Entaki Siempre quise tener una vida de éxito, lo reconozco. Imaginaba que algún día podría viajar alrededor del mundo, descubrir lugares escondidos. Amaba la naturaleza. Cuando era un adolescente soñaba con ser explorador, cerraba los ojos y podía visualizarme con un gorro, una camisa y bermudas color caqui. Rodeado de aquello que necesitaba: a mi mujer y a mi hijo. Durante unos años mis expectativas se cumplieron, conseguí ser feliz a mi manera, tal y como había soñado, viajaba con ambos y parecía que la suerte estaba con nosotros. Todo transcurría con tranquilidad hasta que tiempo después, mis sueños se truncaron cuando mi mujer me abandonó, mi hijo pequeño murió en un accidente y me despidieron de mi trabajo como investigador de animales exóticos. Mi vida había perdido sentido alguno. Me encontraba en un círculo del que era incapaz de salir. Pasaba los días bebiendo, malgastando el dinero que me quedaba, de un lugar a otro dando tumbos y ahogando mis llantos en el alcohol, aquello que me hacía no pensar en mi mísera existencia. No sentía nada. Me daban igual las miradas de desprecio de todos los que pasaban por mi lado. Absolutamente todo me era indiferente. Paseaba por la calle tratando de recordar el tiempo pasado, reviviendo una vida anterior perdida. Pero era incapaz. No recibía visitas y estaba solo. Fue entonces cuando decidí hacerlo. Quitarse la vida de una forma no dolorosa me había parecido la mejor opción, el punto y final a una decadencia absoluta. Tomé la decisión de sentarme en el porche trasero de mi casa y esperar a que la mezcla de vodka y ansiolíticos hiciera efecto. Me tumbé sobre el banco de madera sobre el que solía contar historias a mi hijo, apoyé la mano izquierda sobre mi cabeza, dejé a mi lado la botella de alcohol y el bote de pastillas. Di un primer sorbo y miré la primera píldora. Perfectamente redonda, de color blanco con una línea delgada en el centro. La introduje en mi boca y di otro trago a la botella. Cerré los ojos. Dentro de poco estaría en un lugar mejor, mi mente imaginaba cómo sería la otra vida que me esperaba. Pero en cuestión de segundos oí las pastillas esparcidas por el sueño y la botella hecha añicos. Sentí un peso sobre mi cuerpo que ascendía desde los muslos hasta el pecho. Ahí estaba. Al volver a incorporarme pude ver sobre mí a un cachorro de color negro, de pelaje liso, corto y denso. – ¿Pero qué haces tú aquí? – me senté en el banco. 1 Lo que me asombraba de aquella situación es que había impedido que lo hiciera. El cachorro me miraba con unos ojos marrones relucientes llenos de alegría y de vez en cuando soltaba pequeños ladridos mientras lamía mi nariz. Entonces me acordé de mi hijo y pude sentir la vitalidad y espontaneidad que le caracterizaba en los ojos del cachorro. Sentí una puñalada en el estómago. – Vamos vete, este no es lugar para ti. Seguro que tus dueños te están buscando y te has perdido, no tienes que tener más de cuatro meses. Me levanté del banco con la esperanza de que cuando volviese el perro se hubiera marchado. Entré en la cocina. Cogí una fregona y un recogedor para limpiar los restos de cristales y alcohol que quedaban en el patio trasero. La foto de mi hijo descansaba sobre la mesa, parecía que me hablaba: “¿por qué lo hiciste papá?”. Al regresar el perro seguía allí, pero esta vez el cachorro lanzaba sollozos mientras caminaba hacia mí, cojeaba de una de las patas traseras, se había clavado uno de los cristales del suelo. No podía recogerlo todo y dejarlo allí herido. Así que le cogí en brazos y le metí en mi casa. Los ojos de mi hijo seguían clavados en mí. Saqué el botiquín de primeros auxilios y cuidadosamente le extraje el pequeño fragmento de cristal. Con los ojos llorosos el animal no paraba de moverse hasta que conseguí curarle. Mi mujer era médico y le había visto atender urgencias de todo tipo durante diez