antología de historia de la cultura

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UNIVERSIDAD PANAMERICANA
DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES
ANTOLOGÍA DE HISTORIA
DE LA CULTURA
SELECCIÓN DE TEXTOS E
INTRODUCCIONES
HÉCTOR ZAGAL ARREGUÍN
Edición final:
José Ma. Llovet
© 2015
Universidad Panamericana
Departamento de Humanidades
Augusto Rodin 498
Insurgentes Mixcoac
03920 México, DF
humanidades@up.edu.mx
CONTENIDO
I.
Grecia: cosmos y racionalidad ..................................................................................................... 4
Edipo rey ......................................................................................................................................... 5
Critón ............................................................................................................................................. 37
II.
La irrupción del cristianismo ................................................................................................. 50
Hechos de los apóstoles ................................................................................................................ 51
Diálogo con Trifón ......................................................................................................................... 99
Confesiones ................................................................................................................................. 111
La ciudad de Dios......................................................................................................................... 126
III.
El cristianismo medieval ...................................................................................................... 147
Del gobierno de los príncipes ...................................................................................................... 148
IV.
El cristianismo reformado ................................................................................................... 292
La libertad cristiana ..................................................................................................................... 293
V.
El cristianismo y la ciencia ................................................................................................... 312
Carta a la gran duquesa Cristina ................................................................................................. 313
VI.
El camino hacia la democracia liberal ................................................................................. 341
Ensayo sobre el gobierno civil ..................................................................................................... 342
VII. La modernidad ........................................................................................................................ 373
Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración? ........................................................................ 374
Hacia la paz perpetua .................................................................................................................. 381
VIII.
El socialismo ........................................................................................................................ 387
Tesis sobre Feuerbach ................................................................................................................. 388
Manifiesto comunista ................................................................................................................. 392
IX.
El liberalismo ....................................................................................................................... 418
El utilitarismo .............................................................................................................................. 419
El sometimiento de la mujer ....................................................................................................... 466
X.
El catolicismo frente a la modernidad ................................................................................ 539
Rerum novarum .......................................................................................................................... 540
Carta al duque de Norfolk ........................................................................................................... 566
Procedencia de los textos ............................................................................................................... 646
I. GRECIA: COSMOS Y
RACIONALIDAD
SÓFOCLES
EDIPO REY
INTRODUCCIÓN
La obra de Sófocles (496 – 406 a. C.) es, junto con el Antiguo Testamento y las epopeyas
de Homero, uno de los cimientos de la cultura occidental.
El poeta nació en el seno de una familia adinerada, en Colono Hípico, un demo
suburbano localizado a kilómetro y medio de Atenas. Desde muy joven fue ampliamente
reconocido por sus talentos. A los dieciséis años fue elegido para dirigir un coro de jóvenes
en los cantos por la celebración de la victoria del ejército griego en Salamina. Escribió cerca
de ciento veinte obras, de las cuales nos han llegado sólo siete: Edipo rey, Áyax, Antígona,
Filoctetes, Electra, Edipo en Colono y Las traquinias.
En Sófocles aparece perfectamente cristalizado el espíritu de su tiempo: en el siglo V a.
C., que fue un período decisivo para la historia de Occidente, Grecia se convirtió en la
mayor potencia cultural del Mediterráneo, gracias al florecimiento en sus ciudades de las
artes, las ciencias y la filosofía. Esto se debe a la madurez intelectual del pueblo griego y su
apertura humanista al desarrollo. Para sus habitantes, la polis era la condición de su
humanidad. En las obras clásicas puede entreverse una idea fundamental: la ciudad permite
el despliegue de la racionalidad.
La racionalidad es central en la comprensión que los griegos tienen del hombre y del
universo. Para ellos, el cosmos entero está atravesado por el λóγος: el mundo está ordenado
racionalmente, por lo que, al ser el hombre un animal racional, puede aprehenderlo y
comprenderlo. En contraste, para los hebreos, por ejemplo, el poder de la mente humana
no es suficiente para rescatar al hombre de su indigencia. En uno de los pasajes centrales del
libro de Job, el protagonista recibe una reprimenda por cuestionar los planes divinos. Esta
reprimenda muestra la impotencia del hombre frente al mundo y la naturaleza. El hombre,
bajo esta visión, es incapaz de comprender los fenómenos naturales. Bestias como el
hipopótamo o el cocodrilo aterrorizan a Job. Las fuerzas naturales son imposibles de
predecir o dominar.
El pueblo griego, en cambio, elogia la racionalidad humana como medio para controlar
la naturaleza. Gracias a la polis, el hombre puede idear las herramientas que le permitan
dominar el mar y la tierra. No sorprende, entonces, que en este contexto hayan surgido la
ciencia, la filosofía y la política.
Aristóteles calificó en su Poética a Edipo rey como el paradigma de la tragedia, pues en ella
se muestran los caracteres clásicos de la poesía trágica: una serie de peripecias que culminan
en el reconocimiento o anagnórisis. El desenlace de la tragedia tiene lugar cuando el héroe
trágico se da cuenta de su situación y de las consecuencias de sus actos.
Uno de los mayores logros de Sófocles en Edipo rey es la reinterpretación de un mito ya
conocido entre los griegos. Esta nueva lectura del mito de Edipo manifiesta los problemas
que aquejaban a la sociedad de su tiempo. Entre ellos se encuentran la angustia por el
destino, las consecuencias de la acción humana y la intervención de lo divino en la vida
cotidiana.
Los acontecimientos en la tragedia Antígona ocurren después de Edipo rey. Si bien hay una
una clara continuidad entre las dos obras, el estilo lingüístico de ambas deja claro que fueron
escritas en momentos distintos de la vida del autor. Del mismo modo que su antecesora,
Antígona es la reinterpretación de un mito popular de la Antigua Grecia.
El problema que presenta Antígona es la contraposición entre dos formas del deber.
Antígona, la protagonista de la tragedia, enfrenta el dilema moral entre cumplir con el deber
religioso y cumplir con el deber civil. Frente a la democracia griega, en la que se glorifica a la
polis y la ley cívica, Sófocles cuestiona abiertamente los fundamentos de la justicia civil.
En Antígona se ponen en cuestión los límites de la ley humana y el efecto de las leyes divinas
en los hombres. En la obra se revela una tesis central en el espíritu griego: la ley es el
fundamento de la polis. En este sentido, Sófocles se adelanta a Platón y Aristóteles. Para los
dos pensadores, el hombre sólo puede desplegar su racionalidad en el contexto de la ciudad.
Sófocles responde a este contexto cultural y representa en sus obras los conflictos que
surgen entre la racionalidad y la religiosidad griegas. La democracia griega generó leyes que, en
algunos casos, contravenían los mandatos divinos. Este es el conflicto que enfrentan los
grandes pensadores griegos, pero la cuestión sigue vigente todavía. Los grandes teólogos
medievales se enfrentaron a la división entre ley natural, ley divina y ley humana. La reforma
protestante, por otro lado, se preguntó por la compatibilidad entre predestinación y libertad
humana.
En cualquier caso, la obra de Sófocles es una clara manifestación de los fundamentos que
dan pie a estas preguntas. Un cuestionamiento tan abierto sólo podría darse en una sociedad
madura como la griega.
PERSONAJES
Edipo
Sacerdote
Creonte
Coro de ancianos tebanos.
Tiresias.
Yocasta.
Mensajero.
Servidor de layo.
Otro mensajero.
EDIPO. — ¡Oh hijos, nueva decadencia del antiguo Cadmo! ¿Por qué venís
apresuradamente a celebrar esta sesión, llevando en vuestras manos los ramos de los
suplicantes? El humo del incienso, los cantos de dolor y los lúgubres gemidos llenan a la vez
toda la ciudad. Y yo, creyendo, hijos, que personalmente y no por otros debía enterarme de
la causa de todo esto, he venido espontáneamente, yo, a quien todos llamáis el excelso
Edipo. Habla, pues, tú, ¡oh anciano!, que natural es que interpretes los sentimientos de
todos éstos. ¿Cuál es el motivo de esta reunión? ¿Qué teméis? ¿Qué deseáis? Ojalá
dependiera de mi voluntad el complaceros; porque insensible sería si no me compadeciera
de vuestra actitud suplicante.
SACERDOTE. — Pues, ¡oh poderoso Edipo, rey de mi patria!, ya ves que somos de muy
diferente edad cuantos nos hallamos aquí al pie de tus altares. Niños que apenas pueden
andar; ancianos sacerdotes encorvados por la vejez; yo, el sacerdote de Júpiter, y éstos, que
son lo más escogido entre la juventud. El resto del pueblo, con los ramos de los suplicantes
en las manos, está en la plaza pública, prosternado ante los templos de Minerva y sobre las
fatídicas cenizas de Imeno. La ciudad, como tú mismo ves, conmovida tan violentamente
por la desgracia, no puede levantar la cabeza del fondo del sangriento torbellino que la
revuelve. Los fructíferos gérmenes se secan en los campos; muérense los rebaños que pacen
en los prados, y los niños en los pechos de sus madres. Ha invadido la ciudad el dios que la
enciende en fiebre: la destructora peste que deja deshabitada la mansión de Cadmo y llena el
infierno con nuestras lágrimas y gemidos. No es que yo ni estos jóvenes, que estamos junto
a tu hogar, vengamos a implorarte como a un dios, sino que te juzgamos el primero entre
los hombres para socorrernos en la desgracia y para obtener el auxilio de los dioses. Tú, que
recién llegado a la ciudad de Cadmo nos redimiste del tributo que pagábamos a la terrible
Esfinge, y esto sin haberte enterado nosotros de nada, ni haberte dado ninguna instrucción,
sino que sólo, con el auxilio divino –así se dice y se cree–, tú fuiste nuestro libertador.
Ahora, pues, ¡oh poderosísimo Edipo!, vueltos a ti nuestros ojos, te suplicamos todos que
busques remedio a nuestra desgracia, ya sea que hayas oído la voz de algún dios, ya que te
hayas aconsejado de algún mortal; porque sé que casi siempre en los consejos de los hombres
de experiencia está el buen éxito de las empresas.
¡Ea! ¡Oh mortal excelentísimo!, salva nuestra ciudad. ¡Anda!, y recibe nuestras bendiciones; y
ya que esta tierra te proclama su salvador por tu anterior providencia, que no tengamos que
olvidarnos de tu primer beneficio, si después de habernos levantado caemos de nuevo en el
abismo. Con los mismos felices auspicios con que entonces nos proporcionaste la
bienandanza, dánosla ahora. Siendo soberano de esta tierra, mejor es que la gobiernes bien
poblada como ahora está, y no que reines en un desierto; porque de nada sirve una fortaleza o
una nave sin soldados o marinos que la gobiernen.
EDIPO. — ¡Dignos de lástima sois, hijos míos! Conocidos me son, no ignorados, los males
cuyo remedio me estáis pidiendo. Sé bien que todos sufrís, aunque en ninguno de vosotros el
sufrimiento iguala al mío. Cada uno de vosotros siente su propio dolor y no el de otro; pero mi
corazón sufre por mí, por vosotros y por la ciudad; y de tal modo, que no me habéis
encontrado entregado al sueño, sino sabed que ya he derramado muchas lágrimas y meditado
sobre todos los remedios sugeridos por mis desvelos. Y el único que encontré, después de
largas meditaciones, al punto lo puse en ejecución, pues a mi cuñado Creonte, el hijo de
Meneceo, lo envié al templo de Delfos, para que se informe de los votos o sacrificios que
debamos hacer para salvar la ciudad. Y calculando el tiempo de su ausencia, estoy con
inquietud por su suerte; pues tarda ya mucho más de lo que debiera. Pero esto no es culpa mía;
mas sí que lo será si en el momento en que llegue no pongo en ejecución todo lo que ordene el
dios.
SACERDOTE. — Pues muy a propósito has hablado, porque éstos me indican que ya viene
Creonte.
EDIPO. — ¡Oh rey Apolo! Ojalá venga con la fortuna salvadora, como lo manifiesta en la
alegría de su semblante.
SACERDOTE. — A lo que parece, viene contento, pues de otro modo no llevaría la cabeza
coronada con laurel lleno de bayas.
EDIPO. — Pronto lo sabremos, pues ya está a distancia que me pueda oír. Príncipe, querido
cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta nos traes de parte del dios?
CREONTE. — Buena, digo; porque nuestros males, si por una contingencia feliz para ellos
encontrásemos remedio, se convertirían en bienandanza.
EDIPO. — ¿Qué significan esas palabras? Porque ni confianza ni temor me inspira la razón
que acabas de indicar.
CREONTE. — Si quieres que lo diga ante todos éstos, dispuesto estoy, y si no, entremos en
palacio.
EDIPO. — Habla ante todos, pues siento más el dolor de ellos que el mío propio.
CREONTE. — Voy a decir, pues, la respuesta del dios. El rey Apolo ordena de un modo
claro que expulsemos de esta tierra al miasma que en ella se está alimentando, y que no
aguantemos más un mal que es incurable.
EDIPO. — ¿Con qué purificaciones? ¿Qué medio nos librará de la desgracia?
CREONTE. — Desterrando al culpable o purgando con su muerte el asesinato cuya
sangre impurifica la ciudad.
EDIPO. — ¿A qué hombre se refiere al mencionar ese asesinato?
CREONTE. — Teníamos aquí, ¡oh príncipe!, un rey llamado Layo, antes de que tú
gobernases la ciudad.
EDIPO. — Lo sé, porque me lo han dicho; yo nunca lo vi.
CREONTE. — Pues habiendo muerto asesinado, nos manda ahora manifiestamente el
oráculo que se castigue a los homicidas.
EDIPO. — ¿Dónde están ellos? ¿Cómo encontraremos las huellas de un antiguo crimen
tan difícil de probar?
CREONTE. — En esta tierra, ha dicho. Lo que se busca es posible encontrar, así como se
nos escapa aquello que descuidamos.
EDIPO. — ¿Fue en la ciudad, en el campo o en extranjera tierra donde Layo murió
asesinado?
CREONTE. — Se fue, según nos dijo, a consultar con el oráculo, y ya no volvió a casa.
EDIPO. — ¿Y no hay ningún mensajero ni compañero de viaje que presenciara el
asesinato y cuyo testimonio pudiera servirnos para esclarecer el hecho?
CREONTE. — Han muerto todos, excepto uno, que huyó tan amedrentado, que no sabe
decir más que una cosa de todo lo que vio.
EDIPO. — ¿Cuál? Pues una sola podría revelarnos muchas si proporcionara un ligero
fundamento a nuestra esperanza.
CREONTE. — Dijo que lo asaltaron unos ladrones y, como eran muchos, lo mataron,
pues no fue uno solo.
EDIPO. — ¿Y cómo el ladrón, si no hubiese sido sobornado por alguien de aquí, habría
llegado a tal grado de osadía?
CREONTE. — Eso creíamos aquí; pero en nuestra desgracia no apareció nadie como
vengador de la muerte de Layo.
EDIPO. — ¿Y qué desgracia, una vez muerto vuestro rey, os impidió descubrir a los
asesinos?
CREONTE. — La Esfinge con sus enigmas, pues obligándonos a pensar en el remedio de
los males presentes, nos hizo olvidar un crimen tan misterioso.
EDIPO. — Pues yo procuraré indagarlo desde su origen. Muy justamente Apolo y
dignamente tú habéis manifestado vuestra solicitud por el muerto; de manera que me
tendréis siempre en vuestra ayuda para vengar, como es mi deber, a esta ciudad y al mismo
tiempo al dios. Y no por arte de un amigo lejano, sino por mí mismo, disiparé las tinieblas
que envuelven este crimen. Pues sea cual fuere el que mató a Layo, es posible que también me
quiera matar con la misma osadía; de modo que cuanto haga en bien de aquél, lo hago en
provecho propio. En seguida, pues, hijos míos, levantaos de vuestros asientos, alzando en alto
los ramos suplicantes, y que otro convoque aquí al pueblo de Cadmo, pues yo lo he de
averiguar todo; y no hay duda de que o nos salvaremos con el auxilio del dios, o pereceremos.
SACERDOTE. — Levantémonos, hijos, que nuestra venida aquí no tuvo otro objeto que el
que éste nos propone. Ojalá Febo, que nos envía este oráculo, sea nuestro salvador y haga
cesar la peste.
CORO. — ¡Oráculo de Júpiter, qué consoladoras palabras tienes! ¿Qué vienes a anunciar a la
ilustre Tebas, desde el riquísimo santuario de Delfos? Mi asustado corazón palpita de terror,
¡ay, Delio Peán!, preguntándome qué suerte tú me reservas, ya para los tiempos presentes, ya
para el porvenir. Dímelo, ¡hijo de la dorada Esperanza, oráculo inmortal! A ti primera invoco,
hija de Júpiter, inmortal Minerva, y a Diana, tu hermana, protectora de esta tierra, que se sienta
en el glorioso trono circular de esta plaza, y a Febo, que de lejos hiere, ¡Oh Trinidad liberadora
de la peste, apareceos en mi auxilio! Si ya otra vez, cuando la anterior calamidad surgió en
nuestra ciudad, extinguisteis la extraordinaria fiebre del mal, venid también ahora. ¡Oh dioses!,
innumerables desgracias me afligen. Se va arruinando todo el pueblo, y no aparece idea feliz
que nos ayude a librarnos del mal. Ni llegan a su madurez los frutos de esta célebre tierra, ni las
mujeres pueden soportar los crueles dolores del parto, sino que, como se puede ver, uno tras
otro, como pájaros de raudo vuelo y más veloces que devoradora llama, llegan los muertos a la
orilla del dios de la muerte, despoblándose la ciudad con tan innumerables defunciones. Los
cadáveres insepultos yacen, inspirando lástima, sobre el suelo en que se asienta la muerte;
jóvenes esposas y encanecidas madres gimen al pie de los altares, implorando remedio a tan
aflictiva calamidad. Por todas partes se oyen himnos plañideros mezclados con gritos de dolor,
contra el cual, ¡Oh espléndida hija de Júpiter!, envíanos saludable remedio. Y a Marte el cruel,
que ahora sin remedio ni escudo me destruye acosándome por todas partes, hazle la contra
haciendo que se vuelva en fugitiva carrera lejos de la patria, ya se vaya al ancho tálamo de
Anfitrita, ya a las inhospitalarias orillas del mar de Tracia; pues ahora en verdad, si la noche me
lleva algún consuelo, durante el día me lo desvanece. A ése, ¡oh padre Júpiter, que gobiernas la
fuerza de encendidos relámpagos!, destrúyelo con tu rayo.
¡Oh dios de Licia! Quisiera que las indomables flechas de tu dorado arco se lanzaran a
diestra y siniestra, dirigidas en mi auxilio, y también los encendidos dardos de Diana, con los
cuales se lanza a través de las licias montañas. Yo te invoco también, dios de la tiara de oro,
que llevas el sobrenombre de esta tierra, vinoso Baco, incitador de gritos de orgía, compañero
de las ménades: ven con tu resplandeciente y encendida tea, contra el dios que es deshonra
entre los dioses
EDIPO. — He oído tu súplica; y si quieres prestar atención y obediencia a mis palabras y
ayudarme a combatir la peste, podrás conseguir la defensa y alivio de tus males. Yo voy a
hablar como si nada supiera de todo lo que se dice, ajeno como estoy del crimen. Pues yo solo
no podría llevar muy lejos mi investigación, si no tuviera algún indicio. Mas ahora, aunque
soy el último de vosotros que ha obtenido la ciudadanía en Tebas, ordeno a todos los
descendientes de Cadmo: quien de vosotros conozca al hombre que asesinó a Layo el
Labdácida, que me lo diga, pues se lo mando; quien sea el culpable, que no tema presentarse
espontáneamente, pues sin imponerle pena aflictiva alguna, ileso saldrá desterrado de este
país. Si alguno de vosotros sabe que el asesino es extranjero, que me lo exponga, pues le
daré buen premio y le quedaré agradecido. Pero si calláis y rehusáis darme las noticias que
os pido, ya por temor de algún amigo, ya por miedo propio, conviene que oigáis lo que en
tal caso voy a disponer: sea quien sea el culpable, prohíbo a todos los habitantes de esta
tierra que rijo y gobierno, que lo reciban en su casa, que le hablen, que lo admitan en sus
plegarias y sacrificios y que le den agua lustral. Que lo ahuyente todo el mundo de su casa
como ser impuro, causante de nuestra desgracia, según el oráculo de Apolo me acaba de
revelar. De este modo creo yo que debo ayudar a dios y vengar al muerto. Y espero que
todos vosotros cumpliréis este mandato, por mí mismo, por el dios y por esta tierra que tan
infructuosa y desgraciadamente se arruina. Y aun cuando esta investigación no hubiese sido
ordenada por el dios, nunca debíais vosotros haber dejado impune el asesinato del más
eminente de los hombres, de vuestro rey. Pero ahora que me hallo yo en posesión del
imperio que él tuvo antes, y tengo su lecho y la misma mujer que él fecundó, y míos serían
los hijos de él, si los que tuvo no los hubiese perdido –pero la des- gracia cayó sobre su
cabeza–, por todo esto, yo, como si se tratara de mi padre, lucharé y llegaré a todo,
deseando coger al autor del asesinato del hijo de Labdaco, nieto de Polidoro, bisnieto de
Cadmo y tataranieto del antiguo Agenor. Y para los que no cumplan este mandato, pido a
los dioses que ni les dejen cosechar frutos de sus campos, ni tener hijos de sus mujeres, sino
que los hagan perecer en la calamidad que nos aflige o con otra peor. Y pido para el asesino,
que escapó, ya siendo solo, ya con sus cómplices, que, falto de toda dicha, arrastre una vida
ignominiosa y miserable. Y pido además que si apareciera viviendo conmigo en mi propio
palacio sabiéndolo yo, sufra yo mismo los males con que acabo de maldecir a todos éstos. Y
a vosotros, los demás cadmeos a quienes plazca esto lo mismo que a mí, que la justicia
venga en vuestro auxilio y que todos los dioses os socorran favorablemente siempre.
CORO. — Puesto que me obligas con tus imprecaciones, por esto, ¡Oh rey!, te diré: Ni lo
maté, ni puedo indicarte al culpable, pero Febo, que nos ha enviado el oráculo, debía
indicarnos la pista o descubrir al asesino.
EDIPO. — Muy bien has hablado; pero obligar a los dioses en aquello que no quieren, no
puede el hombre.
CORO. — Continuaré, si me das permiso, exponiendo mi segundo parecer.
EDIPO. — Y también un tercero, si lo tienes. No ocultes nada de lo que tengas que
decirme.
CORO. — Sé muy bien que el esclarecido Tiresias lee en el porvenir, lo mismo que el
dios Febo. Si de él te aconsejas, ¡oh rey!, podrías saber la cosa con certeza.
EDIPO. — Pues no me he descuidado, ni siquiera para disponer eso, porque apenas me lo
dijo Creonte le envié dos mensajeros. Lo que me admira es que no esté ya aquí.
CORO. — Y en verdad que todo lo demás son insubstanciales e inútiles habladurías.
EDIPO. — ¿Cuáles son ésas? Yo quiero examinarlas todas.
CORO. — Se dijo que lo mataron unos caminantes.
EDIPO. — También lo sé yo; pero no hay quien haya visto al culpable.
CORO. — Y si éste tenía algún miedo, no habrá esperado al oír tus imprecaciones.
EDIPO. — A quien no asusta el crimen, no intimidan las palabras.
CORO. — Pues ya está aquí quien lo descubrirá: mira a ésos que vienen con el divino vate,
único entre los hombres, en quien es ingénita la verdad.
EDIPO. — ¡Oh Tiresias!, que comprendes en tu entendimiento lo cognoscible y lo inefable,
y lo divino y lo humano. Aunque tu ceguera no te deja ver, bien sabes en qué ruina yace la
ciudad; y no hallé a otro, sino tú, que pueda socorrerla y salvarla, ¡oh excelso! Pues Febo, si no
lo sabes ya por los mensajeros, contestó a la consulta que le hice, que el único remedio a esta
desgracia está en descubrir a los asesinos de Layo y castigarlos con la muerte o con el
destierro. No desdeñes, pues, ninguno de los medios de la adivinación, ya te valgas del vuelo
de las aves, ya de cualquier otro recurso, y procura tu salvación y la de la ciudad; sálvame
también a mí, librándonos de la impureza del asesinato. En ti está nuestra esperanza. Servir a
sus semejantes es el mejor empleo que un hombre puede hacer de su ciencia y su riqueza.
TIRESIAS. — ¡Bah, bah! ¡Cuán funesto es el saber cuando no proporciona ningún provecho
al sabio! Yo sabía bien todo eso, y se me ha olvidado. No debía haber venido.
EDIPO. — ¿Qué es eso? ¿Cómo vienes tan desanimado?
TIRESIAS. — Deja que me vuelva a casa: que mejor proveerás tú en tu bien y yo en el mío, si
en esto me obedeces.
EDIPO. — Ni tus palabras ni tus sentimientos son de benevolencia para esta ciudad que te
ha criado, al negarle la adivinación que te pide.
TIRESIAS. — Ni tampoco veo yo discreción en lo que dices, ni quiero incurrir en ese mismo
defecto.
EDIPO. — Por los dioses, no rehúses decirnos todo lo que sabes; pues todos te lo pedimos
en actitud suplicante.
TIRESIAS. — Pues todos estáis desjuiciados; así que nunca yo revelaré mi pensamiento para
no descubrir tu infortunio.
EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo vas a callarte, haciendo traición a la ciudad y dejándola
perecer?
TIRESIAS. — Ni quiero afligirme ni afligirte. ¿Por qué, pues, me preguntas en vano? De mí
nada sabrás.
EDIPO. — ¿No, perverso y malvado, capaz de irritar a una piedra, no hablarás ya, dejando
de mostrarte tan impasible y obstinado?
TIRESIAS. — Me echas en cara mi obstinación, sin darte cuenta de que la tuya es mayor,
y me reprendes.
EDIPO. — ¿Quién no se irritará al oír estas palabras con las que manifiestas el desprecio
tienes por la ciudad?
TIRESIAS. — Eso que deseas saber ya vendrá, aunque yo lo calle.
EDIPO. — Pues eso que ha de venir es preciso que me lo digas.
TIRESIAS. — Yo no puedo hablar más. Por lo tanto, si quieres, déjate llevar de la más
salvaje cólera.
EDIPO. — Pues en verdad que nada callaré, tal es mi rabia, de cuanto conjeturo. Has de
saber que me parece que tú eres el instigador del crimen y el autor del homicidio, aunque no
lo hayas perpetrado con tu mano. Y si no estuvieras ciego, afirmaría que tú solo has
cometido el asesinato.
TIRESIAS. — ¿Verdad? Pues yo te ordeno que persistas en el cumplimiento de la orden
que has dado, y que desde hoy no dirijas la palabra ni a éstos ni a mí, porque tú eres el ser
impuro que mancilla esta tierra.
EDIPO. — ¿Y así, con tanto descaro, lanzas esa injuria? ¿Y crees que has de escapar sin
castigo?
TIRESIAS. — Nada temo, pues mantengo la verdad, que es poderosa.
EDIPO. — ¿De quién lo sabes? No será de tu arte.
TIRESIAS. — De ti; porque tú me hiciste hablar contra mi voluntad.
EDIPO. — ¿Qué has dicho? Repítelo para que lo entienda bien.
TIRESIAS. — ¿No lo has entendido ya? ¿Es que hablé a una piedra?
EDIPO. — No tanto que pueda responderte; repítelo.
TIRESIAS. — Repito que tú eres el asesino de Layo, a quien deseas encontrar.
EDIPO. — Te aseguro que no repetirás con tanto gozo la mortificante injuria que por
dos veces me has lanzado.
TIRESIAS. — ¿Quieres que diga otras cosas que aumentarán tu desesperación?
EDIPO. — Di cuanto quieras, que en vano hablas.
TIRESIAS. — Digo, pues, que tú ignoras el abominable contubernio en que vives con los
seres que te son más queridos; y no te das cuenta del oprobio en que estás.
EDIPO. — ¿Y crees que impunemente puedes continuar siempre calumniándome?
TIRESIAS. — Sí, porque alguna fuerza tiene la verdad.
EDIPO. — La tiene, pero no en ti. En ti no puede tenerla porque eres ciego de ojos, de
oído y de entendimiento.
TIRESIAS. — Tú eres un desdichado al lanzarme esos insultos, que no hay nadie entre
éstos que pronto no los haya de volver contra ti.
EDIPO. — Estás del todo ofuscado; de manera que ni a mí ni a otro cualquiera que vea la
luz puedes hacer daño.
TIRESIAS. — No está decretado por el hado que sea yo la causa de tu caída, pues suficiente
es Apolo, a cuyo cuidado está el cumplimiento de todo esto.
EDIPO. — ¿Son de Creonte o tuyas estas maquinaciones?
TIRESIAS. — Ningún daño te ha hecho Creonte, sino tú mismo.
EDIPO. ¡Oh riqueza y realeza y arte de gobernar, el más difícil de todos en esta ciencia de la
adivinación, superior a todas las demás ciencias en esta vida agitada por la envidia! ¡Cuánto
odio excitáis en los demás, si por un imperio que la ciudad puso graciosamente en mis manos,
sin haberlo yo solicitado, el fiel Creonte, amigo desde el principio, conspira en secreto contra
mí y desea suplantarme, sobornando a este mágico embustero y astuto charlatán, que sólo ve
donde halla lucro, siendo un mentecato en su arte! Porque, vamos a ver, dime: ¿en qué ocasión
has demostrado tú ser verdadero adivino? ¿Cómo, si lo eres, cuando la Esfinge proponía aquí
sus enigmas en verso, no indicaste a los ciudadanos ningún medio de salvación? Y en verdad
que el enigma no era para que lo interpretara el primer advenedizo, sino que necesitaba de la
adivinación. Adivinación que tú no supiste dar, ni por los augurios ni por revelación de ningún
dios, sino que yo, el ignorante Edipo, apenas llegué, hice callar al monstruo, valiéndome
solamente de los recursos de mi ingenio, sin hacer caso del vuelo de las aves. ¡Y a mí intentas
tú arrojar del trono, para poner en él a Creonte, de quien esperas ser asido consejero! Yo creo
que tú y el que contigo ha urdido esta trama expiaréis el crimen llorando. Y si no pensara que
eres viejo, el castigo te haría venir en conocimiento de la falta que has cometido.
CORO. — Parece, Edipo, que tus palabras y también las de éste han sido proferidas a
impulsos de la cólera. Tal es mi opinión. Y no es eso lo que hace falta, sino averiguar cómo
daremos mejor cumplimiento al oráculo del Dios.
TIRESIAS. — Aunque tú seas rey, te contestaré lo mismo que si fuera tu igual, pues derecho
tengo a ello. No soy esclavo tuyo, sino de Apolo; de modo que el patronato de Creonte para
nada lo he menester. Y voy a hablar, porque me has injuriado llamándome ciego. Tú tienes
muy buena vista y no ves el abismo de males en que estás sumido, ni conoces el palacio en que
habitas, ni los seres con quienes vives. ¿Sabes, por ventura, de quién eres hijo? ¿Tú no te das
cuenta de que eres un ser odioso a todos los individuos de tu familia, tanto a los que han
muerto como a los que viven; ni de que la maldición de tu padre y de tu madre, que en su
horrible acometida te acosa ya por todas partes, te arrojará de esta tierra, donde si ahora ves
luz, luego no verás más que tinieblas? ¿En qué lugar te refugiarás, donde no repercuta el eco de
tus clamores? ¡Cómo retumbarán tus lamentos en el Citerón, cuando tengas conciencia del
horrendo himeneo al cual nunca debías haber llegado si tu suerte hubiera sido feliz! Ahora no
te das cuenta de la multitud de crímenes que te vendrán a igualar con tus propios hijos. Tal es
la verdad; y ante ella, insulta a Creonte y también a mí, porque entre los mortales maltratados
por el destino no habrá otro más miserable que tú.
EDIPO. — ¿Tales injurias he de tolerar yo de este hombre? ¿Cómo no mando que lo maten
enseguida? ¿No te alejarás de aquí y te irás a casa?
TIRESIAS. — Yo nunca habría venido si tú no me hubieras llamado.
EDIPO. — No sabía que dijeras tantas necedades; que de saberlo, no me habría
apresurado a llamarte a mi palacio.
TIRESIAS. — Mi índole es tal, que a tu parecer soy necio; pero muy sabio para los padres
que te engendraron.
EDIPO. — ¿Cuáles? Espera. ¿Quién fue el mortal que me engendró?
TIRESIAS. — Hoy lo conocerás y lo matarás.
EDIPO. — ¡Qué enigmático y oscuro es todo lo que dices!
TIRESIAS. — No eres tú buen adivinador de enigmas.
EDIPO. — Injuria cuanto quieras, que tus insultos serán los y que más gloria me den.
TIRESIAS. — Esa misma gloria es la que te perdió.
EDIPO. — Pero si salvé a la ciudad, poco me importa. TIRESIAS. — Me voy ya, Niño,
guíame.
EDIPO. — Sí, que te guíe, que tu presencia me embaraza; y lejos de aquí no me
atormentarás
TIRESIAS. — Me voy; pero diciendo antes aquello por lo que fui llamado, sin temor a tu
mirada; que no tienes poder para quitarme la vida. Así, pues, te digo: ese hombre que tanto
tiempo buscas y a quien amenazas y pregonas como asesino de Layo, está aquí, se le tiene
por extranjero domiciliado; pero pronto se descubrirá que es tebano de nacimiento, y no se
regocijará al conocer su desgracia. Privado de la vista y caído de la opulencia en la pobreza,
con un bastón que le indique el camino se expatriará hacia extraña tierra. Él mismo se
reconocerá a la vez hermano y padre de sus propios hijos; hijo y marido de la mujer que lo
parió, y comarido y asesino de su padre. Retírate, pues, y medita sobre estas cosas; que si me
encuentras en mentira, ya podrás decir que nada entiendo del arte adivinatorio
CORO. — ¿Quién es ése que, según manifiesta la profética piedra délfica, llevó a cabo
con homicidas manos el más horrendo e infando crimen? Hora es ya de que emprenda la
huida con pie más ligero que el de los caballos impetuosos del huracán; pues armado de
rayos y relámpagos, se lanza contra él el hijo de Júpiter, al propio tiempo que le persiguen
las terribles e inevitables furias. Desde el nivoso Parnaso se ha difundido recientemente la
espléndida luz del oráculo, para que todo el mundo descubra la pista de ese hombre
desconocido, que sin duda anda errante por agreste selva, ocultándose en los antros y
brincando por las peñas, huyendo inútilmente como toro salvaje, para evitar en su
infortunada fuga las profecías salidas del centro de la tierra, pero ellas, siempre vivas, van
revoloteando en torno de él. Terriblemente, pues; terriblemente me ha dejado en confusión
el sabio adivino, cuyas profecías ni puedo creer, ni tampoco negar.
No sé qué decir. Vuelo en alas de mi esperanza sin poder ver nada claro de lo presente ni
del porvenir. Que entre los labdácidas y el hijo de Pólibo haya habido contienda, ni ha
llegado a mi noticia antes de ahora, ni tampoco al presente he oído nada que me sirva de
criterio para intervenir en el público rumor acerca de Edipo y aparecer como auxiliar del
misterioso asesinato de Layo. Mas Júpiter y Apolo también en su excelsa penetración saben
cuanto ocurre entre los mortales; pero que entre los hombres un adivino sepa en esto más que
yo, no es cosa probada: puede un hombre responder con su juicio al juicio de otro hombre.
Por esto yo, antes de ver la profecía confirmada por los hechos, jamás me pondré de parte de
los acusadores de Edipo. Porque cuando la virgen alada cayó sobre él, se mostró a vista de
todos lleno de sabiduría y salvador de la ciudad; así que mi corazón, lleno de agradecimiento,
no lo acusará jamás de malvado.
CREONTE. — Ciudadanos: enterado de las terribles acusaciones que el tirano Edipo ha
lanzado sobre mí, vengo sin poderme contener. Si en medio de las desgracias que nos afligen
cree él que yo he sido capaz de causarle algún perjuicio con mis palabras o con mis obras, no
quiero vivir más cargado de tal oprobio. Pues la infamia de tal acusación no es de poca monta,
sino de la mayor importancia, ya que tiende a declararme traidor a la ciudad, a ti y a mis
amigos.
CORO. — Pero esa infamia vino arrastrada por apasionada violencia más que por juicio de
serena razón.
CREONTE. — Pero ¿dijo efectivamente, que el adivino, persuadido por mis consejos, ha
mentido en su profecía?
CORO. — Eso dijo: pero ignoro con qué intención.
CREONTE. — Pero ¿con firme convicción y razón serena ha lanzado sobre mí tal acusación?
CORO. — No lo sé. Los actos de mis soberanos no acostumbro yo criticarlos. Pero ahí lo
tienes, que sale de palacio.
EDIPO. — ¡Eh, tú! ¿Cómo te atreves a venir por aquí? ¿Tanto es tu descaro y osadía que te
presentas en mi casa, siendo tan claro y manifiesto que deseas matarme y arrebatarme la
soberanía? ¡Ea! Dime, por los dioses ¿qué cobardía o qué necedad has visto en mí, que te haya
decidido a proceder de ese modo? ¿Creías acaso que yo no descubriría esas intrigas tuyas tan
cautelosamente urdidas, o que, aunque las descubriera, no te iba a castigar? ¿No es insensato tu
empeño de querer, sin el apoyo de la muchedumbre y de los amigos, usurpar un trono que sólo
se obtiene con el favor del pueblo y abundantes riquezas?
CREONTE. — ¿Sabes lo que debes hacer? Oye primero mi contestación a todo lo que acabas
de decir, y luego medita sobre ella y juzga.
EDIPO. — Tú eres hábil orador y yo mal oyente para que me convenzas; porque he visto tu
malicia y enemistad contra mí.
CREONTE. — Acerca de eso escucha un momento lo que te voy a decir.
EDIPO. — Acerca de eso no me digas que no eres un traidor.
CREONTE. — Si crees que la arrogancia, cuando la razón no la apoya, es cosa que debe
mantenerse, te equivocas.
EDIPO. — Y si tú crees que conspirando contra un pariente no has de sufrir castigo,
también andas equivocado.
CREONTE. — Convengo en la justicia de lo que acabas de decir; pero dime qué daño es ese
que te he inferido yo.
EDIPO. — ¿Fuiste tú o no quien me aconsejó llamar a ese famoso adivino?
CREONTE. — Yo te lo aconsejé, y te lo aconsejaría también ahora.
EDIPO. — ¿Cuánto tiempo, poco más o menos, hace que Layo...?
CREONTE. — ¿A qué hecho te refieres? No entiendo.
EDIPO. — ¿Desapareció víctima de criminal atentado? CREONTE. — Muchos años han
pasado desde entonces.
EDIPO. — ¿Y entonces ese adivino ejercía ya su arte?
CREONTE. — Y era sabio en él y se le honraba lo mismo que hoy.
EDIPO. — ¿Hizo mención de mí en aquellos días?
CREONTE. — No; al menos delante de mí, nunca.
EDIPO. — ¿Pero no hicisteis entonces investigaciones para, descubrir al culpable?
CREONTE. — Las hicimos, ¿cómo no?, y nada pudimos averiguar.
EDIPO. — ¿Y cómo entonces ese gran sabio no reveló lo que ahora?
CREONTE. — No sé. No quiero hablar de lo que ignoro.
EDIPO. — Lo que te conviene, bien lo sabes; y lo dirías si tuvieras buena intención.
Creonte. — ¿Qué cosa es ésa? Si la sé, no me la callaré.
EDIPO. — Que si no se hubiera puesto de acuerdo contigo, nunca me habría atribuido la
muerte de Layo.
CREONTE. — Si efectivamente dice eso, tú lo sabes; pero justo es que yo te haga algunas
preguntas, cómo tú me las estás haciendo a mí.
EDIPO. — Pregunta, que no se probará que yo sea el asesino.
CREONTE. — Dime, pues: ¿no estás casado con mi hermana?
EDIPO. — No es posible negar eso que preguntas.
CREONTE. — ¿Gobiernas aquí con el mismo mando e imperio que ella?
EDIPO. — Todo lo que desea lo obtiene de mí.
CREONTE. — ¿Y no mando yo casi lo mismo que vosotros dos, aun que ocupe el tercer
lugar?
EDIPO. — En eso se ve claramente ahora que has sido un pérfido amigo.
CREONTE. — No lo creerás así, si reflexionas un poco, como yo. Lo primero que has de
considerar es si puede haber quien prefiera gobernar con temores e inquietudes, a dormir
tranquilamente, ejerciendo el mismo imperio. Porque yo nunca he preferido el título de rey
al hecho de reinar efectivamente; como no lo preferiría nadie que piense prudentemente.
Porque ahora, sin inquietud de ninguna especie, tengo de ti todo lo que quiero; y si yo fuera
el rey, tendría que hacer muchas cosas contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, me ha de ser más
grata la dignidad real que la autoridad y el poder libre de toda inquietud? No ando tan
equivocado que prefiera otras cosas que no sean las que dan honra y provecho. Ahora,
pues, todo el mundo me sonríe; todos me saludan con afecto; todo el que necesita algo de
ti, me adula, porque en esto está el logro de sus deseos. ¿Cómo es posible, pues, que yo
renuncie a estas ventajas por obtener el título de rey? Un espíritu sensato no puede obrar
tan neciamente. Jamás llegué a acariciar tal idea, ni sería nunca cómplice de otro que quisiera
ponerla en ejecución. Y para prueba de esto, vete a Delfos y entérate por ti mismo para saber si
saber si te comuniqué el oráculo con toda fidelidad. Y, además, de tener pruebas de que yo me
he puesto en inteligencia con el adivino, condéname a muerte; y no con tu voto solo, sino
también con el mío. Pero no me inculpes con infundadas sospechas y sin oírme; porque ni es
justo formar juicio temerario de un hombre de bien, confundiéndolo con un malvado, ni tomar
a los malvados por hombres de bien. Porque el repudiar a un buen amigo es para mí tanto
como sacrificar la propia vida, que es lo que más se estima. Con el tiempo llegarás a enterarte
bien de todo esto; porque el tiempo es la única prueba del hombre justo, ya que al malvado
basta un día solo para reconocerlo.
CORO. — Muy bien ha hablado para todo el que tenga escrúpulos de caer en error, ¡oh rey!;
pues los juicios precipitados suelen ser inseguros.
EDIPO. — Cuando el enemigo procede de prisa y cautelosamente en su conspiración,
menester es que yo apresure a tomar resoluciones; porque si espero tranquilo, los proyectos de
aquél tendrán cumplimiento y los míos serán vanos.
CREONTE. — ¿Qué quieres, pues? ¿Desterrarme del reino?
EDIPO. — No, sino que mueras, no quiero que te escapes.
CREONTE. — Siempre que me convenzas de la razón de tu odio.
EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Que no te vas a conformar ni a obedecer?
CREONTE. — No veo que estés en tu cabal juicio.
EDIPO. — Lo estoy para mí.
CREONTE. — Pues menester es que también lo estés para mí.
EDIPO. — Pero tú eres un traidor.
CREONTE. — ¿Y si estuvieras mal informado?
EDIPO. — De todos modos, menester es que obedezcas. CREONTE. — No ciertamente, si
tu orden es injusta.
EDIPO. — ¡Oh Tebas, Tebas!
CREONTE. — También puedo yo invocar a Tebas, no tú sólo.
CORO. — Cesad, príncipes; pues muy a propósito veo salir de palacio a Yocasta, que se
dirige hacia aquí: con ella debéis decidir pacíficamente este altercado.
YOCASTA. — ¿Cómo, desdichados, habéis suscitado tan imprudente disputa? ¿No os
avergonzáis de remover vuestros odios particulares en medio del abatimiento en que se halla la
ciudad? Entra en palacio, Edipo; y tú, Creonte, a tu casa; no sea que por fútiles motivos
originéis gran dolor.
CREONTE. — ¡Hermana! Edipo, tu marido, acaba de amenazarme con uno de estos dos
castigos: o la muerte o el destierro.
EDIPO. — Es verdad, mujer; pues lo he sorprendido tramando odioso complot contra mi
persona.
CREONTE. — No disfrute yo jamás ningún placer, y muera lleno de maldiciones si he
hecho algo de lo que me imputas.
YOCASTA. — Cree por los dioses, ¡oh Edipo!, en lo que éste dice, principalmente por
respeto a ese juramento en que invoca a los dioses, y también por consideración a mí y a
estos que están presentes.
CORO. — Obedece de buen grado y ten prudencia, ¡oh rey!, te lo suplico.
EDIPO. — ¿En qué quieres que te obedezca?
CORO. — En hacer caso de éste, que siempre ha sido persona respetable; y lo es más
ahora por el juramento que acaba de hacer.
EDIPO. — ¿Sabes lo que pides?
CORO. — Lo sé.
EDIPO. — Explícate más.
CORO. — Deseo, pues, que a un pariente que acaba de escudarse bajo la imprecación del
juramento, no le acuses ni lances a la pública deshonra por una vana sospecha.
EDIPO. — Sabe, pues, que al pedir eso, pides mi muerte o mi destierro.
CORO. — ¡No, por el dios Sol, el primero entre todos los dioses! ¡Muera yo abandonado
por los dioses y de todos mis amigos, si tal es mi pensamiento! No es más que los
sufrimientos de la patria que desgarran mi afligido corazón, y el temor de que a los males
que sufrimos se añadan otros nuevos.
EDIPO. — Que se vaya, pues, ése, aunque yo deba morir o ser lanzado violenta e
ignominiosamente de esta tierra. Tus palabras lastimeras son las que mueven a compasión;
no las de éste, que, dondequiera que se halle, me será odioso.
CREONTE. — Claro que se ve que cedes con despecho; despecho que pesará sobre ti
cuando te pase la cólera. Caracteres como el tuyo, natural es que difícilmente puedan
soportarse a sí mismos.
EDIPO. — ¿ No me dejarás y te marcharás de aquí?
CREONTE. — Me iré sin lograr convencerte de mi inocencia; pero para éstos soy siempre
el mismo.
CORO. — Mujer, ¿qué esperas, que no te lo llevas a palacio?
YOCASTA. — Saber lo que aquí ha habido.
CORO. — Una disputa suscitada por infundadas sospechas y el rencor de acusaciones
injustas.
YOCASTA. — ¿ Acusaciones de una y otra parte?
CORO. — Sí.
YOCASTA. — ¿Y de qué se trataba?
CORO. — Basta ya por mí, basta; que hallándose la patria tan afligida, me parece que
debe terminar la querella en donde ha quedado.
EDIPO. — ¿Ves a lo que vienes a parar? Con toda tu buena intención me abandonas y
atormentas mi corazón.
CORO. — ¡Oh rey!, ya te lo he dicho más de una vez: sería yo un insensato e incapaz de
razonar si me apartara de ti que salvaste a mi patria cuando se hallaba envuelta en los mayores
mayores males. Sé también hoy, si puedes, nuestro salvador.
YOCASTA. — Dime, por los dioses, rey, qué es lo que te ha puesto tan encolerizado.
EDIPO. — Te diré, mujer; pues te respeto más que a éstos, qué clase de complot ha urdido
Creonte contra mí.
YOCASTA. — Habla, a ver si con tu acusación me aclaras el asunto.
EDIPO. — Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA. — ¿Lo ha inquirido por sí mismo o lo ha sabido por otro?
EDIPO. — De un miserable adivino que me ha enviado; pues él personalmente no me
acusa.
YOCASTA. — Pues déjate de todo eso que estás diciendo. Escúchame y verás cómo ningún
mortal que posea el arte de la adivinación tiene que ver nada contigo. Te daré una prueba de
esto en pocas palabras. Un oráculo que procedía, no diré que del mismo Febo, sino de alguno
de sus ministros, predijo a Layo que su destino era morir a manos de un hijo que tendría de mí.
Pero Layo, según es fama, murió asesinado por unos bandidos extranjeros en un paraje en que
se cruzaban tres caminos; respecto del niño, no tenía aún tres días cuando su padre lo ató de
los pies y lo entregó a manos extrañas para que lo arrojaran en un monte intransitable. Ahí
tienes, pues, cómo ni Apolo dio cumplimiento a su oráculo, ni el hijo fue el asesino de su
padre, ni a Layo atormentó más la terrible profecía de que había de morir a manos de un hijo.
Así quedaron las predicciones proféticas, de las que tú no debes hacer ningún caso; porque
cuando un dios quiere hacer una revelación, fácilmente él mismo la da a conocer.
EDIPO. — ¡Cómo, desde que te estoy escuchando, ¡oh mujer!, divaga mi espíritu y me
tiembla el corazón!
YOCASTA. — ¿Qué inquietud te agita y te hace hablar así?
EDIPO. — Creo haberte oído que Layo fue muerto en un cruce de tres caminos.
YOCASTA. — Así se dijo y no cesa de repetirse.
EDIPO. — ¿Y cuál es la región en que aconteció el hecho?
YOCASTA. — En la región que se llama Fócida, y en el punto en que se divide en dos el
camino que viene de Daulia hacia Delfos.
EDIPO. — ¿Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces?
YOCASTA. — Muy poco antes que tú llegaras a ser rey de este país, se hizo esto público por
toda la ciudad.
EDIPO. — ¡Oh Júpiter!, ¿qué has decidido hacer de mí?
YOCASTA. — ¿Qué te pasa, Edipo? ¿En qué piensas?
EDIPO. — No me preguntes más; dime cuál era el aspecto de Layo y la edad que tenía.
YOCASTA. — Era alto; las canas empezaban ya a blanquearle la cabeza, y su fisonomía no
desemejaba mucho de la tuya.
EDIPO. — ¡Desdichado de mí! Creo que contra mí mismo acabo de lanzar terribles
maldiciones, sin darme cuenta.
YOCASTA. — ¿Qué dices? Me lleno de temor al mirarte, ¡Oh rey!
EDIPO. — Me inquieta horriblemente el temor de que el adivino acierte. Pero me
aclararás más el asunto, si me dices una sola cosa
YOCASTA. — También estoy yo llena de zozobra; te contestaré a lo que me preguntes, si
lo sé.
EDIPO. — ¿Viajaba solo, o llevaba gran escolta, como convenía a un rey?
YOCASTA. — Cinco eran en conjunto, y entre ellos un heraldo. Un coche solo llevaba a
Layo.
EDIPO. — ¡Ay, ay!, esto está ya claro. ¿Quién es el que os dio estas noticias, mujer?
YOCASTA. — Un criado, que fue el único que se salvó.
EDIPO. — ¿Y se encuentra ahora en palacio?
YOCASTA. — No; porque cuando a su vuelta de allí te vio a ti en el trono y a Layo
muerto, me suplicó, asiéndome de la mano, que le enviara al campo a apacentar los
ganados, para vivir lo más lejos posible de la ciudad. Y yo lo envié; porque era un criado
digno de esta y de otra mayor gracia.
EDIPO. — ¿Cómo haremos que venga lo más pronto posible?
YOCASTA. — Fácilmente; pero ¿para qué lo quieres?
EDIPO. — Me temo, mujer, haber hablado demasiado acerca de este asunto; por lo cual,
deseo verlo.
YOCASTA. — Vendrá, pues; pero también soy merecedora de saber las cosas que te
inquietan, ¡oh rey!
EDIPO. — No pienses que te las voy a callar en medio de la incertidumbre en que estoy.
¿A quién mejor que a ti podré yo contar el trance en que me hallo? Mi padre fue Pólibo el
corintio, y mi madre la doria Merope. Fui el hombre más respetado entre todos los
ciudadanos hasta que me ocurrió el siguiente caso, digno de admirar, pero no tanto que
debiera llegar a inquietarme. En un banquete, un hombre que había bebido demasiado me
dijo en su borrachera que yo era hijo fingido de mi padre. Apesadumbrado yo por la injuria,
aguanté a duras penas aquel día; pero al siguiente pregunté por ello a mi padre y a mi madre,
quienes llevaron muy a mal el ultraje, y se indignaron contra el que lo había proferido. Las
palabras de ambos me sosegaron; pero, sin embargo, me escocía siempre aquel reproche,
que había penetrado hasta el fondo de mi corazón. Sin que supieran nada mis padres me fui
a Delfos, donde Febo me rechazó, sin creerme digno de obtener contestación a las
preguntas que le hice; pero me reveló los males más afrentosos, terribles y, funestos,
diciendo que yo había de casar con mi madre con la cual engendraría una raza odiosa al
género humano; y también que yo sería el asesino del padre que me engendró. Desde que oí
yo tales palabras, procurando siempre averiguar por medio de los astros la situación de
Corinto, andaba errante lejos de su suelo, buscando lugar donde jamás viera el
cumplimiento de las atrocidades que de mí vaticinó el oráculo. Pero en mi marcha llegué al
sitio en que tú dices que mataron al tirano Layo. Te diré la verdad, mujer. Cuando ya me
hallaba yo cerca de esa encrucijada, un heraldo y un hombre de las señas que tú me has dado, el
cual iba en un coche tirado por jóvenes caballos, toparon conmigo. El cochero y el mismo
anciano me empujaron violentamente, por lo que yo, al que me empujaba, que era el cochero,
le di un golpe con furia; pero el anciano que vio esto, al ver que yo pasaba por el lado del
coche, me infirió dos heridas con el aguijón en medio de la cabeza. No pagó él de la misma
manera: porque del golpe que le di con el bastón que llevaba en la mano, cayó rodando del
medio del coche, quedando en el suelo boca arriba: enseguida, los maté a todos. Si pues, ese
extranjero tiene alguna relación con Layo, ¿quién hay ahora que sea más miserable que yo?
¿Qué hombre podrá haber que sea más infortunado? Ningún extranjero ni ciudadano puede
recibirme en su casa, ni hablarme: todos deben desecharme de sus moradas. Y no es otro, sino
yo mismo, quien tales maldiciones ha lanzado sobre mí. Estoy mancillando el lecho del muerto
con las mismas manos con que lo maté. ¿No nací, pues, siendo criminal? ¿No soy un ser todo
impuro? Pues cuando es preciso que yo huya desterrado y que en mi destierro no me sea
posible ver a los míos ni entrar en mi patria, ¿es también necesario que me una en casamiento
con mi madre y mate a mi padre, a Pólibo, que me engendró y me educó? ¿No dirá con razón
cualquiera que medite esto, que todo ello lo dirige contra mí una deidad cruel? Nunca, nunca,
¡oh santa majestad divina!, vea yo ese día, sino que desaparezca borrado de los mortales, antes
que ver impresa en mí la mancha de la deshonra.
CORO. — También nosotros, ¡oh rey!, estamos llenos de espanto; pero hasta que te enteres
del testigo de estos hechos, ten esperanza.
EDIPO. — Y en verdad que la única esperanza que me queda es aguantar a que venga ese
pastor.
YOCASTA. — Y en cuanto venga, ¿qué piensas hacer?
EDIPO. — Voy a decírtelo. Si efectivamente dice lo mismo que tú has dicho, nada tengo yo
que temer.
YOCASTA. — ¿Qué palabra tan importante es la que me oíste?
EDIPO. — Has dicho que él manifestó que lo mataron unos ladrones. Si ahora persiste en
afirmar que eran varios, no lo maté yo; pues uno solo nunca puede ser igual a muchos; pero si
dice que lo mató un hombre solo, claro está ya que ese crimen recae sobre mí.
YOCASTA. — Pues sabe que públicamente hizo tal declaración y no es posible que ahora se
retracte; porque la oyó toda la ciudad, no yo solamente. Y aun cuando se apartara un poco de
su declaración anterior, nunca jamás, ¡oh rey!, probaría que tú seas el matador de Layo, quien,
según el oráculo de Apolo, debía morir a manos del hijo que tuviera de mí. Y claro está que no
pudo matarlo aquel hijo desdichado, porque murió antes que él. De modo que ni en este caso
ni en ningún otro que en adelante ocurra, he de prestar fe a ningún oráculo.
EDIPO. — Muy bien has discurrido; pero, sin embargo, envía a llamar al pastor; no difieras
esto.
YOCASTA. — Voy a enviar enseguida; pero entremos en palacio, que nada haré que no
sea de tu gusto.
CORO. — ¡Ojalá me asistiera siempre la suerte de guardar la más piadosa veneración a las
predicciones y resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las celestes regiones donde han
sido engendradas! El Olimpo sólo es su padre: no las engendró la raza mortal de los
hombres, ni tampoco el olvido las adormece jamás. En ellas vive un dios poderoso que
nunca envejece. Pero el orgullo engendra tiranos. El orgullo, cuando hinchado vanamente
de su mucha altanería, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para
despeñarse en tal precipicio, de donde le es imposible salir. Yo ruego a la divinidad que no
se malogre el buen éxito del esfuerzo que la ciudad está haciendo, y para ello jamás dejaré
de implorar la protección divina. Si hay algún orgulloso que de obra o de palabra proceda
sin temor a la justicia ni respeto a los templos de los dioses, que cruel destino le castigue por
su culpable arrogancia; y lo mismo al que se enriquece con ilegítimas ganancias y comete
actos de impiedad o se apodera insolentemente de las cosas santas. ¿Qué hombre en estas
circunstancias puede vanagloriarse de alejar de su alma los golpes del remordimiento?
Porque si tales actos fuesen honrosos, ¿qué necesidad tendría yo de festejar a los dioses con
coros? Nunca iré yo al venerable santuario de Delfos para honrar a los dioses, ni al templo
de Abas, ni a Olimpia, si estos oráculos no llegan a cumplirse a la faz de todo el mundo.
Pero, ¡oh poderoso Júpiter, si realmente todo lo sabes y del mundo eres rey, nada debe
ocultarse a tus miradas ni a tu eterno imperio. Los oráculos se desprecian ya; en los
sacrificios no se manifiesta Apolo. La religión va hacia su ruina.
YOCASTA. — Señores de esta tierra, se me ha ocurrido la idea de ir a los templos de los
dioses con estas coronas y perfumes que llevo en las manos; porque Edipo se ha lanzado en
un torbellino de inquietudes que le torturan el corazón. En vez de juzgar, como hace un
hombre sensato, de los recientes oráculos por las predicciones pasadas, no atiende más que
al que le dice algo que le avive sus sospechas. Y puesto que nada puedo lograr con mis
consejos, ante ti, ¡oh Apolo Licio!, que aquí mismo tienes el templo, me presento suplicante
con estas ofrendas, para que nos des favorable remedio a nuestra desgracia; pues temblamos
todos al ver aturdido a nuestro rey, como piloto en una tempestad.
MENSAJERO. — Extranjeros, ¿podría saber de vosotros dónde está el palacio del tirano
Edipo? Mejor sería que me dijerais, si lo sabéis, dónde se encuentra él.
CORO. — Éste es su palacio y dentro se halla él, extranjero. Ésta es la mujer de sus hijos.
MENSAJERO. — Pues dichosa seas siempre, lo mismo que todos los tuyos, siendo tan
cumplida esposa de aquél.
YOCASTA. — Lo mismo te deseo, extranjero, que bien lo mereces por tu afabilidad. Pero
dime qué es lo que te trae aquí, y lo que quieras anunciarme.
MENSAJERO. — Buenas nuevas, mujer, para tu familia y tu marido.
YOCASTA. — ¿Qué nuevas son ésas? ¿De parte de quién vienes?
MENSAJERO. — De Corinto. Lo que te voy a decir te llenará al momento de alegría, ¿cómo
no?; pero lo mismo podría afligirte.
YOCASTA. — ¿Qué noticia es ésa y qué virtud tiene para producir tan contrarios efectos?
MENSAJERO. — Los habitantes del istmo, según por allí se dice, van a proclamarle rey.
YOCASTA. — ¿Pues qué, ya no reina allí el anciano Pólibo?
MENSAJERO. — No; que la muerte lo ha llevado ya al sepulcro.
YOCASTA. — ¿Qué dices? ¿Ha muerto Pólibo?
MENSAJERO. — Y muera yo si no digo la verdad.
YOCASTA. — Muchacha, al amo enseguida corriendo con esta noticia. ¡Oh pre- dicciones de
los dioses!, ¿qué es de vosotras? Edipo huyó hace tiempo de este hombre por temor de
matarlo; y ahora, ya lo veis, ha muerto por su propia suerte, y no a manos de aquél.
EDIPO. — ¡Oh queridísima esposa mía Yocasta! ¿para qué me haces venir aquí desde
palacio?
YOCASTA. — Oye a este hombre, y considera después de oírle lo que vienen a ser los
venerados oráculos de los dioses.
EDIPO. — ¿Quién es éste y qué me quiere decir?
YOCASTA. — Viene de Corinto para anunciarte que tu padre Pólibo ya no existe, sino que
ha muerto.
EDIPO. — ¿Qué dices, extranjero? Explícame tú mismo lo que acabas de decir.
MENSAJERO. — Si es menester que repita claramente lo que ya he dicho, ten por cierto que
aquél ha muerto ya.
EDIPO. — ¿Cómo? ¿Violentamente o por enfermedad?
MENSAJERO. — El menor contratiempo mata a los ancianos.
EDIPO. — ¿De enfermedad, a lo que parece, ha muerto el pobre?
MENSAJERO. — Y, sobre todo, de viejo.
EDIPO. — ¡Huy, huy! ¿Quién pensará ya, mujer, en consultar el altar profético de Delfos o
el graznido de las aves, según cuyas predicciones debía yo matar a mi padre? Él, muerto ya,
reposa bajo tierra; y yo, que aquí estoy, no soy el que lo he matado, a no ser que haya muerto
por la pena de mi ausencia; sólo así sería yo el causante de su muerte. Pero Pólibo, llevándose
consigo los antiguos oráculos, que de nada han servido, yace ya en los infiernos.
YOCASTA. — ¿No te lo dije yo hace tiempo?
EDIPO. — Lo dijiste; pero yo me dejaba llevar de mis sospechas.
YOCASTA. — Sacúdelas ya todas de tu corazón.
EDIPO. — ¿Y cómo? ¿No me ha de inquietar aún el temor de casarme con mi madre?
YOCASTA. — ¿Por qué? ¿Debe el hombre inquietarse por aquellas cosas que sólo dependen
de la fortuna y sobre las cuales no puede haber razonable previsión? Lo mejor es abandonarse
a la suerte siempre que se pueda. No te inquiete, pues, el temor de casarte con tu madre.
Muchos son los mortales que en sueños se han unido con sus madres; pero quien desprecia
todas esas patrañas, ése es quien vive feliz.
EDIPO. — Muy bien dicho estaría todo eso si no viviera aún la que me parió.
Pero como vive, preciso es que yo tema, a pesar de tus sabias advertencias.
YOCASTA. — Pues gran descanso es la muerte de tu padre.
EDIPO. — Grande, lo confieso; pero por la que vive, temo. MENSAJERO. — ¿Cuál es esa
mujer por la que tanto temes?
EDIPO. — Es Merope, ¡oh anciano!, con quien vivía Pólibo.
MENSAJERO. — ¿Y qué es lo que te infunde miedo de parte de ella?
EDIPO. — Un terrible oráculo del dios, ¡oh extranjero!
MENSAJERO. — ¿Puede saberse, o no es lícito que otro se entere?
EDIPO. — Sí. Me profetizó Apolo hace tiempo que mi destino era casarme con mi
propia madre y derramar con mis manos la sangre de mi padre. Por tal motivo que me
ausenté de Corinto hace ya tiempo; me ha ido bien, a pesar de que la mayor felicidad
consiste en gozar de la vista de los padres.
MENSAJERO. — ¿De suerte que por temor a esto te expatriaste de allí?
EDIPO. — Por temor de ser el asesino de mi padre, ¡oh anciano!
MENSAJERO. — ¿Y cómo yo, que he venido con el deseo de servirte, no te he librado ya
de ese miedo?
EDIPO. — Y en verdad que digno premio recibirías de mí.
MENSAJERO. — Pues por eso principalmente vine; para que así que llegues a tu patria me
des una recompensa.
EDIPO. — Pero jamás iré yo a vivir con los que me engendraron.
MENSAJERO. — ¡Ah, hijo!, claramente se ve que no sabes lo que haces...
EDIPO. — ¿Cómo es eso, anciano? Por los dioses, dímelo.
MENSAJERO. — Si por eso temes volver a tu patria.
EDIPO. — Temo que Apolo acierte en lo que ha predicho de mí.
MENSAJERO. — ¿Es que tienes miedo de cometer algún sacrilegio con tus padres?
EDIPO. — Eso mismo, anciano, eso me aterroriza siempre.
MENSAJERO. — ¿Y sabes que no hay razón ninguna para que temas?
EDIPO. — ¿Cómo no, si ellos son los padres que me engendraron?
MENSAJERO. — Porque Pólibo no tenía ningún parentesco contigo.
EDIPO. — ¿Qué has dicho? Pólibo, ¿no me engendró?
MENSAJERO. — No más que yo, sino lo mismo que yo.
EDIPO. — ¿Cómo el que me engendró se ha de igualar con quien nada tiene que ver
conmigo?
MENSAJERO. — Como que ni te engendró él ni yo.
EDIPO. — Pues ¿por qué me llamaba hijo?
MENSAJERO. — Porque, fíjate bien, un día te recibió de mis manos como un presente.
EDIPO. — ¿Y así habiéndome recibido de extrañas manos, pudo amarme tanto?
MENSAJERO. — Sí, porque antes le afligía el no tener hijos.
EDIPO. — ¿Y tú me habrías comprado, o encontrándome por casualidad me pusiste en sus
manos?
MENSAJERO. — Te encontré en las cañadas del Giterón.
EDIPO. — ¿Y a qué ibas tú por esos lugares?
MENSAJERO. — Guardaba los rebaños que pacían por el monte.
EDIPO. — ¿Luego fuiste pastor errante y asalariado?
MENSAJERO. — Y tu salvador, hijo, en aquella ocasión.
EDIPO. — ¿Qué dolores me afligían cuando me recogiste?
MENSAJERO. — Las articulaciones de tus pies te lo atestiguarán.
EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Por qué me haces mención de esta antigua desgracia?
MENSAJERO. — Cuando te desaté tenías atravesadas las puntas de los pies.
EDIPO. — Horrible injuria que me causaron las mantillas.
MENSAJERO. — Como que por eso se te puso el nombre que tienes.
EDIPO. — ¿Quién me lo puso? ¿Mi padre o mi madre? ¡Por los dioses, habla!
MENSAJERO. — No sé; el que te puso en mis manos sabe esto mejor que yo.
EDIPO. — ¿Luego me recibiste de manos de otro y no me encontraste por una casualidad?
MENSAJERO. — No, sino que te recibí de otro pastor.
EDIPO. — ¿Quién es ése? ¿Lo sabes, para decírmelo?
MENSAJERO. — Se decía que era uno de los criados de Layo.
EDIPO. — ¿Acaso del que fue rey de este país?
MENSAJERO. — Ciertamente; de ese hombre era el pastor.
EDIPO. — ¿Vive aún ese pastor, para que yo pueda verlo?
MENSAJERO. — Vosotros lo sabréis mejor que yo, pues vivís en el país.
EDIPO. — ¿Hay alguno de vosotros, los que estáis aquí presentes, que conozca al pastor a
que se refiere este hombre, ya por haberlo visto en el campo, ya en la ciudad? Decídmelo; que
tiempo es de aclarar todo esto.
CORO. — Creo que no es otro que ese del campo que antes deseabas ver; pero ahí está
Yocasta, que te podrá enterar mejor que nadie.
EDIPO. — Mujer, ¿sabes si ese hombre que hace poco enviamos a buscar es el mismo a
quien éste se refiere?
YOCASTA. — ¿De quién habla ése? No hagas caso de nada, y haz por olvidarte de toda esa
charla inútil.
EDIPO. — No puede ser que yo, con tales indicios, no aclare mi origen.
YOCASTA. — Déjate estar de eso, por los dioses, si algo te interesas por tu vida, que
bastante estoy sufriendo yo.
EDIPO. — No tengas miedo, que tú, aunque yo resultara esclavo, hijo de mujer esclava
nacida de otra esclava, no aparecerás menoscabada en tu honor.
YOCASTA. — Sin embargo, créeme, te lo suplico, no prosigas eso.
EDIPO. — No puedo obedecerte hasta que no sepa esto con toda claridad.
YOCASTA. — Pues porque pienso en el bien tuyo, te doy el mejor consejo.
EDIPO. — Pues esos buenos consejos me atormentan hace ya tiempo.
YOCASTA. — ¡Ay malaventurado! ¡Ojalá nunca sepas quién eres!
EDIPO. — Pero ¿no hay quien me traiga aquí a ese pastor? Dejad que ésta se regocije de
su rica genealogía.
YOCASTA. — ¡Ay, ay, infortunado!, que eso es lo único que puedo decirte, porque en
adelante no te hablaré ya más.
CORO. — ¿Por qué, Edipo, se ha ido tu mujer arrebatada de violenta desesperación?
Temo que tales lamentos estallen en grandes males.
EDIPO. — Que estallen, si es menester; que yo quiero conocer mi origen, aunque éste sea
de lo más humilde. Ella, naturalmente, como mujer que es, tiene orgullo, y se avergüenza de
mi oscuro nacimiento. Pero yo, que me considero hijo de la fortuna, que me ha colmado de
dones, no me veré nunca deshonrado. De tal madre nací; y los meses que empezaron al
nacer yo, son los que determinaron mi grandeza y mi abatimiento. Y siendo tal mi origen,
no puede resultar que yo sea otro, hasta el punto de querer ignorar de quién procedo.
CORO. — Si yo soy adivino y tengo recto criterio, juro por el Olimpo inmenso,
¡oh Citerón!, que no llegará el nuevo plenilunio sin que a ti, como a padre de Edipo y
como a nodriza y madre, te ensalce y te celebre en mis danzas, por los beneficios que
dispensaste a nuestro rey. ¡Glorioso Apolo!, séante gratas mis súplicas. ¿Cuál a ti, ¡oh hijo!,
cuál te parió, pues, de las dichosas ninfas, unida con el padre Pan, que va por los montes?
¿Acaso alguna desposada con Apolo? Pues a éste todas las planicies que frecuentan pastores
le son queridas. ¿Será Mercurio o el dios Baco, que, habitando en las cimas de los montes, te
recibiera cormo engendro de las ninfas de graciosos ojos, con las que él frecuentemente se
solaza?
EDIPO. — Si os parece bien ¡oh ancianos!, que yo que nunca he tenido relación con ese
hombre exponga mi opinión, creo ver al pastor que hace tiempo buscarnos. Pues por su
avanzada vejez le conviene cuanto se ha dicho de él; además de que reconozco como
siervos míos a los que lo llevan. Pero tú que lo has conocido, mejor que yo podrás decirlo
pronto al verlo delante de ti.
CORO. — Lo reconozco; bien lo has conocido. Ese hombre, como pastor, era uno de los
más fieles de Layo.
EDIPO. — A ti me dirijo primero, extranjero corintio. ¿Te referías a este hombre?
MENSAJERO. — A ese mismo qué estás viendo.
EDIPO. — ¡Eh!, tú anciano; aquí, cara a cara, contéstame a todo lo que te pregunte.
¿Fuiste tú de Layo?
EL CRIADO. — Sí; esclavo no comprado, sino nacido en casa.
EDIPO. — ¿En qué labor te ocupabas o cuál era tu vida?
EL CRIADO. — De los rebaños cuidé la mayor parte del tiempo.
EDIPO. — ¿Y qué regiones recorrías con más frecuencia?
EL CRIADO. — El Citerón y las regiones vecinas.
EDIPO. — Y a este hombre, ¿recuerdas si lo has visto alguna vez?
EL CRIADO. — ¿En qué circunstancias? ¿De qué hombre hablas?
EDIPO. — De este que está presente. ¿Has tenido trato alguno con él?
EL CRIADO. — No te lo puedo decir en este momento; no recuerdo.
MENSAJERO. — No es de admirar, señor; pero yo le haré recordar claramente lo que ha
olvidado, pues yo sé muy bien que él se acuerda de cuando en los prados del Citerón
apacentaba él dos rebaños, y yo uno solo, y los dos pasábamos juntos tres semestres enteros,
desde el fin de la primavera hasta que apareciera la estrella Arturo. Al llegar el invierno recogía
yo mi rebaño en mis apriscos y éste en los corrales de Layo. ¿Es o no verdad esto que digo?
EL CRIADO. — Dices verdad, aunque ha pasado mucho tiempo.
MENSAJERO. — Dime, pues, ahora: ¿sabes que entonces me entregaste un niño para que yo
lo criase como si fuera hijo mío?
EL CRIADO. — ¿Y qué? ¿Por qué me haces ahora esa pregunta?
MENSAJERO. — Éste es, amigo, aquel que entonces era niño.
EL CRIADO. — ¡Ojalá te murieras enseguida! ¿No te callarás?
EDIPO. — ¡Eh!, no le insultes, viejo; que tus palabras son más merecedoras de represión que
las de éste.
EL CRIADO. — ¡Oh excelentísimo señor! ¿En qué he faltado?
EDIPO. — En no responder a lo que éste te pregunta acerca de aquel niño.
EL CRIADO. — Porque no sabe lo que se dice y trabaja en vano.
EDIPO. — Tú no quieres hablar de buen grado, pero hablarás a la fuerza.
EL CRIADO. — Por los dioses, señor, no insultes a este anciano.
EDIPO. — Atadle enseguida las manos por detrás de la espalda.
EL CRIADO. — ¡Infortunado! ¿Para qué? ¿Qué quieres saber?
EDIPO. — ¿Entregaste tú a éste el niño por quien te pregunta?
EL CRIADO. — Se lo entregué. Ojalá me hubiera muerto aquel día.
EDIPO. — Pues morirás hoy si no dices la verdad.
EL CRIADO. — Más me mata el tener que decirla.
EDIPO. — Este hombre, a lo que parece, dilata la contestación.
EL CRIADO. — No, en verdad, pues ya he dicho que se lo entregué hace tiempo.
EDIPO. — ¿Y de dónde lo recogiste? ¿Era tuyo o de otro?
EL CRIADO. — Mío no era; lo recibí de otro.
EDIPO. — ¿De qué ciudadano y de qué casa?
EL CRIADO. — No, por los dioses, señor, no me preguntes más.
EDIPO. — Muerto eres si tengo que repetirte la pregunta.
EL CRIADO. — Pues había nacido en el palacio de Layo.
EDIPO. — ¿Era siervo o hijo legítimo de aquél?
EL CRIADO. — ¡Ay de mí! Me horroriza el decirlo.
EDIPO. — Y a mí el escucharlo; pero, sin embargo, es preciso que lo oiga.
EL CRIADO. — De aquél se decía que era hijo; pero la que está en palacio, tu mujer, te
mejor que yo cómo fue todo esto.
EDIPO. — ¿Es que fue ella misma quien te lo entregó?
EL CRIADO. — Sí, rey.
EDIPO. — ¿Y para qué?
EL CRIADO. — Para que lo matara...
EDIPO. — ¿Y lo había parido la infeliz?
EL CRIADO. — Por temor de funestos oráculos.
EDIPO. — ¿Cuáles?
EL CRIADO. — Se decía que él había de matar a sus padres.
EDIPO. — ¿Y cómo se lo entregaste tú a este viejo?
EL CRIADO. — Me compadecí, señor, creyendo que se lo llevaría a tierra extraña, a la
patria de donde él era. Pero éste lo conservó para los mayores males, porque si eres ése a
quien éste se refiere, considérate el más infortunado de los hombres.
EDIPO. — ¡Ay, ay! Ya está todo aclarado. ¡Oh luz!, sea éste el último día que te vea quien
vino al mundo engendrado por quienes no debían haberle dado el ser, contrajo relaciones
con quienes le estaban prohibidas y mató a quien no debía.
CORO. — ¡Oh generaciones humanas! Cómo en mi cálculo, aunque reboséis de vida, sois
lo mismo que la nada. ¿Qué hombre, pues, qué hombre goza de felicidad más que el
momento en que se lo cree, para enseguida declinar? Con tu ejemplo a la vista y con tu sino,
¡oh infortunado Edipo!, no creo ya que ningún mortal sea feliz. Quien dirigiendo sus deseos
a lo más alto llegó a ser dueño de la más suprema dicha, ¡ay, Júpiter!, y después de haber
aniquilado a la virgen de corvas uñas, cantadora de oráculos, se levantó en medio de
nosotros como una valla contra la muerte, por lo que fue proclamado nuestro rey y recibió
los mayores honores, reinando en la grande Tebas, ¿no es ahora el más infortunado de los
hombres? ¿Quién se ve envuelto en más atroces desgracias y en mayores crímenes por una
alternativa de la vida? ¡Oh ilustre Edipo! ¿El propio asilo de tu casa fue bastante para que
cayeras en él, como hijo, como padre y como marido? ¿Cómo es posible, ¡oh infeliz!, como,
que el seno fecundado por tu padre te pudiera soportar en silencio tanto tiempo? Lo
descubrió a pesar tuyo el tiempo, que todo lo ve, y condenó ese himeneo execrable, donde
engendraba a su vez el que fue engendrado. ¡Ay, hijo de Layo! ¡Ojalá, ojalá nunca te hubiera
visto, pues me haces llorar, exhalando dolorosos lamentos de mi boca! Y para decir verdad,
de ti recibí la vida, por ti calmé mis congojas.
MENSAJERO. — ¡Oh siempre respetabilísimos señores de esta tierra! ¡Qué cosas vais a oír
y qué desgracias veréis y cuán grande dolor sentiréis, si como patriotas os inspira interés la
casa de los Labdácidas! Yo creo que ni el Istro ni el Fasis podrán lavar con sus aguas las
impurezas que ese palacio encierra, y los crímenes que ahora salen a la luz, voluntarios, no
involuntarios. Pues de todas las calamidades, las que más deben sentirse son las que uno se
procura por sí mismo.
CORO. — La que nosotros ya sabemos, por cierto que es muy dolorosa. ¿Vienes a
anunciarnos otra?
MENSAJERO. — Brevemente os la diré y la sabréis: ha muerto la excelsa Yocasta.
CORO. — ¡Ay, desdichada! ¿Quién la ha matado?
MENSAJERO. — Ella por sí misma. De todo lo sucedido ignoro lo más doloroso, pues no
estuve presente. Pero, sin embargo, en tanto que mi memoria los recuerde, sabrás los
sufrimientos de aquella infortunada. Cuando arrebatada por el furor atravesó el vestíbulo de
palacio, se lanzó derechamente hacia el lecho nupcial, arrancándose la cabellera con ambas
manos. Apenas entró cerró la puerta por dentro y empezó a invocar al difunto Layo, muerto
hace tiempo, rememorando los antiguos concúbitos que debían matarle a él y dejar a la madre
para engendrar hijos con su propio hijo en infandas nupcias. Y lloraba amargamente por el
hecho de que la infeliz concibió de su marido otro marido y de su hijo otros hijos. Después de
esto no sé cómo se mató; porque como entró Edipo dando grandes alaridos, nos impidió
contemplar la desgracia, pues nos fuimos todos hacia él, rodeándole por todas partes, porque
corría desatentado pidiendo que le diéramos una espada, y que le dijésemos dónde estaba la
esposa que no era esposa y en cuyo seno maternal fueron concebidos él y los propios hijos de
él. Y furioso como estaba —un genio se lo indicó, pues no se lo dijo nadie de los que le
rodeábamos—, dando un horrendo grito, y como si fuera guiado por alguien, se arrojó sobre
las puertas: las derribó de los goznes y se precipitó en la sala nupcial donde vimos a la reina
colgando de las fatales trenzas que la habían ahogado. En seguida que la vio el desdichado,
dando un horrible rugido, desató el lazo de que colgaba, y cuando en tierra cayó la infeliz —
aquello fue espectáculo horrible—, arrancándole los broches de oro con que se había sujetado
el manto, se hirió los ojos diciendo que así no vería más ni los sufrimientos que padecía ni los
crímenes que había cometido, sino que, envueltos en la oscuridad, ni verían en adelante a
quienes no debían haber visto, ni conocerían a los que nunca debieron haber conocido. Y
mientras así se lamentaba, no cesaba de darse golpes y desgarrarse los ojos. Al mismo tiempo,
sus ensangrentadas pupilas le teñían la barba, pues no echaban la sangre a gotas, sino que,
como negra lluvia y rojizo granizo, se la bañaban.
Estalló la desesperación de ambos, no de uno solo, confundiendo en la desgracia al marido
y a la mujer. La felicidad de que antes disfrutaban y nos parecía verdadera felicidad, convertida
quedó hoy en gemidos, desesperación, muerte y oprobio, sin que falte ninguno de los hombres
que sirven para designar toda suerte de desgracias.
CORO. — ¿Y qué hace ahora el desdichado, en medio de su infortunio?
MENSAJERO. — Pide a gritos que abran las puertas y expongan ante todos los tebanos al
parricida diciendo blasfemias que yo no debo decir, y añadiendo que va a alejarse de esta tierra
y que no debe permanecer en ella sujeto a las maldiciones que contra sí mismo él lanzó.
Necesita, sin embargo, de quien le sostenga y le guíe, pues su desgracia es demasiado para que
pueda sobrellevarla; lo vas a ver, pues las puertas se abren; pronto verás un espectáculo
capaz de mover a compasión al más cruel enemigo.
CORO. — ¡Oh desgracia, que a los hombres horroriza el verla! ¡Oh, la más horrible de
cuantas he visto yo! ¡Infeliz! ¿Qué Furia te dominó? ¿Cuál es la Furia que, abalanzándose
sobre ti, el más infortunado de los hombres, te subyugó en tu desdichadísima suerte?
Porque no tengo valor para mirarte, a pesar de que deseo preguntarte muchas cosas,
saberlas de ti y contemplarte. Tal es el horror que me infundes.
EDIPO. — ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Infeliz de mí! ¿Dónde estoy con mi desdicha? ¿Adónde vuela
mi vibrante voz? ¡Oh demonio! ¿Adónde me has precipitado?
CORO. — A una desgracia horrible, inaudita, espantable.
EDIPO. — ¡Oh nube tenebrosa y abominable que como monstruo te has lanzado sobre
mí, indomable e irremediable! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cómo me penetran las punzadas del
dolor y el recuerdo de mis crímenes!
CORO. — Y no es de admirar que en medio de tan grandes sufrimientos llores y te aflijas
por la doble desgracia que te oprime.
EDIPO. — Tú sigues siendo mi compañero fiel, ya que tienes cuidado de este ciego. ¡Ay,
ay! No se me oculta quién eres, pues aunque ciego, conozco muy bien tu voz.
CORO. — ¡Qué atrocidad has cometido! ¿Cómo tuviste valor para arrancarte así los ojos?
¿Qué demonio te incitó?
EDIPO. — Apolo es el culpable, Apolo, amigos míos; él es el autor de mis males y crueles
sufrimientos. Pero nadie me hirió, sino yo mismo en mi desgracia.
¿Para qué me servía la vista, si nada podía mirar que me fuese grato ver?
CORO. — Así es, como lo dices.
EDIPO. — ¿Qué cosa, en verdad, puedo yo mirar ni amar? ¿A quién puedo yo dirigir la
palabra o escuchar con placer, amigos? Echadme de esta tierra lo más pronto posible,
desterrad, amigos, a la mayor calamidad, al hombre maldito y más aborrecido que ningún
otro de los dioses.
CORO. — Digno de lástima eres, lo mismo por tus remordimientos que por tu desgracia.
¡Cómo quisiera nunca haberte conocido!
EDIPO. — ¡Ojala muera, quienquiera que sea, el que en el monte desató los crueles lazos
de mis pies y me libró y salvó de la muerte, sin hacerme ninguna gracia! Pues muriendo
entonces, no habría sido, ni para mí ni para mis amigos, causa de tanto dolor.
CORO. — Y yo también quisiera que así hubiese sucedido.
EDIPO. — Nunca habría llegado a ser asesino de mi padre, ni los mortales me habrían
llamado marido de la que me dio el ser. Pero ahora me veo abandonado de los dioses; soy
hijo de padres impuros y he participado criminalmente del lecho de los que me
engendraron. La desgracia mayor que pueda haber en el mundo le tocó en suerte a Edipo.
CORO. — No sé cómo pueda decir que hayas tomado buena determinación; mejor te
fuera no existir que vivir ciego.
EDIPO. — Que no sea lo mejor lo que he hecho, ni tienes que decírmelo ni tampoco darme
consejos. Pues yo no sé con qué ojos, si la vista conservara, habría podido mirar a mi padre
llegando al infierno, ni tampoco a mi infortunada madre, pues mis crímenes con ellos dos son
mayores que los que expían con la estrangulación. Pero ¿acaso la vista de mis hijos —
engendrados como fueron engendrados— podía serme grata? No, de ningún modo; a mis ojos,
jamás. Ni la ciudad, ni las torres, ni las imágenes sagradas de los dioses, de todo lo cual, yo, en
mi malaventura —siendo el único que tenía la más alta dignidad en Tebas—, me privé a mí
mismo al ordenar a todos que expulsaran al impío, al que los dioses y mi propia familia hacían
aparecer como impura pestilencia; y habiendo yo manifestado tal deshonra como mía, ¿podía
mirar con buenos ojos a éstos? De ninguna manera; porque si del sentido del oído pudiese
haber cerradura en las orejas, no aguantaría yo el no habérselas cerrado a mí desdichado
cuerpo, para que fuese ciego y además nada oyese, pues vivir con el pensamiento apartado de
los males es cosa dulce. ¡Oh Citerón!, ¿por qué me recibiste? ¿Por qué, al acogerme, no me
mataste enseguida, para que jamás hubiera manifestado a los hombres de dónde había nacido?
¡Oh Pólibo! ¡Oh Corinto y venerable palacio que yo creía de mi padre! ¡Cómo criasteis en mí
una hermosura que no era más que envoltura de maldades! Ahora, pues, me convenzo de que
soy perverso y de perversa raza nacido. ¡Oh tres caminos y ocultas cañadas y espesa selva y
estrechura de la encrucijada, que mi sangre por mis mismas manos bebisteis de mi padre!
¿Acaso recordáis aún los crímenes que en vosotros cometí, y luego, al llegar aquí, cuáles he
cometido? ¡Oh nupcias, nupcias; me engendrasteis, y habiendo concebido, fecundasteis de
nuevo el mismo semen y disteis a luz padres, hermanos, hijos —sangre de la misma familia—,
novias, esposas y madres y cuantas cosas ignominiosas entre los hombres haya! Pero como no
se debe decir lo que no es hermoso hacer, cuanto más pronto, ¡por los dioses!, echadme,
ocultadme en alguna parte; matadme o arrojadme al mar, donde jamás me podáis ver ya.
Venid; dignaos tocar a un hombre miserable. Creedme, no temáis; que mis desgracias no hay
quien, sino yo, sea capaz de soportarlas entre los hombres.
CORO. — Pues, respecto de los que pides, a propósito viene aquí Creonte, para obrar y
deliberar, porque en tu lugar queda él como único rey del país.
EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Qué palabras diré a éste? ¿Qué confianza me puede merecer en
justicia, si antes contra él en todo he sido malo?
CREONTE. — No para reírme, Edipo, he venido, ni para escarnecerte en nada por tus
pasadas desgracias. Pero si vosotros, los de Coro no tenéis ya sentimientos de respeto para con
la raza humana, temed al menos a esa llama del rey Sol que todo lo alimenta, para que no se
exhiba así al descubierto este ser impuro, que ni la tierra, ni la celestial lluvia, ni la luz pueden
acoger, sino que entradle enseguida en palacio, pues sólo a los parientes permite la piedad el
que puedan ver y atender a las personas impuras de la familia.
EDIPO. — ¡Por los dioses! Puesto que sacándome de mi equivocada creencia vienes lleno de
razón a mí, que soy el hombre más perverso, créeme en algo que por ti, no por mí, diré.
CREONTE. — ¿Y de qué tienes necesidad, que con tanto deseo me pides?
EDIPO. — Échame de esta tierra lo más aprisa posible, adonde muera sin que ninguno
de los mortales me pueda hablar.
CREONTE. — Ya habría hecho eso, tenlo entendido, si no quisiera preguntar antes al
oráculo lo que debo hacer.
EDIPO. — Pues el mandato de aquél está bien manifiesto: matar al parricida y al impío,
que soy yo.
CREONTE. — Así se dijo eso; sin embargo en las circunstancias en que nos encontramos,
mejor es preguntar lo que debamos hacer.
EDIPO. — ¿De modo que por un hombre miserable vais a consultar?
CREONTE. — Y debes tú ahora tener fe en el dios.
EDIPO. — Pues te encargo y te suplico que por la que yace en palacio celebres los
funerales que quieras, pues con justicia, en bien de los tuyos los celebrarás; pero de mí no
creas jamás que vivo deba residir en esta ciudad patria, sino déjame habitar en los montes,
en el que ya se llama mi Citerón; ese que mi madre y también mi padre, vivo yo aún,
determinaron que fuese mi propia sepultura, para que muera según la determinación de
aquellos que querían que se me matara. Porque verdaderamente veo que ni enfermedad ni
otro accidente alguno me puede matar, ya que de otro modo no me habría salvado, a no ser
para algún terrible mal. Siga, pues, mi destino la marcha hacia donde la empezó. De mis
hijos varones, por mí, Creonte, no tengas cuidado —hombres son—; de modo que donde
estén no ha de faltarles lo necesario para vivir; pero sí de mis dos hijas, infortunadas y
dignas de lástima, que jamás se sentaron a comer en la mesa sin estar yo, sino que de cuanto
yo gustaba de todo siempre tomaban su parte: a ellas cuídamelas, y más aún, déjame que las
toque con mis manos y llore mi desgracia. Permíteme, ¡oh rey!, permíteme tú, puro de
nacimiento, que al tocarlas con mis manos creeré tenerlas como cuando veía. ¿Qué digo?
¿No oigo ya, por lo dioses, a mis dos queridas, que lloran a lágrima viva, y que Creonte,
compadecido de mí, me las envía como a lo más querido de mis hijos? ¿Digo verdad?
CREONTE. — La dices, que yo soy quien te ha proporcionado esto, deduciendo el
consuelo que tienes ahora por el que tenía antes.
EDIPO. — Pues ¡ojalá seas feliz! Y por haberlas hecho venir, que el dios te defienda
mejor que a mí. ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí; llegaos a estas mis manos, hermanas
vuestras, que han puesto así como veis los ojos, antes tan brillantes. Mi padre que os
engendró: que yo, para vosotras, ¡oh hijas!, sin saberlo ni inquirirlo aparecí como sembrador
en el mismo campo en que yo fui sembrado. Y lloro sobre vosotras —ya que veros no
puedo— al considerar cuán amarga es la vida que os queda, tal como la habéis de pasar
entre los hombres. Pues ¿a qué reuniones de los ciudadanos iréis, a qué fiestas, de donde no
os volváis llorando a casa, en vez de gozar del espectáculo? Y cuando ya lleguéis a la
nubilidad, ¿quién será el hombre, quién, ¡oh hijas!, que se decida a tornar oprobio tal, que
para mis progenitores y para vosotras a la vez ha de ser afrentoso? Pues ¿qué ignominia
falta aquí? A su padre vuestro padre mató; a la que le había parido fecundó, sembrando en
donde él mismo había sido sembrado, y en el mismo seno os engendró, donde él fue
concebido. Tales injurias sufriréis; y así, ¿quién os va a tomar por esposas? Nadie, ¡oh hijas!,
sino que, sin duda ninguna, estériles y sin casaros es preciso que os marchitéis. ¡Oh hijo de
Meneceo!, y que sólo tú como padre de ellas quedas —pues nosotros dos, los que las
engendramos, hemos perecido ambos—, no consientas que ellas, como mendigas, sin maridos
y sin familia, vayan errantes; ni dejes que su desgracia llegue a igualarse con la mía, sino
compadécelas, viendo que en la edad en que están, de todo quedan privadas, excepto de lo que
de ti dependa. Prométemelo, ¡oh generoso!, tocándome con tu mano. Y a vosotras, ¡oh hijas!, si
tuvierais ya reflexión, muchas cosas os aconsejaría; pero ahora esto es lo que os deseo: que
donde se os presente la ocasión de vivir, alcancéis mejor vida que el padre que os ha
engendrado.
CREONTE. — Bastante has llorado ya; entra en palacio,
EDIPO. — Hay que obedecer, aunque no sea mi gusto.
CREONTE. — Toda cosa en su punto es buena.
EDIPO. — ¿Sabes para qué voy?
CREONTE. — Dilo y me enteraré cuando lo oiga.
EDIPO. — Para que de la tierra me eches desterrado.
CREONTE. — Del dios depende la concesión que me pides.
EDIPO. — Pues a los dioses, muy odioso soy.
CREONTE. — Sin embargo, obtendrás eso pronto.
EDIPO. — ¿Lo afirmas?
CREONTE. — Lo que no siento no acostumbro decirlo vanamente.
EDIPO. — Llévame, pues, de aquí ya.
CREONTE. — Sigue, pues, y apártate de las niñas.
EDIPO. — De ninguna manera las apartes de mí.
CREONTE. — En todo no quieras disponer, porque aquello en que has dispuesto no resultó
bien para tu vida.
CORO. — ¡Oh habitantes de Tebas, mi patria! ¡Considerad aquel Edipo que adivinó los
famosos enigmas y fue el hombre más poderoso, a quien no había ciudadano que no envidiara
al verle en la dicha, en qué borrasca de terribles desgracias está envuelto! Así que, siendo
mortal, debes pensar con la consideración puesta siempre en el último día, y no juzgar feliz a
nadie antes que llegue el término de su vida sin haber sufrido ninguna desgracia.
III.GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD
PLATÓN
CRITÓN
INTRODUCCIÓN
Platón (c. 428/7 – 347) fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles. Pocos
pensadores han mostrado, como él, una preocupación tan profunda y al mismo tiempo
extensa por la comprensión de la realidad. Muchos de los problemas filosóficos
contemporáneos están ya presentes en los diálogos platónicos.
Las preocupaciones políticas de Platón se relacionan en gran parte con la muerte de su
mentor, Sócrates (470 – 399 a. C.). Su maestro está presente en todos los diálogos, excepto
en las Leyes. Se discute todavía si éste fue el último diálogo que escribió el filósofo. Aunque
la vida de Sócrates fue representada también por su discípulo Jenofonte (430 – 355 a. C.) y
el comediógrafo Aristófanes (448 – 380 a. C.), los testimonios platónicos reflejan con mayor
profundidad el pensamiento socrático.
Sócrates, que se negaba a escribir, sólo dejó tras de sí los testimonios de sus discípulos.
Por este motivo los diálogos platónicos son cruciales para una aproximación a su
pensamiento.
La vida, juicio y muerte de su maestro marcaron profundamente el pensamiento de
Platón, a tal grado que, en los primeros diálogos, resulta prácticamente imposible separar su
pensamiento del de Sócrates. El maestro no es sólo un personaje que el autor utiliza en los
diálogos para mostrar sus ideas. En los primeros diálogos se puede ver una genuina
preocupación por mostrar los argumentos de su maestro y las circunstancias de su muerte.
Por otro lado, los diálogos socráticos no son una transcripción literal de sus discursos. El
pensamiento de ambos filósofos está imbricado. En diálogos como el Sofista o el Parménides,
se ve cómo Platón crítica y se aleja de Sócrates. Al mismo tiempo, los diálogos platónicos
muestran las críticas que el filósofo hace de sus propias teorías. Este alejamiento progresivo
de las ideas y el método socrático permiten establecer una cronología más o menos
confiable de los diálogos.
Además de los diálogos, existe un compendio de cartas supuestamente escritas por el
filósofo. Las cartas son las únicas instancias en las que Platón habla de sus teorías y se dirige
al lector en forma explícita. Sin embargo, la mayoría de los especialistas coincide en que las
cartas son apócrifas.
A la dificultad interpretativa de las ideas platónicas, se suma otra: Platón suele utilizar
mitos para exponer sus teorías centrales. A veces se trata de mitos tradicionales de la
Antigua Grecia. En otras ocasiones, alguno de los participantes del diálogo expone un mito
completamente nuevo, como es el caso del mito de la Atlántida en el Timeo.
Platón no abordó solamente los problemas más abstractos de la filosofía, sino que fue
también un prolífico pensador ético y político. En sus diálogos discute temas como la
educación, la organización política y los actos humanos. A menudo varios temas se
entrelazan en un mismo diálogo. Por este motivo, sería un error clasificar a Platón como un
filósofo político o metafísico. Las preocupaciones del filósofo abarcan una gran cantidad de
temas.
El diálogo Critón ocurre después de los eventos narrados en la Apología, donde Sócrates se
defiende de ciertas acusaciones: “se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas
y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros.”2
Después de una elocuente defensa, Sócrates es encontrado culpable y condenado a morir
por medio de un brebaje tóxico. Si bien Sócrates era un hombre pobre, en general sus
discípulos —entre ellos, Platón— pertenecían a familias pudientes. Sin embargo, el jurado
conformado por ciudadanos atenienses no aceptó el pago de una fianza a cambio de su
libertad.
El tema central de Critón es la importancia de las leyes. En Antígona se mostró la centralidad
que éstas tienen para la polis. En este diálogo, en cambio, se analiza la relación entre el
individuo, las leyes y la ciudad. Para Platón —y, en general, para el mundo griego— las leyes
son la condición necesaria para el orden en la ciudad. La racionalidad griega se manifiesta en
este énfasis puesto en la legalidad: las leyes son producto de la razón y la razón permite el
dominio de la naturaleza. Sin las leyes, el hombre queda reducido a su mera animalidad.
2
Platón: Apología de Sócrates en Diálogos, tomo I, traducción de Julio Calonge, Madrid: Gredos (1981), 19b-c
SÓCRATES. — ¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
CRITÓN. — Es cierto.
SÓCRATES. — ¿Qué hora puede ser?
CRITÓN. — Acaba de romper el día.
SÓCRATES. — Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
CRITÓN. — Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces,
y me debe algunas atenciones.
SÓCRATES. — ¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
CRITÓN. — Ya hace algún tiempo.
SÓCRATES. — ¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de
despertarme en el acto que llegaste?
CRITÓN. — ¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar,
temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el
largo rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he
querido despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad,
Sócrates, desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como
en la presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.
SÓCRATES. — Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la
muerte.
CRITÓN. — ¡Ah¡ ¡Cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual
desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!
SÓCRATES. — Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?
CRITÓN. — Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti
tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más
triste y más aflictiva para mí.
SÓCRATES. — ¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el
momento de mi muerte?
CRITÓN. — No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,
donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates,
tendrás que dejar de existir.
SÓCRATES. — Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses.
Sin embargo, no creo que llegue hoy el buque.
CRITÓN. — ¿De dónde sacas esa conjetura?
SÓCRATES. — Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese
buque.
CRITÓN. — Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.
SÓCRATES. — El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que
he tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas
despertado.
CRITÓN. — ¿Cuál es ese sueño?
SÓCRATES. — Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida
vestida de blanco, que me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres días estarás en la fértil
Ftía.
CRITÓN. — ¡Extraño sueño, Sócrates!
SÓCRATES. — Es muy significativo, Critón.
CRITÓN. — Demasiado, sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate.
Porque en cuanto a mí, si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de
cuya pérdida nadie podrá consolarme, temo que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a
ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. Y
¿hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos?
Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí
cuando yo te he estrechado a hacerlo.
SÓCRATES. — Pero, mi querido Critón, ¿debemos tener tanto aprecio a la opinión del
pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta,
sepan de qué manera han pasado las cosas?
CRITÓN. — Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo,
y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños
hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.
SÓCRATES. — Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de
esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna,
pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o
insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.
CRITÓN. — Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que
puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos,
acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar
nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates,
destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y a
otros aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido
que te aconsejo.
SÓCRATES. — Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.
CRITÓN. — Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de
aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que
podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis
bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi
ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario;
sólo Simias de Tebas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo
mismo y aún hay muchos más.
Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto
a lo que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado,
no habrías sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. En cualquier parte
del mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos
que te obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia.
Además, Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes
salvarte, y trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por
perderte. Faltas también a tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que
puedas alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es
preciso o no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su
educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los
hombres, cuando deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces
profesión de no haber seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso,
Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se crea que todo lo que
está sucediendo se ha debido a nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer lugar, por tu
comparecencia ante el tribunal, cuando pudo evitarse; luego por el curso de tu proceso; y en
fin, como término de este lastimoso drama, por haberte abandonado por temor o por
cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también, que tú mismo no te has
salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te hubiéramos
prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia que te va
a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros.
Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no
hay que escoger; es preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si
aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.
SÓCRATES. — Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la
justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es, se hace más
reprensible. Es preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no
deberemos; porque no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por
razones que me parezcan justas, después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la
fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las máximas de que siempre he hecho
profesión; ellas me parecen siempre las mismas, y como las mismas las estimo igualmente.
Si no me das razones más fuertes, debes persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el
poder del pueblo se armase contra mí, y para aterrarme como a un niño, me amenazase con
sufrimientos más duros que los que me rodean, cadenas, la miseria, la muerte. Pero ¿cómo
se verifica este examen de una manera conveniente? Recordando nuestras antiguas
conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que hay ciertas opiniones que
debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se pudo decir antes de ser
yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si se dijo entonces, fue
como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una necedad o un juego de
niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si este principio me parece
distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o seguirle.
Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con
formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta
estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto
bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir
mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien.
¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones
de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo
de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?
CRITÓN. — Mucho.
SÓCRATES. — En este concepto ¿no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar
las malas?
CRITÓN. — Sin duda.
SÓCRATES. — ¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?
CRITÓN. — No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. — Vamos a sentar nuestro principio. Un hombre que se ejercita en la gimnasia
¿podrá ser alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o
maestro de gimnasia?
CRITÓN. — Por éste sólo sin duda.
SÓCRATES. — ¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo
que le digan los demás?
CRITÓN. — Sin duda.
SÓCRATES. — Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este
maestro y no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?
CRITÓN. — Eso es incontestable.
SÓCRATES. — He aquí sentado el principio. Pero si desobedeciendo a este maestro y
despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo
y de los ignorantes ¿no le resultará mal?
CRITÓN. — ¿Cómo no le ha de resultar?
SÓCRATES. — Pero este mal ¿de qué naturaleza será? ¿A qué conducirá? Y ¿qué parte de
este hombre afectará?
CRITÓN. — A su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.
SÓCRATES. — Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas
las demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo
malo, que eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a
la opinión del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy
hábil, por el que sólo debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los
hombres? ¿Y si no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que
arruinaremos enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la
justicia, y que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?
CRITÓN. — Soy de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. — Estame atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes,
destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un
mal régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora
tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?
CRITÓN. — De nuestro cuerpo sin duda.
SÓCRATES. — ¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?
CRITÓN. — No, seguramente.
SÓCRATES. — ¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros
mismos, que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O
creemos menos noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la
justicia y la injusticia?
CRITÓN. — Nada de eso.
SÓCRATES. — ¿No es más preciosa?
CRITÓN. — Mucho más.
SÓCRATES. — Nosotros, mi querido Critón, no debemos cuidarnos de lo que diga el
pueblo, sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la
verdad. Ves por esto, que sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que
debíamos hacer caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus
contrarios. Quizá me dirás: pero el pueblo tiene el poder de hacernos morir.
CRITÓN. — Seguramente que se dirá.
SÓCRATES. — Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo
que acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no
debe desear tanto el vivir como el vivir bien?
CRITÓN. — Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. — ¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo
reclaman la probidad y la justicia?
CRITÓN. — Sí.
SÓCRATES. — Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo,
si hay justicia o injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es
justo, es preciso ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con
respecto a todas esas consideraciones que me has alegado, de dinero, de reputación, de
familia ¿qué otra cosa son sino consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin
razón, y que sin razón quisiera después hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a
nosotros, conforme a nuestro principio, todo lo que tenemos que considerar es si haremos
una cosa justa dando dinero y contrayendo obligaciones con los que nos han de sacar de
aquí, o bien si ellos y nosotros acaso cometeremos en esto injusticia; porque si la
cometemos, no hay más que razonar; es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes
que obrar injustamente.
CRITÓN. — Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.
SÓCRATES. — Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando
yo hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de
estrecharme a salir de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de
que me persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la
manera con que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más
sinceramente que te sea posible.
CRITÓN. — Lo haré.
SÓCRATES. — ¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido
cometerlas en unas ocasiones y en otras no? ¿O bien es absolutamente cierto que la injusticia
jamás es permitida, como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de
convenir? Y todos estos juicios, con los que estamos de acuerdo ¿se han desvanecido en tan
pocos días? ¿Sería posible, Critón, que, en nuestros años, las conversaciones más serias se
hayan hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello? ¿O más
bien es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa
y funesta para el que la comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea mal el que
resulte?
CRITÓN. — Estamos conformes.
SÓCRATES. — ¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?
CRITÓN. — Sí, sin duda.
SÓCRATES. — Entonces ¿es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen,
aunque el vulgo crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede
tener lugar la injusticia?
CRITÓN. — Así me lo parece.
