ORQUESTA Y CORO DE LA COMUNIDAD DE MADRID 25 DE FEBRERO DE 2014 AUDITORIO NACIONAL DE MÚSICA, SALA SINFÓNICA, 19:30 HORAS Ludwig van Beethoven. Concierto núm 3. para piano y orquesta en Do menor Op. 37 El conjunto de conciertos para piano y orquesta de Beethoven constituye una de las grandes aportaciones del maestro alemán a la música instrumental de su tiempo. Dejando a un lado ciertos intentos juveniles (en especial un Concierto en mi bemol mayor, WoO.4, del año 1784, del que ha quedado la parte de piano y apuntes de la orquesta), Beethoven nos ha legado cinco conciertos para piano y orquesta cuya composición se extiende desde sus primeros años vieneses (1792-1793) hasta 1811, año de la plenitud en cuyo transcurso puso fin a la Séptima Sinfonía y al Concierto nº5, Emperador. Es fácil comprender el sufrimiento de Beethoven con la enfermedad del oído que comenzó a aquejarle fuertemente el año 1800. A finales de ese año, su sordera es ya considerable, haciéndose casi total dos años más tarde. En la famosa carta a su querido amigo Carl Amenda confiesa por primera vez lo que le está sucediendo y puede apreciarse perfectamente lo angustioso de su situación, pues uno de sus recursos principales hasta entonces eran las giras y recitales que efectuaba como pianista. En cartas posteriores, se ve crecer la alarma hasta convertirse en algo obsesivo para él. El maestro se ve apartado cada vez más de la vida social y empieza a plantearse la necesidad de abandonar su actividad como intérprete. Solo le queda la creación, sumergirse en su rico mundo interior. En esas circunstancias nace el Concierto en do menor, tercero de los publicados para piano y orquesta, cuyos primeros apuntes se remontan a diciembre del año1800. Si en los dos primeros conciertos del genial compositor no se ha librado del todo de influencias – hijos de Bach, Haydn y sobre todo Mozart- en los tres últimos el despliegue formal, la hondura expresiva, la amplitud de recursos, el carácter virtuoso, son anuncio de lo que va a ser el concierto de piano durante el siglo XIX. Con el Concierto en do menor nos hallamos en el punto final de lo que Wilhelm Lenz consideró primera etapa del quehacer beethoveniano. Una etapa finalizada con un gran amor, el que sintió por Giulietta Guicciardi. Gracias a él, olvidó momentáneamente sus dolores y se entregó a la composición de obras cuya importancia nadie pone en duda dentro del corpus total de su producción. Entre ellas debemos poner el Concierto nº3 para piano y orquesta, dedicado al príncipe Luis Fernando de Prusia, a quien Beethoven había dicho en cierta ocasión: “No tocáis como un príncipe, sino como un músico”. Este concierto es, sin duda, el más equilibrado formalmente entre cuantos escribió el músico renano, equidistante del clasicismo dominante de los dos anteriores y la profunda individualidad lírica de los dos últimos. Aquí, piano orquesta dialogan de igual a igual en el Allegro con brio. Todo es más personal que en los conciertos Op.15 y Op. 18 y la misma estructura denota, en sus elementos dramáticos, en sus contrastes, la personalidad fuerte del autor; ésta está presente ya en la frase inicial, de la que deriva, como ocurrirá en la Quinta Sinfonía, buena parte de la música del primer movimiento. Impresiona el estatismo del largo, uno de los movimientos serios, y al mismo tiempo llenos de honda emoción, en los que Beethoven fue inigualable maestro. El rondó, de amplias proporciones y con dos temas que se hacen oír al principio, tiene energía y buen humor. La coda es llamativa, con un cambio de tempo y de clave, mientras ambos temas aparecen parcial y hábilmente modificados. Beethoven fue solista del Concierto en do menor el día del estreno en Viena, 5 de abril de 1803, donde se tocaba además su oratorio Cristo en el Monte de los Olivos y la Segunda Sinfonía. La parte del piano del Concierto nº3 no estaba del todo acabada y él no oía bien la orquesta. Sin embargo, con aquella su prodigiosa memoria musical, fue descifrando los garabatos que había trazado como guía de su parte y salió airoso de la prueba. Luigi Cherubini: Requiem en Do menor. Nacido en Florencia el 8 de septiembre de 1760, Luigi Cherubini figura entre los compositores más alabados y reconocidos de un tiempo que, como creador, fue prácticamente el mismo de Beethoven. El genio de Bonn era diez años más joven que él, pero la vida de Cherubini le sobrepasó en quince años. Cherubini era hijo del clavecinista del Teatro della Pergola florentino y comenzó sus estudios con él. Poco tiempo después, el