimo@ (1949, pp. 41 y 43). Pero el Conde-Duque de Olivares no le fue a la zaga en una política idiosincrásica cuyos objetivos no podían ser otros que Ala independencia indómita y la propensión a la guerra, sobre todo si con las armas se persigue la unidad de la fe@ (p. 42). En la actualidad, tras las crisis financieras del año 1929, de la deuda latinoamericana de los años ochenta y las crisis mexicana y asiática de los años noventa del siglo actual, todo este debate lo entendemos mucho mejor a la luz de los análisis del Anuevo keynesianismo@ (Ball-Romer, 1991), cuya escuela considera a las rigideces de precios y salarios más como un síntoma de los fallos subyacentes en el funcionamiento de los mercados financieros y de trabajo que la causa directa de las fluctuaciones económicas (Greenwald-Stiglitz, 1993, p. 39): la causa de que la expansión de la oferta de dinero a través del crédito produzca efectos reales estriba precisamente en la aversión al riesgo de individuos y empresas y en la existencia de mercados de riesgo incompletos. Dado el 24 papel crucial desempeñado por el crédito en nuestros siglos de oro, este enfoque arroja nueva luz sobre la interpretación de la etapa más tormentosa de la historia económica de España, que en buena medida condicionó las posibilidades de desarrollo económico ulterior. Puede decirse que durante la segunda mitad del siglo XVII España se sumergió en una descomunal trampa de liquidez, que esterilizaba cualquier efecto real derivado de las políticas monetaria y de activos financieros, cualquiera que fuese el signo de éstas. Krugman (1999) ha descrito así el efecto de estas políticas en circunstancias normales: Ala pendiente de la curva de oferta de dinero (y de demanda agregada real) se debe a que un precio más bajo eleva el cociente entre cantidad de dinero y precios, lo que reduce los tipos de interés y eleva la inversión y la demanda agregada. En ausencia de ese movimiento autónomo, la política monetaria y financiera expansiva puede elevar también aquel cociente, provocando la elevación subsiguiente de la demanda agregada, a condición de que la reducción de los tipos de interés constituya un estímulo para la inversión@ (subrayado A.E.). El problema del siglo XVII español consistió en que la destrucción del mercado financiero y la pérdida de confianza en el símbolo monetario había conducido a una situación de intereses reales negativos, con expectativas a empeorar, de modo que el tipo de interés nominal resultaba inerte respecto a la inversión y la demanda agregada real (la curva de oferta monetaria era vertical en el entorno relevante). Desde comienzos de siglo debió de interpretarse que la desaceleración de los precios constituía un desplazamiento hacia la derecha de la curva de oferta agregada real (desde la posición 1 a la 2-3 en el diagrama I) e implicaba un aumento de la demanda de dinero (y no una combinación de menor presión monetaria con descenso de población), así que se decidió saciar esta demanda inundando el mercado de moneda fiduciaria y de deuda (generalmente, de colocación forzosa). Pero como la curva de oferta monetaria (y de demanda agregada) era vertical, lo único que se consiguió fue aumentar la inflación de precios en vellón, sin afectar a la oferta real (la demanda agregada pasó de 1 a 2, elevando los precios medios en vellón, pero el punto de equilibrio siguió en E=). Además, la oferta iba a entrar enseguida en la zona de rendimientos crecientes, y el repliegue de la tierra cultivada habría visto reducir la renta ricardiana y recuperarse los beneficios -y, junto a ellos, la inversión, mejorando la productividad-. En 1680-86, se hizo lo contrario, reduciendo la oferta de dinero (la demanda agregada se desplazó desde la posición 2 a la 3, en un sólo momento, rompiendo expectativas para recuperar credibilidad. Ciertamente, el punto de equilibrio todavía no se movió de E= y la oferta agregada real siguió en 2-3, e incluso siguió desplazándose hacia la derecha, puesto que la caída demográfica aumentaría los rendimientos crecientes, lo que debió de contribuir a agudizar la espiral deflacionista. Pero se consiguió romper la trampa de liquidez keynesiana, que había inutilizado los efectos reales de la política monetaria y financiera durante ochenta años. Y, al restablecer la confianza en la moneda y reestructurar de algún modo el crédito público, las fuerzas de la economía de la oferta se dinamizarían de nuevo durante la fase baja del ciclo maltusiano, permitiendo a la economía comenzar a responder a los estímulos