SÓCRATES. — ¡Pero qué! ¿Es permitido hacer mal a alguno o no lo es?
CRITÓN. — No, sin duda, Sócrates.
SÓCRATES. — Pero ¿es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es
injusto?
CRITÓN. — Muy injusto.
SÓCRATES. — ¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?
CRITÓN. — Lo confieso.
SÓCRATES. — Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el
mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que
confesando esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas
personas que lo admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están
discordes sobre este punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de
opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco. Reflexiona bien, y mira, si
realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que
en ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, mal por
mal; o si piensas de otra manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a mí,
pienso hoy como pensaba en otro tiempo. Si tú has mudado de parecer, dilo, y exponme los
motivos; pero si permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.
CRITÓN. — Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.
SÓCRATES. — Prosigo pues, o más bien te pregunto: un hombre que ha prometido una
cosa justa ¿debe cumplirla o faltar a ella?
CRITÓN. — Debe cumplirla.
SÓCRATES. — Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de
los atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o
eludiremos el justo compromiso que hemos contraído?
CRITÓN. — No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te
entiendo.
SÓCRATES. — Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida,
o si te agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de
nosotros y nos dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? La acción que preparas ¿no tiende a
trastornar, en cuanto de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado
puede subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los
particulares? ¿Qué podríamos responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos
pudieran dirigir? Porque ¿qué no diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la
ley, que ordena que los fallos dados sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos
nosotros, que la república nos ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que
responderíamos?
CRITÓN. — Sí, sin duda se lo diríamos.
SÓCRATES. — Dirá la ley ateniense: Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te
someterías al juicio de la república? Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este
lenguaje, ella nos diría quizá: no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes
costumbre de proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes
tú contra la república y contra mí, pues tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo
a la que debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado
a luz? ¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el
matrimonio? Yo le responderé sin dudar: nada. Y las que miran al sostenimiento y
educación de los hijos, a cuya sombra tú has sido educado ¿no te parecen justas en el hecho
de haber ordenado a tu padre que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del
cuerpo? Exactamente, diría yo. Y siendo esto así, puesto que has nacido y has sido
mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a sostener que no eres hijo y servidor
nuestro lo mismo que tus padres? Y si así es, ¿piensas tener derechos iguales a la ley misma,
y que te sea permitido devolver sufrimientos por sufrimientos, por los que yo pudiera
hacerte pasar? Este derecho, que jamás podrían tener contra un padre o contra una madre, de
devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y
contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo que era justo, ¿querrías adelantarte y perder
las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que haces profesión de no separarte del camino
de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la patria es digna de más respeto y más
veneración delante de los dioses y de los hombres, que un padre, una madre y que todos los
parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera, tener con ella la sumisión y
miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u obedecer sus órdenes, sufrir
sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea verse azotado o cargado de
cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o muertos, es preciso marchar allá;
porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar el
puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales, que en todas las
situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o emplear para con ella los medios
de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un padre o
a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria. ¿Qué responderemos a esto, Critón?
¿Reconoceremos que la ley dice verdad?
CRITÓN. — Así me parece.
SÓCRATES. — Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas
contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he
hecho, como a los demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me
canso de decir públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber
examinado las leyes y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde
guste con todos sus bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos,
quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a
ello y puede libremente marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen,
después de haber considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué leyes
hacemos observar en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les
mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no
obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque,
estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme
si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las
cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o
convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación
de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera
otro ciudadano.» Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome que
yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. Yo tengo,
me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no habrías
permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido
más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya
obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos;
jamás has salido a menos que fuese a expediciones militares; jamás emprendiste viajes,
como es costumbre entre los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras
ciudades, ni de conocer otras leyes; tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido
a vivir según nuestras máximas, que aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías
complacido en ella. En fin, durante tu proceso podrías haberte condenado a destierro, si
hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que intentas hacer
ahora a pesar suyo. Tú que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que
pretendías preferirla al destierro, ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin
respeto a las leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo,
tratando de salvarte contra las condiciones del tratado que te obliga a vivir según nuestras
reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano; ¿no decimos la verdad cuando
sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con palabras, sino de hecho, y a todas
sus condiciones? ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido podríamos tomar más que
confesarlo?
CRITÓN. — Sería preciso hacerlo, Sócrates.
SÓCRATES. — La ley continuaría diciendo: y ¿qué conseguirías, Sócrates, con violar este
tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la
sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante
los cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te
proponía no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas
leyes han sido constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta
preferencia a ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como
los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una
prueba invencible de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y
bajo nuestra influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable?
¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le
respetarás, y no te expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque… reflexiona un
poco, te lo suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar
mis órdenes? Tus amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de
su patria o de perder sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas
o Megara, como son ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo;
porque todos los que tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un
corruptor de las leyes. Les confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra
ti, porque todo corruptor de las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la
juventud y del pueblo ignorante. ¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas
sociedades compuestas de hombres justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en
vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la
justicia, las leyes y las costumbres deben estar por encima de todo y ser objeto del culto y de
la veneración de los hombres? Y ¿no conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes
negarlo, Sócrates. Tendrías necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a
Tesalia a casa de los amigos de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden, y
en donde te oirían sin duda con singular placer referir el disfraz con que habías salido de la
prisión, vestido de harapos o cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera
como acostumbran a hacer todos los fugitivos. Pero ¿no se encontrará uno que diga: he aquí
un anciano, que no pudiendo ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia
de vivir, no ha dudado, por conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo
oirás, si no ofendes a nadie; pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas
indignas de ti; vivirás esclavo y víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te
queda? Estarás en Tesalia entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí
un generoso hospedaje. Pero entonces ¿adónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre
la justicia y sobre la virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y
educación a tus hijos? ¡Qué! ¿Será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un
bien convirtiéndolos en extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos
contigo, y crees que, ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus
amigos tendrán cuidado de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no
lo tomarán igualmente después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te
prestarán los mismos servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates,
ríndete a mis razones, sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus
hijos, ni en tu vida, ni en ninguna otra cosa, sea la que fuere, más que en la justicia, y cuando
vayas al infierno, tendrás con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si
haces lo que has resuelto, si faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni
mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres,
morirás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; mientras que si sales de
aquí vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te
liga a mí, dañarás a una porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti
mismo, a mí, a tus amigos, a tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas
muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente
con mucho favor, sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No
sigas, pues, los consejos de Critón y sí los míos.
Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír
las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a
cualquier otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto
puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.
CRITÓN. — Sócrates, nada tengo que decir.
IV. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO
HECHOS DE LOS APÓSTOLES
INTRODUCCIÓN
Una civilización que rendía culto al hombre y a la razón parecería el terreno menos
propicio para la difusión del cristianismo. Grecia fue una tierra fértil para el desarrollo de la
filosofía y las ciencias. La moral griega era bastante liberal, por decir lo menos. Las prácticas
religiosas griegas giraban en torno a lo práctico. Mientras que el pueblo judío tenía
prohibido consumir algo de la carne utilizada en el sacrificio para Yahvé, los griegos
ofrecían a los dioses los peores pedazos de carne y guardaban para sí los mejores.
Los seguidores inmediatos de Jesús fueron judíos. El primer núcleo de cristianos
compartía con el pueblo hebreo la fe en la Escritura. Por este motivo, los historiadores
romanos caracterizaron al primer cristianismo como una secta judía. La discusión entre la
individualidad cristiana y la legalidad judía, pensaban, era una discusión entre judíos y nada
más.
La expansión del cristianismo y su eventual penetración en el mundo grecorromano
obligó a los cristianos a utilizar nuevos lenguajes para hacer accesible la fe. Los primeros
predicadores debieron mostrarse particularmente abiertos al diálogo con el paganismo
grecorromano.
El diálogo y la actitud conciliadora de los primeros cristianos dio pie a una vertiginosa
helenización del cristianismo. Esto ocurrió a tal grado, que el Nuevo Testamento está
escrito totalmente en griego. Los fundamentos de la sociedad occidental son tanto cristianos
como grecorromanos. El encuentro entre los dos mundos es crucial para la formación de la
cultura contemporánea.
La predicación de san Pablo en el areópago es la más clara manifestación de la
continuidad entre en mundo cristiano y el grecorromano. Parecería que el protocristianismo
tendría que supeditarse a la estructura imperial romana: el cesaropapismo. El emperador
romano ostentaba dos títulos importantísimos: princeps senatus y pontifex maximus. Es decir, el
emperador era, a una, cabeza del Estado y de la religión oficial.
Inicialmente, el cristianismo prefirió mantenerse al margen de esta estructura. Los
cristianos rechazaron la teocracia, a favor de la doctrina de las dos espadas, y se inclinaron
por separar el poder espiritual del poder temporal: “al César lo que es del César; a Dios lo
que es de Dios”. De acuerdo con este esquema, el emperador ostenta, en el plano temporal,
el poder del Papa en el plano espiritual, es decir, la autoridad máxima.
Por otro lado, los primeros cristianos también se enfrentaron a la dificultad de dar forma
a la liturgia. El primer mandamiento hebreo prohíbe representar a Dios y al hombre. No
extraña, entonces, la sobriedad y reticencia de las ceremonias religiosas judías. Con la
destrucción del templo en el año 70, las celebraciones judías tomaron una forma todavía
más austera; se limitaron a las ceremonias caseras y algunas en la sinagoga.
Los nuevos conversos estaban acostumbrados a una iconografía profusa. Las
celebraciones grecorromanas eran constantes y no escatimaban en representaciones. El
antropomorfismo griego permitía que los dioses fueran representados por hombres en el
teatro. Esta representación era sumamente blasfema para el judaísmo. Así, el cristianismo
adoptó la plástica grecorromana para dar forma a la liturgia y los sacramentos. Además de esto,
la preservación de representaciones clásicas habría sido imposible sin la intervención de la
Iglesia.
El contacto entre el mundo antiguo y el cristianismo, narrado por san Pablo, no estuvo libre
de dificultades. El mundo griego, primordialmente dualista, se mostró renuente a concebir la
resurrección cristiana de los cuerpos. No obstante, la predicación y la actitud conciliadora de
los apóstoles logró ganar varios adeptos. Incluso, en el centro cultural y filosófico del mundo
antiguo, Atenas.
1
1
He hablado en mi primer libro, ¡oh
Teófilo!, de todo lo más notable que
hizo y enseñó Jesús, desde su
principio,2 hasta el día en que fue
recibido en el cielo, después de haber
instruido por el Espíritu Santo a los
apóstoles, que él había escogido.3 A los
cuales se había manifestado también
después de su pasión, dándoles muchas
pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el
espacio de cuarenta días, y hablándoles de
las cosas tocantes al reino de Dios.4 Y por
último, comiendo con ellos, les mandó que
no partiesen de Jerusalén, sino que
esperasen el cumplimiento de la promesa
del Padre, la cual, dijo, oísteis de mi
boca,5 y es, que Juan bautizó con el agua,
mas vosotros habéis de ser bautizados, o
bañados, en el Espíritu Santo dentro de
pocos días.
6
Entonces los que se hallaban presentes, le
hicieron esta pregunta: Señor, ¿si será éste
el tiempo en que has de restituir el reino a
Israel?7 A lo cual respondió Jesús: No os
corresponde a vosotros el saber los
tiempos y momentos que tiene el Padre
reservados a su poder soberano;8 recibiréis,
sí, la virtud del Espíritu Santo, que
descenderá sobre vosotros, y me serviréis
de testigos en Jerusalén, y en toda la Judea,
y Samaria, y hasta el cabo del
mundo.9 Dicho esto, se fue elevando a vista
de ellos por los aires, hasta que una nube le
encubrió a sus ojos.10 Y estando atentos a
mirar cómo iba subiéndose al cielo, he aquí
que aparecieron cerca de ellos dos
personajes con vestiduras blancas,11 los
cuales les dijeron: Varones de Galilea, ¿por
qué estáis ahí parados mirando al cielo?
Este Jesús, que separándose de vosotros se
ha subido al cielo, vendrá de la misma
suerte que le acabáis de ver subir allá.
12
Después de esto se volvieron los
discípulos a Jerusalén, desde el monte
llamado de los Olivos, que dista de
Jerusalén el espacio de camino que puede
andarse en sábado.13 Entrados en la ciudad,
subieron a una habitación alta, donde
tenían su morada, Pedro y Juan, Santiago y
Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y
Mateo, Santiago hijo de Alfeo, y Simón
llamado el Zelador, y Judas hermano de
Santiago.14 Todos los cuales, animados de
un mismo espíritu, perseveraban juntos en
oración con las mujeres piadosas, y con
María la madre de Jesús, y con los
hermanos, o parientes de este Señor.
15
Por aquellos días levantándose Pedro en
medio de los hermanos (cuya junta era
como de unas ciento veinte personas) les
dijo: 16 Hermanos míos, es preciso que se
cumpla lo que tiene profetizado el Espíritu
Santo por boca de David, acerca de Judas,
que se hizo adalid de los que prendieron a
Jesús,17 y el cual fue de nuestro número, y
había sido llamado a las funciones de
nuestro ministerio.18 Este adquirió un
campo con el precio de su maldad, y
habiéndose ahorcado reventó por medio;
quedando esparcidas por tierra todas sus
entrañas;19 cosa que es notoria a todos los
habitantes de Jerusalén, por manera que
aquel campo ha sido llamado en su lengua
Haceldama, esto es, Campo de sangre.20 Así
es que está escrito en el libro de los Salmos:
Quede su morada desierta, ni haya quien
habite en ella, y ocupe otro su lugar en el
episcopado.21 Es necesario, pues, que de
estos sujetos que han estado en nuestra
compañía, todo el tiempo que Jesús Señor
nuestro
conversó
entre
22
nosotros, empezando desde el bautismo
de Juan, hasta el día en que apartándose de
nosotros, se subió al cielo, se elija uno que
sea, como nosotros, testigo de su
resurrección .23 Con esto propusieron a
dos: a José, llamado Barsabas, y por
sobrenombre el Justo, y a Matías.24 Y
haciendo oración dijeron: ¡Oh Señor!, tú
que ves los corazones de todos, muéstranos
cuál de estos dos has destinado25 a ocupar
el puesto de este ministerio y apostolado,
del cual cayó Judas por su prevaricación,
para irse a su lugar.26 Y echando suertes,
cayó la suerte a Matías, con lo que fue
agregado a los once apóstoles.
1
Al cumplirse, pues, los días de
Pentecostés, estaban todos juntos en
un mismo lugar,2 cuando de repente
sobrevino del cielo un ruido, como de
viento impetuoso que soplaba, y llenó toda
la casa donde estaban.3 Al mismo tiempo
vieron aparecer unas como lenguas de
fuego, que se repartieron y se asentaron
sobre cada uno de ellos.4 Entonces fueron
llenados todos del Espíritu Santo, y
comenzaron a hablar en diversas lenguas
las palabras que el Espíritu Santo ponía en
su boca.5 Había a la sazón en Jerusalén,
judíos piadosos, y temerosos de Dios, de
todas las naciones del mundo.6 Divulgado,
pues, este suceso, acudió una gran multitud
de ellos, y quedaron atónitos, al ver que
cada uno oía hablar a los apóstoles en su
propia lengua.7 Así pasmados todos, y
maravillados se decían unos a otros: ¿Por
ventura estos que hablan, no son todos
2
galileos, rudos e ignorantes?8 Pues ¿cómo
es que los oímos cada uno de nosotros
hablar nuestra lengua nativa?9 Partos,
medos y elamitas, los moradores de
Mesopotamia, de Judea, y de Capadocia,
del Ponto y del Asia,10 los de Frigia, de
Panfilia y de Egipto, los de la Libia
confinante con Cirene, los que han venido
de Roma,11 tanto judíos, como prosélitos,
los cretenses, y los árabes, los oímos hablar
en nuestras propias lenguas las maravillas
de Dios.12 Estando, pues, todos llenos de
admiración, y no sabiendo qué discurrir, se
decían unos a otros: ¿Qué novedad es
ésta?13 Pero hubo algunos que se mofaban
de ellos diciendo: Estos sin duda están
borrachos, o llenos de mosto.14 Entonces
Pedro, presentándose con los once
apóstoles, levantó su voz y les habló de esta
suerte: ¡Oh vosotros judíos, y todos los
demás que moráis en Jerusalén!, estad
atentos a lo que voy a deciros, y escuchad
bien mis palabras.15 No están éstos
embriagados, como sospecháis vosotros,
pues no son más que las nueve de la
mañana;16 sino que se verifica lo que dijo el
profeta Joel:17 Sucederá en los postreros
días, dice el Señor, que yo derramaré mi
espíritu sobre todos los hombres; y
profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;
y vuestros jóvenes tendrán visiones, y
vuestros
ancianos
revelaciones
en
18
sueños. Sí, por cierto: yo derramaré mi
espíritu sobre mis siervos, y sobre mis
siervas en aquellos días, y profetizarán.19 Yo
haré que se vean prodigios arriba en el
cielo, y portentos abajo en la tierra: sangre y
fuego, y torbellinos de humo.20 El sol se
convertirá en tinieblas, y la luna en sangre,
antes de que llegue el día grande y patente
del Señor.21 Entonces, todos los que hayan
invocado el nombre del Señor, serán
salvos.22 ¡Oh hijos de Israel!, escuchadme
ahora: A Jesús de Nazaret, hombre
autorizado por Dios a vuestros ojos, con
los milagros, maravillas y prodigios que por
medio de él ha hecho entre vosotros, como
todos sabéis,23 a este Jesús, dejado a vuestro
arbitrio por una orden expresa de la
voluntad de Dios y decreto de su
presciencia, vosotros le habéis hecho morir,
clavándole en la cruz por mano de los
impíos.24 Pero Dios le ha resucitado,
librándole de los dolores o ataduras de la
muerte, siendo como era imposible quedar
él preso o detenido por ella en tal
lugar.25 Porque ya David en persona de él
decía: Tenía siempre presente al Señor ante
mis ojos; pues está siempre a mi diestra,
para que no experimente ningún
trastorno.26 Por tanto se llenó de alegría mi
corazón, y resonó mi lengua en voces de
júbilo, y mi carne reposará en la
esperanza:27 que no dejarás mi alma en el
sepulcro, ni permitirás que el cuerpo de tu
Santo experimente la corrupción.28 Me
harás entrar otra vez en las sendas de la
vida, y colmarme has de gozo con tu
presencia.29 Hermanos míos, permitidme
que os diga con toda libertad, y sin el
menor recelo: el patriarca David muerto
está, y fue sepultado, y su sepulcro se
conserva entre nosotros hasta el día de
hoy;30 pero como era profeta, y sabía que
Dios le había prometido con juramento
que uno de su descendencia se había de
sentar sobre su trono,31 previendo la
resurrección de Cristo, dijo, que ni fue
detenido en el sepulcro, ni su carne padeció
corrupción.32 Este Jesús es a quien Dios ha
resucitado de lo que todos nosotros somos
testigos.33 Elevado, pues, al cielo, sentado
allí a la diestra de Dios, y habiendo recibido
de su Padre la promesa o potestad de
enviar al Espíritu Santo, le ha derramado
hoy sobre nosotros del modo que estáis
viendo y oyendo.34 Porque no es David el
que subió al cielo; antes bien él mismo dejó
escrito: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a
mi diestra,35 mientras a tus enemigos los
pongo
yo
por
tarima
de
tus
36
pies. Persuádase, pues, toda la casa de
Israel, que Dios ha constituido Señor, y
Cristo, a este mismo Jesús, al cual vosotros
habéis crucificado.37 Oído este discurso, se
compungieron de corazón, y dijeron a
Pedro y a los demás apóstoles: Pues,
hermanos, ¿qué es lo que debemos
hacer?38 A lo que Pedro les respondió:
Haced penitencia, y sea bautizado cada uno
de vosotros en el nombre de Jesucristo
para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis
el
don
del
Espíritu
39
Santo; porque la promesa de este don es
para vosotros, y para vuestros hijos, y para
todos los que ahora están lejos de la salud,
para cuantos llamare a sí el Señor Dios
nuestro.40 Otras muchísimas razones alegó,
y los amonestaba, diciendo: Poneos en
salvo
de
entre
esta
generación
41
perversa. Aquellos, pues, que recibieron
su doctrina, fueron bautizados; y se
añadieron aquel día a la Iglesia cerca de tres
mil personas.42 Y perseveraban todos en oír
las instrucciones de los apóstoles, y en la
comunicación de la fracción del pan, o
Eucaristía, y en la oración.43 Y toda la gente
estaba sobrecogida de un respetuoso
temor; porque eran muchos los prodigios y
milagros que hacían los apóstoles en
Jerusalén,
de
suerte
que
todos
universalmente
estaban
llenos
de
44
espanto. Los creyentes por su parte vivían
unidos entre sí, y nada tenían que no fuese
común para todos ellos.45 Vendían sus
posesiones y demás bienes y los repartían
entre todos, según la necesidad de cada
uno.46 Asistiendo asimismo cada día largos
ratos al templo, unidos con un mismo
espíritu, y partiendo el pan por las casas de
los fieles, tomaban el alimento con alegría y
sencillez de corazón,47 alabando a Dios, y
haciéndose amar de todo el pueblo. Y el
Señor aumentaba cada día el número de los
que abrazaban el mismo género de vida
para salvarse.
1
Subían un día Pedro y Juan al
templo, a la oración de las tres de la
tarde.2 Y había un hombre, cojo desde
el vientre de su madre, a quien traían a
cuestas, y ponían todos los días a la puerta
del templo, llamada la Hermosa, para pedir
limosna a los que entraban en él.3 Pues
como éste viese a Pedro y a Juan que iban a
entrar en el templo, les rogaba que le diesen
limosna.4 Pedro entonces, fijando con Juan
la vista en este pobre, le dijo: Atiende hacia
nosotros.5 Él los miraba de hito en hito,
esperando que le diesen algo.6 Mas Pedro le
dijo: Plata ni oro, yo no tengo; pero te doy
lo que tengo: En el nombre de Jesucristo
Nazareno,
levántate,
y
camina.7 Y
cogiéndole de la mano derecha, le levantó,
y al instante se le consolidaron las piernas y
las plantas.8 Y dando un salto de gozo se
puso en pie, y echó a andar; y entró con
3
ellos en el templo, andando por sus propios
pies, y saltando, y loando a Dios.9 Todo el
pueblo le vio cómo iba andando y alabando
a Dios.10 Y como le conocían por aquello
mismo de que solía estar sentado a la
limosna, en la puerta Hermosa del templo,
quedaron espantados y fuera de sí con tal
suceso.11 Teniendo, pues, él de la mano a
Pedro y a Juan, todo el pueblo asombrado
vino corriendo hacia ellos, al lugar llamado
pórtico o galería de Salomón .12 Viendo
Pedro aquello, habló a la gente de esta
manera: ¡Oh hijos de Israel!, ¿por qué os
maravilláis de esto, y por qué nos estáis
mirando a nosotros, como si por virtud o
potestad nuestra hubiésemos hecho andar a
este hombre?13 El Dios de Abrahán, el
Dios de Isaac, y el Dios de Jacob, el Dios
de nuestros padres ha glorificado con este
prodigio a su Hijo Jesús, a quien vosotros
habéis entregado y negado en el tribunal de
Pilatos, juzgando éste que debía ser puesto
en libertad.14 Mas vosotros renegasteis del
Santo y del Justo, y pedisteis que se os
hiciese gracia de la vida de un
homicida.15 Disteis la muerte al autor de la
vida, pero Dios le ha resucitado de entre
los muertos, y nosotros somos testigos de
su resurrección .16 Su poder es el que,
mediante la fe en su Nombre, ha
consolidado los pies a éste que vosotros
visteis y conocisteis tullido, de modo que la
fe, que de él proviene, y en él tenemos, es la
que ha causado esta perfecta curación
delante de todos vosotros.17 Ahora,
hermanos, yo bien sé que hicisteis por
ignorancia lo que hicisteis, como también
vuestros jefes.18 Si bien Dios ha cumplido
de esta suerte lo pronunciado por la boca
de todos los profetas, en orden a la pasión
de su Cristo .19 Haced, pues, penitencia, y
convertíos, a fin de que se borren vuestros
pecados,20 para cuando vengan por
disposición del Señor los tiempos de
consolación, y envíe al mismo Jesucristo
que os ha sido anunciado.21 El cual es
debido por cierto que se mantenga en el
cielo, hasta los tiempos de la restauración
de todas las cosas, de que antiguamente
Dios habló por boca de sus santos
profetas.22 Porque Moisés dijo a nuestros
padres: El Señor Dios vuestro os suscitará
de entre vuestros hermanos un profeta,
como me ha suscitado a mí; a él habéis de
obedecer en todo cuanto os diga;23 de lo
contrario, cualquiera, que desobedeciere a
aquel profeta será exterminado o borrado
del pueblo de Dios.24 Y todos los profetas
que desde Samuel en adelante han
vaticinado, anunciaron lo que pasa en estos
días.25 Vosotros, ¡oh israelitas!, sois hijos de
los profetas, y los herederos de la alianza
que hizo Dios con nuestros padres,
diciendo a Abrahán: En uno de tu
descendencia serán benditas todas las
naciones de la tierra.26 Para vosotros en
primer lugar es para quienes ha resucitado
Dios a su Hijo, y le ha enviado a llenaros de
bendiciones, a fin de que cada uno se
convierta de su mala vida.
1
Mientras ellos estaban hablando al
pueblo, sobrevinieron los sacerdotes
con el magistrado o comandante del
templo y los saduceos,2 no pudiendo
sufrir que enseñasen al pueblo, y predicasen
en la persona de Jesús la resurrección de los
muertos.3 Y habiéndose apoderado de ellos,
los metieron en la cárcel hasta el día
4
siguiente: porque ya era tarde.4 Entretanto
muchos de los que habían oído la
predicación de Pedro, creyeron; cuyo
número llegó a cinco mil hombres.5 Al día
siguiente se congregaron en Jerusalén los
jefes o magistrados, y los ancianos, y los
escribas,6 con el pontífice Anás y Caifás, y
Juan, y Alejandro, y todos los que eran del
linaje sacerdotal;7 y haciendo comparecer
en medio a los apóstoles, les preguntaron:
¿Con qué potestad, o en nombre de quién
habéis hecho esa acción?8 Entonces Pedro,
lleno del Espíritu Santo, les respondió:
Príncipes del pueblo, y vosotros ancianos
de Israel, escuchad:9 Ya que en este día se
nos pide razón del bien que hemos hecho a
un hombre tullido, y que se quiere saber
por
virtud
de
quién
ha
sido
10
curado, declaramos a todos vosotros y a
todo el pueblo de Israel, que la curación se
ha hecho en nombre de nuestro Señor
Jesucristo Nazareno, a quien vosotros
crucificasteis y Dios ha resucitado. En
virtud de tal nombre se presenta sano ese
hombre a vuestros ojos.11 Este Jesús es
aquella piedra que vosotros desechasteis al
edificar, la cual ha venido a ser la principal
piedra del ángulo.12 Fuera de él no hay que
buscar la salvación en ningún otro. Pues no
se ha dado a los hombres otro Nombre
debajo del cielo, por el cual debamos
salvarnos.13 Viendo ellos la firmeza de
Pedro y de Juan, constándoles por otra
parte que eran hombres sin letras y del
vulgo, estaban llenos de admiración,
conociendo que eran de los que habían sido
discípulos de Jesús .14 Por otra parte, al ver
al hombre que había sido curado estar con
ellos en pie, nada podían replicar en
contrario.15 Les mandaron, pues, salir fuera
de la junta, y comenzaron a deliberar entre
sí,16 diciendo: ¿Qué haremos con estos
hombres? El milagro hecho por ellos es
notorio a todos los habitantes de Jerusalén ;
es tan evidente, que no podemos
negarlo.17 Pero a fin de que no se divulgue
más en el pueblo, ordenémosles que de
aquí en adelante no tomen en boca este
Nombre, ni hablen de él a persona
viviente.18 Por tanto llamándolos, les
dijeron que por ningún caso hablasen ni
enseñasen en el Nombre de Jesús .19 Mas
Pedro y Juan respondieron a esto,
diciéndoles: Juzgad vosotros si en la
presencia de Dios es justo el obedeceros a
vosotros antes que a Dios;20 porque
nosotros no podemos menos de hablar lo
que hemos visto y oído.21 Pero ellos con
todo amenazándolos los despacharon, no
hallando arbitrio para castigarlos, por
temor del pueblo, porque todos celebraban
este glorioso hecho;22 pues el hombre en
quien se había obrado esta cura milagrosa,
pasaba de cuarenta años.23 Puestos ya en
libertad, volvieron a los suyos; y les
contaron cuantas cosas les habían dicho los
príncipes de los sacerdotes, y los
ancianos.24 Ellos al oírlo, levantaron todos
unánimes la voz a Dios, y dijeron: ¡Señor!,
tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el
mar y todo cuanto en ellos se contiene;25 el
que, hablando el Espíritu Santo por boca
de David nuestro padre y siervo tuyo,
dijiste: ¿Por qué se han alborotado las
naciones, y los pueblos han forjado
empresas vanas?26 Se armaron los reyes de
la tierra, y los príncipes se coligaron contra
el Señor y contra su Cristo .27 Porque
verdaderamente se juntaron en esta ciudad
contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste,
Herodes y Poncio Pilatos, con los gentiles y
las tribus de Israel,28 para ejecutar lo que tu
poder y providencia determinaron que se
hiciese.29 Ahora, pues, Señor, mira sus
vanas amenazas, y da a tus siervos el
predicar
con
toda
confianza
tu
30
palabra, extendiendo tu poderosa mano
para hacer curaciones, prodigios y
portentos en el Nombre de Jesús tu santo
Hijo.31 Acabada esta oración, tembló el
lugar en que estaban congregados; y todos
se sintieron llenos del Espíritu Santo, y
anunciaban con firmeza la palabra de
Dios.32 Toda la multitud de los fieles tenía
un mismo corazón y una misma alma; ni
había entre ellos quien considerase como
suyo lo que poseía, sino que tenían todas
las cosas en común.33 Los apóstoles con
gran valor daban testimonio de la
resurrección de Jesucristo Señor nuestro; y
en todos los fieles resplandecía la gracia
con abundancia.34 Así es que no había entre
ellos persona necesitada; pues todos los que
tenían posesiones o casas, vendiéndolas,
traían el precio de ellas,35 y lo ponían a los
pies de los apóstoles; el cual después se
distribuía según la necesidad de cada
uno.36 De esta manera José, a quien los
apóstoles pusieron el sobrenombre de
Bernabé, (esto es, Hijo de consolación o
Consolador) que era levita y natural de la
isla de Chipre,37 vendió una heredad que
tenía, y trajo el precio y lo puso a los pies
de los apóstoles.
1
Un hombre llamado Ananías, con su
mujer Safira, vendió también un
campo.2 Y, de acuerdo con ella, retuvo
5
parte del precio; y trayendo el resto, lo puso
a los pies de los apóstoles.3 Mas Pedro le
dijo: Ananías, ¿cómo ha tentado Satanás tu
corazón, para que mintieses al Espíritu
Santo, reteniendo parte del precio de ese
campo?4 ¿Quién te quitaba el conservarlo?
Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba
su precio a tu disposición? Pues ¿con qué
fin has urdido en tu corazón esta trampa?
No mentiste a hombres, sino a Dios.5 Al
oír Ananías estas palabras, cayó en tierra y
expiró. Con lo cual todos los que tal suceso
supieron, quedaron en gran manera
atemorizados.6 En la hora misma vinieron
unos mozos, y le sacaron y llevaron a
enterrar.7 No bien se pasaron tres horas,
cuando su mujer entró ignorante de lo
acaecido.8 Le dijo Pedro: Dime, mujer, ¿es
así que vendisteis el campo por tanto? Sí,
respondió ella, por ese precio lo
vendimos.9 Entonces Pedro le dijo: ¿Por
qué os habéis concertado para tentar al
Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los
que enterraron a tu marido; y ellos mismos
te llevarán a enterrar.10 Al momento cayó a
sus pies, y expiró. Entretanto luego los
mozos la encontraron muerta, y sacándola,
la enterraron al lado de su marido.11 Lo que
causó gran temor en toda la Iglesia y en
todos
los
que
tal
suceso
12
oyeron. Entretanto los apóstoles hacían
muchos milagros y prodigios entre el
pueblo. Y todos los fieles unidos en un
mismo espíritu se juntaban en el pórtico de
Salomón .13 De los otros nadie osaba
juntarse o hermanarse con ellos; pero el
pueblo hacía de ellos grandes elogios.14 Con
esto se aumentaba más y más el número de
los que creían en el Señor, así de hombres
como de mujeres,15 de suerte que sacaban a
las calles a los enfermos, poniéndolos en
camillas y lechos o carretones, para que
pasando Pedro, su sombra tocase por lo
menos en alguno de ellos, y quedasen libres
de sus dolencias.16 Concurría también a
Jerusalén mucha gente de las ciudades
vecinas,
trayendo
enfermos
y
endemoniados, los cuales eran curados
todos.17 Alarmado con esto el príncipe de
los sacerdotes y los de su partido, que era la
secta de los saduceos, se mostraron llenos
de celo;18 y prendiendo a los apóstoles, los
metieron en la cárcel pública.19 Mas el ángel
del Señor, abriendo por la noche las
puertas de la cárcel, y sacándoles fuera les
dijo:20 Id al templo, y puestos allí, predicad
al pueblo la doctrina de esta ciencia de
vida.21 Ellos, oído esto, entraron al
despuntar el alba en el templo, y se
pusieron a enseñar. Entretanto vino el
pontífice con los de su partido, y
convocaron el concilio y a todos los
ancianos del pueblo de Israel, y enviaron
por los presos a la cárcel.22 Llegados los
ministros y abierta la cárcel, como no los
hallasen,
volvieron
con
la
23
noticia, diciendo: La cárcel la hemos
hallado muy bien cerrada, y a los guardas
en centinela delante de las puertas; mas
habiéndolas abierto, a nadie hemos hallado
dentro.24 Oídas tales nuevas, tanto el
comandante del templo, como los príncipes
de los sacerdotes, no podían atinar qué se
habría hecho de ellos.25 A este tiempo llegó
uno y les dijo: Sabed que aquellos hombres
que metisteis en la cárcel, están en el
templo enseñando al pueblo.26 Entonces el
comandante fue allá con su gente y los
condujo sin hacerles violencia; porque
temían
ser
apedreados
por
el
27
pueblo. Fueron conducidos y presentados
al concilio; y el sumo sacerdote los
interrogó,28 diciendo: Nosotros os teníamos
prohibido con mandato formal que
enseñaseis en ese Nombre; y en vez de
obedecer, habéis llenado a Jerusalén de
vuestra doctrina, y queréis hacernos
responsables a nosotros de la sangre de ese
hombre.29 A lo cual respondiendo Pedro y
los apóstoles, dijeron: Es necesario
obedecer a Dios antes que a los
hombres.30 El Dios de nuestros padres ha
resucitado a Jesús, a quien vosotros habéis
hecho morir, colgándole en un madero.31 A
éste ensalzó Dios con su diestra por
príncipe y salvador, para dar a Israel el
arrepentimiento y la remisión de los
pecados:32 nosotros somos testigos de estas
verdades, y lo es también el Espíritu Santo,
que Dios ha dado a todos los que le
obedecen.33 Oídas estas razones, se
desatinaban sus enemigos, y enfurecidos
trataban de matarlos.34 Pero levantándose
en el concilio un fariseo llamado Gamaliel,
doctor de la ley, hombre respetado de todo
el pueblo, mandó que se retirasen afuera
por un breve rato a aquellos hombres.35 Y
entonces dijo a los del concilio: ¡Oh
israelitas!, considerad bien lo que vais a
hacer con estos hombres.36 Sabéis que hace
poco se levantó un tal Teodas, que se
vendía por persona de mucha importancia,
al cual se asociaron cerca de cuatrocientos
hombres: él fue muerto, y todos los que le
creían se dispersaron y redujeron a
nada.37 Después de éste surgió Judas
Galileo en tiempo del empadronamiento, y
arrastró tras sí al pueblo: éste pereció del
mismo modo, y todos sus secuaces
quedaron disipados.38 Ahora, pues, os
aconsejo que no os metáis con esos
hombres, y que los dejéis; porque si este
designio o empresa es obra de hombres,
ella misma se desvanecerá;39 pero si es cosa
de Dios no podréis destruirla, y os
expondríais a ir contra Dios. Todos
adhirieron a este parecer.40 Y llamando a
los apóstoles, después de haberlos hecho
azotar, les dijeron que no hablasen más ni
poco ni mucho en el Nombre de Jesús; y
los dejaron ir.41 Entonces los apóstoles se
retiraron de la presencia del concilio muy
gozosos porque habían sido hallados
dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre
de Jesús .42 Y no cesaban todos los días, en
el templo, y por las casas, de anunciar y de
predicar a Jesucristo.
1
Por aquellos días, creciendo el
número de los discípulos, se suscitó
una queja de los judíos griegos contra
los judíos hebreos, o nacidos en el
país, porque no se hacía caso de sus viudas
en el servicio o distribución del sustento
diario.2 En atención a esto, los doce
apóstoles, convocando a todos los
discípulos, les dijeron: No es justo que
nosotros descuidemos la predicación de la
palabra de Dios, por tener cuidado de las
mesas:3 por tanto, hermanos, nombrad de
entre vosotros siete sujetos de buena fama,
llenos del Espíritu Santo y de inteligencia, a
los cuales encarguemos este ministerio.4 Y
con esto podremos nosotros emplearnos
enteramente en la oración y en la
predicación de la palabra divina.5 Pareció
bien esta propuesta a toda la asamblea; y así
6
nombraron a Esteban, varón lleno de fe y
del Espíritu Santo, y a Felipe y a Prócoro, a
Nicanor y a Timón, a Pármenas y a Nicolás
prosélito antioqueno.6 Lo presentaron a los
apóstoles, los cuales, haciendo oración, les
impusieron
las
manos,
o
7
consagraron. Entretanto la palabra de
Dios iba fructificando, y multiplicándose
sobremanera el número de los discípulos
en Jerusalén ; y se sujetaban también a la fe
muchos de los sacerdotes.8 Mas Esteban,
lleno de gracia y de fortaleza, obraba
grandes prodigios y milagros entre el
pueblo.9 Se levantaron, pues, algunos de la
sinagoga llamada de los libertinos, o
libertos, y de las sinagogas de los cireneos,
de los alejandrinos, de los cilicianos y de los
asiáticos, y trabaron disputas con
Esteban,10 pero no podían contrarrestar a la
sabiduría y al Espíritu que hablaba en
él.11 Entonces sobornaron a algunos que
dijesen haberlo oído proferir blasfemias
contra Moisés y contra Dios.12 Con eso
alborotaron a la plebe y a los ancianos, y a
los escribas, y echándose sobre él, le
arrebataron y trajeron al concilio,13 y
produjeron testigos falsos que afirmasen:
Este hombre no cesa de proferir palabras
contra este lugar santo y contra la
ley;14 pues nosotros le hemos oído decir
que aquel Jesús Nazareno ha de destruir
este lugar y cambiar las tradiciones u
observancias que nos dejó ordenadas
Moisés.15 Entonces fijando en él los ojos
todos los del concilio, vieron su rostro
como el rostro de un ángel.
1
Dijo entonces el príncipe de los
sacerdotes: ¿Es esto así?2 Respondió
él: Hermanos míos y padres,
7
escuchadme. El Dios de la gloria apareció a
nuestro padre Abrahán cuando estaba en
Mesopotamia, antes que habitase en
Carán,3 y le dijo: Sal de tu patria y de tu
parentela, y ven al país que yo te
mostraré.4 Entonces salió de la Caldea, y
vino a habitar en Carán. De allí, muerto su
padre, le hizo pasar Dios a esta tierra, en
donde ahora moráis vosotros.5 Y no le dio
de ella en propiedad ni un palmo tan
solamente; le prometió, sí, darle la posesión
de dicha tierra, y que después de él la
poseerían sus descendientes; y eso que a la
sazón Abrahán no tenía hijos.6 Le predijo
también Dios que sus descendientes
morarían en tierra extraña, y serían
esclavizados, y muy maltratados por
espacio de cuatrocientos años;7 si bien, dijo
el Señor, yo tomaré venganza de la nación a
la cual servirán como esclavos; y al cabo
saldrán libres de aquel país, y me servirán a
mí en este lugar.8 Hizo después con él la
alianza sellada con la circuncisión; y así
Abrahán habiendo engendrado a Isaac, le
circuncidó a los ocho días; Isaac tuvo a
Jacob ; y Jacob a los doce patriarcas.9 Los
patriarcas movidos de envidia, vendieron a
José para ser llevado a Egipto, donde Dios
estaba con él;10 y le libró de todas sus
tribulaciones; y habiéndole llenado de
sabiduría, le hizo grato al Faraón, rey de
Egipto, el cual le constituyó gobernador de
Egipto y de todo su palacio.11 Vino después
el hambre general en todo el Egipto y en la
tierra de Canaán, y la miseria fue extrema;
de suerte que nuestros padres no hallaban
de qué alimentarse.12 Pero habiendo sabido
Jacob que en Egipto había trigo, envió allá
a nuestros padres por la primera vez.13 Y en
la segunda que fueron José se dio a conocer
a sus hermanos, y fue descubierto su linaje
al Faraón.14 Entonces José envió por su
padre Jacob y por toda su parentela, que
era de setenta y cinco personas.15 Bajó,
pues, Jacob a Egipto, donde vino a morir
él, y también nuestros padres.16 Y sus
huesos fueron después trasladados a
Siquem, y colocados en el sepulcro que
Abrahán compró de los hijos de Hemor,
hijo de Siquem, por cierta suma de
dinero.17 Pero acercándose ya el tiempo de
cumplirse la promesa, que con juramento
había hecho Dios a Abrahán, el pueblo de
Israel fue creciendo y multiplicándose en
Egipto,18 hasta que reinó allí otro soberano,
que no sabía nada de José.19 Este príncipe,
usando de una artificiosa malicia contra
nuestra nación, persiguió a nuestros padres,
hasta obligarlos a abandonar sus niños
recién nacidos a fin de que no se
propagasen.20 Por este mismo tiempo nació
Moisés, que fue grato a Dios, y el cual por
tres meses fue criado ocultamente en casa
de su padre.21 Al fin, habiendo sido
abandonado sobre las aguas del Nilo, le
recogió la hija de Faraón, y le crió como a
hijo suyo.22 Se le instruyó en todas las
ciencias de los egipcios, y llegó a ser varón
poderoso, tanto en palabras como en
obras.23 Llegado a la edad de cuarenta años,
le vino deseo de ir a visitar a sus hermanos
los hijos de Israel.24 Y habiendo visto que
uno de ellos era injuriado, se puso de su
parte, y le vengó, matando al egipcio que le
injuriaba.25 Él estaba persuadido de que sus
hermanos los israelitas conocerían que por
su medio les había de dar Dios libertad;
mas ellos no lo entendieron.26 Al día
siguiente se metió entre unos que reñían: y
los exhortaba a la paz, diciendo: Hombres,
vosotros sois hermanos; ¿pues por qué os
maltratáis uno al otro?27 Mas aquel que
hacía el agravio a su prójimo, le empujó,
diciendo: ¿Quién te ha puesto a ti por
príncipe y juez sobre nosotros?28 ¿Quieres
tú por ventura matarme a mí, como
mataste ayer al egipcio?29 Al oír esto Moisés
se ausentó, y se retiró a vivir como
extranjero en el país de Madián, donde
tuvo dos hijos.30 Cuarenta años después se
le apareció un ángel del Señor en el desierto
del monte Sinaí, entre las llamas de una
zarza que ardía sin consumirse.31 Se
maravilló Moisés al ver aquel espectáculo; y
acercándose a contemplarlo, oyó la voz del
Señor, que le decía:32 Yo soy el Dios de tus
padres, el Dios de Abrahán, el Dios de
Isaac, y el Dios de Jacob . Se estremeció
entonces Moisés; no osaba mirar lo que
aquello era.33 Pero el Señor le dijo: Quítate
de los pies el calzado; porque el lugar en
que estás, es una tierra santa.34 Yo he visto
y considerado la aflicción del pueblo mío,
que habita en Egipto, y he oído sus
gemidos, y he descendido a librarle. Ahora,
pues, ven tú, y te enviaré a Egipto.35 Así
que a este Moisés, a quien desecharon,
diciendo: ¿Quién te ha constituido nuestro
príncipe y juez?, a este mismo envió Dios
para ser el caudillo y libertador de ellos,
bajo la dirección del ángel, que se le
apareció en la zarza.36 Este mismo los
libertó, haciendo prodigios y milagros en la
tierra de Egipto, y en el Mar Rojo, y en el
desierto por espacio de cuarenta
años.37 Este es aquel Moisés que dijo a los
hijos de Israel: Dios os suscitará de entre
vuestros hermanos un profeta legislador,
como me ha suscitado a mí: a éste debéis
obedecer.38 Moisés es quien, mientras el
pueblo estaba congregado en el desierto,
estuvo tratando con el ángel, que le hablaba
en el monte Sinaí; es aquel que estuvo con
nuestros padres; el que recibió de Dios las
palabras de vida para comunicárnoslas;39 a
quien no quisieron obedecer nuestros
padres; antes bien le desecharon, y con su
corazón y afecto se volvieron a
Egipto.40 Diciendo a Aarón: Haznos dioses
que nos guíen, ya que no sabemos qué se
ha hecho de ese Moisés, que nos sacó de la
tierra de Egipto.41 Y fabricaron después un
becerro, y ofrecieron sacrificio a este ídolo,
y hacían regocijo ante la hechura de sus
manos.42 Entonces Dios les volvió las
espaldas, y los abandonó a la idolatría de
los astros o la milicia del cielo, según se
halla escrito en el libro de los profetas: ¡Oh
casa de Israel!, ¿por ventura me has
ofrecido víctimas y sacrificios los cuarenta
años del desierto?43 Al contrario, habéis
conducido el tabernáculo de Moloc y el
astro de vuestro dios Remfam, figuras que
fabricasteis para adorarlas. Pues yo os
transportaré a
Babilonia,
y
más
44
allá. Tuvieron nuestros padres en el
desierto el Tabernáculo del Testimonio,
según se lo ordenó Dios a Moisés,
diciéndole que lo fabricase según el modelo
que había visto.45 Y habiéndolo recibido
nuestros padres, lo condujeron bajo la
dirección de Josué al país que era la
posesión de las naciones, que fue Dios
expeliendo delante de ellos, y duró el
Tabernáculo hasta el tiempo de
David.46 Éste fue acepto a los ojos de Dios,
y pidió poder fabricar un templo al Dios de
Jacob .47 Pero el templo quien lo edificó fue
Salomón.48 Si bien el Altísimo no habita
precisamente en moradas hechas de mano
de hombres, como dice el profeta:49 El
cielo es mi trono, y la tierra el estrado de
mis pies. ¿Qué especies de casas me habéis
de edificar vosotros?, dice el Señor; o ¿cuál
podrá
ser
digno
lugar
de
mi
50
descanso? ¿Por ventura no hizo mi mano
todas estas cosas?51 ¡Hombres de dura
cerviz y de corazón y oído incircuncisos!,
vosotros resistís siempre al Espíritu Santo;
como fueron vuestros padres, así sois
vosotros.52 ¿A qué profeta no persiguieron
vuestros padres? Ellos son los que mataron
a los que anunciaban la venida del Justo,
que vosotros acabáis de entregar, y del cual
habéis sido homicidas;53 vosotros que
recibisteis la ley por ministerio de ángeles, y
no la habéis guardado.54 Al oír tales cosas,
ardían en cólera sus corazones, y crujían los
dientes contra él.55 Mas Esteban, estando
lleno del Espíritu Santo, y fijando los ojos
en el cielo vio la gloria de Dios, y a Jesús
que estaba a la diestra de Dios.56 Y dijo:
Estoy viendo ahora los cielos abiertos, y al
Hijo del hombre sentado a la diestra de
Dios.57 Entonces clamando ellos con gran
gritería se taparon los oídos, y después
todos a una arremetieron contra él.58 Y
arrojándole fuera de la ciudad le
apedrearon; y los testigos depositaron sus
vestidos a los pies de un mancebo, que se
llamaba Saulo.59 Y apedreaban a Esteban, el
cual estaba orando, y diciendo: ¡Señor
Jesús, recibe mi espíritu!60 Y poniéndose de
rodillas, clamó en alta voz: ¡Señor, no les
hagas cargo de este pecado! Y dicho esto
durmió en el Señor. Saulo había consentido
como los otros a la muerte de Esteban.
1
Por aquellos días se levantó una gran
persecución contra la Iglesia de
Jerusalén, y todos los discípulos,
menos los apóstoles, se dispersaron
por varios distritos de Judea, y de
Samaria.2 Mas algunos hombres piadosos
cuidaron de dar sepultura a Esteban, en
cuyas
exequias
hicieron
gran
3
duelo. Entretanto Saulo iba desolando la
Iglesia, y entrándose por las casas, sacaba
con violencia a hombres y mujeres, y los
hacía meter en la cárcel.4 Pero los que se
habían dispersado andaban de un lugar a
otro, predicando la palabra de Dios.5 Entre
ellos Felipe, habiendo llegado a la ciudad de
Samaria, les predicaba a Cristo .6 Y era
grande la atención con que todo el pueblo
escuchaba los discursos de Felipe, oyéndole
todos con el mismo fervor, y viendo los
milagros que obraba.7 Porque muchos
espíritus inmundos salían de los poseídos,
dando grandes gritos,8 y muchos paralíticos
y cojos fueron curados.9 Por lo que se llenó
de gran alegría aquella ciudad. En ella había
ejercitado antes la magia un hombre
llamado Simón, engañando a los
samaritanos, y persuadiéndoles que él era
un gran personaje.10 Todos, grandes y
pequeños, le escuchaban con veneración, y
decían: Este es la virtud grande de
Dios.11 La causa de su adhesión a él era
porque ya hacía mucho tiempo que los traía
embaucados con su arte mágica.12 Pero
luego que hubieron creído la palabra del
reino de Dios, que Felipe les anunciaba,
hombres y mujeres se hacían bautizar en
nombre de Jesucristo.13 Entonces creyó
8
también el mismo Simón, y habiendo sido
bautizado, seguía y acompañaba a Felipe. Y
al ver los milagros y portentos grandísimos
que se hacían, estaba atónito y lleno de
asombro.14 Sabiendo, pues, los apóstoles,
que estaban en Jerusalén, que los
samaritanos habían recibido la palabra de
Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.15 Estos
en llegando, hicieron oración por ellos a fin
de
que
recibiesen
al
Espíritu
16
Santo. Porque aún no había descendido
sobre ninguno de ellos, sino que solamente
estaban bautizados en nombre del Señor
Jesús .17 Entonces les imponían las manos,
y
luego
recibían
al
Espíritu
18
Santo. Habiendo visto, pues, Simón, que
por la imposición de las manos de los
apóstoles se daba el Espíritu Santo, les
ofreció dinero,19 diciendo: Dadme también
a mí esa potestad, para que cualquiera a
quien imponga yo las manos, reciba al
Espíritu
Santo.
Mas
Pedro
le
20
respondió: Perezca tu dinero contigo;
pues has juzgado que se alcanzaba por
dinero el don de Dios.21 No puedes tú
tener parte, ni cabida en este ministerio;
porque tu corazón no es recto a los ojos de
Dios.22 Por tanto haz penitencia de esta
perversidad tuya, y ruega de tal suerte a
Dios, que te sea perdonado ese desvarío de
tu corazón.23 Pues yo te veo lleno de
amarguísima hiel, y arrastrando la cadena
de la iniquidad.24 Respondió Simón, y dijo:
Rogad por mí vosotros al Señor, para que
no venga sobre mí nada de lo que acabáis
de decir.25 Ellos en fin, habiendo predicado
y dado testimonio de la palabra del Señor,
regresaron a Jerusalén, anunciando la buena
nueva en muchos distritos de los
samaritanos.26 Mas un ángel del Señor
habló a Felipe, diciendo: Parte, y ve hacia el
mediodía, por la vía que lleva de Jerusalén a
Gaza; la cual está desierta.27 Partió luego
Felipe, y se fue hacia allá. Y he aquí que
encuentra a un etíope, eunuco, gran valido
de Candace, reina de los etíopes, y
superintendente de todos sus tesoros, el
cual había venido a Jerusalén a adorar a
Dios;28 y a la sazón se volvía, sentado en su
carruaje,
y
leyendo
al
profeta
29
Isaías. Entonces dijo el espíritu a Felipe:
Date
prisa
y
arrímate
a
ese
30
carruaje. Acercándose, pues, Felipe, a toda
prisa, oyó que iba leyendo en el profeta
Isaías, y les dijo: ¿Te parece a ti que
entiendes lo que vas leyendo?31 ¿Cómo lo
he de entender, respondió él, si alguno no
me lo explica? Rogó, pues, a Felipe que
subiese, y tomase asiento a su lado.32 El
pasaje de la Escritura que iba leyendo, era
éste: Como oveja fue conducido al
matadero: y como cordero que está sin
balar en manos del que le trasquila, así él no
abrió su boca.33 Después de sus
humillaciones ha sido libertado del poder
de la muerte a la cual fue condenado. Su
generación, ¿quién podrá declararla?,
puesto que su vida será cortada de la
tierra.34 A esto preguntó el eunuco a Felipe:
Dime, te ruego, ¿de quién dice esto el
profeta?, ¿de sí mismo, o de algún
otro?35 Entonces Felipe tomando la
palabra, y comenzando por este texto de la
Escritura, le anunció a Jesús .36 Siguiendo
su camino, llegaron a un paraje en que
había agua; y dijo el eunuco: Aquí hay agua:
¿qué impedimento hay para que yo sea
bautizado?37 Ninguno, respondió Felipe, si
crees de todo corazón. A lo que dijo el
eunuco: Yo creo que Jesucristo es el Hijo
de Dios.38 Y mandando parar el carruaje,
bajaron ambos, Felipe y el eunuco, al agua,
y Felipe le bautizó.39 Así que salieron del
agua el Espíritu del Señor arrebató a Felipe,
y no le vio más el eunuco; el cual prosiguió
su viaje rebosando de gozo.40 Felipe de
repente se halló en Azoto, y fue
anunciando la buena nueva a todas las
ciudades por donde pasaba, hasta que llegó
a Cesarea.
1
Mas Saulo, que todavía no respiraba
sino amenazas y muerte contra los
discípulos del Señor, se presentó al
príncipe de los sacerdotes,2 y le pidió
cartas para Damasco, dirigidas a las
sinagogas, para traer presos a Jerusalén a
cuantos hombres y mujeres hallase de esta
profesión o escuela de Jesús .3 Caminando,
pues, a Damasco, ya se acercaba a esta
ciudad, cuando de repente le cercó de
resplandor una luz del cielo.4 Y cayendo en
tierra asombrado oyó una voz que le decía:
¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me persigues?5 Y él
respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y el
Señor le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues: dura cosa es para ti el dar coces
contra el aguijón.6 Él entonces, temblando
y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que
haga?7 Y el Señor le respondió: Levántate y
entra en la ciudad, donde se te dirá lo que
debes
hacer.
Los
que
venían
acompañándole
estaban
asombrados,
oyendo sonidos de voz, pero sin ver a
nadie.8 Se levantó Saulo de la tierra, y
aunque tenía abiertos los ojos, nada veía.
Por lo cual llevándole de la mano le
metieron en Damasco.9 Aquí se mantuvo
9
tres días privado de la vista, y sin comer ni
beber.10 Estaba a la sazón en Damasco un
discípulo llamado Ananías, al cual dijo el
Señor en una visión: ¡Ananías! Y él
respondió:
Aquí
me
tenéis,
11
Señor. Levántate, le dijo el Señor, y ve a la
calle llamada Recta; y busca en casa de
Judas a un hombre de Tarso, llamado
Saulo, que ahora está en oración.12 (Y en
este mismo tiempo, veía Saulo en una
visión a un hombre llamado Ananías, que
entraba y le imponía las manos para que
recobrase la vista).13 Respondió Ananías:
Señor, he oído decir a muchos que este
hombre ha hecho grandes daños a tus
santos en Jerusalén .14 Y aun aquí está con
poderes de los príncipes de los sacerdotes
para prender a todos los que invocan tu
Nombre.15 Ve a encontrarlo, le dijo el
Señor, que ese mismo es ya un instrumento
elegido por mí para llevar mi Nombre y
anunciarlo delante de todas las naciones, y
de los reyes, y de los hijos de Israel.16 Y yo
le haré ver cuántos trabajos tendrá que
padecer por mi Nombre.17 Marchó, pues,
Ananías, y entró en la casa, e imponiéndole
las manos, le dijo: ¡Saulo, hermano mío!, el
Señor Jesús, que se te apareció en el
camino que traías, me ha enviado para que
recobres la vista, y quedes lleno del Espíritu
Santo.18 Al momento cayeron de sus ojos
unas como escamas, y recobró la vista; y
levantándose fue bautizado.19 Y habiendo
tomado después alimento, recobró sus
fuerzas. Estuvo algunos días con los
discípulos que habitaban en Damasco;20 y
desde luego empezó a predicar en las
sinagogas a Jesús, afirmando que éste era el
Hijo de Dios.21 Todos los que le oían
estaban pasmados, y decían: ¿Pues no es
éste aquel mismo que con tanto furor
perseguía en Jerusalén a los que invocaban
este Nombre, y que vino acá de propósito
para conducirlos presos a los príncipes de
los sacerdotes?22 Saulo cobraba cada día
nuevo vigor y esfuerzo, y confundía a los
judíos que habitaban en Damasco,
demostrándoles que Jesús era el Cristo
.23 Mucho tiempo después, los judíos se
conjuraron para quitarle la vida.24 Fue
advertido Saulo de sus acechanzas; y ellos a
fin de salir con el intento de matarle, tenían
puestos centinelas día y noche a las
puertas.25 En vista de lo cual los discípulos,
tomándole una noche, le descolgaron por el
muro metido en un serón.26 Así que llegó a
Jerusalén, procuraba unirse con los
discípulos, mas todos se temían de él, no
creyendo que fuese discípulo;27 hasta tanto,
que Bernabé, tomándole consigo, le llevó a
los apóstoles, y les contó cómo el Señor se
le había aparecido en el camino, y las
palabras que le había dicho, y con cuánta
firmeza había procedido en Damasco,
predicando con libertad en el Nombre de
Jesús .28 Con eso andaba y vivía con ellos
en Jerusalén, y predicaba con grande ánimo
y
libertad
en
el
nombre
del
29
Señor. Conversaba también con los de
otras naciones, y disputaba con los judíos
griegos; pero éstos, confundidos, buscaban
medio para matarle.30 Lo que sabido por los
hermanos le condujeron a Cesarea, y de allí
le enviaron a Tarso.31 La Iglesia entretanto
gozaba de paz por toda la Judea, y Galilea,
y Samaria, e iba estableciéndose o
perfeccionándose, procediendo en el temor
del Señor, y llena de los consuelos del
Espíritu Santo.32 Sucedió por entonces, que
visitando Pedro a todos los discípulos, vino
así mismo a visitar a los santos o fieles que
moraban en Lidda.33 Aquí halló a un
hombre llamado Eneas, que hacía ocho
años que estaba postrado en una cama, por
estar paralítico.34 Le dijo Pedro: Eneas, el
Señor Jesucristo te cura: levántate, y hazte
tú mismo la cama. Y al momento se
levantó.35 Todos los que habitaban en
Lidda y en Sarona le vieron; y se
convirtieron al Señor.36 Había también en
Jope entre los discípulos una mujer llamada
Tabita, que traducido al griego es lo mismo
que Dorcas. Estaba ésta enriquecida de
buenas obras y de las limosnas que
hacía.37 Mas acaeció en aquellos días que
cayendo enferma, murió. Y lavado su
cadáver, la pusieron de cuerpo presente en
un aposento alto.38 Como Lidda está cerca
de Jope, oyendo los discípulos que Pedro
estaba allí, le enviaron dos mensajeros,
suplicándole que sin detención pasase a
verlos.39 Se puso luego Pedro en camino
con ellos. Llegado que fue, le condujeron al
aposento alto, y se halló rodeado de todas
las viudas, que llorando le mostraban las
túnicas y los vestidos que Dorcas les
hacía.40 Entonces Pedro, habiendo hecho
salir a toda la gente, poniéndose de rodillas,
hizo oración, y vuelto al cadáver, dijo:
Tabita, levántate. Al instante abrió ella los
ojos, y viendo a Pedro se incorporó.41 El
cual, dándole la mano, la puso en pie. Y
llamando a los santos, o fieles, y a las
viudas, se la entregó viva.42 Lo que fue
notorio en toda la ciudad de Jope; por cuyo
motivo
muchos
creyeron
en
el
43
Señor. Con eso Pedro se hubo de detener
muchos días en Jope, hospedado en casa de
cierto Simón curtidor.
1
Había en Cesarea un varón
llamado Cornelio, el cual era
centurión en una cohorte de la
legión llamada Itálica,2 hombre
religioso, y temeroso de Dios con toda su
familia, y que daba muchas limosnas al
pueblo, y hacía continua oración a
Dios.3 Este, pues, a eso de las tres de la
tarde, en una visión vio claramente a un
ángel del Señor entrar en su aposento, y
decirle: ¡Cornelio!4 Y él, mirándole
sobrecogido de temor, dijo: ¿Qué queréis
de mí, Señor? Le respondió: Tus oraciones
y tus limosnas han subido hasta arriba en el
acatamiento de Dios haciendo memoria de
ti.5 Ahora, pues, envía a alguno a Jope en
busca de un tal Simón, llamado Pedro,6 el
cual está hospedado en casa de otro Simón
curtidor, cuya casa está cerca del mar: éste
te dirá lo que te conviene hacer.7 Luego que
se retiró el ángel que le hablaba, llamó a
dos de sus domésticos y a un soldado de
los que estaban a sus órdenes, temeroso de
Dios;8 a los cuales, después de habérselo
confiado todo, los envió a Jope.9 El día
siguiente, mientras estaban ellos haciendo
su viaje, y acercándose a la ciudad, subió
Pedro a lo alto de la casa, cerca del
mediodía, a hacer oración.10 Sintiendo
hambre, quiso tomar alimento. Pero
mientras se lo aderezaban, le sobrevino un
éxtasis;11 y en él vio el cielo abierto, y bajar
cierta cosa como un mantel grande, que
pendiente de sus cuatro puntas se
descolgaba del cielo a la tierra,12 en el cual
había
todo
género
de
animales
cuadrúpedos, y reptiles de la tierra, y aves
10
del cielo.13 Y oyó una voz que le decía:
Pedro, levántate, mata y come.14 Dijo
Pedro: No haré tal, Señor, pues jamás he
comido cosa profana e inmunda.15 Le
replicó la misma voz: Lo que Dios ha
purificado, no lo llames tú profano.16 Esto
se repitió, por tres veces; y luego el mantel
volvió a subirse al cielo.17 Mientras estaba
Pedro discurriendo entre sí qué significaría
la visión que acababa de tener, he aquí que
los hombres que enviara Cornelio,
preguntando por la casa de Simón, llegaron
a la puerta.18 Y habiendo llamado,
preguntaron si estaba hospedado allí
Simón, por sobrenombre Pedro.19 Y
mientras éste estaba ocupado en discurrir
sobre la visión, le dijo el Espíritu: Mira, ahí
están
tres
hombres
que
te
20
buscan. Levántate luego, baja, y vete con
ellos sin el menor reparo: porque yo soy el
que los ha enviado.21 Habiendo, pues,
Pedro bajado, e ido al encuentro de los
mensajeros, les dijo: Vedme aquí: yo soy
aquel a quien buscáis: ¿cuál es el motivo de
vuestro viaje?22 Ellos le respondieron. El
centurión Cornelio, varón justo y temeroso
de Dios, estimado y tenido por tal de toda
la nación de los judíos, recibió aviso de un
santo ángel, para que te enviara llamar a su
casa, y escuchase lo que tú le digas.23 Pedro
entonces, haciéndolos entrar, los hospedó
consigo. Al día siguiente partió con ellos,
acompañándole también algunos de los
hermanos de Jope.24 El día después entró
en Cesarea. Cornelio, por su parte,
convocados sus parientes y amigos más
íntimos, los estaba esperando.25 Estando
Pedro para entrar, le salió Cornelio a
recibir, y postrándose a sus pies, le
adoró.26 Mas Pedro le levantó, diciendo:
Álzate, que yo no soy más que un hombre
como tú.27 Y conversando con él entró en
casa, donde halló reunidas muchas
personas.28 Y les dijo: No ignoráis qué cosa
tan abominable sea para un judío el trabar
amistad o familiarizarse con un extranjero;
pero Dios me ha enseñado a no tener a
ningún
hombre
por
impuro
o
29
manchado. Por lo cual, luego que he sido
llamado he venido sin dificultad. Ahora os
pregunto: ¿por qué motivo me habéis
llamado?30 A lo que respondió Cornelio.
Cuatro días hace hoy, que yo estaba orando
en mi casa a las tres de la tarde, cuando he
aquí que se me puso delante un personaje
vestido de blanco, y me dijo:31 Cornelio, tu
oración ha sido oída benignamente, y se ha
hecho mención de tus limosnas en la
presencia de Dios.32 Envía, pues, a Jope, y
haz venir a Simón, por sobrenombre
Pedro, el cual está hospedado en casa de
Simón el curtidor, cerca del mar.33 Al
punto, pues, envié por ti, y tú me has
hecho la gracia de venir. Ahora, pues, todos
nosotros estamos aquí en tu presencia, para
escuchar cuanto el Señor te haya mandado
decirnos.34 Entonces
Pedro,
dando
principio a su discurso, habló de esta
manera: Verdaderamente acabé de conocer
que Dios no hace acepción de
personas;35 sino que en cualquiera nación,
el que le teme, y obra bien, merece su
agrado.36 Lo cual ha hecho entender Dios a
los hijos de Israel, anunciándoles la paz por
Jesucristo (el cual es el Señor de
todos).37 Vosotros sabéis lo que ha
ocurrido en toda la Judea, habiendo
principiado en Galilea, después que predicó
Juan el bautismo ;38 la manera con que Dios
ungió con el Espíritu Santo y su virtud a
Jesús de Nazaret; el cual ha ido haciendo
beneficios por todas partes por donde ha
pasado, y ha curado a todos los que estaban
bajo la opresión del demonio, porque Dios
estaba con él.39 Y nosotros somos testigos
de todas las cosas que hizo en el país de
Judea y en Jerusalén, al cual no obstante
quitaron la vida colgándole en una
cruz.40 Pero Dios le resucitó al tercer día, y
dispuso que se dejase ver,41 no de todo el
pueblo, sino de los predestinados de Dios
para testigos, de nosotros, que hemos
comido y bebido con él, después que
resucitó de entre los muertos.42 Y nos
mandó que predicásemos y testificásemos
al pueblo, que él es el que está por Dios
constituido juez de vivos y de
muertos.43 Del mismo testifican todos los
profetas, que cualquiera que cree en él,
recibe en virtud de su nombre la remisión
de los pecados.44 Estando aún Pedro
diciendo estas palabras, descendió el
Espíritu Santo sobre todos los que oían la
plática.45 Y los fieles, circuncidados, o
judíos, que habían venido con Pedro,
quedaron pasmados, al ver que la gracia del
Espíritu Santo se derramaba también sobre
los gentiles, o incircuncisos.46 Pues los oían
hablar varias lenguas y publicar las
grandezas de Dios.47 Entonces dijo Pedro:
¿Quién puede negar el agua del bautismo a
los que como nosotros, han recibido
también al Espíritu Santo?48 Así que mandó
bautizarlos en Nombre y con el bautismo
de Nuestro Señor Jesucristo; y le suplicaron
que se detuviese con ellos algunos días,
como lo hizo.
11
1
Supieron los apóstoles y los
hermanos o fieles de Judea, que
también los gentiles habían
recibido
la
palabra
de
2
Dios. Vuelto, pues, Pedro a Jerusalén, le
hacían por eso cargo los fieles
circuncidados,3 diciendo:
¿Cómo
has
entrado en casa de personas incircuncisas, y
has comido con ellas?4 Pedro entonces
empezó a exponerles toda la serie del
suceso, en estos términos:5 Estaba yo en la
ciudad de Jope en oración, y vi en éxtasis
una visión de cierta cosa que iba
descendiendo, a manera de un gran lienzo
descolgado del cielo por las cuatro puntas,
que llegó junto a mí.6 Mirando con
atención, me puse a contemplarle, y le vi
lleno de animales cuadrúpedos terrestres,
de fieras, de reptiles y volátiles del cielo.7 Al
mismo tiempo oí una voz que me decía:
Pedro, levántate, mata, y come.8 Yo
respondí: De ningún modo, Señor, porque
hasta ahora no ha entrado jamás en mi
boca cosa profana o inmunda.9 Mas la voz
del cielo, hablándome segunda vez, me
replicó: Lo que Dios ha purificado, no lo
llames tú impuro.10 Esto sucedió por tres
veces; y luego todo aquel aparato fue
recibido otra vez en el cielo.11 Pero en aquel
mismo punto llegaron a la casa en que
estaba yo hospedado tres hombres, que
eran enviados a mí de Cesarea.12 Y me dijo
el Espíritu que fuese con ellos sin
escrúpulo alguno. Vinieron así mismo estos
seis hermanos que me acompañan y
entramos en casa de aquel hombre que me
envió a buscar.13 El cual nos contó cómo
había visto en su casa a un ángel, que se le
presentó y le dijo: Envía a Jope, y haz de
venir a Simón, por sobrenombre
Pedro,14 quien te dirá las cosas necesarias
para tu salvación y la de toda tu
familia.15 Habiendo yo, pues, empezado a
hablar, descendió el Espíritu Santo sobre
ellos, como descendió al principio sobre
nosotros.16 Entonces me acordé de lo que
decía el Señor: Juan a la verdad ha
bautizado con agua, mas vosotros seréis
bautizados con el Espíritu Santo.17 Pues si
Dios les dio a ellos la misma gracia, y del
mismo modo que a nosotros, que hemos
creído en Nuestro Señor Jesucristo, ¿quién
era yo para oponerme al designio de
Dios?18 Oídas estas cosas, se aquietaron, y
glorificaron a Dios, diciendo: luego
también a los gentiles les ha concedido
Dios la penitencia para alcanzar la
vida.19 Entretanto los discípulos que se
habían esparcido por la persecución
suscitada con motivo de Esteban, llegaron
hasta Fenicia, y Chipre, y Antioquía,
predicando la buena nueva únicamente a
los judíos.20 Entre ellos había algunos
nacidos en Chipre y en Cirene, los cuales,
habiendo
entrado
en
Antioquía,
conversaban así mismo con los griegos,
anunciándoles la fe del Señor Jesús .21 Y la
mano de Dios los ayudaba, por manera que
un gran número de personas creyó y se
convirtió al Señor.22 Llegaron estas noticias
a oídos de la Iglesia de Jerusalén ; y
enviaron a Bernabé a Antioquía.23 Llegado
allá, y al ver los prodigios de la gracia de
Dios, se llenó de júbilo; y exhortaba a
todos a permanecer en el servicio del Señor
con un corazón firme y constante.24 Porque
era Bernabé varón perfecto, y lleno del
Espíritu Santo y de fe. Y así fueron muchos
los que se agregaron al Señor.25 De aquí
partió Bernabé a Tarso, en busca de Saulo;
y habiéndole hallado, le llevó consigo a
Antioquía,26 en cuya Iglesia estuvieron
empleados todo un año; e instruyeron a
tanta multitud de gentes, que aquí en
Antioquía fue donde los discípulos
empezaron a llamarse cristianos.27 Por estos
días vinieron de Jerusalén ciertos profetas a
Antioquía;28 uno de los cuales por nombre
Agabo, inspirado de Dios, anunciaba que
había de haber una gran hambre por toda la
tierra, como en efecto la hubo en tiempo
del emperador Claudio;29 por cuya causa los
discípulos determinaron contribuir cada
uno, según sus facultades, con alguna
limosna, para socorrer a los hermanos
habitantes en Judea.30 Lo que hicieron
efectivamente, remitiendo las limosnas a
los ancianos o sacerdotes de Jerusalén por
mano de Bernabé y de Saulo.
1
Por este mismo tiempo el rey
Herodes se puso a perseguir a
algunos
de
la
2
Iglesia. Primeramente
hizo
degollar a Santiago, hermano de
Juan;3 después viendo que esto complacía a
los judíos, determinó también prender a
Pedro. Eran entonces los días de los
ázimos.4 Habiendo,
pues,
logrado
prenderle, le metió en la cárcel,
entregándole a la custodia de cuatro
piquetes de soldados, de a cuatro hombres
cada piquete, con el designio de presentarle
al pueblo y ajusticiarle después de la Pascua
.5 Mientras que Pedro estaba así custodiado
en la cárcel, la Iglesia incesantemente hacía
oración a Dios por él.6 Mas cuando iba ya
Herodes a presentarle al público, aquella
12
misma noche estaba durmiendo Pedro en
medio de dos soldados, atado a ellos con
dos cadenas, y las guardias ante la puerta de
la cárcel haciendo centinela.7 Cuando de
repente apareció un ángel del Señor, cuya
luz llenó de resplandor toda la pieza, y
tocando a Pedro en el lado, le despertó
diciendo: Levántate presto. Y al punto se le
cayeron las cadenas de las manos.8 Le dijo
así mismo el ángel: ponte el ceñidor, y
cálzate tus sandalias. Lo hizo así. Le dijo
más: Toma tu capa, y sígueme.9 Salió, pues,
y le iba siguiendo, bien que no creía ser
realidad lo que hacía el ángel; antes se
imaginaba que era un sueño lo que
veía.10 Pasada la primera y la segunda
guardia, llegaron a la puerta de hierro que
sale a la ciudad, la cual se les abrió por sí
misma. Salidos por ella caminaron hasta lo
último de la calle, y súbitamente
desapareció de su vista el ángel.11 Entonces
Pedro vuelto en sí, dijo: Ahora sí que
conozco que el Señor verdaderamente ha
enviado a su ángel y me ha librado de las
manos de Herodes y de la expectación de
todo el pueblo judaico.12 Y habiendo
pensado lo que haría, se encaminó a casa de
María madre de Juan, por sobrenombre
Marcos,
donde
muchos
estaban
13
congregados en oración. Habiendo, pues,
llamado al postigo de la puerta, una
doncella llamada Rode salió a observar
quién era.14 Y conocida la voz de Pedro,
fue tanto su gozo, que, en lugar de abrir,
corrió adentro con la nueva de que Pedro
estaba a la puerta.15 Le dijeron: Tú estás
loca. Mas ella afirmaba que era cierto lo que
decía. Ellos dijeron entonces: Sin duda será
su ángel.16 Pedro entretanto proseguía
llamando a la puerta. Abriendo por último,
le vieron, y quedaron asombrados.17 Mas
Pedro haciéndoles señas con la mano para
que callasen, les contó cómo el Señor le
había sacado de la cárcel, y añadió: Haced
saber esto a Santiago y a los hermanos. Y
partiendo de allí, se retiró a otra
parte.18 Luego que fue de día, era grande la
confusión entre los soldados, sobre qué se
habría hecho de Pedro.19 Herodes,
haciendo pesquisas de él, y no hallándole,
hecho el juicio a los de la guardia, los
mandó llevar al suplicio; y después se
marchó de Judea a Cesarea, en donde se
quedó.20 Estaba Herodes irritado contra los
tirios y sidonios. Pero éstos de común
acuerdo vinieron a presentársele, y ganado
el favor de Blasto, camarero mayor del rey,
le pidieron la paz, pues aquel país
necesitaba de los socorros del territorio de
Herodes para su subsistencia.21 El día
señalado para la audiencia, Herodes vestido
de traje real, se sentó en su trono, y les
arengaba.22 Todo el auditorio prorrumpía
en aclamaciones, diciendo: Esta es la voz
de un dios, y no de un hombre.23 Mas en
aquel mismo instante le hirió un ángel del
Señor, por no haber dado a Dios la gloria; y
roído de gusanos, expiró.24 Entretanto la
palabra de Dios hacía grandes progresos, y
se propagaba más y más cada día.25 Bernabé
y Saulo, acabada su comisión de entregar
las limosnas, volvieron de Jerusalén a
Antioquía, habiéndose llevado consigo a
Juan, por sobrenombre Marcos.
1
Había en la iglesia de Antioquía
varios profetas y doctores, de cuyo
número eran Bernabé, y Simón,
llamado el Negro, y Lucio de
13
Cirene, y Manahén, hermano de leche del
tetrarca Herodes, y Saulo.2 Mientras
estaban un día ejerciendo las funciones de
su ministerio delante del Señor, y
ayunando, les dijo el Espíritu Santo:
Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra
a que los tengo destinados.3 Y después de
haberse dispuesto con ayunos y oraciones,
les impusieron las manos y los
despidieron.4 Ellos, pues, enviados así por
el Espíritu Santo fueron a Seleucia; desde
donde navegaron a Chipre.5 Y llegados a
Salamina, predicaban la palabra de Dios en
las sinagogas de los judíos, teniendo
consigo a Juan, que les ayudaba, como
diácono.6 Recorrida toda la isla hasta Pafo,
encontraron a cierto judío, mago y falso
profeta, llamado Barjesús,7 el cual estaba en
compañía del procónsul Sergio Paulo,
hombre de mucha prudencia. Este
procónsul habiendo hecho llamar a sí a
Bernabé y a Saulo, deseaba oír la palabra de
Dios.8 Pero Elimas, o el mago (que eso
significa el nombre Elimas) se les oponía,
procurando apartar al procónsul de abrazar
la fe.9 Mas Saulo, que también se llama
Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en
él sus ojos,10 le dijo: ¡Oh hombre lleno de
toda suerte de fraudes y embustes, hijo del
diablo, enemigo de toda justicia! ¿No
cesarás nunca de procurar trastornar o
torcer los caminos rectos del Señor?11 Pues
mira: Desde ahora la mano del Señor
descargará sobre ti, y quedarás ciego sin ver
la luz del día, hasta cierto tiempo. Y al
momento densas tinieblas cayeron sobre
sus ojos, y andaba buscando a tientas quien
le diese la mano.12 En la hora el procónsul,
visto lo sucedido, abrazó la fe,
maravillándose de la doctrina del
Señor.13 Pablo
y
sus
compañeros,
habiéndose hecho a la vela desde Pafo,
apartaron a Perge de Panfilia. Aquí Juan,
apartándose de ellos, se volvió a Jerusalén
.14 Pablo y los demás, sin detenerse en
Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia; y
entrando el sábado en la sinagoga, tomaron
asiento.15 Después que se acabó la lectura
de la ley y de los profetas, los presidentes
de la sinagoga los convidaron, enviándoles
a decir: Hermanos, si tenéis alguna cosa de
edificación que decir al pueblo,
hablad.16 Entonces Pablo, puesto en pie, y
haciendo con la mano una señal pidiendo
atención, dijo: ¡Oh israelitas, y vosotros los
que teméis al Señor, escuchad!17 El Dios del
pueblo de Israel eligió a nuestros padres, y
engrandeció a este pueblo, mientras
habitaban como extranjeros en Egipto, de
donde los sacó con el poder soberano de su
brazo;18 y sufrió después sus perversas
costumbres por espacio de cuarenta años
en el desierto;19 y, en fin, destruidas siete
naciones en la tierra de Canaán, les
distribuyó por suerte las tierras de
éstas,20 unos cuatrocientos cincuenta años
después; luego les dio jueces, o
gobernadores, hasta el profeta Samuel,21 en
cuyo tiempo pidieron rey; y les dio Dios a
Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín,
por espacio de cuarenta años.22 Y removido
éste, les dio por rey a David, a quien abonó
diciendo: He hallado a David, hijo de Jesé,
hombre conforme a mi corazón, que
cumplirá todos mis preceptos.23 Del linaje
de éste ha hecho nacer Dios, según su
promesa, a Jesús para ser el salvador de
Israel,24 habiendo predicado Juan, antes de
manifestarle su venida, el bautismo de
penitencia a todo el pueblo de Israel.25 El
mismo Juan al terminar su carrera, decía:
Yo no soy el que vosotros imagináis; pero
mirad, después de mí viene uno a quien yo
no soy digno de desatar el calzado de sus
pies.26 Ahora, pues, hermanos míos, hijos
de Abrahán, a vosotros es, y a cualquiera
que entre vosotros teme a Dios, a quienes
es enviado este anuncio de la
salvación.27 Porque los habitantes de
Jerusalén y sus jefes, desconociendo a este
Señor, y las profecías que se leen todos los
sábados, con haberle condenado las
cumplieron,28 cuando no hallando en él
ninguna causa de muerte, no obstante
pidieron a Pilatos que le quitase la vida.29 Y
después de haber ejecutado todas las cosas
que de él estaban escritas, descolgándole de
la cruz, le pusieron en el sepulcro.30 Mas
Dios le resucitó de entre los muertos al
tercer día; y se apareció durante muchos
días a aquellos31 que con él habían venido
de Galilea a Jerusalén, los cuales hasta el día
de hoy están dando testimonio de él al
pueblo.32 Nosotros, pues, os anunciamos el
cumplimiento de la promesa hecha a
nuestros padres,33 el efecto de la cual nos
ha hecho Dios ver a nosotros sus hijos,
resucitando a Jesús, en conformidad de lo
que se halla escrito en el salmo segundo: Tú
eres Hijo mío, yo te di hoy el ser.34 Y para
manifestar que le ha resucitado de entre los
muertos para nunca más morir, dijo así: Yo
cumpliré fielmente las promesas juradas a
David.35 Y por eso mismo dice en otra
parte: No permitirás que tu Santo Hijo
experimente la corrupción.36 Pues por lo
que hace a David, sabemos que después de
haber servido en su tiempo a los designios
de Dios, cerró los ojos; y fue sepultado con
sus padres, y padeció la corrupción como
los demás.37 Pero aquel a quien Dios ha
resucitado de entre los muertos, no ha
experimentado
ninguna
38
corrupción. Ahora, pues, hermanos míos,
tened entendido que por medio de éste se
os ofrece la remisión de los pecados y de
todas las manchas de que no habéis podido
ser justificados en virtud de la ley
mosaica.39 Todo aquel que cree en él es
justificado.40 Por tanto mirad no recaiga
sobre vosotros lo que se halla dicho en los
profetas:41 Reparad, burladores de mi
palabra, llenaos de pavor, y quedad
desolados; porque yo voy a ejecutar una
obra en vuestros días, obra que no
acabaréis de creerla por más que os la
cuenten y aseguren.42 Al tiempo de salir, les
suplicaban que el sábado siguiente les
hablasen
también
del
mismo
43
asunto. Despedido el auditorio, muchos
de los judíos y de los prosélitos, temerosos
de Dios, siguieron a Pablo y a Bernabé, los
cuales los exhortaban a perseverar en la
gracia de Dios.44 El sábado siguiente casi
toda la ciudad concurrió a oír la palabra de
Dios.45 Pero los judíos, viendo tanto
concurso, se llenaron de envidia, y
contradecían con blasfemias a todo lo que
Pablo predicaba.46 Entonces Pablo y
Bernabé con gran entereza les dijeron: A
vosotros debía ser primeramente anunciada
la palabra de Dios; mas ya que la rechazáis,
y os juzgáis vosotros mismos indignos de la
vida eterna, de hoy en adelante nos vamos
a predicar a los gentiles:47 que así nos lo
tiene ordenado el Señor diciendo: Yo te
puse por lumbrera de las naciones, para que
seas la salvación de todas hasta el cabo del
mundo.48 Oído esto por los gentiles se
regocijaban, y glorificaban la palabra de
Dios; y creyeron todos los que estaban
preordinados para la vida eterna.49 Así la
palabra del Señor se esparcía por todo
aquel país.50 Los judíos instigaron a varias
mujeres devotas y de distinción, y a los
hombres principales de la ciudad, y
levantaron una persecución contra Pablo y
Bernabé, y los echaron de su
territorio.51 Pero éstos, sacudiendo contra
ellos el polvo de sus pies, se fueron a
Iconio.52 Y los discípulos estaban llenos de
gozo y del Espíritu Santo.
1
Estando ya en Iconio, entraron
juntos en la sinagoga de los judíos,
y hablaron en tales términos, que
se convirtió una gran multitud de
judíos y de griegos.2 Pero los judíos que se
mantuvieron incrédulos, conmovieron y
provocaron a ira los ánimos de los gentiles
contra los hermanos.3 Sin embargo se
detuvieron allí mucho tiempo, trabajando
llenos de confianza en el Señor, que
confirmaba la palabra de su gracia con los
prodigios y milagros que hacía por sus
manos.4 De suerte que la ciudad estaba
dividida en dos bandos: unos estaban por
los judíos, y otros por los apóstoles.5 Pero
habiéndose amotinado los gentiles y judíos
con sus jefes, para ultrajar a los apóstoles y
apedrearles,6 ellos,
sabido
esto,
se
marcharon a Listra y Derbe, ciudades
también de Licaonia, recorriendo toda la
comarca,7 y
predicando
la
buena
8
nueva. Había en Listra un hombre cojo
desde su nacimiento, que por la debilidad
14
de las piernas estaba sentado, y no había
andado en su vida.9 Este oyó predicar a
Pablo; el cual fijando en él los ojos, y
viendo que tenía fe de que sería curado,10 le
dijo en alta voz: Levántate y mantente
derecho sobre tus pies. Y al instante saltó
en pie, y echó a andar.11 Las gentes viendo
lo que Pablo acababa de hacer, levantaron
el grito, diciendo en su idioma licaónico:
Dioses son éstos que han bajado a nosotros
en figura de hombres.12 Y daban a Bernabé
el nombre de Júpiter, y a Pablo el de
Mercurio: por cuanto era el que llevaba la
palabra.13 Además de eso el sacerdote de
Júpiter, cuyo templo estaba al entrar en la
ciudad, trayendo toros adornados con
guirnaldas delante de la puerta, intentaba,
seguido
del
pueblo,
ofrecerles
14
sacrificios. Lo cual apenas entendieron los
apóstoles Bernabé y Pablo, rasgando sus
vestidos, rompieron por medio del gentío,
clamando,15 y diciendo: Hombres, ¿qué es
lo que hacéis? También somos nosotros, de
la misma manera que vosotros, hombres
mortales que venimos a predicaros que,
dejadas esas vanas deidades, os convirtáis al
Dios vivo, que ha creado el cielo, la tierra,
el mar y todo cuanto en ellos se
contiene.16 Que si bien en los tiempos
pasados permitió que las naciones echasen
cada cual por su camino,17 no dejó con
todo de dar testimonio de quién era, o de
su divinidad, haciendo beneficios desde el
cielo, enviando lluvias, y los buenos
temporales para los frutos, dándonos
abundancia de manjares, y llenando de
alegría nuestros corazones.18 Aun diciendo
tales cosas, con dificultad pudieron recabar
del pueblo que no les ofreciese
sacrificio.19 Después sobrevinieron de
Antioquía y de Iconio ciertos judíos; y
habiendo ganado al populacho, apedrearon
a Pablo, y le sacaron arrastrando fuera de la
ciudad, dándole por muerto.20 Mas
amontonándose alrededor de él los
discípulos,
se
levantó
curado
milagrosamente, y entró en la ciudad, y al
día siguiente marchó con Bernabé a
Derbe.21 Y habiendo predicado en esta
ciudad la buena nueva e instruido a
muchos, volvieron a Listra, y a Iconio, y a
Antioquía de Pisidia,22 para corroborar los
ánimos de los discípulos, y exhortarlos a
perseverar en la fe, haciéndoles entender
que es preciso pasar por medio de muchas
tribulaciones para entrar en el reino de
Dios.23 En seguida, habiendo ordenado
sacerdotes en cada una de las iglesias,
después de oraciones y ayunos, los
encomendaron al Señor, en quien habían
creído.24 Y atravesando la Pisidia, vinieron a
la Panfilia,25 y anunciada la palabra divina
en Perge, bajaron a Atalia;26 y desde aquí se
embarcaron para Antioquía de Siria de
donde los habían enviado, y encomendado
a la gracia de Dios para la obra o ministerio
que acababan de cumplir.27 Luego de
llegados, congregaron la Iglesia, y refirieron
cuán grandes cosas había hecho Dios con
ellos, y cómo había abierto la puerta de la
fe a los gentiles.28 Y después se detuvieron
bastante tiempo aquí con los discípulos.
1
Por aquellos días algunos
venidos de Judea andaban
enseñando a los hermanos: Que si
no se circuncidaban según el rito
de Moisés, no podían salvarse.2 Se originó
de ahí una conmoción, y oponiéndoseles
15
fuertemente Pablo y Bernabé, se acordó
que Pablo y Bernabé, y algunos del otro
partido fuesen a Jerusalén a consultar a los
apóstoles y presbíteros sobre la dicha
cuestión.3 Ellos, pues, siendo despachados
honoríficamente por la Iglesia, iban
atravesando por la Fenicia y la Samaria,
contando la conversión de los gentiles, con
lo que llenaban de grande gozo a todos los
hermanos.4 Llegados a Jerusalén, fueron
bien recibidos de la Iglesia, y de los
apóstoles, y de los presbíteros, y allí
refirieron cuán grandes cosas había Dios
obrado por medio de ellos.5 Pero,
añadieron, algunos de la secta de los
fariseos, que han abrazado la fe, se han
levantado
diciendo
ser
necesario
circuncidar a los gentiles, y mandarles
observar la ley de Moisés.6 Entonces los
apóstoles y los presbíteros se juntaron a
examinar este punto.7 Y después de un
maduro examen, Pedro como cabeza de
todos se levantó, y les dijo: Hermanos
míos, bien sabéis que mucho tiempo hace
fui yo escogido por Dios entre nosotros,
para que los gentiles oyesen de mi boca la
palabra evangélica y creyesen.8 Y Dios que
penetra los corazones, dio testimonio de
esto, dándoles el Espíritu Santo, del mismo
modo que a nosotros.9 Ni ha hecho
diferencia entre ellos y nosotros, habiendo
purificado con la fe sus corazones.10 Pues
¿por qué ahora queréis tentar a Dios, con
imponer sobre la cerviz de los discípulos
un yugo, que ni nuestros padres ni nosotros
hemos podido soportar?11 Pues nosotros
creemos salvarnos únicamente por la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, así como
ellos.12 Calló a esto toda la multitud, y se
pusieron a escuchar a Bernabé y a Pablo
que contaban cuántas maravillas y
prodigios por su medio había obrado Dios
entre los gentiles.13 Después que hubieron
acabado, tomó Santiago la palabra y dijo:
Hermanos míos, escuchadme.14 Simón os
ha manifestado de qué manera ha
comenzado Dios desde el principio a mirar
favorablemente a los gentiles, escogiendo
entre ellos un pueblo consagrado a su
Nombre.15 Con él están conformes las
palabras de los profetas, según está
escrito.16 Después de estas cosas yo
volveré, y reedificaré el Tabernáculo o
reino de David, que fue arruinado, y
restauraré sus ruinas y lo levantaré,17 para
que busquen al Señor los demás hombres y
todas las naciones que han invocado mi
Nombre, dice el Señor que hace estas
cosas.18 Desde la eternidad tiene conocida
el Señor su obra.19 Por lo cual yo juzgo que
no se inquiete a los gentiles que se
convierten a Dios,20 sino que se les escriba
que se abstengan de las inmundicias de los
ídolos o manjares a ellos sacrificados, y de
la fornicación, y de animales sofocados, y
de la sangre.21 Porque en cuanto a Moisés,
ya de tiempos antiguos tiene en cada ciudad
quien predica su doctrina en las sinagogas,
donde se lee todos los sábados.22 Oído
esto, acordaron los apóstoles y presbíteros
con toda la Iglesia elegir algunas personas
de entre ellos, y enviarlas con Pablo y
Bernabé a la Iglesia de Antioquía; y así
nombraron a Judas, por sobrenombre
Barsabas, y a Silas, sujetos principales entre
los hermanos,23 remitiendo por sus manos
esta carta: Los apóstoles y los presbíteros
hermanos,
a
nuestros
hermanos
convertidos de la gentilidad, que están en
Antioquía, Siria y Cilicia, salud.24 Por
cuanto hemos sabido que algunos que de
nosotros fueron ahí sin ninguna comisión
nuestra han alarmado con sus discursos
vuestras
conciencias,25 habiéndonos
congregado, hemos resuelto, de común
acuerdo, escoger algunas personas, y
enviároslas con nuestros carísimos Bernabé
y Pablo,26 que son sujetos que han expuesto
sus vidas por el Nombre de Nuestro Señor
Jesucristo.27 Os enviamos, pues, a Judas y a
Silas, los cuales de palabra os dirán también
lo mismo:28 y es que ha parecido al Espíritu
Santo, y a nosotros, inspirados por él, no
imponeros otra carga, fuera de estas que
son precisas, es a saber:29 que os abstengáis
de manjares inmolados a los ídolos, y de
sangre, y de animal sofocado, y de la
fornicación; de las cuales cosas haréis bien
en
guardaros.
Dios
os
30
guarde. Despachados, pues, de esta suerte
los enviados, llegaron a Antioquía, y
congregada la Iglesia, entregaron la
carta,31 que fue leída con gran consuelo y
alegría.32 Judas y Silas por su parte, siendo
como eran también profetas, consolaron y
confortaron con muchísimas reflexiones a
los hermanos;33 y habiéndose detenido allí
por algún tiempo, fueron remitidos en paz
por los hermanos a los que los habían
enviado.34 Verdad es que a Silas le pareció
conveniente quedarse allí; y así Judas se
volvió solo a Jerusalén .35 Pablo y Bernabé
se mantenían en Antioquía, enseñando y
predicando con otros muchos la palabra del
Señor.36 Mas pasados algunos días, dijo
Pablo a Bernabé: Demos una vuelta
visitando a los hermanos por todas las
ciudades, en que hemos predicado la
palabra del Señor, para ver el estado en que
se hallan.37 Bernabé para esto quería llevar
también consigo a Juan, por sobrenombre
Marcos.38 Pablo,
al
contrario,
le
representaba que no debían llevarle, pues le
había dejado desde Panfilia, y no les había
acompañado en aquella misión.39 La
disensión entre los dos vino a parar en que
se apartaron uno de otro. Bernabé,
tomando consigo a Marcos, se embarcó
para Chipre.40 Pablo, eligiendo por su
compañero a Silas, emprendió su viaje,
después de haber sido encomendado por
los hermanos a la gracia o favor de
Dios.41 Discurrió, pues, de esta suerte por
la Siria y Cilicia, confirmando y animando
las Iglesias; y mandando que observasen los
preceptos de los apóstoles y de los
presbíteros.
1
Llegó Pablo a Derbe, y luego a
Listra; donde se hallaba un
discípulo llamado Timoteo, hijo
de madre judía, convertida a la fe,
y de padre gentil.2 Los hermanos que
estaban en Listra y en Iconio hablaban con
mucho elogio de este discípulo.3 Pablo,
pues, determinó llevarle en su compañía; y
habiéndole tomado consigo, le circuncidó,
por causa de los judíos que había en
aquellos lugares; porque todos sabían que
su padre era gentil.4 Conforme iban
visitando las ciudades, recomendaban a los
fieles la observancia de los decretos
acordados por los apóstoles y los
presbíteros, que residían en Jerusalén .5 Así
las iglesias se confirmaban en la fe, y se
aumentaba cada día el número de los
fieles.6 Cuando hubieron atravesado la
16
Frigia y el país de Galacia, les prohibió el
Espíritu Santo predicar la palabra de Dios
en el Asia, o Jonia.7 Y habiendo ido a la
Misia, intentaban pasar a Bitinia; pero
tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús
.8 Con eso, atravesada la Misia, bajaron a
Tróade,9 donde Pablo tuvo por la noche
esta visión: Un hombre de Macedonia,
poniéndosele delante, le suplicaba, y decía:
Ven a Macedonia, y socórrenos.10 Luego
que tuvo visión, al punto dispusimos
marchar a Macedonia, cerciorados de que
Dios nos llamaba a predicar la buena nueva
a aquellas gentes.11 Así, embarcándonos en
Tróade, fuimos derecho a Samotracia, y al
día siguiente a Nápoles.12 Y de aquí a
Filipos, que es una colonia romana y la
primera ciudad de aquella parte de
Macedonia. En esta ciudad nos detuvimos
algunos días conferenciando.13 Un día de
sábado salimos fuera de la ciudad hacia la
ribera del río, donde parecía estar el lugar o
casa para tener oración los judíos, y
habiéndonos sentado allí trabamos
conversación con varias mujeres, que
habían concurrido a dicho fin.14 Y una
mujer llamada Lidia, que comerciaba en
púrpura o grana, natural de Tiatira,
temerosa de Dios, estaba escuchando; y el
Señor le abrió el corazón para recibir bien
las cosas que Pablo decía.15 Habiendo,
pues, sido bautizada ella y su familia, nos
hizo esta súplica: Si es que me tenéis por
fiel al Señor, venid, y hospedaos en mi casa.
Y nos obligó a ello.16 Sucedió que yendo
nosotros a la oración, nos salió al
encuentro una esclava moza, que estaba
obsesa, o poseída, del espíritu pitón, la cual
acarreaba una gran ganancia a sus amos
haciendo de adivina.17 Esta, siguiendo
detrás de Pablo y de nosotros, gritaba
diciendo: Estos hombres son siervos del
Dios altísimo, que os anuncian el camino
de la salvación.18 Lo que continuó haciendo
muchos días. Al fin Pablo, no pudiendo ya
sufrirlo, vuelto a ella, dijo al espíritu: Yo te
mando en nombre de Jesucristo que salgas
de esta muchacha. Y al punto salió.19 Mas
sus amos, viendo desvanecida la esperanza
de las ganancias que hacían con ella,
prendiendo a Pablo y a Silas, los
condujeron al juzgado ante los jefes de la
ciudad,20 y
presentándolos
a
los
magistrados, dijeron: Estos hombres
alborotan nuestra ciudad, son judíos,21 y
quieren introducir una manera de vida que
no nos es lícito abrazar ni practicar, siendo
como somos romanos.22 Al mismo tiempo
la muchedumbre conmovida acudió de
tropel contra ellos; y los magistrados
mandaron que, rasgándoles las túnicas, los
azotasen con varas.23 Y después de haberles
dado muchos azotes, los metieron en la
cárcel, apercibiendo al carcelero para que
los asegurase bien.24 El cual, recibida esta
orden, los metió en un profundo calabozo,
con los pies en el cepo.25 Mas a eso de
medianoche, puestos Pablo y Silas en
oración, cantaban alabanzas a Dios, y los
demás
presos
los
estaban
26
escuchando, cuando de repente se sintió
un gran terremoto, tal que se meneaban los
cimientos de la cárcel. Y al instante se
abrieron de par en par todas las puertas, y
se les soltaron a todos las prisiones.27 En
esto, despertando el carcelero, y viendo
abiertas las puertas de la cárcel,
desenvainando una espada iba a matarse,
creyendo que se habían escapado los
presos.28 Entonces Pablo le gritó con
grande voz, diciendo: No te hagas ningún
daño, que todos sin faltar uno estamos
aquí.29 El carcelero entonces habiendo
pedido luz, entró dentro, y estremecido se
arrojó a los pies de Pablo y de Silas,30 y
sacándolos afuera, les dijo: Señores ¿qué
debo hacer para salvarme?31 Ellos le
respondieron: Cree en el Señor Jesús, y te
salvarás tú, y tu familia.32 Y le enseñaron la
doctrina del Señor a él y a todos los de su
casa.33 El carcelero en aquella misma hora
de la noche, llevándolos consigo, les lavó
las llagas: y recibió luego el bautismo, así él
como toda su familia.34 Y conduciéndolos a
su habitación, les sirvió la cena,
regocijándose con toda su familia de haber
creído en Dios.35 Luego que amaneció, los
magistrados enviaron los alguaciles, con
orden al carcelero para que pusiese en
libertad a aquellos hombres.36 El carcelero
dio esta noticia a Pablo, diciendo: Los
magistrados han ordenado que se os ponga
en libertad; por tanto saliéndoos ahora,
idos en paz.37 Mas Pablo les dijo a los
alguaciles: ¡Cómo! Después de habernos
azotado públicamente, sin oírnos en juicio,
siendo ciudadanos romanos nos metieron
en la cárcel, ¿y ahora salen con soltarnos en
secreto? No ha de ser así, sino que han de
venir los magistrados,38 y soltarnos ellos
mismos. Los alguaciles refirieron a los
magistrados esta respuesta; los cuales al oír
que eran romanos comenzaron a temer.39 Y
así viniendo procuraron excusarse con
ellos, y sacándolos de la cárcel les
suplicaron que se fuesen de la
ciudad.40 Salidos, pues, de la cárcel,
entraron en casa de Lidia; y habiendo visto
a los hermanos, los consolaron, y después
partieron.
1
Y habiendo pasado por Anfípolis
y Apolonia, llegaron a Tesalónica,
donde había una sinagoga de
judíos.2 Pablo según su costumbre
entró en ella, y por tres sábados continuos
disputaba
con
ellos
sobre
las
3
Escrituras, demostrando y haciéndoles ver
que había sido necesario que el Cristo o
Mesías padeciese y resucitase de entre los
muertos; y este Mesías, les decía, es
Jesucristo, a quien yo os anuncio.4 Algunos
de ellos creyeron, y se unieron a Pablo y a
Silas, y también gran multitud de prosélitos,
y de gentiles, y muchas matronas de
distinción.5 Pero los judíos incrédulos,
llevados de su falso celo, se valieron de
algunos malos hombres de ínfima plebe, y
reuniendo gente, amotinaron la ciudad, y se
echaron sobre la casa de Jasón en busca de
Pablo y de Silas, para presentarlos a la vista
del pueblo.6 Mas como no los hubiesen
encontrado, trajeron por fuerza a Jasón y a
algunos hermanos ante los magistrados de
la ciudad, gritando: Ved ahí unas gentes
que meten la confusión por todas partes;
han venido acá,7 y Jasón los ha hospedado
en su casa. Todos éstos son rebeldes a los
edictos de César, diciendo que hay otro rey,
el cual es Jesús .8 La plebe y los magistrados
de la ciudad, oyendo esto, se
alborotaron.9 Pero Jasón y los otros,
habiendo dado fianzas, fueron puestos en
libertad.10 Como quiera, los hermanos, sin
perder tiempo aquella noche, hicieron
partir a Pablo y a Silas para Berea. Los
cuales luego que llegaron, entraron en la
17
sinagoga de los judíos.11 Eran éstos de
mejor índole que los de Tesalónica, y así
recibieron la palabra de Dios con gran ansia
y ardor, examinando atentamente todo el
día las Escrituras, para ver si era cierto lo
que se les decía.12 De suerte que muchos de
ellos creyeron, como también muchas
señoras gentiles de distinción, y no pocos
hombres.13 Mas como los judíos de
Tesalónica hubiesen sabido que también en
Berea predicaba Pablo la buena nueva,
acudieron luego allá alborotando y
amotinando al pueblo.14 Entonces los
hermanos dispusieron inmediatamente que
Pablo se retirase hacia el mar, quedando
Silas y Timoteo en Berea.15 Los que
acompañaban a Pablo, lo condujeron hasta
la ciudad de Atenas, y recibido el encargo
de decir a Silas y a Timoteo que viniesen a
él cuanto antes, se despidieron.16 Mientras
que Pablo los estaba aguardando en Atenas,
se consumía interiormente su espíritu,
considerando aquella ciudad entregada toda
a la idolatría.17 Por tanto disputaba en la
sinagoga con los judíos y prosélitos, y todos
los días en la plaza, con los que allí se le
ponían
delante.18 También
algunos
filósofos de los epicúreos y de los estoicos
armaban con él disputas; y unos decían:
¿Qué quiere decir este charlatán? Y otro:
Este parece que viene a anunciarnos
nuevos dioses; lo cual decían porque les
hablaba de Jesús y de la resurrección .19 Al
fin, cogiéndole en medio, le llevaron al
Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué
doctrina
nueva
es
esta
que
20
predicas? Porque te hemos oído decir
cosas que nunca habíamos oído. Y así
deseamos saber a qué se reduce eso.21 (Es
de advertir que todos los atenienses, y los
forasteros que allí vivían, en ninguna otra
cosa se ocupaban, sino en decir o en oír
algo de nuevo).22 Puesto, pues, Pablo en
medio del Areópago, dijo: Ciudadanos
atenienses, echo de ver que vosotros sois
casi nimios en todas las cosas de
religión.23 Porque al pasar, mirando yo las
estatuas de vuestros dioses, he encontrado
también un altar, con esta inscripción: AL
DIOS NO CONOCIDO. Pues ese Dios
que vosotros adoráis sin conocerle, es el
que yo vengo a anunciaros.24 El Dios que
creó al mundo y todas las cosas contenidas
en él, siendo como es el Señor del cielo y
tierra, no está encerrado en templos
fabricados por hombres,25 ni necesita del
servicio de las manos de los hombres,
como si estuviese menesteroso de alguna
cosa; antes bien él mismo está dando a
todos la vida, y el aliento, y todas las
cosas.26 Él es el que de uno solo ha hecho
nacer todo el linaje de los hombres, para
que habitase la vasta extensión de la tierra,
fijando el orden de los tiempos o
estaciones, y los límites de la habitación de
cada pueblo,27 queriendo con esto que
buscasen a Dios, por si rastreando y como
palpando, pudiesen por fortuna hallarle;
como quiera que no está lejos de cada uno
de nosotros:28 porque dentro de él vivimos,
nos movemos, y existimos; y como algunos
de vuestros poetas dijeron: Somos del
linaje, o descendencia, del mismo
Dios.29 Siendo, pues, nosotros del linaje de
Dios, no debemos imaginar que el ser
divino sea semejante al oro, a la plata, o al
mármol, de cuya materia ha hecho las
figuras el arte e industria humana.30 Pero
Dios, habiendo disimulado o cerrado los
ojos sobre los tiempos de esta tan grosera
ignorancia, comunica ahora a los hombres
que todos en todas partes hagan
penitencia,31 por cuanto tiene determinado
el día en que ha de juzgar al mundo con
rectitud, por medio de aquel varón
constituido por él, dando de esto a todos
una prueba cierta, con haberle resucitado
de entre los muertos.32 Al oír mentar la
resurrección de los muertos, algunos se
burlaron de él, y otros le dijeron: Te
volveremos a oír otra vez sobre esto.33 De
esta suerte Pablo salió de en medio de
aquellas gentes.34 Sin embargo, algunos se
le juntaron y creyeron, entre los cuales fue
Dionisio el areopagita, y cierta mujer
llamada Dámaris, con algunos otros.
