EL MOTÍN DE ESQUILACHE, AMÉRICA Y EUROPA: EXCERPTA José Andrés-gallego Centro de Humanidades, Instituto de Historia, CSIC, Madrid El propósito de estas líneas es anunciar únicamente la edición de un estudio sobre el proceso social y político vivido en Europa y América en 1765-1767, en torno al motín de Esquilache 1 . Ciertamente, parecería osado añadir una pieza más a uno de los acontecimientos que cuenta con una más larga trayectoria historiográfica, si no concurrieran las razones que paso a exponer. La historiografía y sus desacuerdos La primera es el desacuerdo de los historiadores. En la historiografía inmediata a la muerte de Carlos III (1788), en efecto, el motín se presentó como obra de un complot, concretamente jesuítico, que habría justificado el revolucionario cambio de gobierno que siguió (y que inauguró “las reformas borbónicas” por antonomasia: el despotismo ilustrado en España y en Indias, incluida la expulsión de los jesuitas, unos meses después del levantamiento, ya en 1767). Don Carlos Gutiérrez de los Ríos, sexto conde de Fernán-Núñez, que vivió en los días de los sucesos, fue ya más cauto y se inclinó más bien por aducir que, días y meses antes de marzo de 1766, cuando ocurrió el motín, se había acumulado en Madrid una multitud de hambrientos del resto de España, que debieron sentirse soliviantados por la prohibición de llevar la capa larga y el chambergo que entonces se impuso y, a lo mejor, fueron además azuzados por alguien que tuviera interés en cambiar de gobernantes 2 . En los dos siglos que siguieron, ambas maneras de entender lo ocurrido -la de la conspiración y la de los hambrientos- fueron desarrollándose y enriqueciéndose. Durante el siglo XIX, al socaire del triunfo político y cultural del liberalismo, la figura de Carlos III empezó a presentarse con claroscuros, como reformista modélico para unos y como déspota para otros. Y, con la investigación documental propiamente dicha, comenzó a descubrirse la existencia en 1766 de una opinión antidespótica importante, de la que los jesuitas habrían sido principales mentores en lo doctrinal y en lo espiritual. En la segunda pieza fundamental de la historiografía sobre aquellos años, la Historia del reinado de Carlos III en España que elaboró el académico Antonio Ferrer del Río por encargo del rey consorte Francisco de Asís, se inculpaba de hecho a los nobles titulados y a los eclesiásticos en general y a los jesuitas en particular como promotores de un movimiento -el motín en cuestión- que habría tenido como fin la sustitución del 1 ANDRÉS-GALLEGO, José. El motín de Esquilache, América y Europa. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003. 2 Vid. FERNÁN-NÚÑEZ (1898). Vida de Carlos III, escrita por el Conde de..., publicada con la biografía del autor, apéndices y notas por A. MOREL-FATIO y A. PAZ Y MÉLIA y un prólogo de D. Juan VALERA, Madrid: Librería de los Bibliófilos Fernando Fé, pp. 197-198. secretario de Guerra y Hacienda, marqués de Esquilache, por el marqués de la Ensenada 3 . La expulsión de los jesuitas (repetida en varios momentos del siglo XIX) se había convertido para entonces en un motivo de debate propiamente político, entre liberales, de un lado, y moderados y tradicionalistas de otro, y la obra de Ferrer dio, por eso, lugar a opiniones muy encontradas. Los escritores tradicionalistas (como Pedro La Hoz o Vicente La Fuente) se esforzaron en demostrar que los religiosos habían sido ajenos al motín de Esquilache y que la razón de éste había radicado en rigor en las maldades del ministro. El motín, por lo demás, no habría tenido la envergadura que se le atribuía 4 . Años después, aparecía el tomo que se dedicó a los primeros Borbones en la Historia general de España de Modesto Lafuente, quien se limitó a contar lo ocurrido y a exponer las parcialidades sin pronunciarse sobre ellas 5 . En las postrimerías del siglo, en fin, entre 1891 y 1894, se editarían los seis volúmenes de la biografía monumental de Carlos III que escribió Manuel Danvila y Collado, por esos mismos días ministro de la Gobernación con el conservador Antonio Cánovas del Castillo. Y Danvila se redujo a afirmar que la implicación de los jesuitas en aquellos sucesos nunca se probó y que le parecía verosímil que latieran en el levantamiento “antiguos y no bien restañados agravios”, además del rigor del ministro extranjero y de la prohibición del atuendo habitual 6 . Cierto que esto se decía en obras principales. No entramos –por inútil- en la literatura