Apuntes sobre lingüística y totalitarismo (Parte I) Erick Monterrosas Castrejón Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. George Orwell 2+2=5 El presente ensayo se propone bosquejar algunas ideas sobre la relación entre algunos conceptos de lingüística y el fenómeno del totalitarismo. Para clarificar el estudio, me apoyaré en las definiciones más o menos delimitadas de Juan J. Linz y Alfred Stepan (Linz, 1999) que conciben al totalitarismo como un régimen político carente de un pluralismo político, social o económico significativo. En el cual el partido oficial tiene un monopolio del poder (ya sea este de jure, o de facto); hay un líder carismático con un poder incuestionado e irrestricto; además de una ideología utópica que deriva en un sentido de misión y legitimación. A esta acepción considero pertinente agregar algunos puntos de Friedrich; “a single mass party, a technologically conditioned near-complete monopoly of all means of effective armed combat and of effective mass communication, and a system of terroristic police control”. (Friedrich: 53) Una vez clarificadas las características del régimen político al cual pienso referirme a lo largo de este trabajo, quiero ahondar en el fenómeno ideológico que en los sistemas totalitarios da paso a un falseamiento del lenguaje; a un complejo, y pocas veces evidente proceso de metamorfosis de significados y significantes (en la acepción saussureana), así como la primacía de ciertos conceptos en la jerarquía ideológica con la finalidad de articular un discurso lógico en el cual se legitime dicha ideología. Esta tesis parte de la necesidad de explicar el discurso y praxis totalitarios, alejados de respuestas reduccionistas, que nos hagan caer en un simplismo del que nos advertía Arendt. Esto es, atribuir el éxito de la propaganda dominante a una victoria de la mentira sobre la ignorancia y la estupidez de toda una sociedad. Es verdad que “es más fácil adivinar porqué un discurso de Hitler llegó a lo más hondo de un alemán que sobrevivió a Verdún o de un burgués berlinés anticomunista, que comprender la resonancia que tuvo para Heidegger o para Céline”. (Furet, 1996: 17) Pero la verdad es que el totalitarismo encierra una complejidad debido a una carga ideológica que permeó capas psicológicas y sociales, ni siquiera tocadas en ningún otro tipo de régimen. Al enfrentarnos al estudio del totalitarismo descubrimos que “ninguna de nuestras categorías tradicionales legales, morales o utilitarias conforme al sentido común pueden ya ayudarnos a entendernos con ellos, o a juzgar o predecir el curso de sus acciones.” (Arendt, 1999: 682) Como Francois Furet menciona, este es un fenómeno sin parangón antes del siglo XX, el hecho de articular una ideología secularizada, pero no por ello carente de providencialidad, de manera sistemática y sobre todo exitosa, convierte al totalitarismo en una de las mayores interrogantes de la historia contemporánea. Esa ilusión fundamental, que llevó al hombre político moderno a una entrega psicológica comparable a una fe religiosa, consagrando para ella una significación histórica de mayor trascendencia, sólo pudo desembocar en una catástrofe. En el intento de la relegación del individuo a un espacio de comunidad total inexistente por su espejismo, a lo que Dumont acusaba de falso holismo. La lógica totalitaria no perdona al hombre a menos que éste se encuentre inserto en lo que Anthony Burgess veía como la Naranja mecánica; una realidad que se encuentra condicionada por la lógica del lenguaje de la dominación absoluta, no sólo en lo política sino con la meta implícita de regular hasta la última esfera de la vida del zoón politikón. De falsear la realidad más allá del adoctrinamiento. Como señala Hannah Arendt; “El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existe la distinción entre el hecho y la ficción.” (Arendt, 1999: 700) En el totalitarismo se da una transposición de las normas de pensamiento que aprehenden la realidad de la experiencia, y aunque se le ha brindado un papel primordial al aparato de propaganda de la máquina totalitaria en este proceso, pienso que pocas veces se ha abordado, dicha transposición, primordialmente a través de la transfiguración del lenguaje. Todo pueblo tiene su lenguaje del bien y del mal, que el vecino no comprende. Se ha inventado ese lenguaje para sus costumbres y sus leyes. Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal, miente en todo lo que dice y todo lo que tiene lo ha usurpado. Nietzsche 2 El hombre actúa como si fuera el creador y el dueño del lenguaje, cuando es éste su señor. Cuando esta relación de dominio es invertida, el hombre sucumbe a extrañas coacciones. Heidegger Tabula rasa, la construcción de un lenguaje. El totalitarismo surge de una reacción, a decir, una negación del pasado. Los valores liberales-democráticos individualistas y la lógica de pensamiento burgués ilustrado basados en el humanismo occidental se convierten en su Némesis. El nazismo; con su filosofía de la pureza aria, y el bolchevismo; imbuido por las reglas del materialismo histórico, pretenden formar una nueva sociedad, una nueva cosmovisión del hombre en abstracto, erradicando a cualquier