1
Después
de
esto
Pablo,
marchándose de Atenas, pasó a
Corinto.2 Y encontrando allí a un
judío, llamado Aquila, natural del
Ponto, que poco antes había llegado de
Italia, con su mujer Priscila (porque el
emperador Claudio había expelido de
Roma a todos los judíos), se juntó con
ellos.3 Y como era del mismo oficio, se
hospedó en su casa, y trabajaba en su
compañía (el oficio de ellos era hacer
tiendas de campaña).4 Y todos los sábados
disputaba en la sinagoga, haciendo entrar
siempre en sus discursos el nombre del
Señor Jesús, y procurando convencer a los
judíos y a los griegos.5 Mas cuando Silas y
Timoteo hubieron llegado de Macedonia,
Pablo se aplicaba aún con más ardor a la
predicación, testificando a los judíos que
Jesús era el Cristo .6 Pero como éstos le
contradijesen,
y
prorrumpiesen
en
18
blasfemias, sacudiendo sus vestidos, les
dijo: Recaiga vuestra sangre sobre vuestra
cabeza; yo no tengo la culpa. Desde ahora
me voy a predicar a los gentiles.7 En efecto,
saliendo de allí, entró a hospedarse en casa
de uno llamado Tito Justo, temeroso de
Dios, cuya casa estaba contigua a la
sinagoga.8 Con todo Crispo, jefe de la
sinagoga, creyó en el Señor con toda su
familia, como también muchos ciudadanos
de Corinto, oyendo a Pablo creyeron, y
fueron bautizados.9 Entonces el Señor,
apareciéndose una noche a Pablo, le dijo:
No tienes que temer, prosigue predicando,
y no dejes de hablar;10 pues que yo estoy
contigo, y nadie llegará a maltratarte;
porque ha de ser mía mucha gente en esta
ciudad.11 Con esto se detuvo aquí año y
medio, predicando la palabra de
Dios.12 Pero siendo procónsul de Acaya
Galión, los judíos se levantaron de común
acuerdo contra Pablo, y le llevaron a su
tribunal,13 diciendo: Este persuade a la
gente que dé a Dios un culto contrario a la
ley.14 Mas cuando Pablo iba a hablar en su
defensa, dijo Galión a los judíos: Si se
tratase verdaderamente de alguna injusticia
o delito, o de algún enorme crimen, sería
razón, ¡oh judíos!, que yo admitiese vuestra
delación;15 mas si éstas son cuestiones de
palabras, y de nombres, y cosas de vuestra
ley, allá os las hayáis, que yo no quiero
meterme a juez de esas cosas.16 Y los hizo
salir
de
su
tribunal.17 Entonces,
acometiendo todos a Sóstenes, jefe de la
sinagoga, le maltrataban a golpes delante
del tribunal, sin que Galión hiciese caso de
nada de esto.18 Y Pablo habiéndose aún
detenido allí mucho tiempo, se despidió de
los hermanos, y se embarcó para la Siria (en
compañía de Priscila y de Aquila),
habiéndose hecho cortar antes el cabello en
Cencres, a causa de haber concluido ya el
voto que había hecho.19 Arribó a Éfeso, y
dejó allí a sus compañeros. Y entrando él
en la sinagoga, disputaba con los judíos.20 Y
aunque éstos le rogaron que se detuviese
más tiempo en su compañía, no
condescendió,21 sino que, despidiéndose de
ellos, y diciéndoles: Otra vez volveré a
veros, si Dios quiere, partió de Éfeso.22 Y
desembarcando en Cesarea, subió a saludar
a la Iglesia, y en seguida tomó el camino de
Antioquía;23 donde habiéndose detenido
algún tiempo, partió después, y recorrió
por su orden los pueblos del país de la
Galacia y de la Frigia, confortando a todos
los discípulos.24 En este tiempo vino a
Éfeso un judío, llamado Apolo, natural de
Alejandría, varón elocuente, y muy versado
en las Escrituras.25 Estaba éste instruido en
el camino del Señor, y predicaba con
fervoroso espíritu, y enseñaba exactamente
todo lo perteneciente a Jesús, aunque no
conocía más que el bautismo de
Juan.26 Apolo, pues, comenzó a predicar
con toda libertad en la sinagoga; y
habiéndole oído Priscila y Aquila, se lo
llevaron consigo, y le instruyeron más a
fondo
en
la
doctrina
del
27
Señor. Mostrando después el deseo de ir a
la provincia de Acaya, habiéndole animado
a ello los hermanos, escribieron a los
discípulos para que le diesen buena
acogida. El cual llegado a aquel país, sirvió
de mucho provecho a los que habían
creído.28 Porque
con
gran
fervor
contradecía a los judíos en público,
demostrando por las Escrituras que Jesús
era el Cristo o Mesías.
1
Mientras Apolo estaba en
Corinto, Pablo, recorridas las
provincias superiores del Asia,
pasó a Éfeso, y encontró a
algunos discípulos,2 y les preguntó: ¿Habéis
recibido al Espíritu Santo después que
abrazasteis la fe? Mas ellos le respondieron:
Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu
Santo.3 ¿Pues con qué bautismo, les replicó,
fuisteis bautizados? Y ellos respondieron:
Con el bautismo de Juan.4 Dijo entonces
Pablo: Juan bautizó al pueblo con el
bautismo de penitencia, advirtiendo que
creyesen en aquel que había de venir
después de él, esto es, en Jesús .5 Oído esto,
se bautizaron en nombre del Señor Jesús
.6 Y habiéndoles Pablo impuesto las manos,
descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y
hablaban
varias
lenguas,
y
7
profetizaban. Eran en todos como unos
doce hombres.8 Pablo, entrando después en
la sinagoga, predicó libremente por espacio
de tres meses, disputando con los judíos, y
procurando convencerlos en lo tocante al
reino de Dios.9 Mas como algunos de ellos
endurecidos no creyesen, antes blasfemasen
de la doctrina del Señor delante de los
oyentes, apartándose de ellos, separó a los
discípulos, y platicaba o enseñaba todos los
días en la escuela de un tal Tirano.10 Lo que
practicó por espacio de dos años, de
manera que todos los que habitaban en
Asia, oyeron la palabra del Señor, así judíos
como gentiles.11 Y obraba Dios milagros
extraordinarios
por
medio
de
12
Pablo. Tanto que aplicando solamente los
pañuelos y ceñidores que habían tocado a
19
su cuerpo, a los enfermos, al momento las
dolencias se les quitaban, y los espíritus
malignos salían fuera.13 Tentaron así mismo
ciertos judíos exorcistas que andaban
girando de una parte a otra, el invocar
sobre los endemoniados el nombre del
Señor Jesús, diciendo: Os conjuro por
aquel Jesús, a quien Pablo predica.14 Los
que hacían esto eran siete hijos de un judío
llamado Esceva, príncipe de los
sacerdotes.15 Pero el maligno espíritu
respondiendo, les dijo: Conozco a Jesús, y
sé quién es Pablo; mas vosotros ¿quiénes
sois?16 Y al instante el hombre, que estaba
poseído de un pésimo demonio, se echó
sobre ellos y se apoderó de dos, y los
maltrató de tal suerte que los hizo huir de
aquella casa desnudos y heridos.17 Cosa que
fue notoria a todos los judíos y gentiles que
habitaban en Éfeso; y todos ellos quedaron
llenos de temor, y era engrandecido el
nombre del Señor Jesús .18 Y muchos de los
creyentes, o fieles, venían a confesar y a
declarar todo lo malo que habían
hecho.19 Muchos asimismo de los que se
habían dado al ejercicio de vanas
curiosidades o ciencia mágica, hicieron un
montón de sus libros, y los quemaron a
vista de todos; y valuados, se halló que
montaban a cincuenta mil denarios, o siclos
de plata.20 Así se iba propagando más y más
y
prevaleciendo
la
palabra
de
21
Dios. Concluidas estas cosas, resolvió
Pablo por inspiración divina ir a Jerusalén,
bajando por la Macedonia y Acaya, y decía:
Después de haber estado allí, es necesario
que yo vaya también a Roma.22 Y habiendo
enviado a Macedonia a dos de los que le
ayudaban en su ministerio, Timoteo y
Erasto él se quedó por algún tiempo en
Asia.23 Durante este tiempo fue cuando
acaeció un no pequeño alboroto con
ocasión del camino del Señor, o de la
buena nueva.24 El caso fue que cierto
Demetrio, platero de oficio, fabricando de
plata templitos de Diana, daba no poco que
ganar a los demás de este oficio.25 A los
cuales, como a otros que vivían de
semejantes
labores,
habiéndolos
convocado, les dijo: Amigos, bien sabéis
que nuestra ganancia depende de esta
industria;26 y veis también y oís cómo ese
Pablo, no sólo en Éfeso, sino casi en toda
el Asia, con sus persuasiones ha hecho
cambiar de creencia a mucha gente,
diciendo que no son dioses los que se
hacen con las manos.27 Por donde, no sólo
esta profesión nuestra correrá peligro de
ser desacreditada, sino, lo que es más, el
templo de la gran diosa Diana perderá toda
su estimación, y la majestad de aquélla, a
quien toda el Asia y el mundo entero adora,
caerá por tierra.28 Oído esto, se
enfurecieron, y exclamaron, diciendo: ¡Viva
la gran Diana de los efesios!29 Se llenó
luego la ciudad de confusión, y corrieron
todos
impetuosamente
al
teatro,
arrebatando consigo a Gayo y a Aristarco
macedonios,
compañeros
de
30
Pablo. Quería éste salir a presentarse en
medio del pueblo, mas los discípulos no se
lo permitieron.31 Algunos también de los
señores principales del Asia, que eran
amigos suyos, enviaron a rogarle que no
compareciese en el teatro.32 Por lo demás
unos gritaban una cosa y otros otra; porque
todo el concurso era un tumulto, y la
mayor parte de ellos no sabían a qué se
habían juntado.33 Entre tanto un tal
Alejandro, habiendo podido salir de entre
el tropel, ayudado de los judíos, pidiendo
con la mano que tuviesen silencio, quería
informar al pueblo.34 Mas luego que
conocieron ser judío, todos a una voz se
pusieron a gritar por espacio de casi dos
horas: ¡Viva la gran Diana de los
efesios!35 Al fin el secretario, o síndico,
habiendo sosegado el tumulto, les dijo:
Varones efesios, ¿quién hay entre los
hombres que ignore que la ciudad de Éfeso
está dedicada toda al culto de la gran Diana,
hija de Júpiter?36 Siendo, pues, esto tan
cierto que nadie lo puede contradecir, es
preciso que os soseguéis, y no procedáis
inconsideradamente.37 Estos hombres que
habéis traído aquí, ni son sacrílegos, ni
blasfemadores de vuestra diosa.38 Mas si
Demetrio y los artífices que le acompañan,
tienen queja contra alguno, audiencia
pública hay, y procónsules: acúsenle, y
demanden contra él.39 Y si tenéis alguna
otra pretensión, podrá ésta decidirse en
legítimo ayuntamiento.40 De lo contrario
estamos a riesgo de que se nos acuse de
sediciosos por lo de este día, no pudiendo
alegar ninguna causa para justificar esta
reunión.41 Dicho esto, hizo retirar a todo el
concurso.
1
Después que cesó el tumulto,
convocando
Pablo
a
los
discípulos, y haciéndoles una
exhortación, se despidió, y puso
en camino para Macedonia.2 Recorridas
aquellas tierras, y habiendo exhortado a los
fieles con muchas pláticas, pasó a
Grecia,3 donde permaneció tres meses, y
estando para navegar a Siria, le armaron los
20
judíos una emboscada; por lo cual tomó la
resolución de volverse por Macedonia.4 Le
acompañaron Sópatro, hijo de Pirro,
natural de Berea, y los tesalonicenses
Aristarco y Segundo, con Gayo de Derbé y
Timoteo, y así mismo Tíquico y Trófimo
asiáticos,5 los cuales habiéndose adelantado,
nos esperaron en Tróade.6 Nosotros
después de los días de los ázimos, o Pascua,
nos hicimos a la vela desde Filipos, y en
cinco días nos juntamos con ellos en
Tróade, donde nos detuvimos siete
días.7 Mas como el primer día de la semana
nos hubiésemos congregado para partir, y
comer el pan eucarístico, Pablo, que había
de marchar al día siguiente, conferenciaba
con los oyentes y alargó la plática hasta la
medianoche.8 Es de advertir que en el
cenáculo o sala donde estábamos
congregados, había gran copia de luces.9 Y
sucedió que a un mancebo llamado Eutico,
estando sentado sobre una ventana, le
sobrecogió un sueño muy pesado, mientras
proseguía Pablo su largo discurso, y
vencido al fin del sueño, cayó desde el
tercer piso de la casa abajo, y le levantaron
muerto.10 Pero habiendo bajado Pablo, se
echó sobre él, y abrazándole, dijo: No os
asustéis, pues está vivo.11 Y subiendo luego
otra vez, partió el pan, y habiendo comido
y platicado todavía con ellos hasta el
amanecer, después se marchó.12 Al
jovencito le presentaron vivo a la vista de
todos, con lo cual se consolaron en
extremo.13 Nosotros,
embarcándonos,
navegamos al puerto de Asón, donde
debíamos recibir a Pablo, que así lo había
dispuesto él mismo, queriendo andar aquel
camino por tierra.14 Habiéndonos, pues,
alcanzado en Asón, tomándole en nuestra
nave, vinimos a Mitilene.15 Desde allí
haciéndonos a la vela, llegamos al día
siguiente delante de Quío, al otro día
aportamos a Samos, y en el día siguiente
desembarcamos en Mileto.16 Porque Pablo
se había propuesto no tocar en Éfeso, para
que no le detuviesen poco o mucho en
Asia, por cuanto se daba prisa con el fin de
celebrar, sí le fuese posible, el día de
Pentecostés en Jerusalén .17 Desde Mileto
envió a Éfeso a llamar a los ancianos, o
prelados, de la Iglesia.18 Venidos que
fueron, y estando todos juntos, les dijo:
Vosotros sabéis de qué manera me he
portado todo el tiempo que he estado con
vosotros, desde el primer día que entré en
el Asia,19 sirviendo al Señor con toda
humildad y entre lágrimas, en medio de las
adversidades que me han sobrevenido por
la conspiración de los judíos contra
mí;20 cómo nada de cuanto os era
provechoso, he omitido de anunciároslo y
enseñároslo en público y por las casas,21 y
en particular exhortando a los judíos y
gentiles a convertirse a Dios y a creer
sinceramente
en
nuestro
Señor
22
Jesucristo. Al presente constreñido del
Espíritu Santo yo voy a Jerusalén, sin saber
las cosas que me han de acontecer
allí;23 solamente puedo deciros que el
Espíritu Santo en todas las ciudades me
asegura y avisa que en Jerusalén me
aguardan cadenas y tribulaciones.24 Pero yo
ninguna de estas cosas temo; ni aprecio
más mi vida que a mí mismo, o a mi alma,
siempre que de esta suerte concluya
felizmente mi carrera, y cumpla el
ministerio que he recibido del Señor Jesús
para predicar la buena nueva de la gracia de
Dios.25 Ahora bien, yo sé que ninguno de
todos vosotros, por cuyas tierras he
discurrido predicando el reino de Dios me
volverá a ver.26 Por tanto os protesto en
este día, que yo no tengo la culpa de la
perdición de ninguno.27 Pues que no he
dejado de comunicaros todos los designios
de Dios.28 Velad sobre vosotros y sobre
toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os
ha instituido obispos, para apacentar o
gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado
él con su propia sangre.29 Porque sé que
después de mi partida os han de asaltar
lobos voraces, que destrocen el rebaño.30 Y
de entre vosotros mismos se levantarán
hombres que
sembrarán
doctrinas
perversas con el fin de atraerse a sí
discípulos.31 Por tanto estad alerta,
teniendo en la memoria que por espacio de
tres años no he cesado de día ni de noche
de amonestar con lágrimas a cada uno de
vosotros.32 Y ahora, por último, os
encomiendo a Dios, y a la palabra o
promesa de su gracia, a aquel que puede
acabar el edificio de vuestra salud, y
haceros participar de su herencia con todos
los santos.33 Yo no he codiciado ni recibido
de nadie plata, ni oro, ni vestido,
como34 vosotros mismos lo sabéis; porque
cuanto ha sido menester para mí y para mis
compañeros, todo me lo han suministrado
estas manos, con su trabajo.35 Yo os he
hecho ver en toda mi conducta, que
trabajando de esta suerte, es como se debe
sobrellevar a los débiles, y tener presente
las palabras del Señor Jesús, cuando dijo:
Mucho mayor dicha es el dar, que el
recibir.36 Concluido este razonamiento, se
puso de rodillas e hizo oración con todos
ellos.37 Y aquí comenzaron todos a
deshacerse en lágrimas; y arrojándose al
cuello de Pablo no cesaban de
besarle,38 afligidos sobre todo por aquella
palabra que había dicho, que ya no verían
más su rostro. Y de esta manera le fueron
acompañando hasta la nave.
1
Al fin nos hicimos a la vela
después de habernos con pena
separado de ellos, y navegamos
derechamente a la isla de Cos, y al
día siguiente a la de Rodas y de allí a
Pátara,2 en donde, habiendo hallado una
nave que pasaba a Fenicia, nos
embarcamos en ella y marchamos.3 Y
habiendo avistado a Chipre, dejándola a la
izquierda, continuamos nuestro rumbo
hacia la Siria, y arribamos a Tiro, en donde
había
de
dejar
la
nave
su
4
cargamento. Habiendo encontrado aquí
discípulos, nos detuvimos siete días; estos
discípulos, decían a Pablo, como
inspirados, que no subiese a Jerusalén
.5 Pero cumplidos aquellos días, nos
pusimos en camino, acompañándonos
todos con sus mujeres y niños hasta fuera
de la ciudad, y puestos de rodillas en la
ribera, hicimos oración.6 Despidiéndonos
unos de otros, entramos en la nave; y ellos
se volvieron a sus casas.7 Y concluyendo
nuestra navegación, llegamos de Tiro a
Tolemaida, donde abrazamos a los
hermanos, y nos detuvimos un día con
ellos.8 Partiendo al siguiente, llegamos a
Cesarea. Y entrando en casa de Felipe el
evangelista, que era uno de los siete
diáconos, nos hospedamos en ella.9 Tenía
éste
cuatro
hijas
vírgenes
21
profetisas.10 Deteniéndonos aquí algunos
días, sobrevino de la Judea cierto profeta,
llamado Agabo.11 El cual, viniendo a
visitarnos, cogió el ceñidor de Pablo, y
atándose con él los pies y las manos, dijo:
Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los
judíos en Jerusalén al hombre cuyo es este
ceñidor, y entregarle han en manos de los
gentiles.12 Lo que oído, rogábamos a Pablo,
así nosotros como los de aquel pueblo, que
no pasase a Jerusalén .13 A lo que
respondió, y dijo: ¿Qué hacéis con llorar y
afligir mi corazón? Porque yo estoy pronto,
no sólo a ser aprisionado, sino también a
morir en Jerusalén por el Nombre del
Señor Jesús .14 Y viendo que no podíamos
persuadírselo, dejamos de instarle más, y
dijimos: Hágase la voluntad del
Señor.15 Pasados estos días nos dispusimos
para el viaje, y nos encaminamos hacia
Jerusalén .16 Vinieron también con nosotros
algunos de los discípulos de Cesarea,
trayendo consigo un antiguo discípulo
llamado Mnasón, oriundo de Chipre, en
cuya
casa
habíamos
de
17
hospedarnos. Llegados a Jerusalén, nos
recibieron los hermanos con mucho
gozo.18 Al día siguiente fuimos con Pablo a
visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron
todos los ancianos, o presbíteros.19 Y
habiéndolos saludado, les contaba una por
una las cosas que Dios había hecho por su
ministerio entre los gentiles.20 Ellos, oído
esto, glorificaban a Dios, y después le
dijeron: Ya ves, hermano, cuántos millares
de judíos hay, que han creído, y que todos
son celosos de la observancia de la
ley.21 Ahora, pues, éstos han oído decir que
tú enseñas a los judíos que viven entre los
gentiles, a abandonar a Moisés, diciéndoles
que no deben circuncidar a sus hijos, ni
seguir las antiguas costumbres.22 ¿Qué es,
pues, lo que se ha de hacer? Sin duda se
reunirá toda esta multitud de gente, porque
luego han de saber que has venido.23 Por
tanto haz esto que vamos a proponerte:
aquí tenemos cuatro hombres con
obligación de cumplir un voto.24 Unido a
éstos, purifícate con ellos y hazles el gasto
en la ceremonia, a fin de que se hagan la
rasura de la cabeza: con eso sabrán todos,
que lo que han oído de ti es falso, antes
bien, que aun tú mismo continúas en
observar la ley.25 Por lo que hace a los
gentiles que han creído, ya les hemos
escrito, que habíamos decidido que se
abstuviesen de manjares ofrecidos a los
ídolos, y de sangre, y de animales
sofocados, y de la fornicación.26 Pablo,
pues, tomando consigo aquellos hombres,
se purificó al día siguiente con ellos y entró
en el templo, haciendo saber cuándo se
cumplían los días de su purificación, y
cuándo debía presentarse la ofrenda por
cada uno de ellos.27 Estando para cumplirse
los siete días, los judíos venidos de Asia,
habiendo visto a Pablo en el templo,
amotinaron todo el pueblo y le prendieron,
gritando:28 ¡Favor, israelitas!, éste es aquel
hombre que, sobre andar enseñando a
todos, en todas partes, contra la nación,
contra la ley, y contra este santo lugar, ha
introducido también a los gentiles en el
templo, y profanado este lugar santo.29 Y
era que habían visto andar con él por la
ciudad a Trófimo de Éfeso, al cual se
imaginaron que Pablo le había llevado
consigo al templo.30 Con esto se conmovió
toda la ciudad, y se amotinó el pueblo. Y
cogiendo a Pablo, le llevaron arrastrando
fuera del templo, cuyas puertas fueron
cerradas
inmediatamente.31 Mientras
estaban tratando de matarle, fue avisado el
tribuno de la cohorte de que toda Jerusalén
estaba alborotada.32 Al punto marchó con
los soldados y centuriones, y corrió a
donde estaban. Ellos al ver al tribuno y la
tropa,
cesaron
de
maltratar
a
33
Pablo. Entonces llegando el tribuno le
prendió, y le mandó asegurar con dos
cadenas, y preguntaba quién era, y qué
había hecho.34 Mas en aquel tropel de gente
quién gritaba una cosa, y quién otra. Y no
pudiendo averiguar lo cierto a causa del
alboroto, mandó que le condujesen a una
fortaleza.35 Al llegar a las gradas, fue preciso
que los soldados le llevasen en peso a causa
de la violencia del pueblo.36 Porque le
seguía
el
gentío
gritando:
¡Que
37
muera! Estando ya Pablo para entrar en la
fortaleza, dijo al tribuno: ¿No podré
hablarte dos palabras? A lo cual respondió
el tribuno: ¿Qué, sabes tú hablar en
griego?38 ¿Pues no eres tú el egipcio que los
días pasados excitó una sedición, y se llevó
al desierto cuatro mil salteadores?39 Le dijo
Pablo: Yo soy ciertamente judío, ciudadano
de Tarso en Cilicia, ciudad bien conocida.
Te suplico, pues, que me permitas hablar al
pueblo.40 Y concediéndoselo el tribuno,
Pablo poniéndose en pie sobre las gradas,
hizo señal con la mano al pueblo, y
siguiéndole a esto gran silencio, le habló así
en lengua hebrea:
1
¡Hermanos y padres míos!, oíd la
razón que voy a daros ahora de
mí.2 Al ver que les hablaba en
22
lengua hebrea redoblaron el silencio.3 Dijo,
pues: Yo soy judío, nacido en Tarso de
Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la
escuela de Gamaliel, e instruido por él
conforme a la verdad de la ley de nuestros
padres, y muy celoso de la misma ley, así
como ahora lo sois todos vosotros.4 Yo
perseguí de muerte a los de esta nueva
doctrina, aprisionando y metiendo en la
cárcel a hombres y a mujeres,5 como me
son testigos el sumo sacerdote y todos los
ancianos, de los cuales tomé así mismo
cartas para los hermanos de Damasco, e iba
allá para traer presos a Jerusalén a los de
esta secta que allí hubiese, a fin de que
fuesen castigados.6 Mas sucedió que, yendo
de camino, y estando ya cerca de Damasco
a hora de mediodía, de repente una luz
copiosa del cielo me cercó con sus
rayos.7 Y cayendo en tierra, oí una voz que
me decía: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me
persigues?8 Yo respondí: ¿Quién eres tú,
Señor? Y me dijo: Yo soy Jesús Nazareno,
a quien tú persigues.9 Los que me
acompañaban, aunque vieron la luz, no
entendieron bien la voz del que hablaba
conmigo.10 Yo dije: ¿Qué haré, Señor? Y el
Señor me respondió: Levántate, y ve a
Damasco, donde se te dirá todo lo que
debes hacer.11 Y como el resplandor de
aquella luz me hizo quedar ciego, los
compañeros me condujeron por la mano
hasta Damasco.12 Aquí un cierto Ananías,
varón justo según la ley, que tiene a su
favor el testimonio de todos los judíos, sus
conciudadanos,13 viniendo
a
mí,
y
poniéndoseme delante me dijo: hermano
mío, recibe la vista. Y al punto le vi ya
claramente.14 Dijo él entonces: El Dios de
nuestros padres te ha predestinado para
que conocieses su voluntad, y viese al justo
y oyeses la voz de su boca;15 porque has de
ser testigo suyo delante de todos los
hombres, de las cosas que has visto y
oído.16 Ahora, pues, ¿por qué te detienes?
Levántate, bautízate, y lava tus pecados,
invocando su Nombre.17 Sucedió después
que, volviendo yo a Jerusalén, y estando
orando en el templo, fui arrebatado en
éxtasis,18 y le vi que me decía: Date prisa, y
sal luego de Jerusalén ; porque éstos no
recibirán el testimonio que les dieres de
mí.19 Señor, respondí yo, ellos saben que yo
era el que andaba por las sinagogas,
metiendo en la cárcel y maltratando a los
que creían en ti;20 y mientras se derramaba
la sangre de tu testigo, o mártir, Esteban,
yo me hallaba presente, consintiendo en su
muerte y guardando la ropa de los que le
mataban.21 Pero el Señor me dijo: Anda,
que yo te quiero enviar lejos de aquí hacia
los gentiles.22 Hasta esta palabra la
estuvieron
escuchando;
mas
aquí
levantaron el grito diciendo: ¡Quita del
mundo a un tal hombre, que no es justo
que viva!23 Prosiguiendo ellos en sus
alaridos, y echando de sí enfurecidos sus
vestidos, y arrojando puñados de polvo al
aire,24 ordenó el tribuno que le metiesen en
la fortaleza, y que azotándole le
atormentasen, para descubrir por qué causa
gritaban tanto contra él.25 Ya que le
hubieron atado con las correas, dijo Pablo
al centurión que estaba presente: ¿Os es
lícito a vosotros azotar a un ciudadano
romano, y eso sin formarle causa?26 El
centurión, oído esto, fue al tribuno, y le
dijo: mira lo que haces; pues este hombre
es
ciudadano
romano.27 Llegándose
entonces el tribuno a él, le preguntó: Dime,
¿eres tú romano? Respondió él: Sí que lo
soy.28 A lo que replicó el tribuno: A mí me
costó una gran suma de dinero este
privilegio. Y Pablo dijo: Pues yo lo soy de
nacimiento .29 Al punto se apartaron de él
los que iban a darle el tormento. Y el
mismo tribuno entró en temor después que
supo que era ciudadano romano, y que le
había hecho atar.30 Al día siguiente
queriendo cerciorarse del motivo por qué le
acusaban los judíos, le quitó las prisiones, y
mandó juntar a los sacerdotes, con todo el
sanedrín, o consistorio, y sacando a Pablo
le presentó en medio de ellos.
1
Pablo entonces fijos los ojos en
el sanedrín les dijo: Hermanos
míos, yo hasta el día presente he
observado tal conducta, que en la
presencia de Dios nada me remuerde la
conciencia.2 En esto el príncipe de los
sacerdotes Ananías mandó a sus ministros
que le hiriesen en la boca.3 Entonces le dijo
Pablo: Herirte ha Dios a ti, pared
blanqueada. ¿Tú estás sentado para
juzgarme según la ley, y contra la ley
mandas herirme?4 Los circunstantes le
dijeron: ¿Cómo maldices tú al sumo
sacerdote de Dios?5 A esto respondió
Pablo: Hermanos, no sabía que fuese el
príncipe de los sacerdotes. Porque
realmente escrito está: No maldecirás al
príncipe de tu pueblo.6 Sabiendo Pablo que
parte de los que asistían eran saduceos y
parte fariseos, exclamó en medio del
sanedrín: Hermanos míos, yo soy fariseo,
hijo de fariseos y por causa de mi esperanza
de la resurrección de los muertos es por lo
23
que voy a ser condenado.7 Desde que hubo
proferido estas palabras, se suscitó
discordia entre los fariseos y saduceos, y se
dividió
la
asamblea
en
dos
8
partidos. Porque los saduceos dicen que
no hay resurrección, ni ángel ni espíritu;
cuando al contrario los fariseos confiesan
ambas cosas.9 Así que fue grande la gritería
que se levantó. Y puestos en pie algunos
fariseos, porfiaban, diciendo: Nada de malo
hallamos en este hombre; ¿quién sabe si le
habló algún espíritu o ángel?10 Y
enardeciéndose más la discordia, temeroso
el tribuno que despedazasen a Pablo,
mandó bajar a los soldados, para que le
quitasen de en medio de ellos, y le
condujesen a la fortaleza.11 A la noche
siguiente se le apareció el Señor, y le dijo:
¡Pablo, buen ánimo!, así como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, así conviene
también que lo des en Roma.12 Venido el
día se juntaron algunos judíos, e hicieron
voto con juramento e imprecación, de no
comer ni beber hasta haber matado a
Pablo.13 Eran más de cuarenta hombres los
que se habían así conjurado;14 los cuales se
presentaron a los príncipes de los
sacerdotes y a los ancianos, y dijeron:
Nosotros nos hemos obligado con voto y
grandes imprecaciones, a no probar bocado
hasta que matemos a Pablo.15 Ahora, pues,
no tenéis más que avisar al tribuno de parte
del sanedrín, pidiéndole que haga conducir
mañana a Pablo delante de vosotros, como
que tenéis que averiguar de él alguna cosa
con más certeza. Nosotros de nuestra parte
estaremos prevenidos para matarle antes
que llegue.16 Mas como un hijo de la
hermana de Pablo entendiese la trama, fue,
y entró en la fortaleza, y dio aviso a
Pablo.17 Pablo llamado a uno de los
centuriones, dijo: Lleva este mozo al
tribuno, porque tiene que participarle cierta
cosa.18 El centurión tomándole consigo le
condujo al tribuno, y dijo: Pablo el preso
me ha pedido que traiga a tu presencia a
este joven, que tiene que comunicarte
alguna cosa.19 El tribuno cogiendo de la
mano al mancebo, se retiró con él a solas, y
le preguntó: ¿Qué es lo que tienes que
comunicarme?20 El respondió: Los judíos
han acordado el suplicarte que mañana
conduzcas a Pablo al concilio, con pretexto
de querer examinarle más individualmente
de algún punto.21 Pero tú no los creas,
porque de ellos le tienen armadas
acechanzas más de cuarenta hombres, los
cuales con grandes juramentos han hecho
voto de no comer ni beber hasta que le
maten; y ya están alerta, esperando que tú
les concedas lo que piden.22 El tribuno
despidió al muchacho, mandándole que a
nadie dijese que había hecho aquella
delación.23 Y llamando a dos centuriones,
les dijo: Tened prevenidos para las nueve
de la noche doscientos soldados de
infantería, para que vayan a Cesarea, y
setenta de caballería, y doscientos
alabarderos, o lanceros:24 Y preparad
bagajes para que lleven a Pablo, y le
conduzcan sin peligro de su vida al
gobernador Félix.25 (Porque temió el
tribuno que los judíos le arrebatasen, y
matasen, y después él mismo padeciese la
calumnia de haberlo permitido, sobornado
con dinero). Y al mismo tiempo escribió
una carta al gobernador Félix, en los
términos siguientes:26 Claudio Lisias al
óptimo gobernador Félix, salud.27 A ese
hombre preso por los judíos, y a punto de
ser muerto por ellos, acudiendo con la
tropa le libré, noticioso de que era
ciudadano
romano;28 y
queriendo
informarme del delito de que le acusaban,
condújele a su sanedrín.29 Allí averigüé que
es acusado sobre cuestiones de su ley de
ellos; pero que no ha cometido ningún
delito digno de muerte o de prisión.30 Y
avisado después de que los judíos le tenían
urdidas acechanzas, te lo envío a ti,
previniendo también a sus acusadores que
recurran a tu tribunal. Ten salud.31 Los
soldados, pues, según la orden que se les
había dado, encargándose de Pablo, le
condujeron de noche a la ciudad de
Antipátrida.32 Al día siguiente dejando a los
de a caballo para que le acompañasen, se
volvieron
los
demás
a
la
33
fortaleza. Llegados que fueron a Cesarea,
y entregada la carta al gobernador, le
presentaron así mismo a Pablo.34 Luego
que leyó la carta, le preguntó de qué
provincia era, y oído que de Cilicia,
dijo:35 Te daré audiencia viniendo tus
acusadores. Entre tanto mandó que le
custodiasen en el pretorio llamado de
Herodes.
1
Al cabo de cinco días llegó a
Cesarea el sumo sacerdote
Ananías con algunos ancianos y
con un tal Tértulo orador, o
abogado, los cuales comparecieron ante el
gobernador contra Pablo.2 Citado Pablo,
empezó su acusación Tértulo, diciendo:
Como es por medio de ti, óptimo Félix,
que gozamos de una paz profunda, y con tu
previsión
remedias
muchos
24
desórdenes,3 nosotros lo reconocemos en
todas ocasiones y en todos lugares, y te
tributamos toda suerte de acciones de
gracias.4 Mas por no molestarte demasiado,
te suplico nos oigas por breves momentos
con
tu
acostumbrada
5
humanidad. Tenemos averiguado ser éste
un hombre pestilencial, que anda por todo
el mundo metiendo en confusión y
desorden a todos los judíos, y es el caudillo
de la sediciosa secta de los nazarenos.6 El
cual además intentó profanar el templo, y
por esto habiéndole preso, quisimos
juzgarle
según
nuestra
ley.7 Pero
sobreviniendo el tribuno Lisias, le arrancó a
viva fuerza de nuestras manos,8 mandando
que los acusadores recurriesen a ti; tú
mismo, examinándole como juez, podrás
reconocer la verdad de todas estas cosas de
que le acusamos.9 Los judíos confirmaron
por su parte lo dicho, atestiguando ser todo
verdad.10 Pablo, habiéndole hecho señal el
gobernador para que hablase, lo hizo en
estos términos: Sabiendo yo que ya hace
muchos años que tú gobiernas esta nación,
emprendo con mucha confianza el
justificarme.11 Bien fácilmente puedes
certificarte, de que no ha más de doce días
que llegué a Jerusalén, a fin de adorar a
Dios.12 Y nunca me han visto disputar con
nadie en el templo, ni amotinando la gente
de las sinagogas,13 o en la ciudad; ni pueden
alegarte prueba de cuantas cosas me acusan
ahora.14 Es verdad, y lo confieso delante de
ti, que siguiendo una doctrina, que ellos
tratan de herejía, yo sirvo al Padre y Dios
mío, creyendo todas las cosas, que se hallan
escritas
en
la
ley
y
en
los
15
profetas, teniendo firme esperanza en
Dios, como ellos también la tienen, que ha
de verificarse la resurrección de los justos y
de los pecadores.16 Por lo cual procuro yo
siempre conservar mi conciencia sin culpa
delante de Dios y delante de los
hombres.17 Ahora, después de muchos
años, vine a repartir limosnas a los de mi
nación, y a cumplir a Dios mis ofrendas y
votos.18 Y estando en esto, es cuando
algunos judíos de Asia me han hallado
purificado en el templo; mas no con
reunión de pueblo, ni con tumulto.19 Estos
judíos son los que habían de comparecer
delante de ti, y ser mis acusadores si algo
tenían que alegar contra mí:20 Pero ahora
digan estos mismos que me acusan, si,
congregados en el sanedrín, han hallado en
mí algún delito,21 a no ser que lo sea una
expresión con que exclamé en medio de
ellos, diciendo: Veo que por defender yo la
resurrección de los muertos me formáis
hoy vosotros causa.22 Félix, pues, que
estaba bien informado de esta doctrina,
difirió para otra ocasión el asunto,
diciendo: Cuando viniere de Jerusalén el
tribuno Lisias, os daré audiencia otra
vez.23 Entretanto mandó a un centurión
que custodiara a Pablo, teniéndole con
menos estrechez, y sin prohibir que los
suyos entrasen a asistirle.24 Algunos días
después volviendo Félix a Cesarea, y
trayendo a su mujer Drusila, la cual era
judía, llamó a Pablo, y le oyó explicar la fe
de Jesucristo.25 Pero inculcando Pablo la
doctrina de la justicia, de la castidad y del
juicio venidero, despavorido Félix le dijo:
Basta por ahora, retírate, que a su tiempo
yo te llamaré.26 Y como esperaba que Pablo
le daría dinero para conseguir la libertad,
por eso llamándole a menudo, conversaba
con él.27 Pasados dos años, Félix recibió
por sucesor a Porcio Festo; y queriendo
congraciarse con los judíos, dejó preso a
Pablo.
1
Llegado Festo a la provincia, tres
días después subió a Jerusalén
desde Cesarea.2 Se le presentaron
luego los príncipes de los
sacerdotes y los más distinguidos entre los
judíos, para acusar a Pablo, con una
petición3 en que le suplicaban por gracia
que le mandase conducir a Jerusalén,
tramando ellos una emboscada para
asesinarle en el camino.4 Mas Festo
respondió que Pablo estaba bien
custodiado en Cesarea, para donde iba a
partir él cuanto antes.5 Por tanto, los
principales, dijo, de entre vosotros, vengan
también a Cesarea, y acúsenle, si es reo de
algún crimen.6 En efecto, no habiéndose
detenido en Jerusalén más que ocho o diez
días, marchó a Cesarea, y al día siguiente,
sentándose en el tribunal, mandó
comparecer a Pablo.7 Luego que fue
presentado, le rodearon los judíos venidos
de Jerusalén, acusándole de muchos y
graves delitos, que no podían probar,8 y de
los cuales se defendía Pablo, diciendo: En
nada he pecado ni contra la ley de los
judíos, ni contra el templo, ni contra
César.9 Mas Festo queriendo congraciarse
con los judíos, respondiendo a Pablo, le
dijo: ¿Quieres subir a Jerusalén, y ser allí
juzgado ante mí?10 Respondió Pablo: Yo
estoy ante el tribunal de César, que es
donde debo ser juzgado; tú sabes muy bien
que yo no he hecho el menor agravio a los
judíos;11 que si en algo les he ofendido, o
25
he hecho alguna cosa por la que sea reo de
muerte, no rehúso morir; pero si no hay
nada de cuanto éstos me imputan, ninguno
tiene derecho para entregarme a ellos.
Apelo
a
César.12 Entonces
Festo,
habiéndolo tratado con los de su consejo,
respondió: ¿A César has apelado?, pues a
César irás.13 Pasados algunos días, bajaron a
Cesarea el rey Agripa y Berenice a visitar a
Festo.14 Y habiéndose detenido allí muchos
días, Festo habló al rey de la causa de
Pablo, diciendo: Aquí dejó Félix preso a un
hombre,15 sobre lo cual estando yo en
Jerusalén, recurrieron a mí los príncipes de
los sacerdotes y los ancianos de los judíos,
pidiendo que fuese condenado a
muerte.16 Yo les respondí que los romanos
no acostumbran condenar a ningún
hombre, antes que el acusado tenga
presentes a sus acusadores y lugar de
defenderse para justificarse de los
cargos.17 Habiendo, pues, ellos concurrido
acá sin dilación alguna, al día siguiente,
sentado yo en el tribunal, mandé traer ante
mí al dicho hombre.18 Compareciendo los
acusadores, vi que no le imputaban ningún
crimen de los que yo sospechaba fuese
culpado.19 Solamente tenían con él no sé
qué disputa tocante a su superstición
judaica, y sobre un cierto Jesús difunto, que
Pablo afirmaba estar vivo.20 Perplejo yo en
una causa de esta naturaleza, le dije si
quería ir a Jerusalén, y ser allí juzgado de
estas cosas.21 Mas interponiendo Pablo
apelación para que su causa se reservase al
juicio de Augusto, di orden para que se le
mantuviese en custodia, hasta remitirle a
César.22 Entonces dijo Agripa a Festo:
Desearía yo también oír a ese hombre.
Mañana, respondió Festo, le oirás.23 Con
eso al día siguiente, habiendo venido
Agripa y Berenice, con mucha pompa, y
entrando en la sala de la audiencia con los
tribunos y personas principales de la
ciudad, fue Pablo traído por orden de
Festo.24 El cual dijo: Rey Agripa, y todos
vosotros que os halláis aquí presentes, ya
veis a este hombre, contra quien todo el
pueblo de los judíos ha acudido a mí en
Jerusalén, representándome con grandes
instancias y clamores que no debe vivir
más.25 Mas yo he averiguado que nada ha
hecho que mereciese la muerte. Pero
habiendo él mismo apelado a Augusto he
determinado remitírsele.26 Bien que como
no tengo cosa cierta que escribir al Señor
acerca de él, por esto le he hecho venir a
vuestra presencia, mayormente ante ti, ¡oh
rey Agripa!, para que examinándole tenga
yo algo que escribir.27 Pues me parece cosa
fuera de razón el remitir a un hombre
preso, sin exponer los delitos de que se le
acusa.
1
Entonces Agripa dijo a Pablo: Se
te da licencia para hablar en tu
defensa.
Y
luego
Pablo
accionando con la mano, empezó
así su apología.2 Tengo a gran dicha mía,
¡oh rey Agripa!, el poder justificarme ante ti
en el día de hoy, de todos los cargos de que
me acusan los judíos.3 Mayormente
sabiendo tú todas las costumbres de los
judíos y las cuestiones que se agitan entre
ellos; por lo cual te suplico que me oigas
con paciencia.4 Y en primer lugar, por lo
que hace al tenor de vida, que observé en
Jerusalén, desde mi juventud entre los de
mi nación, es bien notorio a todos los
26
judíos.5 Sabedores son de antemano (si
quieren confesar la verdad) que yo,
siguiendo desde mis primeros años la secta
o profesión más segura de nuestra religión,
viví cual fariseo.6 Y ahora soy acusado en
juicio por la esperanza que tengo de la
promesa hecha por Dios a nuestros
padres,7 promesa
cuyo
cumplimiento
esperan nuestras doce tribus, sirviendo a
Dios noche y día. Por esta esperanza, ¡oh
rey!, soy acusado yo de los judíos.8 Pues
qué, ¿juzgáis acaso increíble que Dios
resucite a los muertos?9 Yo por mí estaba
persuadido de que debía proceder
hostilmente contra el Nombre de Jesús
Nazareno,10 como ya lo hice en Jerusalén,
donde no sólo metí a muchos de los santos,
o fieles, en las cárceles, con poderes que
para ello recibí de los príncipes de los
sacerdotes, sino que siendo condenados a
muerte
yo
di
también
mi
11
consentimiento. Y
andando
con
frecuencia por todas las sinagogas, los
obligaba a fuerza de castigos a blasfemar
del Nombre de Jesús, y enfurecido más
cada día contra ellos, los iba persiguiendo
hasta en las ciudades extranjeras.12 En este
estado, yendo un día a Damasco con
poderes y comisión de los príncipes de los
sacerdotes,13 siendo al mediodía, vi, ¡oh
rey!, en el camino una luz del cielo más
resplandeciente que el sol, la cual con sus
rayos me rodeó a mí y a los que iban
conmigo.14 Y habiendo todos nosotros
caído en tierra, oí una voz que me decía en
lengua hebrea: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me
persigues?; duro empeño es para ti el dar
coces contra el aguijón.15 Yo entonces
respondí: ¿Quién eres tú, Señor? Y el Señor
me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues.16 Pero levántate, y ponte en pie;
pues para esto te he aparecido, a fin de
constituirte ministro y testigo de las cosas
que has visto y de otra que te mostraré
apareciéndome a ti de nuevo.17 Y yo te
libraré de las manos de este pueblo y de los
gentiles, a los cuales ahora te envío,18 a
abrirles los ojos, para que se conviertan de
las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás
a Dios, y con esto reciban la remisión de
sus pecados, y tengan parte en la herencia
de los santos, mediante la fe en mí.19 Así
que, ¡oh rey Agripa!, no fui rebelde a la
visión celestial;20 antes bien empecé a
predicar primeramente a los judíos que
están en Damasco, y en Jerusalén, y por
todo el país de Judea, y después a los
gentiles, que hiciesen penitencia, y se
convirtiesen a Dios, haciendo dignas obras
de penitencia.21 Por esta causa los judíos
me prendieron, estando yo en el templo, e
intentaban matarme.22 Pero ayudado del
auxilio de Dios, he perseverado hasta el día
de hoy, testificando la verdad a grandes y a
pequeños, no predicando otra cosa más
que lo que Moisés y los profetas predijeron
que había de suceder,23 es a saber, que
Cristo había de padecer la muerte, y que
sería el primero que resucitaría de entre los
muertos, y había de mostrar la luz de la
buena nueva a este pueblo y a los
gentiles.24 Diciendo él esto en su defensa,
exclamó Festo: Pablo, tú estás loco: las
muchas letras te han trastornado el
juicio.25 Y Pablo le respondió: No deliro,
óptimo Festo, sino que hablo palabras de
verdad y de cordura.26 Que bien sabidas
son del rey estas cosas, y por lo mismo
hablo delante de él con tanta confianza,
bien persuadido de que nada de esto
ignora, puesto que ninguna de las cosas
mencionadas se ha ejecutado en algún
rincón oculto.27 ¡Oh rey Agripa! ¿Crees tú
en los profetas? Yo sé que crees en
ellos.28 A esto Agripa sonriéndose,
respondió a Pablo: Poco falta para que me
persuadas a hacerme cristiano.29 A lo que
contestó Pablo: Quiera Dios, como deseo,
que no solamente faltara poco, sino que no
faltara nada, para que tú y todos cuantos
me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy
yo, salvo estas cadenas.30 Aquí se
levantaron el rey, y el gobernador, y
Berenice, y los que les hacían la corte.31 Y
habiéndose retirado aparte hablaban entre
sí, y decían: En efecto, este hombre no ha
hecho cosa digna de muerte, ni de
prisión.32 Y Agripa dijo a Festo: Si no
hubiese ya apelado a César, bien se le
pudiera poner en libertad.
1
Luego, pues, que se determinó
que Pablo navegase a Italia, y que
fuese entregado con los demás
presos a un centurión de la
cohorte o legión augusta llamado
Julio,2 embarcándonos en una nave de
Adrumeto, nos hicimos a la vela,
empezando a costear las tierras de Asia,
acompañándonos
siempre
Aristarco,
3
macedonio de Tesalónica. El día siguiente
arribamos a Sidón; y Julio, tratando a Pablo
con humanidad, le permitió salir a visitar a
los amigos y proveerse de lo
necesario.4 Partidos de allí, fuimos bogando
por debajo de Chipre, por ser contrarios los
vientos.5 Y habiendo atravesado el mar de
Cilicia y de Panfilia, aportamos a Listra, o
27
Mira, de la Licia,6 donde el centurión,
encontrando una nave de Alejandría que
pasaba a Italia, nos trasladó a ella.7 Y
navegando por muchos días lentamente, y
arribando con trabajo enfrente de Gnido,
por estorbárnoslo el viento, costeamos a
Creta, por el cabo Salmón.8 Y doblado éste
con gran dificultad arribamos a un lugar
llamado Buenos Puertos, que está cercano a
la ciudad de Talasa.9 Pero habiendo gastado
mucho tiempo, y no siendo desde entonces
segura la navegación, por haber pasado ya
el tiempo del ayuno, Pablo los
amonestaba,10 diciéndoles: Yo conozco,
amigos, que la navegación comienza a ser
muy peligrosa y de mucho perjuicio, no
sólo para la nave y cargamento, sino
también para nuestras vidas.11 Pero el
centurión daba más crédito al piloto y al
patrón del barco, que a cuanto decía
Pablo.12 Mas como aquel puerto no fuese a
propósito para invernar, la mayor parte
fueron de parecer que nos hiciésemos a la
vela para ir a tomar invernadero, por poco
que se pudiese, en Fenice, puerto de Creta,
opuesto al ábrego y al poniente.13 Así, pues,
soplando el austro, figurándose salir ya con
su intento, levantando anclas en Asón, iban
costeando por la isla de Creta.14 Pero a
poco tiempo dio contra la nave un viento
tempestuoso,
llamado
15
nordeste. Arrebatada la nave, y no
pudiendo resistir el torbellino, éramos
llevados
a
merced
de
los
16
vientos. Arrojados con ímpetu hacia una
isleta, llamada Cauda, pudimos con gran
dificultad recoger el esquife.17 El cual
metido dentro, maniobraban los marineros
cuanto podían, asegurando y liando la nave,
temerosos de dar en algún banco de arena.
De esta suerte abajadas las velas y el mástil,
se dejaban llevar de las olas.18 Al día
siguiente,
como
nos
hallábamos
furiosamente combatidos por la tempestad,
echaron al mar el cargamento.19 Y tres días
después arrojaron con sus propias manos
las municiones y pertrechos de la
nave.20 Entretanto, había muchos días que
no se dejaban ver ni el sol, ni las estrellas, y
la borrasca era continuamente tan furiosa,
que ya habíamos perdido todas las
esperanzas de salvarnos.21 Entonces Pablo,
como había ya mucho tiempo que nadie
había tomado alimento, puesto en medio
de ellos, dijo: En verdad, compañeros, que
hubiera sido mejor, creyéndome a mí, no
haber salido de Creta, y excusar este
desastre y pérdida.22 Mas ahora os exhorto
a tener buen ánimo, pues ninguno de
vosotros se perderá, lo único que se
perderá será la nave.23 Porque esta noche se
me ha aparecido un ángel del Dios de quien
soy yo, y a quien sirvo,24 diciéndome: No
temas, Pablo, tú sin falta has de comparecer
ante César; y he ahí que Dios te ha
concedido la vida de todos los que navegan
contigo.25 Por tanto, compañeros, tened
buen ánimo, pues yo creo en Dios, que así
será, como se me ha prometido.26 Al fin
hemos de venir a dar en cierta isla.27 Mas
llegada la noche del día catorce, navegando
nosotros por el mar Adriático, los
marineros a eso de la medianoche
barruntaban hallarse a vista de tierra.28 Por
lo que tiraron la sonda, y hallaron veinte
brazas de agua; y poco más adelante sólo
hallaron ya quince.29 Entonces temiendo
cayésemos en algún escollo, echaron por la
popa cuatro anclas, aguardando con
impaciencia el día.30 Pero como los
marineros, intentando escaparse de la nave,
echasen al mar el bote salvavidas, con el
pretexto de ir a tirar las anclas un poco más
lejos por la parte de proa,31 dijo Pablo al
centurión y a los soldados: Si estos
hombres no permanecen en el navío,
vosotros no podéis salvaros.32 En la hora
los soldados cortaron las amarras del bote
salvavidas, y lo dejaron perder.33 Y al
empezar a ser de día, rogaba Pablo a todos
que tomasen alimento, diciendo: Hace hoy
catorce días que aguardando el fin de la
tormenta estáis sin comer, ni probar casi
nada.34 Por lo cual os ruego que toméis
algún alimento para vuestra conservación,
seguros de que no ha de perderse ni un
cabello de vuestra cabeza.35 Dicho esto,
tomando pan, dio gracias a Dios en
presencia de todos; y partiéndolo empezó a
comer.36 Con eso animados todos,
comieron también ellos.37 Éramos los
navegantes al todo doscientas setenta y seis
personas.38 Estando
ya
satisfechos,
aligeraban la nave, arrojando al mar el
trigo.39 Siendo ya día claro, no reconocían
qué tierra era la que descubrían; echaban sí
de ver cierta ensenada que tenía playa,
donde pensaban arrimar la nave, si
pudiesen.40 Alzadas, pues, las anclas, se
abandonaban a la corriente del mar,
aflojando al mismo tiempo las cuerdas de
las dos planchas del timón; y alzada la vela
del artimón, o de la popa, para tomar el
viento preciso, se dirigían hacia la
playa.41 Mas tropezando en una lengua de
tierra que tenía mar por ambos lados,
encalló la nave, quedando inmóvil la proa,
fija, o encallada, en el fondo, mientras la
popa iba abriéndose por la violencia de las
olas.42 Los soldados entonces deliberaron
matar a los presos, temerosos de que
alguno se escapase a nado.43 Pero el
centurión, deseoso de salvar a Pablo,
estorbó que lo hiciesen; y mandó que los
que supiesen nadar; saltasen primeros al
agua, y saliesen a tierra.44 A los demás, parte
los llevaron en tablas, y algunos sobre los
desechos que restaban del navío. Y así se
verificó, que todas las personas salieron
salvas a tierra.
1
Salvados
del
naufragio,
conocimos entonces que aquella
isla se llamaba Malta. Los bárbaros
por su parte nos trataron con
mucha
humanidad.2 Porque
luego
encendida una hoguera nos protegieron a
todos contra la lluvia que descargaba, y el
frío.3 Y habiendo recogido Pablo una
porción de sarmientos, y echándolos al
fuego, saltó una víbora huyendo del calor, y
le trabó de la mano.4 Cuando los bárbaros
vieron la víbora colgando de su mano, se
decían unos a otros: Este hombre sin duda
es algún homicida, pues que, habiéndose
salvado de la mar, la venganza divina no
quiere que viva.5 El, sacudiendo la víbora
en el fuego, no padeció daño alguno.6 Los
bárbaros, al contrario, se persuadían a que
se hincharía, y de repente caería muerto.
Mas después de aguardar largo rato,
reparando que ningún mal le acontecía,
cambiando de opinión, decían que era un
dios.7 En aquellas cercanías tenía unas
posesiones el príncipe de la isla, llamado
Publio,
el
cual,
acogiéndonos
benignamente, nos hospedó por tres días
28
con mucha humanidad.8 Y sucedió que,
hallándose el padre de Publio muy acosado
de fiebres y disentería, entró Pablo a verle,
y haciendo oración, e imponiendo sobre él
las manos, le curó.9 Después de este suceso
todos los que tenían enfermedades en
aquella isla acudían a él, y eran
curados;10 por cuyo motivo nos hicieron
muchas honras, y cuando nos embarcamos
nos proveyeron de todo lo necesario.11 Al
cabo de tres meses, nos hicimos a la vela en
una nave alejandrina, que había invernado
en aquella isla, y tenía la divisa de Cástor y
Pólux.12 Y habiendo llegado a Siracusa, nos
detuvimos allí tres días.13 Desde aquí
costeando las tierras de Sicilia, vinimos a
Regio; y al día siguiente soplando el sur, en
dos días nos pusimos en Puzol,14 donde
habiendo encontrado hermanos en Cristo,
nos instaron a que nos detuviésemos con
ellos siete días, después de los cuales nos
dirigimos a Roma.15 Sabiendo nuestra
venida los hermanos de esta ciudad,
salieron a recibirnos hasta el pueblo
llamado Foro Apio, y otros a Tres
Tabernas. A los cuales habiendo visto
Pablo, dio gracias a Dios, y cobró gran
ánimo.16 Llegados a Roma, se le permitió a
Pablo el estar de por sí en una casa con un
soldado de guardia.17 Pasados tres días
pidió a los principales de entre los judíos
que fuesen a verle. Luego que se juntaron,
les dijo: Yo hermanos míos, sin haber
hecho nada contra el pueblo, ni contra las
tradiciones de nuestros padres, fui preso en
Jerusalén y entregado en manos de los
romanos,18 los cuales después que me
hicieron los interrogatorios, quisieron
ponerme en libertad, visto que no hallaban
en mí causa de muerte.19 Mas, oponiéndose
los judíos, me vi obligado a apelar a César,
pero no con el fin de acusar en cosa alguna
a los de mi nación.20 Por este motivo, pues,
he procurado veros y hablaros, para que
sepáis que por la esperanza de Israel me
veo atado con esta cadena.21 A lo que
respondieron ellos: Nosotros ni hemos
recibido cartas de Judea acerca de ti, ni
hermano alguno venido de allá ha contado
o dicho mal de ti.22 Mas deseamos saber
cuáles son tus sentimientos; porque
tenemos noticia que esa tu secta halla
contradicción
en
todas
partes.23 Y
habiéndole señalado día para oírle, vinieron
en gran número a su alojamiento, a los
cuales predicaba el reino de Dios desde la
mañana hasta la noche, confirmando con
autoridades las proposiciones que sentaba,
y probándoles lo perteneciente a Jesús con
la ley de Moisés y con los profetas.24 Unos
creían las cosas que decía, otros no las
creían.25 Y no estando acordes entre sí, se
iban saliendo, sobre lo cual decía Pablo:
¡Oh, con cuánta razón habló el Espíritu
Santo a nuestros padres por el profeta
Isaías,26 diciendo: Ve a ese pueblo, y diles:
Oiréis con vuestros oídos, y no entenderéis;
y por más que viereis con vuestros ojos, no
miraréis!27 Porque embotando este pueblo
su corazón, ha tapado sus oídos, y apretado
las pestañas de sus ojos, de miedo que con
ellos vean y oigan con sus oídos, y
entiendan con el corazón, y así se
conviertan, y yo les dé la salud.28 Por tanto
tened entendido todos vosotros, que a los
gentiles es enviada esta salud de Dios, y
ellos la recibirán.29 Dicho esto, se apartaron
de él los judíos, teniendo grandes debates
entre sí.30 Y Pablo permaneció por espacio
de dos años enteros en la casa que había
alquilado, en donde recibía a cuantos iban a
verle,31 predicando el reino de Dios, y
enseñando con toda libertad, sin que nadie
se lo prohibiese, lo tocante a Nuestro Señor
Jesucristo.
SAN JUSTINO
DIÁLOGO CON TRIFÓN
(SELECCIÓN)
INTRODUCCIÓN
Además de replantear la relación entre poder espiritual y temporal, el cristianismo suscitó
interrogantes acerca de su propia plasticidad y estructura. La interrogante central que surgió
en el contexto inmediato fue la de la posibilidad de conciliar el conocimiento divino con el
conocimiento humano. A primera vista, parece que ambos reinos están escindidos. Incluso
pensadores inmediatos al cristianismo primitivo como Taciano (120 – 180 d. C.), o lejanos
como Kierkegaard (1813 – 1855 d. C.), se inclinaron por la vía del fideísmo.
El fideísmo, grosso modo, rechaza el acceso racional al conocimiento de lo divino. Es
decir, el único acceso a la divinidad es la fe. La antípoda racionalista del fideísmo es el
gnosticismo. Los pensadores gnósticos pensaban que los contenidos de la fe no eran sino
alegorías filosóficas. La razón podía abarcar —e, incluso, ir más allá de— los contenidos de
la fe.
El problema central seguía vigente: ¿qué papel debe guardar la fe frente a la ciencia y la
filosofía? Frente a la oposición entre fideísmo y gnosticismo, varios teólogos cristianos
argumentaron a favor de la armonía entre fe y razón. Entre ellos se encuentran Clemente de
Alejandría, san Justino Mártir y san Agustín de Hipona. El mundo medieval heredó este
espíritu y dio pie al surgimiento de las grandes universidades.
Además de la función conciliadora entre fe y razón, los primeros intelectuales cristianos
enfrentaron un problema de igual peso. Varias posturas intentaron reducir el cristianismo a
una vertiente del judaísmo o a una doctrina filosófica más. Frente a estos opositores, surgió
un nuevo estilo de hacer filosofía: la apologética. Los grandes apologistas se enfocaron en
marcar las diferencias y similitudes entre los contenidos de la fe. Por otro lado, retomaron la
tarea de mostrar al cristianismo como la religión verdadera.
El proceso de evangelización no se limitó a la exposición del Evangelio a los paganos,
también implicó el diálogo con las altas esferas de la cultura antigua. Gobernantes,
científicos y filósofos participaron en la discusión. Este proceso supuso también la
refutación de las herejías tempranas como el arrianismo, donatismo, pelagianismo y
gnosticismo.
Los primeros intelectuales cristianos enfrentaron todas estas dificultades, dedicando
obras extensas a su discusión filosófica. Si bien había cierta preocupación por aclarar los
contenidos de la fe, el núcleo de las discusiones tenía que ver más con la verdadera
naturaleza de la fe y el esfuerzo por darle forma a una iglesia cristiana.
San Justino mártir (c. 100 – 165 d. C.) fue uno de estos intelectuales. Su extensa obra
abarca varios escritos apologéticos, teológicos y algunos diálogos. El Diálogo con Trifón
representa una de las exposiciones más importantes del cristianismo primitivo, pues
presenta una postura conciliadora entre fe y razón que habría de heredar el cristianismo
posterior.
El diálogo plantea interrogantes acerca de la relación entre filosofía y religión. El gran
mérito de san Justino consiste en mostrar la compatibilidad y marcar los límites entre ambas.
ambas. No se ve en el desarrollo de la obra un rechazo tajante de las formas de conocimiento
distintas al cristianismo; pero tampoco se ve una subordinación absoluta, como ocurre con
algunos autores contemporáneos.
La actitud conciliadora entre fe y razón resultó ser determinante para el cristianismo
posterior y la cultura occidental. La Reforma protestante reaccionó, en parte, en contra de la
laxitud cristiana con la que se incorporaban elementos ajenos a la fe para la interpretación de la
Escritura.
CHAPTER I.—INTRODUCTION
While I was going about one morning in the walks of the Xystus, a certain man, with
others in his company, met me and said, “Hail, O philosopher!” And immediately after
saying this, he turned round and walked along with me; his friends likewise followed him.
And I in turn having addressed him, said, “What is there important?”
And he replied, “I was instructed,” says he “by Corinthus the Socratic in Argos, that I
ought not to despise or treat with indifference those who array themselves in this dress but
to show them all kindness, and to associate with them, as perhaps some advantage would
spring from the intercourse either to some such man or to myself. It is good, moreover, for
both, if either the one or the other be benefited. On this account, therefore, whenever I see
any one in such costume, I gladly approach him, and now, for the same reason, have I
willingly accosted you; and these accompany me, in the expectation of hearing for
themselves something profitable from you.”
“But who are you, most excellent man?” So I replied to him in jest.
Then he told me frankly both his name and his family. “Trypho,” says he, “I am called;
and I am a Hebrew of the circumcision, and having escaped from the war lately carried on
there I am spending my days in Greece, and chiefly at Corinth.”
“And in what,” said I, “would you be profited by philosophy so much as by your own
lawgiver and the prophets?”
“Why not?”, he replied. “Do not the philosophers turn every discourse on God? And do
not questions continually arise to them about His unity and providence? Is not this truly the
duty of philosophy, to investigate the Deity?”
“Assuredly,” said I, “so we too have believed. But the most have not taken thought of
this whether there be one or more gods, and whether they have a regard for each one of us
or no, as if this knowledge contributed nothing to our happiness; nay, they moreover
attempt to persuade us that God takes care of the universe with its genera and species, but
not of me and you, and each individually, since otherwise we would surely not need to pray
to Him night and day. But it is not difficult to understand the upshot of this; for
fearlessness and license in speaking result to such as maintain these opinions, doing and
saying whatever they choose, neither dreading punishment nor hoping for any benefit from
God. For how could they? They affirm that the same things shall always happen; and,
further, that I and you shall again live in like manner, having become neither better men nor
worse. But there are some others, who, having supposed the soul to be immortal and
immaterial, believe that though they have committed evil they will not suffer punishment
(for that which is immaterial is insensible), and that the soul, in consequence of its
immortality, needs nothing from God.”
And he, smiling gently, said, “Tell us your opinion of these matters, and what idea you
entertain respecting God, and what your philosophy is.”
CHAPTER II.—JUSTIN DESCRIBES HIS STUDIES IN PHILOSOPHY
“I will tell you,” said I, “what seems to me; for philosophy is, in fact, the greatest
possession, and most honourable before God, to whom it leads us and alone commends us;
and these are truly holy men who have bestowed attention on philosophy. What philosophy is,
however, and the reason why it has been sent down to men, have escaped the observation of
most; for there would be neither Platonists, nor Stoics, nor Peripatetics, nor Theoretics, nor
Pythagoreans, this knowledge being one. I wish to tell you why it has become many-headed. It
has happened that those who first handled it [i.e., philosophy], and who were therefore
esteemed illustrious men, were succeeded by those who made no investigations concerning
truth, but only admired the perseverance and self-discipline of the former, as well as the
novelty of the doctrines; and each thought that to be true which he learned from his teacher:
then, moreover, those latter persons handed down to their successors such things, and others
similar to them; and this system was called by the name of him who was styled the father of
the doctrine. Being at first desirous of personally conversing with one of these men, I
surrendered myself to a certain Stoic; and having spent a considerable time with him, when I
had not acquired any further knowledge of God (for he did not know himself, and said such
instruction was unnecessary), I left him and betook myself to another, who was called a
Peripatetic, and as he fancied, shrewd. And this man, after having entertained me for the first
few days, requested me to settle the fee, in order that our intercourse might not be
unprofitable. Him, too, for this reason I abandoned, believing him to be no philosopher at all.
But when my soul was eagerly desirous to hear the peculiar and choice philosophy, I came to a
Pythagorean, very celebrated—a man who thought much of his own wisdom. And then, when
I had an interview with him, willing to become his hearer and disciple, he said, ‘What then?
Are you acquainted with music, astronomy, and geometry? Do you expect to perceive any of
those things which conduce to a happy life, if you have not been first informed on those
points which wean the soul from sensible objects, and render it fitted for objects which
appertain to the mind, so that it can contemplate that which is honourable in its essence and
that which is good in its essence?’
Having commended many of these branches of learning, and telling me that they were
necessary, he dismissed me when I confessed to him my ignorance. Accordingly I took it
rather impatiently, as was to be expected when I failed in my hope, the more so because I
deemed the man had some knowledge; but reflecting again on the space of time during which I
would have to linger over those branches of learning, I was not able to endure longer
procrastination. In my helpless condition it occurred to me to have a meeting with the
Platonists, for their fame was great. I thereupon spent as much of my time as possible with one
who had lately settled in our city,—a sagacious man, holding a high position among the
Platonists,—and I progressed, and made the greatest improvements daily. And the perception
of immaterial things quite overpowered me, and the contemplation of ideas furnished my mind
with wings, so that in a little while I supposed that I had become wise; and such was my
stupidity, I expected forthwith to look upon God, for this is the end of Plato’s philosophy.
CHAPTER III.—JUSTIN NARRATES THE MANNER OF HIS
CONVERSION
“And while I was thus disposed, when I wished at one period to be filled with great
quietness, and to shun the path of men, I used to go into a certain field not far from the sea.
And when I was near that spot one day, which having reached I purposed to be by myself, a
certain old man, by no means contemptible in appearance, exhibiting meek and venerable
manners, followed me at a little distance. And when I turned round to him, having halted, I
fixed my eyes rather keenly on him.
“And he said, ‘Do you know me?’
“I replied in the negative.
“ ‘Why, then,’ said he to me, ‘do you so look at me?’
“ ‘I am astonished,’ I said, ‘because you have chanced to be in my company in the same
place; for I had not expected to see any man here.’
“And he says to me, ‘I am concerned about some of my household. These are gone away
from me; and therefore have I come to make personal search for them, if, perhaps, they
shall make their appearance somewhere. But why are you here?’ said he to me.
“ ‘I delight,’ said I, ‘in such walks, where my attention is not distracted, for converse with
myself is uninterrupted; and such places are most fit for philology.’
“ ‘Are you, then, a philologian,’ said he, ‘but no lover of deeds or of truth? And do you
not aim at being a practical man so much as being a sophist?’
“ ‘What greater work,’ said I, ‘could one accomplish than this, to show the reason which
governs all, and having laid hold of it, and being mounted upon it, to look down on the
errors of others, and their pursuits? But without philosophy and right reason, prudence
would not be present to any man. Wherefore it is necessary for every man to philosophize,
and to esteem this the greatest and most honourable work; but other things only of secondrate or third-rate importance, though, indeed, if they be made to depend on philosophy,
they are of moderate value, and worthy of acceptance; but deprived of it, and not
accompanying it, they are vulgar and coarse to those who pursue them.’
“ ‘Does philosophy, then, make happiness?’ said he, interrupting.
“ ‘Assuredly,’ I said, ‘and it alone.’
“ ‘What, then, is philosophy?’ he says; ‘and what is happiness? Pray tell me, unless
something hinders you from saying.’
“ ‘Philosophy, then,’ said I, ‘is the knowledge of that which really exists, and a clear
perception of the truth; and happiness is the reward of such knowledge and wisdom.’
“ ‘But what do you call God?’ said he.
“ ‘That which always maintains the same nature, and in the same manner, and is the cause
of all other things —that, indeed, is God.’ So I answered him; and he listened to me with
pleasure, and thus again interrogated me:
“ ‘Is not knowledge a term common to different matters? For in arts of all kinds, he who
knows any one of them is called a skillful man in the art of generalship, or of ruling, or of
healing equally. But in divine and human affairs it is not so. Is there a knowledge which affords
understanding of human and divine things, and then a thorough acquaintance with the divinity
and the righteousness of them?’
“ ‘Assuredly,’ I replied.
“ ‘What, then? Is it in the same way we know man and God, as we know music, and
arithmetic, and astronomy, or any other similar branch?’
“ ‘By no means,’ I replied.
“ ‘You have not answered me correctly, then,’ he said; ‘for some [branches of knowledge]
come to us by learning, or by some employment, while of others we have knowledge by sight.
Now, if one were to tell you that there exists in India an animal with a nature unlike all others,
but of such and such a kind, multiform and various, you would not know it before you saw it;
but neither would you be competent to give any account of it, unless you should hear from
one who had seen it.’
“ ‘Certainly not,’ I said.
“ ‘How then,’ he said, ‘should the philosophers judge correctly about God, or speak any
truth, when they have no knowledge of Him, having neither seen Him at any time, nor heard
Him?’
“ ‘But, father,’ said I, ‘the Deity cannot be seen merely by the eyes, as other living beings
can, but is discernible to the mind alone, as Plato says; and I believe him.’
CHAPTER IV.—THE SOUL OF ITSELF CANNOT SEE GOD
“ ‘Is there then,’ says he, ‘such and so great power in our mind? Or can a man not perceive
by sense sooner? Will the mind of man see God at any time, if it is uninstructed by the Holy
Spirit?’
“ ‘Plato indeed says,’ replied I, ‘that the mind’s eye is of such a nature, and has been given
for this end, that we may see that very Being when the mind is pure itself, who is the cause of
all discerned by the mind, having no colour, no form, no greatness—nothing, indeed, which
the bodily eye looks upon; but It is something of this sort, he goes on to say, that is beyond all
essence, unutterable and inexplicable, but alone honourable and good, coming suddenly into
souls well-dispositioned, on account of their affinity to and desire of seeing Him.’
“ ‘What affinity, then,’ replied he, ‘is there between us and God? Is the soul also divine and
immortal, and a part of that very regal mind? And even as that sees God, so also is it attainable
by us to conceive of the Deity in our mind, and thence to become happy?’
“ ‘Assuredly,’ I said.
“ ‘And do all the souls of all living beings comprehend Him?’ he asked; ‘or are the souls
of men of one kind and the souls of horses and of asses of another kind?’
“ ‘No; but the souls which are in all are similar,’ I answered.
“ ‘Then,’ says he, ‘shall both horses and asses see, or have they seen at some time or
other, God?’
“ ‘No,’ I said; ‘for the majority of men will not, saving such as shall live justly, purified by
righteousness, and by every other virtue.’
“ ‘It is not, therefore,’ said he, ‘on account of his affinity, that a man sees God, nor
because he has a mind, but because he is temperate and righteous?’
“ ‘Yes,’ said I; ‘and because he has that whereby he perceives God.’
“ ‘What then? Do goats or sheep injure any one?’
“ ‘No one in any respect,’ I said.
“ ‘Therefore these animals will see [God] according to your account,’ says he.
“ ‘No; for their body being of such a nature, is an obstacle to them.’
“He rejoined, ‘If these animals could assume speech, be well assured that they would
with greater reason ridicule our body; but let us now dismiss this subject, and let it be
conceded to you as you say. Tell me, however, this: Does the soul see [God] so long as it is
in the body, or after it has been removed from it?’
“ ‘So long as it is in the form of a man, it is possible for it,’ I continue, ‘to attain to this
by means of the mind; but especially when it has been set free from the body, and being
apart by itself, it gets possession of that which it was wont continually and wholly to love.’
“ ‘Does it remember this, then [the sight of God], when it is again in the man?’
“ ‘It does not appear to me so,’ I said.
“ ‘What, then, is the advantage to those who have seen [God]? Or what has he who has
seen more than he who has not seen, unless he remembers this fact, which he has seen?’
“ ‘I cannot tell,’ I answered.
“ ‘And what do those suffer who are judged to be unworthy of this spectacle?’ said he.
“ ‘They are imprisoned in the bodies of certain wild beasts, and this is their punishment.’
“ ‘Do they know, then, that it is for this reason they are in such forms, and that they
have committed some sin?’
“ ‘I do not think so.’
“ ‘Then these reap no advantage from their punishment, as it seems: moreover, I would
say that they are not punished unless they are conscious of the punishment.’
“ ‘No indeed.’
“ ‘Therefore souls neither see God nor transmigrate into other bodies; for they would
know that so they are punished, and they would be afraid to commit even the most trivial
sin afterwards. But that they can perceive that God exists, and that righteousness and piety
are honorable, I also quite agree with you,’ said he.
“ ‘You are right,’ I replied.
CHAPTER V.—THE SOUL IS NOT IN ITS OWN NATURE IMMORTAL
“ ‘These philosophers know nothing, then, about these things; for they cannot tell what a
soul is.’
“ ‘It does not appear so.’
“ ‘Nor ought it to be called immortal; for if it is immortal, it is plainly unbegotten.’
“ ‘It is both unbegotten and immortal, according to some who are styled Platonists.’
“ ‘Do you say that the world is also unbegotten?’
“ ‘Some say so. I do not, however, agree with them.’
“ ‘You are right; for what reason has one for supposing that a body so solid, possessing
resistance, composite, changeable, decaying, and renewed every day, has not arisen from some
cause? But if the world is begotten, souls also are necessarily begotten; and perhaps at one time
they were not in existence, for they were made on account of men and other living creatures, if
you will say that they have been begotten wholly apart, and not along with their respective
bodies.’
“ ‘This seems to be correct.’
“ ‘They are not, then, immortal?’
“ ‘No; since the world has appeared to us to be begotten.’
“ ‘But I do not say, indeed, that all souls die; for that were truly a piece of good fortune to
the evil. What then? The souls of the pious remain in a better place, while those of the unjust
and wicked are in a worse, waiting for the time of judgment. Thus some which have appeared
worthy of God never die; but others are punished so long as God wills them to exist and to be
punished.’
“ ‘Is what you say, then, of a like nature with that which Plato in Timæus hints about the
world, when he says that it is indeed subject to decay, inasmuch as it has been created, but that
it will neither be dissolved nor meet with the fate of death on account of the will of God?
Does it seem to you the very same can be said of the soul, and generally of all things? For
those things which exist after God, or shall at any time exist, these have the nature of decay,
and are such as may be blotted out and cease to exist; for God alone is unbegotten and
incorruptible, and therefore He is God, but all other things after Him are created and
corruptible. For this reason souls both die and are punished: since, if they were unbegotten,
they would neither sin, nor be filled with folly, nor be cowardly, and again ferocious; nor
would they willingly transform into swine, and serpents, and dogs and it would not indeed be
just to compel them, if they be unbegotten. For that which is unbegotten is similar to, equal to,
and the same with that which is unbegotten; and neither in power nor in honor should the one
be preferred to the other, and hence there are not many things which are unbegotten: for if
there were some difference between them, you would not discover the cause of the difference,
though you searched for it; but after letting the mind ever wander to infinity, you would at
length, wearied out, take your stand on one Unbegotten, and say that this is the Cause of all.
Did such escape the observation of Plato and Pythagoras, those wise men,’ I said, ‘who
have been as a wall and fortress of philosophy to us?’
CHAPTER VI.—THESE THINGS WERE UNKNOWN TO PLATO AND
OTHER PHILOSOPHERS
“ ‘It makes no matter to me,’ said he, ‘whether Plato or Pythagoras, or, in short, any
other man held such opinions. For the truth is so; and you would perceive it from this. The
soul assuredly is or has life. If, then, it is life, it would cause something else, and not itself,
to live, even as motion would move something else than itself. Now, that the soul lives, no
one would deny. But if it lives, it lives not as being life, but as the partaker of life; but that
which partakes of anything, is different from that of which it does partake. Now the soul
partakes of life, since God wills it to live. Thus, then, it will not even partake [of life] when
God does not will it to live. For to live is not its attribute, as it is God’s; but as a man does
not live always, and the soul is not for ever conjoined with the body, since, whenever this
harmony must be broken up, the soul leaves the body, and the man exists no longer; even
so, whenever the soul must cease to exist, the spirit of life is removed from it, and there is
no more soul, but it goes back to the place from whence it was taken.’
CHAPTER VII.—THE KNOWLEDGE OF TRUTH TO BE SOUGHT FROM
THE PROPHETS ALONE
“ ‘Should any one, then, employ a teacher?’ I say, ‘or whence may anyone be helped, if not
even in them there is truth?’
“ ‘There existed, long before this time, certain men more ancient than all those who are
esteemed philosophers, both righteous and beloved by God, who spoke by the Divine
Spirit, and foretold events which would take place, and which are now taking place. They
are called prophets. These alone both saw and announced the truth to men, neither
reverencing nor fearing any man, not influenced by a desire for glory, but speaking those
things alone which they saw and which they heard, being filled with the Holy Spirit. Their
writings are still extant, and he who has read them is very much helped in his knowledge of
the beginning and end of things, and of those matters which the philosopher ought to
know, provided he has believed them. For they did not use demonstration in their treatises,
seeing that they were witnesses to the truth above all demonstration, and worthy of belief;
and those events which have happened, and those which are happening, compel you to
assent to the utterances made by them, although, indeed, they were entitled to credit on
account of the miracles which they performed, since they both glorified the Creator, the
God and Father of all things, and proclaimed His Son, the Christ [sent] by Him: which,
indeed, the false prophets, who are filled with the lying unclean spirit, neither have done nor
do, but venture to work certain wonderful deeds for the purpose of astonishing men, and
glorify the spirits and demons of error. But pray that, above all things, the gates of light may be
opened to you; for these things cannot be perceived or understood by all, but only by the man
to whom God and His Christ have imparted wisdom.’
CHAPTER VIII.—JUSTIN BY HIS COLLOQUY IS KINDLED WITH LOVE
TO CHRIST
“When he had spoken these and many other things, which there is no time for mentioning
at present, he went away, bidding me attend to them; and I have not seen him since. But
straightway a flame was kindled in my soul; and a love of the prophets, and of those men who
are friends of Christ, possessed me; and whilst revolving his words in my mind, I found this
philosophy alone to be safe and profitable. Thus, and for this reason, I am a philosopher.
Moreover, I would wish that all, making a resolution similar to my own, do not keep
themselves away from the words of the Saviour. For they possess a terrible power in
themselves, and are sufficient to inspire those who turn aside from the path of rectitude with
awe; while the sweetest rest is afforded those who make a diligent practice of them. If, then,
you have any concern for yourself, and if you are eagerly looking for salvation, and if you
believe in God, you may—since you are not indifferent to the matter —become acquainted
with the Christ of God, and, after being initiated, live a happy life.”
When I had said this, my beloved friends, those who were with Trypho laughed; but he,
smiling, says, “I approve of your other remarks, and admire the eagerness with which you
study divine things; but it were better for you still to abide in the philosophy of Plato, or of
some other man, cultivating endurance, self-control, and moderation, rather than be deceived
by false words, and follow the opinions of men of no reputation. For if you remain in that
mode of philosophy, and live blamelessly, a hope of a better destiny were left to you; but when
you have forsaken God, and reposed confidence in man, what safety still awaits you? If, then,
you are willing to listen to me (for I have already considered you a friend), first be circumcised,
then observe what ordinances have been enacted with respect to the Sabbath, and the feasts,
and the new moons of God; and, in a word, do all things which have been written in the law:
and then perhaps you shall obtain mercy from God. But Christ —if He has indeed been born,
and exists anywhere—is unknown, and does not even know Himself, and has no power until
Elias come to anoint Him, and make Him manifest to all. And you, having accepted a
groundless report, invent a Christ for yourselves, and for his sake are inconsiderately
perishing.”
V. LA MADURACIÓN DEL
CRISTIANISMO
SAN AGUSTÍN
CONFESIONES
(SELECCIÓN)
INTRODUCCIÓN
Pocos teólogos han tenido una influencia tan extensa como Agustín de Hipona (354 –
430 d. C.). Incluso pensadores contemporáneos no cristianos han recibido el influjo de la
filosofía agustiniana. Para la tradición medieval, san Agustín se convirtió en una de las
autoridades centrales en temas de teología. Sus obras fueron una referencia inevitable en las
discusiones teológicas posteriores a él.
Las Confesiones es una de las obras más leídas de la historia, incluso por personas no
cristianas. Esto porque se considera una de las primeras autobiografías disponibles, además
de ser uno de los pocos accesos a la filosofía neoplatónica. Los especialistas advierten, sin
embargo, que hay que tomar varias precauciones al aproximarse al pensamiento agustiniano
en las Confesiones.
La primera precaución consiste en saber que las Confesiones no son una narración
exhaustiva de la vida de san Agustín. La finalidad de la narrativa agustiniana no es relatar la
totalidad de sus vivencias, sino su búsqueda de Dios.
El lector también debe estar prevenido acerca de la formación retórica de Agustín. La
obra no sigue un orden del todo lógico. Podrá sorprender, por ejemplo, la diversidad de
temas que se desarrollan en una obra supuestamente autobiográfica. Ejemplo de ello es la
caracterización del tiempo en el libro XI. Por otro lado, también hay temas que podrían
considerarse ajenos a una obra teológica. Tal es el caso de la ruptura amorosa narrada en el
libro VI.
Estos aparentes desatinos deben interpretarse a la luz de una tesis central y en la que el
santo de Hipona es pionero: la interioridad como el acceso a lo divino. La narrativa de las
Confesiones adquiere un tono cada vez más espiritual. Entonces se aprecia la estrategia
argumentativa de Agustín. Lo que busca mostrar es el deseo del alma de alcanzar la
trascendencia y superar los límites materiales.
Este énfasis en la interioridad es una de las interpretaciones más novedosas del
cristianismo y una de las manifestaciones más claras de cómo la filosofía puede colaborar
con la fe. La influencia neoplatónica se ve en la interpretación de la narrativa interior como
la búsqueda de trascendencia.
La filosofía agustiniana resultó determinante para el espíritu medieval. No sólo por la
autoridad intelectual con la que fue investida, sino también por dar forma a la
argumentación teológica y la exégesis bíblica. Esta actitud frente a posturas distintas al
cristianismo no es de rechazo absoluto, como podría pensarse. Más bien consiste
esencialmente en el diálogo y el intento de conciliación.
I, 6
Permitid, Señor, que no obstante ser yo polvo y ceniza, hable delante de vuestra
misericordia. Permitidme hablar, Señor, pues a vuestra misericordia hablo y no a los hombres,
que harían burla y se reirían de mí. Y si acaso os riereis Vos también, estoy muy cierto de que
lo convertirías en provecho mío, volviendo a tener misericordia de mí.
Pero ¿qué es lo que yo intento deciros, Dios y Señor mío, sino que ignoro de dónde haya
venido a esta vida, que no sé si la llame vida mortal o muerte vital? Aquí estaban ya para
recibirme los consuelos y favores de vuestra misericordia, según oí de los padres que me
engendraron y de quien hicisteis que yo naciera, porque a mí no me ha quedado especie alguna
de lo que entonces pasó. Recibiéronme, pues, los consuelos y favores que me previno vuestra
misericordia, proveyéndome y surtiéndome de la leche que había de mamar y necesitaba para
mi sustento. Porque ni mi madre ni las amas que me criaban se llenaban los pechos a sí
mismas, sino que Vos, Dios mío, erais quien se los llenaba, ministrándome por medio de ellas
el alimento propio de mi infancia, según las determinaciones de vuestra providencia, que surte
abundantísimamente de cuanto es necesario a todas las criaturas.
También era don vuestro el que yo no quisiese más que aquello que me dabais; y que las
amas que me criaban quisiesen también darme lo que para mí les dabais: como efectivamente
lo hacían, dándome con mucho afecto y amor bien ordenado lo que habían recibido de Vos
con abundancia. Porque era bueno y conveniente para ellas darme aquel mismo bien que de
ellas recibía; aunque, a la verdad, no de ellas sino de Vos me venía aquel bien por ministerio de
ellas: porque todos los bienes, sean corporales o espirituales, vienen siempre de Vos, Dios y
Señor mío, de quien depende toda la salud y felicidad de mi cuerpo y alma: como lo advertí
después, reflexionando la multitud de beneficios que interior y exteriormente me habéis hecho,
que son tantas voces que me habéis dado para que lo reconozca. Mas por entonces lo que yo
sabía era mamar, y entretenerme con las cosas que me eran agradables; y llorar y disgustarme
con las que me eran incómodas y molestas: esto era lo que sabía, y nada más.
Después también comencé a reír: primeramente mientras estaba dormido, y después
también reía estando despierto. Así me han contado, y yo lo he creído, porque lo mismo
vemos en los otros niños; pues yo no me acuerdo de estas cosas.
Poco a poco iba también conociendo dónde estaba, y procuraba manifestar mi voluntad y
deseos a los que podían cumplírmelos; pero no podía manifestárselos bien, porque mis deseos
estaban dentro de mí, y aquellas personas estaban fuera; y por ninguno de sus sentidos podían
recibir ni penetrar el interior de mi alma. Por eso me agitaba, daba voces, y hacía aquellas pocas
señas y ademanes que podía, para significar mis deseos interiores; a los cuales no se parecían ni
eran bastante semejantes mis ademanes y acciones. Y cuando no me daban los gustos que
pedía, o por no haberme entendido, o porque no me hiciese daño, me indignaba con mis
mayores porque no me obedecían, y con las personas libres porque no se me sujetaban y
servían, y me vengaba de todos con llorar. Lo mismo he visto que hacen todos los niños que
yo he podido observar: y que yo fui también como ellos, mejor me lo han dado a entender los
mismos niños que lo ignoran, que los que me criaron, que lo saben.
Pues he aquí que mi infancia murió hace ya mucho tiempo y, no obstante, yo todavía estoy
vivo; pero Vos, Señor, sois el único que siempre vive y en quien nada muere, porque vuestro
ser es antes del principio de los siglos, y antes de todo cuanto se puede decir antes. Vos sois el
Dios y Señor de todo lo que criaseis, en Vos están permanentes e inmutables las causas y
principios de todas las cosas mudables y transitorias; en Vos viven inalterables y eternas las
ideas y razones de todas las criaturas temporales y destituidas de razón.
Yo os confieso y alabo, soberano Señor del cielo y de la tierra, por aquellos primeros
principios de mi vida y de mi infancia, de que no me acuerdo: lo cual quisisteis que los
hombres lo infiriesen y conjeturasen de lo que ven y experimentan que sucede a los otros, y
creyesen muchas cosas de sí mismos, solamente por la autoridad de aquellas mujeres que los
asistieron en aquella edad.
Yo entonces verdaderamente ya tenía algún ser, y también tenía vida; y al írseme acabando
aquella edad de mi infancia, buscaba indicios y señas con que darme a entender a otros, y
hacerles conocer mis pensamientos y deseos. ¿Quién sino Vos, Dios mío, había de ser el autor
de una tal criatura? ¿Por ventura puede alguno ser la causa o artífice de sí mismo?, ¿o hay algún
otro conducto por donde se nos comunique el ser y la vida fuera de Vos, que nos hacéis y
formáis, y en quien el ser y el vivir no son dos cosas realmente distintas, sino que Vos mismo
sois la suma vida y el sumo ser?
Sumo sois, y no sois capaz de mutación; ni este día, que para nosotros pasa y se hace
sucesivamente, pasa también para Vos, no obstante que él está en Vos, donde están todas las
cosas, porque no tuvieran camino alguno por donde ir pasando si no estuvieran contenidas en
Vos. Como vuestros años no pasan ni se acaban, por eso todos ellos no son más que un día presente
siempre continuo. ¿Cuánta multitud de días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por
ese vuestro día siempre presente, y de él tomaron su modo de existir, y efectivamente
existieron a su modo, y todavía han de pasar por él otros muchos que tomarán de él su modo
de ser sucesivamente, y existirán y serán según su modo?
Pero Vos, Señor, siempre sois el mismo; y todas las cosas que han de ser mañana y en los
demás días adelante, y todas las que fueron ayer y en los demás días antecedentes, en
ese hoy vuestro las haréis, y en ese hoy las habéis hecho.
¿Qué importará si alguno no entendiere esto que digo? Alégrese él, no obstante, y exclame
diciendo: ¡Qué misterio tan grande será ése! Alégrese, vuelvo a decir, aunque no lo entienda bien; y
quiera más hallaros sin entenderlo, que entenderlo sin hallaros.
I, 13
Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y
no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aun ahora no he podido acabar de averiguar
el motivo.
Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que
podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman
gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y
contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.
Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida,
por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es como un soplo de
aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor
y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora,
ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a
que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas
olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas
se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me
daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida.
¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no
tenía lástima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su
grande amor a Eneas, no llorando mi propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío,
luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la
capacidad de mi entendimiento?
No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas
partes oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese
apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera
en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.
No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mató a sí
misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos,
y portándome como terreno en tener puesta mi afición en cosas de la tierra. Y estaba tan
aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría
mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes
locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras; y su
estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.
Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad
diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera. Porque a la
verdad yo más quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y las demás
historietas a este modo, que el escribir y leer.
Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o
cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fábulas ocultan, cuanto
para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.
No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra
presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las
erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el
camino de vuestras santas leyes y preceptos.
No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y
reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a
Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que
saben algo más, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe
el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y
conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados
por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les
preguntara cuál sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u
olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no
estuviese olvidado enteramente de sí mismo?
Luego siendo un muchacho hacía yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas
cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba
mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mi repugnancia a los primeros
principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo
mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un pasaje
muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y
la sombra de Creúsa.
I, 14
Pues ¿cómo aborrecía yo también la gramática griega, que enseña estas y semejantes
fábulas?, porque Homero verdaderamente es destrísimo en tejer estas ficciones, y es
dulcísimamente vano; y no obstante, era bien amargo para mí cuando muchacho. Yo creo que
lo mismo les sucederá respecto de Virgilio a los muchachos griegos de nacimiento cuando los
obliguen a aprenderle, como a mí me obligaban a aprender a Homero.
Esto debía consistir en que la gran dificultad que generalmente hay en aprender una lengua
extraña servía de amarga hiel con que se rociaban todas las dulzuras que yo hallaba en la
narración de las fábulas griegas. Pues cuando aún no sabía palabra de aquel idioma, me
obligaban con terribles amenazas y crueles castigos a que le aprendiera.
Es verdad que también durante algún tiempo de mi infancia estuve sin saber palabra alguna
de la lengua latina; y con todo eso solamente de oírla hablar la aprendí (sin que me hostigasen
con miedos ni tormentos), entre los halagos y caricias de las amas, y entre las chanzas y juegos
de los que me entretenían o se divertían conmigo. Pero si la aprendí, sin que ninguno me
estimulase con castigos ni amenazas, fue porque mi mismo corazón me obligaba a que
manifestase sus interiores afectos; lo que no pudiera hacer si no hubiera aprendido algunas
palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban en mi presencia, en cuyos
oídos procuraba yo también ir pariendo a mi modo mis conceptos. De donde se infiere que
para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia.
Pero ya conozco, Dios mío, que es voluntad vuestra serviros de este freno para reprimir el
exceso de aquella curiosidad, siendo éste uno de los efectos de vuestras leyes y
determinaciones, que comprenden y abrazan todas las edades de los hombres, desde las
palmetas que sufren los niños de mano de sus maestros, hasta las torturas que padecen de los
tiranos los mártires; y de este modo vuestras divinas leyes nos hacen volver a Vos, porque van
mezclando saludables amarguras en los mismos deleites ponzoñosos que nos habían apartado
de Vos.
I, 17
Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los
desatinos en que lo ejercitaba.
Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante
desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a
que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues,
por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía
impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno
las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos
en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más
alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos de ira y
sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que
había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna
las sentencias.
Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir
lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y
condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor
en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de
que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi
corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a
ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno
solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.
IV, 2
Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y
dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien
sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente
se llaman buenos, a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no
para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez
al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino
tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los
que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.
En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio,
sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba
también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor
conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el
cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de
nacido los obliga a que le tengan amor.
También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición
pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que
él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí
que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e
inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus
sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que
hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien
conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella
maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros
sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no
es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de
los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo
así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa
es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y
diversión con nuestros errores?
V, 3
Quiero hablar en presencia de mi Dios acerca de aquel año, que fue el veintinueve de mi
edad. Ya había venido a Cartago cierto obispo de los maniqueos, que se llamaba Fausto, gran
lazo del demonio, en que muchos se enredaban y caían engañados con la suavidad de sus
palabras. Yo también alababa su elocuencia, pero distinguía entre el modo de decir y la verdad
de las cosas que se dicen, la cual buscaba yo y deseaba aprender ansiosamente; y así más
atendía a ver qué manjar de ciencia me ofrecía para mi sustento aquel Fausto, tan famoso entre
ellos, que no al plato de palabras hermosas en que la proponía. Antes de verle y oírle sabía yo
que tenía fama de hombre muy instruido en todas las ciencias, y docto perfectamente en las
artes liberales. Y como yo había leído muchas obras de filósofos, y las conservaba en la
memoria, comparaba alguna de sus doctrinas y sentencias con las grandes y largas fábulas de
los maniqueos, y me parecían mucho más probables las cosas que enseñaron aquellos
filósofos, cuyo ingenio y estudio bastó para averiguar muchas cosas de este mundo, aunque no llegaron a
conocer al Autor de él, porque siendo Vos tan grande, miráis desde cerca a los humildes y os alejáis de los
espíritus que conocéis excelsos y orgullosos. Así no os acercáis sino a los que tienen un corazón
contrito, ni permitís que os hallen los sabios, aunque haya llegado a tanto su curiosidad y
ciencia, que sepan el número de las estrellas del cielo y de las arenas del mar, o tengan medidas
las regiones celestiales y averiguado el curso de los astros.
Con el entendimiento e ingenio que Vos les concedisteis investigaron todas estas cosas y
hallaron la verdad en muchas de ellas; también llegaron a anunciar los eclipses del Sol y de la
Luna muchos años antes que sucediesen, y en qué día y en qué hora habían de suceder, y
cuánta parte de ellos se habían de eclipsar. Y les salió tan verdadero su cómputo, que sucedió
del mismo modo que lo habían pronosticado. Además de esto inventaron y dejaron reglas
seguras que hoy día se leen y sirven, y con ellas se pronostica en qué año, en qué mes del año,
en qué día del mes, en qué hora del día y en cuánta parte de su luz se ha de eclipsar la Luna o el
Sol, y vendría a suceder infaliblemente como lo han pronosticado.
Los hombres que no saben estas reglas se admiran y se pasman; los que las saben se alegran
y se envanecen, y con esta impía soberbia se apartan de Vos y padecen la falta de vuestra luz, y
viendo tanto antes el defecto del Sol, que es futuro, no ven su defecto, que está presente,
porque no indagan piadosa y cristianamente el origen de donde les ha venido aquel ingenio
capaz de hacer estas investigaciones. Dado caso que descubran y hallen que Vos sois quien les
ha hecho y creado, no se entregan a Vos para que conservéis lo mismo que habéis hecho, ni
sacrifican en honra vuestra lo que ellos han hecho en sí mismos, degollando en lugar de aves
sus altanerías, que los elevan hasta las nubes; matando sus vanas curiosidades, que como los
peces penetran los senos más ocultos del abismo; y haciendo morir a sus sensualidades y
lujurias en lugar de las fieras y animales del campo, para que Vos, Dios mío, que sois un fuego
consumidor, abraséis todos estos afectos y cuidados mortíferos, dándoles un nuevo ser y vida
inmortal.
Pero ellos no dieron con el camino que lleva a este conocimiento, pues no conocieron a
vuestro Verbo eterno, por el cual hicisteis las estrellas y demás criaturas que ellos cuentan y
numeran, y a los mismos que las cuentan, y a los sentidos con que miran las mismas cosas que
cuentan, y al entendimiento con que ajustan esta cuenta, porque no hay cuenta ni número de vuestra
infinita sabiduría. Pero ese vuestro Unigénito se hizo Él mismo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra
santificación y quiso ser contado y entrar en el número de los hombres, y como tal pagó tributo al César.
No atinaron aquellos filósofos con este camino, por el cual bajasen desde sí mismos hasta
llegar a Él, y por Él mismo humanado, subiesen a conocerle creador de todo. No conocieron
este camino: por eso piensan que son tan sublimes y resplandecientes como las estrellas, y esto
los hizo caer precipitadamente en tierra, y su necio corazón se oscureció y quedó sin luz alguna. Ellos
dicen de las criaturas muchas cosas verdaderas; pero como no buscan con veneración piadosa
la verdad, que es el artífice de las criaturas, por eso no la hallan, conociendo que es el
verdadero Dios, no le honran y glorifican como a Dios, ni le dan gracias por sus obras; antes se desvanecen
en sus pensamientos y dicen que son sabios. Se atribuyen a sí mismos los que son dones vuestros, al
mismo tiempo que con ceguedad perversa os quieren atribuir las que son obras suyas, esto es,
apropiando a vuestra naturaleza mentiras y falsedades, siendo Vos la verdad por esencia, y
trasladando la gloria y honra debida a un Dios incorruptible a la semejanza e imagen de los
hombres corruptibles, y de las aves, de los cuadrúpedos y de las serpientes, de modo que toda
vuestra verdad la truecan en mentira, dando a las criaturas la adoración y el culto en lugar de
tributárselo al Creador.
No obstante, yo conservaba en mi memoria muchas cosas verdaderas que ellos dijeron de
las criaturas y la cuenta y razón que ellos enseñaron por los números y orden de los tiempos
me salía puntual y conforme a los visibles testimonios de los astros; pero comparando esto con
la doctrina de Maniqueo, que sobre éstas escribió muchísimos delirios y extravagancias, no
hallaba de ningún modo cómputo ni razón de los solsticios, ni de los equinoccios, ni de los
eclipses de Sol y Luna, ni de otras cosas semejantes que yo había aprendido en los libros de la
sabiduría de este universo. A pesar de eso se me mandaba que creyese todo aquello, lo cual no
venía bien con las otras reglas y razones que tenía yo muy averiguadas por los cálculos y
números, y por lo que veía con mis ojos; antes era muy diferente uno de otro.
VI, 6
Ardía mi alma en deseos de honores, de riquezas y de matrimonio, y Vos, Señor, os
burlabais de mis ansias y proyectos. Padecía en semejantes deseos amarguísimos trabajos,
siéndome Vos en esto tanto más propicio y favorable, cuanto menos permitíais que hallase
dulzura en todo lo que no erais Vos. Ved cómo os manifiesto todo mi corazón, pues habéis
querido, Señor, que me acuerde de todos estos beneficios y os rinda gracias por ellos. Haced
que de aquí en adelante esté mi alma unida a Vos, que la desembarazasteis de aquella tan
tenaz y pegajosa liga de la muerte.
¡Qué infeliz era aquel estado de mi alma, cuando Vos teníais que punzarla en lo más
delicado y sensible de sus llagas, para que dejadas todas las cosas se convirtiese a Vos, que
sois sobre todas ellas, y convirtiéndose a Vos lograse su sanidad! ¡Qué miserable era yo
entonces y de qué modo hicisteis que conociese mi miseria! Llegó el día en que habiéndome
preparado para decir en alabanza y presencia del emperador un panegírico, en el cual había
de mezclar mentiras y lisonjas con que merecer el aplauso y favor de los mismos que sabían
la falsedad de mis elogios, en aquel día, pues, en que mi corazón no respiraba sino estos
cuidados, abrasado en los ardores de varios pensamientos que le angustiaban, pasando por
una calle de Milán, eché de ver a un pobre mendigo, que después de bien harto, según creo,
estaba retozando y alegrándose. Esta ocasión me hizo suspirar y decir a los amigos que me
acompañaban muchos sentimientos y quejas de nuestras locuras, pues con todos nuestros
estudios y conatos, cuáles eran los que entonces me afligían, estimulándome con los acicates de
mis codicias y ambiciones a traer sobre mí la pesada carga de mi infelicidad, y haciéndola más
pesada sólo con traerla, no pretendía otra cosa ni aspiraba a otro fin que llegar a conseguir una
alegre tranquilidad, adonde había llegado antes que nosotros aquel pobre mendigo, y acaso no
llegaríamos jamás a conseguirla. Porque la alegría de una felicidad temporal, que aquel pobre
había alcanzado ya con unos pocos dineros que le habían dado de limosna, esa misma era la
que yo anhelaba y la que buscaba por tan penosos caminos y trabajosos rodeos. Es cierto que
la alegría que aquel pobre gozaba no es la verdadera alegría, pero mucho más falsa era la que yo
buscaba por los medios que me sugería mi ambición, y a lo menos aquel pobre estaba alegre y
yo angustiado, él estaba seguro y yo temeroso.
Ahora bien, si alguno me pregunta qué querría más, estar con alegría o estar con temor,
respondería sin duda que más querría estar alegre. Y si me volviera a preguntar si quería más
ser tal como era aquél o ser tal como me hallaba entonces, escogiera primero ser lo que yo era,
aunque tan lleno de cuidados y temores; pero esta elección la haría mi perversidad, no la recta
razón fundada en la verdad. Porque el ser yo más sabio que él no era la razón que me debía
mover para anteponer mi estado al suyo, supuesto que de mi ciencia no sacaba yo gozo ni
alegría, sino que me valía de ella para agradar a los hombres, no con el fin de instruirlos, sino
solamente con el designio de agradarles. Por eso Vos, Dios mío, con el báculo de vuestra
corrección y enseñanza quebrantabais los huesos de mi dureza.
Nadie diga, pues, que hay mucha diferencia en los motivos y causas que tiene un hombre
para su alegría, pues que si aquel mendigo se alegraba con su embriaguez, yo deseaba alegrarme
con aplauso y gloria. Porque ¿con qué gloria, Señor, había de alegrarme, siendo una gloria que
no estaba en Vos? Que si la alegría de aquel pobre no era verdadera, tampoco era verdadera
gloria la que yo buscaba y que entorpecía y trastornaba mi razón, más que al otro su
embriaguez. Además en aquella misma noche había de digerir aquel mendigo el vino con que
se había embriagado, pero yo había ya muchos días que dormía y me levantaba con mi
embriaguez, y había de proseguir durmiendo y volviéndome a levantar muchos días sin
desecharla.