apologética o detractora, o simplemente oportunista, que asumía la interpretación que convenía más a su argumento, a sus preferencias o a sus intereses, incluidos los de la política o la estética del momento. Pienso en obras como la novela de Fernández y González El motín de Esquilache, donde el motín no es más que la excusa (o, quizá, lo atractivo, por comercial, del título) para una trama que nada tiene que ver con aquella sublevación ni con sus motivos. O en el libro de Fabraquer, publicado sin fecha hacia 1900 por Sempere, el editor de Blasco Ibáñez, donde, asegurando que se basaba en documentos de Gracia y Justicia, de Estado y de Simancas, se repetía la versión ordinaria del chambergo y la capa, la rapiña (aunque también la eficacia) de Esquilache y la maquinación de los jesuitas, y se introducían gazapos tan gruesos como asegurar 3 FERRER DEL RÍO, Antonio. Historia del reinado de Carlos III. Madrid: Imprenta de los señores Matute y Compagni, 1856, t. II, pp. 135-51. 4 En este sentido, sobre todo, [LA HOZ (1859), Pedro] Colección de los artículos de La Esperanza, sobre la Historia del reinado de Carlos III en España, escrita por D. Antonio Ferrer del Río, de la Real Academia Española. 3ª edición. Madrid: Imprenta de La Esperanza, 527 págs., y LA FUENTE, Vicente. Colección de los artículos sobre la espulsión de los jesuitas de España, publicados en la Revista semanal La Cruzada. Madrid: Establecimiento Tipográfico de R. Vicente, 1867-1868, 2 volúmenes. 5 Vid. LAFUENTE, Modesto. Historia general de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII... t. IV, Barcelona: Montaner y Simón editores, 1883, pp. 122-75. 6 DANVILA Y COLLADO, Manuel. Historia general de España escrita por individuos de número de la Real Academia de la Historia bajo la dirección del Excmo. Sr. D. Antonio CÁNOVAS DEL CASTILLO, t. XI y XII, Reinado de Carlos III. Madrid: El Progreso Editorial, 1893, vol. II, p. 298. que Grimaldi cesó como secretario de Estado a raíz del motín 7 , siendo así que mantuvo ese cargo durante diez años más. La primera investigación documental propiamente dicha ceñida a los sucesos de 1766 -aparte precedentes menores- no surgiría sin embargo hasta 1947, cuando Constancio Eguía Ruiz, religioso de la Compañía de Jesús, publicara Los jesuitas y el motín de Esquilache, basado en un acopio archivístico muy notable. Eguía reconstruyó el proceso político estricto de 1766-1767 y concluyó que no había prueba de que los jesuitas instigaran aquel levantamiento. El estudio de Eguía se limitó en rigor a esto pero su libro está sembrado de noticias que serían luego desarrolladas por otros historiadores como explicaciones alternativas de aquellos sucesos, la principal la económica. En eso último -la relación entre el motín y los problemas del abastecimiento- insistiría concretamente Navarro Latorre, ya en 1966, al cumplirse el segundo centenario. Antes, en 1950, se publicaba la primera interpretación de Rodríguez Casado, Política interior de Carlos III, a la que seguiría en 1962 -ciñéndonos a lo fundamental- La política y los políticos del reinado de Carlos III. El historiador sevillano no sólo suponía que hubo conspiración, sino que aseguraba que respondió a un problema social y político cuyo mero enunciado implicaba toda una reconsideración del reinado. Según una interpretación corriente en aquellos días del siglo XX y en casi toda Europa, el XVIII había presenciado el culmen del ascenso económico y social de la burguesía, a la que le interesaba acabar con las trabas que constituían los privilegios del clero y la nobleza. La burguesía, por lo tanto, respaldaba el “despotismo ilustrado” y pretendía imponer un sistema de poder distinto, en el que el rey se apoyaría en juristas de extracción social modesta, generalmente hidalgos, más aptos para servirle de instrumento de reforma que los aristócratas rancios. En España, la oposición entre burguesía por una parte y nobleza y clero por otra habría tenido, en las esferas del gobierno, una correspondencia rigurosa en el enfrentamiento entre golillas y colegiales, siendo los primeros los hidalgüelos prácticos en administración, de quienes el monarca se servía para acabar con los privilegios, y los segundos, los formados en los colegios mayores, que habían caído en manos y en provecho de la aristocracia. Los jesuitas, en suma, habrían constituido el respaldo de la facción aristocrática, es decir de la reacción, y su extrañamiento en 1767 habría sido una medida principalmente