EL CENTURY MAGAZINE DANTE TRISTE PASEO POR LA CASA BLANCA DE WASHINGTON A Dante de cutis suave y ojos límpidos, a Dante joven, esperanzado y lidiador pintaba, en su camino por los lugares donde el florentino anduvo, el Century del mes de marzo.―El número de abril nos lo pinta ahora en el Convento de Santa Croce di Corvo, andando como una sombra por entre los monjes que lo siguen entre afligidos y espantados; y cuando estos le imploran que diga lo que busca, él vuelve el luengo rostro, hendido de arrugas, y dice con voz que todavía resuena: Pace! Del convento, donde es leyenda que escribió el Infierno,―aunque dice el admirable Federico Mistral de Provenza que las negras rocas que vio luego en Arlés le inspiraron el destrozado paisaje que en el Infierno pinta; del convento, se fue por el camino áspero y grandioso de Cornice, hendiendo nubes y tocando alas, hasta la calle de la Paja de París, llena entonces de estudiantes sorbonenses, que en un haz de paja se sentaban a oír las lecciones de Sigieri inspirado y famoso, porque no había en las tétricas aulas otros bancos:―dantesco espíritu anima todavía aquellos lóbregos y elocuentes alrededores. Y de París, cargada la mente de pensamientos más altos que las torres de Nuestra Señora, y más lucientes que sus ventanas de colores, fue a dar en Gubbio, en la desolada y noble Gubbio, más que Perugia etrusca, con su casa de ciudad de augusta entrada, cóncava la techumbre, de anchas losas el piso, los muros de castillo; a Gubbio vino a dar, que ostenta todavía, como si el poseer esta reliquia fuera su única razón para existir, el autógrafo único que, sospechado de falsedad por ciertos dantistas, queda de la mano del poeta, quien con peculiar ortografía de su propio nombre parece haber escrito a la cabeza del soneto, impreso en todas las ediciones de sus obras. “Danti Alighieri a Bosone d´Agobbio”. Por conventos y casas de amigos vino, absorto y callado, hasta Ravenna, ya dejando volar y retornar, como águila hecha a mensajes, la mirada magnífica por las campiñas vastas y los montes que desde sus celdas contemplaba; ya bajándose por sendas estrechas y rugosas, solo de los desesperados conocidas, a meditar en las sombrías cavernas. De los hombres quitaba los ojos, y los ponía en la naturaleza, por lo que fue tan grande su poesía. En alto templete coronado de bóveda sencilla, reposa ahora en Ravenna, a la luz de su propio Paraíso, el Dante soberano. La Casa Blanca La Casa Blanca llaman a la mansión del Ejecutivo de los Estados Unidos en Washington desde que de blanco la pintaron para cubrir las huellas del humo y las dentelladas de las llamas en que en la guerra del año doce la envolvieron como memoria de su paso triunfante por la ciudad de Washington, los vengativos ingleses. ―Y se llamó “Mansión del Ejecutivo”, porque sonaba mal allá en el principio de la república llamarla, como algunos querían, palacio, y el nombre de mansión fue el preferido, que era el que entonces se daba a las espaciosas y sencillas habitaciones de las gentes de nombre viejo, amplio dinero y buena casa.―El Century Magazine de abril describe las actuales riquezas, las ventanas holgadas, las antesalas concurridas, el salón de recibo muy dorado, y el frío y estirado comedor, todo amarillo, de la morada estrecha de los presidentes norteamericanos.―Veintiún presidentes han vivido en esa casa; en ella, velando cuando todos dormían, como un águila en su picacho, meditó Lincoln; y desde sus ventanas, a punto ya de salírsele el alma del cuerpo, vio el noble Garfield, al otro lado del Potomac tranquilo, los históricos cerros de Virginia.―La Casa Blanca tiene su sala roja, y otra verde, y azul otra; y de la roja han hecho su salón de recibo las señoras de la familia del presidente: de madera tallada y gran tamaño, a uso del siglo trece, es la solemne chimenea del salón rojo, vigilada por dos altos jarrones, y del resplandor de sus leños protege a sus visitantes una rica mampara, regalo de Austria a la casa presidencial cuando la Exposición de Philadelphia. Ingrato es el comedor, a pesar de su riqueza, como si todavía reinara en él la humedad de cuando la viril esposa del presidente Adams usaba de este cuarto para tender a secar la ropa: y es curioso ver cómo entran ahora a ese espacioso salón amarillo, las raras veces que el presidente da comidas públicas, los que a ellas son llamados: entran los huéspedes sin precedencia, y sin precedencia se sientan, como para hacer gala de que no se para en rangos de corte un país republicano.―Donde recibe ahora el secretario privado del presidente a los que le asedian por empleos, que de sus visitantes son los más,―firmó Lincoln un día el decreto de emancipación de los esclavos: debía la patria sellar esos lugares,―o cerrarlos y santificarlos, para estímulo de héroes.―¡Y cómo se piden destinos en esa Casa Blanca! Más usadas que el pie de San Pedro están las escaleras. De Lincoln cuentan esto:―le traían enojado las pretensiones y cartas de recomendación de dos candidatos rivales a un puesto de administrador de correos:―Lincoln hizo traer una balanza, y poner en cada platillo las cartas y solicitudes de cada candidato;―y dio el puesto a aquel cuyos papeles pesaron tres cuartos de libra más que los de su adversario.―La sencillez de Lincoln prevalece en la Casa Blanca; se hace gala de elegancia sensata, y de llana modestia. Ningún criado usa librea, como en condenación de estos bellacos anglómanos de New York, que ayer aún rodaban por las calles barriles, cavaban minas o pescaban truchas, y ahora mandan sus casas con toda suerte de prácticas cortesanas, y pueblan sus escaleras y portones de lacayos de zapato de hebilla, media de seda y chupa roja.―Más que en comidas y recepciones oficiales, siempre escasas, gustan los presidentes de reunir de noche o en comidas familiares a los senadores, representantes, jueces y otra gente de pro que en Washington habita durante los inviernos. Por singular humildad se han distinguido las esposas de los presidentes: la de Garfield enseñaba allí hace poco a sus hijos, el griego y el latín: y otra esposa presidencial fabricaba con sus propias manos mantequilla de la leche de una vaca privilegiada. Agrada al país saber que en vez de los rudos bebedores de whisky de otro tiempo, ocupan la presidencia caballeros cultos; pero causaría escándalo que un presidente saliese ahora, como Washington salía, a lucir por la Avenida de Pennsylvania su carroza dorada, asistida de pajes y cocheros de peluca en polvos, y tirada por caballos blancos arrogantes que herían el pavimento con sus cascos bien embetunados y resplandecientes. La América. Nueva York, abril de 1884.