HABERMAS, CRÍTICO DE FOUCAULT Edgardo Castro 1. Introducción A la luz de la información que nos suministra Eribon, en Michel Foucault y sus contemporáneos, podemos razonablemente dudar –como ya señalamos– del interés por parte de Foucault de confrontarse con Habermas a propósito de la cuestión de la modernidad. De hecho, si excluimos algunas breves menciones, Foucault no nos dejó ningún texto publicado en que se ocupe del análisis del pensamiento de Habermas. Este último, en cambio, consagra dos capítulos enteros, el noveno y el décimo, del Discurso filosófico de la modernidad a la obra de Foucault. Vamos a considerar ahora los puntos centrales de este análisis que es, al mismo tiempo, una crítica. La exposición de Habermas se organiza en torno a tres ejes: 1) La presentación sucinta del material de algunas obras de Foucault, especialmente, Historia de la locura en la época clásica, Las palabras y las cosas y Vigilar y castigar. Este eje no nos interesa particularmente. 2) La filiación teórica de Foucault, su ubicación en las estrategias conceptuales que a partir de Nietzsche han querido escapar de la dialéctica de la modernidad. 3) Una crítica del entero proyecto foucaultiano que, por un lado, denunciada las ambigüedades de los conceptos utilizados por Foucault y, por otro, quiere mostrar el carácter aporético de su empresa intelectual. Esta crítica prepara la exposición, en el capítulo undécimo del Discurso filosófico de la modernidad, de su propia posición filosófica. Veamos, en primer lugar, el segundo eje. Para Habermas, como queda desde las primeras páginas de la obra que estamos analizando, el discurso filosófico de la modernidad está determinado en sus motivaciones por la necesidad de autocercioramiento: “¿Cómo puede construirse a partir del espíritu de la modernidad una forma ideal interna que no se limite a ser un simple remedo de las múltiples formas históricas de manifestación de la modernidad ni tampoco le sea impuesta a ésta desde fuera?”.[1] Podemos expresarlo más claramente en estos términos: cómo esta época que se llama a sí misma moderna puede resolver a partir de sus propios supuestos o ideales –como quieran Uds.– las dificultades que estos mismos supuestos o ideales engendran. Desde un punto de vista filosófico, diríamos: ¿cómo es posible resolver desde la subjetividad – principio de la modernidad– las aporías de la subjetividad. Habermas ve en Hegel el primer filósofo de la problemática de la modernidad. “Hegel no es el primer filósofo que pertenece a la época moderna, pero es el primero para el que la modernidad se torna problema.” [2] No considera, sin embargo, que la solución hegeliana de recurrir al espíritu absoluto en la Fenomenología del espíritu haya resuelto el problema de la modernidad. Hegel acaba, según nuestro autor, en la neutralización de la crítica; uno de los principios fundamentales de la época moderna. [3] Como sabemos por derecha y por izquierda, la filosofía del siglo XIX dio lugar a formas de pensamiento hegelianas, pero alternativas a las de Hegel. A partir de aquí, siempre según Habermas, nos encontramos con tres partidos en pugna: 1) los jóvenes hegelianos, que quieren superar Hegel recurriendo al concepto de praxis, 2) el partido de los neoconservadores y 3) el partido anarquista. Para el partido neoconservador, por ejemplo A. Gehlen, las premisas de la ilustración están muertas, sólo sus consecuencias continúan actuando. Todas las posibilidades de la ilustración han sido desarrolladas y también sus contra-posibilidades, de modo que es improbable el cambio de premisas. En consecuencia: las historia de las ideas está concluida, hemos entrado en la post-historia. En pocas palabras, sólo la modernización social está todavía viva, la modernidad filosófica se agotó.[4] Para el partido anarquista se trata de desenmascarar la razón moderna, de descubrir su verdadero rostro, el del poder. Aquí no sobrevive ni siquiera la modernidad social.[5] Este partido que tiene como fundador a Nietzsche y dos estrategias posibles: la deconstrucción de la historia de la metafísica (Heidegger, Derrida) y la crítica de la razón en términos de la historia de su otro (Bataille). Foucault se encontraría enrolado en este último partido, en la línea de Bataille. Sin embargo, para definir su filiación ideológica con más precisión es necesario agregar, siempre siguiendo en esto a Habermas, dos nombres más: Lévi-Strauss, con su estructuralismo y su discurso negativo sobre el sujeto, y Bachelard.[6] Ahora bien, pasemos al tercer eje de la exposición de Habermas que es el que nos interesa principalmente, esto es, a la crítica de la empresa intelectual de Foucault. Una vez mostrada la filiación ideológica de Foucault y habiendo puesto de manifiesto cómo estas tres tradiciones se encuentran presentes en la Historia de la locura, Habermas plantea la cuestión a partir de la cual desarrollará toda su crítica: “¿Pero cuáles son entonces las razones que llevan a Foucault a reintepretar en términos generalizantes como voluntad de poder esta voluntad de saber y verdad, constitutiva de la episteme moderna en general y de las ciencias humanas en particular, y a postular que todos los discursos, y de ningún modo sólo los modernos, pueden quedar convictos de un encubierto carácter de poder y de provenir de prácticas de poder?”