del mercado, que ahora afectaban de nuevo también al sistema monetario, una vez recuperando el régimen de fiat money. Todo el mundo asociaba los juros con el caos económico que acabó con la hegemonía española. No podía ser de otro modo puesto que estos títulos documentaban el crédito de la corona y éste prácticamente había dejado de existir. Por eso, la historia de los juros a partir de 1700 había de ser un puro intento de librarse de ellos, tratando de limitar los daños para el crédito del régimen que sucedió a la monarquía austracista, cuyo fracaso económico condujo a su sustitución por la dinastía borbónica, que había sido su principal adversaria secular12. El primer titular de la nueva dinastía, Felipe V, comenzó por repudiar todos los juros Ay otras deudas que no fuesen de rigurosa justicia, como el que se hubiese tomado a los dueños el haber líquido@. El paso subsiguiente consistió en crear en 1715 una Pagaduría General de Juros para elaborar relaciones del papel en circulación, tratar de liquidarlo y centralizar los pagos, aplicando una serie de reducciones que dejaron el haber líquido en un máximo del 43,5%, para los juros 25 reservados y en un mínimo del 11,5%, para los juros modernos emitidos después de 1635, todo ello aplicado con excepciones y cierta arbitrariedad, como era costumbre de la Hacienda real, pero siguiendo la orientación general de los tipos de interés en el mercado monetario, aunque nada de esto consiguió evitar la suspensión de pagos de la nueva dinastía en 1739. Finalmente, en 1748 el ministro de Hacienda, Marqués de la Ensenada, aprovechando la etapa de neutralidad iniciada con el final de la Guerra de sucesión de Austria, dio el último impulso para la liquidación de esta vieja forma de deuda pública creando la Junta o Comisión de Examen de Juros, y en 1749 se anularon todos los juros emitidos en pago de intereses y los provenientes de asientos realizados en especie, pero el examen y la evaluación de la compleja casuística existente se prolongaría a lo largo de todo el siglo y sería objeto de múltiples normas aclaratorias, cuyo único punto de coincidencia con los innumerables memoriales de la época era la idea, aceptada en los reales decretos, de que los hombres de negocios habían sangrado al país y eran los principales causantes de su ruina económica (Ibíd. capítulo VII, passim; p. 235), haciendo de este modo un lavado de la fachada de la Monarquía de los Austrias respecto a sus responsabilidades históricas, y poniendo en la picota demagógicamente a Alos comerciantes@. Canga Argüelles estimó que los intereses de juros subsistentes en 1818 equivalían a 37 millones de reales al año (3,36 millones de ducados) importando un capital de 1.260 millones de reales (114 millones de ducados), lo que implica aplicar un tipo de interés de capitalización del 2,9 %, resultado global al que se llegó después de las sucesivas reducciones a que se vio sometida esta carga durante el siglo XVIII. Cifras muy parecidas a las de Canga (339 millones de pesetas, equivalentes a 1.600 millones de reales y 145 millones de ducados) serían las que habría de reconocer la Ley de 1 agosto 1851, que canceló definitivamente todo tipo de juros, convirtiéndolos en deuda amortizable de 10 clase al 5 % y en deuda interior al 4% (Toboso, 1987, p. 246). Esta larga problemática histórica no sería explicable sin la movilización a escala continental, por parte de la monarquía austracista, de una forma de dinero que es, por definición, completamente virtual: el dinero creado por el sistema bancario, que alcanzó su plena maduración precisamente durante aquella etapa. Huerta de Soto (1998) -y en general los economistas de la escuela austríaca- imputa a la capacidad conferida a los bancos de crear dinero con reserva fraccionaria la responsabilidad de todos los desarreglos y burbujas financieras de la historia, que no serían otra cosa que la necesidad periódica de subsanar el vicio inicial del sistema bancario, derivado de la superposición en una sola institución de dos funciones radicalmente distintas: la de la custodia de depósitos y la de préstamo. Se trata indudablemente de una posición extrema, derivada del imperativo teórico de los economistas de esa escuela, que exige razonar en términos de mercados perfectos. En cambio, el supuesto de partida del Anuevo keynesianismo@ consiste precisamente en la existencia de fallos subyacentes en el funcionamiento de los mercados -monetarios y de trabajo-, de modo que las rigideces de precios y salarios son contempladas, más como un síntoma