duque Leopoldo de Toscana le otorgó una beca para trasladarse a Milán con el fin de estudiar con Giuseppe Sarti, a la sazón maestro de capilla del Duomo. Recordemos que Sarti estrenó en la Scala milanesa su ópera Frai i due Litiganti il terzo gode (1782), citada por Mozart en Don Giovanni. Bajo el influjo del ilustre maestro de Faenza, Cherubini comenzó a componer óperas serias y bufas. En 1784 decidió marchar al extranjero y en Londres conoció al célebre violinista Gianbattista Viotti, quien más tarde, en París, le introducirá en el círculo de la reina María Antonieta. Desde el año 1786, Cherubini va a instalarse en París, donde transcurre el casi medio siglo que le queda de vida. En el Teatro de Monsieur, fundado por Viotti en la capital francesa, luego llamado Théâtre Feydeau, el joven italiano se da a conocer sin apenas repercusión, pero el enorme éxito de la ópera Lodoïska en 1791, cambia muy favorablemente su prestigio, meses después enturbiado por una enfermedad nerviosa que le obliga a retirarse a Normandia, donde compone la ópera Kourkourgi, que no logra estrenarse por los desórdenes y manifestaciones del 10 de agosto. Se quedó sin obertura y con el final incompleto, así que nunca se representó. En 1794 Cherubini contrae matrimonio con Anne Cécile Tourette, junto a la que pasaría toda la vida. Tuvo dos hijas y un hijo, Salvador, artista prestigioso que acompañó a los hermanos Champollion en la famosa expedición científica a Egipto, en la cual “el Joven” descifró los jeroglíficos de la trilingüe piedra de Roseta. Para ganarse el sustento de Victoria, Zenobia, Salvador, Ana Cecilia y el suyo propio, Cherubini ingresó en la Banda Republicana como percusionista de triángulo, convirtiéndose al poco tiempo en inspector del conjunto, para el cual compuso himnos y marchas. La Banda llegó pronto a transformarse en un Instituto Nacional de Música, origen, el año 1795, del Conservatorio de París. El músico florentino impartirá allí clases de Composición junto a maestros como Gossec, Lesueur, Méhul y Grétry, aunque él siempre fue reconocido como impulsor y guía espiritual del nuevo centro. Sus óperas empezaron a ser bien acogidas, entre ellas Medea (1797), considerada su mejor creación, resucitada el pasado siglo por María Callas. Son también óperas notables Lodoiska, Les deux journées, Faniska y especialmente Les Abencérages on L’étendard de Grénade (Los Abencerrajes o el pendón de Granada), sobre un libreto de Etienne Jouy (1764-1846) extraído de un drama de Florian (1755-1794) (cuyo nombre de pila era Jean Pierre Claris), Gonzalo de Córdoba. En el estreno, Napoleón y la Emperatriz María Luisa estuvieron presentes, pese a ser la víspera de la partida del emperador hacia Alemania. Allí sufriría la derrota de Lützen y los indecisos encuentros en Bautzen y Wurschen frente a los aliados. Críticos de prestigio consideraron esta obra, la primera compuesta por Cherubini para la Grand Opera y allí estrenada el 6 de abril de 1813, como muy densa y de gran solidez, e incluso más excelente y trabajada que “Medea”. Denne-Baron piensa que “Los Abencerrajes debería figurar entre las más bellas de las cuales la música dramática puede enorgullecerse desde Gluck”. Muchos años más tarde, el 30 de noviembre de 1837, Mendelssohn, en una carta a Moscheles, escribe: “¿Ha compuesto Onslow algo nuevo? ¿y el viejo Cherubini? ¡Es un colega sin par! He conseguido su Abencerrajes y no puedo dejar de admirar, como merece, ese resplandor de fuego, el inteligente fraseo original, la extraordinaria delicadeza y refinamiento con el que todo está escrito, o sentir suficiente gratitud al gran anciano por ello. Además es todo tan libre, atrevido y fogoso”. Poco antes de ponerse a escribir Los Abencerrajes, y después de su viaje a Viena, donde asiste al estreno de Fidelio y se entrevista con Haydn y, claro es, con su admirado Beethoven (la admiración es mutua, pese a las diferencias) pasó una temporada en el castillo de Chimay, del príncipe Caraman Chimay y su esposa y protectora Teresa Cabarrús, un tiempo Madame Tallien, madrileña famosa por su belleza y por haber socorrido a tantos inocentes amenazados por la guillotina. Recibió por eso el nombre de Notre Dame de Thermidor. En aquella propiedad de Chimay volvió Cherubini a sentir el deseo de componer música religiosa. Sus Misas en fa mayor (1809) y re menor (1811), dieron paso, en 1816, tras Los Abencerrajes, a la Misa en Do mayor y al Réquiem en Do menor que escuchamos hoy aquí para coro mixto y orquesta. A comienzos de 1815 se hallaba