Es verdad que debe considerarse la diferencia que hay entre los motivos y causas de la
alegría; bien lo conozco, y lo sé, que la alegría que nace de la esperanza cristiana es mayor
incomparablemente que la que provenía de aquella vanagloria. Aun bajo este concepto, entre
mí y el pobre había una distancia y diferencia muy grande, conviene a saber, que él era
actualmente más feliz que yo, no sólo porque estaba rebosando alegría, al mismo tiempo que
yo estaba lleno de cuidados que me arrancaban las entrañas, sino también porque él con
buenas palabras había adquirido el vino y yo con mentiras buscaba mi vanagloria.
Estas y otras muchas cosas semejantes dije entonces a mis amigos, y en tales reflexiones que
hacía con frecuencia consideraba cuál era mi estado y cuán mal me hallaba; y en medio del
sentimiento y tristeza que me causaba esto, duplicaba mi mal de tal modo, que si me sucedía
alguna cosa favorable, tenía repugnancia a aprovecharme de ella, porque, casi antes de asirla,
se me iba de las manos y volaba.
VI, 7
Sentíamos y llorábamos estas cosas todos los que vivíamos junta y amigablemente, pero
en especial, y con grandísima familiaridad y confianza, las trataba con Alipio y Nebridio, el
primero de los cuales era como yo, natural de Tagaste, de las más nobles y primeras familias
de aquel pueblo, si bien era más joven, pues había sido mi discípulo cuando comencé a
enseñar en dicha ciudad, y luego después en Cartago. Éste me amaba mucho, porque me
tenía por hombre de bien y docto; e igualmente amábale yo por su bella índole y gran
muestra que daba de virtud, que aun en sus pocos años se descubría. Pero la impetuosa
corriente de las costumbres de los cartagineses, aficionadísimos a vanos espectáculos, le
había sumergido y llevado a la locura de los juegos circenses. Al mismo tiempo que él
andaba miserablemente envuelto y agitado de estas olas, enseñaba yo la retórica en las
escuelas públicas de la ciudad, pero él todavía no estudiaba conmigo entonces, ni me tenía
por maestro, a causa de cierto disgusto que entre su padre y yo se había suscitado.
La noticia que yo tenía de su funesta pasión por aquellos juegos me afligía gravemente,
por parecerme que estaban para perderse o ya podían darse por perdidas las grandes
esperanzas que de él se tenían. Mas no tenía yo proporción alguna para amonestarle con la
satisfacción de amigo, ni para apartarle de aquellos juegos con alguna reprensión, usando
con él de la autoridad de maestro, porque yo juzgaba que en orden a mí estaría en la misma
disposición que su padre, y a la verdad no era así. En efecto, posponiendo él la voluntad de
su padre, en cuanto al resentimiento que había entre los dos, me había comenzado a saludar
y a venir a mi aula, donde estaba un rato oyendo lo que yo explicaba y luego se iba.
Se me había olvidado en todas estas ocasiones el tratar con él lo que tenía pensado, para
que su pasión ciega y violenta por aquellos vanos e inútiles juegos no apagase las luces de
tan buen ingenio. Pero Vos, Señor, que con altísima providencia gobernáis todas las cosas
que habéis creado, no os olvidasteis de Alipio, a quien habíais destinado para que fuese
pastor de vuestros hijos y ministro que les dispensase vuestros Sacramentos; y para que su
corrección se atribuyese a Vos solamente, la obrasteis por medio de mí, pero sin saberlo ni
advertirlo yo. Porque un día, estando yo en mi escuela, sentado en el lugar que
acostumbraba y delante de mis discípulos, vino Alipio, me saludó, tomó asiento y se puso a
atender a las cosas que yo estaba tratando. Por casualidad tenía cierta lección entre manos
que, para declararla de modo que su explicación se hiciese más perceptible y gustosa, me
pareció que era oportuno traer la similitud y ejemplo de lo que sucedía en los juegos del
circo, haciendo burla y como satirizando a los que se dejaban cautivar de semejante locura.
Bien sabéis Vos, Dios y Señor Nuestro, que por entonces no pensaba yo en sanar a Alipio
de aquella contagiosa enfermedad, mas él tomó para sí lo que yo dije y creyó que solamente
lo había dicho por él. Y lo que hubiera sido para otro causa de enojarse conmigo, aquel
prudente mancebo lo tomó por motivo para enojarse contra sí y para encenderse en amor
vivo, verificándose lo que mucho tiempo antes habíais dicho e insertado en vuestras Sagradas
Escrituras: Reprende al sabio y él te amará. Y ciertamente que no era yo quien le había
reprendido, sino que Vos, Dios mío, que usáis de todos los hombres como de instrumentos, ya
con advertencia suya, ya sin ella, con aquel justo orden que Vos sólo conocéis, formasteis de
mi corazón y lengua carbones encendidos con que cauterizar la podrida llaga que aquel joven
de tan buenas esperanzas tenía en el ánimo para sanarle con aquel cauterio.
Solamente podrá callar vuestras alabanzas quien no considere vuestras misericordias; las
cuales me obligan a que yo os confiese y alabe con lo más íntimo de mi corazón, acordándome
de que al instante que él acabó de oír aquellas palabras, salió de aquella hoya profunda en que
voluntariamente se había hundido y en que perseveraba ciego con aquel miserable deleite; y
sacudiendo su ánimo con una fuerte templanza, saltaron fuera de él todas las manchas y lodos
de aquellos juegos del circo, y no volvió jamás ni se acercó a ellos. Además de esto, venció la
repugnancia que había en su padre para que yo fuese su maestro; y al fin, el padre cedió y se lo
concedió. Volviendo a ser mi discípulo por segunda vez, se hizo también compañero y
participante de mi superstición, amando él en los maniqueos aquella continencia que
aparentaban y que creía legítima y verdadera. Pero ella era fingida y engañosa, acomodada sólo
a cautivar almas sencillas y preciosas, que no sabiendo todavía llegar a lo profundo e interior de
la virtud verdadera, son fáciles de engañar con el buen exterior de la virtud fingida y aparente.
VI, 8
Continuando Alipio la carrera regular de los estudios, que sus padres le habían encargado
mucho que siguiese, antes que yo se fue a Roma, para aprender allí el derecho, donde se dejó
arrebatar increíblemente de una extraordinaria afición y ansia de asistir al espectáculo de los
gladiadores.
Porque siendo así que él aborrecía tales espectáculos y le horrorizaban, encontrándose un
día de los que estaban dedicados a tan crueles como funestos juegos con unos amigos y
condiscípulos suyos, que venían de comer, con una amigable y familiar violencia le llevaron al
anfiteatro, no obstante que él lo rehusó y resistió fuertemente, y que les iba diciendo: Aunque a
mi cuerpo le llevéis por fuerza a ese lugar y le coloquéis en él, ¿por ventura podréis obligar a
mis ojos ni a mi alma a que atienda y mire tan bárbaros espectáculos? Por lo cual yo estaré allí
como si no estuviera, y de este modo triunfaré de vosotros y de tales espectáculos. Mas ellos,
aunque oyeron esto, no desistieron de su empresa y le llevaron consigo, acaso deseando
experimentar si podía cumplir lo que había dicho.
Habiendo llegado allá y tomado los asientos que pudieron, en todo aquel gran concurso no
se veía otra cosa que deleites crudelísimos. Cerrando Alipio las puertas de sus ojos, estorbó que
su alma saliese a ver tantos males, ¡y ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos!
Porque en un lance de aquella lucha fue tan grande el clamor de todo el pueblo, que movido
fuertemente de aquellas voces y vencido de la curiosidad (pareciéndole que estaba
prevenido interiormente para despreciarlo, fuese ello lo que fuese, y quedar victorioso),
abrió los ojos y recibió mayor herida en su alma que el otro a quien deseaba ver había
recibido en el cuerpo. Así cayó él más lastimosa y miserablemente que el otro a quien quiso
ver, cuya caída ocasionó aquella gritería, que entrándole por los oídos, le hizo abrir los ojos,
para que su ánimo, que entonces era aún más presuntuoso que fuerte, fuese herido y
derribado, y conociese que tanto era más flaco, cuanto más había presumido de sí mismo,
debiendo solamente confiar en Vos. Porque luego que vio la sangre derramada, bebió
también por los ojos la crueldad, pues no los apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la
vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo se iba deleitando en la maldad de la pelea y
embriagándose con tan sangriento deleite.
Ya no era verdaderamente el mismo que había venido, sino uno de los muchos que allí
estaban y con quienes se había mezclado, y verdadero compañero de aquéllos que por
fuerza le habían atraído. Pero ¿qué hay que decir más? Vio, clamó, se enardeció y de allí
llevó consigo la loca afición que le estimulase a volver, no sólo igualando en esta afición a
los otros que le habían llevado a él, sino aventajándose a ellos y llevando también a otros.
Pero Vos, Señor, con vuestra mano omnipotente y misericordiosa le sacasteis también de
aquel abismo y le enseñasteis a que no presumiese ni confiase de sí mismo, sino de Vos
solamente, aunque esto fue mucho después.
VI, 9
Todo este suceso se conservó en su memoria para que más adelante le sirviese de
medicina, como también el otro lance, que siendo estudiante todavía y discípulo mío, le
sucedió en Cartago, pues estando él al mediodía en la plaza repasando la lección que había
de dar después, como se acostumbra para ejercitar a los estudiantes, Vos, Señor, permitisteis
que los guardas de dicha plaza lo prendiesen como ladrón. Lo cual, Dios y Señor nuestro,
no me persuado que lo permitisteis por otra causa o motivo sino a fin de que aquél que
había de ser tan grande hombre comenzase a aprender desde entonces cuán necesaria es
una madura consideración en el conocimiento de las causas y delitos de los hombres, y no
determinarse a condenar un hombre a otro ligeramente, llevado de una temeraria
credulidad.
Fue el caso que Alipio se paseaba sólo delante de la casa del consistorio con sus tablas y
punzón de hierro, con que entonces se escribía, cuando hete aquí que un mozuelo del
número también de los estudiantes, pero verdadero ladrón, llevando escondida un hacha, se
entró sin verle Alipio hasta los enrejados de plomo que vienen a dar a la platería y sobre las
tiendas de los plateros y comenzó a cortar el plomo de aquellas rejas. Al ruido del hacha
dieron voces los plateros que estaban debajo y enviaron a algunos que fuesen allá arriba y
prendiesen a cualquiera que por casualidad hallasen. El muchacho, habiendo oído las voces de
aquéllos, se escapó dejándose allí el hacha, temiendo ser cogido con ella en las manos. Alipio,
que no le había visto entrar, le sintió salir y le vio escapar corriendo. Deseando saber la causa
por qué huía, se entró hasta aquel paraje y, hallando el hacha, se puso a mirarla y se estaba allí
parado admirándose del hecho. Los que habían sido enviados a prender al ladrón encontraron
sólo a Alipio, que tenía en la mano el hacha, a cuyos golpes habían acudido ellos. Echan mano
de él, le llevan por fuerza y, juntándose todos los inquilinos de dicha casa, se gloriaban de
haberle cogido como a manifiesto ladrón, y desde allí le llevaban a presentarle al juez.
Hasta aquí no más llegó la enseñanza que había menester, porque al instante, Señor,
acudisteis a socorrer su inocencia, de la cual sólo Vos erais testigo. Pues cuando le llevaban a la
cárcel o al castigo, les salió al encuentro un arquitecto, cuyo empleo principal era el cuidado de
los edificios públicos. Los que le llevaban se alegraron de haberse encontrado
determinadamente con aquél, que sospechaba de los inquilinos de las Casas consistoriales
siempre que faltaba alguna cosa de ellas, para que conociese quién era el que hurtaba aquellas
cosas.
Este arquitecto había visto muchas veces a Alipio en casa de un senador, a quien él solía
visitar a menudo; así que le conoció, cogiéndole de la mano le apartó de aquel tropel, y
preguntándole la causa de tan grave mal, le informó Alipio de la verdad del hecho. Entonces
vuelto el artífice a toda aquella gente alborotada que se hallaba presente y se explicaba con
furiosas amenazas, mandó a todos que le siguiesen, y todos juntos fueron a la casa del
mancebo autor del delito. Delante de la puerta había un muchachuelo de la misma casa, de tan
poca edad, que fácilmente pudo declarar todo el suceso sin recelar que a su amo se le siguiese
daño alguno, pues era paje de aquel mismo mancebo a quien había seguido y acompañado
cuando iba a cometer su atentado. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo también al
arquitecto. Éste enseñó el hacha al muchacho, preguntándole de quién era. Sin detenerse,
respondió el chico: Es nuestra; y consecutivamente fue descubierto todo lo demás, según se le
fue preguntando.
Así, recayendo el delito sobre los de aquella casa, y quedando corrida toda aquella multitud
de gente que había comenzado ya a triunfar de Alipio, éste, que había de llegar a ser en vuestra
Iglesia predicador de vuestra divina palabra, y juez que había de fallar en su diócesis muchas
causas eclesiásticas, se retiró de allí mucho más instruido a costa de su experiencia propia.
SAN AGUSTÍN
LA CIUDAD DE DIOS
(SELECCIÓN)
LIBRO II
CAPÍTULO VII. QUE POCO APROVECHA LO QUE HA INVENTADO LA FILOSOFÍA SIN LA
AUTORIDAD DIVINA, PUES A UNO QUE ES INCLINADO A LOS VICIOS, MÁS LE MUEVE LO QUE
HICIERON LOS DIOSES QUE LO QUE LOS HOMBRES AVERIGUARON
Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y
disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su origen en
Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos, porque Grecia ha
venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y documentos de
los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes, poseyendo naturalmente sutilísimos
ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en
los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o
huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente las
reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no
concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio
divino, cosas grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de
conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y
caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el
campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo
cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de nuestro gran
Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir para vivir bien
y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado las
honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de
Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran los
hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los demás
actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente torpes, que suelen celebrarse
en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para
instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de
los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los
que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de
un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o
en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que,
mirando un cuadro colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de
que en cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta
alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un
dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando
desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he
ejecutado y de muy buena gana.
CAPÍTULO XVII. DEL ROBO DE LAS SABINAS Y DE OTRAS MALDADES QUE REINARON EN
ROMA, AUN EN LOS TIEMPOS QUE TENÍAN POR BUENOS
Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo
romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto
por las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el
robo de las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las hijas de
sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas por mujeres con
voluntad de sus padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal
hecho el negarlas los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no
dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus
vecinos por mujeres después de habérselas pedido que con las que pretendían, después se
las volviesen por habérselas robado. Esto hubiera sido entonces más conforme a razón,
pues, en tales circunstancias, Marte pudiera favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de
la injuria que se les hacía en negarles sus hijas por mujeres, consiguiendo de este modo las
que pretendían; porque con el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría
justamente las que sin razón le habían negado; lo que sucedió muy al contrario —ya que sin
motivo ni derecho robó las que no le habían sido concedida—, sosteniendo injusta guerra
con sus padres, que justamente se agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este
hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por suceso de suma importancia y de
mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño permanecieron las fiestas del circo,
con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos
cometieron un error muy craso, más en haber canonizado por su dios a Rómulo, después de
ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre autorizase el hecho de
imitar semejante robo. De esta justicia y bondad resultó que, después de desterrados el rey
Tarquino y sus hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto
hizo por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero en el
consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que tenía con los
Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó
con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el consulado,
así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón singular de
aquel tiempo, que al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas veces
había tenido tan funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma Roma,
venció con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano,
ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta en la
guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la
insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad,
que, estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a
pesar de estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de
volver a librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir
relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos
procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos
partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y
justicia.
LIBRO IV
CAPÍTULO VIII. QUÉ DIOSES PIENSAN LOS ROMANOS QUE LES HAN ACRECENTADO Y
CONSERVADO SU IMPERIO, HABIÉNDOLES PARECIDO QUE APENAS SE PODÍA ENCOMENDAR A
ESTOS DIOSES, Y CADA UNO DE POR SÍ, EL AMPARO DE UNA SOLA COSA
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos
cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en
empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la
diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina,
denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las
criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo
lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados
volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se
contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que
encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a
la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una
vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban
debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido
de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las
trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la
Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y,
con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos
abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan
y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos
y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga
la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia,
cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los
arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se
avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se
atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio
romano; pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban
todos en general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un
mismo tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina,
si su poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto
les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de
la espiga, sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y
porque es hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las
puertas; Cardea, para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que
Fórculo pudiese cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?
CAPÍTULO XLII. DE LOS QUE DICEN QUE SÓLO LOS ANIMALES RACIONALES SON PARTE
DEL QUE ES UN SOLO DIOS
Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales,
como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo
es Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo
animal, esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara
defender que azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las
partes de Dios lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino
el que del todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le
adoran, si sus partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses
tienen sus peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de
otro, sino que se deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son
tantos, que no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo
se persuaden que él les fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró
esta deidad suprema, ¿cuál será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando
ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el
cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de
los hombres?
LIBRO V
CAPÍTULO XII. CUÁLES FUERON LAS COSTUMBRES DE LOS ANTIGUOS ROMANOS CON
QUE MERECIERON QUE EL VERDADERO DIOS, AUNQUE NO LE ADORASEN, LES
ACRECENTASE SU IMPERIO
Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes
quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su
Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de
averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito,
manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los
dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí
hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya
persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que
tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa
voluntad del sumo y verdadero Dios.
Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque
como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y
sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran
aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria
inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir.
Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de
gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar,
glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese
señora absoluta.
De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, establecieron su gobierno
anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o
señores de reinar o dominar con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se
dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos,
como queda dicho, de regir, pero el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de
persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y
mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda.
Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el
mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad —cosa increíble—,
habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo
de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas
maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres.
Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César,
diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su
valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones,
aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el
mérito de César, pone que deseaba para sí el generalato (mejor dijera toda la autoridad
Republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra,
donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los
hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la
guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese
ocasión para poder ellos manifestar su valor.
La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que
aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y
codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y
lo otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena
restablecer en su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su
libertad se arrojaban a las armas con extraordinario denuedo y fiereza.»
Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos
soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto
en el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el
dominio y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter
dice: «También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y
aire, mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de
todo el mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo,
pasando años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble
Micenas, y se enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente,
aunque introduce a Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado,
y lo observa como presente.
He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida
la libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores
elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y
artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de
reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las
imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al
vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los
movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de
regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la
paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y
profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los
deleites y a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo,
deseando y acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus
infelices ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían
pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y
poderosos cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la
gloria por medio de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al
principio más ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la
avaricia, aunque este vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el
mando igualmente los desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por
el camino verdadero, y el otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con
cautelas y engaños.» Los medios limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición
engañosa, a la honra, a la gloria y al mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el
bueno y el malo; aunque el bueno las procura por el verdadero camino, y este camino es la
virtud, por la cual procura ascender como al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y
del mando; y que estas particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los
romanos, nos lo manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el
del Honor, los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los
dones peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales.
De donde puede colegirse el fin que se habían propuesto, que era el de la virtud, y adónde la
referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la
virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto
es, con cautelas y engaños.
Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria
tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y
opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que
no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo
que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro
lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se
podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro».
Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos
apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben
seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el
sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad
estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos
personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se
aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué
tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros
antepasados acrecentaron la República con las armas. Si así fuera, tuviéramosla mucho más
hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y
caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos
nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento
de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de
pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No
hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están
en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en
privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y
del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin
defensa».
Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de
los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les
prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité
en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la
escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el
principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de
Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación.
Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a
usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con
los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían
ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave
miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a
la concordia civil. Pero unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes
haciendas y, tolerados y atemperados aquellos males, crecía aquella república por la
providencia de esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y
oyendo él las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar,
por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan
grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con un puñado de
soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras libradas con escasas
riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de mucho pensar, le constaba que la
egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado todo aquello, y que el mismo
hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud.
«Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su
grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados».
Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al
mando por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la
industria doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las
haciendas privadas fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo
lo contrario: públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia.
CAPÍTULO XV. DEL PREMIO TEMPORAL CON QUE PAGÓ DIOS LAS COSTUMBRES DE LOS
ROMANOS
Aquellos a quienes no había de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles
en su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no
rinde el culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no
les concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y
pagara sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria.
Porque de aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren
los hombres, dice también el Señor: «De verdad os dije que ya recibieron su recompensa.
Pues bien, éstos despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la
República, y por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el
Senado por el bien de su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y
refrenando sus apetitos. Y con todas estas operaciones, como por un verdadero camino
aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones,
fueron señores y dieron leyes a muchas gentes, y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en
los libros e historias por así toda la redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden
quejar de la justicia del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su
premio.
LIBRO XII
CAPÍTULO XX. DE LA IMPIEDAD DE LOS QUE DICEN QUE LAS ALMAS QUE GOZAN DE LA
SUMA Y VERDADERA BIENAVENTURANZA HAN DE TORNAR A VOLVER UNA Y OTRA VEZ POR
LOS CIRCUITOS DE LOS TIEMPOS A LAS MISMAS MISERIAS Y AFLICCIONES PASADAS
¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida
con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón
puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos
libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por
medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos
bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella
inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea
preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad,
verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y
abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por
medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya
de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han
sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda tener noticia exacta de sus obras en ciertos y
limitados circuitos que van y vuelven constantemente por nuestras falsas felicidades y
verdaderas miserias que aunque alternas con la revolución incesable, son sempiternas; porque
no puede cesar de hacer, ni con su ciencia comprender las cosas que son infinitas. ¿Quién
puede escuchar esta doctrina? ¿Quién darla crédito? ¿Quién puede sufrirla? Que si fuese
verdad, no sólo con más cordura se pasara en silencio, sino también (por decir según mi
posibilidad lo que siento) fuera prueba de más sabiduría el no saberlo. Pues si en la eternidad
no hemos de tener memoria de estas cosas, y por eso hemos de ser bienaventurados, ¿por qué
razón aquí, con la noticia que tenemos de ellas, se nos agrava más esta nueva miseria? Y si en la
vida futura necesariamente las hemos de saber, a lo menos no las sepamos en la presente, para
que así sea más dichosa la esperanza, que allá el gozo y posesión del sumo bien; puesto que
aquí esperamos conseguir la vida eterna, y allá sabemos que hemos al fin alguna vez de perder
la vida bienaventurada, aunque no eterna.
Y si dijesen que ninguno puede llegar a aquella bienaventuranza, si en la escuela de esta vida
no hubiere conocido estos circuitos y revoluciones, donde alternativamente suceden la
bienaventuranza y la miseria, ¿cómo enseñan que cuanto uno más amare a Dios, tanto más
fácilmente llegarán a la bienaventuranza los que enseñan doctrina con que se entibie y enfríe
este amor? Porque ¿quién habrá que no ame más remisa y tibiamente a quien sabe que
necesariamente ha de venir a dejar y contra cuya verdad y sabiduría ha de sentir; y esto
cuando con la perfección de la bienaventuranza hubiere llegado, según su capacidad, a tener
plena y cumplida noticia de su verdad y sabiduría? Pues ni a un hombre amigo puede uno
amar fielmente si sabe que ha de venir a ser su enemigo. Pero Dios nos libre de creer que
sea verdad esto, que nos promete y amenaza una verdadera miseria que nunca ha de
acabarse, aunque con la interposición de la falsa bienaventuranza muchas veces y sin fin se
ha de ir interrumpiendo. Porque ¿qué cosa puede haber más falsa y engañosa que aquella
bienaventuranza donde estando en la misma luz de la verdad, no sepamos que hemos de ser
miserables, o estando en la cumbre de la suma felicidad, temamos que lo habremos de ser?
Porqué si allá hemos de ignorar la calamidad que nos ha de sobrevenir, más sabía es acá
nuestra miseria, donde tenemos noticia de la bienaventuranza que hemos de gozar; y si allá
no se nos ha de esconder la miseria que esperamos, con más felicidad pasa su tiempo el
alma miserable; pues pasado el suyo ha de volver al estado de miseria. Y así la esperanza que
hay en nuestra desdicha será dichosa, y desdichada la que hay en nuestra felicidad. Por lo
cual se deduce que puesto que aquí pasemos los males presentes y allá tenemos los que nos
amenazan y aguardan, con más verdad seremos siempre miserables que alguna vez
bienaventurados.
Mas porque esta doctrina es falsa y manifiestamente contraria a la religión y a la verdad
(pues; efectivamente, nos promete Dios aquella verdadera felicidad, de cuya seguridad
estaremos siempre ciertos, sin que la interrumpa ninguna desdicha), sigamos el camino recto
que para nosotros es Jesucristo, y auxiliados de este ínclito caudillo y salvador, enderecemos
las sendas de nuestra fe y desviémonos de este vano y absurdo círculo de los impíos. Porque
si el platónico Porfirio no quiso seguir la opinión de los suyos acerca de estas revoluciones,
idas y venidas alternativas de las almas sin cesar un momento, ya fuese movido por su
propia vanidad, ya lo fuese por tener algún respeto a los tiempos cristianos, y quiso mejor
decir (según insinúo en el libro X) que el alma fue entregada al mundo para que conociese
los males, y librada y purificada de ellos, cuando volviese al Padre, no padeciese ya
semejantes mutaciones en su estado, ¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de
esta falsedad contraria a la fe cristiana? Descubiertos pues ya y deshechos estos círculos y
revoluciones no habrá ya necesidad que nos obligue a que entendamos que el género
humano por eso no tuvo principio de tiempo, de donde principió a ser y existir: porque no
sé por qué circuitos y revoluciones no hay cosa nueva en el mundo que no haya sido antes
por ciertos intervalos de tiempo, y que después ha de venir a volver a ser: porque si se
liberta el alma para no volver más a las miserias, de manera que nunca antes se ha librado a
sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás se hizo antes, y esta es en efecto cosa
muy grande, y es la eterna felicidad que nunca ha de acabarse; y si en la naturaleza inmortal
ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido jamás, ni la haya de volver a
suceder con ningún circuito o revolución ¿por qué porfían que no la puede haber en las cosas
mortales?
Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar
vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en
que nunca estuvo cuando se libra el infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca
hubo. Y si esta novedad no es de las cosas ordinarias que se gobiernan por la divina
Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde están aquellos circuitos en quienes no sucede
cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad
tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya
sea que cayó en él) pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin
embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma
por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de
manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma
Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar
que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho
ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren
libertado no han de caer en la miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el
mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto
a lo menos conceden si es así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y
nueva libertad. Porque si dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales
diariamente se hacen nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente,
salen libres, de manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que
estas almas son infinitas. Pues por grande que se suponga que haya sido el número de las
almas, no pudiera ser suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen
haciendo siempre los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no
volver después más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este
mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de
almas. Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía
que el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta
que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar
cosas nuevas que jamás haya hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable?
Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria
se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la
infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas
partes. Pues si se puede, ¿qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue
criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez,
sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado
de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más,
también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al
término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese
este principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo hombre alguno.
LIBRO XIII
CAPÍTULO I. DE LA CAÍDA DEL PRIMER HOMBRE, POR QUIEN HEREDAMOS EL SER
MORTALES
Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro
siglo y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la
disputa acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres;
y del origen y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de
la misma condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal
condición que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar sin
intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada; y siendo
desobedientes incurriesen en pena de muerte, por medio de una justísima condenación,
como lo insinuamos ya en el libro anterior.
LIBRO XIV
CAPÍTULO XXVIII. DE LA CALIDAD DE LAS DOS CIUDADES, TERRENA Y CELESTIAL
Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta
llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí
mismo. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una
busca el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de
su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios:
«Vos sois mi gloria y el que ensalza mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las
naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad:
los directores, aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su
propio poder; ésta dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y
fortaleza»; y por eso, en aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes,
o de su cuerpo, o de su alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le
dieron la gloria como a Dios, ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus
imaginaciones y discursos, y quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por
sabios, quedaron tan ignorantes, que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios
eterno e incorruptible por la semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible,
sino también de aves, de bestias y de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y
simulacros, o ellos fueron los que la enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e
imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron antes a la criatura que al Criador, que es bendito por
los siglos de los siglos». Pero en esta ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera
piedad y religión con que rectamente se adora al verdadero Dios, esperando por medio de la
amable compañía de los santos no sólo de los hombres, sino también de los ángeles, «que sea
Dios todo en todos».
LIBRO XV. CAPÍTULO V. EL PRIMER AUTOR Y FUNDADOR DE LA CIUDAD TERRENA FUE
FRATRICIDA, CUYA IMPIEDAD IMITÓ CON LA MUERTE DE SU HERMANO EL FUNDADOR DE
ROMA
Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia
mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra. Por lo cual nadie
debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había de llegar
a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de
tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los griegos llaman
archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dijo un poeta refiriendo la
misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se
construyeron en aquella ciudad, pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su
hermano Remo», según refiere la historia romana.
Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación
de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno
solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si,
viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder
tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y
empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los
hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni
tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues
ambos reinaran y fueran señores.
Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la
diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque
son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad porque con
su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser
tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.
En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto
más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así
que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí
misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay
entre las mismas dos ciudades terrenas, entre los buenos y los malos; pero los buenos con los
buenos, si lo son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que
van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, como un
hombre puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la
carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne».
LIBRO XVIII
CAPÍTULO XLII. QUE POR DISPENSACIÓN DE LA PROVIDENCIA DIVINA SE TRADUJO LA
SAGRADA ESCRITURA DEL VIEJO TESTAMENTO DEL HEBREO A GRIEGO PARA QUE VINIESE
A NOTICIA DE TODAS LAS GENTES
Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de
Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de
Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con
el terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el
orbe, consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de
Judea; luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y
dilatado reino para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y
abrasarle todo con guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de
ellos, hijo de Lago, condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro
Ptolomeo, llamado Filadelfo, quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente
a su país, y además envió un presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a
Eleázaro, que a la sazón era Pontífice, le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda,
había oído, divulgando la fama que eran divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa
librería, que había hecho muy famosa. Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en
hebreo, el rey le pidió también intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada
una de las doce tribus, doctísimos en ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega,
cuya versión comúnmente se llama de los setenta.
Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina
concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí
aparte (porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no
discreparon uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o
en el orden de las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue
uno lo que todos interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en
todos.
Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y
recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual
efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes
que habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.
LIBRO XIX
CAPÍTULO V. CÓMO A LA VIDA SOCIAL Y POLÍTICA, AUNQUE ES LA QUE PARTICULARMENTE
DEL DESEARSE, DE ORDINARIO LA TRASTORNA MUCHOS TRABAJOS, ENCUENTROS E
INCONVENIENTES
Los que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también nosotros lo aprobamos y
confirmamos con más solidez que ellos. Porque ¿cómo esta Ciudad de Dios (sobre la cual
tenemos ya entre manos el libro decimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo
caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fines si no fuese social la vida de los
santos? Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males encierra en sí la
sociedad y política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿Quién podrá ponderarlos?
Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de
todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron
hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los
inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha,
enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas a
desventuras suceden ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos? ¿Por
ventura no está llena de ellas la vida humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas,
enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y
dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de
aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin
duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que
viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo
sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas
cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y dolosamente se
fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que hace llorar por
fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que se encubrió bajo el
velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque fácilmente te podrás precaver y
guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto, intestino y doméstico, no sólo
existe, sino que también le mortifica antes que pueda descubrirle.» Por eso también viene esta
sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares», sentencia
que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues aunque haya alguno tan fuerte que lo
sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de lo que maquina contra él el
amigo disimulado y fingido, sin embargo, es inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de
aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a conocer por experiencia que son tan malos, ya
hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos, ya se hayan transformado de buenos en malos,
cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y
sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más
llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias
muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las
ciudades, pero de los peligros nunca?
CAPÍTULO XVII. POR QUÉ LA CIUDAD CELESTIAL VIENE A ESTAR EN PAZ CON LA
CIUDAD TERRENA Y POR QUÉ EN DISCORDIA.
La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y
comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los
bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa
como peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de
la verdadera senda que dirige hacia Dios, sino para que la sustenten con los alimentos
necesarios, para pasar más fácilmente la vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo
corruptible, «que agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta
vida mortal es común a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es
muy distinto.
También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el
mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y
conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial,
o, por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la
fe, también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como
cautiva la vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don
espiritual como prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se
administran y gobiernan las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta
vida mortal; porque así como es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas
tocantes a ella se guarde la concordia entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena
tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes reprueba la doctrina del cielo, los cuales, o porque
lo pensaron así o porque los engañaron los demonios creyeron que era menester conciliar
muchos dioses a las cosas humanas a cuyos diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen
sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro, el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la
cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno el suyo. Asimismo en el alma, a uno
el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las mismas cosas
necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a otro el vino, a otro el aceite a otro las
selvas y florestas, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras, a otro las
victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y así a los demás todos
los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un solo Dios que
debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a él solo se debe servir con
aquella servidumbre que los griegos llaman latría, que no debe prestarse sino a Dios.
Sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y
por ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban
lo contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara
vez cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre,
y siempre el favor y ayuda de Dios.
Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y
convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo
recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e
institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa
alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y
distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y
es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios.
Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en
cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las
voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres,
refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es
verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien
ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios.
Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada
y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y
oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz,
entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando
refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir
aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política.
LIBRO XXII
CAPÍTULO XXX. DE LA ETERNA FELICIDAD Y BIENAVENTURANZA DE LA CIUDAD DE DIOS,
Y DEL SÁBADO Y DESCANSO PERPETUO
¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien
alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacío de todas las
cosas en todos? Porque no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por
vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto mismo me lo insinúa también
aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa.
Para siempre te estarán alabando.»
Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas
para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena,
cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque
todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están
encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por
dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con
la suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan
grande artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a
definirlo, por no poder imaginarlo. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma
hermosura, será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea
decente. Sin duda que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo, y no querrá el
espíritu cosa que no pueda ser decente al espíritu y al cuerpo.
Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le
alabare. Habrá verdadera honra que a ningún digno se negará; pero ninguno que sea indigno
la pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no sea digno. Allí
habrá verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de mano de
otro. El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que la
tuvieren les prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque
¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino
yo seré su satisfacción, yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear, vida y
salud, sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera
se entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». Él
será el fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le
elogiaremos sin cansancio. Este oficio, este afecto, este acto, será, sin duda, como la misma
vida eterna, común a todos.
Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los
méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los
ha de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún
inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación
de los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a
quien se lo dieron con un vínculo apacible de concordia; como en el cuerpo no querría ser
ojo el miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución
de todo el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no
desear ni querer más.
No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan deleitarse con los pecados. Pues
más libre estará de la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a
conseguir el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al
hombre cuando al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas
este último será tanto más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será
igualmente por beneficio de Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa
es ser uno Dios, otra participar de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el
que participa de Dios, de Dios le viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se
observasen estos grados en la divina gracia, dándonos el primer libre albedrío con que
pudiese no pecar el hombre, y el último con que no pudiese pecar, a fin de que el primero
fuese para adquirir mérito y el segundo para recibir el premio. Mas porque pecó esta
naturaleza cuando pudo pecar, con más abundante gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a
aquella libertad en que no puede pecar. Porque así como la primera inmortalidad que perdió
Adán pecando fue el no poder morir, y la última será no poder morir, así el primer albedrío fue
el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así será inadmisible y eterno el amor y voluntad
de la piedad y equidad, como lo será el de la felicidad. Pues, en efecto, pecando no pudimos
conservar la piedad ni la felicidad; pero la voluntad y amor de la felicidad, ni aun perdida la
misma felicidad la perdimos. Por cuanto el mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar
que tenga libre albedrío?
Tendrá aquella ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya
de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos,
olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser
ingrata a su libertador.
En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en
cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su
facultad sabe y conoce casi todas las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se
tiene noticia de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas
que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las
potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque, en efecto, de
una manera se saben y se tiene noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de
otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque
de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el
primero olvidándose de la pericia y ciencia, y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de
olvido que puse en último lugar, no se acordarán los santos de los males pasados, porque
carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos.
Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les
encubrieran sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque, de
otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo, conforme a la expresión del real
Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella ciudad,
en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de
la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»?
Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí
verdaderamente un grande descanso y un sábado que jamás tenga noche. Esto nos lo significó
el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «Descansó Dios
al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque
en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer.» También nosotros mismos
vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación.
Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos que Él es Dios, que es lo que
quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al
engañador que nos dijo: «seréis como dioses”, y apartándonos del verdadero Dios, por cuya
voluntad y gracia fuéramos dioses por participación, y no por rebelión. Porque ¿qué hicimos
sin Él, sino desahuciarnos, enojándole? Por Él, creados y restaurados con mayor gracia,
permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo Él es Dios, de quien estaremos
llenos cuando Él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son
antes suyas que nuestras, entonces se nos imputarán para que podamos conseguir este
sábado y descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que
dice Dios del sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice
también por el Profeta Ezequiel: «Les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que
supiesen que yo soy el Señor que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando
estemos descansando y perfectamente veamos que Él es Dios.
El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar
conforme a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la
Sagrada Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se
halla el séptimo, de manera que la primera edad, casi al tenor del primer día, venga a ser,
desde Adán hasta el Diluvio, la segunda desde éste hasta Abraham, no por la igualdad del
tiempo, sino por el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez.
De aquí, como lo expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de
Jesucristo, las cuales cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta
David, otra desde éste hasta la cautividad de Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el
nacimiento de Cristo en carne. Son, pues, en todas cinco, número determinado de
generaciones, por lo que dice la Escritura: «que no nos toca saber los tiempos que el Padre
puso en su potestad». Después de ésta, Cómo en séptimo día, descansará Dios, cuando al
mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará Dios descansar en sí mismo. Si
quisiéramos discutir ahora particularmente de cada una de estas edades, sería asunto largo.
Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no será la noche, sino el día
del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a la resurrección de
Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma, sino también del cuerpo. Allí
descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved aquí lo que
haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino que no
tiene fin?
Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande
obra; a los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen, y
a los que pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias.
Amén.
VI. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL
TOMÁS DE AQUINO
DEL GOBIERNO DE LOS PRÍNCIPES
INTRODUCCIÓN
En plena Edad Media, los problemas filosóficos y teológicos aumentaron
considerablemente. La invasión de los moros a Hispania en el siglo VIII y la recepción de las
obras faltantes de Aristóteles marcaron un cambio radical en el desarrollo de la ciencia y la
filosofía occidentales. Las obras aristotélicas habían sido custodiadas por el mundo árabe
durante varios siglos y no hicieron su entrada a las universidades medievales sino hasta el siglo
XII.
Alberto Magno (1200 – 1280) fue uno de los primeros pensadores en estudiar el
cristianismo a la luz de las obras recién descubiertas. Antes de su reintroducción, los estudiosos
occidentales sólo conocían las obras de Aristóteles indirectamente, a través de comentarios y
resúmenes.
El entorno medieval exigía el diálogo con el islam, el judaísmo, las nuevas obras aristotélicas
y el cristianismo. En este florecimiento de las ciencias y las artes, Tomás de Aquino (1225 –
1274) trató de dar respuesta a las interrogantes teológicas y filosóficas más importantes. Su
monumental obra incluye varios tratados teológicos, comentarios a casi todo el Corpus
Aristotelicum disponible en su época y discusiones con todo tipo de doctrinas filosóficas y
teológicas.
Las recién descubiertas obras aristotélicas fueron interpretadas inmediatamente como un
peligro para la fe por su contenido, en apariencia, ajeno al cristianismo. Sin embargo, las
universidades medievales mostraron, no sin resistencia por parte de la Santa Sede, la
compatibilidad de algunos postulados de Aristóteles con el cristianismo. Por otro lado, la
aceptación del Filósofo no podría tomar la totalidad del corpus sin más.
La interpretación tomista del aristotelismo no está libre de críticas y no es una simple
repetición de ideas. Aunque la filosofía del Aquinate puede considerarse como aristotélica, esto
se debe más al método que a la reinterpretación. Los comentarios a la obra aristotélica,
ciertamente, tratan de mantener cierta asepsia intelectual. No se ve, por ejemplo, que los
comentarios a la Política “contaminen” la obra original con alguna especie de visión ajena. Del
mismo modo, Aquino trata de conciliar a Aristóteles con el Cristianismo hasta los límites que
ambos permiten.
Se ve claramente que este espíritu fue heredado de los primeros filósofos cristianos como
san Justino o san Agustín. No se trata de una completa sumisión de la ciencia a la teología,
como pretendería el fideísmo. Pero tampoco se trata de un intento de abarcar los contenidos
de la fe por medio de la razón, al modo gnóstico. El mérito del espíritu conciliatorio entre la fe
y razón consiste en la demarcación de los límites de ambos sin escindirlos por completo.
Bajo este enfoque, Tomás de Aquino aborda los problemas fundamentales de la filosofía,
desde las más grandes abstracciones teóricas, hasta problemas políticos y prácticos. Resalta,
por ejemplo, la condena explícita del préstamo con usura en Summa Theologiae II-II, q. 78. Esta
postura resultó determinante para el pensamiento político y social de los siguientes siglos.
AL REY DE CHIPRE:
Pensando yo qué cosa podría ofrecer a la Alteza Real, que fuese digna de ella y
conveniente a mi profesión y oficio, principalmente se me ocurrió escribir al Rey un libro de
lo que es el Reino, en el cual tratase diligentemente, según las fuerzas de mi ingenio, el
origen del reinar, y las cosas que pertenecen al oficio del Rey, conforme a la autoridad de la
divina Escritura, preceptos de filósofos y ejemplos de loables Príncipes, esperando el
principio, progreso y fin de la obra del auxilio de aquél que es Rey de los Reyes y Señor de
los Señores, por quien los Reyes reinan, Dios, grande Señor y Rey grande sobre todos los
dioses.
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I. QUE ES NECESARIO QUE LOS HOMBRES QUE VIVEN JUNTOS SEAN
GOBERNADOS POR ALGUNO
El principio de nuestra intención se ha de entender que es declarar lo que significa el
nombre de Rey.
En todas las cosas que se enderezan a algún fin y en que se suele obrar por diferentes
modos, es necesario alguno que guíe a aquello que se pretende; porque la nave que según el
impulso de diferentes vientos suele ser llevada a diversas partes, no llegaría al puerto
deseado, sí la industria del piloto no la encaminase a él.
Los hombres tienen fin a que toda su vida y sus acciones se encaminan, porque son
agentes por entendimiento, a quien es propio manifiestamente obrar con algún intento. Y
acontece, que diversamente caminan al fin propuesto, como lo muestra la diferencia misma
de los humanos estudios y acciones, y así tienen necesidad de quien los guíe. Está en ellos,
naturalmente, ínsita la lumbre de la razón con que en sus obras se enderecen al fin que
procuran; y si pudieran vivir a solas, corno muchos animales, no necesitarán de otra
ninguna guía, sino que cada uno fuera Rey de sí mismo debajo de Dios, sumo Rey, en
cuanto por la lumbre de la razón, que de su divina mano les fue dada, se guiaran a sí
mismos en sus acciones.
Pero es propio al hombre el ser animal social y político, que vive entre la muchedumbre,
más que todos los otros animales; lo cual declaran las necesidades que naturalmente tiene.
Porque a ellos la naturaleza le preparó el mantenimiento, el vestido de sus pelos, la defensa
de los dientes, cuernos y uñas, o a lo menos la velocidad para huir, y el hombre, empero, no
recibió de la naturaleza ninguna de estas cosas, mas en su lugar le fue dada la razón, para
que mediante ella, con el trabajo de sus manos, lo pudiese buscar todo; a lo cual un hombre
solo no basta, porque de por sí no puede pasar la vida suficientemente; y así, decimos le es
natural vivir en compañía de muchos.
Además de esto, los otros animales tienen natural industria para todas las cosas que les son
útiles o nocivas, como la oveja conoce al lobo naturalmente por enemigo; y otros animales, por
natural industria, conocen algunas hierbas medicinales y otras cosas necesarias a su vida; mas el
hombre, de las que lo son para el vivir, sólo tiene conocimiento en común, como quien por la
razón puede de los principios universales venir en conocimiento de las cosas que son
necesarias para la vida humana. No es pues posible, que un hombre solo alcance por su razón
todas las cosas de esta manera; y así es necesario el vivir entre otros muchos, para que unos a
otros se ayuden y se ocupen unos en inventar unas cosas y otros en otras.
Esto también se prueba evidentísimamente, por serles propio a los hombres el hablar, con
lo cual pueden explicar sus conceptos totalmente y otros animales declaran sus pasiones sólo
en común, como el perro, en ladrar, la ira, y otros por diversos modos. Así que un hombre es
más comunicativo para otro, que los animales que andan y viven juntos, como las grullas, las
hormigas, las abejas; y considerándolo Salomón, dice en Eclesiástico: “Mejor es estar dos que
uno, porque gozan del socorro de la correspondiente compañía”.
Pues siendo natural al hombre el vivir en compañía de muchos, necesario es que haya entre
ellos quien rija esta muchedumbre; porque donde hubiese muchos, si cada uno procurase para
sí solo lo que le estuviese bien, la muchedumbre se desuniría en diferentes partes, si no hubiese
alguno que tratase de lo que pertenece al bien común; así como el cuerpo del hombre y de
cualquier animal vendría a deshacerse si no hubiese en él alguna virtud regitiva, que acudiese al
bien común de todos los miembros; y así dijo Salomón: “Donde no hay Gobernador, el pueblo
se disipará”.
Esto es conforme a la razón, porque no es todo uno lo que es propio y lo que es común:
según lo que es común se unen y de cosas diversas son diferentes las causas; y así conviene que
además de lo que mueve al bien particular de cada uno, haya algo que mueva al bien común de
muchos; por lo cual, en todas las cosas que a alguna determinadamente se enderezan, se halla
siempre una que rija las demás. Entre la muchedumbre de los cuerpos, por el primero, que es
el celestial, se rigen los otros con cierto orden de la divina providencia, y todos los cuerpos por
criatura racional; y en un hombre también el alma rige al cuerpo, y aún entre las partes del alma
la irascible y concupiscible son regidas por la razón, y también entre los miembros del cuerpo,
uno es principal, que mueve los demás, ya sea el corazón o la cabeza; así que en cualquiera
muchedumbre conviene que haya quien gobierne.
Sucede en las cosas que se ordenan a algún fin, proceder recta y no rectamente, y por esto
en el gobernar a muchos se halla lo recto, y lo que no lo es. Rectamente se gobierna una cosa,
cuando al fin conveniente se encamina; y al revés cuando a fin no conveniente. Diferente es el
fin que conviene a una multitud de hombres libres, que no a una de siervos, porque libre es el
que es para sí mismo, y siervo el que es de otro. Pues si la muchedumbre de los libres se
ordenare al bien de ellos mismos por el que los gobierna, será el gobierno justo y recto; mas si
no se ordenare al bien común de la muchedumbre, sino al particular del que gobierna, será
el gobierno injusto y perverso. Por lo cual el Señor amenaza los tales gobernadores por
Ezequiel, diciendo: “¡Ay de los pastores que se apacentaban a sí mismos, buscando su
propia comodidad! ¿Por ventura los rebaños no son apacentados por pastores?” Pues si los
pastores deben procurar el bien del rebaño, también todos los que gobiernan el bien del
rebaño, también el bien de la multitud que les está sujeta.
Si el gobierno, pues, injusto fuere de uno solo, que en él procura sus propias
comodidades y no el bien de la multitud que estuviere a su cargo, este Gobernador se llama
tirano, nombre derivado de la fortaleza, porque oprime con potencia y no gobierna con
justicia; de aquí que entre los antiguos, cualesquiera poderoso se llamaba tirano. Mas sí el
gobierno injusto fuere de más que uno, como no sean muchos, se llama oligarquía, que
quiere decir gobierno de pocos, y esto cuando algunos pocos por su poder oprimen al
pueblo, difiriendo del tirano sólo en que son más. Y si el mal gobierno se ejercitase por
muchos se llama “democracia”, que quiere decir potentado del pueblo, que es cuando la
junta de los plebeyos por su muchedumbre oprime a los más ricos, y entonces todo el
pueblo será como un solo tirano.
De la misma manera se debe también dividir el gobierno justo; porque si se administra
por muchos, con nombre común se llama “policía”, como cuando una muchedumbre de
soldados manda en una provincia o ciudad; y si se administra por pocos y virtuosos, se
llama aristocracia, esto es óptimo potentado, o de los óptimos, que por esto se llaman
optimates; y si el gobierno justo tocare a uno solo, éste se llama Rey propiamente. Por esto
dice el Señor por Ezequiel: “Mi siervo David será Rey sobre todos, y todos ellos tendrán un
pastor; en lo cual manifiestamente se muestra que le es propio al Rey, ser uno que presida, y
ser pastor que procure el bien de la muchedumbre, y no sus provechos particulares. Así que,
pues, el hombre ha de vivir en compañía de otros, porque no se podrá proveer de las cosas
necesarias para la vida si estuviese a solas: se conoce que tanto será más perfecta la
compañía de muchos, cuanto fuere por sí suficiente para las cosas necesarias. Hállense en
una familia algunas cosas útiles a la vida, como en cuanto a las acciones naturales de la
crianza y procreación de los hijos, y otras a este modo; y aun en un hombre solo también,
en cuanto a las cosas que pertenecen a un arte; pero en una ciudad, que es comunidad
perfecta, hállese todo lo que es necesario para la vida humana, y más en una provincia por
las necesidades de la guerra y en ayudarse contra los enemigos; y así el que rige una
comunidad perfecta como provincia o ciudad, se llama Rey por antonomasia, y el que rige
una casa, no se llama Rey, sino Padre de familia; pero tiene alguna semejanza de Rey, por lo
cual algunas veces los Reyes se llaman padres de los pueblos. Y de lo dicho se conoce, que
el Rey es el que rige la muchedumbre de una ciudad o provincia, por el bien común, por lo
cual Salomón en el Eclesiástico dice: “El Rey manda a toda la tierra que le sirva”.
CAPÍTULO II. QUE ES MÁS ÚTIL A LOS HOMBRES QUE VIVEN JUNTOS, SER GOBERNADOS
POR UNO QUE POR MUCHOS
Esto aparte, conviene que procuremos saber cuál le esté mejor a una provincia o ciudad: el
ser gobernada por uno o muchos; y puede considerarse según el mismo fin del gobierno,
porque a lo que se debe enderezar la intención del que gobierna es a procurar el bien de los
que tiene a su cargo, Pues es propio del piloto, reservando la nave de los inconvenientes del
mar, guiarla sin daño al puerto. El bien, pues, y la salud de una multitud que vive junta, es
conservarse conforme y unida, que es lo que llamamos paz, y si ésta falta se pierde la utilidad
de vivir en compañía; y antes los muchos, siendo desconformes, serían dañosos a sí mismos. Y
ésta ha de ser la principal intención del que gobierna: procurar la unión que nace de la paz. No
se trata de si han de procurar esta paz los que gobiernan, como no se pregunta si el médico ha
de sanar al enfermo que cura, porque nadie ha de disputar del fin a que se endereza, sino de las
cosas que aprovechan para conseguirlo; por lo cual el Apóstol, encomendando la unión de los
fíeles, dice: “Sed solícitos en guardar la concordia del espíritu en el vínculo de la paz”, y así
cuanto el gobierno fuere más eficaz para conseguir esta unión, tanto más será útil.
Aquello, pues, llamamos más útil, que es más importante para alcanzar el fin que se
pretende; y es cierto que esta unión la puede fundar mejor lo que es de suyo uno, que muchos;
así como es eficacísima causa de calentar lo que por sí es cálido, luego más útil es el gobierno
de uno que de muchos. Y además de esto es claro que los muchos no pueden conservar la
multitud que gobiernan, si son disconformes. Y así se requiere entre ellos una cierta unión para
que puedan gobernar, porque no llevarían muchos una nave a esta o aquella parte, si no fuesen
en alguna manera aunados; y dícese que se unen muchas cosas, cuando se aproximan a una. Así
que mejor gobierna uno que muchos, por lo que se acerca más a esta unidad, y más, que las
cosas naturales son hechas perfectamente, y en cada una obra la naturaleza lo que es mejor, y
así todo gobierno natural es de uno. En la muchedumbre de los miembros uno, que es el
corazón, los mueve todos; y en las partes del ánima una fuerza principalmente preside,
conviene a saber, la razón. Tienen las abejas un Rey, y en todo el universo un Dios es hacedor
y gobernador de todo. Esto es conforme a la razón; y así cualquiera muchedumbre se deriva de
uno, y si las cosas que son del arte imitan a las que son por naturaleza y tanto más perfecta es la
obra del arte, cuanto más imita la natural, necesario es que en la muchedumbre de los hombres
sea lo mejor el ser gobernados por uno.
Y esto también lo muestra la experiencia, porque las provincias o ciudades que no son
gobernadas por uno están llenas de disensiones y faltas de paz, padecen grandes trabajos;
porque se vea que se cumple aquello de que el Señor se queja por el profeta, diciendo: “Los
muchos pastores han destruido mi viña”. Y al contrario, las provincias y ciudades que son
regidas por un Rey, gozan de paz y floreciendo en justicia viven alegres con abundancia de
todas las cosas; y así el Señor de los profetas promete a su pueblo, como grande cosa, el darle
una cabeza, y que será uno el Príncipe entre ellos.
CAPÍTULO III. QUE ASÍ COMO EL GOBIERNO DE UNO ES EL MEJOR, SIENDO JUSTO, NO
SIÉNDOLO ES EL PEOR, Y PRUÉBESE CON MUCHAS RAZONES
Así como el gobierno del Rey es el mejor, así es el peor el del tirano. Opónese la
democracia a la policía, porque ambos gobiernos (como se ha dicho), se ejercitan por
muchos: a la aristocracia la oligarquía, que entrambos son gobiernos de pocos, y el reino a la
tiranía, aunque entrambos son de uno. El ser el gobierno del Rey mejor, ya queda mostrado,
pues, si lo opuesto a lo mejor, es lo peor, necesario es que lo peor sea la tiranía; y más, que
la fuerza unida es más eficaz para cualquier efecto que la dividida, porque muchos juntos
suelen llevar alguna cosa que, si se dividiese una parte a cada uno, no podrían llevarla. Pues
así como es más útil que la fuerza que obra bien sea una, para ser más poderosa, así es más
nocivo si el poder que obra mal fuere uno, que no si fuese dividido. El poder del que
gobierna injustamente obra por mal del pueblo, cuando convierte el bien común en suyo
propio; y así como el gobierno justo, cuando los que gobiernan son menos, es mejor, como
el del Rey excede a la aristocracia, y la aristocracia a la policía, será al contrario en el
gobierno injusto, que cuanto los que gobiernen fuere menos, tanto más dañoso será el
gobierno; y así es peor la tiranía que la oligarquía, y la oligarquía que la democracia. Además
de esto el gobierno se hace injusto en cuanto se aparta del bien común de muchos y se
busca el particular de quien gobierna; y así cuanto se apartare más del bien común, tanto
será más injusto; y en la oligarquía apártese más del bien común, porque algunos pocos
procuran su provecho, y en la democracia menos, porque son más los que gobiernan
procurando su bien propio; y más que en todos se aparta del bien común en la tiranía,
donde se procura el bien de uno solo, porque a cualquiera generalidad son más propincuos
los muchos que los pocos, y los pocos que uno solo, y así el gobierno del tirano es
injustísimo.
Y también esto lo conocerá claramente quien considerare el orden de la divina
providencia, que óptimamente dispone todas las cosas, porque el bien de ellas nace de una
causa perfecta, como si se juntasen todas las que importan para causar este bien, y el mal
nace de los defectos singulares, porque no será hermoso un cuerpo si no fuesen todos sus
miembros convenientemente dispuestos; y la fealdad se causa de la disformidad de cualquier
miembro, y así la fealdad proviene generalmente de diversas cosas, y la hermosura sólo por
una causa perfecta; y así es en todos los bienes y males, queriéndolo Dios, para que el bien,
naciendo de una causa, sea más poderoso, y el mal nacido de muchas, sea más débil. Por
esto conviene que el gobierno sea de uno, para que sea más poderoso; pero si se inclinare a
la injusticia conviene que sea de muchos, para que sea más débil y que unos y otros se
impidan; de donde nace que de los gobiernos injustos el más tolerante es la democracia, y el
peor la tiranía.
Esto también se echa de ver con toda claridad si se consideran los males que causan los
tiranos; porque cuando el que gobierna, olvidado del bien común, busca el suyo particular,
consecuentemente agravia a los súbditos en diversas cosas, según que por sus pasiones es
inclinado a procurar su bien en diferentes cosas; porque al que le lleva la codicia roba los
bienes de los súbditos, de donde dijo Salomón: “El Rey justo ensalza la tierra y el injusto la
destruye”. Y si es inclinado a la ira, con poca razón se moverá a derramar sangre; por lo cual en
el vigésimo capítulo de Ezequiel se dice: “Sus Príncipes serán entre ellos como lobos que
arrebatan la presa para derramar la sangre”. De este modo de gobierno nos amonesta el sabio
que debemos huir, diciendo: “Apártate del hombre que tiene potestad para matar”, porque no
da la muerte según la justicia, sino con abuso del poder y por la pasión de su voluntad.
Así que en tal estado no puede haber ninguna seguridad y todo es incierto. Cuando el
gobierno se desvía de lo justo, no puede haber firmeza en nada que esté puesto en la voluntad
de otro, por no decir en el capricho. Ni sólo dañan a los súbditos en los bienes corporales, sino
que los impiden para los del ánimo, por lo que apetecen más el mandar que el aprovechar,
estorbando el aumento de los súbditos, temiendo que cualquiera excelencia de ellos sea dañosa
a su inicuo señorío; porque los tiranos más se temen de los buenos que de los malos, y siempre
la ajena virtud les es espantosa, y así se esfuerzan para procurar que sus súbditos no sean gente
de virtud ni tengan pensamientos magnánimos, para que no dejen de sufrir su mal gobierno, y
que entre ellos no haya conciertos, ni amistades, ni gocen de la correspondencia de la paz,
porque así no fiándose unos de otros, no pueden intentar nada contra ellos; por lo cual
siembran entre sus súbditos discordias, y fomentan las que están comenzadas, y prohíben todo
lo que entre los hombres es causa de amistad, como matrimonios, banquetes y otras cosas
semejantes, que en los ciudadanos suelen causar familiaridad y confianza. Procuran también
que no se hagan ricos ni poderosos, porque, teniendo por su malicia sospecha de la voluntad
de los súbditos, así como ellos con su poder y riqueza les dañan, temen que el poder y riqueza
de los vasallos no les sea a ellos dañosa; y así en el decimoquinto de Job, se dice: “El sonido de
terror esta siempre en sus orejas, y habiendo paz”, esto es, no intentando nadie hacerle mal, “él
siempre es sospechoso de traición”.
Y así por esto acontece que como a los que gobiernan como malos les pesa de la virtud de
sus súbditos, y la impiden con todas sus fuerzas, debiendo inducirlos a ella, donde gobiernan
tiranos siempre hay pocos hombres de valor, porque conforme a la sentencia del filósofo: “Allí
se hallan hombres fuertes, donde son honrados. los que son excelentes en fortaleza”, y como
dice Tulio: “Siempre están caídas, y prosperan poco las cosas que son de muchos reprobadas”,
y así es cosa natural que los hombres criados en servidumbre se hagan de ánimo servil y
pusilánimes para cualquiera obra varonil y grande, como lo muestra la experiencia en las
provincias que han sido mucho tiempo gobernadas por tiranos; de donde el Apóstol,
escribiendo a los colosenses, dice: “No queráis provocar vuestros hijos a indignación, porque
no se hagan pusilánimes”.
Y considerando estos daños de los tiranos, Salomón dice: “Reinando los malos, son las
ruinas de los hombres”, porque por la maldad de los tiranos se apartan los súbditos de la
perfección de la virtud. Y otra vez dice: “Cuando los malos tomaren el principado gemirá
pueblo como llevado en servidumbre”. Y otra vez: “Cuando se levantaren los malos,
escóndanse los hombres”, para escapar de la maldad de los tiranos; ni es maravilla, porque el
hombre que gobierna sin razón, según el apetito de su alma, no difiere en nada de las bestias. Y
así dice Salomón: “El Príncipe impío es un león enojado y un oso hambriento sobre su
pueblo”; y por tanto los hombres se esconden de los tiranos como de bestias crueles, y
parece que todo es uno, el sujetarse a un tirano o ponerse debajo de las garras de una bestia
fiera.
CAPÍTULO IV. CÓMO SE MUDÓ EL GOBIERNO ENTRE LOS ROMANOS, Y QUE ENTRE ELLOS
FUE MÁS AUMENTADO EL ESTADO POR EL GOBIERNO DE MUCHOS
Como lo peor y lo mejor del gobierno consiste en la monarquía, que es el principado de
uno a muchos, por la malicia de los tiranos, se les hace odiosa la dignidad real; pero algunos,
faltándoles el gobierno del Rey, caen en las crueldades de los tiranos, y los muchos
gobernadores entonces ejercitan la tiranía con cubierta de dignidad real. El ejemplo de esto
se muestra claro en la República Romana, porque siendo los reyes echados de aquel pueblo,
no pudiendo sufrir la soberbia de estos reyes, o por mejor decir tiranos, instituyeron sus
Cónsules y otros Magistrados, por los cuales comenzaron a gobernarse, queriendo mudar el
gobierno real en aristocracia. Y como refiere Salustio, es cosa increíble cuánto en breve
tiempo creció la ciudad de los romanos después de alcanzada la libertad; porque por la
mayor parte sucede que los hombres que viven debajo del gobierno de algún Rey, procuren
más flojamente el bien común, teniendo por cierto que lo que hacen por esto no lo hacen
para sí sino para otro, en cuyo poder ven estar todas las cosas de la República; y los que no
ven estar el bien común en poder de uno solo, no atienden a ello como cosa que es de otro,
sino que cada uno lo trata como suyo propio. Por lo cual muestra la experiencia que una
ciudad gobernada por gobernadores de cada año, algunas veces puede más que un Rey que
tuviese tres o cuatro ciudades; y muy pequeños servicios que pidan los reyes, se llevan peor
que grandes cargas impuestas por la comunidad, lo cual se vio en la mudanza de la Romana
República, porque el pueblo era recontado para la guerra, y pagaban el sueldo para los
soldados, y cuando el común erario no bastaba, vendían las riquezas particulares para las
cosas comunes; de tal suerte que alguna vez de más de los anillos y joyas que eran insignias
de dignidad, el mismo Senado vino a quedarse sin ninguna cosa de oro.
Pero como fuese fatigada con disensiones continuas, estas vinieron a crecer hasta que les
quitó de las manos la libertad de que tanto habían cuidado, y empezaron a vivir debajo de la
potestad de los Emperadores, los cuales al principio no se quisieron llamar Reyes, por ser
este nombre odioso a los romanos, pero algunos de ellos como Reyes fielmente procuraron
el bien común, y con sus obras la República Romana fue aumentada y conservada; mas
muchos de ellos, siendo tiranos para los suyos, y para con los enemigos perezosos y flojos,
volvieron la República Romana en nada.
Semejantes fueron los sucesos del pueblo hebreo, que al principio, cuando era
gobernado por jueces, de todas partes eran maltratados de los enemigos, porque cada uno
obraba conforme le parecía. Y después, siéndoles dados por Dios a su instancia los Reyes,
por la malicia de ellos se apartaron del culto del verdadero Dios, y finalmente fueron
llevados en cautiverio; así que en todo hay peligro, si temiendo la tiranía se evita el buen
gobierno del Rey, o si procurando éste, la potestad real se convierte en tiranía.
CAPÍTULO V. QUE EN EL GOBIERNO DE MUCHOS SUELE SUCEDER MÁS VECES LA TIRANÍA,
POR LO CUAL ES MEJOR EL GOBIERNO DE UNO
Cuando es forzoso escoger entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquella se
debe elegir de que menos mal se sigue. De la Monarquía, pues, aunque se convierta en tiranía,
se siguen menos males que del gobierno de muchos principales, si se corrompe; porque la
disensión, que muy de ordinario sucede en el gobierno de muchos, es contraria al bien de la
paz, que es el principal en los pueblos, y esta paz no la deshace la tiranía, sino que daña e
impide algunos bienes de los hombres en particular, si no es que esta tiranía sea excesiva, que
es cuando se convierte en crueldad contra todo el pueblo y así es más de desear el gobierno de
uno que el de muchos, aunque de entrambos se sigan peligros.
También se debe huir más de aquello de que más veces pueden suceder grandes peligros, y
los daños del gobierno de muchos son más ordinarios que los que suceden del de uno. Porque
por la mayor parte acontece que entre muchos alguno se aparte de la intención del bien
común, que cuando es uno solo; y cualquiera de ellos que huya de este bien común, luego hay
peligro de disensión entre los súbditos; porque habiendo disconformidad entre los Príncipes,
consecuentemente la ha de haber entre la muchedumbre del pueblo; pero si es uno el que
preside, por la mayor parte atiende al bien común; y cuando aparte de esto la intención, no
luego se sigue que trate de deshacer y suprimir los súbditos, que es el exceso de la tiranía y el
más alto grado de la malicia del gobierno, como lo hemos mostrado; y así más se deben huir
los peligros que nacen del gobierno de muchos que los que nacen del de uno; porque además
de esto no acontece menos veces convertirse en tiranía el gobierno de muchos que el de pocos,
sino antes por ventura más ordinariamente, porque en habiendo disensión por el gobierno de
muchos, sucede muchas veces que uno sobrepuja a los demás y usurpa para sí el señorío del
pueblo.
Lo cual se puede ver claramente en las cosas que por tiempos han sucedido, porque casi
siempre el gobierno de muchos ha venido a parar en tiranía, como parece manifiestamente en
la República Romana, que habiendo sido mucho tiempo gobernada por Magistrados,
levantándose en ella competencias, disensiones y guerras civiles, vino a caer en manos de
crudelísimos tiranos; y universalmente hallara cualquiera que considerare con diligencia los
tiempos pasados, y aun los de ahora, que son más los que han usado de tiranía en las tierras
que se han gobernado por muchos, que en las que se han gobernado por uno solo. Pues si el
gobierno que es el mejor se ha de huir por evitar la tiranía, y la tiranía no acontece menos veces
sino más en el gobierno de muchos que en el de uno, llanamente se concluye que importa más
vivir debajo del gobierno de un Rey, que no donde muchos gobiernan.
CAPÍTULO VI. CONCLUYESE QUE EL GOBIERNO DE UNO ES MEJOR; Y MUESTRA CÓMO SE
DEBEN HABER CON EL LOS SÚBDITOS; PORQUE NO SE LE DEBE DAR OCASIÓN DE TIRANIZAR,
Y QUE AUN ESTO SE DEBE TOLERAR, POR EVITAR MAYORES MALES
Pues que el gobierno de uno debe ser elegido por ser el mejor, y suele convertirse en
tiranía, que es el peor, como se echa de ver de lo dicho, se ha de procurar con toda
diligencia, que al pueblo se le dé tal Rey, que no venga a dar en tirano. Lo primero más
necesario que aquellos a cuyo oficio toca elijan por Rey hombre de tal condición que no sea
probable que se incline a la tiranía; y así Samuel, encareciendo la providencia de Dios acerca
de la institución de Rey, dice en el Primero de los Reyes, cap. 13: “Buscó Dios para sí un
varón conforme a su corazón”. Después se debe disponer el gobierno de la República de
manera que al Rey que hubiesen instituido se le quite ocasión de tiranizar, y juntamente
moderar su potestad, para que no pueda fácilmente inclinar a la tiranía; y para que esto sea,
se considerara lo que adelante iremos diciendo.
Finalmente se debe cuidar de lo que se haría si el Rey se convirtiese en tirano, como
puede suceder, y sin duda que si la tiranía no es excesiva, que es más útil tolerarla remisa por
algún tiempo que levantándose contra el tirano meterse en varios peligros que son más
graves que la misma tiranía. Porque puede acontecer que los que esto hacen no puedan
prevalecer, y que así provocado el tirano se haga más cruel, y cuando alguno pudiese
prevalecer contra él, muchísimas veces es causa de gravísimas disensiones en el pueblo, o
cuando se trata de descomponer el tirano, o después de derribado, sobre el ordenar el modo
del gobierno el pueblo se divide en diversas partes y opiniones; y también acontece que
cuando el pueblo con ayuda de alguno deshace al tirano, aquél con la nueva potestad se
adjudica y usa de la tiranía, y temiendo que otro haga con él lo que él hizo con el pasado
oprime con mayor servidumbre los súbditos, y así en las tiranías suele suceder que la que se
sigue es más grave que la de antes; porque el que entra no quita las cargas viejas y por su
malicia traza otras nuevas; y aun antiguamente deseando todos los de Siracusa la muerte de
Dionisio, cierta vieja continuamente rogaba a los dioses por su salud, y que le guardasen y
defendiesen; lo cual como fuese sabido del tirano, le preguntó por qué causa lo hacía, y ella
le respondió de esta manera: “Siendo yo moza, teníamos un tirano muy molesto y yo
deseábale mucho la muerte, y después de haber sido muerto, sucedió otro que era más duro
y también yo deseaba mucho que se acabase su dominio; después te hemos conocido a ti, el
tercero y peor que ellos, y así entiendo que si te quitasen el gobierno, sucedería en tu lugar
otro que fuese peor”.
Mas si fuese intolerable el exceso de la tiranía, a algunos les pareció que tocaba al poder
de los varones fuertes el dar la muerte al tirano y ofrecerse por la libertad del pueblo al
peligro de la muerte; de lo cual aún se halla ejemplo en el viejo Testamento, porque Aioth
con una daga que le clavó en un muslo, mató a Eglon, Rey de Moab, que oprimía el pueblo
de Dios con grave servidumbre, y fue hecho juez del pueblo. Pero esto no conviene con la
doctrina apostólica, porque san Pedro nos enseña que hemos de ser sujetos no sólo a los
buenos y modestos señores, sino a los que no fueron tales, diciendo en el segundo capítulo de
su segunda carta: “Éstas son muestras de la gracia, si alguno por Dios sufriere las injurias que
injustamente padece”. De donde es que, como muchos emperadores persiguiesen a la fe de
Cristo tiránicamente, aunque estaba convertida una grande multitud así de nobles como de
populares, se alaban los que sin resistir, pacientemente y estando armados, sufrieron la muerte
por Cristo, como parece claro en la sagrada legión de los Tebeos; y más se ha de juzgar que
Aioth mató a enemigo que no a Gobernador de su pueblo, aunque tirano; y así se lee en las
sagradas letras, que fueron muertos los que mataron a Joás Rey de Judá, aunque se había
apartado del culto del verdadero Dios, y los hijos de aquellos fueron reservados, conforme al
precepto de la ley; además de que aun al mismo pueblo le sería dañoso que cada uno por su
parecer particular pudiese procurar la muerte de los que gobiernan, aunque fuesen tiranos;
porque por la mayor parte más se exponen a estos peligros los malos que no los buenos,
porque como a los malos les suele ser pesado tanto el dominio de los reyes como el de los
tiranos, porque según la sentencia de Salomón, “el Rey sabio disipa los malos”, así más se le
seguiría de esto al pueblo peligro de perder los reyes, que remedio para librarse de los tiranos.
Por lo cual parece que más se debe proceder contra la crueldad de ellos por autoridad
pública, que por presunción particular. Lo primero, si de derecho pertenece al pueblo el elegir
Rey, puede justamente deponer el que habrá instituido y refrenar su potestad, si usa mal y
tiránicamente del poderío Real. Ni se puede decir que el tal pueblo procede contra la fidelidad
debida deponiendo al tirano, aunque se le hubiera sujetado para siempre, porque él lo mereció
en el gobierno del pueblo, no procediendo fielmente como el oficio de Rey lo pide, para que
los súbditos cumplan lo que prometieron. De esta manera los romanos echaron del reino a
Tarquino el Soberbio, a quien habían recibido por Rey, por la tiranía suya y de sus hijos,
poniendo en su lugar otra menor dignidad, que fue la Consular; y de esta manera también a
Domiciano, que sucedió a su padre Vespasiano y a su hermano Tito, modestísimos
emperadores, porque usaba de tiranía le hizo matar el Senado; y todos sus estatutos justamente
y en provecho del pueblo fueron revocados, de lo cual sucedió que el bienaventurado san Juan
Evangelista, discípulo amado del Señor, a quien el mismo Domiciano había desterrado en la
isla de Pathmos, fuese por decreto del Senado vuelto a Éfeso.
Mas, si perteneciese al derecho de algún superior el proveer de Rey a algún pueblo, se ha de
esperar de él el remedio contra la maldad de los tiranos, y así a Arquelao, que en Judea había
empezado a reinar en lugar de su padre Herodes e imitaba la paternal malicia, dando los judíos
quejas de él a Augusto César, al principio le fue disminuida la potestad, quitado el nombre de
Rey y la mitad del reino dividida entre otros dos hermanos; y después, no queriendo
enmendarse de sus tiranías, fue desterrado por Tiberio César a Lyon de Francia. Pero, cuando
totalmente no se pudiera hallar socorro humano contra el tirano, debemos acudir a Dios, que
es Rey de todos y es el que ayuda a tiempo oportuno en la tribulación, y en su poder está el
convertir el corazón del tirano a mansedumbre, según la sentencia de Salomón en el capítulo
decimosegundo de los Proverbios: “El corazón del Rey está en la mano de Dios, y le inclinará
a la parte que quisiere”, porque Él convirtió a mansedumbre el corazón del Rey Asuero, que
trazaba la muerte a los judíos, y Él es el que también convirtió a Nabucodonosor, Rey cruel,
y le hizo predicador de la potencia divina, pues dijo, como se lee en el cap. 4 de Daniel:
“Yo, Nabucodonosor, alabo, engrandezco y glorifico al Rey del Cielo, porque sus obras son
verdaderas y sus caminos justos juicios, y puede humillar a los soberbios”. Y a los tiranos
que tiene por indignos de conversión los puede quitar de entre los hombres o reducirlos a
ínfimo estado, según aquello del Sabio en el décimo del Eclesiastés: “La silla de los
capitanes soberbios destruyó Dios e hizo sentar en su lugar a los mansos”. Él es el que
viendo la aflicción de su pueblo en Egipto y oyendo sus clamores, anegó en el mar al tirano
Faraón y a su ejército. Él es el que al ya dicho Nabucodonosor, estando antes
ensoberbecido, no solo le derribó de su trono, sino que le quitó de la compañía de los
hombres y le volvió en semejanza de bestia. Ni se ha acortado su mano, para que no pueda
librar a su pueblo de tiranos, porque Él le promete por Isaías que le dará el descanso del
trabajo, golpes y dura servidumbre en que antes había servido. Y en el trigésimo cuarto de
Ezequiel, dice: “Libraré mi rebaño de sus bocas”, conviene a saber, de los pastores que se
apacentaban a sí mismos. Mas para que el pueblo alcance este beneficio de Dios, debe cesar
en sus pecados, porque en venganza de ellos por permisión divina tienen los malos el
Principado, como lo dice Dios en el decimotercio de Oseas: “Yo te daré Rey en mi furor”; y
en el trigésimo cuarto de Job se dice, que “hace reinar al hombre hipócrita por los pecados
del pueblo”; así que se ha de evitar la culpa para que cese Dios en la plaga de los tiranos.
CAPÍTULO VII. PREGUNTA EL SANTO DOCTOR QUÉ ES LO QUE PRINCIPALMENTE DEBE
MOVER AL REY A GOBERNAR BIEN: SI ES EL HONOR Y GLORIA DEL MUNDO, Y PONE ACERCA
DE ESTO ALGUNAS OPINIONES, Y LO QUE SE HA DE TENER
Y porque, según se ha dicho, es propio del Rey procurar el bien de muchos, demasiado
pesado sería este oficio si de esto no se le siguiese a él algún bien. Y habremos de considerar
qué bien es el premio que corresponde al Rey.
A algunos les ha parecido que no es otra cosa sino el honor y gloria del mundo, por lo
cual Tulio, en el libro de República, concluye que el Príncipe de la ciudad se ha de mantener
con esta gloria, de lo cual da la razón Aristóteles en sus Éticas, diciendo que al Príncipe que
no le basta el honor y la gloria por premio, consecuentemente se hace tirano; porque en los
ánimos de los hombres está asentado el procurar cada uno su bien propio; y si el Príncipe
no se satisficiere de honra y gloria, buscará deleites y riquezas, y se convertirá a robos e
injurias de los súbditos. Pero si recibimos esta opinión, se seguirán de ella muchos
inconvenientes, porque lo primero sería desigual premio para los Reyes, si padeciesen tantos
trabajos y cuidados por tan quebradiza paga; pues ninguna cosa hay entre las humanas más
frágil que el honor y gloria, que depende de la gracia de los hombres, pues depende de la
opinión de ellos, que es la cosa más mudable que hay en esta vida. Y de aquí es que el
Profeta Isaías llama a esta gloria flor de heno. Lo otro, el deseo de esta gloria aniquila la
grandeza del ánimo, porque el que procura el favor de los hombres, necesario es que todo
lo que hace y dice lo acomode a voluntad de ellos; y así, queriendo agradar a todos, se hace
esclavo de cada uno. Por lo cual el mismo Tulio, en el segundo de los Oficios, dice que se debe
huir “el apetito de esta gloria, porque roba la libertad del ánimo, por la cual deben trabajar
todos los hombres magnánimos”, y porque ninguna cosa conviene más al Príncipe, que
determine proceder bien, que esta grandeza de ánimo; por lo cual no es premio competente
para los Reyes la gloria del mundo.
Y también seria dañoso a los súbditos si los Reyes tuviesen esto por propio fin, porque el
que es bueno debe menospreciar la gloria del mundo, como los otros bienes temporales, pues
es propio del varón virtuoso y de ánimo fuerte menospreciar por la justicia así esta gloria como
la vida; de donde sucede una cosa admirable, y es que como esta gloria se sigue a los actos
virtuosos, siendo virtuosamente menospreciada, de este menosprecio de ella viene a adquirirla
el hombre mayor, según la sentencia de Fabio, que dijo: “El que desprecia la gloria, la alcanzara
verdadera”. Y de Catón dijo Salustio, que “cuanto menos procuraba gloria, tanto más la
alcanzaba”. Y los mismos ministros de Cristo se mostraron ser ministros de Dios en las
ocasiones de gloria y en las de bajeza, en la infamia y buena fama; y así no será conveniente
premio del bueno esta gloria, que desprecian los que lo son; porque, si solo este bien fuese
premio de los Príncipes, seguiríase que no le serían los buenos, o que si lo fuesen, quedarían
sin premio. Además de esto, del apetito de gloria provienen muy peligrosos males, porque
muchos, procurando la gloria inmoderadamente en las cosas de la guerra, se perdieron a sí y a
sus ejércitos, viniendo la libertad de la patria a poder de su enemigo; por lo cual Torcuato,
Príncipe Romano, para ejemplo de evitar este peligro, hizo matar a su hijo, que contra su
mandato peleó con el enemigo, aunque fue provocado de él, y le venció, para que no fuese de
más daño el ejemplo de su presunción que la gloria de haber muerto a su enemigo. Tiene
también la ambición de gloria otro vicio muy familiar, que es el fingimiento, porque es cosa
dificultosa, y que a pocos acontece, el poseer las verdaderas virtudes, solas a las cuales es
debido el honor, y muchos con la ambición de gloria fingen estas virtudes: por lo cual dice
Salustio: “la ambición ha forzado a muchos mortales a hacerse falsos y otros de lo que son, y a
que teniendo una cosa en el corazón tengan prontamente lo contrario en la lengua, y mues-tren
mejor cara que lo es la intención”. Pero nuestro Salvador a los que hacen buenas obras para
que el mundo las vea los llama hipócritas, que quiere decir fingidores; así como es peligroso al
pueblo que el Príncipe se incline a las riquezas y a los deleites, porque se hace robador y
contumelioso, así también es peligroso que se mueva por ambición de gloria; para que no se
haga presuntuoso y fingido.
Pero por lo que se echa de ver del sentido de los dichos de los sabios, no dieron por premio
al Príncipe el honor y la gloria porque a ello se debe enderezar su intención principalmente,
sino porque es más tolerable que procure esto, que no los deleites o riquezas; porque este vicio
es más cercano a la virtud, siendo así que esta gloria que los hombres desean no es otra cosa,
según dice San Agustín, sino un buen juicio y opinión que los otros tienen de ellos. La
ambición de gloria algún rastro tiene de virtud, pues por lo menos procura la aprobación de los
buenos y huye de desagradarlos; y pues es así que pocos llegan a alcanzar las verdaderas
virtudes, parece más tolerable que sea preferido en el gobierno el que a lo menos, temiendo
el juicio de los hombres, se aparta de los males manifiestos. Porque el que desea gloria y
fama, procura la aprobación de los hombres por el verdadero camino y por obras de virtud,
o a lo menos con dolo y con engaño; pero si el que desea ser señor carece de este deseo y
no teme parecer mal a los que juzgan bien, procura las más de las veces alcanzar lo que ama
con muy descubiertas maldades. De donde nace que sobrepuja a las bestias en los vicios de
crueldad o de lujuria, como se vio en el César Nerón, cuya lujuria dice san Agustín que fue
tal que ningún exceso de ella le avergonzaba; y que fue tanta su crueldad que en ninguna
cosa del mundo usaba de blandura; y esto lo significa bien lo que dice Aristóteles en sus
Éticas del varón magnánimo, diciendo que el tal no procura el honor y la gloria como cosa
tan grande que sea suficiente premio de la virtud, sino que no pretende otra cosa de los
hombres, porque entre las cosas de la tierra la de más estima es tener un hombre entre los
demás opinión de virtuoso.
CAPÍTULO VIII. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR CUÁL ES EL VERDADERO FIN DEL
REY, QUE LE DEBE MOVER A GOBERNAR BIEN
Y pues el honor y la gloria del mundo no es suficiente premio de la solicitud Real,
quédanos por saber lo que lo es. Es pues conveniente, que el Rey espere el premio de la
mano de Dios, porque el ministro espera de su Señor el premio de su oficio, y el Rey,
gobernando el pueblo, es ministro de Dios, pues dice el Apóstol a los romanos que toda
potestad viene del Señor Dios, y que “es ministro que castiga airado al que hace mal”; y en
el libro de la Sabiduría se ponen los reyes por ministros de Dios; y así de su mano deben los
reyes esperar el premio por el buen gobierno.
Remunera Dios a veces los servicios de los reyes con bienes temporales, premios que
son comunes a los buenos y a los malos; y así en el vigésimo noveno de Ezequiel, dice Dios:
“Nabucodonosor, Rey de Babilonia, hizo servir su ejército con grande trabajo contra Tiro, y
no se le ha dado la paga de Tiro a él ni a su ejército por el grande servicio que me hizo
contra aquella ciudad”, conviene a saber, el servicio con que dice el Apóstol que el que tiene
potestad “es ministro de Dios, castiga con ira al que hace mal”; y más abajo hablándole del
premio: “Por tanto esto dice el Señor Dios: Advertid que yo meteré a Nabucodonosor, Rey
de Babilonia, en la tierra de Egipto, y destruirá sus despojos y esto será paga para su
ejército”. Pues si a los Reyes malos que pelearon contra los enemigos de Dios, aunque no
fuese con intención de servirle sino de satisfacer sus odios y conseguir sus deseos, Dios los
remunera con tan grande paga, como darles victoria de sus enemigos, sujetarles reinos, y
ofrecerles los despojos de ellos, ¿qué hará con los buenos príncipes, que con buena
intención gobiernan el pueblo de Dios, y pelean contra sus enemigos? ¡No es terrena, sino
eterna la paga que les promete, y no en obras cosas sino en sí mismo!, que así lo dice San
Pedro a los pastores del pueblo de Dios: “Apacentad el rebano de Dios que está a vuestro
cargo…, y cuando venga el Príncipe de los pastores”, esto es, Cristo Rey de los reyes,
“recibiréis la corona de gloria, que no se puede marchitar”: de la cual dice Isaías en el vigésimo
-octavo: “Será el Señor corona de alegría y diadema de gloria para su pueblo”. Y esto es así
puesto en razón, porque todos los que tienen use de ella saben que el premio de la virtud es la
bienaventuranza.
La virtud de cualquiera cosa se describe, diciendo, que es la que “hace bueno al que la tiene,
y es causa de que haga buenas obras”: y cualquiera obrando bien, procura llegar a lo que tiene
más asentado en su deseo, lo cual es ser feliz, cosa que nadie puede dejar de apetecer; y así
convenientemente se espera por premio de la virtud lo que hace al hombre bienaventurado.
Pues, si el obrar bien es obra de virtud, y las buenas obras del Rey son gobernar bien sus
súbditos, también será el premio del Rey lo que le hiciere bienaventurado. Pues lo que esto sea,
hemos de considerar aquí.
Llamamos bienaventuranza al último fin de los deseos, y el ímpetu de ellos no puede
proceder en infinito: porque sería entonces vano el natural deseo, supuesto que no se pueden
alcanzar las cosas infinitas: mas como el deseo de la naturaleza intelectual sea lo bueno en
universal, este solo bien la puede hacer verdaderamente bienaventurada, alcanzando el cual,
ningún otro bien queda que pueda ser apetecido. Por lo cual la bienaventuranza se llama bien
perfecto, como el que comprende en si todos las cosas que se pueden desear; y tal como este
no lo es ningún bien de la tierra, porque el que tiene riqueza desea tener muchas más, y lo
mismo en las demás cosas, y cuando no procuran más de lo que tienen a lo menos desean que
aquello permanezca, o que otros bienes vayan sucediendo en lugar de aquellos. Pero como
ninguna cosa hay en la tierra permanente, síguese que no hay en ella nada que pueda quitar el
deseo, y así ninguna cosa terrena puede hacer a uno bienaventurado, para que sea premio del
Rey. Y más, que la perfección final y el bien perfecto de cualquiera cosa dependen de algún
superior, ya que aún en las cosas corporales acaece que unos cuerpos se hacen mejores en
juntándoseles otros más preciosos, y a la inversa empeóranse si se les juntan otros de inferior
calidad: como acontece con la plata, que si se le añade oro tornase más preciosa; si empero,
plomo, vuélvese impura. Mas como quiera que todo lo terreno está por debajo de la mente
humana, y la felicidad es la perfección final del hombre y el bien completo al que todos
deseamos llegar, ninguna cosa terrena puede hacer feliz al hombre. Por tanto nada terreno es
premio suficiente para el Rey. Porque, como dice S. Agustín, no llamamos felices a los
Príncipes Cristianos porque reinaron mucho tiempo, o porque, muriendo en paz, dejaron
hechos Reyes a sus hijos, o porque disminuyeron los enemigos de la República, o porque
pudieron oprimir y guardarse de los vasallos que se levantaron contra ellos, sino que los
llamamos felices si gobernaron justamente, si desearon más sujetar sus apetitos que cualquiera
naciones, y si todo lo que hacen es no por el ardor de la gloria falsa, sino por el amor de la
felicidad eterna. Los tales Emperadores Cristianos llamamos felices acá en la esperanza, y lo
serán con la posesión, cuando después venga el bien que esperamos. Ni hay otra cosa criada
que haga al hombre bienaventurado, ni que se le pueda al Rey señalar por premio, porque
cualquiera cosa camina al principio de quien su principio ha tenido ser, y la causa del alma
racional no es otra cosa sino Dios que la hizo a su semejanza. Luego solo Dios es el que
puede aquietar el deseo del hombre, y hacerle bienaventurado, y ser conveniente premio del
Rey.
Además de esto el alma racional es capaz de conocer el bien universal por el
entendimiento, y desearle por la voluntad; y el bien universal no se halla sino en Dios.
Luego ninguna cosa puede hacer al hombre bienaventurado, hinchiendo sus deseos, sino
Dios: de quien se dice en el Salmo 102: “El que hinche tus deseos en las cosas buenas”. Y
aquí debe poner el Rey su premio. Y así, considerando esto el Rey David, decía: “¿Qué
tengo en el Cielo, y qué quise de Ti en la tierra?” A la cual pregunta respondiendo el mismo,
añade: “Lo que me importa es llegarme a Dios, y poner mi esperanza en el Señor Dios,
porque él es el que da la salud a los Reyes”, no solo la corporal, que es común con las
bestias, sino también aquella de que dice en el decimoquinto de Isaías: “Mi salud durará
para siempre”: con la cual salva los hombres, haciéndolos iguales con los Ángeles: y así se
puede verificar que el premio del Rey no es el honor y la gloria del mundo; porque, ¿qué
honor mundano y caduco puede ser semejante a este honor, que el hombre sea ciudadano
de la casa de Dios y computado entre sus hijos, y que consiga con Cristo la herencia del Rey
de los Cielos? Este es el honor de que decía el Rey David: “En gran manera son honrados
tus amigos, Dios”. ¿Qué alabanza humana se puede comparar a ésta, que no la da la lengua
mentirosa de los aduladores ni nace de la errada opinión de los hombres, sino que nace del
testimonio de la interior conciencia, y con el del mismo Dios es confirmada? El cual, a los
que le confesaren, promete en cambio que los confesará en la gloria del Padre en presencia
de los Ángeles de Dios: y los que buscan esta gloria alcánzala, y alcanzan también la del
mundo que no buscan, según el ejemplo de Salomón que no solo recibió de Dios la
sabiduría que procuro, sino que le dio más gloria en el mundo que a los demás Reyes.
CAPÍTULO IX. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR QUE EL PREMIO DE LOS REYES Y
PRÍNCIPES TIENE EL SUPREMO GRADO EN LA BIENAVENTURANZA CELESTIAL: QUE SE
PRUEBA CON MUCHAS RAZONES Y EJEMPLOS
Quédanos, pues, de considerar además de esto, que los que usan el oficio Real digna y
loablemente tienen eminente grado en la bienaventuranza celestial, porque si la
bienaventuranza es premio de la virtud, consecuentemente ha de tener mayor premio la
virtud que fuere mayor: y es muy grande aquella con que un hombre no solo se gobierna a
sí mismo, sino que juntamente puede gobernar a otros, y tanto más cuanto fueren más los
que gobierna; porque así como en la fuerza corporal tanto es uno tenido por más fuerte
cuantos más puede vencer, o cuanto mayores pesos puede levantar, así también se requiere
mayor virtud para regir una familia que para regirse cada uno a sí mismo, y mucho mayor
para regir una Ciudad o un Reino: y así se muestra que es virtud excelente ejercer bien el
oficio Real, y que se le debe excelente premio.
Y más, que en todas las artes y gobiernos son más de alabar los que gobiernan bien a otros,
que los que con preceptos ajenos se gobiernan bien a sí mismos. En las cosas especulativas
más es enseñando mostrar a otros la verdad, que el poder aprender lo que se enseña, y en las
cosas artificiales de más estimación es y por mayor precio se paga el arquitecto que dispone el
edificio, que los otros artífices que según aquella disposición lo hacen por sus manos. Y en las
cosas de la guerra mayor gloria alcanza de la victoria la prudencia del general que la fortaleza
del soldado: así pues, procede el gobernador de un pueblo en las cosas que cada uno debe
hacer conforme a virtud, como el maestro en las ciencias, y el arquitecto en los edificios y
como el general en las guerras: por lo cual el Rey es digno de mayor premio, si gobierna bien
sus súbditos, que ninguno de los que debajo de su gobierno proceden bien.
Además de esto, si es propio de la virtud hacer que las obras del hombre sean buenas, bien
se muestra que es mayor virtud aquella por la cual se hacen mayores buenas obras. Mayor cosa
es, pues, y más divina, el bien común que el bien particular, por lo cual algunas veces se lleva el
mal de uno si se convierte en bien común, como se da la muerte a un ladrón, para que deje en
paz al pueblo: y el mismo Dios no dejara que hubiera males en el mundo, si no sacara bienes
de ellos para la utilidad y hermosura del universo. Y así, pues pertenece al oficio del Rey
procurar con cuidado el bien de muchos, mayor premio se le debe por la buena administración
del pueblo, que al súbdito por la buena obra. Y esto se manifiesta más si se considera más
menudamente. Es alabada cualquier persona particular, y se sabe que recibirá premio de Dios,
si socorre al necesitado, si hace paces entre los que están discordes, o si libra a alguno de los
agravios de otro más poderoso: y finalmente si diere a otro cualquier ayuda o consejo que sea
de provecho. Pues ¿cuánto más será digno de la alabanza de los hombres y de que le premie
Dios, el que hace que toda una provincia tenga paz? ¿el que deshace las violencias?, ¿el que
guarda justicia, y con sus leyes y preceptos dispone lo que deben hacer los hombres? Y
también se muestra la grandeza de la virtud de los Reyes, en que tienen una grande semejanza
de Dios, pues obra en su Reino lo que Dios en el mundo. Por lo cual en el capítulo 22 del
Éxodo, los Jueces de la multitud son llamados Dioses: y también entre los romanos llamaron
Dioses a los Emperadores; porque tanto es un hombre más acepto a Dios, cuanto más se llega
a serle semejante: por lo cual el Apóstol dice a los de Éfeso: “Sed imitadores de Dios, como
hijos carísimos”. Y si, según la sentencia del Sabio: “Todo animal ama su semejante, por
cuanto lo causado tiene alguna manera semejanza de la causa”: consecuente cosa es que los
Reyes buenos sean muy aceptos a Dios, y grandemente premiados de su mano.
Y pasando más adelante, y usando de las palabras de San Gregorio: “¿Qué es la tempestad
de la mar, sino tempestad de la mente?” Estando quieta la mar, gobierna la nave cualquiera,
aunque no sepa; pero, turbada la mar en las ondas de la tormenta, aun el más diestro marinero
se confunde: y así por la mayor parte en los peligros de gobierno se pierde el uso de bien obrar
que había en la tranquilidad; porque, como dice san Agustín, entre las lenguas que los ensalzan
y honran, y entre las sumisiones de los que con demasiada humildad les hablan, muy
dificultoso es que no se ensoberbezcan, sino que se acuerden de que son hombres. Y, en el
capítulo 31 del Eclesiastés, se llama bienaventurado el varón que no se dejó ir tras el oro ni puso
sus esperanzas en los tesoros de dinero: el que, sin que le castigasen, pudo ser trasgresor de
las leyes y no lo fue, y que pudiendo hacer mal no lo hizo, por lo cual, como aprobado en
las obras de virtud, es tenido por fiel. De donde, según el proverbio de Biante, el Principado
muestra quién es el hombre, porque muchos que eran tenidos por virtuosos estando en
humilde estado, en habiendo llegado a la alteza del Principado se apartan de la virtud: y así
las grandes dificultades que se ofrecen a los Príncipes para gobernar bien, los hacen dignos
de mayor premio. Y si alguna vez por su flaqueza pecaren, son más dignos de excusa para
con los hombres, y alcanzarán más fácilmente el perdón de Dios si, como dice san Agustín:
“Humillados por sus pecados, no menospreciaren el hacer sacrificio de oración y de
misericordia a su verdadero Dios”: para ejemplo de lo cual, de Acab, Rey de Israel que
había pecado mucho, dijo Dios a Elías: “Porque se ha humillado por mi causa, no enviaré
este mal en su tiempo”. Y no solo se puede mostrar con razones que a los Reyes se les debe
un premio aventajado, sino que también se confirma con autoridad divina, porque en el
capítulo 12 de Zacarías se dice: Que en aquel día de bienaventuranza, en que el Señor será
protector de los moradores de Jerusalén, esto es en la visión de la eterna paz, las casas de
otros serán como las casas de David, conviene a saber, porque todos los Reyes reinaran con
Cristo, como los miembros con su cabeza; pero la casa de David será como la casa de Dios,
porque así como gobernando hizo en su pueblo fielmente el oficio de Dios, así en premio
estará propincuo y se acercara más a Él. Y también parece que los Gentiles en alguna
manera se dieron a entender esto, cuando pensaban que los fundadores y conservadores de
sus ciudades eran transformados en Dioses.
CAPÍTULO X. QUE LOS REYES Y PRÍNCIPES DEBEN TRATAR DEL BIEN COMÚN POR EL
BIEN SUYO PROPIO QUE DE ÉL SE LES SIGUE, Y QUE LO CONTRARIO SE SIGUE AL QUE
GOBIERNA TIRÁNICAMENTE
Pues a los Reyes se les propone un premio tan grande en la bienaventuranza, deben
procurar con diligente cuidado no inclinarse a la tiranía, porque ninguna cosa les debe ser
más acepta que de la honra Real con que son sublimados en la tierra y ser transferidos a la
gloria del Reino Celestial: y yerran los Tiranos que por algunas comodidades de la tierra se
privan de tan grande premio, el cual pudieran alcanzar gobernando justamente, porque cuan
necia cosa sea por cosas tan pequeñas y por bienes temporales perder los que son mayores y
sempiternos, no hay quien no lo conozca, si no es tonto o infiel.
Y más que estos mismos bienes temporales, por los cuales los Tiranos se apartan de la
justicia, con mayor ganancia los alcanzan los Reyes que conforme a ella gobiernan. Lo
primero, porque entre las cosas del mundo ninguna hay que dignamente se pueda preferir a
la amistad, porque ella es la que junta y aúna los virtuosos y conserva y levanta la virtud, y es
de quien todos tienen necesidad en cualquiera negocio que hayan de tratar, y la que
oportunamente entra en las cosas prósperas y en las adversas no desampara a los hombres.
Ella es la que es causa de los mayores contentos, de tal suerte que cualquiera cosa, por
delectable que sea, sin amigos se convierte en cansancio y enfado, y las que son ásperas el amor
las hace fáciles y de ninguna pesadumbre: ni ha habido tan gran crueldad de Tirano que no se
deleitase con la amistad. Porque como Dionisio, Tirano de Siracusa, quisiese matar a uno de
dos amigos que se llamaban Damon y Phitias, y el que había de ser muerto alcanzase del
Tirano tiempo para ir a su tierra y componer sus cosas, quedando el otro en su poder por
fiador de la vuelta de su amigo, y llegándose el día del plazo, visto que el ausente no venía,
todos confirmaban por necio al fiador; pero él decía que no temía falta de la constancia de su
amigo, el cual volvió a la misma hora que había de ser muerto. Y entonces admirado el Tirano
del ánimo de entrambos, les perdonó el castigo movido de ver su fe y grande amistad, y les
rogó que le admitiesen a ser tercero en ella. Pero este bien de la amistad no le pueden alcanzar
los Tiranos, aunque le deseen; porque vemos que los que se tratan, se juntan en amistad o por
parentesco o por semejanza de costumbres o por otro modo de comunicación o compañía.
Poca pues puede ser la amistad entre el Tirano y los súbditos: porque, como se sienten oprimir
por la tiránica injusticia, y echan de ver que no los aman, de ninguna manera pueden ellos
amar, ni tienen los Tiranos por qué quejarse de sus vasallos si no los aman, pues no son tales
para ellos que merezcan ser amados. Mas los buenos Reyes, cuando tratan con cuidado del
provecho común, y que los súbditos conocen que por su causa se les siguen bienes y
comodidades, son amados de todos, porque muestran que los aman, porque en una multitud
de gente no cae tan gran malicia que tengan odio a sus amigos, y que a sus bienhechores les
den mal por bien. Y así de este amor nace que el Reino de los buenos Reyes es estable y
permanente, cuando por sus súbditos no rehúsan de ponerse a cualesquiera peligros. De lo cual
tenemos ejemplo en Julio César, de quien refiere Suetonio que de tal manera amaba a sus
soldados, que sabiendo la muerte de algunos no se quitó el cabello ni la barba hasta vengarlos,
con lo cual hacía tan aficionados sus soldados que siendo algunos de ellos presos por sus
enemigos, dándoseles libertad con condición que militasen contra Cesar, no la quisieron
aceptar. Y también Octaviano Augusto, que usó del Imperio modestísimamente, de tal manera
era amado de sus vasallos, que muchos al tiempo de la muerte mandaban cumplir los votos que
habían hecho porque los Dioses les diesen más vida que a ellos mismos, viendo que se les
cumplía su deseo.
No es pues fácil que se perturbe el dominio del Príncipe, a quien el pueblo ama con tan
común voluntad: por lo cual Salomón dice en el vigésimo noveno de los Proverbios: “El Rey
que juzga a los pobres conforme a la justicia, será confirmado en su trono para siempre”, pero
el dominio del Tirano no puede durar mucho, porque es odioso a todos y no puede
conservarse largo tiempo lo que repugna al deseo de muchos, porque apenas hay en el mundo
ninguno que pase su vida sin tener algunas adversidades, y así no puede faltar ocasión de
levantarse contra el Tirano en algún tiempo de adversidad; y en habiéndola, no falta de muchos
alguno que use de la ocasión, y al que se levantare le seguirá el pueblo de su voluntad, y no
podrá fácilmente quedar sin efecto, lo que se intenta con la ayuda de muchos, y así apenas
puede suceder que el dominio del Tirano dure por largo tiempo. Y esto se verá
manifiestamente, si cada uno considera con lo que se conserva el dominio de los Tiranos,
porque no se conserva con amor: pues, como queda dicho, entre el Tirano y los súbditos
poca o ninguna amistad puede haber, y de la fe de los vasallos no se pueden confiar los
Tiranos, porque no se halla tanta virtud en algunos que por razón de la fidelidad se
detengan de no sacudir de sí, si pueden, el yugo de una no debida servidumbre; y por
ventura, conforme a la opinión de muchos, no será contra fidelidad librarse por cualquiera
camino de la tiránica malicia: y así es llano que sólo con el temor se sustenta el gobierno del
Tirano, y por esto procuran con todas veras ser temidos de los súbditos.
El temor, pues, es débil fundamento, porque los que están sujetos por temor, si viene la
ocasión de poderse levantar contra los que mandan, lo harán con tanto mayores veras
cuanto más contra su voluntad y por solo temor eran oprimidos, como el agua que está
encerrada por violencia cuando halla la salida rompe con mayor ímpetu: y aun este mismo
terror de los súbditos es peligroso para el Tirano, siendo así que muchos por demasiado
temor han dado en desesperación, y la desesperación de remedio precipita a intentar
cualquier cosa atrevidamente: y así no puede el dominio del Tirano ser durable. Y esto no se
prueba menos con ejemplos, porque cualquiera que mirare los hechos de los antiguos, y los
sucesos de los modernos, apenas hallará qué gobierno de Tirano haya sido muy largo. Y así
Aristóteles en su política, habiendo contado muchos Tiranos, muestra que el dominio de
todos se acabó dentro de poco tiempo, de los cuales con todo eso algunos gobernaron más
años que otros, porque no eran en la tiranía tan excesivos, y en muchas cosas imitaban la
modestia Real.
Y esto aún se hace más claro con la consideración del divino juicio; porque como se dice
en el trigésimo cuarto de Job, hace reinar al hombre hipócrita por los pecados del pueblo, y
ninguno se puede llamar con más verdad hipócrita que el que teniendo oficio de Rey
procede como Tirano; porque hipócrita se dice el que representa la persona de otro, como
se suele hacer en los teatros. Así pues Dios permite que haya Tiranos para castigo de los
pecados de los súbditos, y el tal caso se llama ira de Dios, y así dice el Señor: “Yo os daré
Rey en mi furor”. Infeliz pues es el Rey que es dado al pueblo en el furor de Dios, pues no
puede ser estable su dominio, porque Dios no se olvidará de tener misericordia, ni detendrá
en su ira sus misericordias, antes en el segundo de Joel, se dice: Que sufre y tiene mucha
misericordia, y que es poderoso sobre la malicia, y así Dios no permite que los tiranos
reinen mucho tiempo, sino que habiendo dado tempestad al pueblo con dárselos, después
con quitárselos les vuelve a dar tranquilidad. Por lo cual dice el Sabio: “Destruyó Dios las
sillas de los capitanes soberbios e hizo sentar en su lugar a los mansos”.
