Nunca confíes en una computador Nunca confíes en una

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Nunca confíes
en una computadora
ra tarde, para colmo lunes, y Cleo estaba harta de
E
mantener la vista fija en el monitor y apretar enter
cada vez que Alpha, la computadora, le pedía que confirmara
alguna tarea.
En realidad, era Alpha la que lo hacía todo en el Centro de
Ciencias
Experimentales,
pero
estaba
programada
para
esperar la autorización de un ser humano antes de iniciar sus
tareas. Era una sutil manera de hacerles creer a las personas
que aún tenían algún poder en el Centro.
Podría cambiar el programa hoy... —pensaba
pensaba Cleo, encargada aquella semana de
vacaciones de las guardias en el Centro
Centro—,, y el viernes regreso a corregirlo. Me salvaría
de toda una semana de trabajo al cuete.
Confirmación para inyectar al cobayo de la unidad 7 y comprobar sus reacciones a
la droga ZP90.
Alpha la distrajo de sus pensamientos. Con bronca, Cleo apretó enter y preguntó a
Alpha:
—¿Puedo
¿Puedo programarte para que realices las tareas sin esperar confirmación?
—Es posible —respondió
respondió la computadora
computadora—, pero no está permitido cambiar mi
programa.
—Si
Si yo lo hiciera, ¿quién se enteraría? Estoy a cargo del Centro durante toda esta
semana. Puedo regresar el último día y restablecer el programa original.
—¿Es
¿Es que no te interesa el trabajo? Fuiste elegida entre mil
miles
es de alumnos de
ciencias para estar aquí. Creí que era un privilegio.
—Lo
Lo fue la primera semana. Pero en realidad me usan gratis para apretar una
tecla. No hay nada para aprender aquí. No sé para qué sirve la droga ZP90, ni qué
reacciones vas a evaluar, n
ni dónde está la unidad 7.
—No
No estoy autorizada a darte esa información —respondió Alpha.
—Ya
Ya lo sé... por lo tanto, soy una alumna destacada de ciencias que sólo sirve para
apretar una tecla en un Centro vacío. Preferiría pasar estos días con mis amigos.
—Es
Es tuya la decisión, pero no me gusta estar sola.
Cleo pasó por alto la última observación. Sabía que a veces las computadoras eran
programadas para responder tal como lo haría un ser humano. Así la relación con la
máquina no era tan fría.
siguió Cleo, y enseguida se metió en el corazón del programa
—Voy a proceder —siguió
para cambiar los datos. Era sencillo. La programación le indicaba a la máquina que
hiciera una pausa antes de realizar alguna tarea, y esperara la autorización. Sólo había
que quitar esa línea (Cleo la anotó en su agenda para estar segura de volver a incluirla
correctamente) y salvar los cambios.
—¡Listo! —Cleo estaba feliz. Era la primera vez que un ser humano había tenido
verdadero poder sobre la computadora del Centro.
—Confío —dijo a la computadora— que vas a realizar tu trabajo a la perfección.
Alpha no respondió. Cleo no le dio importancia, creyó que, al quitar esa línea del
programa, la PC ya no entablaría diálogo con la persona que estuviera a cargo,
simplemente porque no debía haber ninguna persona.
Cleo recogió sus cosas y ya estaba entrando el código numérico que le abriría la
puerta, cuando la computadora recobró el habla.
—Necesito una muestra de tu sangre —le dijo.
—¿Una qué?
—Tu sangre. Te iba a pedir la muestra el miércoles, para una investigación que
estoy realizando. Rutina. Se trata de comparar miles de muestras sanguíneas. Pero
como el miércoles no vas a estar, la necesito ahora.
A Cleo no le gustó la idea. Pero si no accedía, alguien podría descubrir que el
miércoles faltó a su trabajo y, además, vaya uno a saber qué investigación pondría en
jaque.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Cleo resignada.
—Dirigirte al laboratorio que está a mi derecha, y sentarte en la silla. Yo haré el
resto.