sociopolítica, instigaran o no a los madrileños a la hora del motín de 1766. Motín que, en todo caso, habría sido fruto de una conspiración aristocrática para arrojar del poder a los golillas. La conspiración, es verdad, había acabado en victoria pírrica. Porque el conde de Aranda -aristócrata, grande de España-, nombrado presidente del Consejo de Castilla a raíz del motín, se apoyó justamente en los golillas e hizo suyo su reformismo, que continuaron Campomanes y Floridablanca como gobernadores del propio Consejo y se mantuvo incólume hasta que la noticia de la revolución francesa de 1789 provocó un fuerte giro reaccionario en la política española. (Lo cual supone nada menos que 7 FABRAQUER, Conde. La expulsión de los jesuitas (Revelaciones históricas). Valencia: F. Sempere y Compañía Editores, s.d. 211 págs. concluir que la Revolución francesa vino a frustrar, en España, una “revolución burguesa” que se desenvolvía ya por las buenas, pacíficamente, sin necesidad de sucesos sangrientos ni doctrinas heterodoxas.) En esos mismos días, otros historiadores que invocaban la tradición historiográfica de Menéndez Pelayo insistían en la idea de que en España, y desde 1812 sobre todo, se había imposibilitado una transformación de raíces autóctonas, que arrancaba de las postrimerías del siglo XVI y que hacía innecesaria la revolución liberal. La relación con lo anterior era palmaria. Cada uno de los aspectos de esta interpretación ha sido objeto luego de estudios muy diversos. La tesis de la conspiración aristocrática constituyó el Leitmotiv de la vida profesional de Carlos Corona, que llevó a cabo una reconstrucción documental minuciosa, rigurosamente ceñida al afán de probar la tesis de Rodríguez Casado, que compartía enteramente. Su primera contribución fundamental es el libro Revolución y reacción en el reinado de Carlos IV (1957). De 1961 data su primer estudio local: El motín de Zaragoza del 6 de abril de 1766. Durante los veinticuatro años que siguieron, el catedrático aragonés elaboró una larga serie de artículos como éste, algunos de los cuales, pocos, insistían en el afán de esclarecer el trasfondo político doctrinal del asunto, en tanto que los más se dirigían a reconstruir y examinar motines concretos, de los habidos en toda España durante aquellos meses, siempre a la búsqueda de la prueba de que hubo complot. El último que vio luz, sobre la machinada guipuzcoana de 1766, fue la lección inaugural del curso 1985-1986 en la universidad de Zaragoza. Corona pretendía escribir una síntesis sobre los motines de 1766 y sus consecuencias. La muerte lo impidió. Había dirigido, con todo, la parte dedicada a la segunda mitad del siglo XVIII en el tomo X de la Historia general de España y América, que se editó en 1983-1984, y allí vertió un extenso adelanto, al que el libro nonato sólo hubiera añadido seguramente lo que los investigadores hemos tenido la ocurrencia de llamar “aparato crítico”. En el capítulo sobre Carlos III, que él quiso titular Carlos III y los motines 8 , desarrolló la tesis de la conspiración, pormenorizando lo sucedido en 1766-1767 y apurando el análisis de los indicios, que es lo único que había. Para entonces, y desde los años sesenta, la historiografía española ya había recibido el impacto del economicismo y había comenzado a ensayar la posibilidad de reinterpretar hechos cualesquiera en función de las relaciones de producción. Y el trasfondo alimentario de los sucesos de 1766 no escapó de esa oportunidad. En 1972 publicó Pierre Vilar El “motín de Esquilache” y las “crisis del antiguo régimen”, donde desenvolvió con agudeza la idea de que aquellos sucesos fueron una característica respuesta a una típica crisis de subsistences, si bien el historiador francés apuró el examen hasta llevarlo al ámbito de las luchas sociales y, en algunos detalles, a la psicología colectiva. 