Y también parece por la experiencia, que los Reyes alcanzan más riquezas con la justicia,
que los tiranos con los robos, porque como el dominio de los tiranos es a disgusto de todos,
tienen ellos necesidad de tener muchos soldados armados con que estén seguros de los
súbditos, y con esto han de gastar más de lo que a ellos les roban. Pero en el señorío de los
Reyes, como es a gusto de sus súbditos, todos son soldados para guarda suya, conque no
tienen necesidad de gastar, y antes en las ocasiones de necesidad algunas veces dan más a
los Reyes de su voluntad que lo que suelen robar los tiranos; y así se cumple lo que dice
Salomón en el decimoprimero de los Proverbios: Unos, conviene saber a los Reyes, dividen su
hacienda propia, haciendo bien a sus súbditos, y se vienen a hacer más ricos; y otros, conviene
saber a los tiranos, roban lo que no es suyo, y siempre están con necesidad; y de la misma
manera, por justo juicio de Dios, acontece que los que juntan riquezas injustamente,
inútilmente las desperdician, o que justamente se las quitan, porque como dice Salomón en el
quinto del Eclesiástico: “El avariento no se hinchará de dinero, ni el que ama el dinero
alcanzará fruto de él”; antes, como dice en el decimoquinto de los Proverbios: “Conturba su
casa el que sigue la avaricia”. Pero a los Reyes que procuran la justicia, Dios les añade riquezas,
como a Salomón, que cuando procuró sabiduría para juzgar, le fue prometida abundancia de
riquezas.
De la buena fama parece superfluo hablar, porque ¿quién dudará que los buenos Reyes no
solo en la vida pero aun después de la muerte, viven en cierto modo en las alabanzas de los
hombres, y que siempre dura el deseo de ellos? Pero el nombre de los malos o se acaba luego,
o si fueron excelentes en malicia, detestándolos nos acordamos de ellos; de donde Salomón
dice en el décimo de los Proverbios: “La memoria del justo con alabanzas; pero la del malo se
pudrirá, porque se acaba o dura con hediondez”.
CAPÍTULO XI. QUE LOS BIENES DEL MUNDO, COMO SON RIQUEZAS, PODER, HONOR Y
FAMA, MEJOR LOS ALCANZAN LOS REYES QUE LOS TIRANOS; Y DE LOS MALES EN QUE LOS
TIRANOS CAEN AUN EN ESTA VIDA
Por lo dicho parece que la estabilidad del poder, las riquezas, el honor y la fama mejor y más
conforme a su voluntad lo alcanzan los Reyes que los tiranos, aunque por haberlas
injustamente el Príncipe se inclina a la tiranía; porque nadie se aparta de lo justo, uno llevado
del deseo de alguna comodidad, y además de esto se priva el tirano de la excelentísima
bienaventuranza que se debe por premio a los Reyes, y lo que es más grave de todo, que
adquiere el mayor grado de tormento en las penas. Porque si el que roba a un hombre solo, o
le obliga a servidumbre injusta o le da la muerte, merece grave pena, como en el juicio humano
la muerte, y en el de Dios la condenación eterna, ¿cuánto más debemos entender que merecerá
más graves castigos el tirano, que por todas partes roba a todos y a todos procura quitar la
libertad, y da la muerte a cualquiera que se le antoja? Los tales raras veces hacen penitencia,
hinchados con el viento de la soberbia, desamparados de Dios por sus pecados, y halagados
con las adulaciones de los hombres, muy raras veces pueden satisfacer como deben; porque
cuando restituyan todo lo que han llevado fuera, de lo que según justicia se les debe, lo cual
nadie duda que están obligados a restituirlo, ¿cuándo harán recompensa a los que injustamente
oprimieron e hicieron daños de cualquier manera que fuese? Y añádaseles, para no hacer
penitencia, pensar que les fue lícito todo lo que pudieron hacer sin resistencia, y sin que
pudiesen ser castigados; de donde es, que no solamente no procuran enmendar lo que hicieron
mal, sino que haciendo ley de su mala costumbre, pasan a sus descendientes el atrevimiento de
pecar; y así los tales no sólo tienen a su cargo para con Dios sus mismos pecados, sino también
los de aquellos a quien dejaron ocasión de pecar, y también agrava su pecado la dignidad del
oficio que tienen; porque así como un Rey de la tierra castiga más gravemente a sus
ministros, si los halla que le son contrarios, así Dios dará mayor castigo a los que hace
ministros y ejecutores de su justicia, si procedieron mal, convirtiendo la justicia de Dios en
amargura. De donde es que en el libro de la Sabiduría se dice a los malos Reyes: “Porque
cuando erais ministros de aquel reino no juzgasteis rectamente, ni guardasteis la ley de mi
justicia, ni anduvisteis según la voluntad de Dios, horrendamente y presto se os mostrará;
porque se hará durísima justicia en los que presiden, porque al pequeño concédesele
misericordia; más los poderosos potentemente padecerán los tormentos”. Y a
Nabucodonosor se le dice en el decimocuarto de Isaías: “Serás llevado al infierno, a lo
profundo del lago, los que te vieren se inclinarán hacia a ti y te mirarán como metido en lo
más profundo de las penas”. Pues si a los Reyes les vienen los bienes temporales
abundantemente, y se les prepara por Dios tan alto grado en la bienaventuranza, y los
tiranos por la mayor parte se quedan sin los bienes temporales que desean, y de más de esto
están sujetos a muchos peligros, y lo que es más que todo, son privados de los bienes
eternos y guardados para gravísimas penas; con vehemente cuidado deben procurar los que
toman el gobierno ser para sus súbditos Reyes y no tiranos. Todo esto hemos dicho para
mostrar lo que es ser Rey, y que le conviene a una República tenerle, y también que al que
preside le conviene mostrarse Rey y no tirano, para con sus súbditos.
CAPÍTULO XII. PROCEDE MOSTRANDO LO QUE ES EL OFICIO DEL REY, ADONDE
CONFORME A LAS COSAS NATURALES MUESTRA QUE EL REY CON EL REINO ES COMO EL
ALMA EN EL CUERPO Y A LA MANERA QUE DIOS EN EL MUNDO
Consecuente es a lo dicho el considerar lo que es el oficio de Rey, y que tal conviene que
él sea, y porque las cosas del arte imitan las naturales, de quien se aprendieron para proceder
conforme a la razón, parece se debe medir el gobierno Real por la forma del gobierno
natural. Hállase pues en las cosas naturales gobierno universal y particular. El universal,
según que todas las cosas se contienen debajo del gobierno de Dios; porque todas con su
providencia las gobierna. Y el particular, que se halla en el hombre también, es muy
semejante al gobierno divino, por lo cual el hombre es llamado mundo menor, porque en él
se halla la forma del gobierno universal; porque así como todas las criaturas corporales y
todas las virtudes espirituales están debajo del gobierno divino, así los miembros del cuerpo
y las demás potencias del alma son regidas por la razón; y así en esta manera se halla la
razón en el hombre como Dios en el mundo.
Mas, porque según ya dijimos el hombre es animal naturalmente sociable que vive entre
otros muchos, se halla en él una semejanza de gobierno divino, no solo en cuanto cada uno
por la razón se gobierna a sí mismo, sino también porque por la razón de un hombre solo
se gobiernan otros muchos; lo cual principalmente conviene al oficio del Rey, pues aun en
algunos animales que viven en compañía se halla una semejanza de este gobierno, como las
abejas que se dice que tienen su Rey entre sí, no porque en ellas haya gobierno por razón, sino
por instinto natural que les dio el sumo gobernador, que es hacedor de la naturaleza.
Conozca pues el Rey que el oficio que tiene es ser en su Reino como el alma en el cuerpo y
como Dios en todo el mundo; que si considera esto, por una parte se le encenderá el celo de la
justicia, mirando que esta puesto en lugar de Dios para juzgar a su Reino, y por otra parte se
hará manso y clemente, teniendo a cada uno de los que están debajo de su gobierno por
propios miembros suyos.
CAPÍTULO XIII. DE ESTA SEMEJANZA SACA EL MODO DEL GOBIERNO, PORQUE ASÍ COMO
DIOS DISTINGUE TODAS LAS COSAS CON UN CIERTO ORDEN Y PROPIA OPERACIÓN Y LUGAR, ASÍ
LO HA DE HACER EL REY EN SU REINO, Y LO MISMO DICE DEL ALMA
Conviene pues considerar lo que Dios obra en el mundo, y así se verá manifiestamente lo
que el Rey tiene obligación de hacer en el Reino.
Y se han de considerar universalmente dos obras de Dios en el mundo. La una el haberle
formado, y la otra cómo después de formado le gobierna; y también tiene estos dos oficios el
alma en el cuerpo; porque lo primero por virtud del alma time forma el cuerpo, y después por
ella es regido y gobernado. El segundo de los cuales es el que más propiamente toca al oficio
del Rey, por lo cual a todos los Reyes les pertenece el gobierno, y de la administración de él
toman este nombre. Pero el primer oficio no toca a los Reyes, porque no todos fundan el
Reino o la ciudad en que reinan, sino que toman el cargo de gobernar el Reino o ciudad que ya
está fundada; y es de notar que si no hubiera precedido quien fundara el Reino o ciudad, no
tuviera lugar la gobernación de ellos.
Y también debajo del oficio del Rey se comprende la fundación del Reino o ciudad, porque
algunos fundaron las ciudades en que reinaron, como Nino a Nínive, y Rómulo a Roma; y de
la misma manera pertenece al oficio del que gobierna considerar las cosas que estén bien
gobernadas, y usar de ellas para el fin a que fueron instituidas, porque no se puede conocer
cumplidamente el oficio del gobierno si se ignoran las razones del fundamento del Reino o de
la ciudad.
Y la razón de la fundación de un Reino se debe tomar de la institución y fundamento del
Mundo, en el cual lo primero se considera la producción de las mismas cosas, y después la
ordenada distinción de las partes del mundo; y además de esto a cada parte de él le fueron
distribuidas diversas especies de cosas, como las estrellas al cielo, las aves al aire, los peces al
agua y los animales a la tierra; y después a cada cosa la proveyó Dios abundantemente de lo
que tenía necesidad. Esta razón de la institución del mundo expresó Moisés sutil y
diligentemente; porque lo primero propone la producción de las cosas, diciendo: “En el
principio creó Dios el Cielo y la tierra”, y después muestra que todas las cosas según
conveniente orden fueron por Dios producidas unas de otras; conviene a saber, el día de la
noche, las cosas superiores de las inferiores, y la mar de la tierra; y después cuenta cómo fue el
Cielo adornado con lumbreras, el aire con aves, la mar con peces y la tierra con animales; y lo
último, cómo fue señalado a los hombres el dominio de la tierra y de los animales; y el uso
de las plantas dice que es igual a los hombres y a los demás animales, por la divina
providencia; mas el que funda una ciudad no puede producir hombres ni los lugares para
habitar, ni las demás cosas necesarias para la vida, sino que es necesario usar de los que hay
en el mundo.
También como a las demás artes les da materia la naturaleza para sus obras, y el herrero
toma el hierro, y el que edifica la madera y las piedras para el uso de su arte, así es necesario
al fundador de una ciudad o de un Reino, lo primero elegir sitio a propósito que siendo
saludable conserve los habitantes, y que por la fertilidad les produzca suficientes
mantenimientos, y que deleite con su amenidad, y con las defensas haga los moradores
seguros de sus enemigos, y cuando faltare alguna de estas comodidades, tanto será el sitio
mejor cuanto tuviere más de ellas o de las más necesarias. Y después conviene que el
fundador del Reino o ciudad divida el lugar que ha elegido, según lo piden las cosas que se
requieren para la perfección del Reino o de la ciudad; como si se hubiese de fundar un
Reino, conviene advertir qué sitio es bueno para fundar las ciudades, cuál para las aldeas, y
cuál para las fortalezas y castillos; dónde se deba instituir el estudio de las letras, dónde los
ejercicios de los soldados, y las juntas de los mercaderes y negociantes, y así las demás cosas
que requiere la perfección de un Reino; y si se fundare alguna ciudad, conviene señalar en
qué lugares hayan de estar los templos, en cuál el tribunal de la justicia, y cuál se deba
disputar a cada género de artífices, y además de esto conviene juntar los hombres y
dividirlos en lugares convenientes a sus oficios; y finalmente se ha de tratar de que todos
tengan lo necesario, según el ser y el estado de cada uno, porque de otra manera de ninguna
suerte podría permanecer el Reino ni la ciudad. Esto es para decir en suma, lo que pertenece
al oficio del Rey en la fundación de un Reino o ciudad, tomada la semejanza de la
institución del mundo.
CAPÍTULO XIV. QUÉ MODO DE GOBERNAR LE COMPETE AL REY SEGÚN EL MODO DEL
GOBIERNO DIVINO, EL CUAL MODO DE GOBIERNO SE COMPARA AL DE LA NAVE, Y SE PONE
UNA COMPARACIÓN DEL GOBIERNO REAL Y DEL SACERDOTAL
Así, pues, como la fundación de la ciudad o Reino se toma convenientemente de la
forma de la institución del mundo, así del orden con que él es gobernado se debe tomar el
modo de gobernar; y baste con considerar que el gobernar no es más que encaminar una
cosa el que la gobierna a su conveniente fin, como se dice que una nave es gobernada
cuando la industria del piloto por derecho camino y sin daño la guía al puerto; así que
cuando alguna cosa se ordena a algún fin que no tiene en sí, como la nave a puerto,
entonces pertenecerá al oficio del que la gobierna no sólo el conservarla sin daño, sino
hacerla navegar y acercarse al fin que pretende. Y si hubiese alguna cosa que no tuviese por
fin otra, sino lo que tuviese en sí misma, solo se enderezaría la intención del que la gobierna
a conservarla sin que recibiese daño.
Y aunque no se halla cosa de esta manera fuera de Dios, que es fin de todas las cosas, con
todo eso acerca de lo que se ordena al fin extrínseco se pone cuidado de muchas maneras por
diferentes personas; porque podrá ser uno el que tenga cuidado de que una cosa se conserve en
su ser, y otro el que trate de que pase adelante en la perfección, como claramente parece en la
nave, de donde tomamos la semejanza del gobierno; porque hay artífices que tienen cuidado de
aderezar si algo se descompone en ella, y el piloto tiene cuidado de que navegue adelante; así
también acontece al hombre, porque el médico trata de conservarle en salud, y el padre de
familia de que tenga las cosas necesarias para la vida, el maestro, de que conozca la verdad, y el
ayo de las costumbres, para que viva conforme a razón.
Y si el hombre no se encaminase a algún bien que no tiene de sí, bien le bastará este
cuidado; pero hay un bien fuera del hombre, mientras vive, que es la bienaventuranza última,
que después de la muerte esperamos alcanzar en la fruición de Dios. Porque, como el Apóstol
dice en la segunda carta cap. 5, a los de Corinto: “Mientras estamos en este cuerpo vamos
peregrinos y ausentes del Señor”; por lo cual el hombre cristiano, para quien Cristo por su
sangre adquirió aquella bienaventuranza, y que para conseguirla tiene prendas del Espíritu
Santo, tiene necesidad del otro cuidado espiritual, con que sea guiado al puerto de la salud
eterna. Este cuidado tienen entre los fieles los ministros de la Iglesia de Cristo.
Y lo mismo debemos juzgar del fin de toda una muchedumbre que del de uno solo, porque
si el fin que el hombre procura fuera algún bien que tuviera en sí mismo, también el fin de
gobernar a muchos fuera de la misma manera, para que lo adquirieran y permanecieran en él. Y
si este último fin de uno o de muchos fuera la salud y vida corporal, fuera oficio del médico del
cuerpo, y si fuera la abundancia de las riquezas, el padre de familia fuera un cierto Rey del
pueblo; y si el bien del conocimiento de las ciencias fuera cosa a que todo el pueblo pudiera
llegar, el Rey tuviera oficio de maestro. Pero es cierto que el fin que un pueblo junto tiene es
vivir conforme a la virtud, porque para lo que se congregan los hombres es para vivir bien
juntamente, lo cual no podrá alcanzar cada uno viviendo de por sí solo. Así que la virtuosa vida
es el fin que tienen las congregaciones humanas, y es señal de esto que solos aquellos son
partes de una muchedumbre congregada que se ayuda para vivir bien. Porque si por solo vivir
los hombres se juntaran, los animales y los esclavos fueran parte de la congregación civil, y si
por adquirir riquezas, todos los hombres de negocios hubieran de ser ciudadanos de una
ciudad, así como vemos ser computados por de una comunidad los que debajo de unas mismas
leyes y debajo de un mismo gobierno son encaminados al bien vivir; mas porque el hombre
viviendo conforme a la virtud se encamina a otro fin más adelante, que consiste en la fruición
divina (como arriba dijimos), uno mismo debe ser el fin de muchos que el de uno solo.
No es pues el último fin de una muchedumbre de hombres congregada el vivir conforme a
virtud, sino alcanzar la fruición divina por medio de la vida virtuosa; y si a este fin se pudiese
llegar por medio de la naturaleza humana, necesario sería que al oficio del Rey perteneciese el
encaminar los hombres a este fin. Y suponemos que se llama Rey aquel que tiene el supremo
gobierno de las cosas temporales, y tanto es el gobierno más sublime cuanto más se endereza al
último fin: porque siempre aquel a quien pertenece éste manda hacer a los que obran lo que
más se encamina a él, porque el que tiene a su cargo el gobierno de una navegación manda
al que tiene por oficio el aprestar la nave para ella: y el ciudadano que trata las armas, manda
al artífice cómo las ha de hacer. Mas porque el fin de la fruición divina no alcanza el hombre
por virtud humana, sino por virtud divina, conforme aquello del Apóstol cap. 6, a los
Romanos: “La gracia de Dios es la vida eterna”, el guiar a este fin no será del gobierno
humano sino del divino. Por tanto compete a aquel Rey que no solamente es hombre sino
Dios y hombre, esto es a nuestro Señor Jesucristo, que haciendo los hombres hijos de Dios
los introdujo en la gloria celestial. Este es el gobierno que le fue dado, el cual no se acabará;
y así en la sagrada Escritura no solo es llamado Sacerdote, sino Rey; diciendo Jeremías en el
capítulo vigésimo tercero: “Reinará el Rey y será sabio”; por lo cual de él se deriva el Real
Sacerdocio, y lo que es más, que todos los fieles de Cristo, en cuanto son miembros suyos,
se llaman Reyes y Sacerdotes. El ministerio de este Reino, para que las cosas terrenas fuesen
distintas de las espirituales, se cometió no a los Reyes de la tierra sino a los Sacerdotes, y
principalmente al Sumo Sacerdote, sucesor de S. Pedro, Vicario de Cristo, que es el
Pontífice Romano, al cual todos los Reyes Cristianos deben estar sujetos como al mismo
Señor Jesucristo; porque así deben serlo los que tienen a su cargo el cuidado de los fines y
medios al que lo tiene del fin último, y guiarse por su gobierno. Y porque el Sacerdote de
los Gentiles y todo el culto de los Dioses era para adquirir los bienes temporales, que todos
se ordenan al bien común del pueblo, de lo cual toca el cuidado al Rey, por eso
convenientemente sus Sacerdotes eran sujetos a los Reyes; y también porque en la ley vieja
eran prometidos los bienes terrenos al pueblo religioso, no por el demonio sino por el Dios
verdadero, por esto también se lee que en ella los Sacerdotes eran sujetos a los Reyes. Pero
en la ley nueva es más alto el Sacerdocio por el cual los hombres llegan a alcanzar los bienes
celestiales; de donde es que en la ley de Cristo los Reyes deben estar sujetos a los
Sacerdotes. Y así maravillosamente quiso Dios hacer que en la ciudad de Roma, la cual
había ordenado que fuese principal asiento del pueblo cristiano, poco a poco se introdujese
que los que gobernaban la ciudad, fuesen sujetos a los Sacerdotes, como lo refiere Valerio
Máximo, diciendo: “Nuestra ciudad trató siempre de posponer todas las cosas a la Religión,
aún en las que quiso que se mirase al decoro de la suprema Majestad; por lo cual los que
mandaban no dudaron de servir a las cosas sagradas, entendiendo que así alcanzarían el
gobierno de las humanas, si bien y constantemente se juntasen a las divinas”. Y también,
porque en la Galia había de crecer mucho la religión del cristiano Sacerdocio, permitió Dios
que entre los galos los Sacerdotes, que llamaban Druidas, fueran los que administraban
justicia en toda la provincia, como refiere Julio César en el libro que escribió de las guerras
de Francia.
CAPÍTULO XV. QUE ASÍ COMO PARA ALCANZAR EL ÚLTIMO FIN IMPORTA QUE EL REY
DISPONGA LOS SÚBDITOS AL BIEN VIVIR, ASÍ TAMBIÉN CONVIENE QUE LO HAGA PARA LOS
FINES MEDIOS; Y SE SEÑALAN LAS COSAS QUE APROVECHAN PARA BIEN VIVIR, Y LAS QUE LO
PIDEN, Y QUÉ REMEDIO DEBE PONER EL REY CONTRA LOS TALES IMPEDIMENTOS
Así como el vivir bien en este mundo se endereza como a su fin a la vida bienaventurada,
que esperamos en el Cielo, así al bien común del pueblo se ordenan como a su fin cualesquiera
bienes particulares que los hombres procuran, ahora sean riquezas, ahora ganancias, salud,
facundia o erudición. Pues si, como queda dicho, el que tiene cuidado del último fin debe ser
superior a los que gobiernan las cosas que a él se encaminan, y guiarlas con imperio,
manifiestamente se sigue de las cosas dichas que, como el Rey no debe ser sujeto al dominio y
gobierno que se administra por el oficio del Sacerdocio, debe también presidir a todos los
humanos oficios, y ordenarlos con el imperio de su gobierno.
Cualquiera, pues, a quien le toca hacer cosa que se ordena a otra como a fin, debe procurar
hacerla tal, que sea a propósito para este fin; así como el que hace una espada la procura hacer
tal que sea de provecho para la pelea; y el arquitecto debe disponer la fábrica de una casa de
modo que sea a propósito para vivirse; y porque la buena vida, que en este siglo hacemos, tiene
por su fin la bienaventuranza celestial, le toca al oficio del Rey procurar la buena vida de sus
súbditos por los medios que más convengan, para que alcancen la celestial bienaventuranza;
como es, mandándoles las cosas que a ella encaminan y estorbándoles, en cuanto fuere posible,
lo que es contrario a esto. Cual sea pues el camino para la bienaventuranza y cuáles son los
impedimentos de él, por la ley divina se conoce, cuya doctrina pertenece al oficio del
Sacerdote, conforme a aquello de Malaquías en el capítulo segundo: “Los labios de los
Sacerdotes guardan la ciencia, y de su boca procura tomar la ley”. Y por tanto dice Dios en el
décimo séptimo del Deuteronomio: “Después que el Rey se asentare en el trono de su Reino,
hará que le escriban el Deuteronomio, recibiendo en un volumen el ejemplo de esta ley de
mano de Sacerdotes de la Tribu de Leví y lo tendrá consigo, y lo leerá todos los días de su vida,
para que aprenda a temer al Señor Dios suyo, y a guardar sus palabras y ceremonias, que en la
ley están mandadas guardar”.
Y siendo enseñado por la ley divina, su principal cuidado ha de ser cómo hará que viva bien
el pueblo que le está sujeto; el cual cuidado se divide en tres cosas. Lo primero, cómo ha de
fundar en el pueblo este modo de bien vivir. Lo segundo, cómo lo ha de conservar después de
comenzado. Y lo tercero, cómo podrá hacer que cada día vaya en aumento. Para vivir bien un
hombre, se requieren dos cosas: la principal de ellas es obrar conforme a virtud, porque la
virtud es por la que se vive bien; y otra secundaria, que es como instrumental, conviene, a
saber, tener suficientemente los bienes temporales, cuyo uso es necesario para las obras de
virtud. La unión en un hombre la misma naturaleza la causa; pero la unión de muchos, que se
llama paz, se ha de procurar con industria; así pues, para instituir que el pueblo viva bien, se
requieren tres cosas. Lo primero, que los de él se junten y constituyan en conformidad de paz.
Lo segundo, que unidos con este vínculo sean encaminados al bien obrar; porque así como el
hombre ninguna cosa puede hacer bien, si no es presupuesta la unión y conformidad de sus
partes, así una muchedumbre de hombres, si carece de esta unión de la paz, contradiciéndose a
sí misma se impide en el bien obrar. Y lo tercero, se requiere que por industria del gobierno
haya suficiente copia de las cosas que son necesarias para el bien vivir.
Así pues instituido en el pueblo el modo de vivir bien por el cuidado del Rey,
consecuente cosa es que trate de conservarlo. Tres cosas hay que no dejan permanecer el
bien público, una de las cuales proviene de la naturaleza; porque el bien de un pueblo no se
debe instituir para tiempo limitado, sino para que sea en cierto modo perpetuo; pero los
hombres, como son mortales, no pueden durar para siempre, ni mientras viven están en un
mismo vigor, porque la vida humana está sujeta a muchas variedades; y así no son los
hombres bastantes para unos mismos oficios igualmente toda la vida. Otro impedimento
para conservar el bien público, nacido de lo interior, consiste en la malicia de las voluntades,
cuando algunos son perezosos para hacer lo que conviene a la República, o cuando otros
son dañosos a la paz del pueblo, y haciendo cosas injustas perturban la quietud ajena. El
tercer inconveniente, pues, para conservar la República, le viene de fuera, cuando por
acometimiento de enemigos se disuelve la paz, y algunas veces el Reino o la ciudad es
totalmente destruido.
Contra estos tres impedimentos debe el Rey tener cuidado de tres cosas. Lo primero, de
la sucesión de los hombres y de la sustentación de los que presiden en diferentes oficios;
para que, así como en las cosas corruptibles, porque no pueden durar siempre, por el divino
gobierno fue ordenado que por la generación unas sucedan a otras, para que así se conserve
la entereza del universo, así por el cuidado del Rey se conserve el bien del pueblo que le está
sujeto, procurando diligentemente de qué manera unos han de suceder en lugar de otros
que se acaban. Lo segundo, que con sus leyes y preceptos, penas y premios aparte de la
maldad a sus súbditos y los mueva a las obras virtuosas, tomando ejemplo de Dios que dio
ley a los hombres, y da permiso a los que la guardan, y castigo a los transgresores. Lo
tercero, debe el Rey tener cuidado de que sus súbditos estén seguros de sus enemigos,
porque de nada aprovecha evitar los peligros interiores, si no se puede defender de los
exteriores.
También resta lo tercero, que toca al oficio del Rey, y que conviene a la buena institución
del pueblo, y es el tener solicitud y cuidado de mejorar siempre las cosas, lo cual se consigue
si en lo que se ha hecho hay algo desordenado y se corrige; si faltando algo, se suple, y si
algo pudiendo hacerse mejor, lo procura perfeccionar; por lo cual el Apóstol amonesta a los
fieles, que deseen y procuren aumentarse en los dones del Espíritu Santo.
Estas cosas son las que pertenecen al oficio del Rey. De cada una de las cuales conviene
tratar más particularmente.
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I. CÓMO LOS REYES HAN DE FUNDAR CIUDADES, PARA ALCANZAR FAMA, Y
QUE SE DEBE ELEGIR PARA ELLO SITIO TEMPLADO, Y LAS COMODIDADES QUE DE ESTO SE
SIGUEN, Y LAS INCOMODIDADES DE LO CONTRARIO
Lo primero, pues, hemos de tratar principalmente del oficio del Rey en la fundación de una
ciudad o Reino; porque, como dice Vegecio: “Potentísimas naciones y Príncipes señalados,
ninguna gloria mayor pudieron alcanzar que fundar nuevas ciudades o ampliando las ya
fundadas, hacerlas de su propio nombre”, lo cual también concuerda con los documentos de la
Sagrada Escritura, pues dice el Sabio en el cap. 40 del Eclesiástico que “el edificar una ciudad
confirma el nombre”; porque el de Rómulo estuviera olvidado, si no hubiera fundado Roma.
En la fundación, pues, de una ciudad o Reino, si hay ocasión para ello, lo primero que el Rey
debe hacer es elegir región que sea templada, porque de estos se siguen muchos provechos a
los habitadores. Lo primero, porque por la templanza de la tierra alcanzan los hombres la salud
del cuerpo y largueza de vida; porque como la salud consiste en cierta templanza de humores,
se conserva más en las regiones templadas, porque las cosas se conservan con sus semejantes; y
habiendo exceso de calor o de frío, es necesario que según la calidad del aire se mude la calidad
de los cuerpos, de donde nace que algunos animales por natural industria en el tiempo de frío
se mudan a lugares calientes y después en el caliente vuelven a buscar los lugares fríos, para
gozar de la templanza del tiempo, con la contraria disposición de las tierras. Y finalmente,
como los animales viven por lo cálido y húmedo, si el calor fuese intenso brevemente se deseca
el humor y se acaba la vida, como la lámpara se muere presto, si el aceite que se le echa lo gasta
la grandeza de la lumbre y así se dice que en algunas regiones calidísimas de Etiopía no pasa la
vida de los hombres de treinta años; y también en las regiones demasiado frías el húmero
radical se congela fácilmente, y el natural calor se extingue; y además de esto importa mucho la
templanza de la tierra para las ocasiones de la guerra, con que se asegura la paz de los hombres.
Porque, como refiere Vegecio, todas las naciones cercanas al Sol, desecadas con el mucho
calor, se dice que tienen más de ingenio que de sangre; y por tanto no tienen constancia y
confianza para pelear de cerca, porque los que tienen poca sangre temen más las heridas; y por
el contrario los pueblos septentrionales apartados de los ardores del Sol son de menos consejo,
pero siendo muy abundantes de sangre son potentísimos para la guerra; mas los que habitan en
las tierras más templadas, tienen bastante copia de sangre que les hace menospreciar las heridas
y la muerte, y no les falta prudencia para no ser desordenados en los ejércitos; y no aprovechan
poco los buenos consejos en las batallas.
Y finalmente, el ser la región templada, importa mucho para la vida política, porque como
Aristóteles dice: “Las gentes que habitan en lugares fríos son de grande ánimo, pero tienen
menos entendimiento y arte, por lo cual perseveran más viviendo sin sujeción, ni viven
políticamente, ni pueden tener imperio sobre sus vecinos por la prudencia; y los que viven en
las tierras calientes son de más entendimiento y artificios, pero de poco ánimo; por lo cual son
sujetos a otros y perseveran en la sujeción; pero los que habitan en las tierras que tienen en
esto medianía, participan de lo uno y de lo otro, por lo cual perseveran siendo libres, y pueden
vivir políticamente y saber gobernar a otros. Así que se ha de elegir región templada para la
fundación de una ciudad o Reino.
CAPÍTULO II. CÓMO DEBEN ELEGIR LOS REYES Y PRÍNCIPES LAS REGIONES PARA
FUNDAR CIUDADES O CASTILLOS, Y QUE DEBE SER DE AIRE SALUDABLE, Y MUESTRA EN QUE
CONOCE EL SERLO
Después de haber elegido la Provincia, conviene elegir lugar a propósito para fundar la
ciudad; en lo cual lo primero que se ha de mirar es a que el aire sea saludable, porque
primero es la vida natural que la junta de ciudadanos, la cual se conserva sin daño por la
sanidad del aire. El lugar saludable, según Vegecio, será levantado, sin nieblas, ni muchas
lluvias, y que tenga el cielo ni muy caluroso ni muy frío, y que no tenga junto a sí lagunas ni
pantanos. La eminencia del lugar suele ser causa de que el aire sea sano; porque el lugar alto
está descubierto a los vientos, con que el aire queda más puro; y también los vapores que se
resuelven con la fuerza de los rayos del Sol, la misma tierra y las aguas los multiplican más
en los valles y lugares bajos que en los altos, y así en los lugares altos es el aire más sutil.
Esta sutileza del aire, que importa mucho para la libre y descansada respiración, se impide
con las nieblas y lluvias, de que suelen ser muy abundantes los lugares húmedos. Por lo cual
se halla que los tales son contrarios a la salud. Y porque los lugares pantanosos y en que hay
lagunas son demasiados húmedos, conviene que el que se escogiere para fundar la ciudad
sea apartado de pantanos y lagunas; porque cuando al salir del Sol los vientos de la mañana
llegan al tal lugar, juntándoseles las nieblas que salen de las lagunas, y mezclándoseles el
aliento venenoso de las animales de ellas, hacen el lugar sujeto a pestilencia; con todo eso, si
las murallas estuvieren en lagunas o pantanos o cerca de ellos, que estén junto a la mar y
hacia el septentrión, y estas lagunas o pantanos fueren más altos que las orillas del mar,
entonces parece que serán bien edificadas; porque haciéndose fosos tiene el agua salida para
la mar, y cuando ella crece hincha las lagunas y pantanos de agua y estorba que se críen
animales ponzoñosos; y si vienen de otra parte mueren, por no ser criados en el agua salada.
Y también conviene trazar el lugar donde se ha de edificar la ciudad de manera que participe
moderadamente del calor y del frío, y que mire a la parte del cielo que más convenga para
esto, porque si mirase al Mediodía, mayormente si está junto a la mar, no será saludable;
porque en los tales lugares son las mañanas muy frías, porque no les da el Sol, y al Mediodía
serán ardientes, porque entonces les está muy vecino. Los que miran al Occidente cuando
sale el Sol se comienzan a enfriar, son calientes al Mediodía, y a la tarde hierven; pero los
que miran al Oriente, por la mañana por la derecha oposición del Sol son calientes
templadamente, y al Mediodía no crece mucho el calor, porque no da el Sol derechamente;
más a la tarde, porque del todo se les aparta, son fríos. El mismo temple o muy semejante
tendrán los que miraren al Aquilón, y al revés de lo que se ha dicho es en lo que mira al
Mediodía; y podemos conocer por experiencia que cualquiera que se muda donde hace más
calor, se halla con menos salud; porque los cuerpos que se mudan de lugares fríos a los
calientes, no pueden conservarse, sino acabarse; porque el calor, resolviendo lo húmedo,
deshace la virtud natural, y así también en los lugares más saludables se hallan los cuerpos
más enfermos en el estío.
Y porque para la salud del cuerpo importa el uso de mantenimientos sanos, se debe advertir
en esto para lo que es la sanidad del lugar que se eligiere para fundar la ciudad, porque se
conocerá en la calidad de los mantenimientos que produce la tierra; lo cual solían procurar
saber los antiguos por los animales que allí se criaban. Porque, como sea común a los hombres
y a los otros animales usar para su sustento de las cosas que la tierra lleva, es cosa consecuente,
si lo interior de los animales que se matan se halla sano, que también los hombres que se
criaren en aquella parte vivan con más salud; pero si en los animales se echare de ver que están
malsanos, con razón se puede juzgar que la habitación de aquel lugar no será sana para los
hombres.
Y de la misma suerte que el aire se debe buscar el agua saludable, porque la salud de los
hombres depende por la mayor parte de lo que usan más ordinariamente en las comidas y en
las demás cosas, y del aire es claro que cada hora con la respiración le metemos dentro de
nosotros hasta las mismas entrañas; por lo cual el ser el aire sano es lo que principalmente
importa a la sanidad de los cuerpos, y lo mismo el agua; porque entre las cosas de que nos
sustentamos usamos de ella muchísimas veces, así en la bebida como en los manjares; y así
después de la pureza del aire no hay cosa que más importe a la salud de un lugar que ser
saludables las aguas. Hay también otra señal para conocer la sanidad de un lugar, que es ver si
los hombres que habitan en él son de buen color, de robustos cuerpos, y de miembros bien
formados; si hay muchos muchachos y agudos, y si también hay muchos hombres viejos; y por
el contrario si los hombres son de ruines caras, los cuerpos disminuidos o enfermos, si hubiese
pocos muchachos y tibios, y menos viejos, no se puede dudar de que el lugar es pestilente.
CAPÍTULO III. QUE ES NECESARIO QUE LA CIUDAD QUE UN REY HUBIERE DE FUNDAR
TENGA ABUNDANCIA DE MANTENIMIENTOS, PORQUE SIN ELLOS NO PUEDE SER PERFECTA; Y
DICE QUE HAY DOS MEDIOS PARA ALCANZARLA, Y APRUEBA MÁS EL PRIMERO
Conviene, pues, que el lugar donde se hubiere de fundar una ciudad, no solo sea tal que
conserve sus habitadores en salud, sino que con su fertilidad sea suficiente para sustentarlos;
porque no es posible que habite una muchedumbre de hombres, donde no hay abundancia de
mantenimientos. Y así como dice el filósofo, mostrando Jenócrates, arquitecto peritísimo, a
Alejandro Macedonio, cómo en cierto monte se podía fundar una ciudad de admirable forma,
preguntó Alejandro si había allí campos que pudiesen proveer a la ciudad de mantenimientos; y
que hallándose que no, dijo que se debería vituperar el que en tal lugar la fundase. Porque
como el niño recién nacido no puede criarse ni crecer sin la leche del ama, así una ciudad sin
abundancia de mantenimientos no puede tener muchedumbre de gente. Dos son, pues, los
modos con que se le puede a una ciudad granjear la abundancia de todas cosas: uno es el ya
dicho de la fertilidad de la tierra, que produce todo lo que es necesario para la vida de los
hombres, y otro el use de la mercancía, con el cual se traen de todas partes las cosas que son
menester; mas el primer modo se conoce manifiestamente ser más conveniente; porque tanto
es una cosa mejor cuanto por sí es más suficiente; porque lo que tiene necesidad de otra
cosa bien se muestra que es faltoso. Más cumplidamente, pues, tiene lo que ha menester una
ciudad que la tierra circunvecina le da todo lo necesario para vivir, que la que tiene
necesidad de recibirlo de otras partes por la mercancía. Y así será mejor la ciudad si de su
propio territorio tiene abundancia de todo, que si fuese por medio de mercaderes. Y esto es
cosa más segura; porque con los sucesos de la guerra, o con los diversos peligros de los
caminos, fácilmente puede ser impedido que se le traigan mantenimientos, y entonces por
defecto de ellos se hallaría la ciudad oprimida: y también es de más utilidad para los
ciudadanos, porque la ciudad que para su sustento ha menester tener muchedumbre de
mercaderes, necesario es que continuamente haya de tratar con gente extranjera, cuya
conversación corrompe mucho las costumbres de los ciudadanos, según la doctrina de
Aristóteles en su Política, porque es forzoso que los hombres de otras naciones, criados en
diferentes leyes y costumbres, procedan en muchas cosas diferentemente de lo que son las
costumbres de aquella ciudad: y así como los de ella con su ejemplo se mueven a hacer lo
que ellos, se van perturbando las propias costumbres.
Además de esto, si los ciudadanos tratan mucho con los mercaderes, se abre la puerta a
muchos vicios, porque como el cuidado de los hombres de negocios se endereza todo a la
ganancia, con el uso de ellos arraiga la codicia en los corazones de los ciudadanos, de lo cual
nace que en la ciudad todas las cosas se hagan vendibles, y apartada la buena fe, se da lugar
a muchos fraudes, y olvidado el Bien común cada uno trata de su provecho en particular, y
mengua el cuidado de la virtud, viendo que el honor, que es premio suyo, se da a todos, y
así necesariamente en la tal ciudad se pervertirán las costumbres de los ciudadanos. Es
también el uso de la negociación muy contrario a los ejercicios militares, porque los
hombres de negocios estándose a la sombra no tratan de trabajar, y gozando de los regalos y
deleites se hacen de poco ánimo; y los cuerpos débiles y sin provecho para los trabajos de la
guerra; por lo cual por Derecho civil la mercancía es prohibida a los soldados. Y finalmente
una ciudad suele ser más pacífica, cuanto el pueblo se junta menos veces, y cuanto menos
asiste dentro de las murallas, porque del frecuente concurso de los hombres nacen
ocasiones de disensiones, y se da materia a sediciones: y así, según la doctrina de Aristóteles,
más útil es que la gente se ocupe y ejercite fuera de su ciudad, que asistir mucho dentro de
ella. Y si en la ciudad se trata mucho de la mercancía, es forzoso que los ciudadanos asistan
dentro de ella, y que en ella ejerciten sus tratos. Así que mejor es que la ciudad tenga de la
cosecha de sus propios campos abundancia de mantenimientos, que no que totalmente se
dé a la mercancía. Ni tampoco los mercaderes han de ser del todo excluidos de la ciudad,
porque no se puede hallar fácilmente lugar que sea tan abundante de todo lo necesario para
vivir que no haya menester que se le traigan algunas cosas de fuera, y sería dañoso a muchos
el tener exceso de las que allí hubiese en abundancia, si por la diligencia de los mercaderes
no se pudiesen llevar a otras partes; por lo cual conviene que la perfecta ciudad use de los
mercaderes moderadamente.
CAPÍTULO IV. QUE LA REGIÓN QUE EL REY ELIGE PARA FUNDAR CIUDADES O CASTILLOS
HA DE TENER LUGARES AMENOS Y DELEITOSOS, Y QUE LOS CIUDADANOS SE HAN DE OBLIGAR
A QUE USEN DE ELLOS CON MODERACIÓN, PORQUE MUCHAS VECES SON CAUSA DE
DISOLUCIÓN, POR DONDE LOS REINOS SE PIERDEN
También se ha de elegir tal lugar para edificar una ciudad, que con su amenidad deleite los
ciudadanos, porque dificultosamente se apartan los hombres de los lugares amenos, y no
concurre fácilmente abundancia de habitadores a los que no lo son: porque sin esta amenidad
no puede durar mucho la vida de los hombres. Hacen los lugares amenos la llanura de los
campos, la muchedumbre de árboles, la vecindad de los montes, el tener agradables bosques y
ser abundantes de agua. Mas porque la mucha amenidad del lugar mueve los hombres a
demasiadas delicias, cosa que es muy dañosa a una ciudad, por tanto conviene usar de esto
moderadamente. Lo primero, porque a los hombres que solo tratan de deleites se les entorpece
el ingenio, porque la suavidad de ello sujeta el alma a los sentidos, de manera que no pueden
tener libre juicio en las cosas deleitables, y así, según la sentencia de Aristóteles, el deleite
corrompe la prudencia del juicio. Lo segundo, los deleites superfluos hacen apartar de lo
honesto de la virtud, porque ninguna cosa más que el deleite es causa de demasías, con que se
pasa el medio en las cosas: que es en lo que consiste la virtud, porque la naturaleza es codiciosa
del deleite, y así a veces recibiéndole en alguna cosa, aunque sea moderado, se precipita al
deseo de otras torpes delectaciones, o también porque el deleite no harta el apetito, sino que
gustándole pone más sed de sí; por lo cual a las cosas de virtud importa que los hombres se
aparten de los deleites superfluos, porque así quitada la demasía, se viene más fácilmente a la
medianía de la virtud; y también es cosa consecuente, que se entregan a demasiados deleites los
que se hagan flojos y pusilánimes para intentar cualquier cosa ardua y para sufrir trabajos y no
temer los peligros. Por lo cual también dañan mucho las delicias para las cosas de la guerra,
porque como dice Vegecio en el libro de las cosas militares: “Menos teme la muerte el que ha
tenido menos deleites en la vida”. Y finalmente, haciéndose con ellos los hombres delicados,
dan en perezosos, y dejan de tener cuidado con las cosas necesarias y con los negocios que
deben, y sólo tratan de sus deleites, en que gastan largamente lo que otros antes habían
granjeado: de donde es que vienen a empobrecerse, y no pudiendo carecer de los
acostumbrados deleites, dan en hurtos y en robos, con que poder hartar sus apetitos. Y así es
dañoso a las ciudades abundar de superfluos deleites por la disposición de su sitio o por otra
cualquiera causa; pero es conveniente que los haya en la comunidad de los hombres, como por
salsa con que los ánimos se recreen; porque, como dice Séneca escribiendo a Sereno, de la
tranquilidad del ánimo: “Se ha de dar algún descanso a los ánimos”. Porque, después de
haberle tomado, se levantan mejores y para más, aprovechándoles el usar de las cosas
delectables moderadamente, como la sal al cocer los manjares, que si es demasiada los estraga.
Y más, que si se buscan como fin las cosas que a lo que es nuestro fin nos encaminan, se
deshace y muda el orden de naturaleza, como si el herrero buscase el martillo, sin quererlo para
hacer otra cosa con él, o el carpintero la sierra, o el médico la medicina, siendo cosas que cada
una sirve para su debido fin. Lo que el Rey debe procurar para su ciudad es que se viva
conforme a virtud, y debe usar de las además cosas como de lo que a esto se ordena, y
cuanto sea necesario para conseguirlo; y este desorden sucede en los que tratan de sus
deleites superfluamente, porque no los encaminan al fin dicho, sino que antes procuran
como su fin solo, de la manera que lo querían usar aquellos impíos, que con malos
pensamientos, como testifica la Escritura, decían: “Venid, gocemos de los bienes presentes
(lo cual pertenece al fin) y aprovechémonos de la criatura prestamente, como en la
juventud”, y lo que más allí se sigue; donde se muestra que el uso inmoderado de los
deleites es cosa de la edad juvenil, y es justamente reprendido de la Escritura. De aquí es
que Aristóteles compara en sus Éticas las cosas que deleitan al cuerpo con el uso de los
manjares, que tomados en grado excesivo, o muy pocos, corrompen la salud, y si se toman
con buena medida la conservan y aumentan; y así acontece en las cosas de virtud, por los
sitios amenos y por las otras delicias de los hombres.
CAPÍTULO V. QUE ES NECESARIO QUE EL REY Y CUALQUIERA SEÑOR TENGA
ABUNDANCIA DE RIQUEZAS TEMPORALES, QUE SE LLAMAN NATURALES: Y DASE LA RAZÓN
DE ELLO
Habiendo dicho estas cosas, que se requieren al ser sustancial de una ciudad, policía y
gobierno Real, en la institución y providencia de los cuales el Rey debe entender
principalmente, trataremos de algunas otras, que le pertenecen en orden a sus súbditos para
que su gobierno sea más quieto: y aunque ya en alguna manera lo hemos tocado
generalmente, ahora se tratara más en particular, para mayor declaración de lo que debe
hacer el Príncipe. Lo primero es, que en todas partes de su gobierno tenga abundancia de
riquezas naturales, las cuales llama así Aristóteles en su Política, o porque son naturales, o
porque el hombre naturalmente tiene necesidad de ellas, como son viñedos, bosques, selvas
y diversos géneros de animales y aves; de todo lo cual Paladio, exhortando a esto mismo a
Valentiniano Emperador, da los documentos muy largamente y con bonísimo estilo, y
también Salomón, queriendo de aquí mostrar la magnificencia de su gobierno, dice:
“Edifiqué casas para mí; planté viñas, hice huertos y huertas, los henchí de todo género de
árboles, e hice estanques para regar la selva de los árboles, que comenzaban a brotar”. Y
para esto que decimos, hay tres razones: la una es, considerándolo en cuanto al uso de las
mismas cosas, porque es más deleitable aprovecharse de ellas siendo propias que siendo
ajenas, porque están más unidas a su dueño, y la unión es propiedad del amor, como dice
Dionisio, y al amor síguese el deleite, porque cuando la cosa que se ama están presente, trae
delectación consigo misma.
Y también la diligencia y cuidado que se propone en estas cosas, porque de aquellas
gustar los hombres, que les son más dificultosas; que más amamos las cosas que se gozan
cuando no son fáciles, como dice el Filósofo; por la cual razón se aman los hijos y
cualquiera otra obra de naturaleza a la medida del trabajo que cuesta, así que, poniendo
solicitud en estas riquezas naturales propias, se hacen más agradables que las ajenas y siendo
más agradables diremos que también son más deleitables. La segunda razón es por los oficiales
del Rey, porque habiendo de acudir a los que venden por las cosas necesarias para la vivienda
de su señor, algunas veces es causa de escándalo entre los súbditos, o por el comercio de las
cosas en que daña la avaricia del que compra o del que vende, o por lo que se siente el engaño.
Y así en el vigésimo de los Proverbios se dice: “Malo es el que compra, y apartándose se
gloría” como que haya engañado al vendedor. Y en el Eclesiástico se nos amonesta que nos
guardemos de la malicia de las compras y de los negociadores, como que esto les sea propio en
el comprar. De más de esto por el comercio se contrae familiaridad con las mujeres, con lo
cual por una palabra o mirar descuidado se suelen causar sospechas entre los ciudadanos, y se
provocan contra el gobierno. Pero la tercera razón, que es de parte de las mismas cosas,
confirma también lo que decimos: porque por la mayor parte los mantenimientos que se
venden no carecen de alguna mácula, y así no son de tanta eficacia para su sustento como los
propios; y así dice Salomón en los Proverbios: “Bebe el agua de tu cisterna”: comprendiendo
en esto cualquiera mantenimiento, en particular la bebida, porque más fácilmente puede
macularse, y porque en cualquiera cosa que este mudada de su natural y pureza, luego muestra
la malicia. Y finalmente los mantenimientos propios son más seguros para comer, porque más
fácilmente se pueden envenenar o hacer nocivos por el extraño, que no los que se tienen en las
despensas de las propias casas. Y así el Profeta Isaías en el segundo capítulo dice: “En la
exaltación de la retribución del varón justo se le ha dado pan, y sus aguas son más fieles”:
como las comidas y bebidas propias sean más seguras para el sustento.
CAPÍTULO VI. QUE IMPORTA AL REY TENER OTRAS RIQUEZAS NATURALES, COMO SON
REBAÑOS DE GANADO MAYOR Y MENOR, SIN LAS CUALES NO PUEDE REGIR BIEN LA TIERRA
No solamente pertenecen las cosas dichas a las riquezas naturales, sino otros diversos
géneros de animales por las mismas causas y razones que se han referido, sobre los cuales al
primer padre, como a predominante de toda la humana naturaleza, le fue dado privilegio de
regir y gobernar, como se escribe en el Génesis: “Creced, dice el Señor, y multiplicad, y
henchid la tierra y señoread los peces de la mar y las aves del cielo, y a todos los animales que
se mueven sobre la tierra. Y así pertenece a la Majestad Real usar de todo esto, y tenerlo en
abundancia, y cuanto más en ello extendiere su dominio tanto más semejante será su
principado al del primer hombre, por ser todas las cosas disputadas para el servicio suyo en el
principio de la creación. De donde dice el Filósofo en el primero de su Política, que la caza de
los animales silvestres naturalmente es justa, porque por ella toma el hombre para sí lo que es
suyo, y de la pesca y volatería se puede decir lo mismo; y así la naturaleza proveyó de aves de
rapiña y de perros, para ejercitar este oficio, y porque no se puede usar de este ministerio con
los peces, por el lugar en que están, en vez de aves y de perros hallaron los hombres las redes.
Para las necesidades, pues, y para el decoro de su Reino tiene el Rey necesidad de las cosas
sobredichas; de algunas para comer, como las aves y los peces, los rebaños de vacas y de
ovejas, de que tuvo mucha abundancia Salomón, como en el Eclesiástico se escribe, y en el
3er. libro de los Reyes, para mostrar su magnificencia. Y de otros animales tiene el Rey
necesidad para servirse de ellos, como son caballos, mulos, asnos y camellos disputados
para diversos oficios, según las varias costumbres de las provincias; de modo que de estas
cosas debe el Rey tener la mayor abundancia que le fuere posible, así de los animales que se
comen como de los de servicio, por las causas que se han dicho de las otras riquezas
naturales; porque, como hemos mostrado, las cosas propias son más deleitables, y tanto más
cuanto participan de vida, por donde se acercan más a la similación divina.
Y hay otras razones por las cuales el Rey debe tener abundancia de estas riquezas, y que
sean propias. Lo primero mueve a esto la naturaleza, que se goza de lo que ha trabajado
considerando en estas cosas siempre algún nuevo modo de sucesos en el vivir, en el
engendrar y en los partos, de donde nace admiración en los dueños, y de la admiración el
deleite. Y que el criar una cosa sea causa de amor, y por consiguiente de deleite, se muestra
en el Éxodo en la hija de Faraón, que hizo criar a Moisés, y adelante se dice, que después de
haberte criado, le toma por hijo adoptivo; por lo cual dice el Señor por Oseas: “Yo, como si
hubiera criado a Efraín”, etc., mostrando en esto su afecto amoroso para con su pueblo.
Además de que la caza de los animales silvestres o de otros, en que los Príncipes y Reyes
se exponen, y someten sus hijos a trabajos y ejercicios corporales, vale mucho para hacerse
robustos, y para conservar la salud y dar vigor a la virtud del corazón, si se usa
moderadamente, como dice el Filósofo en sus Éticas; y esto cuando descansan de la guerra
con sus enemigos, como los reyes de Francia e Inglaterra lo suelen hacer, según escribe
Amonio en los hechos de los alemanes y franceses.
Y finalmente mueve a lo que vamos diciendo, la caballería que los reyes deben tener para
decoro del Reino, para defenderle de sus enemigos, para lo cual están más dispuestos y se
hace más fácilmente si tienen rebaños de yeguas y casta de caballos propios, como lo tienen
por costumbre los reyes y Príncipes de Oriente, y de la manera que se escribe de Salomón
en el 3 capítulo del libro 4 de los Reyes, que floreciendo en su prosperidad tenía cuarenta
mil caballos para los carros, y once mil para los hombres de armas, de los cuales tenían
cuidado los caballerizos del dicho Rey. Y además de esto si tratamos de los animales que se
comen aún conviene más tenerlos propios, sean de los cuadrúpedos, sean peces, porque de
todos usa el hombre con más deleite, porque son más nutritivos y mejores para comerse, y
porque recibimos más contento usando de las cosas conocidas, y porque se comen con más
seguridad y largueza, que es cosa muy conforme a nuestro natural, y así se recibe en ello
más gusto, y también la causa general ya dicha de evitar el comercio con los ciudadanos
hace a este propósito, porque puede ser ocasión de escándalo, lo cual han de procurar evitar
los oficiales del Rey.
Y finalmente pide esto la magnificencia de un Rey, para que a los que pasaren por su
casa se les den los mantenimientos con más abundancia y más largamente, lo cual se hace
mejor si el Rey tiene abundantemente rebaños de todos ganados. De donde se concluye,
según las cosas dichas, que las riquezas naturales son necesarias al Rey, y que las tenga propias
en cada provincia para la seguridad de su Reino y gobierno.
CAPÍTULO VII. QUE CONVIENE QUE EL REY TENGA ABUNDANCIA DE RIQUEZAS
ARTIFICIALES, COMO SON ORO Y PLATA, Y DE MONEDA HECHA DE ESTOS METALES
También el Rey tiene necesidad para la seguridad de su gobierno de riquezas artificiales,
como son el oro y la plata y otros metales, y de la moneda que se hace de ellos. Y supuesto que
es necesario, según naturaleza, que los hombres vivan juntos para fundar un gobierno y policía,
y por consiguiente un Rey o cualquier señor que los gobierne, conviene que adelante tratemos
de lo que juntamente ha de tener para esto, como son las riquezas de oro y plata y moneda que
de ellos se hace, sin lo cual el rey no puede ejercer su gobierno con justicia y oportunamente; y
esto se puede mostrar con muchas razones. La primera se considera de parte del Rey, porque
los hombres en los trueques de las cosas usan del oro o plata y moneda, como de instrumento,
por lo cual dice el Filósofo en el 5 de las Éticas, que la moneda es como un fiador o prenda
para las necesidades que pueden venir, porque contiene en sí cualquiera cosa que se haya de
hacer, como precio de todas; pues si cualquiera tiene necesidad de moneda, mucho más que el
Rey: porque, si es necesaria ordinariamente para las cosas ordinarias, también lo será más para
las mayores. Además de esto las fuerzas se proporcionan con la naturaleza de las cosas, y el
trabajo con las fuerzas, y la naturaleza del estado Real tiene una cierta universalidad, por cuanto
ha de ser para todos los del pueblo que le está sujeto; luego también la han de tener las fuerzas,
y de la misma manera el trabajo; pues si el estado de los señores, según su naturaleza, es
comunicativo, también lo deben ser las fuerzas y las obras, y esto no puede hacerse sin la
moneda, como el herrero y el carpintero no podrían hacer sus obras sin sus propios
instrumentos; y más, que según el Filósofo en el cuarto de las Éticas, la virtud de la
magnificencia se endereza a grandes gastos, y estos pertenecen al Magistrado, que es el Rey,
como lo toca el mismo Filósofo en la misma parte. Y así se escribe en el libro de Ester, de
Asuero, que en Oriente señoreaba ciento veintisiete provincias, que en el convite que hizo a los
Príncipes de su Reino, eran servidos en los manjares y en la bebida como lo pedía la
magnificencia del Rey, y esto no se puede hacer sin el instrumento de la vida, que es la moneda
de oro y plata, de donde se echa de ver lo que al principio hemos dicho, y se concluye en
cuanto al rey el serle necesarios los tesoros que contienen en si las riquezas artificiales.
La segunda razón se considera en orden al pueblo, o en general o en particular: porque para
lo que el Rey ha de tener abundancia de dinero, es para que pueda proveer su casa de las cosas
necesarias, y socorrer a los súbditos en sus necesidades; porque, como enseña el Filósofo en el
octavo de las Éticas: “El Rey debe hacerse para con su pueblo, como el pastor con las ovejas, y
el padre con sus hijos”. Así se hizo el Faraón con toda la tierra de Egipto, como se escribe en
el Génesis: porque del tesoro público compró trigo, que distribuyó, según la providencia de
José cuando vino el hambre, para que el pueblo no pereciese; y también Salustio en el
Catilinario cuenta lo que Catón dijo de lo mucho que había crecido la República de los
Romanos, porque había durado en su ciudad el erario público, y que, faltando éste, se había
vuelto en nada, lo cual dice haber acontecido en los tiempos del mismo Catón. Además de
esto cualquier reino o ciudad o castillo, o cualquier junta de hombres, se compara al cuerpo
humano, como dice el mismo Filósofo, lo cual también se escribe en el Polícrato, y se
compara allí el erario común del Rey al estómago: porque, así como los manjares se reciben
en esta parte, y de allí se comunican a todos los miembros, así el erario del Rey se hincha de
tesoro de dineros, y de allí se comunica y esparce por las necesidades de los súbditos del
Reino; y también lo que vamos diciendo se ve en particular, porque torpe cosa es, y que
deshace mucho la reverencia Real, el tomar prestado de sus vasallos para sus gastos y los del
Reino, y dejándose obligar de estos empréstitos consienten los señores que algunos súbditos
suyos u otros carguen el Reino de exacciones indebidas, con lo cual se enflaquece el estado
del Reino. Y también hace a este propósito que de los empréstitos muchas veces nacen
escándalos, porque de su naturaleza el pagar es dificultoso a quien toma prestado, y así se
dice haber dicho Biante, uno de los siete Sabios: “Cuando tu amigo recibiere de ti prestado,
perderás el amigo y el dinero”. Así que es necesario que el Rey junte estas riquezas
artificiales en orden al pueblo en común y en particular.
La tercera razón con que esto también se prueba, es considerando las cosas y personas
que no están debajo del dominio del Rey, las cuales son de dos maneras. Lo uno, los
enemigos, contra quienes conviene que el erario público del Rey esté lleno: lo primero para
los gastos de su familia, lo segundo para lo estipendios de los soldados que se conducen
cuando se hace ejército contra enemigos, y lo tercero para rehacer los presidios, o fundarlos
de nuevo, para que los enemigos no acometan los términos del Reino. Lo otro, para
procurar aumentar sus estados, cosa para que también el Rey tiene necesidad de estas
riquezas; porque sucede a veces que las provincias se ven necesitadas también, o por
carestía, o por deudas, o por causa de enemigos, y acuden entonces al socorro del reino, las
cuales socorriéndolas con el instrumento de la vida, que es el oro y plata, u otra cualquiera
moneda, se sujetan al Rey, y de esta manera se aumenta su Reino; y así parece por lo dicho,
que el Rey tiene necesidad de riquezas artificiales por las tres causas referidas. Por lo cual
también en el libro de Judith se escribe que Holofernes, capitán de Nabucodonosor, cuando
acometió las regiones de Siria y Cilicia con un grande ejército, trajo prevenida de la casa de
su Rey grandísima cantidad de oro y plata, conviene a saber, para la expedición contra sus
enemigos; y lo mismo se escribe de Salomón en el libro que alegamos arriba, entre las cosas
de Real magnificencia: “Junté, dice, para mí oro y plata, y la substancia”, de los tesoros de
dineros por los tributos que él y su padre habían puesto, como parece en el segundo y
tercero libro de los Reyes; y esto porque, como ya dijimos, según el Filósofo en las Éticas,
estas riquezas son instrumento de la vida. Ni esto contradice al divino precepto, que dio el
Señor en el Deuteronomio, por Moisés, en cuanto a los Reyes y Príncipes del pueblo, donde
está escrita una ley para que el Rey no tenga inmensa suma de oro y plata; lo cual se ha de
entender, que no sea para ostentación y fausto Real, como las historias cuentan de Creso, Rey
de los Lidos, a quien de esta causa le nació su ruina, y habiéndole preso Ciro, Rey de los Persas,
desnudo le ahorcó en un alto monte; pero para socorrer las cosas del Reino, sin duda son
necesarias las riquezas por las causas dichas.
CAPÍTULO VIII. CÓMO PARA GOBIERNO DEL REINO Y DE CUALQUIERA SEÑORÍO SON
NECESARIOS MINISTROS, Y SE HACE UNA DEFINICIÓN DE LOS DOS MODOS DE GOBIERNO,
POLÍTICO Y DESPÓTICO; Y MUESTRA CON MUCHA RAZONES QUE EL POLÍTICO CONVIENE QUE
SEA SUAVE
No solamente conviene al Rey estar preparado de riquezas, sino también de ministros, por
lo cual aquel grande Rey Salomón en el libro ya alegado, dice de sí mismo: “Poseí siervos y
siervas, y mucha familia en gran manera”. Lo que se posee, pues, en el dominio está del
poseedor, y por tanto hemos de hacer una distinción acerca del gobierno incidentemente.
Porque el Principado dice Aristóteles que es de dos maneras: Político y Despótico (aunque
pone otras en el 5 libro, como ya se dijo y abajo se declara más), y cada uno de estos dos
gobiernos tiene sus diferentes ministros. El Político es cuando una provincia, o ciudad o
castillo es gobernado por uno o por más, conforme a sus propios estatutos, como ha sucedido
en las provincias de Italia, principalmente en Roma, que por la mayor parte desde su fundación
fue gobernada por Senadores y Cónsules. El gobierno de éstos conviene más regirse con una
cierta blandura, porque en él hay una continua mudanza de ciudadanos o de extraños, como de
los romanos se escribe en el libro I de los Macabeos cap. 8, donde se dice que cada año daban
a un hombre el Magistrado para que mandase en toda la tierra que era suya. De donde se saca
que hay dos razones para que en este modo de gobierno no se puedan castigar los súbditos con
tanto rigor, como en el dominio Real; la una es de parte del que gobierna, porque su gobierno
es de poco tiempo, por lo cual tiene menos cuidado de las cosas de sus súbditos, considerando
que su dominio se ha de acabar en tan breve tiempo: y así los jueces del Pueblo de Israel, que
juzgaban políticamente, fueron más moderados en el juzgar que los Reyes siguientes; por lo
cual Samuel, que había juzgado el dicho pueblo cierto tiempo, queriendo mostrar que su
gobierno era Político, no Real, como ellos le habían elegido, en el I de los Reyes en el cap. 17,
dice: “Hablad de mí delante de Dios y de su Cristo, si he calumniado a alguno, si oprimí a
alguno, si tomé dadiva de mano de alguno”; lo cual no hacen los que tienen el gobierno Real,
como abajo se dirá, y el mismo Profeta muestra en el primero de los Reyes. Y de más de esto el
modo de gobierno en las partes dichas, donde el dominio es Político, es como alquilado,
porque hacen su oficio los señores por paga, y adonde ésta se señala por fin, no se trata tanto
del gobierno de los súbditos, y así por consiguiente se templa el rigor de la corrección, por
lo cual el Señor en el capítulo 10 de San Juan dice de los tales: “El alquilado y que no es
pastor”, que no tiene cuidado de las ovejas porque no las tiene para siempre, “ve el lobo, y
huye; el alquilado huye, porque es alquilado”, como quien tiene por fin del gobierno la paga,
y hace más por sí que por sus súbditos; por lo cual los antiguos capitanes romanos, según
escribe Valerio Máximo, cuidaban de la República a su propia costa, como Marco Curio y
Fabricio y otros muchos; y de esto hacía que tuvieran más atrevimiento y cuidado en el
gobierno de su República, como aquellos que enderezaban a él toda su intención y mayor
afecto. Y en los tales se verifica la sentencia de Catón, que refiere Salustio en su Catilinario,
que “aquella República de pequeña se hizo grande, porque ellos tuvieron industria en sus
casas y justo gobierno fuera, ánimo libre en los consejos y no dados a delitos ni lujurias”. La
segunda razón, por donde el gobierno Político conviene ser más moderado y ejercitado con
moderación, se considera de parte de los súbditos, porque según su naturaleza tienen
disposición proporcionada al tal gobierno; porque prueba Tolomeo en el Cuadripartito que
las regiones de los hombres son diferentes según las diversas constelaciones, en cuanto a las
costumbres y gobierno, señalando siempre según el imperio de la voluntad sobre el dominio
de las estrellas; y pone las regiones de los romanos debajo de Marte, y que por esto son
menos sujetos; y así por la misma causa esta gente con sus términos se dice que no es
acostumbrada a sufrir, ni sabe sujetarse, sino cuando ya no puede resistir, y porque no
puede sufrir el señorío ajeno es envidiosa de los que son superiores. Entre los que presidían
entre los romanos, como se escribe en I libro de los Macabeos en el cap. 8, ninguno traía
diadema, ni se vestía de púrpura; y más adelante en el mismo libro se pone el efecto de esta
humildad, porque ninguno entre ellos tenía envidia uno de otro, y así con cierta apacibilidad
de ánimo y con un modo humilde, como requiere la naturaleza de los súbditos de aquella
provincia, gobernaban la República, porque, coma dice Tulio en la Filípicas, no hay mayor
presidio de gente armada que el amor y benevolencia de los ciudadanos, con la cual
conviene al Príncipe estar defendido antes que con armas; y Salustio refiere la misma
sentencia de la fortaleza de los antiguos Padres Romanos. Y finalmente, la confianza que
tienen los súbditos de que al que gobierna se le ha de acabar el dominio, y de que a ellos
también a su tiempo les ha de tocar el mandar, les da más atrevimiento para tener libertad y
no sujetar el cuello a los que gobiernan, y así por esto el gobierno Político debe ser suave.
Además de esto tienen modo cierto en su gobierno, porque es según la forma de las leyes, o
comunes o particulares, a las cuales esta asido el que gobierna.
Por lo cual, no siendo libre, no tiene lugar la prudencia del Príncipe e irrita menos la
divina; y aunque las leyes tengan origen del derecho natural, como Tulio prueba en el
tratado de las leyes, y el derecho natural del derecho divino, como testifica el Profeta David,
diciendo: “Impresa está en nosotros la lumbre de tus ojos”, con todo eso no comprenden
todos los actos particulares, porque de todos no puede tener providencia el legislador, por
no saber todo lo que había de suceder a sus súbditos; y de aquí se sigue ser de menor
potencia el gobierno Político, porque el que gobierna juzga el pueblo solamente por las
leyes, lo cual se suple con el señorío Real, pues no estando obligado a ellas juzga según su
parecer y prudencia; y así se acerca más a la providencia divina que tiene cuidado de todas las
cosas, como se dice en el libro de la Sabiduría. Mostrado se ha, pues, cuál es el Principado
político, y así ahora veremos cuál es el Despótico.
CAPÍTULO IX. DEL PRINCIPADO DESPÓTICO, CUÁL ES Y CÓMO SE REDUCE AL REAL;
DONDE INCIDENTEMENTE COMPARA EL POLÍTICO CON EL DESPÓTICO, SEGÚN DIVERSAS
RAZONES Y TIEMPOS
Aquí se ha de advertir que el Principado Despótico se llama aquel que tiene el señor para
con su siervo; y este es nombre griego, de donde procede que algunos señores de aquellas
provincias aún hoy se llaman déspotas; el cual Principado podemos reducir al Real, como
parece en la Sagrada Escritura; pero se ofrece una duda, y es que el Filósofo en el libro primero
de su Política distingue el Principado Real del Despótico. Esta declararemos en el siguiente
libro, porque allí se ofrece ocasión de definir esta materia, y ahora baste probar lo dicho con la
Sagrada Escritura: porque Samuel Profeta declara al pueblo Israelítico las leyes de los Reyes, las
cuales traen consigo la servidumbre; porque como pidiesen Rey a Samuel por su mucha edad, y
que sus hijos no gobernaban justamente según el modo político, como lo habían hecho los
otros Jueces del pueblo, habiendo consultado al Señor, les responde en el primer Reyes en el
cap. 8: “Oye, dice, la voz del pueblo en las cosas que hablan; pero anúnciales y diles el derecho
del Rey: Os tomará vuestros hijos, y se servirá de ellos en sus carros para sí, y hombres de
armas, y hombres que corran delante de sus carros de cuatro caballos; señalará quién are sus
campos, y segadores para sus mieses, y artífices para que le hagan armas y a vuestras hijas las
hará cocineras, ungüentarias y panaderas”; y así de otras condiciones tocantes a servidumbre,
que se ponen en el primero de los Reyes, queriendo dar a entender por esto que el gobierno
político de los jueces, y que él había tenido, era más provechoso para el pueblo; lo contrario de
lo cual, con todo, hemos probado al principio; y para declaración de esto se ha de saber, que
según dos consideraciones se dice aventajarse el gobierno Político al Real. Lo primero, si
volvemos el gobierno al estado primero de la naturaleza, que se llama estado de la inocencia, en
el cual no hubo gobierno Real sino político, porque entonces no había dominio que causase
servidumbre, sino una preeminencia y sujeción en el disponer y gobernar los súbditos según
los méritos de cada uno, porque en el ordenar y cumplir lo que se ordenaba cada uno estaba
dispuesto conforme a lo que le tocaba, por lo cual entre los hombres sabios y virtuosos, como
fueron los romanos, por imitación de la misma naturaleza el gobierno político fue mejor. Mas,
porque los perversos se corrigen difícilmente, y es infinito el número de los necios, como se
dice en el Eclesiastés, por esto en la naturaleza ya corrompida el gobierno Real es más
provechoso, porque la naturaleza humana constituida en este estado conviene refrenarla dentro
de su corriente, poniéndole límites y términos. Esto lo hace la alteza Real, por lo cual está
escrito en el cap. vigésimo de los Proverbios: “El Rey que se asienta en trono de justicia,
disipa todo lo malo solo con mirar”. La vara del castigo, a quien temen todos, y el rigor de
la justicia son necesarios para la gobernación del mundo; porque con esto el pueblo y la
multitud indocta es mejor gobernado; y así el Apóstol a los Romanos en I cap. 13 dice,
hablando de los gobernadores del mundo, que “no sin causa traen el cuchillo que castiga al
malhechor en la ira de Dios”. Aristóteles dice en las Éticas: “Que las penas instituidas en las
leyes son como una cierta medicina”. Y en cuanto a esto más excelente es el dominio Real.
Además de lo cual es de considerar que el sitio de la tierra dispone las cosas de ella
conforme al aspecto de las estrellas (como arriba se ha dicho) por lo cual vemos algunas
Provincias dispuestas a la servidumbre, y otras para la virtud; y así Julio César y Amonio,
que escriben los hechos de los Franceses y Alemanes, les atribuyen las mismas costumbres y
obras en que hoy perseveran. Los ciudadanos Romanos algún tiempo vivieron debajo del
gobierno de los Reyes, desde Rómulo hasta Tarquino el soberbio, que fueron doscientos
sesenta y cuatro años, como lo dicen las historias, y también los Atenienses después de la
muerte del Rey Codro se gobernaron por Magistrados; porque están debajo del mismo
clima de los Romanos, los cuales, considerando que su Reino por las causas dichas era más
a propósito para el gobierno político, lo gobernaron con él hasta el tiempo de Julio César
debajo de la potestad de los Cónsules, Dictadores y Tribunos, por tiempo de cuatrocientos
y cuarenta y cuatro años, en los cuales con este modo de gobierno, como arriba dijimos,
tuvo grandes aumentos la República. Y con esto habremos mostrado en qué razón el
gobierno político se debe preferir al Real, y el Real al despótico.
CAPÍTULO X. DESPUÉS DE HABER HECHO DISTINCIÓN DE LOS MODOS DE SEÑORÍOS, SE
HACE AHORA DE LOS MINISTROS, SEGÚN LA DIFERENCIA DE LOS SEÑORES, Y DESPUÉS
PRUEBA SER NATURAL LA SERVIDUMBRE EN ALGUNOS
Después de lo dicho se ha de tratar de los Ministros, que son para el cumplimiento del
gobierno; porque ningún señorío puede pasar sin ellos, para que por medio suyo, según los
grados de las personas, se ejerzan los oficios, se distribuyan los trabajos, se administren las
cosas necesarias, y sea en un Reino y en otra cualquier República, conforme a los méritos de
los que en ella se contienen. De donde es que Moisés, primer Capitán del pueblo de Israel,
fue con razón reprendido por Jetro, su suegro, por-que él solo sin Ministros administraba
justicia al pueblo, como se ve en el Éxodo en el décimo octavo capítulo, donde se dice: “En
necio trabajo te consumes tú y este pueblo que está contigo, y es fuera de todas tus fuerzas,
y que no lo has de poder llevar; provee varones poderosos y que teman a Dios, hombres de
verdad que aborrezcan la avaricia, y de ellos constituye Tribunos, Centuriones,
Quincuagenarios y Decenarios, qua juzguen al pueblo”. Y lo mismo se halló entre los
Romanos, porque como en su ciudad cesase el gobierno de los Reyes hicieron Cónsul a Bruto,
pero gobernó poco tiempo solo, porque moviendo guerra los Sabinos, el Senado creó
Dictador, que era preeminente en la dignidad a los Cónsules; y el primero llamó Lamios, y en
este mismo tiempo también crearon Maestro de Caballeros, que obedecía al Dictador, y el
primero fue Espurio Casio; y después cerca del mismo tiempo se instituyeron los Tribunos en
favor del pueblo; lo cual hemos dicho para mostrar que en el gobierno de cualquier junta de
gente, sea Provincia, Ciudad o Castillo, no puede ser bien regida sin el ministerio de diversos
oficiales. Pero en esto ha de haber distinción, según la diferencia de gobierno; porque conviene
que los Ministros sean conformes a los Señores, como los miembros con la cabeza; por lo cual
el gobierno no político requiere Ministros según la calidad de él: y así hoy en Italia todos son
mercenarios, como los Señores, y así proceden como quien hace sus oficios por paga,
poniendo en esto su fin y atendiendo a la ganancia, y no a la utilidad de los súbditos; mas
cuando se administra de gracia, como los antiguos Romanos, entonces se enderezaba su
solicitud a las cosas de la República, como a fin suyo, como Valerio Máximo cuenta de Camilo,
que rogó a los Dioses que si alguno de ellos le parecía demasiada la felicidad de los Romanos,
satisficiese su envidia haciéndole mal a él sólo, y no a la República. Pero en el gobierno de los
Reyes hay otros Ministros diputados para oficios perpetuos, para servir al Rey en cosas de su
provecho, como son los Conde y Barones, los soldados ordinarios y los feudatarios que por
feudo están obligados a las cosas del gobierno del Reino perpetuamente. Por donde se muestra
que en cualquiera señorío son necesarios Ministros, y que conforme a él se debe elegir. Y así se
dice en el Eclesiastés: “Según es el juez del pueblo, así son sus Ministros; y como es el
gobernador de la ciudad, tales son los que habitan en ella”. El filósofo hace distinción en su
política de otros cuatro géneros de Ministros, que son más conjuntos a los que gobiernan,
porque hay algunos de que el gobierno tiene necesidad para los oficios viles de los Señores, de
los cuales provee la naturaleza, para que haya grados entre los hombres como en las demás
cosas, como vemos que en los elementos hay ínfimo y supremo; y en las cosas mixtas siempre
algún elemento es superior. Entre las plantas hay también unas diputadas para la comodidad de
los hombres y otras para hacer estiércol, y del mismo modo entre los animales, y en el hombre
entre los miembros del cuerpo es lo mismo. Y lo consideramos también en la relación del
cuerpo al alma, y aun en las mismas potencias de ella, comparando unas a otras; porque
algunas son ordenadas a mandar y a mover, como el entendimiento y la voluntad; y otras para
servir a éstas, según el grado de cada una; y así es entre los hombres. De donde prueba que hay
algunos que totalmente son siervos, según naturaleza.
Y además de esto sucede que algunos son faltos de razón por defecto de naturaleza, los
cuales conviene que sean inducidos al trabajo por modo servil, porque no pueden usar de
razón, y esto se llama justo natural. Todo lo cual toca el filósofo en el primero de sus Políticos.
Hay también otros ministros diputados para los mismos oficios por otra razón, como son los
que han sido presos en la guerra; lo cual la ley humana con razón instituyó para esforzar los
soldados a pelear fuertemente por la República, para que por cierto derecho los vencidos
fuesen sujetos a los vencedores; lo cual el filósofo en el lugar dicho llama justo legal; por lo
cual éstos, aunque usan de razón, son reducidos al estado de los esclavos con cierta ley
militar, para poner más cuidado en los corazones de los que andan en la guerra. Y este
modo tuvieron también los de Roma; y así cuentan las historias que Tito Livio, varón de
tanta elocuencia, fue preso y puesto en servidumbre por los Romanos; pero Livio,
nobilísimo varón, cuyo esclavo era, por su bondad le hizo libre; y tomando el nombre de su
amo se llama, Tito Livio; y le dio libertad para que enseñase a sus hijos las artes liberales,
porque sin ellas no le fuera lícito, según los estatutos de los Romanos; y esto manda
también la ley divina, como consta en el Deuteronomio.
Hay también otros dos géneros de Ministros que asisten entre la familia, unos que asisten
por paga, y otros que sirven por cierta benevolencia y amor, para aumentarse en las cosas de
su honra, o en las cosas de virtud; como son los que sirven al Príncipe en su casa, o en
cosas de la guerra, o de su volatería o montería, o de otras cosas de su familia y casa, de que
ahora no hablamos singularmente; por los cuales medios cada uno procura la amistad o
gracia de los Señores, o alcanza paga, o adquiere alabanza de su virtud; por lo cual se dice en
los Proverbios, que “el ministro inteligente es acepto al Rey”. Y en el Eclesiástico: “Si
tuvieres un siervo fiel, sea para ti como tu alma”. Y así se debe concluir que para la
perfección de un Reino y para el cumplimiento del gobierno, el Rey debe estar prevenido de
riquezas y de Ministros, conforme a lo que hemos dicho; por lo cual e1 filósofo en el octavo
de sus Éticas dice que no es Rey el que por sí no es suficiente y sobrado de todos bienes; de
los cuales abunda sobre manera el Rey Salomón, como aparece en el 3 libro de los Reyes, y
principalmente en el ornato y orden de los Ministros, de que admirada la Reina Saba, dijo:
“Mayor es tu sabiduría que la fama que yo oí de ella. Bienaventurados tus varones y tus
siervos, estos que están siempre delante de ti, y oyen tu sabiduría”.
CAPÍTULO XI. QUE ES NECESARIO AL REY Y A CUALQUIER OTRO SEÑOR TENER EN SU
TIERRA FORTÍSIMAS FORTALEZAS; SE PONEN MUCHAS RAZONES PARA ESTO
Después de lo dicho, para fortalecer el dominio, sea Real o político, son necesarias
fortalezas adonde esté el Rey y los de su casa, de lo cual nos dio el documento el Rey David,
que después que tomó a Jerusalén eligió el monte Sión para su defensa y seguridad, y allí
edificó un alcázar; en el cual se trataba de todo género de instrumentos místicos, y a este
alcázar llamó ciudad suya; y esto observan los Reyes en todas partes, teniendo en cualquier
ciudad o Castillo especial presidio o alcázar donde esté con su familia y oficiales, para lo
cual hay muchas causas; la una se considera de parte de los mismos Príncipes, a quien
importa estar en lugar defendido para estar más seguros en el regir, corregir y gobernar, y
para tener más atrevimiento en la ejecución de la justicia; por lo cual los Cónsules y
Senadores Romanos eligieron el lugar más seguro, que era el Capitolio, del cual cuentan las
historias que siendo ocupada toda la ciudad de Roma por los enemigos, allí se defendieron y
quedaron sin daño: además de que esto lo impide la mayor gravedad del Rey y de su familia,
para que no se desestime la majestad suya en los ojos del pueblo por el comercio con los
súbditos, o por un mirar incauto, en que se requiere gran compostura; como los viejos del
pueblo Troyano se habían con Elena, según el Filósofo dice en sus Éticas, para que ni el pueblo
incurra en indignación del Rey, ni el Rey ni los suyos tengan ocasión de descomponerse entre
los súbditos; en el cual caso cayó el Rey David con la mujer de Urías soldado, que traía el
escudo a Joab: a la cual vio lavándose desde un corredor de su Palacio, como se escribe en el
Segundo libro de los Reyes. Y la segunda razón se considera de parte del pueblo, el cual se
mueve más por las cosas aparentes que por la razón, y viendo los magníficos gastos de los
Reyes en hacer fortalezas, más fácilmente por la admiración se inclinan a la obediencia y a
acudir a sus mandatos, como dice el Filósofo en el sexto de sus Políticos; y además de esto
tienen menos ocasión de rebelarse o de sujetarse a los enemigos, cuando se ven muy apretados
de ellos, porque teniendo los Ministros del Rey presentes en sus fortalezas, los solicitan a
defenderse más animosamente. Así lo hizo Judas Macabeo en el alcázar de Sión, que después
de tornado le cercó de muros fortísimos y de torres altas, para defensa de su patria contra los
enemigos, como se escriben en el primero de los Macabeos. Y de la misma manera en Bethsura
edificó fortísimas fortalezas contra la frontera de Idumea.
Y finalmente, los Príncipes tienen necesidad de fortalezas para guardar las riquezas de que
deben tener abundancia, como dijimos arriba, y para poder ellos y su familia usar de ellas con
más libertad; y para que con esto los Ministros hagan más prontos para preparar las cosas
necesarias, que es cosa muy delectable y honorífica en la propia casa; porque es natural en las
cosas humanas que en estando dispuestas con orden causen belleza y hermosura, como cosa
medida y proporcionada en sus partes, de donde conseguimos una alegría espiritual que por sí
misma causa como un éxtasis; lo cual parece que pasó por la Reina Saba, mirando el orden de
los Ministros de la Corte del Rey Salomón, como arriba dijimos.
CAPÍTULO XII. QUE CONVIENE AL BUEN GOBIERNO DE UN REINO, O DE OTRO
CUALQUIERA SEÑORÍO, TENER LOS CAMINOS SEGUROS Y LIBRES EN SU PROVINCIA
Otra cosa es también necesaria a los Reyes para el buen gobierno del Reino, a la cual se
ordenan las mismas fortalezas, conviene a saber, para que los caminos estén seguros y
acomodados para caminar, así para los forasteros como para los naturales de su Reino, porque
los caminos son comunes a todos por un cierto derecho natural, y por las Leyes de las gentes;
por lo cual es prohibido que nadie los ocupe, ni por ninguna prescripción ni curso de tiempo
se puede adquirir derecho de ellos; de donde es que en el libro de los Números el camino
público se llama camino real, para significar que era común a todos. De donde San Agustín en
la Glosa expone esta palabra, diciendo que se llama así porque debe ser libre a cualquier
pasajero por razón de la comunicación de los hombres. Y así en el mismo lugar se escribe, que
mandó Dios destruir los Amorreos porque contradecían al pueblo de Israel que pasase por
sus tierras, queriendo ir sólo por el camino real, sin hacer daño a la Provincia. Y para que
los caminos comúnmente fuesen libres y seguros para los pasajeros, permiten los derechos a
los Príncipes los portazgos; y guardando ellos a los caminantes lo que les toca, sus oficiales
lo pueden cobrar justamente, y los pasajeros están obligados a pagarlos.
Y además de esto la seguridad de los caminos para el gobierno del Reino es muy
provechosa a los Reyes, porque por esto acuden más los mercaderes con sus mercancías,
con lo cual vienen a aumentarse las riquezas del Reino; y esto fue también causa de
aumentarse la República Romana, porque procuraban tener los caminos bien compuestos,
los cuales llamaban Estradas Romanas, para que los hombres con mayor seguridad pudieran
traer sus mercaderías; y con sagaz engaño se disfrazaban y mudaban los nombres, para que
engañados los ladrones no supiesen el tiempo que se hacían las ferias en la ciudad. Algunas
instituyeron los Príncipes Romanos en otras partes, y les dieron sus propios nombres para
que tuviesen más firmeza y los lugares donde se hacían fuesen más seguros para los que a
ellos viniesen, como forum Julii, nombre que significa plaza de Julio y que aún dura en los
confines de muchas Provincias y en diversas regiones; y además de esto algunos Cónsules y
Senadores Romanos hicieron Estradas que guían hasta otras Provincias, y con sus nombres
las autorizaban, para que fuesen más libres para caminar a la ciudad, o para que su memoria
de ellos fuese clara, como la vía Aurelia, de Aurelio Príncipe; la vía Apia, de Apia Senador.
La primera de las cuales guía a la ciudad de Reate, donde las historias ponen la provincia
Aurelia, y la otra a Campaña; y así otras tomaban el nombre de diferentes Cónsules y
Senadores, como Flaminio o Emilio.
Y finalmente con esto se aumenta el culto divino, porque los hombres se hallan más
prontos para reverenciar las cosas sagradas cuando tienen libre el paso para ir en romería a
ganar Indulgencias o Jubileos; por lo cual la razón principal del cuidado que tuvieron los
Romanos en tener los caminos seguros fue el culto de sus Dioses, del cual tenía gran celo la
República, como escribe Valerio Máximo en el principio de su libro; y la Sagrada Escritura
también refiere en el libro de Esdras que la reverencia del templo se había impedido porque
tenían alrededor de sí a sus enemigos, y que por esto se había detenido la reedificación del
templo; conforme a lo cual dijeron al Señor, como dice San Juan: “En cuarenta y seis años
se edificó este templo, y tú lo reedificas en tres días”.
CAPÍTULO XIII. CÓMO EN UN REINO O CUALQUIERA SEÑORÍO ES NECESARIO TENER
MONEDA PROPIA, Y LAS COMODIDADES QUE DE ESTO SE SIGUEN, Y LAS INCOMODIDADES
DE LO CONTRARIO
Después de lo dicho nos toca hablar de la moneda, por uso de la cual se regula la vida de
los hombres, y así mismo por consiguiente cualquiera Señorío, particularmente el Real, por
los muchos provechos que de ella se siguen. De donde es que el Señor preguntando a los
Fariseos, que debajo de fingimiento le tentaban, dice: “¿de quién es esta imagen e
inscripción?”. Y como respondiesen que de César, dio contra ellos la sentencia de lo que le
habían preguntado: “Dad, pues, lo que es de César a César, y lo que es de Dios a Dios”. Como
que la misma moneda sea mucha causa de pagarse los tributos. De la materia de que se hace la
moneda, y como es necesario al Rey tenerla en abundancia, ya hemos tratado; pero ahora
hablemos de ella en cuanto es medida por la cual las sobras y las faltas se reducen a un medio,
como el Filósofo dice en el cuarto de las Éticas, porque para lo que se inventó la moneda fue
para deshacer las diferencias en los comercios, y que sea una medida en las cosas que se
truecan; y aunque hay muchos modos de trueques, como escribe el Filósofo en el primero de
sus Políticos, éste es el más fácil de todos; por la cual causa se dice haberse inventado la moneda;
de donde es que el Filósofo en su Política reprende el gobierno de Licurgo, primer legislador de
los Partos y Lidos, porque les prohibía el uso de la moneda, permitiéndoles sólo el trocar unas
cosas por otras, según parece de lo dicho. Y así concluye en el libro alegado de las Éticas que la
moneda se hizo por la necesidad de trocar unas cosas por otras, porque con ella se hace más
fácil cualquier comercio, y se quita la ocasión de diferencias sobre los trueques. Y esto viene
desde Abraham, que fue mucho tiempo antes de Licurgo y de todos los filósofos. De donde es
que en el Génesis se escribe de él que compró un campo para sepultura de los suyos por precio
de cuatrocientos siclos de moneda pública y aprobada. Y aunque el tener moneda propia es
necesario de cualquier gobierno, principalmente lo es en el del Rey, para lo cual hay dos
razones. La primera, que se considera de parte del Rey; y otra, de parte del pueblo sujeto. En
punto a lo primero la moneda propia es ornamento del Rey y de su Reino, y de cualquiera otro
gobierno, porque en ella se esculpe la imagen del Rey, como del César se ha dicho; por lo cual
por ninguna cosa que toque al Rey, o a cualquiera Señor, puede ser tan clara su memoria;
siendo así que ninguna cosa traen los hombres más ordinariamente entre las manos. Y más,
que por ser la moneda regla y medida de las cosas que se venden, se muestra en ella su
excelencia, como que su imagen sea en el dinero regla de los hombres en sus comercios; de
donde es que se llama moneda, porque amonesta la mente para que no haya fraudes entre los
hombres, pues aquella es medida cierta, para que la imagen de César sea en el hombre como la
imagen divina, como expone S. Agustín tratando esta materia; y se llama la moneda Numisma,
porque se señalaba con los nombres y figuras de los Señores, como dice S. Isidoro. De donde
parece manifiestamente, que con la moneda resplandece la majestad de los Señores; y por tanto
las Ciudades, Príncipes o Prelados para gloria suya alcanzan singularmente de los Emperadores
el tener moneda propia y particular. Y finalmente, el tener moneda propia redunda en
provecho del Príncipe, como dijimos, porque es medida en los tributos que se ponen en el
pueblo, como se mandaba en la Ley divina cerca de las ofrendas, y en cualesquiera cosas que se
volvían a comprar, y se habían ofrecido en lugar de sacrificio. Además de que el batir moneda
por autoridad del Príncipe le es también de provecho, porque a ningún otro se permite hacerla
con la misma imagen e inscripción, como lo ordena el derecho de las gentes; en lo cual el
Príncipe o Rey, aunque puede llevar su aprovechamiento en el batir moneda, debe con todo
eso ser moderado, no mudando el metal ni disminuyendo el peso, porque esto es en daño
del pueblo, por ser la moneda medida de las cosas, como queda dicho; por lo cual mudar la
moneda es tanto como mudar cualesquiera pesos y medidas; y cuánto esto desagrada a Dios
se escribe en los Proverbios, en el cap. 20, donde dice; “Peso y peso, balanza y balanza, uno
y otro abominable para con Dios", y así fue reprendido gravemente del Papa Inocencio el
Rey Aragón, porque había mudado la moneda, disminuyéndola en detrimento del pueblo, y
absolvió a su hijo del juramento con que se había obligado a usar de la dicha moneda,
mandándole se la restituyese al antiguo estado; y los derechos favorecen en lo que es la
moneda en los empréstitos y conciertos, porque mandan pagar lo prestado y guardar los
conciertos por la moneda de aquel tiempo en toda medida de calidad y cantidad. Y así
concluimos, que a cualquier Rey le es necesario el tener moneda propia; y también lo es al
pueblo que el Rey la tenga, como parece de lo que hemos dicho. Lo primero, porque es
medida en los trueques de las cosas, y porque es más cierta entre los populares, porque
muchos que no conocen las monedas extranjeras, y así fácilmente pueden ser engañados los
que no tienen tanta malicia, lo cual es contra el gobierno Real. A esto proveyeron los
Príncipes Romanos, porque dicen las historias que en el tiempo de nuestro Señor Jesucristo
en señal de sujeción solo se usaba en todo el mundo de una moneda, que era la de los
Romanos, y en ella estaba esculpida la imagen de César, la cual conocieron luego los
Fariseos, cuando nuestro Señor Jesucristo les hizo aquella pregunta para descubrir la
falsedad de sus corazones; y esta moneda valía diez dineros de los ordinarios, una de las
cuales pagaba cada uno a los cobradores de los dichos Príncipes, o a los que tenían sus
veces en las Provincias o Ciudades y Castillos.
Y finalmente la moneda propia es de más provecho, porque cuando las monedas
extranjeras se comunican en los comercios, necesario es valerse del arte del cambio cuando
las tales monedas no valen tanto en las regiones extrañas como en las propias, lo cual no se
puede hacer sin daño; y esto sucede principalmente en las partes de Alemania y en las
regiones circundantes, por lo cual se ven obligados cuando van de una parte a otra a llevar
un pedazo de oro o plata, y van vendiendo de ella según las cosas que tienen necesidad los
Políticos, distinguiendo las diferencias de pecunias, o del arte pecuniaria, la Numismática, la
Campsoria, Obolástica y Cathos, la primera sola dice que es natural, porque se ordena a los
trueques de las cosas naturales, lo cual se hace con la moneda propia, y no con otra, como
parece de lo que está dicho; por lo cual ésta sola alaba, menospreciando las demás, de las
cuales diremos adelante. Así que se ha de entender que en cualquier gobierno,
principalmente en el Real, para conservación del Señorío es necesario el tener moneda
propia, así para el pueblo como para el Rey o cualquier gobierno.
CAPÍTULO XIV. PRUÉBESE CON EJEMPLOS Y RAZONES CÓMO PARA EL BUEN GOBIERNO
DEL REINO U OTRO CUALQUIER SEÑORÍO O POLICÍA SON NECESARIOS LOS PESOS Y
MEDIDAS
Después de esto habremos de tratar de los pesos y medidas, que son necesarios para que se
conserve el gobierno de cualquier Señorío, así como lo es la moneda, porque por ellos se pagan
los tributos y se quitan diferencias, y se guarda fidelidad en las compras y ventas; y porque,
aunque la moneda es instrumento de la vida humana, todavía imitan más que ella las cosas
naturales: porque escrito está en el libro de la Sabiduría en el cap. 2, que Dios dispuso todas las
cosas con número, peso y medida; pues si todas las criaturas se determinan dentro de estos tres
límites, más parece que tiene origen de la naturaleza el peso y medida que la moneda, y por
tanto son cosas más necesarias en una República o Reino; y el peso y la medida en cuanto tales
siempre se ordenan a las cosas que se han de medir y pesar, y de otra manera no son nada por
sí misma; pero la moneda, aunque es medida e instrumento en los comercios, con todo eso
puede ser por sí misma alguna otra cosa, como si se derritiese quedaría oro o plata; y así no
siempre se ordena a los trueques de las cosas. Y esto aún más se prueba en todas las suertes de
pecunias, como en la Campsoria, que no se ordena propiamente a ser medida de las cosas que
se venden sino que se ordena más el trueque de las otros monedas; y en la Obolástica; que en
los trueques es para las demasías del peso, que cuando se hallan se quitan, y se resuelven en
metal. Y también en la que se llama Cathos, que significa el oficio de los que trabajan en las
forjas, la cual se endereza más a las mismas monedas, como a su fin, dejados los otros trueques
de las cuales diferencias trata el Filósofo en el cuarto libro de sus Políticos y arriba lo tocamos, y
se dirá también adelante.
Y finalmente aquellas acciones son más necesarias en una República y en un Reino, que
proceden del derecho natural, porque las Leyes que instituyeron los Príncipes tuvieron el
mismo principio, y si no, no fueran justas. El peso y medida son de derecho natural, porque
ajustan la natural justicia y así son necesarias a todo Reino y sociedad las medidas y los pesos; y
de aquí es, que el primer Capitán del pueblo Hebreo, Moisés, como escribe S. Isidoro, dando
las Leyes divinas, que fueron las primeras, juntamente con ellas constituyó pesos y medidas
para las comidas y bebidas, como Efi y Gomor, y el Modio y Sextario; y para las tierras y
patios, que se miden por codos; y para el oro, plata y monedas, que son las balanzas y otros
pesos; y así como el dicho Moisés en el Levítico exhortase al pueblo a vivir justamente, luego
les pone las Leyes de la justicia natural, como Orígenes expone en el mismo lugar: "No harás,
dice, ninguna maldad en el peso y la medida; sean las balanzas justas, e iguales los pesos; justo
el modio, e igual el sextario", Refiere también S. Isidoro que Sidón Argivo dio medidas a los
Griegos, adonde cerca de los tiempos del mismo Moisés florecía el Reino de los Argivos; y las
historias cuentan que Ceres dio en Sición a los Griegos medidas para las cosas de la Agricultura
y del trigo; de donde fue Ramada Diosa frumentaria y Demetra; así que por lo dicho parece
que naturalmente conviene al Rey y a cualquier otro Señor, para su buen gobierno, dar al
pueblo que le está sujeto pesos y medidas por las causas dichas, y por los ejemplos de los
Príncipes, que aquí hemos tocado.
CAPÍTULO XV. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR QUE A UN REY O A OTRO CUALQUIER
SEÑOR PARA LA CONSERVACIÓN DE SU ESTADO LE CONVIENE TENER CUIDADO DE QUE
DEL ERARIO PÚBLICO SEAN PROVEÍDOS LOS POBRES EN SUS NECESIDADES; Y SE PRUEBA
CON RAZONES Y EJEMPLOS
Hay otras cosas que también pertenecen al buen gobierno de un Reino, Provincia o
Ciudad, o de otro cualquier Principado, y es que el Príncipe que preside provea del erario
común a los pobres, huérfanos y viudas en sus necesidades, y tenga cuidado de los
peregrinos y forasteros; porque si la naturaleza no falta a nadie en las cosas necesarias, como
dice el Filósofo en el libro de Coelo y mundo, mucho menos debe faltar el arte, que imita la
naturaleza; y entre todas las artes, la de vivir y gobernar es la superior y más grande, como
muestra Tulio en sus Cuestiones Tusculanas; luego los Reyes y Príncipes no deben faltar a
los necesitados en las cosas necesarias, sino antes socorrerlos, porque para eso tienen las
veces de Dios en la tierra los Reyes y Príncipes, por quienes él gobierna el mundo como por
causas segundas; de adonde es, que como Samuel, Profeta, viéndose menospreciado en su
dominio, se quejase a Dios, le fue respondido que no a él había menospreciado el pueblo de
Israel, sino a Dios cuyas veces él hacía; y en los Proverbios se dice: "Por mí reinan los
Reyes, y los Legisladores hacen decretos justos". Y Dios tiene especial cuidado de los
pobres, para suplirles sus efectos, habiéndose la divina providencia con los necesitados de la
manera que un padre si tiene algún hijo impedido, que tiene de él mayor cuidado, por ser
mayor su necesidad; por lo cual el mismo Señor tiene que se hace con él espiritualmente lo
que se hace con un pobre, como él lo testifica diciendo: "Lo que hicisteis por uno de estos
mis pequeñuelos, por mí lo hicisteis". Luego obligados están los Príncipes y Prelados, como
quien tiene las veces de Dios en la tierra, a suplir estas faltas de los pobres, y ayudarlos
como padres, a quien obliga su oficio, que, como dice el Filósofo en el octavo de sus Éticas,
deben tener especial cuidado de hacerles bien con efecto. Esta solicitud tuvo Filipo, Rey de
Macedonia, para con Fisias, al cual, según escribe como padre a quien obliga su oficio, que
como antes no le fuese amigo, sabiendo que tenía tres hijas, y que aunque era noble pasaba
con ellas extrema necesidad, preguntando a los que se lo dijeron si sería mejor cortar una
parte del cuerpo que estuviese enferma o curarla, mandó llamar en particular y le dio,
dineros y cosas de su casa, y le amonestó; y de allí en adelante le fue más fiel. Fuera de esto,
como los Reyes y Príncipes han de tener obras para todos y universalmente diligencia en las
cosas de sus súbditos, no siendo bastante un hombre aún a sus cosas propias solamente,
forzoso es que en muchas falte, porque las tales acciones de gobernar un pueblo y juzgarle,
y dar a cada uno de sus súbditos lo que merece, exceden la virtud natural; por lo cual se dice
que el arte de las artes es el de gobernar almas; y cosa muy ardua es, que el que no puede
moderar su vida propia, sea juez de la ajena; por la cual causa, siendo Saúl levantado por
Rey y ungido por Samuel, se le mandó que subiese a la alteza de los Profetas, para que allí
por elevación de la mente, profetizando con ellos, tuviese noticia de las cosas que había de
hacer; y esto lo hizo así, como parece en el primero de los Reyes. De donde se conoce que es
imposible que los Reyes no yerren por la causa dicha, si no se vuelven a aquél que gobierna
todas las cosas y es hacedor de todos; y por esta causa se dice en el Eclesiástico, de los Reyes
del Pueblo de Israel, que fuera de David y Josías, que fueron varones espirituales y alumbrados
por Dios, todos pecaron contra el Señor. A este defecto se socorre con la buena obra de la
limosna, porque con él los pobres se sustenten, como se le dijo a Nabucodonosor, Rey de
Babilonia, que era general Monarca en todo el Oriente, por boca del profeta Daniel: "Redime
tus pecados con limosnas y convierte tus maldades en misericordias de los pobres". Son, pues,
las limosnas que los Príncipes dan a los necesitados, como un fiador suyo delante de Dios, para
pagar las deudas de sus pecados, como el Filósofo dice que es la moneda respecto de las cosas
vendibles. Y así como la moneda es medida en las cosas que se truecan en la villa corporal, así
lo es la limosna en la espiritual; por lo cual en el Eclesiástico dice: "La limosna del varón sea
como un saquillo que ande con él, y conservará la gracia de los hombres, como las niñas de los
ojos"; así que por lo dicho se muestra bastantemente cómo es cosa importante a los Reyes y a
cualquier Señor proveer a los pobres del común tesoro de la República o del suyo propio; y de
aquí es que en todas las Provincias, Ciudades y Castillos hay hospitales para ejercer este
ministerio fundados por los Reyes, Príncipes o Ciudadanos para socorrer las necesidades de los
pobres, no solo entre los Cristianos, sino también entre los infieles; porque hacían casas de
hospedaje para socorro de los necesitados, a las cuales llamaban Hospitales de Júpiter, (como
aparece en el Segundo libro de los Macabeos), por el efecto de benevolencia y piedad que se
atribuye a este planeta según los Astrólogos; y de Aristóteles también cuentan las historias que
envió cartas a Alejandro, exhortándole a que se acordase de las necesidades de los pobres, para
que la prosperidad de su gobierno se aumentase.
