APODOS (RELATOS DE VIDA) Nací en la época de los apodos. Era el tiempo en que a la mayoría nos ponían dos nombres, a veces pasables, a veces agradables, a veces horripilantes. Pero raramente se usaban. Perdón, se utilizaban en el colegio, al sacar la cédula de identidad y en algún suceso memorable. ¿Y cómo nos llamaban? Por el apodo. Este podía derivar de un defecto físico, de una mala pronunciación del niño, o como me tocó a mí: de una herencia. En mi familia paterna, fuimos o somos tres mujeres. Separadas entre una y otra por quince años. A la primera de ellas, que tenía un nombre muy bonito, pero como era la única mujer entre seis varones, hermanos y primos, adivinen como la llamaron… NENA. Mi prima era muy bonita y gentil, pero había algo que la molestaba y era su apodo. Pero nací yo, quince años después, también en el medio de esa gran jauría masculina, porque a los seis varones anteriores, se habían agregado cuatro más. Ella tuvo en esos días una gran alegría. ¡Por fin tenía una heredera!. Ya podía delegar el ¡NENA! a su sucesora, que era yo. Y así me llamaron por muchos años y nunca lo cedí, a pesar de que en mi cumple de quince años, tuve la dicha de tener otra prima. Pero la vi tan chiquita, tan indefensa, que me dio tanta pena, que no quise donarle mi apodo. Y así quedé: joven, madura, vieja, a la cual aún recuerdan como NENA. Y en mis pesadillas, veo mi lápida: Aquí yace la Nena, con una foto mía actualizada; y pienso que algún día, poco a poco, me acostumbraré y me importará menos, más cuando mis parientes más jóvenes, ya madres o padres de familia me llamen tía NENA. Y me agrada el tono con que lo dicen y lo siento casi bonito. Lucila