de estas imperfecciones, que como la causa directa de las fluctuaciones económicas (Greenwald-Stiglitz, 1993, p. 39). Pues bien, si la existencia de mercados imperfectos puede predicarse de las economías actuales, con tanto mayor motivo el supuesto resulta aplicable a la de los siglos de oro, dado el estado naciente del mercado, la opacidad de muchos de los movimientos de los agentes y la posición radicalmente asimétrica desempeñada por el monarca en el sistema de crédito. Durante los primeros años del reinado de Felipe III se abandonó de forma subrepticia y vergonzante el sistema monetario bimetálico de pleno valor intrínseco, en el que la relación del contenido metálico de los dos tipos de monedas debe guardar la misma relación con su valor de mercado, y ambas con el nivel general de precios de los productos, so pena de que una de las monedas sea desplazada por la otra, de acuerdo con la Ley de Gresham. Esta ley se suele formular, erróneamente, mediante el dicho Ala mala moneda expulsa a la buena de la circulación@, que debe sustituirse por este otro: Alo barato expulsa a lo caro si se intercambia al mismo precio@ (Mundell, 26 1998). A fines del XVI la plata estaba encareciéndose respecto al cobre, pero la monarquía no quería degradarla por razones de política internacional. Como aumentar la ley del vellón era caro y habría provocado deflación, se decidió envilecer la moneda de cobre, lo que suponía un buen negocio para el Rey, al aumentar la recaudación por señoreaje. Como consecuencia, la plata desapareció por completo de la circulación13 y para sustituirla hubo que multiplicar las emisiones de vellón, pero el abuso generó desconfianza (aunque no demasiada inflación, salvo en la etapa de guerra, a partir de los años cuarenta). Una vez abandonadas la aventuras bélicas, las reformas monetarias de 1680-86 fueron un proceso iterativo de búsqueda de la relación adecuada entre peso, ley y valor de las dos monedas, en relación al nivel general de precios, como afirmaba la teoría monetaria del padre Mariana, formulada en 1605 (García del Paso, 1999 y 2000). A la vista de la inmensa trampa de liquidez en que se había incurrido, la vuelta a la moneda de pleno valor intrínseco en 1686 y la práctica declaración de quiebra de la monarquía en 1687 fueron las dos piezas de una única política de recuperación de la confianza. Con anterioridad, la inestabilidad de la moneda de vellón se consideró popularmente como algo fatídico, pero los nuevos economistas del siglo XVII -que, según José Antonio Maravall (1981), defendieron una posición que puede calificarse de AKeynesianismo avant la lettre@ (p. 183)se dieron cuenta enseguida de que lo verdaderamente perjudicial eran las oscilaciones erráticas -los shocks, que rompían las expectativas-, mientras que la disminución de la ley de acuñación de la plata -y el mantenimiento de un equilibrio adecuado con el cobre- terminaría por ser considerada como una simple consecuencia del anterior desequilibrio del poder adquisitivo -y, por tanto, del valor real- entre la moneda española y la de los otros reinos; esto es, como una especie de tipo de cambio flotante que contribuiría a paliar el problema de pérdida de competitividad, como ocurrió efectivamente a finales del siglo XVII. No estaba ahí el principal problema para nuestros economistas protokeynesianos -aunque se ocupasen de él y propusieran juiciosas medidas para atajarlo-, sino en el mal funcionamiento del sistema de crédito y su progresiva descomposición, a medida que iban quedando minadas las fuentes de ingresos que afianzaban la emisión de juros y se iba formando una descomunal burbuja financiera que acabaría estallando. La repetición del proceso a fines del siglo siguiente -esta vez con los vales reales- acabaría convirtiendo en inviable el crédito en España, lo que dio al traste con cualquier posibilidad de desarrollo económico moderno, hasta que la gran operación de privatización en que consistió la desamortización de la tierra del siglo XIX permitió saldar las viejas deudas y con la nueva regulación liberal se inició la formación de un sistema bancario capitalista, que volvería a hundirse tras el fracaso económico de la oleada de inversiones ferroviarias y no se recuperaría hasta la repatriación de capitales indianos de comienzos de este siglo, la nacionalización de la deuda externa durante la primera guerra mundial y la nueva regulación bancaria de comienzos de los años veinte. He examinado las vicisitudes de todos esos procesos en Espina (2.000), pero la principal conclusión