El sueño del Iberodef_Maquetación 1

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S
oy el artesano cuyo nombre responde por Belar. Tengo
veintitrés años y pertenezco a la servidumbre comunal
de los caballeros aristócratas de la ciudad. El destierro
era mi destino nada más nacer. No sé en qué superstición se
basaban, pero lo cierto es que mi color de piel y de pelo se relacionaba con los habitantes celtas ubicados en gran parte del
septentrión de Iberia. Por fortuna nos aceptaron, pero vergonzosamente no dejo de llamar la atención allá por donde
voy, por el color rojo del pelo y el salpicado pecoso de la piel.
Mi especialidad es el dibujo realizado con buriles de
plomo en los bloques de piedra tallada y en grandes paneles
de madera con fondo de cera de abeja o polvo de hueso, que
permite el diseño de una obra escultural. Conocimientos adquiridos a través de mi maestro, llamado Estopeles, que los
aprendió en Grecia, también conocida por nuestro gremio artesano como «la tierra del barniz negro».
El trabajo no me permite la prosperidad que insistentemente pido a la divinidad, pero contiene cierto seguro de
vida ante las adversidades de la guerra, ante la necesidad de
expresar con símbolos lo acaecido. El medio de expresión heredado por el cual es comprendido el sistema de valores simbólicos más allá de las tierras del barniz negro, en la tierra de
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las palmeras llamada por los griegos Phoínikes, a la que tantos conocimientos debemos.
La ciudad, llamada Putealia por contener en sus tierras un
importante pozo natural de agua salada, pertenece a la concentración de tierras de diversos poblados, situadas al norte
del río Sicano, en los confines de la coalición oriental con la
ciudad de Mastia Tarseion; confines que limitan por el ocaso
con el río Anas, tierras fronterizas y partícipes de la lucha
contra los celtas, enemigos de la coalición con tierras orientales.
El maestro Estopeles, un anciano cojo con el pelo blanco y
alborotado, vestido con túnica sin ceñir y toga blanca, explicaba sus enseñanzas a un grupo de alumnos sentados en un
banco corrido adosado a la pared de la estancia en las dependencias artesanales de la ciudad, entre los que me hallaba
como uno de los más veteranos alumnos.
—La función especializada de la fabricación de objetos de
arte supone un mecanismo que por su gran contenido político y religioso debe estar custodiado por la élite del poder,
no sólo como instrumento comercial, sino también como instrumento ideológico. Los artesanos dependemos del estatus
aristocrático de los caballeros y servimos a las necesidades
comunicativas de relaciones políticas y religiosas con la diversidad de dignatarios, comerciantes y clientes que deben
fidelidad a señores de otros territorios. Mensajes simbólicos
que han perdurado en nuestro conocimiento de generación
en generación desde que fueron trasmitidos por mercaderes
y artesanos procedentes de la tierra de las palmeras y cuya
sangre hermana con la nuestra. De hecho continuamos con
el lenguaje de símbolos que los colonizadores aportaron hace
más de trescientos años, como bienes de prestigio, en marfil,
en cerámicas pintadas y sobre todo en el armamento desde
el comienzo de su llegada a la vieja Tartessos.
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—Maestro. ¿Qué simboliza a las tierras orientales? —pregunté alzando el brazo derecho para pedir permiso sin interrumpir su discurso.
—La palmera… es el árbol que simboliza a Oriente y también es el «árbol de la vida», ya que en esas tierras abundan
los desiertos de arena sin rastro de agua, elemento vital para
los seres vivos; y donde hay palmeras hay agua, marcando la
diferencia entre la vida y la muerte. Pues esa palmera es simplificada con la representación de una palmeta en las obras de
arte en cualquier soporte: madera, cerámica, marfil, hueso,
bronce, plata, oro y piedra. Dicha palmeta está compuesta por
varias hojas alargadas de diferente tamaño colocadas simétricamente escalonadas aparentando ser la copa del árbol.