años. – Tendrás que quedarte aquí hasta que te recuperes – le dije acariciándole la cabeza. Esa misma noche salí a comprarle comida y le puse un cojín para que pudiera dormir cómodo. De madrugada el cachorro se subió a mi cama buscando mi calor. Al día siguiente llevaría al perro al veterinario del pueblo. Entonces caí en la cuenta que de no ser por él ahora mismo no estaría vivo. Cogí de la mesita la foto de mi hijo y perfilé con mis dedos el contorno de su cara. Quizás lo había mandado él para evitar lo que estuve a punto de hacer, cabía la posibilidad de que aún no fuera mi hora. Pero mi ilusión aún seguía muerta. – No tiene chip, ni nadie ha reclamado que se haya perdido ningún perro. Desgraciadamente abandonan muchos por la zona, muchas camadas indeseadas, ya lo sabe, la gente no tiene cuidado de los animales que tienen a su cargo. La misma historia de siempre. Bueno, usted vive al aire libre por lo que me ha comentado, la carretera está al lado de su casa. Es probable que alguien lo dejara por allí, un perro tan pequeño no suele sobrevivir mucho en un sitio así – el veterinario se frotó la barbilla – Probablemente lo hayan abandonado. 2 Me estremecí al oír la palabra abandono. Yo también había sido abandonado y nada ni nadie tenía derecho a ello. Sentí el vacío de nuevo. La frustración de haber fracasado, el experimentar el rechazo. Pensar que ya no hay un lugar para ti, y que lo mejor es desaparecer. Miré al cachorro y pude ver todo ello en él. Los animales eran seres inocentes sin maldad, a diferencia de los seres humanos, la nobleza les caracteriza. – ¿Qué pasará entonces? – pregunté. – Este tema es complicado, verá… Dejé de escuchar sus palabras y en ese mismo momento tomé la decisión de adoptarlo. – Hacía mucho tiempo que no le veía por aquí, ¿sigue haciendo sus investigaciones? – me preguntó antes de salir por la puerta. – No, desde hace unos meses apenas salgo de mi casa. Tampoco me gusta venir por aquí. La vida es demasiado compleja para poder explicarla, como una montaña rusa, unos días te sientes en lo más alto, con ganas de comerte el mundo y salir adelante y otros solo piensas en desaparecer. Luego llegan los ánimos, las ilusiones inesperadas, los pequeños detalles. Llega la esperanza, el hacerte sentir especial, el hacerte creer que aún te queda un lugar entre la multitud. A partir de esa noche tomé la decisión de deshacerme de las botellas de alcohol que quedaban en mi casa, de tirar los botes de pastillas y de empezar a tener presente la mirada de mi hijo que se alzaba por cada foto colgada en mi pared. Desde que falleció fui incapaz de volver a entrar en su cuarto, pero esa noche lo hice, giré el pomo de la puerta y acompañado del pequeño cachorro me introduje en la habitación. Todo seguía tal cual lo dejó la última vez que lo vi, mi mujer y yo decidimos no tocar nada, así podríamos no dejar de sentir su presencia. Me acerqué a la cama y cogí entre mis manos al peluche con el que siempre dormía, un lobo de uno de nuestros viajes a la montaña Entaki, de ahí que mi hijo decidiera ponerle el mismo nombre. Adoraba a ese peluche y siempre le había acompañado en todos los viajes. Miré al cachorro y sentí que había encontrado el nombre perfecto para él, no necesitaba pensar ni recapacitar entre distintas opciones. Tenía la sensación que después de demasiado tiempo en la sombra, mi hijo me estaba dando las indicaciones que debía de seguir, igual que el peluche que le seguía en cada viaje, este perro había venido para acompañarme y aportar a mi vida esa dosis de esperanza que necesitaba para volver a ser lo que era antes. 3 Le acaricié la cabeza y recorrí mi mano por su lomo. Acto seguido se tumbó sobre mis piernas y descubrí que por primera vez en mucho tiempo había vuelto a sentir que era necesario para alguien, que mi vida continuaba siendo necesaria. “En-ta-ki”- susurré. - Macropinna 4