CAPÍTULO XVI. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR CÓMO CONVIENE QUE EL REY U OTRO
CUALQUIERA QUE ES SEÑOR TENGA CUIDADO DEL CULTO DIVINO, Y EL FRUTO QUE DE ESTO
SE SIGUE
Después de lo dicho hemos de tratar del culto divino, al cual deben atender los Reyes y
Príncipes con todas sus fuerzas y solicitud, como a su debido fin, por lo cual se pone en este
final capítulo. De este fin escribe el magnífico Rey Salomón en el decimosegundo del
Eclesiástico: "Oigamos todos juntos el fin de nuestras palabras; teme a Dios y guarda sus
pensamientos, porque esto es todo hombre". Y aunque este fin es necesario a todos, conviene
a saber, el culto y reverencia de Dios por la observancia de sus mandamientos, como se ha
dicho, con todo eso compete más al Rey y es de esto más deudor por tres cosas, que en él se
hallan: porque es hombre, porque el hombre fue criado por Dios singularmente, porque las
demás criaturas las creó con decirlo, pero al hombre, cuando le hubo de criar, dijo: "Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza"; de donde San Pablo, en los Actos de los Apóstoles,
en el capítulo diez y siete, refiere las palabras de Arato, Poeta, que dice: "Nosotros somos
de casta de Dios". Por esta parte todos en general debemos a Dios la divina reverencia; lo
cual es primer precepto de la primera tabla: por lo cual Moisés dice en el Deuteronomio al
Pueblo de Israel, y lo mismo a nosotros: "El Dios tuyo es un Dios", para decir que era sólo
a quien se debía honor y reverencia; por cuanto por él solo fuimos creados, y con una cierta
singular prerrogativa producidos; y así, teniendo consideración a tan grande beneficio,
prosigue Moisés luego en el mismo Lugar diciendo: "Amarás al Señor Dios tuyo de todo
corazón, y con toda tu alma y con toda tu fortaleza"; queriendo mostrar en esto que todo lo
que somos lo debemos a Dios; en reconocimiento de lo cual fue instituido el precepto de
los diezmos, el cual todos están obligados a pagar, no sólo en la cantidad del número de las
cosas, sino de cada una de ellas, por la ya dicha causa; y aunque cada uno tenga esta
obligación, con todo eso es mayor en el Príncipe, aún como una persona sola, en cuanto
participa más de la nobleza de la naturaleza humana, por razón de su Sangre, de donde le
procede esta calidad, como el Filósofo prueba en su Retórica; de la cual razón movido César
Augusto, que también se llamó Octaviano, como cuentan las historian, no agradándose de
los divinos honores que el Pueblo Romano le hacía por la hermosura de su cuerpo y por la
bondad de su ánimo, procuró saber de la Sibila Tiburcia quién era su criador y hacedor; el
cual halló, y adoró, y prohibió por edicto público que de allí en adelante nadie del dicho
Pueblo le adorase, ni le llamase Dios ni Señor. Tiene además de esto el Príncipe esta
obligación en cuanto Señor; porque ninguna potestad hay que no venga de Dios, como el
Apóstol dice en el decimotercero capítulo a los Romanos; de donde es que tiene las veces
de Dios en la tierra, como dijimos arriba; por lo cual toda potencia de su dominio depende
de Dios, como en ministro suyo; y así, donde hay reverencia al superior, porque él por sí
nada vale, como lo vemos en los mismos ministros de las Cortes de los Reyes; por lo cual
en el Apocalipsis de San Juan, todas las veces que se trata del ministerio de los espíritus
celestiales, que son significados en su oficio por los viejos, como más maduros en sus
acciones, y por animales, que antes que mover ellos, por la vehemente irradiación divina;
siempre se dice de ellos, que cayeron y adoraron al Señor, los cuales actos son de latría y
culto divino; por lo cual aquel Nabucodonosor, Monarca del Oriente, como se escribe en el
libro de Daniel, porque no reconoció que su señorío venía de la mano de Dios fue
convertido en bestia, según su imaginación, y se le dijo: "Siete tiempos se mudarán sobre ti,
hasta que entiendas que domina el excelso en el Reino de los hombres, y que le darán al que
quisiere". Y también amonestado acerca de esto Alejandro, como dicen las historias, yendo
con propósito de destruir la provincia de Judea, coma acercándose a Jerusalén le saliesen al
camino el Sumo Pontífice vestido de blanco, con los Ministros del Templo, aunque iba
airado se volvió manso, y bajándose del caballo él mismo le reverencia en lugar de Dios; y
entrando en el Templo dejó en él grandes dones, y a toda la gente dio libertad por la
reverencia divina. No solamente, pues, como hombre y como señor está obligado al culto
divino el Rey, sino también como Rey, porque son ungidos con óleo sagrado, como aparece
en los Reyes del Pueblo de Israel, que eran ungidos con óleo santo por mano de Profetas;
por lo cual se llamaban Cristos del Señor, por la excelencia de virtud y gracia en el ser
conjuntos a Dios, de las cuales cosas deben ser dotados; y por razón de esta unión conseguían
cierta reverencia y honor, por donde aún el Rey David, habiendo cortado las vestiduras al Rey
Saúl, hirió su pecho en señal de arrepentimiento, como se escribe en el primer libro de los
Reyes; y también el mismo Rey David, llorando lamentablemente la muerte del Rey Saúl y
Jonatán, se queja de la irreverencia de los Allofilos, diciendo que así habían muerto al Rey Saúl
como si no fuera ungido con óleo, como se escribe al fin del segundo libro de los Reyes; de la
cual santidad sacamos también argumento de los hechos de los Franceses, de San Remigio con
Clodoveo, el primero que fue Cristiano entre los Reyes de Francia, y del haber la paloma traído
de lo alto el óleo con el cual fue ungido el dicho Rey y lo son sus sucesores con señales y
portentos, haciendo varias curas en virtud de esta unción. Además de esto, en el ser ungidos
los Reyes, como dice San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios, se figuraba el verdadero
Rey y Sacerdote, conforme aquello del Profeta Daniel en el capítulo noveno, donde dice:
"Vuestra unción cesará cuando viniere el Santo de los Santos"; así por cuanto en esta unción
son figura de aquel que es Rey de Reyes y Señor de Señores, como dice en el decimonono
capítulo del Apocalipsis, el cual es Cristo Dios nuestro, obligados están los Reyes a imitarle,
para que tenga debida proporción la figura con lo figurado, y la sombra con el cuerpo, en lo
cual se incluye el verdadero y perfecto culto divino. Parece pues, cuan necesario es a cualquier
Señor, y principalmente al Rey, para la conservación de su gobierno, el ser devoto y tenor
reverencia a Dios; de lo cual tenemos también ejemplo en Rómulo, primer Rey de la Ciudad de
Roma, como enseñan las historias; porque en el principio de su gobierno fabricó en ellas un
asilo, que llamó el Templo de la Paz, y le dio muchas exenciones y gracias; por cuya divinidad y
reverencia cualquier malhechor que a él se acogiese, quedaba libre. Y Valerio Máximo escribe
en el principio de su libro el fin que tuvieron los sucesores que fueron negligentes en el culto
divino, y el que tuvieron los que fueron cuidadosos en él. ¿Qué diré, pues, de los Reyes
devotos, así del Viejo como del Nuevo Testamento?, porque todos los que fueron solícitos en
las cosas de la reverencia de Dios, acabaron felizmente su curso, pero los que lo hicieron al
contrario tuvieron infelices fines. Y también enseñan las historias, que en cualquier Monarquía,
desde el principio del mundo, han andado juntas por Orden tres cosas: el culto divino, la
sabiduría escolástica, y la potencia del siglo, las cuales consecuentemente se siguen unas a otras;
y en el Rey Salomón se conservaron por sus merecimientos, porque por la divina reverencia,
cuando bajó a Ebrón, lugar de oración, siendo levantado por Rey consiguió la sabiduría, y
adelante por entrambas cosas el ser excelente en las virtudes de Rey sobre todos los Reyes de
su tiempo; mas como se apartase del verdadero culto de Dios tuvo fin infeliz, como aparece en
el tercer libro de los Reyes. Esto sea dicho por ahora en este libro de las cosas que pertenecen
al gobierno de cualquier Señorío, principalmente del Real.
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO I. EN ESTE PRIMER CAPÍTULO SE CONSIDERA Y SE PRUEBA QUE CUALQUIER
SEÑORÍO VIENE DE MANO DE DIOS, CONSIDERADA LA NATURALEZA DEL SER
Porque el corazón del Rey está en las manos de Dios, le inclinará a la parte que quiere; y
en el capítulo veintiuno de los Proverbios se escribe lo que aquel gran Monarca del Oriente,
Ciro, Rey de los Persas, confesó con público edicto, porque después de la victoria que
alcanzó en Babilonia, la cual destruyó hasta el suelo habiendo muerto en ella al Rey Baltasar,
según las historias escriben, hablo así, como en el primer libro de Esdras aparece: "Esto
dice Ciro, Rey de los Persas: Todos los Reinos del mundo me dio el Señor Dios del Cielo";
de donde se sigue manifiestamente que cualquier dominio viene de la mano de Dios, como
primer Señor.
Lo cual se puede mostrar por tres caminos, como lo toca el Filósofo. Lo primero en
razón de que tiene ser; lo segundo, porque él es el que mueve todas las cosas; y lo tercero,
porque es fin de ellas. En razón de que tiene ser, porque es forzoso que cualquiera cosa que
le tiene se reduzca al primer ser, como a principio de todas las cosas que le tienen; como
todo lo que es cálido se reduce a lo cálido del fuego, como muestra el Filósofo en el
capítulo 22 de su Metafísica. Y por la razón que todas las cosas que tienen ser dependen del
primer ser, por la misma dependen de él los señoríos, porque se fundan sobre cosa que
tiene ser, y sobre un ser tanto más noble cuanto es preferido a otros hombres, sus iguales en
naturaleza, para mandarlos; de lo cual debe tomar ocasión para no ensoberbecerse, sino
para gobernar su pueblo con humanidad, como dice Séneca en la Epístola a Lucilio. Por lo
cual se dice en el cap. 32 del Eclesiástico: "Gobernador lo hicieron, no quieras ensalzarte,
sino ser entre ellos como uno de los demás". Porque como todo lo que tiene ser depende
del primer ser, que es la causa primera, de la misma manera cualquier señorío de la criatura
depende de Dios, como de primer Señor y primer Ser.
Además de esto, cualquier multitud depende de uno, y por uno es mensurada, como
muestra el Filósofo en el décimo de la primera Filosofía; luego de la misma manera la
multitud de Señores de un solo Ser tiene origen, que es Dios; como lo vemos en las Cortes
de los Reyes, que habiendo muchos que presiden en diversas cosas, todos dependen de uno
que es el Rey; por lo cual el Filósofo en el capítulo 12 de la primera filosofía dice que Dios,
que es la primera causa, es para con todo el universo como un Capitán General en el
ejército, del cual depende toda la multitud de gente de su campo. Y así el mismo Moisés en
el Éxodo en el cap. 15 llama a Dios Capitán General de su pueblo: "Capitán General", dice,
"fuiste por la misericordia para el pueblo que redimiste"; así que todos los señoríos tienen
principio de Dios.
Y finalmente, a este propósito decimos que la potencia es proporcionada al ser de cuya
naturaleza es, y se adecua a él, porque la potencia nace de la esencia de las cosas, como
enseña el Filósofo en el primero y segundo libro Acerca del Cielo; y así pues, como las cosas
que tienen ser creado se han para con quien le tiene increado, que es Dios, así cualquier
cosa que tiene ser creado, que es Dios: se ha para con la potencia increada, que también es el
mismo Dios; porque todo lo que hay en Dios es Dios; por lo cual, así como todas las cosas que
tienen ser creado tienen principio de ser increado, así también le tiene la potencia creada de la
increada; y esto se presupone en el dominio, porque no hay dominio donde no hay potencia;
luego todos los dominios vienen de la potencia increada, y ésta es Dios, como hemos dicho, y
así se sigue bien lo que vamos probando; de donde el Apóstol dice a los Hebreos que Dios
sustenta todas las cosas con la palabra de su potencia: y en el Eclesiástico, en el cap. I, también
se escribe que "es uno el Altísimo Creador de todo, omnipotente, Rey poderoso, a quien se ha
de temer mucho, que se asienta sobre trono, Dios que domina", en las cuales palabras
bastantemente se muestra de quién todas las criaturas tienen el ser, la potencia y la operación, y
por consiguiente el Señorío; y mucho más el Rey, como arriba se ha mostrado.
CAPÍTULO II. PRUÉBESE LO MISMO POR LA CONSIDERACIÓN DEL MOVIMIENTO DE
CUALQUIER NATURALEZA
No solamente por razón del ser, sino también por razón del movimiento se prueba que
cualquier señorío viene de Dios; y lo primero comenzaremos por la razón del Filósofo, en el
octavo de los Físicos, porque cualquier cosa que se mueve es movida de otra, y entre las cosas
que mueven y son movidas no se ha de proceder en infinito; así que es forzoso confesar que
hay un primer motor inmóvil, que es Dios, y primera causa; y entre todos los hombres, los que
más tienen de movimiento son los Reyes y Príncipes, y todos los que presiden en gobernar, en
juzgar y en defender, y en los demás actos que pertenecen al cuidado del gobierno; por lo cual
Séneca consolando a Polibio de la muerte de su hermano, y exhortándole al menosprecio del
mundo, habla así de César: "Cuando te quisieres olvidar de todas las cosas del mundo,
considera a César, y verás cuán poco caso se debe hacer de la prosperidad de esta vida y la
diligencia que en ella debes tener, entendiendo que no te es más lícito a ti el descansar, que a él.
En él se ve lo que las fábulas dicen del que tenía el mundo sobre sus hombros. El mismo
César, por la misma razón que lo puede todo, hay muchas cosas que no las puede. Su vigilancia
defiende las casas de todos; su trabajo el descanso de todos; su industria los deleites de todos; y
su ocupación la ociosidad de todos. Desde el punto que César se dedicó al gobierno del
mundo se quitó a sí mismo, y a manera de las estrellas y planetas, que sin quietud continúan
siempre su curso, nunca se le permite descansar, ni ocuparse en negocio que sea suyo". Luego,
si a los jueces les toca tanto de movimiento, no le pueden perfeccionar sin influencia del
primer motor, que es Dios, como ya probamos; de donde es que en el libro de la Sabiduría,
donde se cuentan los efectos de la potencia divina, queriendo el autor mostrar cómo todas las
cosas participan de la influencia del divino movimiento, dice luego: "La sabiduría es más
movible que todas las cosas movibles, todas partes alcanza por su limpieza"; llamando absoluta
la potencia divina que todas las cosas abraza y con todas las cosas está mezclada para
moverlas, a semejanza de la luz corporal, la cual en esto imita la naturaleza divina.
Y además de esto cualquier causa primaria influye más en lo que ella ha causado, que no
las causas segundas; y la primera causa es Dios; luego si por la virtud de la primera causa se
mueven todas las cosas, y todas reciben la influencia del primer movimiento, el movimiento
de los Señores será por la virtud de Dios y moviéndolos él; y también que como hay orden
en los movimientos corporales, mucho mayor la ha de haber en los espirituales; y vemos
que en los cuerpos los inferiores son movidos por lo superiores, y que todos se reducen al
movimiento del supremo, que es el noveno cielo, según Ptolomeo, en la primera Distinción
del Almegisto, aunque según Aristóteles, en el 2 libro de Acerca del Cielo, es el octavo. Pues si
todos los movimientos corporales se regulan por el primero, y de él reciben la influencia,
mucho más las substancias espirituales por estar más juntas unas con otras: por lo que son
más aptas para poder recibir la influencia del primer motor, que es Dios, del cual
movimiento trata el bienaventurado San Dionisio en el libro de los Nombres Divinos,
distinguiéndole en las cosas espirituales como en las corporales, en circular, recto y oblicuo.
Y estos movimientos son ciertas iluminaciones para obrar, que se reciben de las cosas
superiores, como expone el mismo Doctor; y para recibirlas es necesaria disposición de la
mente en que se hace esta influencia de movimiento la cual disposición deben tener más
que todos los otros hombres los reyes y Príncipes, y los demás que son señores del mundo;
lo uno por el oficio que ejercitan; lo otro por las universales acciones del gobierno con que
el entendimiento se levanta más a las cosas divinas, y lo otro porque les importa el
disponerse para que el cuidado que se les ha encargado de gobernar el Reino, a que no es
bastante un Rey, y otras cosas que son necesarias en las acciones del gobierno, que
sobrepujan la naturaleza particular, por este tal movimiento de la divina influencia sean más
suficientemente encaminadas. De esta manera se dispuso David, y a esta causa por el
movimiento de la influencia dicha mereció en sus Salmos espíritu de profecía e inteligencia
sobre todos los Reyes y Profetas, como lo dicen los Doctores de la Sagrada Escritura, y por
haber hecho lo contrario los Príncipes gentiles Nabucodonosor y Baltasar, padre e hijo
merecieron ser cegados en sus entendimientos por lo cual la influencia de la divina
iluminación les movió la fantasía con visiones imaginativas, como aparece en Daniel, para
que supiesen lo que debían hacer en el gobierno Real, más porque su entendimiento no
estaba dispuesto, sino cubierto con nieblas de pecados, no pudieron llegar a esta noticia; por
lo cual se dijo a Daniel, que tenía lumbre de profecía: "A ti te fue dado espíritu de
inteligencia para interpretar estas cosas", para que se verificase lo que dice el Señor por
Salomón en los Proverbios: "Mío es el consejo y la equidad; mía es la providencia, y mía la
fortaleza; por mí reinan los Reyes, y los Legisladores hacen decretos justos; por mi mandan
los Príncipes, y los Poderosos hacen justicia", y así es manifiesto cómo todos los señoríos
vienen de Dios en consideración del movimiento.
CAPÍTULO III. AQUÍ PRUEBA LO MISMO EL SANTO DOCTOR POR LA CONSIDERACIÓN DEL
FIN
Y también se prueba lo mismo que hemos dicho respecto del fin; porque si es propio del
hombre hacer sus obras con algún intento por razón de su entendimiento, que en cualquier
acción suya se señala fin a que enderezarla, cualquier naturaleza cuanto es más intelectiva tanto
más procede con algún fin. Pues, como Dios sea suma inteligencia y puro acto de entender, sus
acciones encierran en sí algún fin, y así se ha de decir que en cualquier fin de las cosas creadas
es necesaria acción del entendimiento divino, a que nosotros llamamos prudencia divina, por la
cual el Señor dispone todas las cosas y las encamina a debido fin; y así la llama Boecio en el
libro de la Consolación de la Filosofía, y conforme a esta razón se dice en el libro de la Sabiduría
que "alcanza desde el fin hasta el fin fuertemente, y dispone suavemente todas las cosas"; y así
por esto se concluye que todas las cosas, cuanto más se encaminan a más excelente fin, tanto
participan más de la acción divina; y tal es el gobierno de cualquiera comunidad o junta
política, o real, o de otra cualquiera condición, porque como se endereza a un fin nobilísimo
(como dice el Filósofo en sus Éticas, y en el primero de sus Políticos) en él se presume acción
divina, y a su potencia está sujeto el gobierno de los Señores; y de aquí por ventura tiene origen
de verdad el llamar el Filósofo en su Éticas potencia al bien común. De más de esto el
Legislador en su gobierno siempre debe procurar que los Ciudadanos sean encaminados a vivir
conforme a virtud, porque este sólo es el fin del Legislador, como dice el Apóstol a Timoteo
que el fin del precepto es la caridad, al cual no podemos llegar sin divino movimiento, como el
calor no puede calentar sin la virtud del calor del fuego, ni resplandecer lo resplandeciente “en
la virtud de la luz; y tanto más alta y excelentemente es causa de esto el movimiento del primer
motor, cuanto la potencia es superior y se aventaja a la potencia creada y a todos los géneros de
obras suyas; tanto más fuertemente que viene a decir el Profeta Isaías: "Todas nuestras obras
obró el Señor en nosotros", y la voz Evangélica: "Sin mí ninguna cosa podéis hacer" también
hace a este propósito, que el fin mueve la causa eficiente, y tanto más eficazmente cuanto el fin
se tiene por más noble y mejor, como el bien de una nación respecto del de una Ciudad o
familia, como dice el Filósofo en el primer libro de los Políticos. Y el fin a que debe atender el
Rey principalmente, por sí y por sus súbditos, es la eterna bienaventuranza, que consiste en la
visión de Dios. Y porque esta visión es perfectísimo bien de esta manera regia y gobernaba los
suyos aquel Rey y Sacerdote Jesucristo, que dice por San Juan en el c. 10: "Yo les doy la vida
eterna: yo vine para que tengan vida, y para que la tengan más abundantemente". Esto hacen
los Reyes cuando como buenos pastores velan sobre su ganado, porque entonces alumbra la
divina luz para que gobiernen bien, como a los pastores en el nacimiento de nuestro Rey y
Salvador.
Y el Príncipe y los súbditos recibimos el movimiento de la irradiación ya dicha, circular,
recto, y oblicuo de los cuales dijimos arriba, y habla el bienaventurado S. Dionisio en el libro
de los Divinos Nombres. Este movimiento se dice recto porque se hace por la divina iluminación
sobre el Príncipe, para que gobierne bien, y sobre el pueblo por los merecimientos del
Príncipe. Y se llama oblicuo cuando el que gobierna por la divina iluminación rige sus
súbditos de tal manera que vivan virtuosamente y traten de las alabanzas de Dios y de darle
gracias, para que sea como una figura de un arco hecho de la cuerda derecha y el arco
oblicuo. Y se llama circular el movimiento de los divinos rayos cuando la divina iluminación
alumbra al Príncipe, o al súbdito, y con esta iluminación se elevan a contemplar y amar a
Dios, el cual movimiento se llama circular porque naciendo de Dios vuelve a él mismo, y a
aquel punto donde se comenzó, lo cual es propio del movimiento circular; el cual
movimiento pone también el Filósofo en el decimosegundo de su Metafísica, adonde dice
que el primer motor o causa primera, que es Dios, mueve las otras cosas según lo deseado.
Esto es en razón del fin, que es el mismo de quien el Profeta David habla en un Salmo,
aunque los Doctores sagrados lo acomodan a Cristo nuestro Rey: "Da, Dios", dice, "tu
juicio al Rey, y tu justicia al hijo del Rey, que juzguen tu pueblo en justicia, y tus pobres en
buen juicio; reciban los montes la paz para el pueblo, y los collados la justicia", que todos
son ruegos que dice a Dios un Rey, u otro cualquiera Señor para el buen gobierno de un
pueblo, en lo cual, como está dicho, deben principalmente emplear sus fuerzas, y porque
tienen dispuesto así el entendimiento para recibir la divina influencia para la salud de los
súbditos. Dice luego el Profeta: "Descenderá como lluvia sobre el vellocino, y como las
gotas que destilan sobre la tierra comenzara en sus días la justicia y la abundancia de paz",
por todo lo cual es bien manifiesto que el dominio viene de Dios por relación al fin, ya sea
remoto, que es el mismo Dios, o próximo, que es el obrar justamente.
CAPÍTULO IV. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR DE LA MANERA QUE DIOS QUISO DAR
EL DOMINIO A LOS ROMANOS POR EL AMOR DE LA PATRIA
Y porque entre todos los Reyes y Príncipes del mundo los Romanos fueron los que más
cuidado tuvieron de las cosas que hemos dicho, les inspiró Dios para que gobernasen bien;
por lo cual merecieron el Imperio dignamente, como prueba S. Agustín en el libro de la
Ciudad de Dios dando diversas causas y razones, que restringiéndolas a las principales las
podemos reducir a tres, dejando las demás por tratarlo más compendiosamente. La primera
razón fue el amor de la patria, la segunda el celo de la justicia y la tercera la civil
benevolencia. La primera de las dichas virtudes era bastantemente digna del dominio, por la
cual participaban de una cierta naturaleza divina, porque sus efectos son para todos y se
emplea en acciones útiles al pueblo, como Dios, que es causa útil de las cosas; por lo cual el
Filósofo en el I de las Éticas dice: "Que el bien común de la sangre es bien divino"; y porque
el gobierno Real, y cualquiera otro señorío le causa la unión de muchos, el que ama la
comunidad merece alcanzar esta unión en su señorío, para que así se le siga el premio
conforme a la calidad de su virtud. Porque la condición de la divina justicia requiere que a
cada uno se le dé la paga a medida de las obras de virtud, para que se cumplan en ellos las
palabras que están escritas en el Apocalipsis: "Sus obras lo siguen". Y también San Mateo en el
c. 25, dice que el Señor dio a cada uno según la propia virtud; además de que el amor de la
patria se funda en la raíz de la caridad, que antepone las cosas comunes a las propias y no las
propias a las comunes, como siente el bienaventurado S. Agustín, exponiendo las palabras que
el Apóstol dice de la caridad; y esta virtud en merecimiento se aventaja a todas las otras
virtudes, porque el merecimiento de cada una de ellas depende de esta virtud. Luego el amor
de la patria merece el grado de honor sobre las otras virtudes, el cual es el señorío y así de este
amor de la patria dice Tulio en el libro de los Oficios que "ninguna junta ni compañía es más
grata ni más amable, que la que persevera en provecho de la República. A cada uno de
nosotros son caros los hijos, son caros los deudos y familiares; pero todas las obligaciones de
todos los abraza la patria con la suya. Por la cual, ¿quién siendo bueno rehusará la muerte, si
sabe que con recibirla le ha de ser de algún provecho?" Mas cuán grande fuese este amor de la
patria en los antiguos romanos, Salustio lo refiere en su Catilinario, de sentencia de Catón,
contando algunas virtudes de ellos, en que se incluye este amor. "No penséis", dice, "que
nuestros antepasados hicieron de pequeña grande la República con sólo las armas, pues
nosotros tenemos más copia de ellas que ellos tuvieron, sino porque tenían industria en sus
casas, y fuera justo imperio, ánimo libre en los consejos, y apartados de delitos y lujurias; y en
lugar de esto nosotros tenemos la lujuria y la avaricia, necesidad en las cosas públicas y
opulencia en las particulares; alabamos las riquezas y seguimos la pereza, no se hace diferencia
de los buenos a los malos, y todos los premios de la virtud los posee la ambición". Y
finalmente el amor de la patria contiene el primero y principal precepto , de que en el
Evangelio de San Lucas se hace mención, porque teniendo el que gobierna cuidado de las
cosas de todos se asimila a la naturaleza divina, cuando en lugar de Dios tiene diligente cuidado
de sus súbditos y cumple con el amor del prójimo, teniendo con paterno afecto este cuidado
de todo es pueblo que le está encargado, cumpliendo de esta manera el dicho precepto: del cual
se habla en el Deuteronomio en el capítulo sexto, diciendo: “Amarás al Señor Dios tuyo de
todo tu corazón con toda tu alma y en toda tu fortaleza, y a tu prójimo como a ti mismo”. Y
porque este precepto no admite dispensación, por tanto Tulio en el libro de República dice que
ninguna causa puede haber porque se niegue la propia patria. De este amor de ella, pues,
tenemos ejemplo, como cuentan las historias y el bienaventurado San Agustín en el libro
quinto de la Ciudad de Dios, de Marco Curcio, noble soldado, que armado y a caballo se arrojó
dentro de una grande abertura de la tierra , para que la pestilencia cesase en Roma; y de Marco
Régulo, que prefirió el bien de su patria a su propia vida, porque como fuese medianero de paz
entre los africanos y los suyos, siendo consultado de ellos si la paz convenía, fue de parecer que
no, y volvió a África con la respuesta, como había quedado, donde los cartagineses le quitaron
la vida; y en Marco Curio se mostró cuán impías tuvieron las manos los Príncipes de los
romanos en no recibir dádivas por conservar su República; del cual escribe Valerio Máximo de
la manera que menosprecio las riquezas de los Samnites, porque como después de la victoria
que de ellos tuvo le enviasen Embajadores, y teniendo entrada le hallasen sentado comiendo en
platos de palo, le ofrecieron grande cantidad de oro, rogándole que lo aceptase, y el
riéndose les respondió: "Esto es en balde; contad a los Samnites cómo Marco Curio quiere
más mandar a los que son tan ricos, que serlo él, y acordaos de que en la batalla no me
pudisteis vencer, ni ahora corromperme con dineros". Y el mismo autor en el mismo libro
refiere de Fabricio otro caso semejante, que como en la honra y autoridad fuese el mayor de
los suyos, pero en la renta tan pobre como el que más, procurando los Samnites, los cuales
tenía debajo de su patrocinio y amparo en su República, que lo recibiese de ellos, le
enviaron mucha suma de dineros y esclavos, y él los menospreció y los envió frustrados de
su intención, siendo por su continencia y por el celo de su patria riquísimo sin hacienda y
sin criados, acompañado de muchos, porque le hacía rico no lo mucho que poseía, sino lo
poco que deseaba. De los tales, pues, concluye el ya dicho Doctor que no se les da la
potestad del señorío sino por providencia del sumo Dios, cuando juzga las cosas humanas
dignas de tanto bien; y en el libro alegado dice muchas cosas por donde define que el
dominio de los romanos fue legítimo, y que les fue dado por Dios. También Matías y sus
hijos, aunque fueron del linaje de los Sacerdotes, por el celo de la ley y de la patria
merecieron el dominio del pueblo de Israel, como aparece en el primero y Segundo libro de
los Macabeos; porque estando el dicho Matías cercano a la muerte, habló a sus hijos de esta
manera: "Competid", dice, “sobre guardar la ley, y dad vuestras ánimas por el testamento de
vuestras padres", que se toma por República en el dicho libro. Y después añade: "Y
alcanzaréis gloria grande y nombre eterno”. Lo cual entendemos por el Principado de sus
hijos, que sucedieron los unos a los otros, conviene a saber, Judas, Jonatás y Simeón, que
cada uno de ellos floreció siendo Capitán y Sacerdote del pueblo de Israel.
CAPÍTULO V. CÓMO LOS ROMANOS MERECIERON EL SEÑORÍO POR LAS LEYES
SANTÍSIMAS QUE ESTABLECIERON
También hay otra razón por donde los romanos dignamente alcanzaron el dominio, que
fue la justicia, cosa con que consiguieron el Principado por un cierto derecho de naturaleza,
de la cual tiene principio cualquier justo Señor. Lo primero porque, como escribe el
sobredicho Doctor, miraban por su patria con consejo Libre, desterrando la avaricia y
ganancia torpe en su gobierno; ni eran dados a maldades y lujurias, por donde aún los
Señoríos fundados se suelen destruir; y así atraían los hombres a amarlos, de manera que
por las santísimas Leyes que instituyeron se les sujetaban de su propia voluntad; por lo cual
el mismo Apóstol San Pablo, como se viese molestado de los judíos con grandes injurias,
apelo al César delante de Festo, que era Príncipe en las partes de Cesarea de Palestina, y se
sujetó a las Leyes Romanas, como se dice en los Actos de los Apóstoles; y cuáles y cuán
santas fuesen se escribe en el dicho libro de los Actos de los Apóstoles, hablando del
mismo Festo; porque estando en Jerusalén acudieron a él los Príncipes de los Sacerdotes,
pidiéndole que condenase a muerte a San Pablo, a los cuales respondió Festo, como quien
estaba sujeto a las Leyes de los Romanas, que entre ellos no era costumbre condenar a nadie
muerte, ni entregarle, si no era estando presente los acusadores y dándosele lugar para
defenderse y descargarse de lo que se le imputaba. Por lo cual el mismo Doctor San Agustín,
en el libro de la Ciudad de Dios, dice que Dios quiso conquistar el mundo por los romanos para
que juntos en una República, y debajo de unas mismas leyes viviesen todos en paz. Y también
es este propósito que por derecho natural cualquiera que tiene cuidado de otros es justo que
alcance premio, porque, como se escribe en los Proverbios, a todos les encomendó Dios las
cosas de sus prójimos; por la cual razón permite el Derecho que cualquiera pueda cuidar de los
bienes ajenos y granjearlos, y que se le paguen los gastos y el precio que su trabajo merece,
cuando los tales bienes son maltratados de ladrones o de otros cualesquiera robadores; y así,
supuesto esto parece puesto en razón que el dominio se permita para conservar la paz y la
justicia, para deshacer las discordias y diferencias, y también parece que fue instituido para que
los malos sean castigados y premiados los buenos; y éste es el oficio de los Señores, haciendo
en ello también oficio de prójimos, para alcanzar su paga; porque por eso se le dan rentas y
tributos, por lo cual, como el Apóstol escribiendo a los romanos mostrase que cualquiera
señorío viene de la mano de Dios, dice: “no hay potestad, si no es de Dios”, y lo además que
allí se dice perteneciente al dominio, y después concluye diciendo: "Por tanto les dais los
tributos, porque son ministros de Dios, que le sirven en esto".
En cuanto, pues, como hombres virtuosos, mayores por su bondad, encaminan el pueblo
con sus leyes, y toman cuidado de gobernar la multitud, que necesariamente ha menester quien
la rija y no tiene quien lo haga, no sólo parece que son movidos por Dios, sino que hacen su
oficio en la tierra, porque conservan la multitud de los hombres en la compañía civil, la cual el
hombre ha menester necesariamente, por ser de su natural animal social, como el Filósofo dice
en el primero de sus Políticos; y así en este caso el Señorío parece que es cosa legítima; lo cual
prueba San Agustín en el cuarto libro de la Ciudad de Dios, porque dice así: "¿Qué son los
Reinos, si se quita la justicia, sino unos latrocinios?"; luego, adonde la hay, el Reino y cualquiera
Señorío es permitido justamente. E introduce, para probar su intento, un ejemplo de cierto
pirata, que se llamaba Dionides, que siendo preso por Alejandro y preguntado por qué
infestaba la mar, le respondió con libre contumacia: "¿Y que más tienes tú para hacer lo mismo
en todo el Orbe de la tierra? Mas porque yo lo hago con un pequeño navío me llaman Pirata, y
a ti, porque lo haces con una grande armada, te llaman Emperador". Así que por esta razón fue
el dominio dado por Dios a los romanos, por lo cual dice de ellos San Agustín en el quinto
libro, del que arriba hemos alegado, que con sus santísimas Leyes procuraron como por
derecha vía las honras, Imperio y gloria; y que no pueden quejarse de la justicia del verdadero
Dios, porque alcanzaron su paga, conviene a saber, señoreando justamente y legítimamente
gobernando.
Cuán grande fuese el celo de la justicia entre los antiguos Cónsules romanos contra los
malos, de muchos se sabe, porque San Agustín en el quinto libro, del que ya muchas veces
hemos alegado, escribe que Bruto mató a sus hijos porque levantaban guerras en el pueblo;
cosa que por rigor de justicia merecían la muerte: porque como dice el Poeta: “venció en él
el amor de la patria, y la inmensa codicia de alabanza”: y también cuenta del Torcuato que
hizo lo mismo con su hijo, porque contra su mandato acometió a los enemigos, provocado
del ardor juvenil: y aunque salió vencedero, porque puso a peligro la gente de su ejército, le
condenó a muerte, conforme a las Leyes militares; donde el mismo Doctor enseña la causa
de este hecho, diciendo que para que no fuese de más daño el ejemplo del mandamiento no
obedecido que el bien de la gloria de haber muerto al enemigo. Y Valerio Máximo dice del
mismo que quiso más carecer de su propio hijo, que perdonar las transgresiones en la
disciplina militar. Así que parece cómo por el celo de la justicia de las leyes, los romanos
merecieron el Señorío.
CAPÍTULO VI. CÓMO DIOS LES CONCEDIÓ EL DOMINIO POR LA CIVIL BENEVOLENCIA
La tercera virtud con que los romanos sujetaron el mundo, y merecieron el Señorío de él,
fue la singular piedad y civil benevolencia; porque, como dice Valerio Máximo en el libro
quinto, la dulzura de la humanidad penetra los ingenios de los bárbaros, cosa que vemos
por experiencia; de donde es que en el sexto capítulo del Eclesiástico se dice: "Que las
palabras dulces aumentan los amigos, y mitigan los enemigos”. Y en el mismo libro: "La
respuesta blanda quebranta la ira, y las palabras duras incitan el furor"; la razón de lo cual
está en la generosidad del ánimo, que, como dice Séneca, más quiere ser llevado con
blandura que forzado; porque el ánimo del hombre tiene una cierta sublimidad y ser, que no
sufre superior, pero sujetase con gusto a la reverencia y blandura de otro, entendiendo que
se hará lo mismo con él, y que no pierde de lo que es suyo; por lo cual dice el Filósofo en el
octavo de las Éticas que "la benevolencia es principio de la amistad". Cuanto, pues, los
antiguos romanos fuesen excelentes en esta virtud, por cuyo medio obligaron a su amor a
las naciones extranjeras, y a que se les sujetasen de su propia voluntad, sus ejemplos nos lo
muestran claro. El primero sea de Escipión, de quien refiere Valerio Máximo en el libro
quinto que siendo en España de edad de veinticuatro años Capitán del ejército Romano
contra la gente de Aníbal, habiendo conquistado Cartagena, la que habían edificado los
africanos, y hallando en ella una doncella de grande hermosura, sabiendo que era desposada
con cierto varón noble, la volvió a sus padres inviolada, y el oro que le daban por rescate se
lo dio para que fuese dote suyo; con lo cual atrajo los enemigos al amor de los romanos,
admirados de la casta moderación de este Príncipe; porque, como el mismo autor refiere,
aunque en la edad juvenil Escipión fue de más suelta vida, viéndose con tanta libertad de
poder fue tan Señor de sí que se conservó libre de todos vicios. Y Tito Livio en la guerra de
África cuenta que Escipión habló al esposo de aquella doncella, y que en la plática mostró
su pudicicia digna de ser imitada de los Príncipes, y merecedora del dominio. Y también
cuenta este tutor otro ejemplo de benevolencia del mismo en esta victoria, para inclinar a si
los enemigos; y fue que como enviase algunos presos a Roma, les exhortó a que todos tuviesen
buen ánimo, pues habían venido a poder de los romanos, que pretendían más obligar a los
hombres por buenas obras que por miedo, y tener las demás naciones juntas consigo en
amistad y compañía, más que sujetas con triste servidumbre. Y cerca de esto dice también San
Agustín, en el primer libro de la Ciudad de Dios, que fue propio en ellos e1 perdonar a los
sujetas y deshacer a los soberbios, y que querían más perdonar las injurias que vengarlas. El
mismo Doctor en el mismo libro refiere de Marco Marcelo que habiendo tomado la ciudad de
Siracusa, y habiendo de arrasarla, derramó antes sobre ella muchas lágrimas, y que fue tan
continente y benigno de ánimo, que primero que mandase acometer el lugar, mandó con
público edicto que ninguno tocase a persona que fuese Libre. Mas ¿para qué buscamos más
ejemplos?, pues aun los Macabeos Judas, Jonatás y Simón siendo judíos, a los males era propio
el desechar la compañía de otras naciones, lo uno porque son Saturninos, como escribe
Macrobio en el Sueño de Escipión, y lo otro porque sus leyes se lo prohibían, considerada la
benevolencia de los romanos, asentaron con ellos amistad, como se escribe en el libro I de los
Macabeos; donde entre otras cosas suyas dignas de alabanza, con que atraían a los pueblos v
diversas naciones a su amor y sujeción política o despótica, se dice sumariamente que, de los
que presidían entre los romanos, ninguno traía diadema, ni se vestía de púrpura para
engrandecerse con ella, y que hicieron una casa de consejo, y que cada día daban su parecer
trescientos y veinte hombres, tratando siempre del bien de toda la gente de su República, para
que se pusiesen por obra las cosas que convenían; y que cometían el Magistrado a uno cada
año, para que mandase en toda su tierra, y que todos le obedecían; y que entre ellos no había
emulación ni envidias, donde debemos notar cuán ordenado estaba en aquel tiempo en Roma
el gobierno político, pues era el principal motivo para que cualquiera nación y provincia
apeteciese su dominio, y les sujetase el cuello. Y tenían otra cosa que provocaba a desear serles
justos, y era que por la misma codicia de señorear no se llamaban señores, sino compañeros y
amigos. Y así escribe Suetonio de Julio César que a sus soldados no los llamaba súbditos, sino
amigos y compañeros en la guerra; y así lo hicieron también los antiguos Cónsules con los
judíos, que aunque tenían pequeño Imperio en Oriente se confederaron con pactos de amistad;
porque, aunque los romanos tenían muy amplia Monarquía en Oriente y en Occidente y en
otras partes del mundo, como se ve en el dicho libro de los Macabeos, tuvieron por Bien hacer
amistad con los judíos, y con público edicto concertaron haberse de tratar con igualdad los
unos a los otros. Parece, pues, por las razones dichas, que el mérito de la virtud en los antiguos
romanos fue digno del Señorío que alcanzaron, y que por él las otras naciones se les sujetaron.
Lo primero por el amor de la patria, por el cual menospreciaban todas las otras cosas. Lo
segundo por el vigor de la justicia, pues por él se oponían contra cualquiera malhechor y
perturbador de la paz. Y lo tercero por la civil benevolencia con que atraían a su amor a todas
las naciones, a cuya afición movían por los medios dichos. Por todo lo cual por el mérito de
sus virtudes parece que les correspondió la divina bondad en su Principado, por las causas y
razones que hemos referido; porque de esta manera merecen los hombres el Señorío, como
enseña el Filósofo en el quinto de sus Éticas, donde dice que no hacemos Príncipe al
hombre, en cuanto solamente es naturaleza humana, sino a aquel que es perfecto según la
razón.
CAPÍTULO VII. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR DE LA MANERA QUE PERMITE
ALGUNOS SEÑORÍOS PARA PUNICIÓN DE LOS MALOS, Y QUE LOS TALES SEÑORÍOS SON
COMO UN INSTRUMENTO DE LA DIVINA JUSTICIA CONTRA LOS PECADORES
Hubo también otra cosa por donde Dios permitió que hubiese dominio y Señores, la
cual nos la muestra la sagrada Escritura, y no es contraria a la sentencia de los Filósofos y
Sabios de este siglo, conviene a saber, por los méritos de los Pueblos; la cual razón señala el
bienaventurado S. Agustín en el libro diez y nueve de la Ciudad de Dios, porque prueba allí
que la servidumbre entró por el pecado; de donde es que la Sagrada Escritura en el capítulo
treinta y cinco de Job dice que hace reinar al hombre hipócrita por los pecados del Pueblo;
lo cual se ve claramente, porque los que primero tuvieron dominio en el mundo fueron
hombres inicuos, según enseñan las historias: como Caín, Nemroth, Belo, Nino y
Semiramis, su mujer, que señorearon en la primera y segunda edad del mundo; y la causa
por que tuvieron este dominio se puede sacar o de parte de los súbditos, o de parte de los
Señores, porque los Tiranos son instrumento de la divina justicia para castigar los delitos de
los hombres, como el Rey de los Asirios sobre el Pueblo de Israel, y el Rey de los Godos
azote de Dios sobre Italia, como cuentan las historias; y Dionisio en Sicilia, debajo cuyo
dominio el Pueblo estuvo en cautiverio, y después finalmente le puso en libertad, como
cuenta Valerio Máximo en el libro cuarto. Mas el Rey de los Asirios, muestra el Profeta
Isaías cómo fue destinado para castigar los delitos de su Pueblo, diciendo así: "Asur, vara de
mi furor", (que también es lo mismo que llamarle palo) "en su mano mi indignación, le
enviaré contra la gente engañosa, y le mandare ir contra el Pueblo de mi furor, para que
lleve los despojos, y divida la presa, y le acocee, y pise como el lodo de las plazas"; todo lo
cual se verificó en Jerusalén, que fue sitiada por Nabucodonosor, Rey de los Asirios, y la
tomó y abrasó, cautivando los Príncipes de ella con su Rey Sedecías, al cual sacó los ojos y
le mató) los hijos, como se ve en el fin del cuarto libro de los Reyes, en las cuales palabras
se muestra bastantemente de la manera que Dios castiga al pecador por mano de los
Tiranos; de donde se concluye que son instrumento de Dios, como los demonios, cuya
potestad dicen los Doctores sagrados que es justa, pero la intención siempre inicua, como
nos lo muestra el mismo gobierno tiránico, que no se endereza sino a cargar y molestar los
súbditos, porque es propiedad de los Tiranos buscar sólo su propia utilidad y comodidad,
como queda dicho; y el Filósofo escribe en el octavo de las Éticas, donde dice: Que el
Tirano procede con sus súbditos como el Señor con los esclavos y el artífice con el
instrumento, lo cual es negocio penal para los súbditos, y contra la naturaleza del señorío,
como queda probado. Más si lo consideramos de parte de los mismos Señores, también parece
que permite Dios el tal dominio. Lo primero en el caso que acabamos de decir, o cuando Dios
dispone para los súbditos lo que conviene para mejor fin, conviene a saber, cuando algún
Príncipe hace lo que es la voluntad de Dios, aunque sea pecador, como escribe Isaías de Ciro,
Rey de los Persas, diciendo: "Esto dice el Señor a mí Cristo Ciro, a quien tomé por la mano
derecha para sujetar las gentes ante su rostro, y hacer volver las espaldas a sus Reyes: abriré las
puertas ante su rostro, y las puertas no se cerrarán"; lo cual se cumplió, como cuentan las
historias, cuando habiéndose secado súbitamente las corrientes de los ríos Éufrates y Tigris,
que pasaban por medio de Babilonia, entró en la Ciudad y la destruyó, y mató a Baltasar, Rey
de ella, con su gente, transfiriendo la Monarquía a los Medos, donde reinaba entonces Darío,
que era Príncipe de Ciro, como escribe Josefo; y esto lo dispuso Dios así, porque se mostró
humano con sus fieles los Judíos, que estaban cautivos en Asiria; los cuales después envió
libres a Judea con los vasos del Templo, el cual mandó reedificar. Por estos bienes y obras
virtuosas que hizo acerca del culto divino y para con el pueblo de Dios, alcanzó la Monarquía
de todo el Oriente, como se ha dicho; y el Rey Baltasar fue muerto, como parece por las
razones de Daniel, por haber sido ingrato a Dios, y porque en un convite profano usó mal de
los vasos del templo, por lo cual le dijo Daniel: "porque no humillaste tu corazón, sino que le
levantaste contra el que señorea el cielo, y trajiste delante de ti los vasos de su casa, y tú y tus
Príncipes y vuestras mujeres bebisteis vino en ellos; y finalmente no glorificaste al Dios del
cielo, que tiene en sus manos tu aliento y todas tus fuerzas; por tanto envió los dedos de una
mano contra ti". Lo cual se tuvo por sentencia divina contra él, como después lo mostró el
suceso de las cosas, porque cuenta la historia de Daniel que procediendo el Rey Baltasar en el
menosprecio de Dios, como parece de lo dicho, enfrente de la mesa de su convite vio unos
dedos de una mano que escribían en la pared, del cual escrito se atemorizó, como que fuese
anuncio de su muerte, porque refiere la Escritura de Daniel que de mirar al que escribía, cuya
imagen no veía, sino solos los dedos de la mano, se le mudó el rostro, y sus propios
pensamientos le perturbaban; y que se disolvían las junturas de sus renes, y las rodillas daban
una con otra; todas las cuales cosas eran señales de inmenso temor y del futuro juicio que
sobre él había de venir; pero no entendiendo él lo que estaba escrito, llamado Daniel, e
interpretando por tres nombres, que lo estaban, le anunció que había de morir; y estos
nombres fueron "Mane, Thecel, Phares", lo cual expuso la Escritura así: "Mane: Dios numeró
tu Reino, y le cumplió", que quiere decir le dio fin, como a una cuenta de dinero u otra cosa,
que acabada se pone aparte de lo demás. "Thecel: fuiste puesto en la balanza, y se halló que
pesabas menos", por lo cual eres digno de muerte. "Phares: se dividió tu Reino, y se dio a los
Medos y a los Persas", como arriba lo hemos mostrado. En todo lo dicho se manifiesta
bastantemente que aquellas cláusulas no son significativas según algún género de lenguaje, sino
según la disposición divina, como un hecho en que el Profeta comprendiese la voluntad de
Dios para con nosotros; sea pues la conclusión que en aquel escrito mostró su sentencia contra
el Príncipe de Babilonia, porque por sus pecados era digno de muerte y de ser privado del
Principado Real, conforme a aquello del libro de los Reyes: "El Reino se transfiere de gente
en gente, por las injusticias y diversos dolos".
CAPÍTULO VIII. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR QUE EL TAL DOMINIO ALGUNAS
VECES SE CONVIERTE EN MAL DE LOS QUE DOMINAN, PORQUE ENSOBERBECIÉNDOSE, POR
SU INGRATITUD SON GRANDEMENTE CASTIGADOS
Pero aún hemos de reparar más en la divina providencia acerca de los señoríos; porque
acontece algunas veces que algunos, cuando alcanzan los Principados, son hombres
virtuosos, y en esto perseveran por algún tiempo, pero yendo adelante con el favor humano
y la prosperidad de las cosas reales se elevan en soberbia, y se hacen ingratos a Dios de los
beneficios que han recibido; de donde dice el Filósofo en el quinto de las Éticas que el
Principado descubre quién es el varón que le tiene; como sucedió en Saúl, del cual se escribe
en el primer libro de los Reyes que en toda la Tribu de Benjamín no había hombre que
fuese mejor que él. Pero después que reino dos años, se hizo inobediente a Dios, por lo cual
se dijo de él al Profeta Samuel: "¿Hasta cuándo has de llorar por Saúl?, pues yo le he
desechado, para que no reine en Israel", como que fuese repelido por irrefragable sentencia
divina; y así últimamente el dicho Príncipe fue muerto con todos sus hijos, y a toda su
descendencia se le quitó el dominio; de donde en el Paralipómenos se concluye de él
diciendo que Saúl fue muerto por sus maldades. Esto también sucedió en Salomón, que fue
engrandecido más que todos los Reyes que habían sido antes de él, como se escribe en el
Eclesiastés, y toda la tierra deseaba oír su sabiduría. Pero como dice San Agustín en el libro
diecisiete de la Ciudad de Dios, las cosas felices fueron dañosas al dicho Rey, porque dando
en lujurioso vino a caer en la idolatría; por lo cual se hizo abominable a su pueblo, de tal
manera que sus siervos se rebelaron contra él, robando los despojos de su provincia y
destruyendo la tierra sin resistencia alguna; siendo así que antes le obedecían a un volver de
ojos, como lo dijo la Reina Saba, y aparece en el tercer libro de los Reyes. Así que levantado
a tanta grandeza en el principio de su gobierno por la reverencia divina en que se empleaba,
después cayó en cosas viles por los delitos que había cometido: "porque el pecado hace
miserables los pueblos". Dicen con todo los Hebreos, como San Jerónimo refiere en el
Comentario sobre el Eclesiastés, que al fin de su vida, siendo molestado de muchos,
conoció su error y se dispuso a penitencia de lo que había cometido, y que compuso el
dicho libro, en el cual, como experimentado, define que todas las cosas son vanidad, y se
sujeta al temor divino y a la observancia de sus mandamientos; de donde es que en el fin del
dicho libro concluye diciendo: "Oigamos juntos el fin de estas razones; teme a Dios y
guarda sus mandamientos, porque esto es todo hombre". Pero además de los Reyes que
eran del gremio de Dios, ¿qué diré de los Príncipes Gentiles, que mientras fueron
agradecidos a Dios y procedieron virtuosamente, florecieron en su dominio, mas cuando
ensoberbeciéndose con su señorío se dieron a lo contrario acabaron la vida con mala muerte,
como aconteció a Ciro, Monarca de los Persas? Porque cuentan de él las historias que
habiendo sujetado el Asia y a los Partos, y habiendo domado la Escitia por armas, finalmente
haciendo larga guerra a los Escitas, cuya Reina era entonces Tomiris, que se llamaba Masagia,
peleando con un hijo suyo mancebo, le venció y mató a él y grande multitud de gente suya, sin
perdonar a ninguna edad, y así porque usó de crueldad en Babilonia y en el Reino de Lidia,
acabando los Reyes y Príncipes con mala muerte en entrambas partes, haciendo lo mismo en el
Reino de los Masagetas, por tanto le castigó Dios con el mismo castigo; porque dicen las
historian que la dicha Reina Tomiris juntó contra él grande ejército de Escitas, Masagetas y
Partos, y poniéndole celada en ciertos montes le acometió en su real, y con grande ímpetu le
desbarató y mató doscientos mil hombres, y a él le prendió, y cortándole la cabeza la hizo
meter en un cuero lleno de sangre, y mofando de él le decía a voces: "Tuviste sed de sangre,
pues bebe sangre"; siendo la ignominiosa muerte que padeció argumento de su atrocidad. Y
todos los Monarcas fueron por este camino, como el Magno Alejandro en Grecia, que
mientras trató con reverencia a sus Macedones, llamando a los soldados padres, como más
antiguos, procedió bien en la Monarquía; pero siendo desagradecido con su hermana, ella
misma le dio veneno; y principalmente porque habiendo tomado por mujer una hija de Darío,
comenzó a dejar las cosas de la guerra y darse al ocio y regalo, vino a olvidarse de sí y acabar la
vida con dolorosa muerte; y así se pueden traer ejemplos de otros muchos Príncipes Gentiles,
como de Julio César y Aníbal, que por usar mal del señorío fueron muertos con cruel fin, para
que les cuadrase lo que se escribe en el Eclesiastés: "Algunas veces señorea el hombre al
hombre por su mal"; y también aquel lugar de Isaías Profeta se puede decir de todos los
Tiranos, pues habiendo mostrado que son ejecutores de la divina justicia contra los pecadores,
como los verdugos lo son de los señores, según se ha mostrado cuando dijo: "Asur, vara de mi
furor", etc., luego añade: "Y él no lo pensará así, ni su corazón entenderá" que lo hace así
como instrumento de Dios, mas "será su corazón para destruir y para la muerte de mucha
gente, porque dijo: ¿Por ventura nuestros Príncipes no son todos Reyes?", atribuyéndolo a su
potencia, y no a la de Dios, que le movía para que castigase a los transgresores de los divinos
mandamientos. Esta ingratitud, pues, y presunción de los Tiranos, rebate en el acto allí el Señor
y pesadamente castiga, como se deja ver claro en los dichos príncipes. Por lo cual el Profeta en
el mismo lugar dice: "¿se gloriará por ventura la segur contra el que la hizo? Como si se
levantara la vara contra el que la levanta, y se ensalzara un bastón, que al fin es madera".
Adonde se debe considerar la comparación, que es muy conveniente, porque el poder de los
señores es para con Dios como el de un palo para el que castiga con él, y como el poder de una
sierra para con el artífice, porque es claro que la segur o la sierra no tienen poder ninguno en lo
que con ella se hace, si no es moviéndola y encaminándola el artífice; y así es el poder de los
señores, que no es nada si Dios no los mueve y los gobierna; luego necia y presuntuosa cosa es
el gloriarse ellos de su poder. Razón es ésta bien clara, y que se puede sacar de la sentencia del
Filósofo que arriba dijimos, que es potencia de cualquiera cosa movible depende de la del
primer motor, y es su instrumento. Y de aquí es que esta gloria es desagradable a Dios, porque
los tales no atribuyen a la potencia divina lo que es suyo. Y así se escribe en el Libro de
Judith que humilla Dios a los que se glorían de su poder; y por tanto prosigue el dicho
Profeta Isaías, diciendo: "Por esto el Señor que señorea los ejércitos enflaquecerá sus cosas,
y derribada su gloria arderá como si fuera abrasada en fuego; en lo cual significa la pena
sensible que se da a los tales tiranos, y la declinación de su Principado, como se manifiesta
por las cosas que hemos dicho. Así que sacamos por conclusión que cualquiera dominio,
legítimo o tiránico, procede de la mano de Dios, según las diversas consideraciones de su
ininvestigable providencia.
CAPÍTULO IX. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR QUE EL HOMBRE NATURALMENTE
DOMINA LOS ANIMALES SILVESTRES Y LAS DEMÁS COSAS IRRACIONALES; Y COMO ESTO SEA;
Y SE PRUEBA CON MUCHAS RAZONES
Ahora pasaremos a tratar de diversas especies de dominios, según los diversos grados y
modos que de ellos y de Principados tienen los hombres, y el primero es general a todos,
que le toca al hombre por naturaleza, como dice San Agustín en el decimoctavo libro de la
Ciudad de Dios, con quien concuerda también el Filósofo en el primero de los Políticos, y lo
confirma la sagrada Escritura, cuando en la creación del hombre dijo, como que fuese
propio a su naturaleza: "Señoread los peces de la mar, las aves del cielo y todos los animales
que se mueven sobre la tierra". En lo cual se muestra que Dios dio esta tal potestad a la
naturaleza humana que había criado, porque el que dijo: "Produzca la tierra hierba verde",
dando por esta palabra potestad a los árboles para producir, nos dijo a nosotros de la misma
manera: "Señoread los peces de la mar", etc. Y así por lo dicho parece que el dominio del
hombre sobre las demás cosas es natural, de donde por la misma razón el Filósofo prueba
que la montería y volatería son naturales; y San Agustín prueba esto en el dicho libro con el
dominio que los antiguos padres solían tener en ser pastores de ganados, que hemos
llamado riquezas naturales; y aunque este tal dominio se ha menoscabado por el pecado, de
manera que aún animales viles tienen señoría sobre nosotros, y nos son nocivos, cosa que
no sucediera a los hombres sino por la causa dicha, con todo eso participamos más de este
dominio cuanto más nos llegamos al estado de la inocencia, lo cual nos promete también su
voz Evangélica, si fuéremos imitadores en la justicia y santidad, porque como el Señor
exhortase a sus discípulos a procurar la salud de las almas, predicando la palabra de Dios,
les declara el poder que tenían, diciendo: "En mi nombre echarán los demonios, hablarán en
varias lenguas, apartarán las serpientes, y si bebieren alguna cosa mortífera, no les dañará";
lo cual sabemos por experiencia de los varones perfectísimos y virtuosos, como se escribe
de los Santos Padres y de San Pablo se dice en los Hechos de los Apóstoles, que no le dañó
la víbora, ni a San Juan Evangelista el veneno; y así de otros muchos Santísimos Padres, que
vadeaban el Nilo sobre atrocísimos cocodrilos y otras serpientes venenosas, para que se
cumpliese en ellos lo que dice el Señor por San Lucas a sus discípulos: "Mirad que os di
potestad de andar sobre las serpientes y escorpiones, y sobre cualquiera potencia del enemigo".
Y la razón de congruencia de este dominio que dio Dios al hombre en su principio se puede
sacar por tres caminos: lo primero, por el mismo proceder de la naturaleza; porque, así como
en la generación de las cosas naturales hay este orden, que se procede de lo imperfecto a lo
perfecto, porque la materia es por causa de la forma, y la forma imperfecta se ordena a la
perfección, así es en el uso de las mismas cosas naturales, porque las menos perfectas sirven
para el uso de las más perfectas. Y así las plantas se aprovechan de la tierra para su nutrimento,
y los animales se aprovechan de las plantas, y los hombres de las plantas y de los animales. De
donde se concluye que el hombre naturalmente domina los animales; por lo cual, como ya
hemos dicho, el Filósofo prueba en el primero de los Políticos que la caza de los animales
silvestres es justa naturalmente, porque por ella toma para sí el hombre lo que es suyo. Lo
segundo parece esto por el orden de la divina providencia, que siempre gobierna las cosas
inferiores por las superiores. Y así, siendo el hombre el superior de todos los animales, como
quien fue hecho a la imagen de Dios, convenientemente son sujetos a su gobernación los
demás animales. Lo tercero, se muestra lo mismo por la propiedad del hombre y de los otros
animales, porque en los animales se halla, según la estimación natural, una cierta participación
de prudencia para algunos actos particulares. Pero en el hombre se halla una prudencia
universal, que es una razón de lo que se ha de hacer en las cosas naturales; y todas las cosas que
son por participación se sujetan universalmente a las que son por esencial, de donde parece
claro que la sujeción de los demás animales al hombre es natural.
Pero si el dominio del hombre sobre el hombre es natural, o permitido, o dado por Dios, de
las cosas que ya hemos dicho se puede sacar la verdad. Porque si hablamos del dominio por
modo de sujeción servil, introducido fue por el pecado, como dijimos arriba; pero si hablamos
de él en cuanto es de su oficio el mirar por los súbditos y encaminarlos bien, en este modo se
puede llamar casi natural, porque aun en el estado de la inocencia le hubo; y ésta es la sentencia
de San Agustín en el libro diez y nueve de la Ciudad de Dios. Por lo cual este dominio le
competía, en cuanto el hombre es social y político, como arriba dijimos, y este vivir en
compañía ha de ordenarse de unos a otros; y en todas las cosas que se ordenan unas a otras ha
de haber siempre alguna que sea principal y primera guía, como dice el Filósofo en el primero
de los Políticos: y esto nos enseña también la misma razón o naturaleza de orden; porque como
escribe San Agustín en el ya dicho libro: "Orden es una disposición de cosas desiguales, que da
a cada uno lo que es suyo". De donde es manifiesto que este nombre orden significa
desigualdad, y esto es propio del dominio: y así, según esta consideración, el dominio del
hombre sobre el hombre es natural; y le hay también entre los Ángeles, y le hubo en el primero
estado, y le hay ahora; del cual diremos por su orden, según su dignidad y grados.
CAPITULO X. AQUÍ TRATA EL SANTO DOCTOR DEL DOMINIO DEL HOMBRE, SEGÚN SU
DIGNIDAD Y GRADOS; Y LO PRIMERO DEL DOMINIO DEL PAPA, QUE COMO ES PREFERIDO A
CUALQUIERA OTRO DOMINIO
Divídase pues el dominio en cuatro diferencias, por la causa y razón dicha: porque uno
es sacerdotal y real juntamente, y otro es real, en el cual se incluye el imperial y los demás,
como abajo trataremos; el tercero es el Político y el cuarto es Económico.
El primero es preferido a los demás por muchas razones, pero la principal se toma de la
institución divina, que fue la de Cristo; porque siéndole dada toda potestad, según su
humanidad, como parece en San Mateo, cap. 16, la comunicó a su Vicario, cuando dijo: "Yo
te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y todo lo que atares
en la tierra será atado en el cielo". Adonde se ponen cuatro cláusulas que significan el
dominio de San Pedro y sus sucesores sobre todos los fieles, y que por ellas el Sumo
Pontífice Romano puede ser llamado Cristo, Rey y Sacerdote. Porque si Cristo Nuestro
Señor se llama así, como prueba San Agustín en el libro diez y siete de la Ciudad de Dios, no
es fuera de razón que se den los mismos nombres a su sucesor, suponiendo las razones que
de esto se podrían dar como en cosa que es muy clara.
Pero volviendo a las cláusulas, de las cuales la primera depende de la grandeza del
nombre que le fue puesto, la segunda de la fortaleza del dominio, la tercera de la amplitud
de él, y la cuarta de la plenitud, la primera de las partes dichas se nos muestra cuando dice:
"Yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", porque en este
nombre, según exponen los Doctores sagrados, como San Hilario y San Agustín, señala el
Señor la potencia de San Pedro, porque por la piedra que es Cristo, como dice el Apóstol, al
cual San Pedro había confesado, fue llamado Pedro, para que según cierta participación
adquiriese el nombre y la potestad, y mereciese oír: "Y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia", como que todo el dominio de los fieles dependa de San Pedro y de sus sucesores.
La segunda cláusula trae consigo la fortaleza del dominio, lo cual significan las palabras
que allí se siguen: "Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Estas son las
cortes de los tiranos y perseguidores de la Iglesia, como los Sagrados Doctores dicen sobre
el mismo lugar; que son llamados así porque son causa de todos los pecados dentro de la
Iglesia militante, porque a los tales Príncipes acuden todos los hombres malvados, como en
la Corte de Federico, Conradino y Manfredo. Pero los tales no prevalecieron contra la
Iglesia Romana, antes todos fueron acabados con mala muerte. Porque como se dice en el
libro de la Sabiduría en el tercer cap.: "Las naciones inicuas son dignas de ser acabadas".
Y la amplitud del dominio se muestra cuando el Señor prosigue diciendo: '`Y te daré las
llaves del cielo", porque en esto se nos muestra la potencia de San Pedro y sus sucesores,
que se extiende a toda la Iglesia, conviene a saber: la Militante y la Triunfante, que se
significan por el Reino de los Cielos, y se cierran con las naves de San Pedro. Pero la
plenitud del dominio se muestra cuando últimamente dice: "Y todo lo que atares en la tierra,
será atado en el cielo; y cualquiera que soltares en la tierra, será suelto en el cielo"; porque
como el Sumo Pontífice sea cabeza en el cuerpo místico de todos los fieles de Cristo, y todo
el movimiento y sentido en un cuerpo verdadero proceda de la cabeza, así debe ser en la
materia en que hablamos, por lo cual es necesario decir que en el Sumo Pontífice está la
plenitud de todas las gracias, porque él solo da indulgencia plenaria de todos los pecados, para
que le competa lo que decimos del primer Príncipe y Señor, que es que de su plenitud
recibimos todo. Lo cual, si se dijere que se ha de referir a sola la espiritual potestad, es cosa que
no puede ser, porque la corporal y temporal dependen de la espiritual, como las operaciones
del cuerpo de la potencia del alma. Así pues como el cuerpo por el alma tiene ser, potencia y
operación, como aparece por las palabras del Filósofo y de San Agustín en lo de la
inmortalidad del alma, así tiene principio la jurisdicción temporal de la espiritual de San Pedro
y sus sucesores.
Y se puede hacer para esto argumento de lo que hayamos escrito en las historias de los
Sumos Pontífices, de los Emperadores que se les allanaron en la jurisdicción temporal. Lo
primero de Constantino, que se allanó a San Silvestre Papa en el Imperio, y de Carlo Magno, a
quien el Papa Adriano hizo Emperador, y lo mismo de Otón primero, que fue creado y hecho
Emperador por León, como escriben las historias. Y por la deposición de algunos Príncipes,
hecha por autoridad Apostólica, se conoce bastantemente su potestad. Porque lo primero
hallamos que Zacarías usó de ella contra el Rey de Francia, porque le depuso del Reino y
absolvió a todos los varones del juramento de fidelidad que habían hecho. E Inocencio III
quitó el Imperio a Otón IV. Y a Federico II le sucedió lo mismo con Honorio, inmediato
sucesor de Inocencio; aunque los Sumos Pontífices no metieron la mano en estos casos sino
por razón de delito, porque a lo que se endereza su potestad, y la de cualquier Señor, es a
aprovechar a su rebaño, de donde es que con razón se llaman pastores a quien toca el
desvelarse por el provecho de sus súbditos; porque de otra manera no son legítimos Señores,
sino Tiranos, como prueba el Filósofo y lo hemos ya tratado.
Por lo cual el Señor en el Evangelio de San Juan en el cap. 21, usa de una importuna
interrogación, preguntando tres veces a su sucesor el bienaventurado San Pedro que, si amaba,
apacentase su rebaño. "Pedro, dice, ¿me amas?, apacienta mis ovejas", como que todo el
cuidado pastoral consista en el provecho del rebaño. Y así supuesto que se gobierne para
utilidad del pueblo, como Cristo procura, el del Papa se aventaja a otro cualquiera dominio,
como se muestra en las cosas que hemos dicho. Lo cual se manifestó bastantemente en la
primera visión de Nabucodonosor; el cual vio una estatua que tenía la cabeza de oro, el pecho
y los brazos de plata, y el vientre y los muslos de metal, las piernas de hierro, y los pies parte de
hierro y parte de barro; y estando mirando esta estatua, se derribó una piedra del monte, sin
que manos de hombre la tocasen, y derribó toda la estatua, y esta piedra se hizo un monte
grande que tomaba toda la tierra. La cual visión, como exponen San Jerónimo y San Agustín, el
Profeta Daniel la acomoda a cuatro Monarquías, conviene a saber: a la de los Asirios por la
cabeza de oro, a la de los Medos y Persas por los brazos y pechos de plata, y a la de los Griegos
por el vientre y los muslos de metal, y lo último a la de los Romanos por las piernas de hierro y
los pies parte de hierro y parte de barro. Pero después de éstas dice el Profeta: "Levantará Dios
del Cielo un Reino que eternamente no será disipado, y su Reino no será dado a otro pueblo;
deshará todos los Reinos, y él durará eternamente". Lo cual todo referimos a Cristo, y en su
lugar a la Iglesia Romana, que trata de apacentar su rebaño. Es también de advertir que el
modo de la institución divina no se puede mudar; porque Cristo tomó sus Vicarios solo
para ministros y repartidores, como el Apóstol escribe en la primera Carta a los Corintios:
"Ténganos el hombre, dice, por ministros de Cristo, y repartidores de los misterios divinos",
porque solo Cristo fundó la Iglesia cuyo ministerio cometió a San Pedro y a los demás
pastores, y no puede poner nadie otro fundamento, sino el que está puesto, que es Cristo
Jesús. De donde los sacros Doctores atribuyen a Cristo esta potestad, que no la tuvo San
Pedro ni sus sucesores, a la cual potestad llaman excelente. Y así la de San Pedro y sus
sucesores no se iguala a la de Cristo, sino que del todo es superior; porque pudo Cristo
salvar el mundo sin el Bautismo, porque, como dice San Jerónimo sobre San Mateo: "A
nadie sanó el cuerpo que no le sanase el alma". Y esto fue sin Bautismo, lo cual no pudiera
hacer San Pedro; y por esto, como se lee en los hechos de los Apóstoles, bautizó a Cornelio
Centurión con toda su familia, aunque ya había venido el Espíritu Santo. Pudo también
Cristo mudar la forma y la materia de los sacramentos, lo cual no pudo S. Pedro, ni sus
sucesores. Esto baste haber dicho al presente, dejando a los Sabios las cosas que se podrían
decir más sutiles y más altas; siendo la conclusión de este capítulo que los Vicarios de
Cristo, pastores de la Iglesia, deben ser preferidos a todos por las causas dichas.
CAPÍTULO XI. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR EN QUE CONSISTE EL DOMINIO REAL,
Y EN QUÉ SE DIFERENCIA DEL POLÍTICO, Y COMO SE DISTINGUE DE DIVERSAS MANERAS,
SEGÚN DIVERSAS RAZONES
Ahora se ha de tratar del dominio real, en que hemos de ir con distinción conforme a
diversas regiones, y según les fue variamente dado por diferentes hombres.
Y lo primero en la Sagrada Escritura las leyes del dominio real se ponen de una manera
en el Deuteronomio por Moisés, y de otra por Samuel Profeta, en el primer libro de los
Reyes, pero el uno y el otro por diferente camino en persona de Dios ordenan el Rey a la
utilidad de sus súbditos, lo cual es propio de los Reyes, como muestra el Filósofo en el
octavo de las Éticas. Dice pues Moisés: “Cuando el Rey fuere levantado, no añadirá caballos,
ni volverá el pueblo a Egipto ensoberbecido con el número de su caballería; no tendrá
muchas mujeres que atraigan a sí su alma, ni inmenso peso de oro y plata”, lo cual como se
haya de entender, lo hemos declarado en este libro. “Hará, dice, escribir para sí el
Deuteronomio de la ley, y le tendrá consigo, y le leerá todos los días de su vida, para que
aprenda a temer al Señor Dios suyo, y a guardar sus palabras y ceremonias”, y también para
que pueda encaminar su pueblo, conforme a la ley divina. Por lo cual el Rey Salomón en el
principio de su reinado pidió a Dios esta sabiduría, para encaminar su gobierno en utilidad
de sus súbditos, como se escribe en el 3 libro de los Reyes. Añade también Moisés en el
mismo libro: “Ni se levante su corazón demasiadamente sobre sus hermanos, ni decline a la
siniestra, ni a la diestra parte, para que reine largo tiempo él y sus hijos en Israel”. Pero en el
primero de los Reyes se ponen las leyes del reinar más para utilidad del Rey, como arriba
dijimos en el segundo libro de este tratado, adonde se ponen palabras que en todo pertenecen
al estado servil; y con todo eso Samuel, siendo las leyes que refiere totalmente despóticas, dice
que son Reales. El Filósofo en el octavo de las Éticas concuerda más con las primeras leyes,
porque en este libro señala tres cosas en el Rey, conviene a saber, que es legítimo aquello que
atiende principalmente al bien de sus vasallos, que hallamos que es suficiente por sí, y que es
más rico que todos, para que no agrave los súbditos. Ítem, aquel es Rey que tiene cuidado de
sus vasallos para que procedan bien, como el pastor le tiene de las ovejas. De todo lo cual se
conoce que, según este modo de gobierno, el despótico es muy diferente del real, según parece
que lo siente el mismo Filósofo en el primero de los Políticos. Además de que el Reino no se
hizo por causa del Rey, sino el Rey por causa del Reino, porque Dios quiso que hubiese Reyes
que gobernasen y rigiesen los Reinos, y conservasen a cada uno su derecho, y éste es el fin del
gobierno; porque si se enderezan a otra cosa, convirtiendo el provecho en sí mismos, no son
Reyes, sino Tiranos, contra los cuales dice el Señor por Ezequiel: “¡Ay de los pastores de Israel
que se apacientan a sí mismos! ¿Por ventura los pastores no apacientan los rebaños? Os bebíais
la leche, y os vestíais de la lana, y el animal que estaba grueso matábanle, y no apacentábais mi
rebaño; el que estaba flaco no le reforzásteis; al enfermo no le curásteis; el que tenía algún
miembro quebrado, no le consolidásteis; el que andaba apartado, no lo redujísteis; y el que se
perdía, no le buscábais, sino que con austeridad y con potencia los mandábais”. En las cuales
palabras se nos muestra bastantemente la forma del gobierno, reprendiendo lo contrario.
Además de esto el Reino se compone de hombres, como una casa de las paredes, y un
cuerpo humano de miembros, como el Filósofo dice en el tercer libro de los Políticos. Y así el
fin a que ha de atender el Rey, es a que por Él se conserven los hombres, para que el gobierno
tenga prosperidad: y de aquí es, que el bien común de cualquiera señorío tiene participación de
la bondad divina, por lo cual el bien común dice el Filósofo en el primero de las Éticas que es
lo que todas las cosas apetecen, y que es bien divino, para que así como Dios, que es Rey de
Reyes y Señor de Señores, en cuya virtud los Príncipes mandan, como ya hemos dicho, nos
rige y gobierna, no por su provecho sino por nuestra salud, también lo hagan de esta manera
los Reyes y los demás que son Señores en el mundo. Mas porque ninguno jamás sirvió a su
propia costa, y por cierto derecho de naturaleza cada uno debe tener paga de su trabajo, como
prueba el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios, de aquí viene que a los Príncipes les
paguen sus súbditos tributos y rentas de cada año. Por lo cual, como el Apóstol escribiendo a
los Romanos probase que todos los dominios eran dados por la mano de Dios, últimamente
persuade que se les ha de dar retribución por su trabajo: “por tanto, dice, les pagáis tributos,
porque son ministros de Dios, que le sirven en esto”. Y San Agustín en el tratado de las
palabras del Señor, sobre este lugar de San Pablo prueba lo mismo. Y así se debe concluir que
el Rey legítimo, según la forma dada en el Deuteronomio, debe regir y gobernar de la manera
que se ha dicho. Lo cual también nos amonestan los ejemplos, porque a todos los que hicieron
lo contrario les sucedió mal. Lo primero a los Reyes Romanos, que por su soberbia y por las
violencias que hicieron fueron echados del Reino, como Tarquino el Soberbio con su hijo; y
también Acab y Jezabel su mujer perecieron malamente por la violencia de Naboth sobre su
viña, como se escribe en el quinto libro de los Reyes, adonde se dice que los perros en la
dicha viña lamieron la sangre de sus cuerpos muertos. Pero no lo hizo así el Rey David,
según se escribe en el segundo libro de los Reyes, porque, como quisiese levantar altar a
Dios, que estaba muy ofendido por la fastuosa numeración del pueblo, compró un pedazo
de tierra a Hareuma Jebuseo, y aunque él se la daba de gracia no la quiso aceptar, y le dio
por ella, como se escribe en el Paralipómenos, seiscientos siclos de oro de justísimo peso.
En lo cual se nos enseña que los Príncipes se deben contentar con sus rentas, y que no
pueden agraviar a sus súbditos en sus bienes y haciendas, si no es en dos casos: conviene a
saber, por razón de delito y por razón del bien común de su Reino.
En el primer caso puede privar a los suyos de sus gajes por la ingratitud, y a los otros de
sus haciendas, a título de hacer justicia, por lo cual fueron constituidos los dominios, como
dijimos arriba. Y en los Proverbios se dice que con la justicia se hace firme el trono del Rey.
De adonde es que la ley divina manda apedrear los transgresores de los divinos preceptos, y
atormentarlos con diversas penas. Lo cual parece que es cosa conveniente, si atendemos a
cualquier cosa criada, y principalmente al cuerpo humano, pues por conservar la parte más
noble nos quitamos la que lo es menos; porque cortamos una mano por conservar el
corazón o el cerebro, en que consiste principalmente la vida del hombre. Lo cual aprueba
también la ley Evangélica: “Si un ojo tuyo, dice, o una mano, o un pie lo escandaliza (lo cual
entiende San Agustín de los grados de los hombres) quítalo, y apártalo de ti; porque mejor
es débil o cojo entrar en la vida eterna, que teniendo dos ojos o dos manos, ser arrojado en
el fuego”.
Y también podrá pedir el Rey estos tributos por el bien de la República, como sería la
defensa del Reino, o por otra cualquiera causa perteneciente con razón al bien común de su
dominio. Y la causa es clara, porque supuesto que vivir los hombres en compañía es natural,
como se ha probado, todo lo que fuere necesario a la común conservación de esta vivienda
será de derecho natural, cual es en este caso. Y así supuesto el legítimo dominio Real, puede
el Rey pedir a sus súbditos lo que se requiere para su bien de ellos. Además de esto, el arte
imita la naturaleza en cuanto puede, como enseña el Filósofo en el segundo de los Físicos; y
la naturaleza no falta en las cosas necesarias, luego tampoco el arte ha de faltar; y entre
todas las artes la de bien vivir es la mejor y más grande, como ya dijimos, y prueba Tulio en
las cuestiones Tusculanas, por cuanto las demás artes se enderezan a ésta. Y así en las
necesidades del Reino que pertenecen a la conservación de esta común vivienda de los
hombres, el Rey, que es el artífice y arquitecto de ella, no debe faltar sino suplir todos sus
defectos, juntamente con la misma comunidad. Y así se debe concluir que en este caso se
deben imponer legítimamente exacciones, tallas, rentas o tributos, de tal manera que no
sean mayores de lo que fuere la necesidad. De donde San Agustín en el tratado de las
palabras del Señor, exponiendo aquello de San Mateo: “Dad lo que es de César a César”,
dice luego: “El precepto de César se ha de cumplir, y lo que él manda se ha de tolerar”. Y
después, exponiendo las palabras de San Juan Bautista, que dijo a los soldados: “No tratéis
mal a nadie, ni calumniéis, sino contentaos con vuestros estipendios”, dice: “Esto se puede
entender de los soldados, de todos los Pretores, y de todos los que gobiernan, porque
cualquiera que lleva gajes públicos, si pide más de lo que le toca, por la sentencia de San Juan
es condenado como calumniador y hombre que trata mal a los súbditos”. Por estos dos
caminos, pues, se puede reducir el principado despótico al real, pero principalmente cuando es
por razón de delito, porque por él fue introducida la servidumbre, como dice San Agustín en el
libro dieciocho de la Ciudad de Dios; porque aunque en el primer estado hubiese dominio, no
fue con todo eso sino por oficio de mirar por los súbditos y encaminarlos, y no por deseo de
señorear, ni con intención de sujetarlos a servidumbre, como hemos dicho; y las leyes del
dominio real que dio Samuel Profeta al pueblo de Israel fueron dadas en esta consideración,
que el dicho pueblo por su ingratitud, porque era de dura cerviz, las merecía oír tales. Porque
algunas veces, cuando el pueblo no conoce el beneficio del buen gobierno, conviene que
experimente tiranías; porque éstas también son instrumento de la divina justicia. Por lo cual
algunas islas, como cuentan las historias, siempre son gobernadas por Tiranos, por la malicia
del pueblo, que no puede ser regido de otra manera sino con vara de hierro. En estas tales
regiones, pues, es necesario a los Reyes el principado despótico, no conforme a la naturaleza
del gobierno real, sino por los merecimientos y pertinacia de los súbditos. Y esta es la razón
que da San Agustín en el ya dicho libro, y también el Filósofo en el tercero de los Políticos,
donde distingue las diferencias del reinar, y muestra que entre algunas naciones bárbaras el
gobierno real es totalmente despótico porque de otra manera no podrían ser gobernadas; el
cual modo de gobierno principalmente dura en Grecia y entre los Persas, a lo menos en cuanto
al gobierno popular. Esto, pues, sea dicho por ahora del dominio real, y por qué camino se
reduce a él el dominio y principado despótico, y por qué razón se divide del Político, lo cual se
mostrara aún más claro en el capítulo del dominio imperial.
CAPÍTULO XII. AQUÍ TRATA EL SANTO DOCTOR DEL DOMINIO IMPERIAL, Y DE DÓNDE
TUVO ESTE NOMBRE; Y DE OTROS QUE USAN LOS EMPERADORES, DONDE DE CAMINO SE
HABLA DE LAS MONARQUÍAS, Y DEL TIEMPO QUE DURARON
Después de los dichos modos de dominio, parece que viene bien hablar del imperial,
porque tiene un medio entre el político y el real, aunque universalmente. Y así en cuanto a esto
se debería anteponer al real, aunque hay otra causa por donde se le pospone, de la cual aquí
ahora no tratamos; acerca de lo cual se han de decir tres cosas.
La una el nombre, el cual trae origen del supremo dominio fastuoso y soberbiamente, como
que éste sea el Señor de todos; de donde aquel soberbio Nicanor, siendo rogado de los judíos
para que les diese el día de la santificación, que es el sábado, preguntándoles con arrogancia si
era poderoso en el Cielo el que había mandado que se guardase aquel día, respondiendo ellos
que era Señor poderoso en el Cielo, dijo él: “Y yo que tomé las armas con imperio, soy
poderoso en la tierra”. Por lo cual después por orden divina fue torpemente preso en la
batalla por Judas Macabeo, como se escribe en el libro de los Macabeos, y cortándole la
cabeza y la mano derecha, que había levantado contra el Templo, acabó la vida con mala
muerte. Otros ciertos nombres que tiene este señorío se tomaron de algunos excelentes
varones que hubo en él, por alguna prerrogativas que en ellos se halló, como César de Julio
César, según dicen las historias, el cual se llamó así, conforme escribe San Isidoro en el libro
noveno de las Etimologías, porque fue sacado del vientre de su madre rompiéndosele
después de ella muerta, o porque nació con mucho cabello; y por él los Emperadores
siguientes se llamaron así: y Octaviano se llamó el primero Augusto, por haber aumentado
la República.
Lo segundo de que aquí tratamos es de la sucesión en este modo de dominio, porque
arriba dijimos de las cuatro Monarquías, y podemos añadir la quinta, de que diremos luego.
La primera fue de los Asirios, cuya cabeza fue Nino, en tiempo del Patriarca Abraham, la
cual duró mil doscientos y cuarenta años, como escribe San Agustín en el libro cuarto de la
Ciudad de Dios, hasta Sardanápalo, que por sus obras mujeriles perdió el Principado; y
Arbaces le pasó a los Medos y Persas, en el tiempo que gobernaba Procax, Capitán de los
Romanos, como escribe el mismo Doctor en el libro dieciocho del ya alegado de la Ciudad
de Dios. Esta segunda Monarquía de los Medos duró doscientos treinta y tres años, hasta el
tiempo de Alejandro, cuando Darío fue vencido por él, como escribe el mismo Doctor en el
duodécimo libro de la Ciudad de Dios. Pero la Monarquía de los Griegos comenzó en
Alejandro, y en él se acabó; del cual se dice en el libro de los Macabeos que reinó Alejandro
doce años, y que murió; pero, aunque los Griegos no tenían el dominio universal, había
durado entre ellos el reino de los Macedones hasta la muerte de Alejandro, de quien en el
dicho libro se hace mención por espacio de cuatrocientos ochenta y cinco años, como San
Agustín escribe en el mismo libro duodécimo de la Ciudad de Dios; y en este Reino
Alejandro comenzó su dominio, sucediendo a su padre, como lo dicen las historias.
Después de esto comenzó a crecer la Monarquía del Principado Romano; porque en
tiempo de Judas Macabeo, que casi inmediatamente floreció después de la muerte de
Alejandro, los cuales concurrieron con Tolomeo Lago, en el libro de los Macabeos se
escriben muchas cosas de los Romanos, de que consta que su potencia estaba extendida por
todas las partes del mundo, siendo gobernados por Cónsules; porque en el tiempo que
tenían Reyes las provincias vecinas los ponían en cuidado, y aun entonces tenían poca
potencia; y duró el Consulado, o por mejor decir la Monarquía, hasta el tiempo de Julio
César, que usurpó el primero el Imperio; pero vivió después poco, porque fue muerto por
los Senadores, por haber usado mal del dominio. Después de él sucedió Octaviano, hijo de
su hermana, que habiendo tomado venganza de los que mataron a Julio César, y muerto a
Antonio, que tenía el señorío de Oriente, vino él a tener sólo la Monarquía de los Romanos,
y por su modestia tuvo largo tiempo el Principado, y en el año cuarenta y dos de su
gobierno, cumplidas las setenta y seis semanas, según David, y acabándose el dominio del
Reino y Sacerdocio en Judea, nació Cristo, que fue verdadero Rey y Sacerdote, y verdadero
Monarca; por lo cual después de su resurrección, apareciendo a sus Discípulos, les dijo: “Se me
ha dada toda potestad en el cielo en la tierra”; lo cual se ha de referir a la humanidad, según
San Agustín y San Jerónimo, porque en cuanto a la divinidad no hay duda de que siempre
hubiese tenido esta potestad.
CAPÍTULO XIII. AQUÍ TRATA EL SANTO DOCTOR DE LA MONARQUÍA DE CRISTO, COMO ES
MAYOR QUE LAS OTRAS POR TRES COSAS; Y DE OCTAVIANO AUGUSTO, COMO ESTUVO EN
LUGAR DE CRISTO
Y esta quinta Monarquía, que sucedió a la Romana, en realidad de verdad es excelente sobre
todas, por tres cosas: lo primero por la cantidad de los años, pues ha durado más, y dura y
durará hasta la renovación del mundo, como parece en la visión de Daniel, según ya queda
dicho, y ahora se declarara más; lo segundo, se muestra su excelencia en la utilidad del
dominio, porque “en toda la tierra se oyó su sonido y sus palabras en los fines del orbe de la
tierra”; porque no hay parte ni rincón en el mundo donde no se adore el nombre de Cristo,
porque todas las cosas le sujetó el Padre debajo de sus pies, como dijo el Apóstol en el fin de la
primera carta a los Corintios; y en el principio del libro del Profeta Malaquías se habla de este
dominio: “Desde donde sale el Sol, dice, hasta el Ocaso, es grande mi nombre entre las gentes,
y en todo lugar se sacrifica y ofrece a mi nombre ofrenda limpia, porque mi nombre es grande
entre las gentes, dice el Señor de los ejércitos”. En las cuales palabras se muestra bastamente
cómo el dominio de Cristo se ordena a la salud del alma y a los bienes espirituales, como ya
mostramos, aunque no excluye los temporales, con que se enderecen a los espirituales. De
donde es, que aunque Cristo fue adorado de los Magos, y le cantaron gloria los Ángeles, con
todo eso quiso estar en lugar humilde, y envuelto en pobres paños, por el cual camino los
hombres se atraen mejor a las obras de virtud que con la fuerza de las armas, y esto era lo que
procuraba siempre. Y aunque muchas veces usase de su potencia, como verdadero Señor,
humildemente vivió.
Y finalmente hizo su sustituto a Augusto César para que en su nacimiento se describiese
todo el orbe, como San Lucas escribe, y en esta descripción se pagaba un censo o tributo,
como cuentan las historias, en reconocimiento de debida servidumbre, no sin misterio, pues
era nacido aquél que era verdadero Señor y Monarca del mundo, cuyas veces tenía Augusto,
aunque él no lo entendía, sino por orden de Dios, de la manera que Isaías profetizo. Y así con
este instinto, entonces mandó que ninguno del pueblo le llamase Señor. Y el tener Augusto las
veces de la Monarquía de Cristo fue por espacio de catorce años, teniendo sujeto todo el orbe
de la tierra; porque, como se escribe en los hechos de los Príncipes de los Romanos, tuvo el
Principado César Augusto cincuenta y seis años y seis meses; y también Tiberio, que le sucedió,
quiso poner a Cristo como a Señor verdadero entre los Dioses, aunque se lo impidió el
soberbio y fastuoso senado, que no podía sufrir ningún señorío.
Lo tercero, también se muestra la excelencia de la Monarquía de Cristo sobre las otras
cuatro que fueron antes, por la dignidad del que domina, pues es Dios y hombre; según la
cual consideración la humana naturaleza en Cristo participa de infinita virtud, y por ella es
de mayor fortaleza y virtud sobre la fortaleza y virtud humana; la cual describe Isaías,
cuanto al poder temporal de Cristo: “Un pequeñuelo, dice, nos ha nacido, y un hijo nos ha
sido dado, y ha sido puesto el Principado sobre sus hombros, y se llamará admirable,
consejero, Dios fuerte, padre del siglo venidero, Príncipe de la paz; se multiplicará su
imperio, y la paz no tendrá fin”. En las cuales palabras se tocan todas las cosas que se
requieren para un verdadero Príncipe, y aun antes pasa las rayas de todos los Señores, como
declararemos en el siguiente capítulo, y verá quién reparare en ello. Este Principado o
Señorío, pues, es mayor que todos, los aniquila y deshace, porque todos los Reinos le están
sujetos; lo cual dijo también el mismo Profeta: “Vivo yo, dice el Señor, porque ante mí se
doblarán todas las rodillas”. Y el Apóstol Santiago a los Filipenses: “Por el nombre de Jesús
se doblan todas las rodillas de los celestiales, terrenos e infernales”.
Y de esta Monarquía concluye Daniel, habiendo expuesto a Nabucodonosor la visión de
su sueño, diciendo: “En aquellos días”, esto es, después de las cuatro Monarquías de los
Asirios, de los Persas y Medos, de los Griegos y de los Romanos. “levantará el Señor del
Cielo un Reino que no será disipado eternamente, y éste no se dará a otro pueblo y deshará
todos estos Reinos, y él durará eternamente. De la cual eternidad es clara la razón, porque
este Principado se junta con el eterno, por ser el Señor del Dios y hombre.
Y así está cumplido el punto de donde se comenzó, hasta volver a él, porque ya hemos
probado que todos los dominios tienen origen de Dios; y habiendo pasado el Principado
por las mudanzas de los hombres se termina en éste, como en cosa inmóvil, que no hay
adelante más movimiento; y así se ha de concluir por lo dicho, que este dominio no se ha de
acabar.
CAPÍTULO XIV. MUÉVASE UNA CUESTIÓN DE LA MONARQUÍA DE CRISTO, DEL TIEMPO
EN QUE COMENZÓ, Y CÓMO Y POR QUÉ ESTUVO OCULTA; DE LO CUAL SE DAN DOS CAUSAS,
Y EN ESTE CAPÍTULO SE PONE LA UNA
Pero ofrécese una cuestión de este Principado del Señor, y es de cuándo comenzó,
porque consta que hubo muchos Emperadores después, y él eligió una vida pobre y
desechada, por lo cual se dice en el Evangelio de San Mateo: “Las raposas tienen cuevas, y
las aves del Cielo nidos, y el hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza”. Y San Juan
escribe que habiendo dado de comer a una multitud de gente se escondió porque los
pueblos le querían arrebatar y hacerle Rey; y por el mismo S. Juan dice de él: “Mi Reino no
es de este mundo”.
Pero a esta cuestión se responde que el Principado de Cristo comenzó en su nacimiento
temporal, de lo cual fue argumento el anunciarle y servirle los Ángeles aquel día; por lo cual
escribe San Lucas, que el Ángel dijo a los pastores: “Anuncioos un grande regocijo, que hoy os
ha nacido el Salvador del mundo”. Y también la adoración de los Magos, de la cual dice San
Lucas: “Como naciese Jesús en Belén en el tiempo del Rey Herodes, notad que vinieron unos
Magos de Oriente a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el que ha nacido Rey de los Judíos,
porque vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle?”. En las cuales cosas bastamente se
conoce este Principado, y el tiempo en que comenzó, profetizado y anunciado por Isaías en las
palabras de que arriba hicimos mención. Y se ha de advertir que en su infancia apareció aquella
virtud y potencia suya, en que se mostraba la excelencia de su dominio más que en la edad
crecida, para mostrar que su pobreza y humildad era voluntaria, y no forzosa, la cual él mismo
quiso elegir, no usando de su potencia sino en algunos casos, por dos causas que bastan a este
propósito. La una es para enseñar a los Príncipes la humildad, por la cual se hace cualquiera
más agradable en el gobierno; porque la humildad granjea gracia, conforme aquella sentencia:
“La gloria acogerá el espíritu humilde”; y también: “Perfecciona tus obras con mansedumbre, y
serás amado sobre la gloria de los hombres”; y en su Canónica dice el bienaventurado Santiago:
“Dios resiste a los soberbios; pero a los humildes dales gracia”; y es tanto más necesaria en un
Príncipe, cuanto por la eminencia de su estado es mordido de los dientes de la envidia, que no
sufre superior. Y considerando esto el Rey David, a Michol, soberbia hija del Rey, que le
reprendía diciendo que delante de sus siervos se había descubierto para alabar a Dios y en
reverencia de su Arca, que entonces era tenida por una cosa divina, le respondió, como aparece
en el segundo libro de los Reyes: “Yo danzaré delante del Señor, que me eligió a mí, y no a tu
padre, ni a toda tu casa, y me mandó que fuese guía del pueblo del Señor en Israel: danzaré y
me haré más vil de lo que me hice, y seré humilde a mis ojos”. La cual regla quiso Cristo
guardar en sí mismo, conforme a la voluntad de su Padre anunciada por el Profeta Zacarías, la
cual fue cumplida en Cristo, como escribe el Evangelista San Mateo: “Mira, dice, cómo tu Rey
viene a ti manso, sentado sobre un asna, y el pollino no domado ; por lo cual, si los Príncipes
del mundo son alabados por la humildad y pobreza con que se han hecho agradables a sus
súbditos y prosperando sus Señoríos, ¿por qué no alabaremos más la perfecta humildad de
Cristo? Porque escribe Valerio Máximo en el libro segundo, y San Agustín en el de la Ciudad de
Dios, de Codro, Rey de Atenas, que como los del Peloponeso tuviesen guerra con los
Atenienses, habiendo consultado el Oráculo de Apolo, les fue dicho por cierto, que aquel
ejército vencería, cuyo Rey fuese ofrecido a la muerte; y así el Rey Codro por la salud de su
gente se metió en hábito de pobre entre sus enemigos para que le matasen; y siendo él muerto
fueron puestos en huida sus enemigos; por lo cual los Atenienses afirmaban que Codro había
sido trasladado entre los Dioses. Y Valerio Máximo dice de algunos Cónsules Romanos, como
Lucio Valerio, que murió en tanta pobreza, que hubo menester que se pidiese entre sus amigos
para enterrarle. Y también Fabricio, Cónsul, es sumamente alabado en esta parte; el cual, como
cuenta Valerio Máximo y Vegecio en el libro cuarto de las cosas militares, y como ya arriba se
dijo, siendo muy pobre, y ofreciéndole grande suma de oro los Embajadores de los Epirotas,
no queriéndolo recibir les dijo: “Contad a los de Epiro, que he querido más mandar a los
que poseen tales cosas, que poseerlas yo mismo”, ¿Qué más buscamos? Todos los grandes
Príncipes y Monarcas sojuzgaron el mundo con la humildad, y con el fausto de la soberbia
perdieron los señoríos, como lo hemos mostrado; por lo cual se escribe en el Eclesiástico:
“Cuanto mayor eres, humíllate en todas tus cosas, y hallarás gracia delante de Dios”. Y más,
que si la virtud de la humildad se alaba en cualquiera Príncipe, mucho más se debe alabar en
nuestro Príncipe Cristo, como en quien estaba constituido en el supremo grado de virtud.
Se concluye pues, que la humildad y pobreza de Cristo, aunque era legítimo Señor, fue
conforme a razón por la causa referida.
CAPÍTULO XV. PÓNESE LA SEGUNDA CAUSA POR QUÉ NUESTRO SEÑOR ESCOGIÓ VIDA
DESECHADA Y OCULTA, AUNQUE ERA VERDADERO SEÑOR DEL MUNDO; Y EXPÓNENSE
UNAS PALABRAS DEL PROFETA ISAÍAS DICHAS DE CRISTO
Hay otra razón también por donde nuestro Señor escogió el estado humilde, aunque era
Señor del mundo, que fue para mostrar la diferencia que hay entre su dominio y el de los
otros Príncipes; porque aunque fue Señor del mundo temporalmente, con todo eso
derechamente ordenó su Principado a la vida espiritual, según aquello que dijo por San
Juan: “Yo vine para que tengan vida, y para que la tengan más abundantemente”. Con lo
cual se verifica bien aquella palabra suya que dijimos: “Mi Reino no es de este mundo”. Por
esto pues vivió humildemente, para atraer a sus fieles a las obras de virtud, para lo cual es el
camino más a propósito la humildad y el menosprecio del mundo, como enseñaron los
Estoicos y Cínicos, como refieren de ellos San Agustín y Valerio Máximo; y el mismo
Séneca, que fue perfecto Estoico, muestra lo que vamos diciendo, en el libro de la
providencia de Dios y de la brevedad de la vida, que escribió a Paulino.
Y por esta virtud se hace el hombre digno del reino eterno; que para que esto se
consiguiese, fue la principal intención del dominio de Cristo nuestro Señor; de donde es que
él mismo por San Lucas dice a sus discípulos, y a los demás que le seguían: “Vosotros sois
los que permanecisteis conmigo en mis tentaciones, y yo os dispongo el Reino, como mi
Padre me le dispuso a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino”. Así que quiso
el Señor que los que le siguiesen vivan humildemente, por la causa ya referida, conforme a
lo que dijo por San Mateo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Y a
esto enderezó su dominio temporal; de donde es que la vida espiritual de los fieles se llama
Reino de los cielos, porque en el vivir es diferente del Reino mundano, y porque se ordena
al verdadero Reino eterno y no al dominio temporal solamente; y así, para que en los
corazones de los hombres no cayese sospecha que hubiese tomado el Principado para
dominar el mundo, que este fuese su fin, como los de los otros Señores, por esto eligió la vida
desechada.
Con todo eso era verdadero Señor y Monarca, porque el Principado fue puesto sobre sus
hombros, como lo dijo el Profeta: y esto fue muy al propósito anunciado antes en el lugar
dicho de Isaías; porque lo primero le propone humilde y desechado, cuando dice: “Un
pequeñuelo nos ha nacido”; y después añade a esta pequeñez el poder y excelencia de su
dominio, por lo que en él estaba conjunto; “Y se nos ha dado un Hijo”, dice, porque la
humanidad junta en Cristo a la divinidad del Hijo, era instrumento suyo de omnipotente virtud.
Y por tanto el Profeta, en el mismo lugar, significa su inefable dominio con muchas cláusulas
de singular potencia, que cada una se ha de entender distintamente y de por sí, según las
expone San Jerónimo como aparece del orden de las mismas cláusulas.
Lo primero pues, cuanto a la seguridad y firmeza del señorío, dice: “Cuyo Principado está
sobre sus hombros”, porque lo que se trae sobre ellos se trae con más firmeza; y así de esta
manera se lleva cualquiera carga más seguramente.
Lo segundo, cuanto a la novedad del dominio, cuando dice: “Y se llamará Admirable”,
porque digno es de admiración que sea humilde y pobre, y que sea también Señor del mundo.
Lo tercero, cuanto a la claridad de la sabiduría, que es principalmente necesaria en los
Príncipes, porque “¡Ay de la tierra, cuyo Rey es muchacho?”, como se escribe en el
Eclesiástico, lo cual sucede cuando el Príncipe no es capaz para nada, sino que gobierna por el
consejo de otros, o por mejor decir le gobiernan a él; por lo cual prosigue llamándole
“Consejero”.
Lo cuarto, cuanto a la dignidad del señorío, porque es Dios; porque como en él hay un
supuesto de una persona en que están unidas la naturaleza humana y la divina, el Principado de
Cristo obra en virtud del divino supuesto, y por tanto dice luego “Fuerte”; porque el
Principado de Cristo recibe la influencia de la virtud divina, que en él estaba personalmente; de
la cual potencia usó Cristo en su pasión, cuando los Judíos, queriéndole matar, le buscaron,
que en diciéndoles: “Yo soy”, luego cayeron en tierra, como escribe San Lucas. La cual
dignidad excede los fines de la de sus sucesores; porque el Vicario de Cristo no es Dios; y por
esto es mayor su potestad que la de su sucesor. Y así Cristo pudo hacer muchas cosas en el
orden y gobierno de sus fieles, que no las pudo hacer el bienaventurado San Pedro, ni sus
sucesores, como ya mostrarnos.
Y por lo que dice el Profeta que éste era pequeñuelo, añade la sexta condición singular de su
Principado, que es la benignidad en el gobierno, porque es padre del siglo venidero; lo cual
podemos referir a la plenitud de gracia con la cual los que están llenos de ella llevan fácilmente
todo el yugo de la ley. Por la cual razón dice el Apóstol a los Gálatas: “Si sois guiados por el
espíritu, no estáis debajo de la ley”. De donde es que estos tales no han menester vara de
hierro, para ser gobernados; y esta es cosa singular del Principado de Cristo.
Lo séptimo es, que la tranquilidad del gobierno se saca de la misma razón, cuando dice
Príncipe de la paz, que aunque esto no sea en el cuerno es en el alma. Esta ofrece viviendo a
sus fieles Cristo, nuestro Rey y Príncipe, y nos la deja en su muerte; “Tendréis, dice, peligro
en el mundo, y en mí tendréis paz”; lo cual también es cosa singular en su Principado.
En humildad, pues, y en pobreza fundó su dominio, y en adversidades, trabajos y
necesidades, de la manera que la República Romana fue aumentada, no con fausto y
pompas de soberbia, como refiere Salustio de sentencia de Catón, y Valerio Máximo lo
prueba.
CAPÍTULO XVI. AQUÍ DECLARA EL SANTO DOCTOR POR EJEMPLOS DE LOS ANTIGUOS
ROMANOS QUE SU REPÚBLICA SE AUMENTÓ POR ESTE MISMO CAMINO; Y DESPUÉS HABLA
DE CONSTANTINO
Y por esto permitió nuestro Rey Cristo, Príncipe del mundo, que otros dominasen en su
vida, y por algún tiempo después de su muerte, hasta que su Reino estuviese perfecto y
ordenado en sus fieles con las obras virtuosas, y laureado con la propia sangre de ellos;
porque si Marco Régulo por el celo de su patria fue muerto por los Cartagineses, si Marco
Curio se arrojó en la abertura de la tierra por librar a su patria, si Bruto y Torcuato dieron la
muerte a sus hijos por conservar la justicia y la disciplina militar, como cuentan las historias,
por el buen celo de los cuales la República vino a hacerse grande, siendo antes pequeña; y si
Seleuco, siendo Señor entre los Locros, a su hijo que había cometido un adulterio, como
refiere Valerio Máximo en el libro 6, le sacó un ojo, y a sí mismo otro, para guardar justicia
en el delito que el hijo había cometido, mostrándose con admirable equidad padre
misericordioso y justo Legislador; ¿por qué no deben ser más alabados los Cristianos; que se
exponen a pasiones y tormentos por el celo de la Fe y por el amor de Dios, y que procuran
florecer en diversas virtudes para conseguir el Reino eterno, y para que por sus
merecimientos se acreciente el Principado de Cristo?
De esto trata San Agustín casi en todo el libro de la Ciudad de Dios, muy sutil y
difusamente, y para mostrarlo hizo el Santo aquel libro. Los cuales sucesos fueron después
de la pasión de Cristo, hasta el tiempo del bienaventurado San Silvestre y del Emperador
Constantino, en el cual espacio de tiempo infinita multitud de gente por medio de la muerte
se dedicó y juntó a Cristo Señor suyo, siguiendo a su Príncipe y Capitán.
Los primeros fueron los guías, los Apóstoles y otros Discípulos de Cristo, y todos sus
Vicarios v sucesores de San Pedro; lo cual fue por tiempo de trescientos cincuenta y siete
años. Y sobre la sangre y cuerpos de tantos Mártires, y en los merecimientos de sus vidas, se
fundó la Iglesia como sobre piedras vivas; inefable fundamento contra el cual, aunque se
ensoberbezcan los vientos, las lluvias, u otras cualesquiera tempestades de diversas pasiones
o de cualesquiera perturbaciones, no le podrán deshacer ni derribar; y cuando fue tiempo
oportuno de que se manifestase al mundo, la virtud de nuestro Príncipe Jesucristo solicitó al
Príncipe del mundo Constantino, hiriéndole con enfermedad de lepra, y después curándole
sobre todo poder humano; lo cual siendo conocido y experimentado por él, se allanó en el
dominio al Vicario de Cristo, el bienaventurado San Silvestre, a quien esto de derecho se debía,
por las causas y razones referidas. Y en esta acción de Constantino se juntó al Reino espiritual
de Cristo el temporal, quedando el espiritual en su vigor; porque éste por sí debe ser buscado
por los fieles de Cristo, y el temporal secundariamente, como cosa que sirve para el espiritual y
de otra manera sería ir contra la intención de Cristo.
Entonces se cumplió lo que dice Isaías después de las cláusulas que explicamos:
“Multiplicaráse su Imperio, y la paz no tendrá fin”. Porque desde entonces se abrieron las
Iglesias, y se comenzó a predicar el nombre de Cristo públicamente, lo cual antes no se podía
hacer sin peligro de muerte. Y en el mismo año que Constantino fue curado de la lepra, y
convertido a la Fe, fueron bautizados en las partes comarcanas a Roma más de cien mil
hombres, movidos de las virtudes y poder que había mostrado el dicho Vicario de Cristo. Pero
se ha de advertir lo que dice el Profeta: “Y la paz no tendrá fin”, porque consta que después de
la muerte de Constantino su hijo fue tocado de la herejía Arriana, y que perturbó la Iglesia, y en
su tiempo fueron desterrados los solemnes Doctores de ella Hilario y Atanasio, Obispos
Pictaviense y Alejandrino, Eusebio Vercelense, y otros muchos Doctores y Clérigos, y también
la cabeza de la Iglesia, el Sumo Pontífice Liberio, vaciló en la verdad de la Fe, por la grande
persecución de Constantino, como cuentan las historias; y después de él fue Juliano Apóstata,
hermano de Galo y primo del mismo Constancio, y éste persiguió por segunda vez a los fieles,
en cuyo tiempo padecieron San Juan y San Pablo, hermanos. Donde se verifica la palabra de
Dios dicha por el Profeta Isaías, porque se ha de entender de la paz del alma, y no de la del
cuerpo. Por lo cual el Señor, cuando en el Evangelio de San Juan ofrece paz a sus Discípulos,
de esta paz habla: “mi paz os doy: no os la doy como el mundo os la da”; porque cierto es que
aquellas palabras se dijeron a los Discípulos cuando estaba cerca de la pasión, y consta que
entonces padecieron persecución. Por lo cual les fue dicho en el mismo tiempo: “Si a mí me
han perseguido, también os perseguirán a vosotros”. Esta paz, pues, los fieles escogidos de
Cristo no la pueden perder si no quieren. Porque si los Estoicos dicen que los bienes del
hombre (que así llaman a las virtudes) siempre están en él, y que no pueden ser quitados a los
virtuosos no queriendo ellos, como de Dión Estoico refiere Aulo Gelio en el libro de las Noches
Áticas, y San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios; ¿por qué no diremos de las almas de los
fieles que su paz no tendrá fin, pues están juntos al fin que vive sin fin?