[7] Como hemos dicho, si la Historia de la locura es la historia de lo otro, de lo que la razón excluye, Las palabras y las cosas es una historia de lo mismo, una arqueología de la razón moderna. Ahora bien, Foucault pasa, en sus obras genealógicas, de la arqueología de las ciencias a una crítica de la racionalidad en términos de teoría del poder. ¿Por qué razones esta apropiación de la genealogía nietzscheana? Según Habermas, luego de Las palabras y las cosas, Foucault necesita recurrir a Nietzsche, a su sustitución de la búsqueda del origen por la descubrimiento de los inicios para escapar del antropologismo que caracteriza a las ciencias humanas. Al respecto, tres consideraciones: 1) La necesidad de abandonar el presentismo: quiere dejar de lado el privilegio historiográfico del presente, esto es, no pensar la historia como el progreso continuo hacia el hoy.[8] 2) El abandono de la hermenéutica: “no se sirve de la de la comprensión, sino de la destrucción y dispersión de aquella trama de influencias que supuestamente une al historiador con su objeto [...]”.[9] El arqueólogo trata los documentos como monumentos, no busca restituir con el comentario la plétora de sentido de los significantes, sino, explicar su procedencia a partir del contingente vaivén de luchas, victorias y derrotas. 3) Poner fin a la historia glogalizante: disuelve las falsas continuidades, presta atención a las rupturas, a los cambios de dirección, renuncia a las categorías de progreso y evolución.[10] Expresadas las cosas en estos términos, que son los de Habermas, pienso que más bien, lo que se explica es porque Foucault recurre a una metodología que él mismo denomina arqueológica, pero no claramente porqué es necesaria la genealogía. Lo que se hace claro en el capítulo siguiente. Pero, antes de ocuparnos de él y para seguir la argumentación de Habermas quiero mencionar dos observaciones de Habermas respecto de la historia genealógica. En primer lugar, la genealogía foucaultiana sería un historicismo trascendental. El arqueólogo pone entre paréntesis la autocomprensión que los sujetos poseen, en términos de sentido, de sus prácticas discursivas. Se sitúa afuera de ella y desde afuera se remonta a las reglas que rigen la constitución de los discursos, nos muestra cómo aquello que los sujetos tienen como global y totalizante (el progreso de la razón, por ejemplo) es, en realidad, algo particular que podría ser de otra manera. Muestra así: “que lo único que perdura es el poder, el cual en el cambio de procesos de avasallamiento anónimos aparece bajo máscaras siempre nuevas”.[11] En segundo lugar, Foucault entiende el poder “como la interacción de partidos en guerra, como la decentrada red de confrontaciones cuerpo a cuerpo y cara a cara, y finalmente como penetración productiva y sujeción subjetivante de un contrario al que se tiene corporalmente presente. Pero en neutro contexto importa destacar cómo Foucault funde estos significados más intuitivos de poder con el sentido transcendental de operaciones sintéticas que Kant había atribuido todavía a un sujeto y que el estructuralismo entiende como acontecer anónimo, es decir, como un puro operar decentrado, regido por reglas, con elementos ordenados de un sistema estructurado suprasubjetivamente”.[12] Retomemos la cuestión planteada hace instantes, ¿por qué no basta la metodología arqueológica para superar el antropologismo moderno y es necesaria la arqueología. Habría al menos tres dificultades que explicarían la insuficiencia de la arqueología: 1) La afinidad entre epistemes y épocas heideggerianas del ser. Foucault no puede aceptar, sin embargo, la posición de Heidegger, porque la arqueología tiende, precisamente, a desarticular el concepto de historia. En sentido, el proyecto de Foucault, más que una historia del ser que sea deconstrucción de la metafísica, es una destrucción de la historia. [13] El mismo Foucault había mostrado en el “retour de l’origen” la pertenencia de Heidegger a la modernidad. 2) También la afinidad al estructuralismo o, simplemente, su cercanía se hace problemática. El estructuralismo estaría demasiado emparentado con la filosofía de la representación. 3) Las reglas de formación de los discursos no bastan para explicar la práctica discursiva en su funcionamiento efectivo, es decir, en sus aplicaciones. “Con esta enérgica inversión de las relaciones de dependencia entre formas de saber y prácticas de poder se abre Foucault, frente a la historia estrictamente estructuralista de los sistemas de saber, un planteamiento en términos de teoría de la sociedad, y frente a la historia de la comprensión del Ser, articulada en términos de crítica de la metafísica, un planteamiento naturalista.”