en Londres invitado por Clementi, y allí compone su Sinfonía en Re mayor, una obertura y la cantata pastoral “Inno alla primavera” para coro y orquesta. El éxito le hizo pensar en quedarse, pero la caída de Napoleón y la restauración de Luis XVIII le permitieron retornar a Paris y reorganizar el devaluado Conservatorio. Recibe entonces el encargo de componer una misa de difuntos para el aniversario de la ejecución de Luis XVI. Ese fue el origen de una de sus mejores obras religiosas, el Réquiem en Do menor, interpretado el 21 de enero de 1817 en la iglesia de Saint Denis. Se volvió a ofrecer allí el 14 de febrero de 1820 durante el funeral por el Duque de Berry Charles Ferdinand de Bourbon (1778-1820), segundo hijo del conde de Artois, luego Carlos X, y de María Teresa de Saboya. El duque de Berry era un oponente a Napoleón y había sido asesinado, dos días antes a la salida de la Ópera por un republicano llamado Louvel. Durante sus exequias en Saint Denis, se ampliaron los efectivos vocales e instrumentales utilizados el año 17 para ejecutar el Réquiem en Do menor, y Castil-Blaze asegura que jamás le hizo tanto efecto la obra como en esta ocasión. El arzobispo de París se opuso a que volviera a ofrecer, en octubre de 1834, el Réquiem de Cherubini durante los funerales de Boïeldieu (1775-1834) por haber incluido voces femeninas en el coro. Por eso, el autor de Medea decidió componer en 1836 un nuevo Réquiem, esta vez en Re menor, para coro masculino y orquesta. La partitura se dió a conocer en el Conservatorio de Paris en 1838, y se interpretaría a su muerte, ocurrida en Paris el 13 de marzo de 1842. Al igual que su contemporáneo español Mariano Rodríguez de Ledesma (1779-1847), Luigi Cherubini sintió una enorme admiración hacia el Réquiem de Mozart, e igual que el aragonés, compuso el primero de los suyos siguiendo la huella mozartina. Se inicia el Réquiem de Cherubini con el breve Introitus y un Kyrie nada patético, ambos llenos de dulzura y serenidad, sin perder el carácter solemne de toda la obra. Sigue el Gradual en Sol menor, de veinte compases, con un tema sosegado y de gran delicadeza que nos evoca un Réquiem muy posterior, el de Gabriel Fauré. Pronto se disipa la evocación con el amenazante Dies irae, reflejo sonoro del apocalíptico fin de los tiempos. Se apacigua luego en el Recordare Jesu pie y estrofas siguientes para regresar al espanto de los impíos en el Cofutatis y luego pasar por una transitoria paz en el suplicante Oro, interludio anterior al Lacrymosa que enfatiza la inquietud y el temor de los humanos. Finaliza pidiendo el descanso eterno con un Amen contundente. El Ofertorio Domine Jesu está destinado a toda la orquesta, al igual que el Dies Irae, pero aquí tiene un papel más importante. Es el fragmento más extenso de la obra, iniciándose con medio minuto de introducción instrumental antes de la entrada del coro al unísono sobre la jaculatoria Libera animas omnium fidelium defunctorum (libera las almas de todos los fieles difuntos), Le poenis inferni et de profundo laco (de las penas del infierno y de la laguna Estigia). Como en Mozart, el Quam olim Abrahae promisisti surge como una fuga en las cuatro voces en las cuales Cherubini dispone la parte coral, con tres cortos motivos. Hacia el minuto octavo de este Offertorum aparece en Hostias uno de los movimientos de mayor dulzura y recogimiento de la partitura, casi místico. El Ofertorio finaliza con el Quam olim Abrahae del modo más potente. El conciso “Sanctus” posee amplitud vocal y orquestal. Se une a un espiritual Benedictus que solo se canta una vez sobre el suave acompañamiento de fagotes, clarinetes y oboes. Sigue el curioso y emotivo Pie Jesu, a modo de coral con interludios. El Agnus Dei, decía Berlioz, “in decrescendo”, sobrepasa cuanto ha sido escrito en este género. Es rotundo y tiene momentos de fuerte impacto emocional. El mismísimo Beethoven, consideraba que Cherubini era el más admirable de los compositores vivos. Basta escuchar la Communio que pone fin al Réquiem en do menor, casi celestial, para entender por qué esta obra es tan convincente entre quienes profundizaron en ella. Pensaba el musicólogo Otto Jahn (1813-1869) que la Pasión según San Mateo de Bach y el Réquiem en do menor de Cherubini eran obras maestras incomparables pues habían sido creadas y llenas con verdad, fe religiosa y sentimiento, aunque fuesen obras de muy diferente carácter. Tal vez el profesor de Kiel exageraba, pero ¿exageraban admiradores de Cherubini como Berlioz o Brahms? Andrés Ruiz Tarazona