CAPÍTULO XVII. CÓMO LOS EMPERADORES DE CONSTANTINOPLA DESPUÉS DE
CONSTANTINO FUERON OBEDIENTES Y REVERENCIARON LA IGLESIA ROMANA; LO CUAL SE
PRUEBA POR CUATRO CONCILIOS, A QUE LOS DICHOS PRÍNCIPES SE SOMETIERON
Después de esto, siendo muerto Juliano en la guerra de los Persas, fue vuelta la paz a la
Iglesia por Joviniano, su hermano, varón Católico, aunque reinó poco. Y es de notar que desde
entonces hasta el tiempo de Carlo Magno se halla de los Emperadores que casi todos
fueron obedientes, y reverenciaron la Iglesia Romana como que ella tuviese el Principado,
sin tratar de que fuese respecto del dominio espiritual o del temporal, como lo define el
Santo Concilio Niceno; por lo cual Gelasio Papa escribió al Emperador Anastasio, que el
Emperador, como se lee en las historias, dependía del juicio del Papa, y no al contrario. Y
según refiere la historia Eclesiástica, se dice haber dicho lo mismo Valentiniano, que sucedió
inmediatamente a Joviniano: “Ponednos, dice, tal persona en la silla Pontifical que nosotros
que gobernamos el imperio, sinceramente humillemos la cabeza a él, y cuando como
hombres pecáramos, recibamos necesariamente sus amonestaciones, como medicina de
quien nos cura”.
Y porque esta materia es provechosa, para mostrar la reverencia que han de tener los
Príncipes al Vicario de Cristo, trataremos aquí de los Emperadores, hasta los tiempos de
Carlos, y más adelante desde los de Carlos hasta Otón Primero; en cuyo tiempo hubo
mudanza en el imperio en tres cosas: lo primero en cuanto al modo de elegir; lo segundo, en
cuanto al modo de suceder; y lo tercero, en cuanto a señalar el Papa al Emperador.
Y para que se eche de ver hemos de decir aquí algo de los sucesos de los Emperadores,
desde el tiempo de Constantino, que fueron sujetos a la Iglesia, fuera de los ya dichos
Tiranos; porque, como cuentan las historias, después que Constantino se allanó en el
imperio al Vicario de Cristo se mudó con sus Sátrapas y Príncipes a la provincia de Tracia,
donde comienza el Asia mayor y se acaba Europa, y allí asentó en una Ciudad que se
llamaba Bizancio; la cual él hizo casi igual a Roma, y la llamó de su nombre, como cuentan
las historias. En ésta, pues, estuvo la silla imperial hasta el tiempo de Carlos, en cuya
persona, habiendo juntado Concilio el Papa Adriano, pasó el imperio de los Griegos a los
Alemanes; en que aparece cómo los Emperadores de Constantinopla dependían de los
Vicarios de Cristo, que son los sumos Pontífices, conforme a lo que escribió Gelasio Papa
al Emperador Anastasio. Por lo cual su imperio en las cosas del gobierno de los fieles se
ordena conforme a los mandatos del Sumo Pontífice, para que justamente se puedan llamar
sus ejecutores y cooperantes de Dios, para gobernar el pueblo Cristiano. Lo cual se muestra:
lo primero, por cuatro Emperadores, que reinaron en este medio tiempo, y fueron presentes
a cuatro Concilios, los más solemnes y universales, aprobando sus estatutos, y sujetándose a
ellos humildemente.
El primero fue el Niceno, en que se hallaron trescientos dieciocho Obispos, en el tiempo
de Constantino; en el cual fue condenado Arrio, Presbítero Alejandrino, como cuentan las
historias, el cual afirmaba que el Hijo de Dios era menor que el Padre; donde se dice del
dicho Príncipe que hizo todos los gastos de aquel Concilio, como reconociendo por su
señor al Vicario de Cristo, cuyas veces tenía todo el Concilio, porque el bienaventurado S.
Silvestre estaba ausente de él por causa particular.
El segundo Concilio, pues, fue celebrado en Constantinopla, siendo Papa Ciriaco, y
según algunos, Dámaso, estando presente Teodosio el más antiguo, como dicen las
historias; y fue de doscientos cincuenta Obispos, en el cual fueron condenadas muchas
herejías, pero principalmente la de Macedonio, Obispo de Constantinopla, que negaba ser el
Espíritu Santo Dios consustancial con el Padre y con el Hijo. Y este Teodosio tuvo tan grande
reverencia a la Iglesia que, como escribe Gelasio al Emperador Anastasio, no se atrevió a
entrar en la Iglesia por habérselo prohibido S. Ambrosio, el cual le excomulgó porque había
consentido en la muerte de mucha gente en Tesalonia, porque le habían muerto a su juez,
como cuenta la historia Tripartita; todo lo cual llevó en paciencia el Católico Príncipe. Y
finalmente, después de ser reprendido por el Santo durísimamente, hizo penitencia pública,
antes que entrase públicamente en la Iglesia.
El tercer Concilio fue celebrado en Éfeso, y hubo en él doscientos Obispos en tiempo de
Teodosio el más moderno, hijo de Arcadio, y siendo Papa Celestino I, aunque no estuvo
presente, sino en su lugar Cirilo, Obispo de Alejandría, por la confianza que se hacía de
Teodosio; el cual fue de tanta honestidad, de tan maduro consejo, y tuvo tanta reverencia al
culto divino, que se le permitió tener el imperio en muy tierna edad, según cuentan las
historias. Este Concilio fue congregado contra Nestorio, Obispo de Constantinopla, que decía
haber en Cristo dos personas y dos supuestos, por donde negaba la verdadera unión de las dos
naturalezas.
El cuarto Concilio fue celebrado en Calcedonia, en que hubo seiscientos treinta Obispos en
tiempo de León I, estando presente el Príncipe Marciano, del cual se dice en la séptima acción
de este Concilio haber hablado de esta manera en reverencia de la Iglesia Romana: “Nosotros,
dice, queremos estar presentes a este Santo Concilio a ejemplo del religiosísimo varón
Constantino, para confirmar la Fe, y no para ostentación de nuestra potencia; para que hallada
la verdad, no dure la discordia entre las gentes atraídas con malas doctrinas”. De donde colijo,
que toda la intención de los Príncipes antiguamente se enderezaba a favorecer y aumentar la
Fe, y la reverencia y honor de la Iglesia Romana. En este Concilio fue condenado Eutiques con
Dióscoro, Obispo de Alejandría, los cuales, así como Nestorio decía que había en Cristo dos
naturalezas y personas distintas, ellos decían que estaban mezcladas y confusas.
CAPÍTULO XVIII. DE DOS CONCILIOS QUE SE CELEBRARON DESPUÉS DE LOS DICHOS EN
TIEMPO DE JUSTINIANO Y CONSTANTINO EL MÁS MODERNO; Y POR QUÉ CAUSA EL IMPERIO
FUE TRASLADADO DE LOS GRIEGOS A LOS ALEMANES
Otros muchos Concilios hubo, aunque estos fueron los más principales desde el tiempo de
Constantino hasta Carlos; en los cuales los Emperadores se mostraron sujetos y fieles a la
Iglesia, y principalmente Justiniano, después del cuarto Concilio, en que se hallaron ciento
veinte Obispos, presidiendo el Papa Julio.
Lo cual es manifiesto por leyes que hizo en favor del estado Eclesiástico, y por una carta
que envió por todas las partes del mundo, habiéndose celebrado Concilio en Constantinopla;
en la cual se sujeta a los institutos de la Iglesia, mandando a los pueblos que la obedezcan en
todo; y refiriendo los estatutos de los cuatro Concilios dichos, y confirmándolos, se sujeta a
las santas sanciones, o leyes e institutos Eclesiásticos, y principalmente en las materias de
usuras y de matrimonio, cosas de que siempre se trata en la vida civil. Este Concilio fue
celebrado en Constantinopla contra Teodoro y sus secuaces, los cuales decían que el Verbo
divino era una cosa, y Cristo otra, negando también a la bienaventurada Virgen María.
El sexto Concilio también fue celebrado en la dicha Real Ciudad, procurándolo
Constantino el más moderno; en el cual se hallaron ciento cincuenta Obispos a ruego de
Agato, contra Macario, Obispo de Antioquia, y sus compañeros, que decían que en Cristo
no había más que una operación y una voluntad, según la perfidia de Eutiques; en el cual
Concilio el dicho Constantino, Príncipe Cristiano que fue ciento cincuenta años después de
este hereje, favoreció mucho la Fe destruyendo los herejes Monotelitas, a los cuales habían
amparado su padre y su abuelo; y restauró las Iglesias que ellos habían destruido.
Estas cosas hemos dicho para mostrar que los Emperadores de Constantinopla fueron
protectores y propugnadores de la Iglesia Romana hasta los tiempos de Carlo Magno.
Entonces, pues, viéndose la Iglesia afligida de los Longobardos, y no dándole ayuda el
imperio de Constantinopla, porque por ventura no podía, siendo disminuida su potestad,
llamó el Pontífice Romano en su ayuda al Rey de los Franceses contra los dichos bárbaros.
Lo primero el Papa Estéfano, sucesor de Zacarías, llamó a Pipino contra Austulfo Rey de
los Longobardos, y después Adriano y León llamaron a Carlo Margo contra Desiderio, hijo
de Austulfo; el cual, deshecho y vencido con su gente, en agradecimiento de tan grande
beneficio Adriano, habiendo celebrado en Roma Concilio de ciento cincuenta Obispos y
venerables Abades, pasó el imperio de los Griegos a los Alemanes en la persona del
magnífico Príncipe Carlos; en la cual acción se muestra bastantemente cómo la potestad del
imperio depende del juicio del Papa. Porque mientras los Príncipes de Constantinopla
defendieron la Iglesia Romana, como lo hizo Justiniano por medio de Belisario contra los
Godos, y Mauricio contra los Longobardos, la Iglesia amparó los dichos Príncipes. Pero
después que le faltaron, como en tiempo de Miguel, contemporáneo de Carlos, proveyó de
otro Príncipe para su protección.
CAPÍTULO XIX. CÓMO SE MUDÓ EL MODO DEL IMPERIO DESDE EL TIEMPO DE CARLO
MAGNO HASTA EL DE OTÓN TERCERO; Y LA CAUSA DE QUE EL PAPA TENGA PLENITUD DE
POTESTAD
Entonces se mudó el modo del imperio, porque en Constantinopla, hasta el tiempo de
Carlos, se guardaba el modo de elegir antiguo; porque algunas veces elegían de aquel mismo
linaje, y otras de otra parte.
Unas hacía la elección el Príncipe que era, y otras la hacía el ejército; pero, hecho Carlos
Emperador, cesó la elección, y lo eran por sucesión de su linaje; de manera que siempre el
primogénito era Emperador, lo cual duró hasta la séptima generación. Pero, faltando en
tiempo de Ludovico, que no era del linaje de Carlos, y siendo molestada la Iglesia de algunos
malos Romanos, fue llamado Otón, Duque de Sajonia, en socorro de la Iglesia, y siendo librada
por él de las vejaciones de los Longobardos e impíos Romanos, y de Berengario, Tirano, el
dicho Otón fue coronado por Emperador de mano de León Séptimo, de nación Alemán, en
cuya casa estuvo el imperio por tres generaciones, y todos se llamaron Otones.
Entonces, como dicen las historias, Gregorio Quinto, que también fue Alemán, ordenó la
elección del imperio, para que la hiciesen siete Príncipes de Alemania, la cual dura hasta estos
tiempos, que ha sido por espacio de doscientos años o cerca de ellos, y durará el tiempo que la
Iglesia Romana, que tiene el supremo grado en el Principado, juzgare que importa así a los
fieles de Cristo; en el cual caso, como parece por las palabras del Señor arriba alegadas que es
por el bien del estado universal de la Iglesia, se ve que el Vicario de Cristo tiene plena potestad,
a quien compete la dicha provisión por tres razones: lo primero por lo divino, porque así se ve
haberlo querido Cristo por las palabras que hemos dicho, y como también abajo se mostrará;
lo segundo por derecho natural, porque supuesto que tiene el primer lugar en el Principado es
necesario el llamarle cabeza, de quien en este cuerpo místico procede todo movimiento y todo
el sentido; por lo cual tenemos que toda la influencia del gobierno depende de él.
Además de esto, en cualquier comunidad se ha de atender a conservarla, porque esto lo
requiere la naturaleza humana, que no puede pasar sino en compañía, y no puede conservarse
si no es por uno que primero sea guía de todos los grados de los hombres; y esto es en sus
obras primera Jerarquía, que es Cristo, por lo cual es la primera guía el primero que mira por
todos, y el primer movedor; y sus veces tiene el Sumo Pontífice.
Y también ya dijimos en el libro primero que el Príncipe es en un Reino, como Dios en
todo el mundo, y como el alma en el cuerpo. Consta pues, que todas las operaciones de la
naturaleza dependen de Dios, como de quien las gobierna, mueve y conserva, porque por él
nos movemos y tenemos ser, como se dice en los Hechos de los Apóstoles, y el Profeta Isaías:
“Todas nuestras obras obraste en nosotros, Señor”. Y semejantemente se puede decir del alma,
porque todas las acciones de la naturaleza en el cuerpo dependen del alma, por tres géneros de
causas. Y vemos que Dios en la gobernación y dirección del mundo permite la corrupción de
una cosa que tiene ser particular, por la conservación del todo. Y así lo hace la naturaleza, por
la conservación del cuerpo humano, por virtud del alma. Lo mismo pues acontece al Príncipe
de todo un Reino, que para la conservación del gobierno en los súbditos se amplía su potestad,
imponiendo tributos, destruyendo Ciudades y castillos, por conservar todo el Reino. Mucho
más, pues, le compete esto al sumo y supremo Príncipe, que es el Papa, para el bien de toda la
Cristiandad. Por lo cual el primer Concilio Niceno, estando presente Constantino, le atribuye al
Papa la primacía en los primeros Cánones que instituye. Y también los derechos, siguiendo en
esto singularmente el dicho Concilio, ensalzan este Principado diciendo: que la sentencia del
Papa se debe tener en tanto, como si fuese salida de la boca de Dios. Y Carlo Magno en ellos
confiesa lo mismo. Más: que no se puede apelar de su sentencia: y él es el que no tiene superior
y el que tiene las veces de Dios en la tierra.
Y esta es la tercera razón por donde se muestra y concluye que el Sumo Pontífice en el
caso dicho tiene plenitud de potestad; así que en dos casos se amplía, como se ha mostrado
arriba, o por razón de algún delito, o por el bien de toda la Fe. Lo cual nos muestra
elegantemente el Profeta Jeremías, a quien en persona del Vicario de Cristo dice Dios:
“Advierte, que te constituí sobre todas las gentes y Reinos, para que arranques y destruyas,
eches a perder y disipes”, lo cual referimos al hacerse por causa de delitos; donde en los
dichos cuatro vocablos entendemos diversos géneros de penas que puede dar a cualquiera
fiel o súbdito, como se significa cuando dice, “sobre las gentes”, y a cualquier señor, cuando
dice, “sobre los Reinos”. El segundo caso en que se amplía la potestad del Papa le
entendemos cuando después dice: “Y para que edifiques y plantes”; lo cual pertenece a la
providencia del Vicario de Cristo por el bien de la Iglesia universal.
CAPÍTULO XX. COMPARACIÓN DEL DOMINIO IMPERIAL CON EL REAL Y POLÍTICO, DE
QUÉ MANERA CONVIENE CON ENTRAMBOS
Después de haber tratado de estas cosas, veremos en lo que se compara el dominio
Imperial al Real y al político, porque conviene con entrambos, como de lo que ya dijimos se
colige. Con el Político se compara en tres cosas. La primera, considerada la elección; porque
así como los Cónsules y Dictadores Romanos, que gobernaban el pueblo políticamente,
eran levantados por vía de la elección o del pueblo o del Senado, así acontecía también a los
Emperadores que los levantaba el ejército Romano, como a Vespasiano en Palestina, y de la
misma manera Focas en una sedición de los soldados fue levantado contra Mauricio
Emperador, a quien después mató. Y otras veces eran elegidos los Emperadores por los
Senadores, como Trajano y Diocleciano, aunque el uno era de España y el otro de
Dalmacia; y también Helio pertinaz fue elegido por los Senadores.
Y también no siempre los elegían de grande y noble linaje, sino de obscuro, como se vio
en los dichos Césares Vespasiano y Diocleciano, según las historias cuentan; y lo mismo fue
de los Cónsules y Dictadores Romanos, como arriba dijimos de Lucio Valerio y de Fabricio.
Y San Agustín refiere en el libro quinto de la Ciudad de Dios de Quinto Cincinato, cómo
teniendo sólo cuatro pares de bueyes para labrar la tierra fue hecho Dictador mayor.
Y también tiene otra comparación y semejanza el dominio Imperial con el Político, y es
que el señorío no pasaba a sus descendientes, sino que luego que aquél moría expiraba el
dominio; de lo cual tenemos dos ejemplos, aun en los tiempos modernos; porque fueron
elegidos Emperadores Rodulfo, Conde de Ausburgo, y muerto él fue levantado Adolfo,
Conde de Anaxon, al cual mató Alberto, hijo de Rodulfo, y de la misma manera fue hecho
Emperador. Lo cual es cosa general: si no es que por la bondad de los hijos, o el amor que
se tuvo a los padres, los elegían, como se vio en Arcadio y Honorío, hijos de Teodosio el
más antiguo, y en Teodosio el más moderno, hijo de Honorio, porque por haber gobernado
bien la República y Corte Imperial merecieron que en su linaje perseverase algún tiempo el
dominio.
Esto también sucedió en los Romanos, porque aunque cada año se elegían Cónsules, a lo
menos en cuanto al Magistrado, como aparece en el primer libro de los Macabeos; con todo
eso muchas veces acontecía que pasaba a los descendientes, como aconteció en Fabio Máximo,
de quien escribe Valerio Máximo que viendo que había sido Cónsul cinco veces, y su padre,
abuelo y bisabuelo y otros mayores suyos otras muchas veces, advirtió al pueblo cuán
constantemente pudo que por algún tiempo no ocupasen en estos oficios el linaje de los
Fabios, para que no se continuase en una familia sola aquel grande Imperio. Aconteció
también algunas veces que se usurpó el dominio por violencia, y no por merecimientos de
virtudes, como se dice de Cayo Calígula, malvadísimo hombre, que fue sucesor de Tiberio, en
cuyo tiempo padeció Cristo; y lo mismo se verifica de Nerón. Y esto mismo sucedió entre los
Cónsules Romanos que por su impiedad, como cuentan las historias, usurparon el dominio,
como fueron Sila y Mario, que revolvieron aquella ciudad y el mundo. En las cuales cosas
parece la conveniencia del dominio Imperial con el Político.
Y también se muestra la conveniencia que tiene con el Real en tres cosas: la primera, en el
modo de gobernar, porque los Emperadores tienen jurisdicci6n como los Reyes, y por derecho
natural se les pagan tributo y servicios corono a ellos, los cuales no pueden aumentar sin pecar
mortalmente, como ya dijimos sobre el derecho que en esto tienen los Reyes: todo lo cual no
pueden los Cónsules ni los demás gobernadores de ciudades en Italia, que gobiernan con
gobierno Político, como se ha dicho. Porque los tributos y servicios se ponen en el erario
público: y refiere Salustio cómo reprendió en esto Catón en su plática a los Cónsules Romanos
de su tiempo, porque habiendo alabado los antiguos de que habían tenido industria en sus
casas, y fuera justo imperio, ánimos libres en los consejos, no dados a lujuria y maldades,
prosigue diciendo: “en lugar de lo cual entre nosotros está la lujuria y la avaricia, necesidad en
las cosas públicas, y opulencia en las particulares”. La segunda conveniencia entre los
Emperadores y los Reyes es la corona, porque se coronan como ellos, y tienen dos coronas,
que entrambas las reciben los que son elegidos Emperadores: la una en un lugar, que se llama
Monza, junto a Milán, donde están sepultados los Reyes de los Longobardos.
Y esta corona es de hierro, y se dice que es en señal de que el primer Emperador de los Alemanes, Carlo Magno, domó las cervices de los Reyes de los Longobardos y su gente. La
segunda corona es de oro, y la recibe en Roma de mano del Pontífice, y entonces le da a besar
el pie en señal de su sujeción y fidelidad para con la Iglesia Romana. Esta alteza de dignidad no
habla entre los que presidían entre los Romanos porque, como se escribe en el libro de los
Macabeos, ninguno traía diadema, ni se vestía de púrpura: y lo uno y lo otro hacen los
Emperadores y los Reyes.
La tercera conveniencia, pues, que tienen los Emperadores con los Reyes, y en que se
diferencian de los Cónsules y Gobernadores políticos, es la institución de las leyes, y la
potestad de arbitrar que tienen sobre los súbditos en los casos que hemos dicho, por lo cual el
dominio de los Emperadores y Reyes se llama Majestad, lo cual no pertenece a los Cónsules y
Gobernadores políticos, porque no les es dado proceder sino según la forma de las leyes
que se les dan, o por el árbitro del pueblo; fuera de lo cual no se pueden extender a juzgar.
Así que hemos, mostrado las calidades del gobierno Imperial, según la diversidad de los
tiempos, y cómo se compara con el gobierno Político y con el Real.
CAPITULO XXI. DEL DOMINIO DE LOS PRÍNCIPES QUE ESTÁN SUJETOS A LOS
EMPERADORES O A LOS REYES, Y DE DIVERSOS NOMBRES DE ELLAS, Y LO QUE SIGNIFICAN
Acabado lo que toca al gobierno Real y al Imperial, diremos ahora de algunos dominios
anexos a éstos, como son Príncipes, Condes y Duques, Marqueses, Barones, Castellanos, y
de otros nombres de dignidad, conforme a las costumbres de las provincias, porque hay
otros nombres de dignidades que son sujetos al Rey, de que la sagrada Escritura hace
mención (como los Sátrapas, y así está escrito en el libro de Daniel: “Se congregaron los
Sátrapas del Rey de Babilonia, los Magistrados y los Jueces”; y en el mismo libro se hace
mención de los Optimates del Rey. Y en el primer libro de los Macabeos se ponen cuatro
nombres de dignidades, adonde se dice que en la guerra contra Nicanor constituyó Judas en
el pueblo Duques, Tribunos, Centuriones, Pentacontarcos y Decuriones. Y en los Hechos
de los Romanos llamaban a los que los regían con ciertos nombres singulares, como fueron,
después de echados los Reyes, los Cónsules, los Dictadores, Magistrados, Tribunos,
Senadores, Patricios y Prefectos. Item Scipiones, Censores y Censorinos, de todos los cuales se
ha de tratar debajo de dos títulos: lo primero de los nombres propios a los Emperadores y
Reyes, y anejos a su estado, y cuál fue su gobierno, y después de los nombres pertenecientes
al estado Político.
Los nombres propios, pues, de los que sirven a los Emperadores o Reyes, son Príncipes,
esto es: Señores de algunas provincias, como que tengan el primer lugar en ellas después del
Emperador o del Rey. Y así, alguna vez señorean a Condes y a Barones, en Alemania y en el
Reino de Sicilia, aunque la Escritura sagrada extiende muchas veces este nombre a todo
género de dominio, y principalmente al de los nobles, a cuya semejanza una de las órdenes
de los Ángeles se llama Principado, porque patrocinan toda una provincia, de donde es que
está escrito en el libro de Daniel: “El Príncipe de los Persas me resistió veinte días”. Y José,
que era la segunda persona del Rey en Egipto, se llama Príncipe a sí mismo, como se escribe
en el Génesis.
El segundo nombre es el de los Condes, del cual usaron los Romanos al principio,
después de echados los Reyes, porque según escribe S. Isidoro, en el libro II de las
Etimologías, elegían cada año dos Cónsules, que uno administraba las cosas de la guerra, y
otro las civiles; y estos dos Cónsules al principio fueron llamados Cómites, que quiere decir
compañeros, porque andaban juntos por verdadera concordia, por cuyo gobierno fue
aumentada la República, como escribe Salustio en la guerra de Yugurta; pero en el discurso
del tiempo este nombre se abortó en los que gobernaban entre los Romanos, y fue transferido
a un estado de dignidad, sujeta a los Reyes o Emperadores. Y así se llaman Condes, de
acompañar, porque su oficio principalmente es acompañar a los Reyes y Emperadores en las
guerras, y en lo que a ellas tocare, y en cualquiera cosa que se haya de hacer por la utilidad de
todo el Reino.
Los Duques se llamaron así de guiar el pueblo, principalmente en los ejércitos, porque su
oficio es encaminar el ejército e ir delante en las batallas. Por lo cual, como los hijos de Israel
fuesen acometidos de los Cananeos, se preguntaron unos a otros, según se escribe en el libro
de los Reyes: “¿Quién será Duque de la guerra?” Y el nombre propiamente conviene a tal
gobierno por las dificultades de él, cuando se está en la guerra. Y así por la excelencia del
Señorío muy justamente se llama Duque, que significa guía; por la cual razón Josué, o Jesús
Navé, porque peleó en las batallas del Señor, se llamó así, como testifica de él aquel egregio
Príncipe Matatías en el primer libro de los Macabeos: “haciendo Jesús lo que le fue mandado,
fue hecho Duque del pueblo de Israel”. Y así también dijeron los que tenían cuidado de la ley
de los Judíos a Jonatán, muerto Judas Macabeo: “te elegimos por Príncipe y Duque, para que
pelees en nuestras guerras”.
Otro nombre de dignidad sujeto a los Emperadores y Reyes es el de Marqués, que se iguala
al de Conde, y este nombre se le da por la severidad de la justicia, porque se llama Marqués de
Marca o Marco, que es un peso particular de los ricos, por lo cual se significa la recta y rígida
justicia. Y esto se muestra bastantemente en los tales Príncipes, porque según se halla
comúnmente en las tierras que conocemos, todos los Príncipes que tienen estos nombres están
en provincias ásperas. Por lo cual los confines de las regiones, que son lugares montuosos y
rígidos, entre algunos se llaman Marcas; y también en las provincias deleitosas, que unas y otras
se conservan con el rigor de la justicia.
Hay también otro nombre, que es de los Barones, dichos así por el trabajo, o por ser fuertes
en él, como San Isidoro dice en el libro dicho, porque “Bara”, en Griego, es lo mismo que en
Latín, “pesado” o “fuerte”, y es propio en los Príncipes el ejercitarse continuamente o en la
montería o en la volatería, o en las justas y torneos, como lo han tenido por costumbre los
Reyes de Francia desde tiempos antiguos, según escribe Amonio, egregio escritor de historias.
La razón de lo cual pone Vegecio en el libro de las cosas de la guerra, porque ellos han de ser
los primeros que peleen por los súbditos, y con el acostumbrarse a estas cosas, se hacen
atrevidos. Por lo cual añade allí él mismo, que nadie duda de ponerse a aquello, que está
confiado que lo sabe hacer bien. Y porque a todos los Príncipes les pertenece el ejercicio del
trabajo, por eso este nombre es común a todos; así Príncipes, como Condes, y los demás que
están debajo del gobierno Real.
CAPÍTULO XXII. DE ALGUNOS NOMBRES DE DIGNIDADES SINGULARES QUE HAY EN
ALGUNAS PROVINCIAS, Y CUÁL ES EL GOBIERNO DE ELLAS
Hay también otros nombres que se siguen al gobierno Real en algunas tierras y
provincias, que tienen cierta significación, como el nombre de los Sátrapas y Optimates
entre los Persas y Filisteos. El primero de los cuales significa prontitud en el servir, de
adonde se llamaron Sátrapas, como si dijeran muy aparejados; lo cual es oficio de los
Príncipes, por la fidelidad que juran a su Señor, o querría decir este nombre muy
arrebatadores, lo cual parece que él mismo trae consigo, por ser muy hinchado, como es
manifiesto, en la misma sagrada Escritura.
El nombre de los Optimates significa el supremo grado después del Señor, y son dichos
así de Óptimo, que es lo más bueno. Los Magistrados se llamaron así por la preeminencia
de doctrina y consejo en el gobierno, y así se llaman los mayores de la Corte del Rey de
Francia, como tales en estado; porque “Stéron” en griego, significa en latín “tribunal”, o
lugar donde acuden a juicio. Y los jueces tienen este nombre, porque dan su justicia al
pueblo. Y Asesores se llaman los que asisten cerca de ellos.
También se llaman Pretores, por tener primer lugar que otros en la Corte.
El nombre de Presidente se halla en la sagrada Escritura, y se llaman así, como dice S.
Isidoro, porque presiden a la guarda de algún lugar.
Hay también en las Cortes de los Reyes otros dos nombres de dignidades, de que se hace
mención entre los oficiales de la Corte de Salomón en el tercer libro de los Reyes, que eran
a Comentariis y Escribas, los cuales se distinguían en sus oficios, porque el uno presidía al
escribir las legiones que el Príncipe instituía, que parece ser lo mismo que Magistrado, y el
otro tenía a su cargo las cosas que los Reyes respondían, al cual nosotros llamados Canciller.
Además de los cuales nombres hay otros dos que se usan en las partes de Francia, por
ventura tomados de la lengua de otras gentes, de donde les podemos sacar la etimología.
Estos son Mariscal y Senescal, que propiamente son los que tratan de regir los negocios
útiles a la provincia, lo cual parece significan entrambos nombres: porque el “Maris” en
lengua Siríaca significa “Señora” o “Señor”, y “Calo” significa “el trabajo”; “Senescal” de
“Senex”, que significa el viejo, por la madurez del gobierno, y de “Calo”, que, como se ha
dicho, es el trabajo.
Entre los Españoles todos los Príncipes que están sujetos al Rey se llaman Ricos
Hombres, y principalmente en Castilla; la razón de lo cual es que el Rey provee de renta a
los Barones, conforme sus merecimientos, o según su voluntad del Rey, y de aquí se llaman
Ricos Hombres; porque a quien el Rey da más rentas, aquél es mayor Señor, porque puede
pagar más soldados.
Hay también en la misma provincia unos que se llaman Infantes, y otros Infanzones: los
primeros son de linaje Real, hijos o nietos, y se llaman así de no hacer daño al pueblo,
porque deben no hacer mal a nadie, sino conservar y favorecer a todos en justicia, y
obedecer al Rey como Infantes, lo cual se guarda mal en este tiempo en aquellas partes.
Los Infanzones se llaman así porque deben seguir a los Infantes como a mayores;
porque son una gente noble, que tienen más poder que otros hidalgos, y son Señores de
algunos castillos y villas, los cuales en algunas partes se llaman Castellanos. Y se llaman
Infanzones porque pueden dañar menos que los otros Príncipes, por tener menos poder, como
los que ha poco que salieron de la niñez, porque si maltratan a sus vasallos, rebélanseles y
júntanse a otros Príncipes mayores, y así perderían su Señorío; y tampoco tienen el poder que
los Príncipes mayores, como los muchachos respecto de los hombres.
Y esto baste haber dicho a los Príncipes sujetos a los Reyes, y lo que significan sus nombres,
y lo que son sus oficios; y de las más dignidades que habernos dejado de decir, trataremos en el
siguiente libro, porque por la mayor parte pertenecen al gobierno Político, aunque en algunas
cosas sean comunes a los demás gobiernos.
Ahora es bien que veamos cuál sea el que hemos dicho; a lo cual se ha de responder
conforme a la sentencia de la sagrada Escritura, porque se dice en el Eclesiástico: “Según es el
Juez del pueblo, así son sus ministros; y como es el que rige la ciudad, tales son los que habitan
en ella”; porque los tales Señores tienen generalmente el modo del gobierno Real o Imperial, si
no es en algunos lugares por la costumbre que se ha usurpado o por tiranía, o por la malicia de
los súbditos, porque de otra manera no se pueden sujetar si no es con gobierno tiránico, como
dijimos arriba, y acontece en las islas de Cerdeña y Córcega, y en algunas islas de Grecia, y
también en Chipre, en las cuales partes dominan los nobles del Principado Despótico o
Tiránico. Por lo cual dicen las historias de la isla de Sicilia, que siempre crió Tiranos.
En las partes de Italia deben los Condes y otros Príncipes regir los súbditos con gobierno
Político y Civil, si no es que sea por violencia tiránica.
Hállanse también entre ellos, algunos nombres de dignidades dependientes del derecho del
imperio, mayores que de soldados ordinarios, como son los Valvasalos y Catanos, que también
se llaman Próceres, y tienen jurisdicción sobre los súbditos, aunque hoy por la potencia de las
Ciudades está disminuida y quitada del todo. Valvasallos se llamaban de Valo, porque eran
diputados para guardar las puertas del Palacio Real Imperial; a los cuales llamamos porteros.
Catanos se llamaban por la universalidad de las obras en que se ocupaban en las Cortes de los
Príncipes, y por la mejoría entre los otros soldados ordinarios; y estos también se llamaron
Próceres, como se procedían, yendo delante de otros, porque “Catha”, en Griego, quiere decir
“universal”.
Otros muchos nombres hay instituidos a beneplácito de los Príncipes, según diversas
lenguas y provincias; pero esto baste al presente reservando lo demás para el gobierno Político,
del cual se debe hacer especial tratado, por ser materia tan difusa, donde trataremos de los
nombres de las dignidades, según la naturaleza del gobierno, y conforme a las diversas
costumbres de las provincias, de la manera que lo dicen los Filósofos historiadores.
LIBRO CUARTO
CAPÍTULO I. DE LA DIFERENCIA QUE HAY ENTRE EL PRINCIPADO REAL Y EL POLÍTICO,
Y QUE ES DE DOS MANERAS “LOS CONSTITUIRÁS PRÍNCIPES SOBRE TODA LA TIERRA, Y SE
ACORDARAN, SEÑOR, DE TU NOMBRE”
Aunque todo dominio o Principado es instituido por Dios, como se ha declarado en el
precedente libro, con todo eso es diferente el modo que pone en Cristo la Escritura, del que
el Filósofo, y porque acabamos de tratar de la Monarquía de uno solo, como del dominio
del Sumo Pontífice, del Real y del Imperial, y de los que son de la misma naturaleza, ahora
es razón que se trate del dominio de muchos, que generalmente llamamos político, el cual se
nos describe en las dichas palabras de la sagrada Escritura, así en cuanto al modo de dar este
dominio, como en el modo de vivir los que le tuvieren.
Porque el modo de darle, es por vía de elección, que se puede hacer de cualesquiera, y no
por origen de linaje, como es en los Reyes; lo cual significa aquella palabra de institución:
“los constituirás, dice, Príncipes”, y añade: “sobre toda la tierra”; para mostrar que es regla
general en todas partes, en el Principado Político, el hacer los Príncipes por vía de elección;
y porque han de ser virtuosos, dice: “Acordaránse, Señor, de tu nombre”, conviene a saber,
por la consideración de Dios y de sus preceptos, que son a los que gobiernan una derecha
regla de lo que han de hacer. Por lo cual se dice en los Proverbios, que el mandamiento del
Señor es candela, y su ley luz. Y también Valerio Máximo dice de César, que por la divina
providencia eran de él favorecidas las virtudes y castigados los vicios.
En este libro, pues, hemos de tratar este Principado, el cual el Filósofo en el tercer libro
de los Políticos, como mostramos al principio, distingue de esta manera:
Que sí el tal gobierno se administra por pocos y virtuosos, se llama Aristocracia, como
cuando gobernaban en Roma dos Cónsules o un Dictador, después de echados de ellas los
Reyes; pero si se administra por muchos Cónsules, Dictador y Tribunos, según por discurso
de tiempo sucedió en la misma Ciudad, que también después fue administrada por
Senadores, como las historias cuentan, entonces el tal gobierno se llama Policía, de Polis,
que quiere decir muchedumbre o Ciudad; porque este modo de gobierno conviene
propiamente a las Ciudades, como vemos por la mayor parte en Italia, y antiguamente fue
en Atenas, después de la muerte del Rey Codro, como refiere S. Agustín en el libro de la
Ciudad de Dios, porque entonces salieron del gobierno real y eligieron Magistrados, como en
Roma: pero de cualquiera de estos modos que sea, se diferencia del gobierno Real o
Monarquía, y lo mismo sus opuestos, porque lo que es en los unos, es en los otros; y porque
aquellos dos modos de gobierno contienen en sí pluralidad, se pueden llamar entrambos
Políticos, por cuanto son diferentes del Real y del Despótico, como lo toca el Filósofo en el
primero y tercer libros de los Políticos. Y de esto, como hemos dicho, se ha de tratar aquí.
Y lo primero en que difiere este modo de gobierno del real, imperial o monárquico, en
parte se puede conocer en lo que habernos tratado en los primero y tercer libros. Pero
ahora añadiremos la diferencia: porque los gobernadores políticos son estrechados con las
leyes, y no pueden exceder de ellas en la prosecución de la justicia, lo cual no es así en los
Reyes, y en otros Príncipes Monarcas: porque en sus pechos tienen las leyes, para en los casos
que se ofrecen; y la voluntad del Rey es tenida por ley, como enseñan los derechos de las
gentes: lo cual no se halla escrito de los Gobernadores políticos, porque no se atrevían a hacer
cosa fuera de la ley que estaba escrita. De adonde es, que en el primer libro de los Macabeos se
escribe que los Romanos habían hecho un Palacio y que cada día se juntaban en él trescientos
veinte hombres, a consultar las cosas que importaban a la República, para poner por obra lo
que pareciese que convenía. Por lo cual se muestra que el gobierno de los Romanos, después
de echados los Reyes, fue Político hasta la usurpación del imperio, que fue cuando Julio César,
habiendo rendido a sus enemigos, muerto Pompeyo y sus hijos y sujeto el mundo, le tomó
para sí solo en singular dominio y Monarquía, y convirtió la policía en Principado despótico, o
tiránico; porque después de lo dicho, parece que trataba del menosprecio de los Senadores, con
lo cual, provocados los mayores de la Ciudad, le dieron la muerte a puñaladas en el Capitolio,
siendo autores Bruto y Casio, y mucha parte del Senado.
Y se debe advertir, que aunque era uno en tiempo de los Cónsules el que mandaba cada
año, según se escribe en el dicho libro de los Macabeos, y como vemos en nuestras casas en las
Ciudades de Italia, con todo eso el dominio dependía de muchos; y por tanto no se llamaba
Real, sino Político, como fue en los Jueces del pueblo de Israel, que no gobernaban como
Reyes, sino en modo Político, según dijimos al principio.
También se debe considerar que en todas las regiones, sea en Alemania, Sicilia o Francia, las
Ciudades viven en modo político, pero debajo todavía de la potencia del Rey o Emperador, a
quien con ciertas leyes son obligadas.
Hay también otra diferencia, y es, que a los Gobernadores Políticos muchas veces les toman
residencia de si juzgaron bien, o gobernaron conforme a las leyes que se les habían señalado: y
si hacen contra ellas, están sujetos a la pena: y así el mismo Samuel, según se escribe en el
primer libro de los Reyes, por haber juzgado en este modo de gobierno, se expone a esta
sentencia, siendo Saúl levantado por Rey: “Veis aquí, dice, estoy aparejado: hablad de mí
delante del Señor, y de su Cristo”, que aquí se entiende por Saúl, “si tomé el buey a alguno, si
calumnié a alguno, o si oprimí a alguno, o si recibí dádiva de alguno”. Y lo mismo cuentan las
historias de los Cónsules Romanos: y así, siendo acusado Escipión por maliciosos émulos, de
que se había cohechado por dineros, se ausentó de la Ciudad; y de tales acusaciones falsas
nacieron por discurso de tiempo las guerras civiles.
Esto no tiene lugar en los Reyes y Emperadores, sino es que las tierras algunas veces se les
rebelan, si exceden de las leyes del Reino, como sucede muchas veces. Por esta causa en el
Oriente suele ser muy de ordinario trazar la muerte a los Señores, como aconteció al Soldán en
Egipto, y en Persia y en Asiria a los Príncipes de los Tártaros. Y así, porque los Príncipes
muchas veces dan en Tiranos, algunas tierras no tienen por bien, como lo cuenta el Filósofo en
su Política, que los Reyes en sus provincias se perpetúen en sus hijos, esto es, que los hijos de
los Reyes sucedan en el Reino, sino que muerto uno, elige el pueblo al que haya más adornado
de buenas costumbres, como se hizo en algunos Emperadores, y hemos dicho en el precedente
libro, y en Egipto se guarda aun en los modernos tiempos; porque se buscan por diversas
regiones muchachos hermosos, y principalmente en las partes de Aquilón, porque son de
grande estatura, y a propósito para las cosas de la guerra, y éstos, según se dice, los
sustentan del erario público, y los ejercitan en las cosas corporales y en las disciplinas de las
escuelas, y asisten en servicio del Soldán en las cosas de la guerra y de la paz, y en muriendo
él, al que de éstos tienen por mejor eligen por Príncipe, aunque algunas veces se estorba
esto por violencia, o por tiranía, o por fausto de ambición.
Hay también otras diferencias en estos modos de gobierno, en cuanto al tiempo que
duran y otras circunstancias, de las cuales hace mención el Filósofo en el cuarto libro de sus
Políticos: pero bástanos esto y lo que hemos dicho en los segundo y tercer libros.
CAPÍTULO II. AQUÍ SE MUESTRA CÓMO ES NECESARIO QUE HAYA CIUDADES, POR LA
NECESIDAD QUE EL HOMBRE TIENE DE VIVIR EN COMPAÑÍA, EN LO CUAL CONSISTE
PRINCIPALMENTE EL PRINCIPADO POLÍTICO
Y porque el gobierno Político conviene más a las Ciudades (según se ha dicho, porque a
las provincias parece que les pertenece más el de los Reyes, como se halla por la mayor
parte, excepto en Roma, que por Cónsules, Dictadores, Tribunos y Senadores, gobernaba el
mundo, conforme parece en el libro de los Macabeos, y en otras Ciudades de Italia, que
aunque son cabezas de provincia, todavía se gobiernan con modo Político) : por esto
trataremos aquí de la institución de las ciudades, y lo primero mostraremos la necesidad que
hay de que se instituyan, y en qué consiste su comunidad. Lo segundo, cuáles son sus
partes, o de qué géneros de hombres se componen.
La necesidad se muestra, lo primero, considerando las que cada hombre tiene, que le
obligan a vivir en comunidad y compañía de otros, porque, como se lee en el capítulo 13 de
Job, “el hombre nació de mujer, vive breve tiempo lleno de muchas miserias”, esto es, de
muchas necesidades de la vida, en que se manifiesta la miseria. Por lo cual es animal sociable
y político, según su naturaleza, como el Filósofo prueba en el primero de los Políticos; y de
aquí se concluye que la comunidad de una ciudad es necesaria para las faltas de la vida
humana.
Además de esto, la naturaleza provee a los otros animales de ornato y defensa en
naciendo, y así por propia virtud estimativa de la naturaleza se guardan de lo que les es
contrario, y apetecen lo que les conviene, sin que nadie los encamine ni guíe, siendo en ellos
las obras de naturaleza obras de inteligencia, como el Filósofo dice en el segundo libro de
los Físicos; pero en el hombre no es de esta manera, sino que tiene necesidad de quien le
instruya, para elegir las cosas proporcionadas a su naturaleza; y para enseñarlas, nos dan las
amas que nos crían. Y finalmente, los vestidos y coberturas de que se adornan los animales
y las plantas, luego en naciendo, y de que el hombre carece, significan su necesidad, que
para remediarla es necesario recurrir a donde hay multitud de hombres, que es lo que
constituye una ciudad; por lo cual nuestro Señor muestra que en esto los lirios del canino, las
aves del cielo y cosas semejantes son de mejor condición que los hombres, poniendo ejemplo
de la necesidad en el magnífico Rey Salomón, que tan excesivamente tuvo abundancia de todo:
“Mirad, dice, las aves del cielo, que no siembran ni cogen, ni juntan en paneras; considerad los
lirios del campo, que no labran ni tejen”; y luego prosigue: “Dígoos, que ni el Rey Salomón,
con toda su gloria estuvo cubierto como uno de estos”, como que tu viese más necesidad en
cuanto a la comida, vestidos y coberturas que las plantas y los animales.
También la ferocidad de los animales, que es dañosa a los hombres después del pecado de
Adán, nos muestra esto mismo: porque para estar el hombre más seguro de cualquiera cosa
que puede temer, necesaria es la comunidad de los hombres, de que se constituyen las
ciudades, para que cada uno viva más seguro. Y por esto se movió Caín a fundar una ciudad,
como se escribe en el Génesis, de adonde es que también en el Eclesiástico, se dice: “Que el
edificar una ciudad confirma el nombre”, y también además de las necesidades que los
hombres tienen cuando están sanos, hay otras que se padecen en las enfermedades a que cada
día están sujetos, y para curarse a sí solo, no basta un hombre, de la manera que entre los
animales, cuando tienen alguna enfermedad, con los cuales proveyó la naturaleza, para que se
pudiesen curar sin la medicina de los hombres, de que por la estimativa que les fue dada
conociesen algunas hierbas con que se curasen, y todo lo demás que conviene a su salud. Y el
hombre, porque no conoce estas cosas, tiene necesidad de médicos y de medicinas, y de la
ayuda de otros, todo lo cual requiere muchedumbre de hombres, que es lo que hace las
ciudades, y así se sigue lo que vamos diciendo.
De más de que son muchos los casos en que los hombres caen por sucesos no pensados, en
los cuales siempre hallan quien los socorra, viviendo en compañía; de adonde es, que en el
capítulo 4 del Eclesiástico está escrito: “Ay del solo, porque si cayere, no tiene quien le levante,
mas si fueren dos, se favorecerán el uno al otro”. De todo lo cual se concluye, que la fundación
de las ciudades es necesaria para la comunidad de la muchedumbre de gente, sin lo cual el
hombre no puede vivir decentemente. Y esto se dice tanto más de una ciudad que de un
castillo o aldea, cuanto en ella para la suficiencia de la vida humana hay más artes y artífices, de
lo cual se componen las ciudades; porque San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios la define
así: “Que es una muchedumbre de hombres junta con un cierto vínculo de compañía”. Y es de
advertir que arriba en el principio del primer libro probamos que la compañía de los hombres
es necesaria y aquí se prueba lo mismo, pero diferentemente en una parte que en otra, porque
allí es, en cuanto se ordena al Príncipe, y aquí en cuanto las partes de esta muchedumbre son
necesarias las unas a las otras, a cuya causa necesariamente se instituyeron las ciudades y
castillos, en cuanto se ordenan al gobierno Político.
CAPÍTULO III. AQUÍ SE TRATA TAMBIÉN DE QUE LA CONSTITUCIÓN DE LAS CIUDADES ES
NECESARIA, CONSIDERADA DE PARTE DEL ALMA, ASÍ DE PARTE DEL ENTENDIMIENTO
DE PARTE DE LA VOLUNTAD
No solamente se persuade, y es cierto, de parte del cuerpo (esto es, en cuanto a la virtud
sensitiva) que la fundación de las ciudades es necesaria, según naturaleza; sino que también
es manifiesto, considerado de parte del alma racional; y tanto más procura compañía el
hombre en cuanto es hombre, porque es racional, lo cual le viene del entendimiento. En la
parte racional, pues, se distinguen dos potencias y actos, que son el entendimiento y la
voluntad, y en cuanto a la parte intelectiva hay también dos actos: el especulativo y el
práctico, de los cuales trata el gobierno Político. En el práctico se incluyen las virtudes
morales, que se refieren a las obras, y no solamente al saber, según dice el Filósofo en el
segundo libro de las Éticas; y éstas son la templanza, fortaleza, prudencia y justicia, todas las
cuales se enderezan a otros, y así requieren muchedumbre de gente, de que se constituyen
las ciudades.
Y aunque estas virtudes no tienen todas por sujeto el entendimiento, porque la fortaleza
está en lo irascible y la templanza en lo concupiscible, las que pertenecen a la parte sensitiva
participan con todo eso de razón, en cuanto son reguladas por ella; por lo cual la prudencia
es quien las guía; porque esta virtud, según el Filósofo en sus Éticas, es una recta razón de
las cosas que se han de hacer; de más, que la misma sagrada Escritura endereza a lo mismo
las dichas virtudes morales; y así de ellas habla en el libro de la Sabiduría, tratando del
mismo libro, el cual enseña la templanza y la sabiduría, la justicia y la virtud, cosas que
ningunas hay en la vida de los hombres más útiles; y después prosigue del merecimiento de
estas virtudes, diciendo: “Por esta (entiéndese la experiencia de las dichas virtudes), seré
claro con el pueblo, y me honrarán los más graves” ; y otras muchas cosas, que allí se dicen
pertenecientes a la muchedumbre de los hombres.
Y del entendimiento especulativo es manifiesto lo mismo, porque, como quiere
Aristóteles en el segundo libro de sus Éticas, el hombre principalmente hace argumento y
adquiere ciencia por la doctrina, para la cual tiene necesidad de tiempo y experiencia, todo
lo cual mira a la muchedumbre de los hombres, de que se constituyen las ciudades.
Además de esto, dos sentidos son sujetos a disciplina, como dice el Filósofo en el
primero de la Metafísica, que son la vista y el oído, y éste a la multitud se ordena, de adonde
también se sigue lo que vamos diciendo.
Y también el Filósofo al principio del libro de su Metafísica, dice que es propio del sabio
el ordenar las cosas, y el orden requiere multitud, porque, como ya dijimos, dice San
Agustín que el orden es una disposición de las cosas iguales y desiguales, que da a cada uno
lo que le toca, lo cual no puede ser sino entre muchos.
También es argumento de esto, que la misma habla de los hombres, que manifiesta el
corazón, pertenece a la parte intelectiva, como dice el Filósofo, y se endereza a comunicar
con otros. Por lo cual se dice en el Eclesiástico: “¿Qué utilidad hay en la sabiduría, y en el
tesoro que no vemos?”, y lo mismo se puede decir del escribir, que se le endereza a la
muchedumbre, sin lo cual, ni pudiera ser, ni explicarse.
Y considerado de parte de la voluntad, la cual el Filósofo llama potencia racional, se puede
probar esto también, porque en ella misma hay dos virtudes que se ordenan a otros, y
requieren que haya muchedumbre de hombres. La una es la justicia, la cual respecto de la
voluntad define el derecho de las gentes de esta manera: la justicia es una constante y perpetua
voluntad de dar a cada uno lo que es suyo, La cual, ahora sea legal, que se llama dominio justo,
ahora sea distributiva o conmutativa, todas son partes de la justicia, necesarias grandemente en
las ciudades para el gobierno Político, y tanto que no se puede ejecutar sin ellas, como el
Filósofo en el libro quinto de las Éticas, ni aun conservarse las mismas Repúblicas. De donde
se concluye que la fundación de las ciudades es necesaria respecto de esta virtud.
La segunda que hay en la voluntad, que se refiere a la muchedumbre, es la amistad, que
principalmente requiere el vivir muchos juntos, porque a solas no puede haber esta virtud, de
la cual dice el Filósofo en el octavo de las Éticas que es grandemente necesaria en la vida
humana, porque nadie habrá que elija el vivir sin amigos. Por lo cual el mismo Aristóteles
cuenta las utilidades de esta virtud, para probar que es necesaria, pero siempre respecto de la
multitud.
Lo primero en los infortunios, porque en ellos se acude a los amigos, los cuales
principalmente tienen necesidad de tener los que poseen riquezas, y los que tienen los
Principados, como dice el mismo Filósofo. Los mozos tienen amigos, para que los aparten de
sus concupiscencias, y los viejos para que les hagan compañía; y por este camino es en todos
los géneros de hombres que hay. De todo lo cual se colige que el vivir juntos los hombres es
necesario conforme a naturaleza, y por consiguiente lo es la fundación de las ciudades; adonde,
si entre todos durare la amistad, y se sustentare la concordia, se causa una cierta armonía y
suavidad de alma, como San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios dice de los altos, humildes
y medianos estados, de que se compone una ciudad. Por lo cual el Profeta dice: “Advertid,
cuán bueno y cuán fecundo es habitar los hermanos juntos”. Y también el mismo San Agustín
pone en el dicho libro dos ciudades, según dos diferentes amores.
Y además de todo lo dicho, hay otra razón para mostrar que es necesario el vivir los
hombres juntos, y es el apetito que tienen de comunicar sus obras a otros, de manera que a
este apetito le sería molesto hacer ninguna cosa de virtud sin la compañía de otros hombres.
De donde es que dice Tulio en el libro de la amistad que la naturaleza ninguna cosa solitaria
ama; porque, según pienso, es cierto lo que oí a los pasados, que solía decir Archita Tarentino:
Que si alguno subiese al cielo, y viese la naturaleza del mundo, y la hermosura de las estrellas, si
fuese sin amigos y compañeros, no le sería suave aquella admiración. Y las mismas riquezas no
resplandecen si no se esparcen entre muchos, como dice Boecio. De manera que parece que el
hombre tiene necesidad de vivir entre muchos, considerado así por la parte del cuerpo
sensitiva, como de parte de la naturaleza racional. Por lo cual naturalmente es necesaria la
fundación de las ciudades. De donde es que el Filósofo en el primer libro de los Políticos dice
que en todos los hombres hay una natural inclinación a este modo de vivir juntos en las
ciudades. Y aunque los que primero las fundaron, según dice la Escritura, fueron hombres
malos, como Caín, fratricida, y Nembrot, opresor de los hombres, el cual edificó a
Babilonia, y Asur que edificó a Nínive, a quien Nembrot puso en huida, según se escribe en
el Génesis; con todo eso se movieron a ello por estas comodidades de los hombres,
encaminándolo a la utilidad de su dominio, que para conservarle era necesario que los
hombres viviesen juntos.
CAPITULO IV. DE EN QUÉ CONSISTE LA COMUNIDAD DE LAS CIUDADES, DONDE DE
ARISTÓTELES SE REFIERE LA OPINIÓN DE SÓCRATES Y LA DE PLATÓN, LA CUAL DECLARA
AQUÍ EL SANTO
Visto que es necesaria la fundación de las ciudades para que los hombres vivan en
comunidad, ahora se ha de procurar saber en qué consiste esta comunidad, acerca de lo cual
diversos Filósofos y Sabios constituyeron diversos modos de gobierno Político en esta
comunidad, como el Filósofo refiere en su Política; y en el segundo libro de los Políticos pone
lo primero la opinión de Sócrates y de Platón, que quisieron que en su República todas las
cosas fuesen comunes, así las riquezas como las mujeres y los hijos, movidos del bien de la
unión en la comunidad, por la cual la República se aumenta y crece. Y más, que como el
bien de suyo sea comunicativo y difusivo, cuanto una cosa es más para todos, tanto más
parece que tiene de bondad. Luego el comunicarse las cosas más tiene de virtud y de
bondad.
Fuera de esto, el amor es una virtud que causa unión, como dice Dionisio; pues adonde
hay mayor causa de unión, allí está más la virtud del amor, que constituye y conserva las
ciudades, como dice San Agustín, y como ya hemos dicho. De manera que al ser comunes
todas las cosas, así las riquezas como las mujeres y los hijos, tienen en sí causa de mayor
bondad.
Estas razones y otras muchas son las que el Filósofo refiere acerca de la opinión de
Sócrates y de Platón, que, aunque no son por las mismas palabras, no discuerdan en el
sentido.
Y si atendemos a la calidad de los dichos filósofos, que fueron hombres más dados a las
virtudes que ninguno de los demás filósofos, porque en solas ellas ponían el bien de los
hombres, no parece creíble que ellos quisiesen que en una ciudad fuesen en las cosas
comunes de la manera que se lo impone Aristóteles en el libro dicho; porque parece cosa
más bestial que humana ser las mujeres comunes en el mezclar sus cuerpos, por lo cual la
sagrada Escritura aparta la madre de los hijos, y las hijas del padre, y junta el varón a su
mujer, y aparta a uno solo con una sola mujer el matrimonio en el primero precepto del
hombre, y así dice en el Génesis: “Por lo cual dejará el hombre a su padre y a su madre, y se
juntará a su mujer, y serán dos en una carne; y no dice que muchos; pero en cuanto a los hijos
es imposible, porque en el acto de la generación no concurren dos simientes, sino una sola, de
parte del varón; y así los animales conocen los hijos mientras dura el tiempo en que tienen
necesidad de que los alimenten, y particularmente se ve en los pollos de las aves antes que
puedan volar. Pues que digamos que los dichos filósofos fueron menos compuestos que los
animales, es absurdo, porque toda su filosofía la enderezaron a componer y corregir las
costumbres, como San Agustín lo dice de Sócrates en el libro octavo de la Ciudad de Dios, en
cuya doctrina sucedió felicísimamente Platón, su discípulo, el cual, como fuese el más sabio de
todos los de su tiempo, y le buscasen a porfía los mancebos estudiosos, viniendo de Atenas a
Egipto, enseñó a los Sacerdotes de aquella gente a observar los varios números de la
Geometría, y la razón de las cosas celestiales, y pasando a Italia fue de Archita y de Arión
instruido en los preceptos de Pitágoras; y así atribuir tal modo de policía a tales y tan grandes
varones, no puede dejar de causar admiración.
Pero aun los mismos comentadores de Aristóteles le atribuyen esto de no haber referido
cumplidamente las opiniones de los otros filósofos, principalmente las de Sócrates y Platón,
como lo dice Eustracio sobre el primer libro de las Éticas, en lo de la idea de la bondad, y más
claramente al fin del primer libro Acerca del Cielo, en lo de la generación del mundo.
Y san Agustín en el lib. 9 de la Ciudad de Dios refiere esto mismo de las opiniones de los
Estoicos, acerca de las pasiones del alma, diciendo que algunos atribuyen a los Estoicos, cuyo
principio fue Sócrates, cosas que no podían caber en hombres sabios, como Aristóteles
impone al dicho filósofo en el libro segundo de las Éticas. Y el mismo San Agustín lo refiere
por falso en sentencia de Aulo Gelio en sus Noches Áticas.
Pero todas estas cosas se han de entender del afecto y amor por que los dichos filósofos,
como hombres virtuosos, lo procuraban con todo cuidado, porque esta virtud se nos encarga
para que tratemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos: “Amarás a tu prójimo como
a ti mismo”, dice el Salvador. Y como los dichos filósofos acostumbraban hablar debajo de
ciertas metáforas, queriendo persuadir a los ciudadanos el amor entre sí, como cosa con que las
ciudades se aumentan, dijeron que los hijos y las mujeres habían de ser comunes en cuanto era
al amarse unos a otros. Mas en cuanto a las haciendas, necesario es que se comuniquen; porque
“si alguno viere a su hermano con necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo estará en él el
amor de Dios”, lo cual fue precepto de los Estoicos, que menospreciaban las riquezas, como
de Sócrates refiere San Jerónimo.
Y de esto se saca la respuesta a lo que se opone; porque la unión y el amor tienen sus grados
en las cosas inferiores, porque más perfecta es la unión en un cuerpo, que tiene alma, si la
virtud de ella se difunde en diversos miembros, para diversas operaciones, unidas en la
sustancia de un alma, como se ve tanto en los animales perfectos como en los cuerpos
animados, que tienen sólo el sentido del tacto, como son los gusanos y algunos animales que
Aristóteles llama en el segundo libro de Acerca del Alma animales imperfectos.
Por lo cual el Apóstol compara el cuerpo místico, que es la Iglesia, a un verdadero cuerpo
natural, en el cual hay diversos miembros, con diversas potencias y virtudes radicadas en un
principio, que es el alma; de adonde es que el mismo Apóstol reprueba la otra unión
diferente de ésta, en la primera Carta a los Corintios, diciendo: “Si todo el cuerpo fuese
ojos, ¿dónde estaría el oído?; y si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato?, como dando a
entender que en cualquiera congregación, como principalmente lo es una ciudad, es
necesario que haya distintos grados en los ciudadanos, en cuanto a las casas y familias, en
cuanto a las artes y oficios; pero todo unido con el vínculo de la compañía, que es el amor
que los ciudadanos se han de tener unos a otros, como ya dijimos, y de que también habla el
Apóstol; porque escribiendo a los Colosenses, y habiendo contado algunas obras virtuosas a
que los ciudadanos están obligados entre sí, dice luego: “Y sobre todas estas cosas, teniendo
caridad, que es el vínculo de la perfección y paz de Cristo, alegre vuestros corazones, en la
cual fuisteis llamados en un cuerpo”, conviene a saber, distinto en miembros, según los
estados de los ciudadanos, y esta diversidad de artes y de oficios, cuanto más se multiplicare
en una ciudad, tanto será más famosa, porque hallarán en ella mejor las cosas necesarias
para la vida humana; para lo cual es necesaria la fundación de las ciudades, y si por dicha se
alegare que entre los Discípulos de Cristo todas las cosas eran comunes, no hace esto ley
común, porque su estado excedió todos los otros modos de vivir, y su policía no se
ordenaba a tener mujer e hijos, sino a ser ciudadanos del cielo, adonde no se casan, sino que
serán como Ángeles de Dios; pero en cuanto a los bienes que tenían, eran comunes, lo cual
sólo es de los perfectos, como el Señor en su Evangelio dice: “Si quieres ser perfecto, ve y
vende todo lo que tienes, y ven a seguirme”. Esto hicieron los Socráticos y Platónicos,
como menospreciadores de las cosas temporales, según de Plotino escribe Mercurio
Trismegisto, y Macrobio sobre el sueño de Escipión.
Entre los demás ciudadanos de ordinario estado, conviene tener las posesiones divididas,
para evitar los litigios, como se escribe de Abraham y de Loth en el Génesis; porque, como
hubiese diferencia entre sus pastores sobre el pasto de los ganados, dijo Abraham a Loth:
“No haya, te ruego, entre nosotros, pesadumbre, ni entre tus pastores y los míos: hermanos
somos, y toda la tierra tienes delante: si quieres tomar a la siniestra parte, yo me tendré a la
derecha, y si eligieres la diestra, yo iré por la siniestra”. En lo cual vemos, conviene que
tengan partidas las haciendas; con lo cual habernos respondido a las opiniones contrarias.
CAPÍTULO V. DE LA OPINIÓN DE SÓCRATES Y PLATÓN, ACERCA DE OCUPAR LAS
MUJERES EN LAS COSAS DE LA GUERRA
Pero, volviendo al modo de policía de los dichos filósofos, les atribuye otras cosas
Aristóteles en el mismo libro que alegamos; porque dice que querían que las mujeres fuesen
industriadas para la guerra, para lo cual hace argumento según ellos, de que vemos que entre
las aves de rapiña las hembras son más feroces, y que pelean con más eficacia, y que lo
mismo es en las bestias, como principalmente se ve en los animales feroces.
Y que además de esto el ejercicio les importaría a las mujeres para la virtud y fortaleza
corporal, como se ve en las esclavas y en las mujeres de las aldeas, que son más fuertes y más
sanas, porque es propio de la virtud hacer bueno a quien la tiene, y que sus obras lo sean;
luego, si con los ejercicios y cosas de la guerra se aumenta la virtud corporal y la fuerza de las
mujeres, justamente parece que les compete el ocuparse en ella.
Y también favorece a esta opinión el proporcionarse con esto las calidades primarias, como
son el calor y la humedad, la frialdad y la sequedad, las cuales reducidas a un medio fortifican
en su virtud el sujeto en que están mezcladas, y así vemos en la leña verde, que consumiéndose
la humedad, y reduciéndose a un medio, arde más fuertemente: y lo mismo vemos en las aves
de rapiña, que las hembras por razón del movimiento son de más fuerte naturaleza, y de
mayores cuerpos. Por tanto, como en las mujeres es mayor la humedad, como también lo es en
los muchachos, consúmese con el movimiento y ejercicio, y viene a templarse y recibir más
fuerzas. Lo cual se confirma con el Reino de las Amazonas, que fue fortísimo en el Oriente, y
sujetaron toda el Asia, que es la tercera parte de la tierra, las cuales tuvieron origen de la Escicia
Oriental, como cuentan las historias, y así entre los Escitas, de los cuales descendieron los
Tártaros, las mujeres se ocupaban en la guerra, y militaban juntamente con sus maridos.
De todo lo cual, movidos por ventura, aquellos filósofos en el formar su gobierno político,
a ningún hombre en sus ejércitos ponían. Así que bien se dijeron que las mujeres se habían de
ocupar en las cosas de la guerra.
Pero contra esto hay fuertes razones, a las cuales es difícil el responder. La una es de
Aristóteles en el segundo libro de los Políticos, porque no es una misma la razón entre los
animales y los hombres, porque los animales no se sujetan al dominio económico, y el hombre
sólo es el que trata del gobierno de la familia, lo cual no podía ser donde las mujeres se
ocupasen en las armas, porque, así como en el gobierno Político son los oficios distintos, así
también lo son en el económico, de manera que el padre de familias trata de los negocios de
fuera, y las mujeres de las cosas de dentro de casa; para lo cual podemos hacer argumento de la
República Romana, que según dicen las historias, tenía dos Cónsules, uno trataba de las cosas
de la guerra, y otro gobernaba la República. Y lo mismo se escribe de las Amazonas, en cuyo
Reino o Monarquía había dos Reinos o Monarcas, que se distinguían en los oficios, como se ha
dicho de los Romanos.
La segunda razón se saca de la ineptitud de los miembros de las mujeres para la pelea; y así
el Filósofo pone diferencia en las obras de los animales entre las hembras y los machos, porque
los varones tienen las partes superiores más gruesas, los brazos, las manos, los nervios y las
venas: de lo cual se causa tener la voz más gruesa. Y las caderas y partes circunstantes son en
ellos más delgadas, y en las mujeres al contrario, y esto fue para que fuesen más aptas para el
acto de la generación, y también los pechos para la crianza de los hijos, lo cual todo es
impedimento para haber de pelear; y así se escribe de las Amazonas, cuando niñas se cortaban
los pechos derechos, y les estrujaban los izquierdos, para que no las impidiesen en el tirar el
arco.
La tercera razón se toma de la disposición del alma, porque dice el Filósofo, tratando de
las obras de los animales, que la mujer es varón ocasionado: de adonde es que así como
tiene falta en la complexión, la tenga también de razón. Y así por la falta de calor y de
complexión, se espantan fácilmente y son temerosas de la muerte. Lo cual se debe huir
grandemente en las cosas de la guerra, con que por la mayor parte se suelen vencer las
batallas, como Vegecio dice en el libro de las cosas militares. De adonde es que las historias
cuentan que Alejandro venció a las Amazonas con ciertas astucias y blanduras, más que con
fortaleza en el guerrear, cuyo Reino en tiempo del mismo Alejandro era potentísimo.
La cuarta razón es el peligroso comercio de los hombres con las mujeres, porque el acto
venéreo corrompe los discursos de prudencia, como el Filósofo dice en el séptimo de las
Éticas, que en aquel tiempo es imposible que haya acción del entendimiento, y es cosa con
que el ánimo viril se enflaquece; y así cuentan las historias de Julio César, que habiendo de
comenzarse la guerra, mandó que todas las delicias fuesen quitadas del Real, y
principalmente las mujeres. Y Ciro, Rey de los Persas, no pudiendo vencer a los Lidos,
porque eran fortísimos y acostumbrados al trabajo, finalmente con el uso de las mujeres y
con las fiestas que entre ellos se instituyeron, enflaqueció su virtud y fortaleza y los vino a
sujetar. Y además de esto escribe Vegecio de los antiguos Romanos estas palabras: “Por
tanto fueron perfectos en la guerra, porque de ningunos deleites ni delicias se dejaban
vencer”. ¿Y qué más se puede decir?, que los caballos más fuertes, que en otras ocasiones
son audacísimos para acometer, y adivinan la guerra desde lejos, con la presencia de las
yeguas se apartan de la batalla; y por esta causa las mismas Amazonas no traían muestra
cómo las mujeres deben ser excluidas de las cosas de la guerra.
CAPÍTULO VI. PRUÉBASE QUE NO ES CONVENIENTE QUE LAS MUJERES TRATEN DE LA
GUERRA; Y RESPONDE A LOS ARGUMENTOS QUE PRUEBAN LO CONTRARIO
Más, porque el motivo de los dichos filósofos tiene probabilidad, como parece de sus
argumentos, se debe dar solución a sus razones, y tratarlas con reverencia.
Y en cuanto al ejemplo que se pone de las aves de rapiña y de algunas bestias, que entre
ellas son las hembras más atrevidas y más fuertes para pelear y para tomar la presa, y que
será lo mismo en las mujeres, se responde que no es lo mismo en ellas que en las aves y en
las bestias. Porque, como se ha dicho, el hombre naturalmente es dispuesto para el modo de
vivir civil y canónico, y las obras de las mujeres son más propias del gobierno de la familia
en la crianza de los hijos, en guardar la honestidad de su casa, y en la provisión de los
mantenimientos, lo cual no podrían hacer si atendiesen a las cosas de la guerra; y por esto la
naturaleza formó las mujeres de modo que las quitó la ocasión de tratar de ellas.
Porque, como quiere el Filósofo en el libro de los animales, las mujeres tienen el cuerpo
más débil que los hombres, y tienen menos calor; y solamente vemos que 'tienen más
gruesos los miembros que se ordenan al acto de la generación y al traer y criar los hijos, como
el vientre y las caderas y los pechos; y todos los demás miembros son en ellas más delicados y
débiles que en los hombres, menos nerviosos aquellos en que consiste la fuerza, como son los
pies y las piernas, las manos y los brazos; y asimismo los demás, en que se funda la fortaleza,
como ya hemos dicho.
Y en cuanto a lo que dicen que la fuerza se aumenta en las mujeres con el ejercicio, es
cierto; pero a lo que dicen que por esto les toca el pelear, se puede responder que la fuerza sola
no basta para vencer en la guerra, como Vegecio escribe en el libro de las cosas militares, sino
que también es menester astucia en el gobernar, de la cual carecen las mujeres. Porque una
muchedumbre de gente ruda e indocta siempre está expuesta a la muerte, y por esto la
pequeñez del cuerpo de los Romanos prevaleció contra la grandeza de los Alemanes, como en
el mismo libro se escribe.
Además de que las mujeres no se deben ocupar en obras con que se aparten de ser
virtuosas, lo cual sucedería si se ocupasen en la guerra, por el incentivo de la lujuria que en ellas
hay, ya respecto de sí mismas, ya por la conversación de los hombres; y así la naturaleza dio a
las mujeres muchas cosas, que les sirviesen de freno, como es la vergüenza, que es lo que
principalmente las detiene, como San Jerónimo escribe a Celancia Virgen, y los vestidos largos,
los anillos en los dedos, y la sujeción a los hombres. Y así dice la Sagrada Escritura: “Por lo
cual estará debajo de la potestad del varón”; y al emplearse en las cosas de la guerra, alcanza
libertad. Por lo cual los derechos de las gentes conceden especiales preeminencias de
privilegios a los soldados.
Y en cuanto a la tercera objeción del lugar que tiene la fuerza en las cosas de la guerra, si
sola la fuerza fuera causa de las victorias, también la naturaleza hubiera dado a las mujeres
miembros a propósito para pelear, como a los hombres, lo contrario de lo cual es claro, como
se ha probado; y por tanto son naturales en las mujeres las obras pasivas, y no las activas, y el
pelear es una suma acción de fortaleza, que si se ejercita loablemente, sola basta para merecer
corona. Y así decimos que las mujeres no se han de ocupar en las cosas de la guerra, sino
estarse quietas en sus casas teniendo cuidado de las cosas de ellas, como ya queda dicho. Por lo
cual Salomón en el fin de los Proverbios alaba la fortaleza de las mujeres, componiendo de ella
un cántico particular por las letras del abecedario Hebreo, refiriéndolo todo a las acciones de
casa. “¿Quién, dice, hallará una mujer fuerte? No hay precio con que se pague”, como que
deba ser muy reverenciada, si tiene lo que él dice adelante, donde pone lo primero el arte de
hilar. “Procuró, dice, lana y lino, y labrólo con la traza de sus manos”, queriendo en esto
mostrar que éste es su propio oficio. Y así se escribe en los hechos de Carlo Magno, que a sus
hijas, a quienes amaba íntimamente, mandó ocupar en el huso y en la rueca, y que fuesen
granjeras y hacendosas.
Y más adelante Salomón pone otras obras de las mujeres, que se refieren al cuidado de su
casa, como es tenerle de sus hijos, dar lo necesario a los criados, proveer su casa, honrar a los
amigos de su marido, y suplirle sus defectos, que son propias obras de la mujer casada, y
pertenecientes al bien del matrimonio; como se escribe de Abigail, mujer de Nabal Carmelo,
según parece en el primer libro de los Reyes; mas porque este cuidado tiene muchas
perturbaciones, como dice el Señor por San Lucas: “Marta, Marta solícita estás, y te turbas
en diversas cosas”; porque tales obras son el objeto de la fortaleza, por eso el dicho sabio
llama a la mujer, de que habla, fuerte, no por la fortaleza para las obras de la guerra, sino
para gobernar con paciencia su familia, según hemos mostrado.
CAPÍTULO VII. REFIERE OTRA OPINIÓN DE LOS DICHOS FILÓSOFOS, EN CUANTO AL
PRINCIPADO, QUE QUERÍAN QUE FUESE PERPETUO; ACERCA DE LO CUAL SE DISPUTA POR
ENTRE AMBAS PARTES
Querían también los dichos filósofos, según Aristóteles en el segundo libro de sus
Políticos, otra condición en su gobierno, la cual era que hubiese Magistrados para él, según
la costumbre de la región Ática, de que fue cabeza Atenas, después de la muerte del Rey
Codro, a los cuales Magistrados llamaban los Romanos Senadores.
Estos quisieron aquellos filósofos que fuesen perpetuos, y todos los demás oficiales que
gobernasen en su República, cuyo motivo fue la imitación de la naturaleza, según lo dice de
ellos Aristóteles; porque vemos en la tierra que sus partes están siempre y producen de una
manera, como parece en los minerales, porque los del oro siempre en aquella parte
engendran oro, y los de plata, plata. De donde es que en el capítulo veintiocho de Job, se
dice: “La plata tiene principio en las venas, y el oro tiene su lugar donde se fragua”; y de este
principio sacan una conclusión de esta manera: que si el lugar del oro y de la plata nunca se
mudan para serlo del plomo o del hierro, ni el del plomo o del hierro para serlo del oro o de
la plata, así también debe ser en los Principados, y que sus Príncipes y ministros no se deben
mudar para venir después a ser súbditos, y para que los que fueren súbditos vengan a ser
Príncipes y ministros, porque el arte imita en cuanto puede a la naturaleza.
También, para probar esto se hace otro argumento: porque, como el Filósofo dice en el
principio de su Metafísica, la experiencia hace el arte y la inexperiencia el caso; y Vegecio, en
el libro de las cosas militares dice que la ciencia de las cosas de la guerra sustenta el
atrevimiento; porque nadie teme el hacer las cosas que sabe que tiene bien aprendidas. De
lo cual se arguye que habiendo mudanza de Gobernadores, Príncipes o Magistrados, algunas
veces se eligen los que no tienen experiencia, de lo cual suceden muchos yerros en el
gobierno. Y finalmente, que estas mudanzas son muy contrarías a él, como se ha dicho en el
segundo libro, porque se da ocasión a los súbditos para no obedecer con la esperanza de
salir brevemente de la mano del que es Príncipe; y porque también la tienen de venir a
alcanzar el mismo Principado; y así el motivo de los dichos filósofos, Sócrates y Platón,
parece que conforma con la razón.
Pero los Sabios de la Ciudad y República Romana tuvieron contrario parecer; porque
después de haber echado los Reyes instituyeron los Cónsules, y así se escribe en el primer
libro de los Macabeos, entre otras cosas dignas de alabanzas de los Romanos, que cometían su
Magistrado a un hombre cada año, y que señoreaba toda la tierra que poseían, y que todos
obedecían a uno. Y la causa de esto dan las historias, y era para que si alguno siendo Cónsul
fuese insolente, no durase mucho en su oficio, y le sucediese otro que fuese más moderado; y
esta causa da también el Filósofo en el segundo libro de los Políticos, porque el mudar algunas
veces los Principados, Dignidades y Magistrados, y distribuirlos en personas idóneas, es causa
de mayor paz en cualquier ciudad y en cualquiera parte adonde el gobierno es Político.
Otra causa se da fundada en un principio del Filósofo en el quinto de las Éticas, adonde dice
que el Magistrado descubre quién es el hombre que le tiene, porque acontece algunas veces que
la persona que se levanta a alguna dignidad es hombre virtuoso en su estado, y que después
que alcanza el del Principado se eleva en soberbia, y tiraniza, como sucedió en Saúl, de quien se
dice en el primer libro de los Reyes que cuando fue levantado por Rey no había mejor hombre
entre los hijos de Israel , y solos dos años permaneció en su bondad, y después que se hizo
Tirano e inobediente a Dios se le dijo por Samuel: “Porque menospreciaste la palabra de Dios,
y no obedeciste su voz, el Señor te desecha, para que no seas Rey”.
Además de esto en la naturaleza del hombre hay sus grados en cuanto a las virtudes y
gracias, porque unos son dispuestos a ser sujetos, y valen poco para gobernar, y otros son al
contrario; y así, conforme a esta opinión, que uno siendo súbdito es bueno, y puesto en el
gobierno suele ser mayor, y si se perpetuase en el Principado sería causa de muchos males en la
ciudad, por tanto es conveniente el mudar los que gobiernan.
Y, finalmente, en el hombre está asentado el apetito del honor, de manera que dice Valerio
Máximo que no hay humildad tal, que no se mueva de su dulzura. De lo cual también se sigue
el no sufrir superior; y por tanto dar el principado a uno solo es causa de sediciones entre la
gente de una República; y también Aristóteles da esta razón en el segundo libro de los Políticos,
adonde se dice que Sócrates siempre quiere que sean unos mismos los que gobiernen, lo cual
es causa de sedición para los que no tienen alguna dignidad, porque viéndose carecer de ellas
acontece que, siendo hombres varoniles y animosos, procuran con todas veras que haya
discordias entre los ciudadanos. Y así Valerio Máximo en el libro décimo refiere de Fabio
Máximo, Capitán de los Romanos, de quien hablamos arriba, que como hubiese sido Cónsul
muchas veces, y por largo tiempo se hubiese continuado esta dignidad por sucesión en su
linaje, procuró con el pueblo que dejase a los Fabios algún tiempo sin darles este honor.
Así que es loable el gobierno Político en que conforme a sus méritos se distribuyen las
honras entre todos los ciudadanos, como hicieron los Romanos antiguos, lo cual también alaba
más el Filósofo.
CAPÍTULO VIII. AQUÍ SE DECLARA SER MEJOR EN EL GOBIERNO POLÍTICO NO PERPETUAR
LOS HOMBRES EN EL GOBIERNO, Y RESPONDE A LAS RAZONES EN CONTRARIO, ADONDE
TAMBIÉN DICE QUE NO HABÍA EN SU TIEMPO DOMINIO EN LOMBARDÍA QUE NO FUESE POR VÍA
DE TIRANÍA, EXCEPTO EL DUQUE DE VENECIA
Pero lo que dicen de los minerales los dichos filósofos que tienen la opinión contraria,
no tiene semejanza o necesidad de argumento, porque los minerales de oro o de plata, o de
otro cualquiera metal, reciben de los cuerpos celestiales impresión que se endereza a una
cosa sola, por donde como las higueras siempre producen higos, y no otro fruto, porque
tienen en sí mismas unos mismos principios, siempre mediante la influencia celestial; así una
misma parte de tierra está dispuesta de tal manera que sea mineral de oro, siempre da oro.
Pero no es de esta suerte la voluntad del hombre, que no está sujeta a las estrellas, como
prueba Tolomeo en el Centilogio, porque es mudable. Por lo cual el Filósofo en las Éticas,
dice: Que las acciones del hombre son de materia contingente, y que por esto varían de bien
a mal, y de mal a bien; y por tanto la perpetuidad del gobierno es peligrosa. Y en lo que
dicen de la experiencia, debe suponerse por su parte que elijan al que es experimentado, que
pueda y sepa gobernar y encaminar los ciudadanos a la virtud; pero si por precio o por amor
se eligiese uno que no fuese suficiente, entonces ya se corrompería el gobierno Político,
porque la forma de la elección la da a Moisés Jetró, su suegro, como se escribe en el Éxodo;
el cual hablando de los Príncipes y Asesores del pueblo, dice: “Provee varones poderosos de
todo el pueblo, que sean hombres de verdad y aborrezcan la avaricia, y de los tales
constituye Tribunos, Centuriones, Quinquagenarios y Decanos que juzguen el pueblo”. Y el
Filósofo también en el quinto de las Éticas dice que no permitimos a otro ser Príncipe en
cuanto solamente es naturaleza humana, sino a aquel que es perfecto según la razón; porque
siendo de otra manera el que alcanza el Principado, se adjudica más de lo que le toca, y se
hace Tirano. Y en cuanto a lo que dicen, que tiene menos fuerza el gobierno si el
Principado se muda, se debe atender, como tocamos en el segundo libro, que son los
hombres diferentes en unas tierras que en otras, en cuanto a la complexión y modo de vivir,
como las demás cosas vivientes, según son los climas del cielo, como prueba Tolomeo en el
Cuadripartito; porque las plantas, si se mudan de una tierra a otra, se mudan en la naturaleza
de la misma tierra y lo mismo los peces y los animales.
Y como es en los demás vivientes, sucede también en los hombres. Porque los Franceses
que se han pasado a Sicilia se aplican a la naturaleza de los Sicilianos, lo cual parece porque,
como cuentan las historias, tres veces ha sido señoreada esta isla de los Franceses. La
primera en tiempo de Carlo Magno. La segunda trescientos años después, en tiempo de
Roberto Guiscardo. Y la tercera en nuestros tiempos por el Rey Carlos; y éstos, que han
pasado a esta isla, se hicieron a la naturaleza de la tierra. Lo cual supuesto, se ha de entender
que el modo de gobierno y señorío se ha de ordenar conforme a la disposición de la gente,
como lo dice el mismo Filósofo en sus Políticos, porque algunas provincias son de naturaleza
servil, y éstas se deben gobernar con Principado Despótico, incluyendo también en el
Despótico el Real. Pero los que son de ánimo varonil por el atrevimiento de sus corazones y
por la confianza de sus entendimientos, los tales no pueden ser gobernados sino con
gobierno Político, extendiéndolo con nombre general a la Aristocracia; el cual dominio se
usa mucho en Italia, por haber sido siempre más difíciles de sujetar por las causas dichas.
Por lo cual, si se quisiese reducir al Principado Despótico, no podría ser si no es que los
señores tiranizasen. Por lo cual las islas adyacentes a Italia, que tuvieron Reyes, como fueron
Sicilia, Cerdeña y Córcega, siempre los tuvieron Tiranos. En las partes de Liguria, Emilia y en
Flaminía, que hoy se llama Lombardía, ninguno puede tener Principado perpetuo, si no es por
vía tiránica, excepto el Duque de Venecia, que con todo eso tiene un gobierno templado, y así
se llevan mejor en estas provincias los Principados que son por tiempo limitado. Y en lo que se
dice que esto hace el gobierno Político de menos poder, no es cierto si los que se eligen son
idóneos, y si no lo son, como se ha dicho, se desordena este modo de gobierno.
Aristóteles en el cuarto de sus Políticos dice que son idóneos para este Principado, los que
son de mediano estado en la ciudad, y que no han de ser los más poderosos, porque fácilmente
la tiranizan; ni los de humilde condición, porque luego dan en la democracia o gobierno
popular, porque viéndose en alto estado no se acuerdan de lo que eran, y como quien no sabe
del gobierno, dan en piélagos de errores, o por tener poco cuidado de los súbditos, o por el
presuntuoso atrevimiento de cargar las haciendas ajenas, de adonde el gobierno Político se
descompone y se inquieta. Así que se han de elegir a veces unos y a veces otros para regir en el
modo de gobierno Político, ahora se llamen Cónsules, ahora Magistrados o con otro cualquiera
nombre, como sean idóneos.
Además de que en esto no hay peligro, porque juzgan por las leyes que se les dan, a que
están atados con juramento. Por lo cual el castigar éstos los súbditos no es materia de
escándalo, porque ellos mismos hicieron aquellas leyes; ni tampoco hace de menos poder el
dominio si castiga con blandura, conforme al natural de la gente sujeta; porque algunas veces
en las tales regiones se conserva mejor el modo del gobierno Político disimulando la culpa, o
perdonando la pena, en lo cual parece que tiene lugar la virtud Epiqueya, de que habla el
Filósofo en el quinto de las Éticas, la cual disminuye el rigor justo de las leyes. Y en este modo
de gobierno también se ha de atender a las reglas de aquel sumo pastor, el bienaventurado San
Gregorio, en el Registro y Pastoral, adonde pone el modo de corrección, según el estado y
calidades de las personas.
CAPÍTULO IX. AQUÍ DISPUTA SI HAN DE SER LAS POSESIONES COMUNES, PORQUE CIERTO
FILÓSOFO LLAMADO FELEAS, DIJO QUE SE HABÍAN DE PARTIR IGUALMENTE, LO CUAL ES
FALSO, Y QUE ASÍ LO SINTIÓ LICURGO
Y porque las opiniones de estos filósofos que referimos trataban de que habían de ser las
posesiones comunes, será bien decir de otros que en su gobierno Político trataron de esto
mismo.
Dos filósofos hubo que, visto que las distinciones se causaban en las ciudades de que unos
tenían abundancia y otros necesidad, quisieron en su gobierno Político que las posesiones se
partiesen igualmente entre sus ciudadanos. El uno de estos fue Feleas Calcedonio, del cual
habla el Filósofo en el segundo de los Políticos. El otro fue Licurgo, hijo de un Rey de los
Espartanos, el cual, como dice Justino, les dio leyes para que siendo iguales las posesiones,
no fuese ninguno más poderoso que otro; y el modo que quería tener Feleas en esto le
cuenta el Filósofo: y era que esta división se había de hacer cuando se fundase la ciudad
teniendo atención a los términos de los campos y al número de los ciudadanos, y no
haciéndose entonces, lo juzgaba por dificultoso; y para que esto, después de hecho, se
conservase, ordenaba que los matrimonios fuesen de los de mayor estado con los de menor,
y con esto se excusaban los pleitos, se evitaban las injurias, y se quitaba la materia de
arrogancias y de ensoberbecerse.
Y también les movía de este parecer el ejemplo de otras ciudades; porque adonde hay
desigualdad en los bienes temporales, muy de ordinario hay descomposiciones, porque allí
hay ocasión de envidias y de allí nace la codicia, que, según dice el Apóstol, es raíz de todos
los males; y aun el mismo Licurgo, por esta causa, en las leyes que dio a los Lacedemonios,
para que se conservase su gobierno Político, les quitó las riquezas artificiales, vedando que
hubiese dinero en los trueques de las cosas, sino que las trocasen unas por otras.
Pero el Filósofo reprueba esta doctrina, mostrando ser imposible igualar las cosas, como
estos Filósofos quieren, y que por consiguiente era contra razón.
Lo primero se prueba, considerado de parte de la misma naturaleza humana, porque no
siempre las familias se multiplican igualmente; porque acontece que un hombre tiene
muchos hijos, y otro ninguno; y que en este caso fueran iguales las posesiones fuera
imposible, porque la una familia tuviera mucha necesidad, y la otra mucha abundancia, lo
cual es contra la providencia de la naturaleza: porque la familia donde hay más hijos de más
importancia es para la firmeza del gobierno Político, por el aumento de ciudadanos, que no
aquella donde los hijos faltan, y por cierto derecho natural merece mejor ser proveída de la
misma República.
Además de esto, como ya hemos dicho, la naturaleza no falta en las cosas necesarias, y
así lo debe hacer el arte del gobierno civil, que faltaría en esto si las posesiones hubiesen de
ser iguales, porque los ciudadanos perecieran de necesidad, y de aquí se vendría a acabar la
República.
Y no sólo de parte de la naturaleza tiene inconvenientes el ser iguales las posesiones, sino
también de parte de los estados y de ellas mismas; porque entre los ciudadanos hay
diferencia, como entre los miembros del cuerpo, a que hemos comparado la ciudad que se
gobierna en modo Político; y los miembros, así como son diferentes, tienen diferente
potencia y operación; porque claro está que el noble tiene obligaciones de gastar más que el
que no lo es. De adonde la virtud de la liberalidad se llama en el Príncipe magnificencia, por
los grandes gastos. Y esto no podría ser adonde las posesiones fuesen iguales. Por lo cual la
misma voz Evangélica nos dice de aquel padre de familia o Rey que se ausentó en
peregrinación, de la manera que distribuyó los bienes a sus siervos, pero no fue igualmente,
sino que a uno dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno, a cada cual según la propia
virtud.
Además de esto era contra el mismo orden natural con que Dios constituyó las cosas
criadas en cierta desigualdad en cuanto a la naturaleza y en cuanto a los merecimientos; por
donde el querer que haya igualdad en las cosas temporales, como son las posesiones, es
destruir el orden de ellas, cual respecto de la desigualdad define San Agustín en el libro de la
Ciudad de Dios, como ya hemos tratado, diciendo que es una disposición de cosas iguales y
desiguales, la cual da a cada uno lo que le toca. Y así es reprendido Orígenes de haber dicho en
el Periarcon que todas las cosas son iguales por naturaleza y que se habían hecho desiguales por
defecto propio, esto es, por el pecado.
Ni tampoco por el ser iguales las posesiones se evitaban los litigios, antes se aumentaban,
pues en esto se va contra el derecho natural, quitando lo que ha menester al que quizá merecía
más. Además de que es contra razón el ser las cosas iguales entre los que se gobiernan en
modo Político, supuesto que Dios las hizo todas en número, peso y medida, como se dice en el
libro de la Sabiduría. Todo lo cual significa un grado de desigualdad en las cosas que tienen ser,
y por consiguiente en las civiles y políticas.
CAPÍTULO X. PROSIGUE TRATANDO DE LA POLICÍA DE PLATÓN Y SÓCRATES, EN CUANTO A
LOS GÉNEROS DE LOS HOMBRES QUE SE REQUIEREN EN ELLA, QUE SON CINCO, ADONDE SE
DISPUTA MUCHO DEL NÚMERO DE LA GENTE DE GUERRA
Pero será bien que volvamos al modo de gobierno Político de Sócrates y de Platón, los
cuales quisieron que en él hubiese otras cosas de más de las que hemos dicho, porque
distinguieron su ciudad en cinco géneros de hombres, que son Príncipes, Consejeros, Gente de
guerra, Artífices y Labradores; la cual división se ve ser bien suficiente para la perfección de
una ciudad, porque comprende todos los géneros de hombres que pertenecen al gobierno
Político. Pero en esto los reprende el Filósofo: lo uno porque señalaban número en la gente de
guerra, desproporcionado a las ciudades; porque decían que por lo menos había de haber mil
soldados, y a lo más largo cinco mil. Y lo segundo que reprende el Filósofo es que de tal suerte
distinguían la gente de guerra de los otros ciudadanos, que querían que de ninguna manera se
expusiesen a las cosas de la guerra otros, sino aquellos que estuviesen señalados por soldados.
Y cuanto a lo primero, parece que no se puede señalar en esto número determinado, porque
no son todas las ciudades de igual potencia y fuerzas; y así se ha de considerar la grandeza de la
tierra, para que haya abundancia de pastos y de mantenimientos. Por lo cual dice Aristóteles en
el segundo de los Políticos, que si ha de ser muy grande la cantidad de los soldados en una
ciudad, convendrá hacerla igual a Babilonia, que era excesiva en multitud de gente, y en la
anchura de los campos.
Pero si atendemos al número de mil soldados, como dice la policía de Sócrates y de Platón,
según una exposición, concuerda con el gobierno de Rómulo, primer fundador de Roma, de
quien tuvo principio este nombre Miles, que es soldado, porque se llama así por estar en el
número de mil que eran elegidos para pelear, porque eran entonces mil los guerreadores
más expeditos que él había elegido para las batallas contra sus adversarios, como fue
primero contra los Sabinos, y después contra los Samnitas. Y así en esto concordaba
Rómulo con Sócrates y con Platón, aunque fue mucho tiempo antes que los dichos
filósofos. Y por otro camino se llamaron los soldados con este nombre que decimos, como
que cada año uno fuese escogido entre mil. Conforme a lo cual, queriendo la Escritura
alabar al Santo David por la constancia y fortaleza, dice: “Mi amado es cándido y rubio y
escogido entre mil”, porque con esto se significa tener cierta excelencia en el pelear.
Y a estos llama la Escritura en el Génesis siervos apercibidos, porque así se escribe en las
cosas de Abraham que siguió los cuatro Reyes con trescientos dieciocho siervos
apercibidos, los cuales vencieron los cinco Reyes que habían preso a Loth, sobrino de
Abraham, con toda su familia. Donde es cosa creíble que tendría mayor número de gente
para pelear, pero que se señalan estos por el valor que tenían para acometer en las batallas.
Y también Gedeón eligió trescientos del Pueblo de Israel para pelear contra los
Madianitas, según se dice en el libro de los Jueces, los cuales aprobó por divino
mandamiento por más a propósito para la pelea, porque pasando el pueblo ciertas aguas
todos bebieron de ellas, poniéndose de rodillas, y éstos sin doblarlas, tomando el agua con
las manos, bebieron al modo de perros. Y estos tan escogidos, parece que no se pueden
hallar mil en una ciudad, y mucho menos cinco mil. Y así es cierto el parecer de Aristóteles
contra Sócrates y contra Platón, si ellos sintieron de esta manera.
Lo segundo que Aristóteles reprueba, es la distinción de la gente de guerra, si es de tal
manera que los otros ciudadanos, como son los Consejeros, Artífices y Labradores
estuviesen del todo libres de la guerra; porque esto no puede ser, cuando una multitud de
enemigos acomete una ciudad o su gente, porque aunque los soldados sean más a propósito
para la pelea, porque tienen experiencia, y como decimos de sentencia de Vegecio, ninguno
teme el hacer las cosas que sabe que tiene bien aprendidas, con todo eso no podían esperar
el ímpetu de una multitud, si no es siendo muchos; y así Judas Macabeo fue vencido porque
con poca gente, habiéndose apartado de él muchos de los suyos, peleó contra Bachides,
Capitán del Rey Demetrio, como se ve en el I libro de los Macabeos.
Y de aquí es, que aunque Saúl tenía escogidos tres mil varones para la defensa de su
Reino, dos mil que estaban con él, donde tenía su corte o palacio, como en Magmas y en
Bethel, y otros mil tenía con Jonatás en su propia casa, como en Gabaa de Benjamín, usó de
otros muchos soldados contra la multitud de los enemigos; y así como Naas, Rey de los
Amonitas, sitiase con gran multitud de gente a Jaes de Galaad, juntó Saúl trescientos mil
hombres de los hijos de Israel, y treinta mil de la Tribu de Judá, para deshacer a sus
enemigos, los dichos Amanitas, según se escribe el primer libro de los Reyes.
Pero es de advertir que, como dice Vegecio en el tercer libro de la disciplina militar,
según el parecer de los Lacedemonios y Atenienses restringe el número de la gente en los
ejércitos a diez mil hombres de a pie y a dos mil de a caballo, a lo más largo veinte mil de a
pie y cuatro mil de a caballo, mostrando que la multitud de gente es dañosa, porque se
gobierna más dificultosamente, y porque con mayor trabajo es proveída de mantenimientos; y
en la misma parte computa en el ejército no sólo los soldados bisoños, sino los que se envían
de socorro, los cuales se refieren a los otros ciudadanos que no estaban diputados para la
milicia.
Y además de esto, al mismo Vegecio en el libro primero, donde muestra cómo se han de
elegir los que han de ser soldados, le parece mejor que se escojan entre los labradores y
artífices, porque están acostumbrados al trabajo. Así que no sólo los que están señalados, sino
de otro cualquiera género de ciudadanos se han de recibir para la guerra, sean Consejeros,
Artífices o Labradores, como la disposición del cuerpo no les haga impedidos para ella, como
serían los hombres muy gruesos y pesados para andar, y los que fuesen muy delicados y dados
al regalo, y los viejos, a los cuales tenían los Romanos por excusados, y también los hombres a
quien la divina ley prohíbe de pelear, éstos es justo que sean excluidos de la pelea, como parece
en el Deuteronomio, a los cuales la dicha ley lo prohíbe, instando en ello el pueblo, y
aprobándolo con aclamación el Pretor.
En el dicho libro se señalan cuatro géneros de hombres exentos de la guerra, que eran el
que hubiese hecho casa nueva, y aún no hubiese vivido en ella, el que hubiese plantado viña o
fuese recién casado, porque todas estas tres cosas distraen el ánimo del que pelea, con lo cual
se hace de menos atrevimiento; y el cuarto género de hombres eran los que temen
demasiadamente la muerte, que la sagrada Escritura llama formidolosos. Vegecio también en el
principio del primer libro dice que se han de excluir de la guerra cinco géneros de hombres de
entre los artífices, que son los pescadores, los cazadores de aves, los dulciarios, que son los que
tratan de cosas de regalo y delicadeza, los que son flojos y fáciles de cansarse, y los que tratan
de oficios mujeriles, como tejer y cosas semejantes.
Pero lo que toca al orden de los ejércitos y de los que los rigen y guían, no es para esta
ocasión; porque a mí no me es conveniente el enseñar a pelear, ni tratar de los ejércitos de la
guerra, sino mostrar sólo la verdadera policía por la cual, si la alcanzamos, nos disponemos a
vivir conforme a virtud, y casi participamos de la celestial, que es la Ciudad de Dios, de la cual
se dicen cosas gloriosas.
CAPÍTULO XI. AQUÍ SE TRATA DE LA POLICÍA DE HIPÓDAMO FILÓSOFO, EL CUAL ES
REPRENDIDO EN CUANTO A LAS DIFERENCIAS DE HOMBRES, PORQUE NO PONÍA EN SU CIUDAD
SINO TRES GÉNEROS DE ELLOS, Y TAMBIÉN EN CUANTO AL NÚMERO DEL PUEBLO
Y aunque el Filósofo en el tercer libro de los Políticos trata de muchos modos de gobierno
Político, también entre otros, que fuera de los sobredichos escribieron mucho de esta materia,
fue uno Hipódamo, Filósofo hijo de Eurifonte, natural de Mileto, de adonde fue Thales, uno
de los siete Sabios. Este ordenó su policía de muchos preceptos y para muchas cosas; y lo
primero, quiso que hubiese en una ciudad número determinado de hasta diez mil hombres, lo
cual tenía por suficiente en ella, cuyo motivo por ventura fue lo que dijimos de los ejércitos,
que siendo moderados se gobiernan mejor y pueden ser mejor provistos de
mantenimientos.
Y este número de gente lo reducía a tres diferencias, conviene a saber: soldados, artífices
y labradores, y en esta división quería que fuesen tan distintos, que ni el soldado pudiese
pasar a cultivar la tierra ni a negociaciones, ni el labrador a tratar las armas; y decían que
eran bastantes estas diferencias de gente, porque se ordenaban a la conservación de la vida
humana; los labradores para los mantenimientos, los artífices para los vestidos, y los
soldados para la guarda y seguridad de las haciendas de todos; pero atendiendo a lo que se
ha dicho y a lo que adelante se dirá, fácilmente podemos conocer el error de este Filósofo;
porque, como dijimos, no se puede en las ciudades señalar número determinado de gente,
porque en ellas se aumenta el pueblo, o por la amenidad del sitio, o por la buena fama de la
tierra, o por la fecundidad de la gente, y vemos que las ciudades, cuando tienen más
abundancia de ella, tanto son de mayor potencia, y juzgadas por más famosas.
Ni por esto se impide el buen gobierno, si por los ministros y los que gobiernan se
dispone bien; porque las penas instituidas en las leyes estrechan la malicia de los hombres, y
son en las repúblicas como unas ciertas medicinas, según lo dice el Filósofo en el tercer
libro de las Éticas. Ni se deben distinguir los géneros de ciudadanos de la manera que dice
este Filósofo, sino que, cuando fuere la ocasión, se mezclen estos tres estados de gente,
porque los artífices y labradores muchas veces vienen a ser soldados, siendo así que de estos
géneros de hombres se sacan por la mayor parte los que lo han de ser, como se ha dicho de
autoridad de Vigecio; y lo mismo es de los soldados, porque muchas veces ellos vienen a ser
artífices v labradores.
Pero esta división de ciudadanos en tres géneros de hombres no es suficiente, porque
deja los hombres de consejo y sabios, que son parte principal de la República, sin los cuales
no se puede gobernar convenientemente, como se ve en las historias; y Demóstenes
Ateniense dice que estos varones científicos, y cualesquiera viejos expertos, son en la
república como los perros en los rebaños de ganado, cuyo cuidado aparta de ellos los lobos;
y que así lo hacen los Sabios y Abogados en las ciudades, porque son como perros en los
rebaños, para la guarda de todo el pueblo. Conforme a lo cual dice Tulio en el libro de los
Oficios que Solón aprovechó más a la república con sus leyes e institutos, que la victoria de
Temístocles, porque aquella guerra se había tratado con el consejo del Magistrado y Senado
que había instituido el dicho Sabio, que fue uno de los siete. De adonde también en el
capítulo dieciséis del Eclesiástico está escrito: “Mejor es la Sabiduría que las armas bélicas”.
Y también Vegecio y Valerio Máximo dicen de Aristóteles, que siendo tan viejo que
apenas entre el ocio de las letras conservaba las reliquias de sí mismo en los ancianos y
arrugados miembros, tuvo cuidado de la patria con tanto valor, estando en una cama en
Atenas, que pudo salvarla, viéndose casi puesta por el suelo de las armas de los enemigos.
A este propósito en el Eclesiastés, en el capítulo nono, se escribe del hombre sabio otra
cosa semejante: “Una ciudad pequeña y que tenía poca gente; vino contra ella un Rey
grande; e hizo sus trincheras y defensas con su gente, de manera que la sitió toda alrededor”,
como hizo el Rey Filipo de Macedonia sobre Atenas, según cuentan las historias. “Hallábase en
esta ciudad un varón, tibio y pobre”, como eran los Filósofos de que hablamos, en los cuales
fue propio el despreciar el mundo y elegir como una vida religiosa, según escribe San Jerónimo;
y prosiguiendo el mismo libro del Eclesiastés, dice que “este varón libró la ciudad”.
Y así se concluye por lo dicho que los hombres de consejo no se han de excluir del
gobierno Político, ni tampoco los que han de gobernar, porque son cabeza de los ciudadanos,
de la cual depende todo el cuerpo.
CAPÍTULO XII. REFIÉRENSE TAMBIÉN LAS OPINIONES DEL MISMO FILÓSOFO EN CUANTO A
LAS POSESIONES, QUE QUERÍA QUE SE DIVIDIESEN EN TRES PARTES; Y DÍCESE EN LO QUE SE
PUEDE APROBAR ESTA OPINIÓN
Y puso también este Filósofo Hipódamo otras cosas en su gobierno Político: una fue el
reparto de las posesiones, la cual quería que se hiciese en tres partes: una que fuese diputada
para las cosas sagradas, que se dedicaban al culto divino, como hoy son los bienes
Eclesiásticos; otra parte de posesiones quería que fuese común para repartirse entre los
soldados; y otra, que fuese propia de los labradores; y a los artífices no les señalaba nada,
porque de sus oficios podrían vivir suficientemente.
Esta división, aunque en muchas cosas no era bastante, con todo eso en alguna manera era
loable, por lo que tocaba a la divina reverencia, lo cual debemos por derecho divino y natural,
como fue costumbre entre los antiguos Romanos, entre los cuales tuvo tanto lugar la buena
disciplina. Y así se escribe en el Éxodo que toda la tierra de Egipto, por la grande hambre que
hubo en tiempo de José, fue reducida a la servidumbre del Rey, fuera de la que era de los
Sacerdotes, la cual de tal manera estaba dedicada a Dios que no se podía enajenar, como ahora
tampoco se puede hacer de las posesiones de las Iglesias, sino por muy legítimas causas. Y el
Filósofo también refiere en su Metafísica que los Egipcios fueron los primeros que se dieron a la
Filosofía, y principalmente a la Matemática; de lo cual da por razón que aquellos Sacerdotes
eran más desocupados por la abundancia que tenían, conviene a saber, de las cosas que
sacaban de las posesiones que gozaban, con que excusaban la solicitud que se suele poner en el
buscar la comida. Y aunque la ley de Moisés prohibía a los Sacerdotes el tener posesiones,
dándoles las décimas les venía a dar parte en los frutos de las posesiones de todos los
ciudadanos. De adonde es que por el Profeta Malaquías está escrito: “Pon aparte el diezmo de
todo, para que en mi casa haya comida”. Y de esto, como de obra de perfecta justicia, se
alababa aquel Fariseo en el Evangelio de San Lucas, diciendo: “De todo lo que poseo doy el
diezmo”, conviene a saber, a los Sacerdotes y Levitas.