8 Yo mismo, como miembro del consejo de redacción de la obra, puse el título más genérico con el que apareció, creyendo hacerle un servicio. En su naturaleza alimentaria insistía Gonzalo Anes muy pronto (1974) y fueron varios quienes aceptaron sin más la tesis vilariana 9 . Otros no; los notables trabajos de Teófanes Egido y Rafael Olaechea, que figuran sin duda entre los mejores y mejor documentados de cuantos se refieren a este asunto, se sitúan más cerca de la tesis de la conspiración -sobre todo el primero- y del conflicto doctrinal -especialmente Olaechea-, aunque lo matizan con rigor, se basan en una documentación muy diversa y rica, en parte procedente de fondos poco o insuficientemente examinados, y aquilatan al máximo las distintas posturas que asoman entre los gobernantes civiles y eclesiásticos de aquel tiempo. Por su parte, Laura Rodríguez (1973-1975), a quien hay que situar en la misma línea, aunque con notables matices, introdujo la distinción sustancial entre el motín de Madrid de finales de marzo de 1766, que habría sido fruto de una trama probablemente aristocrática, y los demás motines que hubo en España en esa fecha, en los que habría cumplido una función decisiva precisamente el ejemplo de Madrid, la mera noticia de lo que acababa de ocurrir en la Corte, así como la escasez y la carestía de los productos básicos. Es curioso que, en los planteamientos de las dos líneas principales -la del complot y la económica-, hay un nexo que es la creencia compartida en que los sucesos de 17661767 hicieron aflorar tensiones sociales y sociopolíticas, diferentes en cada caso. Digamos, pues, que un último grupo de estudios, todos de carácter local, ilustran estas tesis en términos que son aprovechables para apoyar cualquiera de aquellas dos posturas. Mi aportación ¿Puedo decir alguna cosa más? Pensaba yo que no hacia 1982, cuando inicié el estudio del período 1760-1770 con una pretensión tan distinta como la de descubrir cuál era la actitud de los hispanos ante el poder o, si se quiere, la mentalidad política hispana. Para mí, los sucesos de 1766 no se ofrecieron sino como un campo de expresión propio de la psicología colectiva y la antropología cultural, de la mentalidad en definitiva, y eludí -expresamente y por escrito- la posibilidad de mediar en el debate que acabo de exponer. Sin embargo, el cúmulo de documentos que he ido viendo sobre estas cosas en Europa y América, en más de cien archivos de ambos continentes y durante veinte años, me ha llevado a formarme una idea de lo que sucedió en 1766 más compleja que todas las dichas juntas. Y, una vez tomada la decisión de exponerla, he dedicado parte de los últimos años a completar algunas pistas que hasta ahora no se habían seguido. En esta perspectiva, intento dar respuesta sencillamente a esta pregunta: ¿hubo algo más que carestía y escasez, chambergo y capa, aristócratas y burgueses, colegiales y 9 Así, STIFFONI, Giovanni. Il modello del motín nella crisi dell'Antico Regime, en La guida della ragione e il labirinto della politica. Studi di Storia di Spagna. Roma, Bulzoni, 1984, p. 121-152; RUIZ TORRES, Pedro. La crisis municipal como exponente de la crisis social valenciana a finales del XVIII. Estudis, 1974, 3, pp. 167-198, y estudios sucesivos hasta 1979; PALOP RAMOS, José Miguel. Centralismo borbónico y reivindicaciones económicas en la Valencia del Setecientos: El caso de 1760. Estudis, 1977, 4, pp. 191-212. golillas, jesuitas por fin, en 1766? En último término, ¿qué es lo que hubo detrás del motín? Para responder a estas cuestiones, empiezo por reconstruir la noticia del motín tal como fue desarrollándose en los despachos diplomáticos de buena parte de las Cortes europeas; despachos que, en definitiva, no hicieron sino recoger lo que se decía en Madrid. Eso me permite ir “descubriendo” el proceso de atribución de la culpabilidad a las diferentes instancias. Y, al hilo de esas atribuciones, he “troceado” los resultados de mi investigación en otras tantas partes. Nueve en total. En la primera se reconstruye el ciclo vegetal y económico 1765-1766 y la creación de un extendido clima de protesta popular contra Esquilache, a quien se atribuyeron la carestía y la escasez consiguientes. Es un tema conocido, según hemos visto, pero que no contaba aún con el estudio sistemático necesario para descubrir por completo los mecanismos que actuaron en la formación de ese ambiente. La segunda atribución de culpabilidad (y la segunda parte, por lo tanto, en mi libro) tiene que ver con la política del propio Esquilache respecto a Madrid y su adecentamiento. Aquí, la capa larga y el chambergo. Otro asunto bien conocido que se emplaza, no obstante, en toda una política de atención (enojosa) a la Corte. El pueblo de Madrid llegó a estar harto de las preocupaciones ornamentales y sanitarias del italiano. En la tercera parte se examina la política regalista de la época y la particular de Esquilache, con mayor atención a la exacción del excusado, que bastaría para explicar la animosidad de gran parte del clero (que es la tercera atribución de culpa por el motín que se hace en la documentación