de lo aquí expuesto es que el atraso económico de España durante la edad contemporánea se explica en buena medida por los obstáculos políticos derivados del mal gobierno durante la edad moderna, aunque sólo a su término apareció en la esfera pública el nexo entre éste y el crecimiento económico, bajo la forma de la divisa de la conspiración de Picornell, de 1795: “Libertad, Igualdad y Abundancia”. Tales obstáculos, sin embargo, retrasaron hasta el siglo XX la aparición y el desarrollo de un sistema financiero eficiente y saneado, capaz de “actuar como el verdadero cerebro de la economía: seleccionando a los utilizadores más eficientes de los recursos ahorrados; monitorizando el uso de los mismos; minimizando el riesgo; proporcionando liquidez, y distribuyendo información” (Stiglitz, 1998). Algo que Holanda supo hacer ya en el siglo XVI, Inglaterra en el XVII y Estados Unidos en el XVIII (Hart et alia, 1997). 27 Al contemplar actualmente la secuencia de crisis financieras y bancarias por las que han atravesado muchos países desde finales de los años setenta (Caprio-Klingebiel, 1996) y las dramáticas consecuencias sobre el crecimiento económico de los ochenta de la crisis de la deuda latinoamericana, por no hablar de las actuales crisis bancarias japonesa o rusa -capaces de bloquear el crecimiento de continentes enteros durante decenios-, entendemos mucho mejor los devastadores efectos que tuvo la crisis española del siglo XVII, con la que se resolvió finalmente una burbuja financiero-monetaria-inmobiliaria-crediticia de dimensiones tanto más voluminosas cuanto que se encontraba ya considerablemente inflada un siglo antes de estallar, cuando Felipe II subió al trono, como se lo indicó sin ambages el contador Luis Ortiz en su conocido Memorándum. Por eso mismo la experiencia española puede servir de ejemplo contrafactual para el diseño de nuevas políticas de desarrollo económico y de los códigos de buenas prácticas y buen Gobierno en que se basa la Nueva Arquitectura Financiera Internacional. 28 REFERENCIAS -Álvarez Nogal, C. (1997), El crédito de la Monarquía Hispánica en el reinado de Felipe IV, Junta de Castilla y León, Estudios de historia. -Anónimo (post 1675) Único y eficaz medio de la restauración de esta Monarquía; y tal, que no es Arbitrio para gravar los Pueblos, con visos al parecer tolerables, de que se ha seguido su ruina; si, para su total e inesperado alivio.... Que ofrece a los reales pies del Rey nuestro señor don Carlos Segundo un humilde y leal vasallo, residente en la ciudad de Granada, con un pié que dice “se hallará en Cádiz, en casa de Christoval de Requena, mercader de libros, en la plaza”. Se conserva en la biblioteca de Hacienda (signatura R. 6458), 41 pp. -Asher, D. L. y R. H. 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Dcha.) 1000 8.5 800 Miles 7.5 600 6.5 400 5.5 200 0 1515 1545 1575 1605 1635 4.5 1695 1665 Gráfico 4 JUROS: NOMINAL Y RÉDITO/AÑO EN MILLONES DE DUCADOS Y DE REALESDE VELLÓN 100000 10000 100 1000 10 100 1 SERVICIO (REALES) CAPITAL (REALES) 10 0 1 1501 1551 1601 1651 1701 1751 1801 1851 1526 1576 1626 1676 1726 1776 1826 33 EN MILLONES DE REALES EN MILLONES DE DUCADOS 1,000 NOTAS FINALES 1 En cambio, la retirada de vellón en 1628 y 1642 no fue compensada, mientras que la de 1652 se hizo compensando la reducción de valor con juros al 5% (Hamilton, 1988, p. 43). Aunque Santiago (2000. P. 179) separa las dos medidas y considera que la alternativa fue soportar la deflación o cambiar la moneda de vellón grueso, a su viejo valor, por juros, también desvalorizados. 2 Durante el primer tercio del siglo la explotación de la mina de Almadén -principal instrumento de política monetaria- era ya un negocio ruinoso para Marcos Fúcar, a quien el Rey pagaba 11.000 maravedíes por quintal (de cien libras) de azogue, mientras que en 1637 los gastos de producción se elevaron a 20.397 maravedíes por quintal, lo que acabó arruinando a quien, desde los tiempos de Carlos V, había venido actuando como el banco central de la monarquía. 3 Denomino Amal gobierno@ a la inobservancia de las reglas básicas definidas actualmente a través de los códigos de buenas prácticas que configuran la ANueva Arquitectura Financiera Internacional@. Incurro con ello deliberadamente en un anacronismo, para señalar que utilizo la evidencia de los siglos XV a XVII como contraste de algunas de las propuestas del debate actual. 