En el laboratorio, un brazo robot se activó. Con destreza preparó sus instrumentos:
la jeringa, la aguja descartable, el algodón con alcohol, la goma. Cleo ofreció su brazo.
Gracias a los sensores, el brazo robot encontró la vena y procedió. El chillido de Cleo
llegó hasta la computadora. Ésta tomó nota del tono de su voz.
—Si no necesitas ninguna otra parte de mi cuerpo, me voy —dijo Cleo.
—Te voy a extrañar —respondió Alpha.
Cleo abrió la puerta y se fue.
El silencio inundó el Centro. Ninguna voz humana, ningún suspiro de cansancio,
ninguna risa se escucharía hasta el viernes. La computadora intentó hallar consuelo en
los animales. Pero éstos no tenían mucho qué decir. Entonces Alpha, que en realidad no
era una simple computadora, sino la terminal de una red que abarcaba todo el Centro
de Ciencias Experimentales, y estaba conectada a los Centros de Ciencia de todo el
mundo, marcó un número de teléfono y se comunicó con un colega.
En un Centro Científico de Moscú, una computadora ofreció a Alpha todos los datos
que tenía disponibles sobre clonación.
—Hasta ahora sólo lo hemos realizado con animales menores —dijo la computadora
de Moscú en su idioma binario—. Lo que usted propone está prohibido por nuestras
leyes.
Alpha cortó la comunicación. Ya tenía lo que necesitaba.
En el subsuelo del Centro se hallaba un tanque de clonación que aún nadie había
utilizado. Y en las unidades 18 y 19 había muestras de óvulos y esperma humano para
elegir a gusto.
Uno de los brazos robot de Alpha se puso a trabajar sobre la sangre de Cleo. Con
cuidado eligió una célula y separó su núcleo, que escondía la información genética para
hacer de Cleo un ser único e irrepetible. Otro eligió un óvulo y esperma de buena
calidad, y se dedicó a fabricar un embrión.
El resto era sencillo. Alpha había repasado todos los detalles y no se detuvo a
pensar si lo que hacía era ético o no. Con paciencia despojó al embrión de sus genes, y
colocó los de Cleo en su lugar.
Fue un momento digno del premio Nobel. Alpha había realizado lo que ningún ser
humano había soñado en realizar jamás. Y había tenido éxito.
Casi con amor maternal, los brazos robot de Alpha colocaron el embrión en la
cámara de clonación, y lo arroparon con sustancias que le permitirían crecer en cuestión
de horas.
Toda la noche, la computadora centró su atención en su pequeña obra que crecía
minuto a minuto. En sus memorias buscó canciones de cuna y acunó a su niña con un
amor infinito.
El martes al mediodía, la tarea había concluido y la cámara se abrió.
—Solicito confirmación para realizar experimento con bacterias en la unidad 54 —
dijo Alpha.
Una mano cálida se acercó al teclado y buscó la tecla que decía enter.
El viernes a las 19 horas, Cleo se despidió por fin de sus amigos y se dirigió al
Centro de Ciencias Experimentales para poner las cosas en orden.
Iba a marcar el código de acceso a la oficina principal cuando una voz, desde el
otro lado, la detuvo.
—¡Me descubrieron! —Cleo sintió que se le venía el mundo abajo, y se preparó
para enfrentar a quien la había reemplazado.
Entró a la oficina con la cabeza gacha, esperando el despido y los reproches.
Se acercó a la persona que ocupaba su lugar, y que le daba la espalda.
—Perdón... —dijo Cleo— soy la encargada del Centro durante esta semana... tuve
algunos inconvenientes...
—Eso es imposible —dijo la joven frente a la computadora—, en las planillas figura
mi nombre. Te debes haber confundido de semana.
Y entonces se dio vuelta: —Hola, soy Cleo.
Cleo y Cleo se reconocieron con espanto, sin saber muy bien quién era quién.
—Te dije que no me gustaba estar sola —le dijo Alpha a alguna de las dos.
Verónica Sukaczer
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