[14] Pero, se generaría aquí un seria dificultad o, para utilizar las palabras del propio Habermas, un “ambigüedad sistemática”; la noción foucaultiana de poder es, por un lado, un concepto casi descriptivo, que en nada se distingue de una sociología del saber (“cuyo objetivo es el plexo de funciones en que quedan insertas en la sociedad las ciencias del hombre”), y, por otro, conserva la función de una teoría de constitución de la experiencia (“un análisis de tecnologías de poder, cuyo fin es explicar cómo son en general posibles los discursos científicos sobre el hombre”).[15] En esta ambigüedad sistemática de la noción foucaultiana de poder, ve Habermas tres consecuencias por las que las dificultades de la arqueología se trasladan a la genealogía:[16] 1) Foucault no puede escapar del presentismo. La comprensión hermenéutica implica cierta autoreferencialidad por la que el historiador accede a su objeto de estudio; pero el arqueólogo no puede recurrir a la tradición para explicar lo que los actores hacen y piensan. Sin embargo, sus descripciones no están exentas de autoreferencialidad. Ejemplo de ello sería la división en épocas que inevitablemente involucra la actualidad. 2) Foucault no puede escapar del relativismo: las condiciones de validez de los contra-discursos genealógicos no cuentan ni más ni menos que las de los discursos que ostentan el poder, no son otra cosa que los efectos de poder que provocan. 3) Foucault no escapa al partidismo arbitrario: su crítica no puede dar razón de sus fundamentos normativos. 2. Razón comunicativa versus razón centrada en el sujeto El juicio crítico acerca de Foucault, que es sólo uno entre los varios autores que desarrollaron el discurso filosófico de la modernidad, vale para toda la filosofía centrada en el paradigma del sujeto. El abandono de este paradigma se presenta en Habermas como la única posibilidad de sostener un concepto de racionalidad que, por un lado, no termine –como de hecho sucedió en el tortuoso camino de la filosofía decimonónicaconvirtiéndose en su otro por la vía de la mística o de la estética y, por otro, no se reduzca a mera racionalidad instrumental, racional con arreglo a fines. “Ya he sugerido en esos lugares que el paradigma que representa el conocimiento de objetos había de ser sustituido por el paradigma del entendimiento entre sujetos capaces de lenguaje y acción.”[17] Respecto de la modernidad, Habermas, en definitiva, acepta el diagnóstico negativo de aquellas posiciones que critica (Hegel y los hegelianos de derecha y de izquierda, Nietzsche y sus prolongaciones en Heidegger y Foucault) en cuanto respecta a la filosofía de la conciencia. El principio de subjetividad, en el que Hegel identifica a la modernidad, ha engendrado un cierto número de escisiones –si queremos utilizar el lenguaje de Hegel– o de dobles –según la terminología de Foucault– que hacen inevitable el abandono de la filosofía de la conciencia. Pero, a pesar de este diagnóstico común, Habermas no busca la solución ni por el camino hacia el Absoluto hegeliano (que termina neutralizando la crítica), ni por la filosofía marxista ortodoxa (que está desactualizada respecto del desarrollo del capitalismo), ni el la huída mística o estética de las distintas formas en que continua a Nietzsche. El problema de Habermas, entonces, podría ser formulado en estos términos: ¿cómo superar la filosofía de la conciencia sin, por ello, pretender salirme de la racionalidad o vaciarla de todo contenido substancia? En pocas palabras, no se trata de abandonar todos los paradigmas, sino en sustituir uno paradigma por otro: “El trabajo de deconstrucción, por más que sea la furia con que se lleve a efecto, sólo puede tener consecuencias especificables si el paradigma de la autoconciencia, de la autorreferencia que caracteriza al sujeto que conoce y actúa en solitario, es sustituido por otro –por el paradigma del entendimiento, esto es, de la relación intersubjetiva de individuos comunicativamente socializados y que se reconocen recíprocamente.”[18] Habermas lleva a cabo la sustitución del paradigma de la filosofía de la conciencia por el paradigma del entendimiento (la racionalidad comunicativa) mediante una crítica del logocentrismo de la tradición occidental que encuentra su punto de apoyo en la filosofía del lenguaje. Esbozando sucintamente su argumentación se debe dejar de lado el reduccionismo que ha dominado la filosofía del lenguaje de Platón a Popper, esto es, el privilegio de la representación como nota determinante de la racionalidad. Ahora bien, según Habermas, el desarrollo de la etología, por un lado, y las experiencias en cuanto respecta a la adquisición del lenguaje muestran que la racionalidad humana no queda suficiente especificada por la función denotativa de las proposiciones. No