4 Téngase en cuenta que a niveles moderados de inflación -dados los estándares establecidos en el siglo XX- el impacto de la inclusión de índices de precios de activos sobre el nivel general de precios resulta determinante para predecir la relación entre inflación y masa monetaria: aparentemente el mejor predictor actual de la inflación norteamericana es el construido por J. Carson para el Deutsche Morgan Grenfell que, siguiendo la vieja idea de Irving Fisher, incluye precios al consumo, precios al productor, precios de la propiedad y precios de las acciones, convenientemente ponderados (The Economist, 9-V-1998, p. 87). 5 O, más bien, remunerado implícitamente a través del precio de los bienes actuales (p) medido en bienes futuros, porque Ahacen falta dos nominales para hacer un real@ (Krugman, 1999). Tal remuneración equivale a la cantidad de bienes futuros a la que debemos renunciar para consumir una unidad de bienes actuales, que, con una tasa de interés, i, y con un precio esperado, pe, suponiendo un sólo período de espera, viene dada por la fórmula: (1+i)A(p/pe). 6 En su Tratado de los Cambios de 1597 Luis de Molina llega a pergeñar un mecanismo de medición del riesgo y de imputación de consumo de capital: APecan mortalmente, ... por ejemplo..., si envían tantas mercancías a ultramar que en caso de naufragar la nave, o de que sea apresada por piratas, no les sea posible pagar los depósitos ni aún vendiendo su patrimonio. Y no sólo pecan mortalmente cuando el negocio acaba mal, sino también aunque concluya favorablemente. Y eso por razón del peligro a que se expusieron de causar daño a los depositantes y fiadores que ellos mismos aportaron para los depósitos@ (Citado por Huerta de Soto, 1998). 7 Fuente: En general: Toboso (1987); para 1573, Ruiz Martín (1990. p. 36); Para 1667 y 1669, Sánchez Belén (1996, pp. 87-8); para 1687, Kamen (1981, p. 577). 8 Según Ruiz Martín, tras los arreglos de 1598 el situado absorbía casi la mitad del presupuesto de ingresos (con 9,7 millones de ducados) y el capital de los juros era casi cinco veces el presupuesto de gastos de ese año, que habría ascendido a 11,4 millones (Op. cit. p. 36). Damos crédito a la investigación de Toboso por ser mucho más reciente. De aceptarse la cifra de Ruiz Martín la corona se encontraría próxima a la Atrampa de deuda@ en que se encuentra Japón actualmente, con un servicio de la deuda del 65% de los ingresos fiscales (Asher-Dugger, 2000). 9 A la muerte de Felipe III en 1621, Felipe IV dictó la Pragmática de 26-X-1621 prohibiendo vender juros a más de 20.000 el millar (con interés de 5%), aunque la Real Hacienda los negociaba al 10% (p. 184). La norma estaría vigente hasta que Patiño dictase la de 12 agosto de 1727, estableciendo 34 el interés máximo en el 3% (o 33.000 y un tercio por millar; p. 228). 10 Agregando la renta de América y otras rentas, en 1654 se ingresaron 18 millones de ducados. En la proposición real a las Cortes de ese año se decía que la deuda ascendía a 120 millones (aunque sólo el situado de 1637, al 5%, significaba 128 millones). Según Sureda (1949, pp. 87 y 114) en 1674 se ingresaron 36,75 millones, cifra afectada por el desorden monetario de entonces ya que, de ser homogénea con aquella cifra, se habría evitado la bancarrota de 1664. 11 El proponente conoce bien el arreglo de 1661, Aen que no se consiguió el desempeño de la Real Hacienda y sí la pérdida de muchas casas de negocios@, lamenta no tener a mano las contadurías y manifiesta orgullo corporativo por el antiguo lustre del oficio de contador real. 12 El óleo de Henry de Favanne “España ofrece la corona al Duque de Anjou”, pintado en 1704 y conservado en el Museo de Versalles-Trianon, refleja la actitud con que la corte francesa afrontó la sucesión de Carlos II: el cardenal Portocarrero, regente, indica solemnemente a una mujer arrodillada – que representa a España - que entregue la corona al Duque, flanqueado por las flores de Lis y por una bella dama –Francia- que también indica a España quien es su nuevo rey, como lo hace igualmente el personaje mitológico que domina la escena. En el boceto previo –conservado en el Museo de Bellas Artes de Orleans- España estaba de pié. La corte debió de indicar al pintor que la pusiera de rodillas. Con la llegada del nuevo rey, al fondo del cuadro otros personajes mitológicos ahuyentan a los seres malignos que acechaban a la humillada España. 13 De las ocho compañías plateras que en 1615 compraban la plata privada, para acuñarla en la ceca de Sevilla, cinco quebraron antes e 1620 (Hamilton, 1975, p. 44). En 1650 el vellón representaba el 92% del circulante y entre 1650 y 1680, el 95 % (Hamilton, 1988, p.39). 35