precio lo que a sus ojos es un lastre para el desarrollo histórico de la condición humana. De esta manera, el totalitarismo es, desde su génesis, un movimiento refundador. El mismo concepto de Estado Total deja entrever su rompimiento con las concepciones tradicionales del Estado. Dicho concepto es forjado en el seno del fascismo italiano por el filósofo Giovanni Gentile, quien consideraba al Estado como un “principio”. (Traversa, 2001, 32) Mussolini, con el famoso aforismo de “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado” sienta las bases para las directrices del Estado soviético y nacionalsocialista. Irónicamente, lo Stato fascista, que es el que acuña el concepto de “totalidad”, nunca logra consolidarse como un Estado totalitario. Sus sucesores, con sus respectivos matices, retoman la idea del Estado totalitario y la llevan a la concreción con distintas ideologías, pero valiéndose de instrumentos muy similares para llevarlas a cabo. El nacional-socialismo, en realidad reemplaza al Total Staat, cuyos principales teóricos eran Carl Schmitt y su discípulo Ernst Forsthoff, por el Völkische Staat. (Traversa, 2001: 42) Que tenía una connotación explícitamente racial. Esta innovación suplantaba el tradicional demos del Estado, por un ethos como principio fundador, que se basa en la volksgemeinschaft cerrada. Porque el Estado, según Hitler; “era sólo un medio para la conservación de la raza”. (Arendt, 1999: 549) En contraste, el comunismo, por antonomasia, tiende a la supresión del Estado, es sólo un instrumento para llegar a la dictadura del proletariado. No obstante, el Estado soviético se convirtió en uno de los Estados más burocratizados, monolíticos y coercitivos de la historia moderna. Con su habitual tono ambiguo, Stalin afirmaba: “El más elevado desarrollo posible del poder del Estado con objeto de preparar las 3 condiciones para la muerte del Estado: ésta es la fórmula marxista.” (Arendt, 1999, 549) Contradictoriamente ambas ideologías; nazismo y comunismo, pretenden restar importancia al papel del Estado mientras lo agigantan en la praxis. En términos deconstructivos, marginan al Estado, y sitúan en un logocentrismo la raza y la lucha de clases respectivamente. Se legitimiza a priori una jerarquía de Estado supeditado a ideología, que lleva implícita una lógica en la cual se pueden trastocar los conceptos, adaptarlos a esta nueva realidad legítima. Mediante lo que Foucault denominaba como el saber-poder, queda establecida con sustentos incuestionables y “científicos” la veracidad del darwinismo social ario, o de las leyes del desarrollo histórico de las sociedades. Este nuevo sistema, fija nuevas reglas de categorización de la realidad histórica y social; y por ende de la concepción del individuo mismo. Aunque el estudio en retrospectiva del totalitarismo puede revelarnos una aberración ideológica, en su momento tiene una justificación y congruencia tangibles. Para comprender la magnitud del avasallamiento ideológico, que a pesar de no lograr cooptar a todos los individuos de la sociedad, sí tiene profundos alcances; debemos poner de relieve que el totalitarismo no da cabida a la oposición, es excluyente, y de hecho necesita de elementos contestatarios que funjan como chivos expiatorios. El nazismo, en especial, no se concibe como una ideología universal, y aunque el comunismo sí lo hace, sabe que tendrá que erradicar los vestigios de la sociedad burguesa. La violencia así, contra estos elementos queda plenamente justificada. Se implementa una organización según el principio de que “todo el que no está conmigo, está contra mí, el mundo en general pierde todos sus matices, diferenciaciones y aspectos pluralistas”. (Arendt, 1999, 578) El primer paso que lleva a cabo el totalitarismo para constituirse como tal es el de la consistencia. Un crimen contra el comunismo no puede ser tal sin su debida confesión (a pesar de la obvia falsedad de ésta), el régimen nazi necesita legitimar el racismo a través de una meticulosa legislación, la represión social de todo elemento no germano ya no basta, la ley debe sustentarla (como en el caso de las leyes de Nuremberg). Como en el caso del doublethinking orwelliano, se debe lograr una congruencia, aún si es a costa de la destrucción de las categorías previas, se debe imponer un nuevo orden de la realidad, del lenguaje. 4 El lenguaje, en esta legitimación mediante la erradicación de la autonomía del mismo1, debe tener un nuevo fin, y el de comunicar a los hombres ya no es uno válido, para el totalitarismo, el lenguaje debe trascender la mera comunicación, ahora debe sustentar (y ser congruente) con la dominación ideológica; debe crear por y para el totalitarismo, una mutación en el sistema lingüístico anterior que debe romper con la realidad aprehendida por medio del lenguaje original y la suplante. Después de todo ¿Lo dicen todo las palabras? ¿No destruirán, por el contrario, los símbolos demasiado sutiles para ellas? Virginia Wolf Bibliografía Arendt, Hanna, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 1999. 3 tomos. Benveniste, Emile, Problemas de lingüística general, México, Nuevomar, 1982. 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