podemos hablar de una vida socialmente plena por el solo uso de proposiciones para hablar de estados y cosas. La misma filosofía del lenguaje, por su parte, se ha visto llevada a reconocer la cooriginariedad de tres funciones: 1) el componente proposicional que sirve para hablar de estados y cosas, 2) el componente ilocucionario que sirve para establecer las relaciones interpersonales y 3) elementos lingüísticos que dan expresión a la intención del hablante. [19] De aquí saca Habermas cuatro consecuencias centrales: 1) Respecto de la teoría del significado: La semántica veritativa supone que entendemos el significado de una proposición cuando entendemos las condiciones bajo las cuales es verdadera; afirma, en definitiva, una relación entre significado y validez. Habermas propone ampliar en términos pragmáticos esta relación a las tres funciones fundamentales del lenguaje: “El oyente puede negar in toto la manifestación de un hablante, poniendo en cuestión o bien la verdad del enunciado que en ella se afirma (o las presuposiciones de existencia de su contenido proposicional), o bien la rectitud del acto de habla en relación con el contexto normativo de la manifestación (o la legitimidad del propio contexto normativo que se presupone), o bien la veracidad de la intención que el hablante manifiesta (es decir, la concordancia de lo que el hablante piensa on lo que el hablante dice).”[20] 2) Respecto de los presupuestos ontológicos de la teoría de la comunicación: El mundo objetivo de las proposiciones asertóricas ha sido concebido como la totalidad de los objetos y estados existentes. También aquí es necesario extender la noción de mundo en modo que incluya el mundo social común (el mundo de lo normativo, a lo que nos sentimos obligados en cuanto destinatarios de un acto de habla) y el mundo subjetivo (lo que en actitud de primera personas descubrimos u ocultamos ante un público). En esta perspectiva debemos incluir la noción fenomenológica de mundo de la vida.[21] 3) Respecto del concepto de racionalidad: “Por «racionalidad» entendemos ante todo la disposición de los sujetos capaces de lenguaje y acción para adquirir y utilizar conocimiento falible.”[22] Este concepto extendido de racionalidad, que Habermas denomina comunicativa, encuentra sus cánones en procedimientos argumentativos con pretensiones de verdad, rectitud y veracidad. Se trata, en definitiva, de una racionalidad procedimental fundadora de consenso, de aunar sin coaccionar, que busca una acuerdo racionalmente motivado. 4) Respecto de la crítica de la razón instrumental: En la medida que sobrepasa la dimensión denotativa de las proposiciones, para incluir dentro suyo las funciones ilocucionarias y la expresión de la subjetividad, la razón comunicativa concierne también al mundo de la vida y, en este sentido, evita el reduccionismo de la razón instrumental. “[...] la razón comunicativa –pese a su carácter puramente procedimental, descargado de toda hipoteca religiosa y metafísica– queda directamente entretejida con el proceso de la vida social merced al hecho de que los actos de entendimiento adoptan el papel de un mecanismo de coordinación de la acción. El tejido de acciones comunicativas se alimenta de los recursos que a su disposición pone el mundo de la vida y constituye a la vez el medio a través del cual se reproducen las formas de vida concretas.”[23] [1] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires, 1989, pág. 33. [2] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 60. [3] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires, 1989, págs. 58 y ss. [4] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires, 1989, págs. 13-14 . [5] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires, 1989, págs. 14-15. [6] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires, 1989, págs. 285 y ss. [7] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 317. [8] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 299. [9] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 299- 300. [10] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 301. [11] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 303. [12] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 306. [13] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., págs. 319-320. [14] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 322. [15] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 328. [16] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., págs. 331 y ss. [17] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 353. [18] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 368. [19] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 370. [20] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 371. [21] Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 372. [22] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 373. [23] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., pág. 375.