Estopeles, tras una pequeña pausa continuó:
—Es sugerente preguntarse si existe un símbolo para definir a Oriente, ¿existe otro para definir a Occidente? Y ciertamente se reflejaba un motivo en los bajorrelieves de los
palacios gobernantes asirios, en los que el rey recibe de
manos de la imperiosa divinidad, un ser alado con cabeza de
águila y vestido como el monarca, una piña en señal de integración territorial oriental perteneciente al rey. Pues esa piña,
fruto de un árbol común fuera de sus fronteras, es la que simbolizaba a Occidente. Su representación era exclusiva de los
monarcas asirios, que vertían su dictamen sobre los gobernantes del extenso imperio que desde el río Tigris alcanzó la
orilla del «Gran Mar» (Mediterráneo), incluyendo a los Phoínikes, aquellos que con su comercio marítimo divulgaron la
luz cultural de la civilización por el ancho mar, consiguiendo
dominios territoriales como nunca lo había realizado nadie:
con su capacidad artística y no bélica —nos terminó de explicar Estopeles a unos alumnos que atendíamos sin parpadear.
Una vez terminada la clase los alumnos salieron ordenadamente hacia la calle principal de la población. Yo, en calidad
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de ayudante, me quedaba bajo sus órdenes, atento a lo que
pudiese necesitar.
La ciudad de Putealia se halla situada en uno de los puntos más altos al norte del río Sicano y, pese a no estar elevada
sobre riscos, el dominio visual controla un amplio territorio
con predominio de pinos y encinas, por donde trascurren caminos que enlazan hacia una importante vía ubicada al ocaso,
llamada por los griegos Vía Heraklea y que desde tiempos
remotos comunicaba las colonias griegas de la costa de Mastia con la ciudad de Tartessos.
Una muralla de piedras sin desbastar cercaba el núcleo de
la ciudad, que se extendía a lo largo de un cerro basculado
suavemente hacia la llanura. Aunque la ciudad se expandía
extramuros de manera considerable, con pequeñas casas de
adobe alzado sobre zócalos de piedra que soportaban techos
de madera cubiertos de haces vegetales. Techos que podían
mostrar una o dos vertientes, con pequeñas trampillas que se
podían abrir o cerrar según la necesidad y el uso del pequeño
hogar central de la estancia principal.
El pozo de sal que da nombre a la ciudad está situado al
oriente, en un gran arroyo que enlaza las tierras del norte con
el río Sicano. Complementa la actividad mercantil de nuestra
sociedad con la extracción y venta de mineral por los grandes
centros comerciales de las regiones limítrofes.
Al atardecer, cuando el sol es engullido por el horizonte,
mujeres y hombres cargados con haterías y herramientas al
hombro, se dirigen a sus hogares tras la dura faena. Los hombres trabajaban el campo y las mujeres se encargaban de lavar
lana para su posterior tratamiento de cardado e hilado.
Los cultivos de trigo y cebada, vid, olivos y granados,
acompañados por algunos almendros, nogales e higueras, así
como las habas, lentejas y garbanzos que se hallaban en las
ramblas y orillas de los ríos, en constante vigilancia contra
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plagas, animales y posibles ladrones, son algunas de sus tareas; aunque el control general de los campos dependía de la
caballería.
De las abundantes encinas de nuestra tierra se aprovechan
sus frutos, bellotas que podían ser molidas y conservadas
largo tiempo en envases cerámicos para fabricar pan, el sustento de muchas familias sin recursos. Su madera era muy
apreciada por su dureza en la fabricación de yugos y aperos
de labranza, y por su buena combustibilidad, por lo que la
encina era muy respetada, hasta el punto de practicarse su
veneración. Igualmente, el esparto que nacía en los cerros
también era muy valorado para la fabricación de cuerdas, calzado e incluso prendas de vestir. Con el esparto también se
fabricaban antorchas, que impregnadas con sebo de animales
iluminaban las zonas principales de la ciudad en las oscuras
noches sin luna.
El balido disperso de una importante ganadería de cabras
y ovejas se escucha en la lejanía; caminan en apresurada peregrinación entre las estrechas callejuelas extramuros de la
ciudad para dirigirse hacia sus respectivos corrales de piedra
y barro adosados a las viviendas. De la leche de cabra se elabora un excelente queso y de la lana de oveja una actividad
textil que iba adquiriendo popularidad por su fina elaboración y tonalidad de un blanco limpio de impurezas y unos
bordados con motivos en zigzag rellenados de tono negro en
los extremos de la tela para las prendas femeninas, y un simple zigzag de tono negro también en los extremos, mangas y
falda, para las prendas masculinas. Incluso se elaboran tejidos
con los extremos decorados con dameros en blanco y rojo
identificativos de la mujer noble y distinguida perteneciente
a la aristocracia o realeza; y con una banda de color rojo en
los extremos de la túnica para los varones guerreros pertenecientes a la alta sociedad caballeresca. Prendas que se lucían
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