diplomática). La cuarta es la política fiscal, que requería también un estudio sistemático, dada la envergadura de lo que Esquilache intentó, que fue llevar el rigor impositivo a todos los ramos de la Real Hacienda. Con ello dio lugar a las protestas fiscales que hubo sobre todo en América y que alcanzaron su clímax con el motín de Quito de 1765. En el libro se examinan las relaciones entre los motines de Quito y Madrid en dos planos: uno, el del probable carácter de “ejemplo” que tuvo el primero para el segundo, en el que, en efecto, se adoptaron medidas y gestos –así, las capitulaciones- que se habían tomado en Quito unos meses antes. El otro plano es el de la circulación de la noticia de lo que sucedía en Quito por el Madrid inmediatamente anterior al estallido de marzo de 1766. La quinta parte se refiere a la posibilidad de que el motín español tuviera implicaciones internacionales, en relación con los enemigos de España. Y para ello se expone la política internacional coetánea en relación con Inglaterra (conflicto por el rescate de Manila) y con Portugal (conflicto por los territorios anejos a la Colonia del Sacramento), para enlazar con el análisis del sentimiento patriótico que suscitó todo esto y que también culpó a Esquilache del fracaso de los ejércitos españoles en 1762. Eso implicaba a la aristocracia, que es la protagonista de la sexta parte. En ella, se presta especial atención a la política de Esquilache respecto a la Casa Real y, concretamente, al control de los gastos y de los nombramientos de los servidores de la Real Familia; política que fue dirigida a recortar el poder de los grandes de España y que los detractores de Esquilache contrapusieron fácilmente a la venalidad y nepotismo de que hacía gala el secretario de Hacienda y al despotismo que, en conjunto, conllevó el estilo de gobierno de Carlos III. La séptima parte se centra en las luchas internas de ese mismo Gobierno y, en concreto, al enfrentamiento entre Esquilache y Campomanes, referidos en último término a la pugna de atribuciones entre las Secretarías de Despacho y el Consejo de Castilla. A la vista de los papeles del Consejo, no cabe duda de que Campomanes malquistó con él al italiano y, en este sentido, preparó su caída. La octava parte, sin embargo, da un quiebro hacia Francia, cuyos representantes –el duque d’Ossun y el abate Beliardi- mantuvieron durante aquellos meses uno de los más recios pulsos con Esquilache, por mor de la política del italiano de represión del contrabando, en el que los franceses eran consumados maestros. A destacar, en este punto, la actitud equívoca de Grimaldi, que no ayudó precisamente a su compatriota. Finalmente –en punto a atribuciones de culpa-, los jesuitas. Aquí, lo que he hecho es examinar el proceso de inculpación a los mismos, no sin detenerme en algo principal –la imagen que se tenía de ellos- y en el contexto regalista internacional que explica que se les inculpara. Acabo esta novena parte con un primer balance de las consecuencias de la expulsión. Por lo demás, al llegar aquí, la pregunta sobre la posibilidad de que el motín tuviera un inductor es casi ociosa. Las nueve partes dichas comportan otros tantos segmentos de la sociedad española –es decir: casi toda la sociedad- malquistados con el ministro italiano. Quedaría, si acaso, por saber quién encendió la mecha. Porque todos estaban contra él. Termino, pues, con el examen de tres pistas: una, la acusación vertida en ese sentido contra el duque de Alba y su hipotética confesión de culpa en el lecho de muerte; confesión cuya noticia he podido “retrotraer” hasta febrero de 1777, muy poco después de su fallecimiento; la segunda, las relaciones que unían a todos los políticos a quienes aprovechó la caída del siciliano (Aranda, Roda, Campomanes, Beliardi principalmente); la tercera, y a pesar de todo, la posible imprudencia de algunos jesuitas. He añadido varios apéndices, en el primero de los cuales intento rehacer los orígenes y la vida de Esquilache anterior a su acercamiento al futuro Carlos III En los demás preciso lo pagado por el rescate de Manila (el problema que enfrentóa Esquilache y Carlos III con los ingleses), expongo el punto de vista inglés ante ese asunto, elaboro y transcribo un repertorio de sátiras de 1766 y transcribo un largo documento probatorio de que, en efecto, en el mismo año 1766 los gobernantes de España y Francia se preparaban para reanudar la guerra contra Inglaterra. Espero que no hayan sido veinte años inútiles.