Y también era puesto en razón lo que Hipódamo ordenaba acerca de la gente de guerra, que
tuvieran paga de los bienes comunes, pues sirven a toda la comunidad de la República. Y así
instituyeron los Romanos que del tesoro público se les diese con qué vivir: en razón de lo
cual dijo San Juan Bautista a los soldados, como escribe San Lucas: “Contentaos con
vuestros estipendios”. Y el Apóstol en la Primera carta a los corintios: “¿Quién, dice, militó
jamás a su costa?”.
Pero en lo que era falto este modo de gobierno Político es en cuanto a que a solos los
labradores señalaba posesiones propias, si acaso no entendía esto en cuanto a labrarlas; y así
se dice que los labradores tienen tierras propias, en cuanto al cultivarlas, y los demás
ciudadanos en cuanto al usufructo: porque de otra manera fuera este modo de gobierno
Político imperfecto y defectuoso, porque, como dijimos en el segundo libro, las tierras se
reputan entre las riquezas naturales, las cuales se llaman así porque el hombre tiene
naturalmente necesidad de ellas para vivir, y por la amenidad que tienen para recreación del
alma: y así el primer hombre por mandato divino usó de ellas, porque fue colocado en el
Paraíso, en que el Señor había puesto diversos géneros de árboles, para que trabajase y le
guardase, y se entiende con un trabajo deleitable y sin fatiga, como expone San Agustín en
el libro octavo sobre el Génesis a la letra; y de los primeros hijos de Adán, Caín y Abel,
cuenta la historia sagrada que la primera arte que aprendieron fue gobernar las riquezas
naturales, porque Caín fue hecho labrador, y Abel pastor de ovejas, queriendo mostrar en
esto que fueron criadas para las necesidades de la vida, y por esto no era bien que solos los
labradores tuviesen tierras, como dice Hipódamo.
Así que para la perfección del gobierno Político se requiere que no sólo los labradores
tengan posesiones propias, sino también los otros ciudadanos, si no es en el modo que
arriba dijimos. Y tantas más es menester que tengan, cuanto estuvieren en más alto estado,
como hemos dicho de los Reyes; porque de esta manera no faltándoles, no se distraigan de
las cosas de la guerra con el mucho cuidado de buscar lo que les es necesario, ni tampoco,
codiciando las tierras, por su amenidad se hagan de ánimo delicado, lo cual es de no poco
detrimento para la República. Y así el mismo Hipódamo los quería apartar de tener
posesiones propias, porque tendiesen sólo a las armas.
CAPÍTULO XIII. PÓNESE OTRA OPINIÓN DEL MISMO FILÓSOFO ACERCA DE LOS JUECES Y
ASESORES DEL GOBIERNO POLÍTICO, DONDE SE HACE UNA DIVISIÓN MÚLTIPLE Y NOTABLE
ACERCA DE LAS COSAS QUE LOS JUECES DEBEN HACER
Y porque el Filósofo trata largamente del gobierno Político de este Hipódamo, y
nosotros hemos dicho de él, trataremos compendiosamente los demás que en esta materia
escribió, porque referir todos los modos de gobiernos políticos, teniendo cada ciudad el
suyo diferente, sería muy trabajoso de escribir y fastidioso de oír.
Y en lo que insistió mucho Hipódamo, según refiere Aristóteles en el tercer libro de los
Políticos, fue en el juzgar.
Lo Primero, cuanto a la acción del juzgar respecto de sí misma; porque todas las cosas que
se juzgan las reduce a tres, sobre que pleitean los hombres, conviene a saber, o sobre daño que
se ha hecho a sus cosas, o sobre injuria que han recibido en sus personas, y ésta es de dos
maneras: u ofensa de palabra, a que llama Aristóteles deshonra, según el dicho filósofo, o sobre
lesiones de golpes o de heridas, a lo cual llama el Filósofo muerte, por ser cosas que se
enderezan a ella de lo cual se trata largamente en el derecho civil, y también lo llama el Filósofo
injustificación, porque se hace contra justicia.
Hacía también Hipódamo distinción de los que habían de juzgar, porque quería que hubiese
dos géneros de jueces: el uno era juez ordinario, y el segundo era provocatorio, a quien él llama
principal, y a quien se acudía por vía de apelación; y éstos quiso que fuesen elegidos de los más
ancianos y graves de la ciudad, para que revocasen lo que estuviese mal juzgado, a los cuales
jueces llaman los Toscanos ancianos o primeros, y fueron instituidos para esto. Algunas veces
también hay un Síndico constituido para lo mismo, llamado así, como que tiene cuidado del
gobierno Político para que no reciba lesión por injusticia, como lo hacen los Ecónomos de
comunidades.
Ordenó también Hipódamo en su gobierno Político que en uno y otro tribunal, así en el
ordinario como en el principal, se juzgase sin comunicarse los jueces, sino que cada uno aparte
escribiese en tablillas o papeles su parecer sobre la sentencia que se había de dar, o que le
diesen al que presidía secretamente. La causa de lo cual era, según Aristóteles, evitar que acaso
con temor de los ciudadanos, o de las partes, no se apartasen de lo que era justicia, de la
manera que ahora lo guardan en su modo de gobierno los Toscanos, echando una haba o
moneda en la parte señalada para votar afirmativa o negativamente en las cosas de la república
que se tratan, o en absolver o condenar algún ciudadano.
También instituyó Hipódamo en su modo de gobierno Político, algunas leyes llenas de
piedad y conformes al derecho natural, acerca de algunos estados de hombres.
Lo primero en cuanto a los sabios, que si alguno de ellos ordenase alguna cosa importante a
la ciudad, o a su ejército, le honrasen conforme al mérito de aquella buena obra, como Faraón
lo hizo con José, según se escribe en el Génesis. Y lo mismo sucedió a Mardoqueo con Asuero,
por las obras que entrambos hicieron, el uno a la provincia, y el otro al Príncipe.
Lo mismo mandó acerca de los soldados, y que los hijos de los que muriesen por la defensa
de la patria y por el bien de su ciudad, los sustentasen del tesoro público. En lo cual puso la
República Romana todo su esfuerzo, honrando los soldados virtuosos en la vida y en la
muerte, como cuentan las historias, y principalmente en los hijos, porque por ser semejanza
suya se perpetuaba en ellos la memoria de los padres, para hacer cierto lo que se escribe en el
Eclesiástico: "Muerto es, y casi no es muerto, porque dejó otro semejante"; así conviene a
saber, en el beneficio recibido por causa del padre.
También ordenó que todo el pueblo, así los soldados como los artífices y labradores,
eligiesen el Príncipe que hubiesen de tener, porque no le querían por sucesión, según lo
observan por la mayor parte las ciudades de Italia.
Ordenó más, que el Príncipe tuviese principalmente cuidado de tres cosas, conviene a
saber, de las que tocan al común, de los peregrinos y de los huérfanos; huérfanos llama a
todos los poco poderosos, y que no pueden conseguir lo que les es debido. Lo cual también
manda particularmente la ley divina, por cuanto éstos, como no pueden defenderse,
fácilmente son de otros maltratados.
Esto es, pues, lo que del gobierno Político escribió Hipódamo, y aunque el Filósofo en el
tercer libro de sus Políticos reprende esta policía en muchas cosas, que se pueden disputar
por entrambas partes, como acciones humanas, que son de materia contingente, con todo
eso escribe otras muchas loables, que concuerdan con el gobierno Político de los Romanos,
como adelante veremos; y por ahora baste lo que se ha dicho de él.
CAPÍTULO XIV. DE LA POLICÍA DE LOS LACEDEMONIOS, LA CUAL SE REPRENDE ACERCA
DEL GOBIERNO DE LOS ESCLAVOS Y DE LAS MUJERES, Y EN CUANTO A LA GENTE DE
GUERRA
Ahora pasaremos a tratar de otros modos de gobierno, que refiere el Filósofo en el
segundo libro de los Políticos, como el de los Cretenses y el de los Lacedemonios, que eran
claros por la fama de las provincias, por su antigüedad y fundadores, y aunque Aristóteles
en muchas cosas alaba el gobierno Político de los Lacedemonios, con todo eso reprende en
él otras muchas.
Lo primero, de la remisión que tenían con los siervos, porque no los trataban como a
súbditos, sino como a amigos, con lo cual se hacían demasiados, y se ensoberbecían y
levantaban motines contra los Tiranos en los confines de los Lacedemonios, para que se
pudiese decir de ellos lo del capítulo veintinueve de los Proverbios. “El que cría a su siervo
delicadamente desde su niñez, después le hallará rebelde". Y en la misma parte se dice: "El
siervo no se puede enmendar con palabras, porque entiende lo que dices, y menosprecia el
responder".
Mas a veces no es fuera de razón el tratarlos con blandura, cuando se ha de pelear con
los enemigos; y entonces se puede dar libertad a los esclavos, porque suelen ser atrevidos
para acometer. De adonde se escribe en el tercer libro de los Reyes que el Rey Acab, por
mandato de Dios, con los siervos de los Príncipes de las provincias acometió y puso en
huida al Rey de Siria. Y así cuentan las historias de los Romanos, que cuando fueron
vencidos en la batalla de Cannas fue tanta la mortandad y estragos que se vieron forzados a
llamar a los que estaban desterrados y forajidos, y dar libertad a los esclavos, de la cual gente
compusieron un ejército para defensa de la ciudad.
Pues como los Lacedemonios tuviesen inquietos sus confines, por eso llevaban con
blandura a sus siervos.
Los confines de los Lacedemonios, como dice el mismo Aristóteles, llegaban a las
provincias de Arcadia y de los Nisenos, y a Tesalia, y por otra parte a Acaya y a Tebas, gentes
gentes que antiguamente fueron muy varoniles.
Repréndense, pues, los Lacedemonios por la causa referida, si a los populares, a que
llamaban siervos, les sufrían sin refrenarles sus errores; pero esto se podía tolerar si sus
confines se hallaban muy trabajados de enemigos, como dijimos; porque así se les da
atrevimiento para acometer y refrenar la malicia de los enemigos; y por la misma causa daban
libertad a las mujeres para andar por todas las partes que querían, con lo cual se hacían lascivas,
y así son reprendidos del Filósofo, porque no les quitaban el hacer caminos adonde les parecía,
lo cual es para las mujeres un lazo de lujuria, como se vio en Dina, hija de Jacob, que fue
forzada de Sichem, hijo del Rey de Emor, porque andaba discurriendo sin guarda por las
tierras. De adonde es, que en el capítulo veintidós del Eclesiástico se dice: "Pon guarda a la
hija, que no mira por sí; porque si halla ocasión no use mal de su persona". Y así sucedía en
Lacedemonia, que vivían a su gusto por la mucha libertad. Pero Aristóteles excusa a los
Lacedemonios por las demasiadas ocasiones de guerra que tenían; por lo cual era forzoso que
sus mujeres fuesen a unas partes y a otras, para proveer y gobernar sus familias, lo cual siendo
sin esta causa fuera mal gobierno.
Lo tercero que Aristóteles disputa acerca del gobierno Político de los Lacedemonios, es en
cuanto a los soldados, si se debían casar o juntar con mujeres, porque con esto se distraen de
las cosas de la guerra; siendo así que el ánimo se enflaquece con el acto del deleite carnal, y se
hice menos varonil, según se ha dicho, y es sentencia de Platón, como refiere Teofrasto, que a
los que tratan de las cosas de la guerra, no les conviene casarse.
Pero Aristóteles reprueba esto en el segundo libro de los Políticos, porque la gente de guerra
naturalmente está inclinada a cosas de lujuria. La causa se da en un librillo de problemas,
traducido de Griego al Latín, dirigido al Emperador Federico, y el Filósofo introduce allí la
fábula de Hesíodo Poeta, en que se trata de los amores de Marte y Venus, por donde, si los
apartan de las mujeres, darán en otros vicios peores, y así Aristóteles reprueba el parecer de
Platón en esto, diciendo que mejor es tratar con las mujeres carnalmente que caer en otros
vicios más viles. Por lo cual dice San Agustín que las rameras son en el mundo como la sentina
en la nave, y como las secretas en un palacio, que si las quitas de él se vendrá a henchir de
hediondez, y lo mismo en la nave, si no hubiese en ella sentina. Quita las rameras del mundo, y
se henchirá de sodomía. Y por esta causa dice el mismo San Agustín que la ciudad terrena hizo
torpeza lícita el uso de las casas públicas. Y también este vicio de la sodomía, dice el mismo
Filósofo en el séptimo libro de las Éticas, que sucede de viciosa naturaleza, y de perversa
costumbre. Ni de estas cosas se puede señalar conveniencia, ni disconveniencia; porque no son
por sí deleitables, según la humana naturaleza, las cosas por las cuales no puede haber en ellas
medio de virtud; y esto concuerda con lo que dice el Apóstol, escribiendo a los Romanos,
adonde llama a estos actos pasiones ignominiosas.
Lo cuarto en que Aristóteles reprende el gobierno Político de los Lacedemonios, es en la
desigual división de las posesiones; porque había ciudadanos que ocupaban toda una provincia
por medio del dinero, como acontece en los logreros, y los otros ciudadanos dejan la tierra y
viene a quedar la provincia despoblada.
Y también los tacha en cuanto a las mujeres casadas, porque les concedían las dos partes
de la hacienda de los maridos difuntos por razón de la dote, de la manera que en Francia
llevan la mitad, y lo restante se distribuía entre los herederos, y en los legados del difunto.
Mas, aunque fuese tolerable entre los Lacedemonios el disminuirse las posesiones de los
demás ciudadanos, con todo eso no se debía hacer en cuanto a los soldados, porque por
ellos se conserva una ciudad en su ser y potencia; y así dice Aristóteles que les sucedió a los
Lacedemonios que vinieron a deshacerse y volverse en nada por esta causa, teniendo antes
de ordinario diez mil hombres de guerra, que entre los antiguos no era poco.
Estos son aquellos Espartanos de quien se trata en el segundo libro de los Macabeos,
que, por ser de ánimos varoniles, los tenían los Judíos y los Romanos por especiales amigos.
CAPÍTULO XV. REPRÉNDESE LA DICHA POLICÍA EN CUANTO A LAS LEYES DE LOS HIJOS Y
DE LOS JUECES; Y MUÉVESE CUESTIÓN, SI LOS POBRES HAN DE SER ELEGIDOS PARA EL
GOBIERNO POLÍTICO
Otra cosa también reprende Aristóteles en esta policía, que es acerca de la generación de
los hijos, porque habían estatuido para mover los ciudadanos a procurar el aumento de la
gente, que el que tuviese tres hijos fuese levantado a alguna dignidad de las cosas públicas, y
el que tuviese cuatro no pagase tributo ninguno, lo cual era causa de empobrecerse la
ciudad, y así venían a no ser poderosos para hacer guerra a sus enemigos y fue entre ellos
causa de disensiones, por donde su poder vino a disminuirse.
Y el ser este estatuto reprensible se funda en razón, porque el tener muchos hijos no es
obra de virtud, por la cual se merecen las preeminencias, como por guerrear por la
República, que es obra de fortaleza, o el dar buen consejo en las cosas de la ciudad, que
pertenece a la prudencia, o el regir los ciudadanos, que pertenece a la justicia, o el
conservarse buenamente con ellos, que consiste en la templanza; pero que por tener un
hombre muchos hijos merezca premio en la República, esto no es por razón de virtud;
porque un hombre vil puede tener natural para engendrar mejor que otros; y así no es por
esto digno de honor, porque este sólo se le debe a la virtud, como dice el Filósofo en el
primer libro de las Éticas.
En todas las obras, pues, del gobierno Político, fuera de ésta en que hablamos, se debe
pesar igualmente entre los ciudadanos la honra y el trabajo, para que se vea lo que se escribe
en el primer libro de los Reyes de David, habiendo recobrado de los Arnalequitas los
despojos de Sizeleth: "Tendrán, dice, su justa parte, el que fue a la pelea y el que quedó para
llevar el bagaje". Y aunque la ley de Moisés maldice la estéril, como parece en el Éxodo y en
el Deuteronomio, y para multiplicar la generación se les permitió tener muchas mujeres, no
se les concedió sino en orden a virtud, refiriéndolo al culto divino, como San Agustín dice en
el libro de la Ciudad de Dios.
También reprende el Filósofo entre los Lacedemonios otra cosa por donde se destruyó su
gobierno Político, que es acerca de la elección de los jueces, porque los elegían pobres, los
cuales, forzados de la necesidad, se dejaban corromper de los mayores por dineros, por donde
era oprimida la justicia y ejercitada la tiranía; y así el Filósofo, en comparación de este modo de
gobierno Político, alaba más la Democracia, porque faltando en la ciudad hombres virtuosos
para gobernarla, de los cuales se constituye el Principado que llaman Aristocracia, se gobernaría
mejor por los ricos, aunque sean malos, el cual Principado se llama Democracia. Así que no
conviene a la República hacer jueces a los pobres y codiciosos. De donde es que cuentan las
historias que siendo elegidos por los Cónsules Romanos dos varones que fuesen a gobernar a
España, de los cuales uno era muy pobre y el otro muy avariento, porque litigaban sobre cual
había de ir, fueron llevados sus nombres al Capitolio, y Escipión Africano fue de parecer que
no se enviase ninguno de ellos, diciendo que cada uno destruiría el gobierno Político, y otro
cualquiera, porque los tales son para las ciudades como sanguijuelas en el cuerpo humano. De
donde es que en los Proverbios se dice: "Dos sanguijuelas son las hijas que están diciendo, trae,
trae". Como que su principal intento sea el sacar dinero.
¿Pero, qué diremos del Cónsul Fabricio, que fue pobrísimo, como escribe Valerio Máximo,
y de Lucio Valerio, de quien dijimos que había muerto en suma pobreza? Sobre lo cual es
menester hacer distinción de ella; porque es de dos maneras, conviene, a saber, voluntaria y
forzosa: voluntaria fue la de Cristo y sus Discípulos, y ésta tuvieron Fabricio y Lucio Valerlo,
Cónsules Romanos, los cuales, por gobernar bien la República, menospreciaron las riquezas,
porque, como dijimos arriba hablando de él, quiso más Fabricio mandar a los ricos, que
enriquecerse a sí mismo.
Esta pobreza no se excluye del gobierno, sino la segunda, que es la forzosa; porque
raramente o nunca gobierna bien, ni trata sino de henchir su vacío apetito. La razón de lo cual,
y la diferencia de estas dos pobrezas, se puede sacar del fin de cada una de ellas. El fin de la
pobreza voluntaria es un bien honesto o de virtud, y el fin de la pobreza necesaria es un bien
útil a que está inclinado su apetito, esto es, por cuya causa hace las cosas, como lo dice el
Filósofo; y así todo lo que hacen los que tienen esta pobreza, lo hacen a fin de henchir el
vientre y la bolsa, pero los que tienen pobreza voluntaria, como quien ha menospreciado las
riquezas, todo lo que hacen lo encaminan a fines virtuosos, y así, cuando gobiernan las
ciudades, siempre procuran en ellas el bien de la virtud, el cual es el bien de los hombres, como
dice Aristóteles en el primer libro de las Éticas.
Además de esto, la naturaleza ninguna cosa obra en balde, como el mismo Filósofo dice en
el primer libro de Acerca del cielo; y el apetito de los que no tienen riquezas no siendo de su
voluntad siempre atiende a alcanzarlas, y si no lo consigue, quedará frustrado de su intento, y
por tanto la naturaleza le impele a esto, como la que procura que no haya cosas vacías, las
cuales ella no puede sufrir, y por esto es cosa peligrosa para la República que los pobres sean
elegidos por Gobernadores o Jueces, como dice el Filósofo, sino cuando la pobreza es de
propia voluntad, porque entonces es sin codicia, que es la raíz de todos los males, como
escribe el Apóstol, porque para el gobierno es bonísimo el pobre como aquél de que se
escribe en el Eclesiástico que se halló un varón pobre y sabio, que libró la ciudad con su
sabiduría, conviene a saber no impedido con ninguna codicia.
CAPÍTULO XVI. TRÁTASE TODAVÍA DE LA POLICÍA DE LOS LACEDEMONIOS, EN CUANTO
AL REY QUE ELEGÍAN, REPROBANDO EL MODO QUE EN ESTO TENÍAN, Y MOSTRANDO LOS
INCONVENIENTES QUE SE SEGUÍAN DE ÉL
Además de lo dicho, aún hemos de tratar del gobierno de los Lacedemonios, porque
dicen los historiadores, como Justino Español, grande escritor de cosas antiguas, que tenían
Rey en su ciudad, y el mismo Aristóteles lo afirma en el tercero de sus Políticas, y dicen que
tenían Rey en su tierra de la manera que los tuvieron los Romanos, y esto lo vemos también
en muchas partes de Europa, así en las Orientales como en las Septentrionales, y con todo
eso, aunque tienen Rey, cada ciudad tiene sus leyes y modo de gobierno Político, como en
Francia, España y Alemania. Así que los Lacedemonios, los cuales también se llamaron
Esparcianos o Espartanos, tuvieron Rey, y entre los que reinaron fue uno Catello, de cuyo
gobierno, según el mismo Justino escribe, se encargó Licurgo, siendo él aún niño, como
diremos cuando trataremos de la policía de los Cretenses.
Y acerca del gobierno de los Espartanos o Lacedemonios, prosigue el Filósofo
reprendiéndoles en muchas cosas. Lo primero, en cuanto al elegir el Rey, porque, en
teniendo ocasión, no sufrían que el gobierno fuese perpetuo, ni que lo fuese de por vida,
queriendo guardar el modo de los gobernadores Políticos, lo cual era en mucho perjuicio
del gobierno, porque con esto se enflaquecía la potestad de los ministros, y a los súbditos se
les daba ocasión de levantarse para no guardar las leyes, y así no podían hacer Reyes varones
perfectos y virtuosos.
Y por esta causa, aunque el Filósofo no lo dice, cuentan las historias que los
Lacedemonios eran gente indomable, hasta que el mismo Licurgo los reguló y compuso con
la madurez de sus costumbres y con sus preclaras leyes, de las cuales se dirá adelante.
Y de lo que hemos dicho se seguía un inconveniente, que señala el Filósofo, y era, que si
enviaban Embajadores a otra ciudad o provincia, como unos eran del bando del Rey y otros
fuesen sus enemigos, se conocía su disensión y disconformidad, por donde no eran bien
recibidos, y sus embajadas pocas veces conseguían su pretensión. Y se ha de advertir que
aunque los Cónsules en Roma eran anuales, como ya dijimos y se señaló la causa, y como lo
eran los Magistrados en Atenas, no había de ser de esta manera el Rey, porque antes, si no
es perpetuo, es peligrosísimo para los ciudadanos, porque como se ha dicho es diferencia
entre el Rey y los gobernadores Políticos que el Político juzga el pueblo sólo por las leyes de
su ciudad, pero el Príncipe que es Rey, fuera de las leyes que ya están estatuidas hace otras,
cuando el tiempo lo requiere para el mejor fin de su gobierno y para el bien de su gente. Y si el
que es Príncipe de esta manera gobierna por tiempo limitado y no es perpetuo, suele
precipitarse en el juzgar, o contra los ciudadanos que trataren de mudarle, o con el deseo de
conseguir alguna cosa que pretenda o por hacer favor a los que son sus amigos. Lo cual no
haría si hubiese de reinar siempre; y para lo primero tenemos ejemplo en aquel que dijo en el
Evangelio de San Lucas, exponiendo como suena la letra: "Traedme aquí aquellos enemigos
míos, que no quisieron que yo fuese su Rey, y dadles la muerte delante de mí". Y de esta
manera, como cuentan las historias, Herodes hizo matar muchos de los nobles Judíos que
procuraban quitarle el Reino.
Y para lo segundo, se puede también tornar ejemplo en aquel mal mayordomo en el mismo
Evangelio, que se puede extender a cualquier grado de gobierno, porque los tales tienen las
veces de sus señores en la tierra. Lo cual es también entre los Príncipes, respecto de Dios; y si
temen que les han de ser quitados los oficios, hacen amigos a costa del tesoro público de la
República en que gobiernan; en todo lo cual se echa de ver que es grandemente peligroso dar
libertad a los que gobiernan por tiempo limitado, para gobernar y hacer justicia por su arbitrio.
Mas si el dominio es perpetuo, el que gobierna tendrá cuidado de sus súbditos como de
cosa propia; y cada día continuamente pondrá su solicitud como sobre riquezas suyas naturales
y tesoro indeficiente, por lo cual los gobierna como el pastor los rebaños y el hortelano las
plantas. Que sienten en sí mismo cualquiera daño que reciben.
CAPÍTULO XVII. PÓNENSE ALGUNAS OTRAS COSAS POR LA MISMA CAUSA DIGNAS DE
REPRESIÓN EN LA POLICÍA DE LOS LACEDEMONIOS, QUE ERAN MATERIA DE DISENSIÓN EN EL
PUEBLO
Tenían estos tales señores que gobernaban en Lacedemonia, una costumbre nacida por
ventura de la misma causa que tratamos, porque eran Príncipes que no tenían cuidado de la
república. Lo primero que hacían en sus solemnidades y ostentaciones era poner exacciones y
cargas en el pueblo, de adonde lastimados los pobres movían sediciones. Y así era el más
poderoso el gobierno Político, por lo cual alaba más el Filósofo que estas cosas las hicieran a
costa del tesoro público, lo cual dice que fue costumbre y ley en Creta, porque las exacciones y
tributos multiplicados en el pueblo, si no es con causa urgente, como es la conservación de la
ciudad y provincia, conturban los súbditos, y son entre ellos causa de disensiones.
Y también de la misma causa nacía otro inconveniente, que el Príncipe de la mar, que
tenían, se hacía distinto de la misma república, de lo cual se seguía división en las voluntades, y
por consiguiente disensión en el gobierno, lo cual no sucediera así siendo el Príncipe perpetuo,
porque cualquiera que fuera general de la ciudad le estuviera sujeto. Y hace mención el
Filósofo del Príncipe de la mar, porque señoreaban mucho en ella los Lacedemonios.
Conclúyese también que acaso por la misma causa tenían mal gobierno, en que no elegían para
la guerra varones que fuesen fuertes por la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro
principales, por la cual los ciudadanos se ofrecen a la muerte, como lo hizo Régulo
volviéndose a África, sino que aquellos soldados o Príncipes tenían parte de esta virtud, la
cual no alaba el Filósofo en su Política. Porque en el tercero de las Éticas hace distinción de la
fortaleza, diciendo que es de dos maneras. La una de ellas es de la que habla aquí, la cual
llama militar, que se funda sólo en las fuerzas corporales, y a ésta llama parte de virtud o de
fortaleza, porque se requiere algunas veces para la que lo es verdadera. La otra fortaleza es
la que por causa de la república se expone a los peligros, y no los huye, ni muda de su
propósito por mucho que se aumenten. De la cual dice Séneca en el libro de la Providencia
de Dios: "Varones excelentes, iguales en fortaleza, busca para probarlos la fortuna.
Experimenta el fuego en Mucio; la pobreza en Fabricio; el destierro en Rutilio, el veneno en
Sócrates, y la muerte en Catón". Y de esta virtud también se trata en el primer libro de los
Macabeos, donde hablando Matatías de su hijo, dice: "Judas, que desde su juventud ha sido
hombre de muchas fuerzas, será vuestro Príncipe, y tratará de las guerras del pueblo", el
cual por su fortaleza por causa de la república no se rindió a los enemigos, sino que por ella,
acabadas las fuerzas del corazón, murió en medio de la batalla.
La primera suerte de fortaleza, de que se ha dicho, es imperfecta, y la segunda es virtud
perfectísima, y así elegir para la guerra soldados o Capitanes que no sean fuertes según el
segundo modo de fortaleza, no es buen gobierno, porque los que tienen la primera muchas
veces se hacen Tiranos o se dejan vencer en los peligros, como hemos dicho. Y por esta
misma causa de no ser el Príncipe perpetuo, ni aun de por vida, no había entre los
Lacedemonios cosa señalada de común para los gastos de la gente de guerra. De adonde se
seguía que los soldados de experiencia no trataban de las guerras del pueblo por la falta de
paga, de que no los podía proveer la república, y así ejercitaban la guerra los que no sabían
de ella, conviene a saber, los plebeyos inexpertos y codiciosos de dinero.
Y esto reprueba Aristóteles en el mismo libro, porque muchas veces es causa de la ruina
del pueblo.
Esto pues, baste haber dicho del gobierno de los Lacedemonios.
CAPÍTULO XVIII. AQUÍ SE TRATA DEL GOBIERNO POLÍTICO DE LOS CRETENSES, Y DE LA
DIFERENCIA ENTRE ÉSTE Y EL DE LOS LACEDEMONIOS, Y DE LOS PRIMEROS AUTORES DE
AQUEL GOBIERNO Y DE LAS LEYES DE LICURGO
Trata también Aristóteles en el mismo libro del gobierno político de los Cretenses, el
cual dice que fue fundado por Licurgo, hermano de Polibia, Rey de los Lacedemonios, que
fue padre de Catello, como refiere Justino; y también por Minos, Rey de la misma isla, los
cuales fueron los primeros que dieron leyes en Grecia, y a aprenderlas vino peregrinando
Pitágoras, que también las enseñó a los Cretenses, como dice el mismo Justino, el cual hace
mención de estos dos filósofos; y aunque los historiadores hablan variamente de Licurgo
nosotros seguimos la relación de Justino, porque fue preclarísimo escritor antiguo de historias.
De lo que hemos dicho sucedió por ventura que los Lacedemonios y los Cretenses tuviesen
un mismo modo de gobierno político, por lo cual dice el Filósofo que en esto imitaban a los
Lacedemonios los Cretenses, como que de ellos hubiesen recibido las leyes; pero, aunque
conformaban en muchas cosas, se diferenciaban en los convites y festividades.
Porque lo que en esto se gastaba entre los Cretenses era del tesoro común, que se juntaba
de los frutos y ganados que los de la tierra ofrecían en los sacrificios que hacían a sus Dioses,
de la manera que tuvieron principio los diezmos.
Diferenciábanse también en cuanto a las mujeres; porque los Lacedemonios cuidaban
mucho de multiplicar su sucesión, y los Cretenses no tanto.
Y lo tercero en que se diferenciaban era en la agricultura, porque las tierras de los
Lacedemonios las labraban los esclavos, y las de los Cretenses los naturales, los cuales hacían
las ofrendas que hemos dicho.
La cuarta diferencia era que entre los Cretenses elegían Cónsules o Sabios, a los cuales
llamaban Bosmoim, que significa viejos adornados, y éstos no los escogían de entre todos, sino
de los mayores de la república, y eran muchos en número. Pero los Lacedemonios de entre
toda la gente escogían los que llamaban Éforos, que quiere decir Procuradores de la república,
y éstos eran menos; lo cual alaba más Aristóteles, siendo así que se daba menos ocasión de
revolverse el pueblo, porque la razón de la disensión que había entre los Cretenses era porque
antiguamente tenían Rey, como ya dijimos, y en el tiempo de Aristóteles ya no tenían sino
Capitán, y éste le elegían estos sabios que hemos dicho; y porque el pueblo nunca tenía parte
en la elección era causa de envidia, y por consiguiente de odio.
Pero los Lacedemonios, aunque tenían Rey por el tiempo que les parecía, era con todo eso
elegido por aquellos Sabios que eran escogidos de todos los géneros de gente de la ciudad, y
esto parecía conforme a razón, que el Rey fuese elegido por concurso de todos los que se
juntaban para el gobierno del pueblo, como hoy comúnmente hacen las ciudades de Italia;
porque esta significación trata consigo este nombre de ciudad, la cual, según San Agustín en el
primer libro de la Ciudad de Dios, es una muchedumbre de hombres, junta con algún vínculo de
compañía, de adonde ciudad se dice como unidad de ciudadanos. Y siendo así que este nombre
de ciudad incluye en sí a todos los ciudadanos, parece cosa razonable que para su gobierno
sean elegidos de todos los estados de ellos, según lo pidieren los merecimientos de cada uno.
Así que en esto parecía mejor el gobierno Político de los Lacedemonios que el de los
Cretenses; y conviniendo estas dichas provincias en muchas cosas, como dice el filósofo, con
todo eso se diferenciaban en algunas de la manera que se ha dicho; y esto baste haber tratado
del gobierno de los Cretenses, conforme a lo que escribe de ellos Aristóteles.
Pero, porque hace mención de Licurgo, me parece conveniente poner aquí lo que las
historias cuentan de sus leyes; porque dice el mismo Justino que este Sabio dio preceptos a los
Lacedemonios y Cretenses, y obligó a los Lacedemonios bajo juramento a guardarlos, hasta
que volviese de cierta peregrinación que fingía hacer al templo de Apolo para consultarle sobre
su bien de ellos. Con esto se fue a Creta, y muriendo allí les dejó los mismos preceptos, y
mandó que su cuerpo fuese echado en la mar, para dar eternidad a sus leyes, con lo que
primero las había comenzado a enseñar.
Las leyes que enseñó las refiere en compendio Justino. Lo primero quitó el tener ningún
género de oro, y permitió al pueblo elegir senadores, y criar los magistrados que quisiese.
Mandó partir los campos igualmente entre todos, para que siendo iguales las haciendas
ninguno fuese más poderoso que otro. Mandó que los convites se hiciesen en público, para
que los deleites y riquezas de ninguno fuesen ocultos. No permitió que los mancebos se
pusiesen más de un vestido cada año, ni que unos anduviesen más aliñados que otros, ni
comiesen con más opulencia. Mandó que no se comprasen las cosas por dinero, sino por
recompensa de otras mercaderías; que los mancebos no se criasen por las laxas sino en el
campo, para que no ocupasen los primeros años en ocio y deleites, sino en ejercicio y
trabajo; que no dejasen de hacer ninguna cosa por causa del sueño, ni volviesen a la ciudad
hasta ser ya hombres.
Quiso que las mujeres se casasen sin dote, para que no fuesen escogidas por causa de la
hacienda, para que, no mirando a la dote, las tuviesen los hombres más sujetas. Señaló las
mayores honras no para los ricos ni poderosos, sino para los ancianos, estatuyendo que
nunca hubiese en la tierra, lugar más honrado que para la senectud.
Éstas, pues, fueron las leyes de Licurgo, de las cuales el filósofo no habla, y de que sería
largo tratar cuáles sean, y así se deja al presente, pero no contradice a lo que hemos dicho
que el filósofo dice del mismo Licurgo.
CAPÍTULO XIX. AQUÍ SE TRATA DEL GOBIERNO POLÍTICO DE LOS DE CALCEDONIA,
CÓMO FUE FAMOSO, Y EN QUÉ COSAS CONVENÍAN CON ELLOS LOS LACEDEMONIOS Y
CRETENSES, Y EN QUÉ SE DIFERENCIABAN
Pero ahora trataremos también del gobierno Político que tenían los de Calcedonia, el
cual alaba mucho Aristóteles, diciendo que estas tres repúblicas de los Lacedemonios,
Cretenses y Calcedonios fueron las más famosas entre los griegos, porque fueron ordenadas
más conforme a la virtud.
Es Calcedonia ciudad situada en Tracia, adonde fue celebrado el cuarto Concilio de
seiscientos treinta Obispos, en tiempo de León primero, hallándose presente el Príncipe
Marciano, lo cual no fue sin grande abundancia de la provincia poder tener provisión para
tanta multitud de Prelados.
El gobierno, pues, de esta ciudad, antepone Aristóteles a los demás en el segundo libro
de los Políticos, aunque en el que tuvieron las dos ciudades de que hemos hablado le fueron
muy semejantes, de la cual bondad y perfección pone Aristóteles tres señales: la primera,
que los que gobernaban vivían ordenadamente, y ejercitaban sus oficios con tranquilidad y
con estabilidad de costumbres; la segunda, que en el administrar las cosas de la república eran
muy concordes, ni hubo entre ellos sedición tal que fuese digna de hacerse mención de ella en
las historias, ni de otro ningún modo; y la tercera señal de la bondad de este gobierno saca el
Filósofo del quieto dominio que tuvieron, porque entre ellos nunca se levantó ningún señor, ni
noble, ni otro poderoso, que usare de tiranía.
Dice más Aristóteles de lo que conformaban los Lacedemonios con los de Calcedonia, pero
que éstos tenían más excelente modo. Lo primero en los convites y fiestas, pues en las
demostraciones que hacían con personas graves, entre los Lacedemonios, contribuían todos
para ellas; pero los de Calcedonia tenían modo más honesto, porque esto se hacía sin oprimir a
los pobres.
Lo segundo en que convenían era la elección de los ancianos y del Rey. Pero en esto
diferían en que los Lacedemonios elegían de cualesquiera del pueblo los que llamaban Éforos,
y eran pocos, y a éstos les tocaba la elección del Rey; pero los de Calcedonia elegían más en
número, y de los mejores, a los cuales Aristóteles llama Príncipes, y eran en Calcedonia ciento
cuatro, y se les daba este nombre por la virtud de su dominio, porque con ninguna cosa se
gobierna mejor que con ella; a éstos mismos llama el Filósofo Genesios, que quiere decir
honrados, y su oficio era asistir con el Rey, y elegirle.
Además de esto se diferenciaban los de Calcedonia de los Lacedemonios, porque a éstos
que dijimos, no los elegían de todas gentes indiferentemente, sino de los que eran más dignos
de ser elegidos, según la virtud, y da la causa de esto Aristóteles, porque los que son de bajas
partes levantados al Principado casi siempre son dañosos a la república. Y así alguna vez lo
fueron a la de Calcedonia, conforme aquello del Poeta: "Ninguna cosa hay más áspera que un
bajo levantado a lugar alto". De adonde es que en el capítulo 9 del Eclesiastés se dice, como de
cosa que es en mucho detrimento del gobierno: "Hay un mal, que vi debajo del sol, y que
como por yerro procede de la presencia de los Príncipes, un necio puesto en sublime dignidad,
y sentarse los ricos abajo de él; vi esclavos en caballos, y los Príncipes andar a pie como los
esclavos".
Y también no elegían los de Calcedonia siempre a los de un mismo linaje, porque la
naturaleza muchas veces falta en el proceso de una generación, pero levantaban a los hombres
virtuosos de cualquier género que fuesen, para hacer los Príncipes o Genesios, que, como
dijimos, quiere decir honrados viejos.
Y en esto imitaban el modo de gobierno Aristocrático, que es el Principado de pocos y
virtuosos, el cual tenían verdaderamente los Calcedonios, porque el Rey con algunos hombres
honrados y virtuosos trataba de las cosas que se habían de hacer en la ciudad, sin requerirse el
consenso del pueblo, de la manera que se escribe de los Romanos en el primero de los
Macabeos, que tenían un consejo de trescientos veinte hombres, que trataban de lo que tocaba
a la demás muchedumbre, para poner por obra lo que conviniese.
Y aunque el Rey podía hacer lo mismo con acuerdo de los dichos Genesios, con todo eso
algunas veces se pedía su parecer al pueblo sobre algunas cosas que se habían de hacer, el cual
podía consentir en ello o denegarlo; así que no se podía hacer nada si el pueblo no venía en
ello, después de serle propuesto, y entonces se reducía el estado del gobierno al Principado
Democrático, porque esto era en favor de la gente plebeya; y algunas veces se encargaban
algunas cosas a pocos, y entonces el Principado se llamaba Oligárquico, porque elegían
cinco personas de entre los ricos, a los cuales llama Aristóteles Pentacontarcos, y a éstos les
tocaba el elegir aquellos ciento y cuatro honrados, o Genesios, y esto fue principio del
gobierno de los Calcedonios, el cual modo observan hoy las ciudades de Italia, y
principalmente las de Toscana.
Y estos modos fueron también guardados de los Romanos todo el tiempo que duró el
Consulado; porque primero fueron creados los Cónsules, que eran dos, y después el
Dictador y el Maestro de la Caballería, como lo cuentan las historias, y a éstos pertenecía
todo el gobierno de la ciudad, y así era regida con Principado Aristocrático. Más adelante
fueron creados los Tribunos en favor del pueblo, sin los cuales los demás ministros no
podían ejercitar el gobierno, y así se juntó al que decimos el Principado Democrático.
Después, con el discurso del tiempo, los Senadores tomaron todo el poder del gobierno,
si bien ya habían sido instituidos por Rómulo, porque dividió la ciudad en tres partes, en
Senadores. soldados y plebe, y entonces, mientras hubo Reyes en Roma, tuvieron los
Senadores el lugar que los ancianos que había en Lacedemonia y se llamaron Éforos, o
como en Creta los que se llamaban Cosmos, o los Genesios en Calcedonia, de que ya
hemos dicho; y porque los Senadores principalmente eran contenidos en la multitud de la
ciudad, por eso entonces el Principado de los Romanos era llamado Político; pero cuando
se corrompía este gobierno por la potencia de alguno, como en el tiempo que se levantaron
las guerras civiles, entonces se regía con Principado Oligárquico.
Esto se ha dicho para mostrar que el gobierno de los griegos concordaba mucho con el
nuestro, aun en los tiempos de Aristóteles.
CAPÍTULO XX. CÓMO ARISTÓTELES TRATANDO DE LA POLICÍA DE LOS CALCEDONIOS
DA UN DOCUMENTO PARA LA ELECCIÓN DEL PRÍNCIPE, SI HA DE SER ELEGIDO RICO O
POBRE; Y DE LA MANERA QUE EL POBRE VIRTUOSO DEBE SER SUSTENTADO, Y SI CONVIENE
QUE UNO GOBIERNE COSAS DIFERENTES
Enseña también el mismo Filósofo en el gobierno de los Calcedonios un documento
acerca de las elecciones, y es que no se hagan con arte o por suertes, sino que se elijan de los
virtuosos, porque acontece que algunas veces cae la suerte sobre algún pobre, el gobierno
de los cuales es peligroso, porque, como él mismo dice y arriba mostramos, es imposible
que el que tiene necesidad gobierne bien, y que pueda tratar como conviene de los negocios
públicos; porque por la necesidad es sediento de las ganancias, y se aparta de la virtud ni
puede ser señor de sí, para tener el ánimo quieto, o que, como dice Salustio de los antiguos
Romanos, le tenga libre en las cosas en que hubiese de dar consejo.
También enseña otro precepto que dice tenían en su gobierno los de Calcedonia, cuando se
ofrecía elegir algún pobre que fuese virtuoso; que para quitarle la ocasión de darse a ganancias
ilícitas la República lo proveía de lo necesario. De adonde es que en cualquiera gobierno hay
instruidos estipendios del tesoro público, como dice San Agustín, para que dejando de
procurar las ganancias no se haga rico el robador, o de los bienes de cada uno que vive debajo
de tal gobierno, como son los tributos y rentas que se deben a los señores por cierto derecho
natural, como prueba el Apóstol escribiendo a los Romanos en el primer capítulo: "Por tanto,
dice, les pagáis tributos, porque son ministros del Señor, que le sirven en esto". Y en la primera
Epístola a los Corintios: "¿Quién milita jamás a su costa?, ¿quién apacienta un rebaño, y no
come de la leche?"
Pero de esto nace una cuestión que el mismo Aristóteles toca tratando de este modo de
gobierno, que es si los ricos deben ser siempre elegidos para gobernar, porque en esto se da
ocasión a que los hombres amen y procuren las riquezas por cualquiera camino que puedan,
por cuanto la naturaleza humana siempre apetece el honor, como escribe Valerio Máximo,
comparando la Oligarquía con la Aristocracia, porque según la Oligarquía siempre se eligen los
ricos; mas conforme a la Aristocracia siempre se escoge al virtuoso, porque sea rico o sea
pobre, como viva virtuosamente, siempre se debe elegir en la verdadera policía; pero hay
menos peligro en los ricos, porque tienen los instrumentos de la vida humana, con que pueden
ejercitar sus oficios honestamente, salva la justicia de los súbditos.
Y escribe otras muchas cosas el Filósofo de la policía de los Calcedonios, comparando el un
Principado al otro, pero concluye haber dos cosas reprensibles entre ellos. La una, que
permitían que un mismo Príncipe gobernase cosas diferentes, lo cual él reprueba, mostrando
que era mucho mejor, y cosa más digna, y que conviene más a un Principado, que sean más los
que gobiernen cosas diferentes, y que no sea uno solo el que gobierne muchas.
Y la razón de esto se puede sacar de las palabras del Filósofo en la misma parte, porque
gobernando cosas diferentes, el acto conveniente a la una es impedido por otro conveniente a
otra, donde pone este principio de que saca el argumento, diciendo que una obra es
perfeccionada cumplidamente por uno, para lo cual pone dos ejemplos: uno de los que tañen
flautas o cítaras y de los que bailan, porque en sus obras se contrarían a sí mismos, y en los
instrumentos, porque la flauta o la cítara requieren un hombre inteligente en la música, y
manos ágiles y sutiles; pero en el que baila nada de esto requiere, porque basta aunque sea un
aldeano con las manos ásperas y escabrosas, de manera que así acontece en los que gobiernan
cosas diferentes, que se contrarían unas a otras, como el tañedor de la flauta al que baila.
Otro ejemplo trae de la guerra por mar y de la de tierra, porque no es conveniente que
ambas las gobierne una misma persona, porque no son semejantes las acciones en ellas, siendo
uno el modo de pelear en el campo y otro el de pelear en las aguas, y diferentes instrumentos
requiere la guerra por tierra que por mar, y, por consiguiente, diferentes acciones. De donde se
concluye que es inconveniente que un Ministro gobierne cosas diferentes, y que las pueda
gobernar bien por las acciones e instrumentos que tienen contrarios.
Además de que la virtud es débil en el agente, porque apenas un hombre basta para
gobernarse a sí mismo; y es cosa dura que quien no sabe moderar su vida sea juez de la
como dice San Gregorio; y así será mucho más dificultoso el tener muchos gobiernos
diferentes por las causas referidas.
CAPÍTULO XXI. DE LA POLICÍA DE PITÁGORAS, QUE ÉL APRENDIÓ DE LOS DICHOS
FILÓSOFOS MINOS Y LICURGO, Y CÓMO TODO SU FIN FUE ACOSTUMBRAR LOS HOMBRES A
LA VIRTUD
Además de estos modos de gobierno, que el Filósofo toca en su Política, se halla otro
filósofo, de que el mismo Aristóteles hace mención, y éste fue Pitágoras, que floreció dos
edades antes de él y de quien tuvo principio el nombre de filósofo, como escribe Valerio
Máximo, porque no se atrevió a llamarse Sabio, y a contarse en el número de los siete que
habían sido antes de él, sino que quiso llamarse filósofo, que quiere decir amador de
sabiduría.
Éste, como enseña Justino Español, habiendo andado en Egipto aprendiendo los
movimientos de las estrellas y el origen del mundo, volvió desde allí a Creta y a
Lacedemonia a aprender las leyes de Minos y Licurgo, de las cuales hemos ya tratado, y en
que él fundó su gobierno Político.
Pero además de esto escribe de él Justino, que viniendo a Crotona, pueblo entregado a la
lujuria, le volvió y redujo a templanza con su autoridad. Alababa cada día la virtud y
reprendía los vicios, y recontaba las caídas de las ciudades que a causa de ellos se habían
perdido, de manera que persuadió a todos a tratar con tanto cuidado de la templanza, que
muchos de ellos parecía imposible que hubiesen caído en el vicio de la lujuria. Y Tulio dice
del mismo que con cierta armonía y género de música extinguía en los hombres este vicio;
donde cuenta que como Pitágoras supiese que un mancebo Tauromitano estaba loco a la
puerta de una ramera, su amiga, mandó que le cantasen en un salterio espondeo, y que con
esto le volviera en su juicio.
La doctrina de que viviesen las mujeres apartadas de los varones, y los mancebos de sus
padres, la fomentó siempre, como suele suceder, en el entrarse en religión por las
encendidas palabras de la predicación, o por las obras y excelente vida del que la enseña.
Enseñaba a unos la pudicia y a otros la modestia y el estudio de las letras, y a las matronas
que se quitasen los vestidos ricos, y los demás ornamentos de su grandeza, por ser unos
ciertos instrumentos de la lujuria, y las persuadía a consagrarlos a Juno, y ponerlos en su
templo, afirmándoles que la castidad había de ser su verdadero adorno.
Este, pues, habiendo estado en Crotona veinte años, se pasó a Metaponto, y allí murió,
del cual quedó tan grande admiración que de su casa hicieron templo y a él le reverenciaron
por Dios. Escribe también San Jerónimo del mismo contra Joviniano, que tuvo una hija tan
honesta que no sólo conservó la virginidad, sino que presidía en una compañía de vírgenes,
enseñándoles a serlo con su doctrina.
De todo lo cual parece que Pitágoras en el gobierno Político que enseñó, todo su fin y su
intención se enderezaba a atraer los hombres a vivir conforme a virtud. Lo cual muestra
también Aristóteles en su Política, porque todo el verdadero gobierno político se destruye en
apartándose de este fin.
CAPÍTULO XXII. DE LOS DOCUMENTOS DE PITÁGORAS, DADOS DEBAJO DE FIGURAS Y
ENIGMAS, Y DE DOS FIDELÍSIMOS AMIGOS, SUS DISCÍPULOS
Pone también San Jerónimo en el lugar que dijimos ciertas leyes de Pitágoras para la
conservación de su gobierno, enseñadas, según la costumbre de los antiguos, debajo de ciertas
parábolas y paradigmas.
"Se ha de huir, dice, y apartar por todos caminos la flojedad del cuerpo y la impericia del
ánimo, la lujuria del vientre, y la sedición de las ciudades, y las discordias de casa, y
comúnmente la destemplanza en todas las cosas".
Y de la doctrina de los Pitagóricos son también estas sentencias: "Que entre los amigos
todas las cosas son comunes, y que mi amigo es otro yo", y en cumplir esto pusieron su mayor
cuidado. Y así cuenta Valerio Máximo de dos discípulos de Pitágoras, Damón y Pithias, que se
juntaron con tan vehemente amistad que siendo uno de ellos condenado a muerte por
Dionisio Tirano, y alcanzando tiempo para ir a su patria a componer sus cosas antes de morir,
el otro amigo no dudó de salir por su fiador y ponerse en poder del Tirano. Venido, pues, el
día señalado en que había de volver, y no llegando el condenado, condenando todos por
necedad tan temeraria fianza, el preso decía que no tenían temor de que faltase la constancia de
su amigo; pero en el mismo momento y hora que se había señalado por Dionisio, llegó el que
así lo había prometido, y admirado el Tirano del ánimo de entrambos le perdonó el castigo, y
deseando unirse a gente tan fiel les rogó que le admitiesen a la compañía de su amistad.
Y escribe San Jerónimo otros documentos o leyes que Pitágoras enseña en su policía,
conviene a saber, que se ha de tener gran cuidado con dos tiempos, que son la mañana y la
tarde, esto es, de las cosas que hemos hecho, y de las que hemos de hacer; que después de Dios
debe ser reverenciada la verdad, porque ella sola hace los hombres cercanos a Dios.
Refiere también San Jerónimo sobre el Eclesiastés, que es de Pitágoras aquella sentencia:
Que los hombres habían de callar por cinco años en las escuelas, y que después de estar
eruditos tuviesen licencia para hablar.
Y se hallan otros documentos y leyes suyas dadas debajo de enigmas, que las cuenta San
Jerónimo contra Joviniano. "No pasarás, dice, la balanza" esto es, no excediendo de la justicia;
"no escarbes el fuego con el cuchillo", esto es, al que está enojado y con ira no le fatigues ni
enciendas con malas palabras; "de ninguna manera pises la corona", esto es, que las leyes de las
repúblicas deben ser guardadas; "el corazón no se ha de comer", esto es, que se ha de
apartar la tristeza del ánimo; "no andes por el camino público", esto es, que no se han de
seguir los yerros de muchos, "no tengas en casa golondrinas", esto es, los gorjeros y
habladores no los recibas en tu compañía, y otros muchos documentos y cosas semejantes a
éstas se hallan de él; porque este filósofo en su modo de gobierno Político enseña más las
cosas que se ordenan al gobierno del alma que al del cuerpo; porque bien reguladas aquéllas
las del cuerpo se disponen más fácilmente.
Y baste al presente lo que hemos dicho de los diversos modos de gobierno Político;
ahora trataremos de la verdadera vida Política, conforme a lo que escribe el Filósofo y otros
Sabios.
CAPÍTULO XXIII. EN QUÉ CONSISTE LA VERDADERA POLICÍA DE QUE NACE LA
FELICIDAD POLÍTICA, QUE ES CUANDO SUS PARTES SE CORRESPONDEN ENTRE SÍ UNAS A
OTRAS
Y porque, tratando de gobierno Político, es lo mismo que tratar de una ciudad, el modo
de escribir de él depende de la calidad de la ciudad, que según la autoridad de San Agustín
ya dicha, es una muchedumbre de hombres junta con algún vínculo de compañía, que viene
a ser bienaventurada por la verdadera virtud. Y esta definición no es diversa de la sentencia
del Filósofo, que pone la felicidad política en el perfecto gobierno de la República, como se
ve en el primero de las Éticas.
Porque la virtud con que rige el gobernador político, es como la del arquitecto, respecto
de las otras virtudes que hay en los demás ciudadanos, porque las demás virtudes civiles se
ordenan a ella, como el arte de la Caballería y del tirar flechas se ordenan a la militar, y por
tanto, por ser virtud suprema, consiste en sus operaciones la felicidad de la república, como
lo siente el Filósofo en el libro dicho; porque de esta manera sucede en una verdadera y
perfecta policía lo que en un cuerpo bien dispuesto, en que las fuerzas orgánicas están en
perfecto vigor. Y si la virtud suprema, que es la razón, dirigiere las demás potencias
inferiores, y se movieren a sus mandatos, entonces resulta una cierta suavidad y perfecta
delectación de las fuerzas entre sí mismas, a la cual llamamos armonía. De adonde es, que
San Agustín, en el tercer libro de la Ciudad de Dios, dice que una república o ciudad bien
dispuesta se compara a las voces de los músicos, adonde de diversos sonidos
proporcionados entre sí se hace el canto suave y deleitoso a los oídos.
Y esta república propiamente fue en el estado de la inocencia regulada por la virtud de la
original justicia, además del acto del conocimiento divino, de lo cual entonces se causaba
una felicidad contemplativa, y aun después acá por virtud participada en los varones
perfectos, para no querer sino aquello que la regla de la razón manda, y lo que place a Dios.
Y de esta razón se movió el Filósofo a comparar una república o policía a un cuerpo natural
orgánico, en el cual hay movimientos dependientes de un movedor o dos, como son el corazón
y el cerebro y con todo eso en cualquiera parte del cuerpo hay operaciones propias, que
corresponden a los primeros movimientos, y que se ayudan unas a otras. De donde afirma que
este cuerpo es animado por beneficio del favor divino, y que por orden de Dios sumamente
justa usamos de la razón; lo cual confirma el Apóstol San Pablo en la primera Epístola a los
corintios, mostrando que toda la Iglesia es un cuerpo distinto en partes, pero unido con el
vínculo de la caridad; así que para el verdadero gobierno Político se requiere que los miembros
sean conformes con la cabeza, y que no discuerden entre sí, y que todo sea dispuesto en la
ciudad de la manera que decimos.
Además, vemos también que las causas y las cosas causadas, y las que mueven, y las que son
movidas, tienen entre sí una debida proporción en cuanto a la influencia, porque las cosas
inferiores se mueven según el movimiento superior, y las superiores mueven cuando es
conveniente a las inferiores, siendo así que en la naturaleza criada hay este orden de las cosas
superiores a las inferiores, y también al contrario, mucho más debe haberla en la naturaleza
intelectual, cuanto es más perfecta entre las cosas que tienen ser; y si esta composición causa
suavidad contemplándola, mucho mayor la causará puesta por obra. Y de aquí se movieron los
Pitagóricos a decir que había melodía en los cuerpos celestiales, como lo dice el Filósofo en el
segundo libro de Acerca del Cielo, por los movimientos ordenados que tienen y que jamás faltan,
de adonde procede una suma suavidad, y porque ésta debía haber de ser animada por esto
dijeron que gozaban de felicidad; luego el vivir de esta manera políticamente hace la vida
perfecta y feliz.
Fuera de esto, como ya dijimos de sentencia de san Agustín, el orden es una disposición de
cosas iguales y desiguales, que da a cada uno lo que le toca, por la cual definición damos
diferentes grados en una república, así en la ejecución de los oficios como en la sujeción y
obediencia de los súbditos, por lo cual entonces es perfecta una congregación de compañeros,
cuando cada uno en su estado tiene debida disposición y operación; porque así como un
edificio es durable cuando sus partes están bien situadas, así también acontece en una república
que tiene firmeza y perpetuidad cuando cada uno, sea el que gobierna, el ministro o el súbdito,
obran debidamente, conforme requieren las acciones de su estado. Y porque allí no hay
ninguna repugnancia, por eso consiguientemente habrá suma suavidad y firmeza de estado, lo
cual es propio de la felicidad política, como dice el Filósofo.
Estos tales gobernadores de una ciudad o policía, para que conserven en paz el pueblo, nos
los describe en el Éxodo Jethró, suegro de Moisés: “Provee, dice, del pueblo varones
poderosos, que sean hombres de verdad, que aborrezcan la avaricia, y constituye de ellos
Tribunos y Centuriones y Quincuagenarios y Decuriones, que juzguen el pueblo en todo
tiempo", y después añade: "Si eso hicieres, cumplirás el mandato del Señor, y podrás cumplir
sus preceptos, y todo este pueblo volverá en paz a sus tierras"; como que de esta manera todas
las cosas estuviesen en cierta suavidad del alma y paz del cuerpo. De donde procede la felicidad
del hombre, si fueren tales los gobernadores de la república como aquí se ordenaba.
Y tales dice Salustio que fueron los gobernadores Romanos, con lo cual vino a hacerse
grande la república que antes era pequeña, porque tuvieron industria en sus casas y fuera
justo imperio, ánimo libre en los consejos, y no dados a lujurias y deleites, en las cuales
cosas se nos enseñan los actos de un virtuoso gobierno, con que se muestra la perfecta y
feliz policía.
CAPÍTULO XXIV. DIVÍDASE LA POLICÍA EN TRES MANERAS, Y TRÁTESE DE CADA UNA DE
ELLAS, Y PRIMERO CÓMO SE DISTINGUE EN ARTES INTEGRANTES, CONFORME A LA OPINIÓN
DE SÓCRATES Y DE PLATÓN
Ahora trataremos esencialmente de las partes en que se divide una policía o república, las
cuales debernos considerar o respecto del todo de la misma república, a quien corresponden
las partes integrales, o respecto del gobierno de ella, en cuanto se ordenan a las cosas de la
guerra; porque según esta división le dan diferentes nombres los escritores de las historias, y
los autores de las leyes.
Y en cuanto al primer modo de hacer esta división podernos seguir la que hemos tocado,
que es de Sócrates y de Platón, los cuales la dividen en cinco partes, conviene a saber:
gobernadores, consejeros, soldados, artífices y labradores.
Otra división fue de Rómulo, primer Príncipe de la ciudad de Roma, el cual, según
refieren las historias, dividió la multitud de su pueblo en tres partes, que fueron: Senadores,
Soldados y pueblo; y la policía de Hípódamo se constituía de tres géneros de hombres:
soldados, artífices y labradores, como arriba se ha dicho, de las cuales divisiones cualquiera
puede recibirse, y tiene su fundamento.
La primera, que contiene cinco diferencias de hombres, es muy conveniente, porque
considerando las fuerzas del alma, respecto de las cuales se consideran nuestras necesidades,
y de donde nace la que hay de que se funden y constituyan ciudades, manifiesto es que esta
división es suficiente, porque el hombre padece algunas faltas respecto de la parte intelectiva
para vivir conforme a virtud. Por lo cual le fue dada la virtud directiva para poder
encaminar las cosas que hubiese de hacer, a la cual pone el Filósofo entre las virtudes
intelectuales; y por esto se escribe en el Eclesiástico: "Hijo, ninguna cosa hagas sin consejo,
y no te arrepentirás después de lo hecho". Y por tanto en la república, o policía, los
Consejeros son la más importante parte, por la cual Plutarco los compara a los ojos, que
son entre las partes del cuerpo la más noble.
Tiene también el hombre necesidad de la virtud que refrena la concupiscencia y los
afectos que son desordenados, como dice el Filósofo, por lo cual son de él llamados
enfermedades en el séptimo libro de las Éticas, y por esto son necesarios los Gobernadores
para corregir la malicia de los hombres. Por lo cual también dice el Apóstol que no sin causa
traen cuchillo que con ira castiga al malhechor; por la cual razón los Príncipes y
Gobernadores instituyeron las leyes, como muestra el Filósofo, y el mismo Apóstol en la
Epístola a los Gálatas en el capítulo treinta, diciendo: "La ley fue puesta para los
transgresores", y también dice: "La ley no se puso para el justo".
Hay también otras necesidades en la vida humana que responden a otras potencias del alma,
como los vestidos, los adornos y mantenimientos. Las dos cosas primeras remedian las
necesidades de la parte sensitiva del hombre, lo cual es obra del artificio, ya con los edificios, ya
con los vestidos y calzados, y con otras cualesquiera cosas y el tacto, o le son de algún
provecho a los hombres artificiales que deleitan la vista, el oído, el olfato.
Pero, para suplir las faltas de la vida humana en cuanto al mantenimiento, lo cual
corresponde a la parte vegetativa, a esto se ordenan los labradores en cuanto al pan, vino,
frutas, ganados mayores y menores, y aves, cosas que de derecho están obligados a llevarlas a
las ciudades. Los Soldados son conveniente parte de la república, ordenados contra los que
acometen las otras partes de ella, y para que aquéllas estén seguras, porque los soldados se
instituyen en las repúblicas para que se opongan por su patria contra los enemigos; y así para
este fin los obligan con juramento, cuando suben al grado militar, de que no rehusarán la
muerte por su república, como se escribe en el Polícrato, donde se trata del juramento que
hacen los soldados; así que ellos son necesarios en la república, porque su oficio es asistir al
Rey para la ejecución de la justicia, según se dice en el dicho libro; y para que fiel y
constantemente peleen por la conservación de la patria, de manera que los soldados son
provechosos no sólo a una parte de la república, sino a todas y a cada una singularmente.
De todo lo cual parece claro que Sócrates y Platón dispusieron suficientemente su república,
cuanto a las partes de ella.
CAPÍTULO XXV. AQUÍ SE MUESTRA SER BASTANTES LAS PARTES INTEGRALES DE LA
REPÚBLICA QUE HIPÓDAMO Y RÓMULO SEÑALARON
Y también la división que dijimos es tolerable, porque viene a ser lo mismo que la primera,
la cual se ha mostrado ser bastante.
Y esto es así porque en la división de Rómulo, cuando se habla de los Senadores,
entendemos los Gobernadores Políticos y los Sabios, que tenían cerca de sí Asesores y otros
cualesquiera jurisperitos, porque los Príncipes Políticos tienen más Consejeros que los Reales o
Imperiales, conforme a lo que se escribe de los Romanos en el primer libro de los Macabeos,
que cada día entraban en consejo trescientos veinte de entre todos los demás para tratar de lo
que era bien se hiciese.
De lo cual puede ser la razón que el gobierno Político solamente se rige por las leyes, como
ya hemos dicho, pero el Real y el Imperial, aunque se gobiernan con leyes, con todo eso en los
casos oportunos, y en el tratar cualquiera negocio, el gobierno consiste en el arbitrio del
Príncipe, porque lo que a él le place se tiene por ley, como definen los derechos. Y así se
concluye que en el dominio Político son más necesarios los Consejeros, los cuales se
incluyen en el nombre de Senadores. De adonde San Isidoro en el decimoprimero de las
Etimologías dice que Senador se llama de aconsejar y tratar de las cosas, mirando por todos,
dañando a ninguno, por lo cual San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios cuenta los
ancianos entre los Senadores.
Así que comprendemos en el nombre de Senadores los gobernadores, como el mismo
San Isidoro enseña en el libro dicho de sentencias de Salustio, el cual dice que los Senadores
fueron llamados padres por el diligente cuidado que tenían del gobierno; porque así como
los padres a sus hijos, así ellos gobernaban la república; y así parece que en el nombre de los
Senadores, que Rómulo hizo distintos de los soldados y del pueblo, comprende también los
Gobernadores y Consejeros, de que Sócrates y Platón hablan distintamente.
Y también en el nombre del pueblo podemos entender los artífices y labradores, porque
entrambos géneros de gente salen de la plebeya.
Así se ve que la división de la gente de una república, que hicieron estos filósofos, no es
discordante de la que Rómulo hizo; pero la división que dijimos del filósofo Hipódamo
parece que puede dudarse, porque no hace ninguna mención de Gobernadores y
Consejeros, ni se pueden reducir a ninguna de las partes que señala, porque sus actos y
naturaleza son del todo diferentes de ellas; pero, si se atiende a lo que hemos dicho del
modo que puso en su república, fácilmente se resolverá la cuestión, porque trata de los
Jueces y Asesores en la parte que pone su distinción acerca de ellos, de la cual nosotros
podemos entender los Gobernadores y Consejeros, de los cuales no hace mención, cuando
trata de las partes de su república, porque allí sólo pone las que son forzosas para las
necesidades de la vida corporal, por lo cual su sentencia, en cuanto a la sustancia, no parece
que difiere de la primera, que es de Sócrates y Platón. Y esto baste haber dicho de las partes
de que se constituye una república.
Pero una cosa hemos aun de considerar en ellas, que es de los soldados, porque todos
los modos de república hacen mención de esta parte, de lo cual podemos sacar la razón de
Vegecio en el primer libro del arte militar, porque todas las provincias y ciudades han sido
conservadas en su vigor por los soldados. Y porque la república Romana vino a disminuirse
por el desuso de las armas, después de la primera guerra africana, pasando la vida en ocio
por espacio de veinte años, con lo cual los Romanos, que en todas partes habían sido
vencedores, se hallaron tan sin fuerzas que en la segunda guerra no podían igualarse a
Aníbal; y habiendo perdido tantos Cónsules y ejércitos, entonces finalmente alcanzaron
victorias cuando pudieron haber vuelto a aprender el ejercicio militar; y después concluye
diciendo así: "Siempre se han de elegir y ejercitar los mozos, porque consta que es más útil
instruir los propios en las armas, que dar sueldo a los ajenos".
Necesarios son, pues, los soldados en la república en todo tiempo, lo uno para conservar
la paz entre los ciudadanos, y lo otro para evitar los acontecimientos de los enemigos. Y así
considerado de cuánto provecho son en la república, se les da el mayor honor entre los
ciudadanos, como a más necesarios para la conservación de la república, y por los peligros a
que por ella deben exponerse. Por lo cual a sólo los soldados victoriosos se daba corona, y de
aquí es que en el Polícrato son comparados a las manos, que según Aristóteles en el segundo
del Acerca del alma, es el principal miembro de los miembros. Y también los derechos favorecen
a los soldados con más amplio privilegio que a los demás ciudadanos en los testamentos y en
las donaciones, y en otros cualesquiera negocios; pero principalmente cuando están en los
ejércitos y ejercitan su oficio.
CAPÍTULO XXVI. PROCEDE TRATANDO DE OTRAS PARTES DE LA REPÚBLICA RESPECTO DEL
GOBIERNO, Y SE EXPONEN LOS NOMBRES DE DIVERSOS OFICIOS
Y en cuanto a los partes de la república respecto del gobierno, porque los Romanos
tuvieron mejor orden en él, y los historiadores ponen los grados de sus ministros después de
haber sido Tarquino echado del Reino, trataremos de ellos en particular, como de ejemplar de
los demás.
Y lo primero dicen que fueron instituidos los Cónsules, los cuales fueron Bruto, que era el
que más había hecho para que Tarquino fuese desterrado, y Tarquino Coriolano, marido de
Lucrecia; los cuales se llamaron Cónsules por el mirar por los ciudadanos, o porque todas las
cosas las gobernaban con consejo; y se ordenó que se mudasen cada año, según dijimos arriba,
para que si alguno fuese insolente se socorriesen con brevedad de otro que fuese más
moderado; y quisieron que fuesen dos iguales, porque el uno administrase las cosas de la paz
en la ciudad, y el otro las de la guerra.
Y de allí a algún tiempo, que fue el quinto año después que fueron echados los Reyes,
crearon Dictador con ocasión de novedad que se ofreció en la ciudad: porque como un yerno
de Tarquino congregase un grande ejército contra la ciudad para vengar la injuria del Rey,
instituyeron la nueva dignidad del Dictador, la cual era mayor en la potestad y el imperio que el
Consulado, y también era más excelente en cuanto al tiempo, porque de cinco en cinco años
expiraba este oficio, y el Consulado cada año. Estos eran llamados del pueblo Maestros, la cual
dignidad dicen las historias que tuvo Julio César, y en ellas se refiere que también el mismo año
fue instituido el Maestro de la Caballería, el cual obedecía al Dictador.
Y el primer Dictador, según escribe Eutropio, fue Lamio, y el Maestro de la Caballería
Espurio Casio.
Y en el sexto año, porque los Cónsules gravaban mucho a los plebeyos, fueron por ellos
instituidos los Tribunos, que se llamaron así, según dice San Isidoro en el libro 9 de las
Etimologías, porque daban y atribuían al pueblo su derecho. Y este lugar tienen en las ciudades
de Italia los ancianos ordenados para tratar de la defensa de la gente plebeya. Pero aquí se ha
de advertir que los Senadores fueron siempre, desde que Rómulo los instituyó. Y así dicen las
historias que porque los Cónsules y los Senadores trataban pesadamente al pueblo fueron
creados los Tribunos, para que le favoreciesen.
Hay también otros nombres de oficios de ministros de la ciudad de Roma, de que las
historias hacen mención, pero principalmente San Isidoro, en el libro noveno de las
Etimologías, como eran Censores, Patricios, Prefectos, Pretores, Padres Conscriptos,
Procónsules, Ex Cónsules, Censorinos, Decuriones, Magistrados y Tabeliones, todos los
cuales diremos brevemente.
Patricios se llamaban porque así como los padres tienen cuidado de los hijos, le tenían
ellos de los ciudadanos y república Romana, como fue la casa de los Fabios, de que dijimos
arriba; de manera que ser Patricio no era oficio en la república, sino una cierta reverencia
paternal del pueblo para con alguna familia de la ciudad, por el celo de las cosas de la
república Romana que tenían a su cargo, por lo cual los derechos de las gentes anteponen el
ser Patricios a cualquiera otra eminencia y Principado, como el padre a cualquiera cuidado
de los tutores.
Los Prefectos se llamaron así porque presidían en la potestad pretoria; por lo cual los
mismos que se llamaban Pretores se llamaban también Prefectos, porque trae consigo este
oficio el poder en todas las facciones que se hacían, como el que principalmente ponía por
obra, y era ejecutor de la justicia; pero la Escritura Sagrada lo atribuye a acciones exteriores,
según en el principio del Éxodo se escribe que mandó Faraón a los Prefectos de las obras, y
a los cobradores del pueblo, diciéndoles: "De ninguna manera daréis de aquí adelante paja al
pueblo para hacer los ladrillos"; y éstos también se llamaban pretores por la prosecución de
la justicia.
Padres Conscriptos se llamaban los Senadores por razón del oficio, porque, como refiere
el mismo San Isidoro, cuando Rómulo los instituyó hizo de ellos diez partes, y escribió sus
nombres en tablas de oro, en presencia del pueblo, y desde allí se llamaron Padres
Conscriptos, los cuales también los distinguió en tres órdenes: los primeros se llamaban
ilustres; los segundos, expectables; y los terceros, clarísimos; vocablos que sería muy largo el
explicarlos.
Procónsules eran coadjutores de los Cónsules, como dados o añadidos a ellos. Ni usaban
del oficio de Cónsules absolutamente, como ni el procurador del de curador o actor, sino
que Procónsul se decía un Asesor que en lugar de los Cónsules juzgaba. Ex cónsul se
llamaba el que ya no era Cónsul, después de haberlo sido su año, por lo cual era llamado así,
como decir que estaba fuera del Consulado pero quedábanle, con todo, eso algunos rastros,
o de alguna exención o señal de alguna eminencia, por donde se conocía que había sido
Cónsul.
Censorinos se llamaban otros jueces menores, diputados para las acciones del gobierno
de los Censores, de que ya hemos dicho, como decir inferiores Censores.
Pero los Decuriones fueron dichos así, porque trataban de todas las cosas de los
palacios, que llamaron Curias, como dice San Isidoro, porque en ellos administraban sus
oficios. Así es llamado José de Arimatea, noble decurión, varón justo y bueno, que
comprando la sábana para Cristo nuestro Señor le dio sepultura costosísima, y dignísima de
reverencia.
Del Magistrado hemos dicho bastante en el fin del precedente libro; y ahora diremos del
oficio ínfimo en cualquiera gobierno, que era el tabelión, que es notario, dicho así porque traía
y tenía a su cargo las tablas en que se escribían las cosas de la república y de personas
particulares; y el mismo se llamaba Escribano Público, porque escribía los hechos que se
llamaban públicos; y los derechos de las gentes le llaman siervo público.
Réstanos pues decir de un nombre sólo de dignidad, en cuanto al gobierno político, que era
el de Escipión, el cual, según la propiedad del vocablo significa el báculo, como que con él se
guiasen y sustentasen; del cual usó el padre de Cornelio Escipión, porque de éste dicen las
historias que era ciego, y así salía con báculo a la plaza. Y a su semejanza Publio Cornelio su
hijo, porque sustentó la república contra Aníbal y Cartago, fue llamado Escipión. Y porque
sujetó toda el África a los Romanos fue llamado Escipión Africano; a diferencia de otro
Escipión, su sobrino, que sujetó a España y fue llamado Numantino, por haber sujetado y
postrado a Numancia. Escribe también San Agustín en el primer libro de la Ciudad de Dios que
hubo otro tercero Escipión, que fue llamado Nasica, hermano de Escipión el mayor, el que
estorbó que Cartago fuese destruida, afirmando que el permanecer era medicina para los
Romanos. Por esto, por la bondad de tan grandes varones, considerado el principio de adonde
había comenzado el nombre de los Escipiones, llamaron los Legisladores Escipión a la vara
que los Príncipes o Gobernadores traen en la mano, como siempre vencedores, de la manera
que lo fue aquel grande Escipión. De adonde cuenta San Isidoro en el decimoséptimo de las
Etimologías, que los que triunfaban llevaban togas y mantos de púrpura, y en la mano el escipión
o vara y el cetro, a imitación de la victoria de Escipión.
Y esto baste haber dicho por ahora de los nombres de las dignidades, respecto del gobierno.
CAPÍTULO XXVII. AQUÍ SE TRATA DE LAS PARTES DE LA REPÚBLICA EN CUANTO A LOS
SOLDADOS, Y LOS DISTINGUE CONSIDERÁNDOLOS DE TRES MANERAS
Pero también parece conveniente tratar de las partes ordenadas a la guerra, como partes de
la república y que le son necesarias, como arriba probamos, las cuales bien dispuestas causan
hermosura y decoro, y deleitan. De adonde nace el extenderse grandemente el corazón, y hacer
los ánimos atrevidos para acometer las cosas arduas. Por lo cual Salomón en los Cánticos
compara un ejército dispuesto para pelear a la hermosura y devoro de la esposa: "Hermosa,
dice, eres, y adornada hija de Jerusalén, y terrible como las haces de los ejércitos ordenadas".
Porque lleva tras sí la hermosura, de manera que causando como un éxtasis no teme ni se
espanta de acometer cualquiera cosa, como se manifiesta mayormente en los que aman con
exceso; y así acontece también en un ejército ordenado, y por esto la llama terrible,
atribuyéndolo a la hermosura de la esposa, o al ejército, por la causa referida.
Por lo cual no sin razón trataremos de estas partes de la República, porque importan al
ornato del gobierno Político, y porque el hombre en la guerra principalmente tiene
de gobierno, por el dificultoso y terrible acto que ejercita.
Por tanto parece congruente dividir el ejército en los reales en número cierto, señalando
a cada uno la guía por quien se ha de regir y disponer para pelear con los enemigos; lo cual
podemos tomar de Vegecio en el libro de las cosas militares, donde se divide un ejército en
legiones, en el cual dice que basta a cualquier Capitán o Cónsul que sean dos; y cada legión
la divide en diez Cohortes, y la primera Cohorte antecedía a las demás en el número y en el
merecimiento, porque requería varones singulares en sangre y en la enseñanza de las letras,
como refiere el mismo Vegecio; lo cual dice que se hacía para que el campo tuviese más
confianza, yendo en la vanguardia varones de tanta importancia, y porque el saber se
requiere mayormente en la parte de donde depende el peligro de todo el ejército.
Esta Cohorte llevaba el Águila, principal señal de los ejércitos de los Romanos e insignia
de toda la legión, y de ella usaron después los Emperadores. De lo cual se puede dar por
razón que, como dice el mismo Vegecio, la disciplina militar de los Romanos formaba sus
haces a modo de alas, y porque las Águilas las tienen más fuertes que todas las otras aves; o
también se puede decir que se les atribuía por señal el Águila por razón de la preeminencia
que tuvieron en el gobierno del mundo, por divino y celestial efecto, el cual deben siempre
implorar los Capitanes, como lo hacía Judas Macabeo, que en las batallas pedía el favor y
ayuda del cielo, lo cual deben hacer principalmente por el peligro a que se ofrecen, o porque
merecen que Dios les dé victoria, porque se exponen a la muerte por el pueblo. De esta
Águila dice Ezequiel, hablando de Nabucodonosor, Monarca de Oriente: "Una Águila
grande de grandes alas y de grandes miembros vino al Líbano y llevó la médula del Cedro".
Después de esto trata Vegecio del número de la primera Cohorte, la cual llama Milenaria,
porque tenía mil y cincuenta hombres de a pie, y ciento treinta y seis de a caballo; y a las
demás las llama Quincuagenarias, porque dice que cada una tenía quinientos cincuenta y
cinco hombres de a pie, y setenta y seis de a caballo, de manera que a cada hombre de a
caballo le correspondía un cierto número de soldados de a pie.
Pone también en la quinta Cohorte los soldados más fuertes; porque así como la primera
llevaba el cuerno derecho, esta quinta llevaba el siniestro. Otras muchas cosas dice Vegecio,
las cuales serían muy largas de contar, y como las palabras con que se escriben como
desusadas en los modernos tiempos tendrían necesidad de mayor exposición, bastará decir
que si la muchedumbre de un pueblo se dispone por grados y números en cuanto al propio
gobierno, mucho más se debe hacer en los ejércitos, adonde es más grande y muy más
peligrosa la dificultad del gobierno: lo uno de parte de la obra de que tratan, porque se
ordena a lo último de las cosas terribles, que es la muerte, y lo otro de parte de los enemigos
que los acometen y molestan. De adonde es, que así como en el Éxodo aconsejó a Moisés
Jethró, su suegro, que dividiese las cargas del gobierno en diversos oficios que juzgasen el
pueblo, diciendo: "Provee de varones poderosos, que aborrezcan la avaricia, y constituye de
ellos Tribunos y Centuriones, Quincuagenarios y Decanos, que juzguen el pueblo", también
de la misma manera Judas Macabeo, siendo molestado de los enemigos, dividió su ejército por
los mismos números, haciendo cabezas, como Tribunos, Centuriones, Pentacontarcos y
Decuriones, los cuales números son bien proporcionados entre los soldados para dividir un
ejército, y así se contienen uno en otro, para que sea más fácil el juntarse cuando lo pide la
ocasión de pelear. Y la distinción que señala Vegecio en la disposición del ejército se entiende
cuando se ha de dar una batalla campal, aunque él mismo también reduce las Cohortes a
Centurias y Decurias, por ciertas causas y razones.
CAPÍTULO XXVIII. AQUÍ SE TRATA DE LOS NOMBRES DE LOS CAPITANES Y DEL NÚMERO
DE LAS COHORTES, Y DE LO QUE SIGNIFICA CADA UNO
Mas, pues que se trata de los nombres de los Capitanes, hemos de escribir de ellos,
conforme a la denominación que les da la Sagrada Escritura, y los describen la república
Romana, y los modernos escritores.
Y lo primero de los Tribunos, el cual nombre dice Vegecio que se deriva de Tribu, porque
eran cabeza de los soldados que Rómulo había elegido, los cuales tuvieron su principio en las
Tribus. San Isidoro en el libro 9 de las Etimologías dice que se llaman así, porque daban y
atribuían su derecho al pueblo. De adonde es que en su favor fueron instituidos los
Procónsules, y también dicen que se llamaba Tribuno el que era cabeza de mil soldados, a los
cuales llaman los Griegos Ciliarcos, como los Centuriones se llamaban así porque gobernaban
cien soldados.
De los Quincuagenarios o Pentacontarcos, que es lo mismo, no hace mención Vegecio,
pero lo hace la Escritura en los libros alegados, y en el 4 de los Reyes, de aquellos que
conforme a su merecimiento abrasó la llama a ruego de Elías; y los Decanos y Decuriones,
dichos así porque cada uno tenía cuidado de diez soldados en el ejército, y los pone con ellos
juntos Vegecio en una misma tienda y alojamiento.
Pero de los nombres generales de una multitud de gente de guerra dispuesta para la pelea, el
uno es ejército, que se llama así por el ejercitar a otros, o por el propio ejercicio, que entrambas
cosas son necesarias en él.
Llámense también Reales, o Castros, dichos así de la castidad, como dice San Isidoro, por
cuanto allí se debe castrar la lujuria, porque se quitaban de los ejércitos las delicias, cuando se
había de tratar de pelear con los enemigos, según escribe Vegecio. De adonde es, que fueron
vencidos de los Madianitas los hijos de Israel, porque se juntaron a sus hijas de ellos, como se
escribe en los Números, por lo cual se dice en el Deuteronomio que el Señor andaba por el
medio de los Reales de los hijos del pueblo de Israel, para que fuesen santos y no hubiese en
ellos cosa fea. O se llamaban Castros por las fortificaciones en los collados y en los valles, y en
otras defensas fortísimas de que usaban los Príncipes Romanos cuando acometían a los
enemigos, por lo cual admitían a la disciplina militar cavadores, carpinteros y canteros, para
tener a mano los artífices necesarios para la seguridad del ejército.
Hay también otro nombre, que significa multitud de soldados, que es legión, dicha así
según San Isidoro, porque los soldados se elegían de entre otros por más experimentados.
Hay asimismo otros nombres de las partes de las legiones y del ejército, que las pone
Vegecio en el lib. 2. y San Isidoro en el 9, como manípulo, que era el número de doscientos
soldados, y se decía así porque a la mañana acometían a los enemigos, o porque traían por
insignia un manojo de pajas, o de otra alguna hierba; de los cuales dice Lucano: "Convoca
luego los armados manípulos".
Otros se llaman Velites, dichos así de volar, por su agilidad, porque la república Romana
tenía en la milicia de sus legiones ciertos mancebos ágiles, los cuales, cuando se había de
acometer, iban a las ancas de los caballos, y apeándose de repente turbaban los enemigos. Y
estos tales soldados escribe San Isidoro que fueron muy perjudiciales a Aníbal, porque sus
elefantes por la mayor parte fueron muertos por ellos, y como fue aquel Eleazar, de quien
se dice en el 1 de los Macabeos que saltando en medio de la legión contra los reales del Rey
Antíoco, acometió un elefante armado con lorigas reales, y lo mató.
Otro nombre daban también a una muchedumbre de soldados juntos en orden de
pelear, que era Acies, y es lo mismo que haces, y significa filo o corte, derivándose este
nombre de la agudeza, porque significa el atrevimiento en acometer a los enemigos. Y así se
escribe en el Paralipómenos, de una Tribu del pueblo de Israel, que salía a la batalla
ordenadas sus haces, provocando contra los enemigos.
Otro nombre hay también que llamaban Cúneo, como decir que iban juntos en uno, lo
cual era una multitud de soldados junta en uno para pelear en la forma de una cuña o
triángulo, y era grandemente necesario en las batallas; de lo cual se dice en el Deuterenomio
que cada uno preparó sus cúneos para la guerra; y de este nombre por ventura tuvo
principio este vocablo Conestable, o Condestable, como que sea cabeza de un cúneo
estable, esto es, constante y fuerte.
Tienen fuera de esto los Toscanos primera Cohorte, y que parece que tiene semejanza
con la misma de los Romanos, en que se hallaban los soldados más floridos por hacienda,
linaje, letras, por señalada virtud y fuerzas, de la cual era superior el Tribuno de más
experiencia en las armas, de mayores fuerzas del cuerpo y de más honestas costumbres, y a
éste llaman Trapelo, y se decía así por el romper los escuadrones de los enemigos, que esta
significación trae consigo este nombre.
Pero de los oficiales de los ejércitos, dice también Vegecio muchas cosas en el segundo
libro, mas esto que hemos dicho en compendio baste al presente en cuanto pertenece al
tratado del gobierno político en este cuarto libro.
Resta adelante decir del Principado Económico, que es el gobierno de casa, el cual es de
los padres de familias, y tiene materia distinta de los demás Principados, y por tanto es cosa
conveniente hacer de él escrito aparte, dividiéndolo por libros o tratados, por sus capítulos,
como lo requiere la naturaleza del caso, en lo cual tiene el Filósofo el mismo modo; y
últimamente de las virtudes que se requieren en las partes de cualquiera gobierno en cualquier
género de gente, ahora sean súbditos, gobernadores, Príncipes o sujetos; porque así lo requiere
el orden de la doctrina en el arte de vivir, y no que junto y confusamente se trate de todo,
como algunos hicieron, porque esto es impedir el entendimiento del que aprende, y contra las
reglas de los que enseñan.
VII. EL CRISTIANISMO REFORMADO
MARTÍN LUTERO
LA LIBERTAD CRISTIANA
INTRODUCCIÓN
Bajo las consignas de solus Christus, sola fide, sola scriptura y sola gratia, Martín Lutero dio pie
al cisma más doloroso que el cristianismo haya experimentado. Posibilitada por causas no
exclusivamente doctrinales, la Reforma Protestante —encabezada, además de por Lutero,
por figuras como Calvino, Knox y Zwinglio— fue un enérgico llamado a replantear en qué
consiste ser cristiano; constituyó también la ocasión del movimiento contrarreformista que
se expresó, entre otras vertientes, en ricos movimientos artísticos como el Barroco y
contribuyó, mediante la difusión y traducción de las Escrituras a lenguas vernáculas como el
alemán, al asentamiento de la identidad y la educación de varios pueblos, sin lo cual varios
pensadores posteriores, de la talla de Kant y Hegel, no habrían sido posibles.
La libertad del cristiano de Lutero (con una clara impronta agustiniana) subraya que nada
externo hace al hombre libre, bueno o servicial, tan sólo la palabra de Dios o predicación de
Cristo tal y como se encuentra en las Escrituras. Y es que sin ella, Lutero observa, el
hombre debe reconocer la futilidad de sus obras y su propia perdición. Dado que los
mandamientos tan sólo convencen de la imposibilidad de observarlos por las propias
fuerzas, los cristianos tienen una sola misión: grabar en su ser la palabra de Cristo, y ejercitarse y
fortalecerse sin cesar en esta fe, pues la fe (…) justificará abundantemente a quienes la posean.
Mandamientos y leyes frente a la fe en la promesa de Cristo, Antiguo y Nuevo
Testamento, tales son las dimensiones del cristianismo a ojos de Lutero; la fe desliga al
hombre de los mandamientos y las leyes, la fe va más allá de las obras a grado tal que la
libertad del cristiano consiste en no necesitar de obra alguna para su justificación o
salvación.
MÜLPHORDT 3 , ALCALDE DE ZWICKAU, MI MUY
BONDADOSO AMIGO Y PROTECTOR, YO, DOCTOR MARTÍN LUTERO, AGUSTINO, PRESENTO MIS
4
SOLÍCITOS SERVICIOS Y MEJORES DESEOS.
AL
ATENTO Y SABIO SEÑOR JERÓNIMO
Atento y sabio señor y buen amigo: El digno magíster Juan Eger5, predicador de vuestra
loable ciudad, me ha ensalzado el amor y la complacencia que ponéis en la Sagrada Escritura, la
cual fervorosamente confesáis y delante de todos alabáis sin cesar. Por esta razón quiso aquél
relacionarme con vos; lo cual estoy dispuesto a hacer presto y con gozo; que es motivo de
alegría para mí saber que se ama la verdad divina. Por desgracia son muchos los que con toda
violencia y astucia la desechan, sobre todo aquellos que se glorían de ostentar ciertos derechos
sobre ella. Empero siempre será así: muchos tropezarán con Cristo, puesto como escándalo y
símbolo al que es menester desechar, y caerán y volverán a levantarse. Como principio de
nuestro conocimiento y nuestra amistad, he querido dedicaros este pequeño tratado y
exposición en lengua alemana, después de habérselo dedicado al Papa en latín. Con el presente
escrito pretendo exponer públicamente la causa de mi doctrina y mis escritos sobre el papado,
causa que espero a nadie parecerá nimia. Sin más, me encomiendo y os encomiendo a vos y a
todos a la gracia divina. Amén.
Wittenberg, 1520
JESÚS
1. A fin de que conozcamos a fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la
libertad que para él adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite
el apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:
El cristiano es libre y señor de todas las cosas y no está sujeto* a nadie.
El cristiano es servidor de todas las cosas y está sujeto a todos.
Ambas afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de san Pablo 6 :
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos”. Asimismo7: “No debáis a
nadie nada, sino el amarse unos a otros”. El amor empero es servicial y se supedita a aquello en
que está puesto; y a los gálatas8 donde se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido
de mujer y nacido bajo la ley”.
2. Para poder entender ambas afirmaciones, de por sí contradictorias, sobre la libertad y la
servidumbre, pensemos que todo cristiano posee una naturaleza espiritual y, otra corporal. Por
Germán Mülphort, no Jerónimo como lo llama Lutero.
La traducción y las notas son de Rodolfo Olivera Obermöller.
5 Juan Silvio Wildenauer de Eger.
* También se puede traducir como “sometido” o “supeditado”.
6 1 Co. 9:19.
7 Rom. 13:8.
8 Ga. 4:4.
3
4
el alma* se llama al hombre espiritual, nuevo e interior; por la carne y la sangre, se lo llama
corporal, viejo y externo. A causa de esta diferencia, también la Sagrada Escritura contiene
aseveraciones directamente contradictorias acerca de la libertad y la servidumbre del
3. Si examinamos al hombre interior, espiritual, a fin de ver qué necesita para ser y poder
llamarse cristiano bueno y libre, hallaremos que ninguna cosa externa, sea cual fuere, lo hará
libre, ni bueno, puesto que ni su bondad, ni su libertad ni por otra parte, su maldad ni
servidumbre son corporales o externas. ¿De qué aprovecha al alma si el cuerpo es libre,
vigoroso y sano, si come, bebe y vive a su antojo? O ¿qué daño puede causar al alma si el
cuerpo anda sujeto, enfermo y débil, padeciendo hambre, sed y sufrimientos, aunque no lo
quiera? Ninguna de estas cosas se acerca tanto al alma como para poder libertarla o
esclavizarla, hacerla buena o perversa.
4. De nada sirve al alma, asimismo, si, el cuerpo se recubre de vestiduras sagradas, como
hacen los sacerdotes y demás religiosos, ni tampoco si permanece en iglesias y otros lugares
santificados, ni si sólo se ocupa en cosas sagradas: ni si hace oraciones de labios, ayuda, va
en peregrinación y realiza, en fin, tantas buenas obras que eternamente puedan llevarse a
cabo en el cuerpo y por medio de él. Algo completamente distinto ha de ser lo que aporte y
dé al alma bondad y libertad, porque todo lo indicado, obras y actos, puede conocerlo y
ponerlo en práctica también un hombre malo, impostor e hipócrita. Además, con ello no se
engendra realmente sino gente impostora. Por otro lado, en nada perjudica al alma que el
cuerpo se cubra con vestiduras profanas y more en lugar no santificado, coma, beba, no
peregrine, ni ore, ni haga las obras que los hipócritas mencionados ejecutan.
5. Ni en el cielo ni en la tierra existe para el alma otra cosa en qué vivir y ser buena, libre
y cristiana que el Santo Evangelio, la Palabra de Dios predicada por Cristo, como Él mismo
dice9: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, vivirá eternamente”. Asimismo10:
“Yo soy el camino y la verdad, y la vida”. Además11: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino
de toda Palabra que sale de la boca de Dios”. Por consiguiente, no hay duda de que el alma
puede prescindir de todo, menos de la Palabra de Dios: fuera de ésta, nada existe con que
auxiliar al alma. Una vez que ésta posea la Palabra de Dios, nada más precisará; en ella
encontrará suficiente alimento, alegría, paz, luz, arte, justicia, verdad, sabiduría, libertad, y
toda suerte de bienes en superabundancia. Por eso nos describen los Salmos, especialmente
el salmo 11812, al profeta clamando sólo por la Palabra de Dios. Asimismo se considera en
* Lutero, como hombre de su época, comprendía al ser humano desde lo espiritual (alma o vida/espíritu) y carnal
(lo material y corpóreo). Esto no debe entenderse como un dualismo, sino más bien como una comprensión del
ser humano que vive como un todo en dos esferas conexas, es decir, al mismo tiempo vivimos lo corporal y lo
espiritual. Lo importante para Lutero es que aprendamos a vivir y servir desde la fe conociendo ambas esferas o
realidades (naturalezas) de nuestra existencia, de modo que no nos alejemos de lo espiritual (fe) y cuidemos
nuestro cuerpo (carnal) para que podamos servir a Dios en el mundo.
9 Jn 11:25.
10 Jn 14:6.
11 Mt 4;4.
12 Cf. Sal 119.
la Sagrada Escritura como el mayor castigo y como señal de la ira divina, si Dios retira a los
hombres su Palabra13. Por el contrario, la mayor gracia de Dios se manifiesta cuando Él la
envía según leemos en el Salmo 10614: “Envió su Palabra y con ella les socorrió”. Únicamente
Únicamente para predicar la Palabra de Dios ha venido Cristo al mundo y con este exclusivo
exclusivo fin fueron llamados e impuestos en sus cargos todos los apóstoles, obispos,
sacerdotes y eclesiásticos en general, aunque respecto a estos últimos hoy, desgraciadamente,
desgraciadamente, no lo parezca.
6. Acaso preguntes: ¿qué Palabra es esa que otorga una gracia tan grande y cómo deberé
usar de tal Palabra? He aquí la respuesta: La Palabra no es otra cosa que la predicación de
Cristo, según está contenida en el Evangelio. Dicha predicación ha de ser —y lo es
realmente— de tal manera que al oírla oigas hablar a Dios contigo, quien te dice que para Él tu
vida entera y la totalidad de tus obras nada valen y que te perderás eternamente con todo
cuanto en ti hay. Oyendo esto, si crees sinceramente en tu culpa, perderás la confianza en ti
mismo y reconocerás cuán cierta es la sentencia del profeta Oseas15: “Oh Israel, en ti sólo hay
perdición: que fuera de Mí no hay salvación”. Mas para que te sea posible salir de ti mismo,
esto es, de tu perdición, Dios te presenta a su amadísimo Hijo Jesucristo, y con su palabra viva
y consoladora, te dice: Entrégate a Él con fe inquebrantable, confía en Él sin desmayar. Por esa
fe tuya te serán perdonados todos tus pecados; será superada tu perdición; serás justo, veraz,
lleno de paz, bueno; y todos los mandamientos serán cumplidos y serás libre de todas las cosas,
como San Pablo dice16: “Mas el justo solamente vive por su fe”. Y también17: “Porque el fin y
cumplimiento de la ley es Cristo para todos los que en Él creen”.
7. Luego la única práctica de los cristianos debería consistir precisamente en lo siguiente:
grabar en su ser la Palabra y a Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe. No existe
otra obra para el hombre que aspire a ser cristiano. Así lo indicó Cristo a los judíos cuando
éstos lo interrogaron acerca de las obras cristianas que debían realizar y que debían ser
agradables a Dios, diciendo 18 : “Ésta es la única obra de Dios, que creáis en el que Él ha
enviado”. Pues sólo a Cristo ha enviado Dios como objeto de la fe. Se desprende de esto que
una fe verdadera en Cristo es inapreciable riqueza, pues trae consigo toda salvación y quita la
maldición, como está escrito en Marcos, último capítulo19: “El que creyere y fuere bautizado,
será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Así reconoció el profeta Isaías las riquezas
de esa fe20: “Dios contará un poco sobre la tierra y en ese poco entrará la justicia como un
nuevo diluvio”. O sea, la fe, que encierra ya el cumplimiento de todos los mandamientos,
Am 8:11 y sig.
Cf. Sal 107:20.

Se refiere a la contrición.
15 Os 13:9.
16 Rom 1:17.
17 Rom 10:4.
18 Jn 6:29.
19 Mt 16:16.
20 Is 10:22.
13
14
justificará abundantemente a quienes la posean, de manera que nada más habrán menester
para ser justos y buenos, como dice el apóstol Pablo 21 : “Porque cuando se cree con el
corazón, entonces se es justo y bueno”.
8. ¿Pero cómo es que habiendo ordenado la Sagrada Escritura tantas leyes,
obras y ritos, sólo la fe puede justificar al hombre sin necesidad de todo ello, y más aún,
concederle tantos bienes? Tocante a esto deberá tenerse muy en cuenta, sin olvidarlo nunca,
que la fe sola, sin obras, justifica, liberta y salva, como luego veremos. Y a la vez es preciso
saber que en la Sagrada Escritura hay dos clases de palabra: mandamientos o ley de Dios, y
promesas y afirmaciones. Los mandamientos nos indican y ordenan toda clase de buenas
obras, pero con eso no están ya cumplidas: porque enseñan rectamente, pero no auxilian;
instruyen acerca de lo que es preciso hacer, pero no expenden la fuerza necesaria para
realizarlo. O sea, los mandamientos han sido promulgados únicamente para que el hombre
se convenza por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprenda a reconocerse y a
desconfiar de sí mismo. Por esta razón llevan los mandamientos el nombre de Antiguo
Testamento, todos figuran en el mismo. Por ejemplo, el mandamiento que dice 22 : “No
codiciarás” demuestra que todos somos pecadores y que no hay hombre libre de
concupiscencia, aunque haga lo que quiera. Aquí aprende el hombre a no confiar en sí
mismo y a buscar en otra parte el auxilio necesario para poder limpiarse de codicia y
cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado que por esfuerzo propio le es imposible.
Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo: no somos capaces de cumplirlos.
9. Una vez que el hombre haya visto y reconocido por los mandamientos su propia
insuficiencia, lo acometerá el temor y pensará en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya
que es menester cumplirla so pena de condenación; y se sentirá verdaderamente humillado y
aniquilado, sin hallar en su interior nada con que llegar a ser bueno. Entonces es cuando la
otra palabra se allega, la promesa y la afirmación divina, y dice: ¿deseas cumplir los
mandamientos y verte libre de la codicia malsana y del pecado como exigen los
mandamientos? ¡Mira! ¡Cree en Cristo! En Él te prometo gracia, justificación, paz y libertad
plenas. Si crees ya posees, mas si no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás
conseguirás con las obras de los mandamientos –que son muchas, sin que ninguna valga– te
será dado pronto y fácilmente por medio de la fe: que en la fe he puesto directamente todas
las cosas, de manera que quien tiene fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no
tiene fe, nada poseerá. Son pues, las promesas de Dios las que cumplen lo que los
mandamientos ordenan y dan lo que ellos exigen: esto sucede así para que todo sea de Dios;
el mandamiento y cumplimiento. Sólo Dios ordena y sólo Dios cumple. Esta es la razón por
la cual las promesas de Dios son la Palabra del Nuevo Testamento y están comprendidas en
el mismo.
21
22
Rom 10:10.
Ex 20:17.
10. Estas palabras y todas las demás de Dios son santas, verídicas, justas, pacíficas, libres y
plenas de bondad. Por tanto, el alma de aquel que con fe verdadera se atiene a la Palabra
divina, se unirá a la misma de modo tal que también el alma se adueñará de todas las virtudes
virtudes de la Palabra. Es decir, por la fe, la Palabra de Dios hará al alma santa, justa, sincera,
sincera, pacífica, libre y plena de bondad; será en fin un verdadero hijo de Dios, como dice
Juan23: “A los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.
Esto aclara por qué la fe es tan potente y asimismo cómo no existen buenas obras que
puedan igualarse a ella. Ninguna obra buena se atiene a la Palabra divina como la fe, ni hay
obra buena alguna capaz de morar en el alma, sino que únicamente la Palabra divina y la fe
reinan en el alma. Tal como es la palabra, así se vuelve el alma, a semejanza del hierro que al
unirse al fuego se vuelve rojo blanco como el fuego mismo. Vemos así que al cristiano le basta
con su fe, sin que precise obra alguna para ser justo, de donde se deduce que si no ha menester
de obra alguna, queda ciertamente desligado de todo mandamiento o ley, y si está desligado de
todo esto será, por consiguiente, libre. En esto consiste la libertad cristiana: en la fe única que
no nos convierte en ociosos o malhechores, sino antes bien en hombres que no necesitan obra
alguna para obtener la justificación y salvación. Luego trataremos este punto con amplitud.
11. También se asemeja la fe a un hombre que confía en otro porque aprecia su bondad y
veracidad, lo cual es el honor más grande que un ser humano puede rendir a otro. Por el
contrario, la mayor vergüenza es que un hombre considere a su semejante como inútil,
mentiroso y superficial. Del mismo modo, cuando el alma cree firmemente en la Palabra de
Dios, considera a éste como sincero, bueno y justo, rindiéndole así todo el honor del que es
capaz, en tanto respeta el derecho divino, glorifica el nombre de Dios y se abandona a su
voluntad, dado que no duda de la bondad y veracidad de todas sus Palabras. Por el contrario, el
deshonor mayor que a Dios puede hacérsele es no creerle, cosa que sucede si el alma lo
considera incapaz, falaz y superficial, negándole con tal incredulidad y haciendo de su propio
sentir un ídolo levantado en el corazón contra Dios, como si su propia sabiduría pudiera
superar a la divina. Al ver Dios que el alma lo reconoce por la única verdad y que lo honra así
con su fe, Él, a su vez, honra al alma y la considera buena y sincera.
Por consiguiente, por la fe es el alma realmente buena y sincera, porque bueno es y
conforme a la verdad que se considere a Dios como bondad y verdad mismas, lo cual hace al
hombre también justo y sincero, siendo así que es sincero y justo conceder a Dios toda la
verdad. Y esto es algo que no realizan quienes en lugar de creer se esfuerzan poniendo en
práctica muchas buenas obras.
12. No sólo obra la fe compenetrando al alma íntimamente con la Palabra de Dios,
dotándola de gracia, libertad y bienaventuranza, sino que la misma fe también une al alma con
Cristo, como la esposa con su esposo. De tales desposorios resulta, según el apóstol Pablo, que
Cristo y el alma forman un solo cuerpo 24 , de manera tal que todo cuanto ambos poseen,
23
24
Jn 1:12.
Ef 5:30
bienes, dicha, desdicha, todo, en fin, lo poseen en común. Esto es, lo que a Cristo de por sí
pertenece, pasa a pertenecer también al alma, y lo que ésta posee pasa a ser posesión de
Así, Cristo posee todos los bienes y la bienaventuranza que pertenecen al alma. De la misma
manera no dispone el alma de maldad y pecado, los cuales se transfieren a Cristo. ¡Aquí
comienza el gozoso trueque y la alegre porfía! Cristo es Dios y hombre, pero jamás ha
cometido pecado: su justicia es invencible, eterna y omnipotente. Al apropiarse Cristo del
pecado del alma creyente en virtud del anillo de bodas de ésta, es decir, por su fe, es como
si Cristo mismo hubiera cometido el pecado: de donde resulta que los pecados son
absorbidos por Cristo y perecen en Él; que no hay pecado capaz de resistir la invencible
justicia de Cristo. De este modo se ve el alma limpia de todos sus pecados, en virtud de las
arras de boda, o sea, el alma es por su fe libertada y dotada con la justicia eterna de su
esposo Jesucristo. ¿No es acaso alegre negocio que Jesucristo, el novio rico, noble y bueno,
se despose con una insignificante ramera, pobre, despreciable y mala, sacándola así de todo
mal y adornándola con toda clase de bienes? Ya no es posible que el alma sea condenada
por sus pecados, una vez que éstos también son de Cristo, en el cual han perecido. De esta
suerte dispone el alma de una justicia tan superabundante por su esposo que es capaz de
resistirse contra todos los pecados, aunque ya estuviera sobrecargada de ellos. A este
respecto dice el apóstol Pablo25: “Gracias sean dadas a Dios que nos ha dado la victoria en
Cristo Jesús, en la que han sido absorbidos la muerte y el pecado”.
13. Comprenderás ahora, lector, por qué motivo se concede tal valor a la fe, afirmando
que cumple los mandamientos y justifica sin necesidad de otras obras. Ya has visto cómo
sólo la fe cumple el primer mandamiento, el cual ordena26: “Honrarás al Señor, tu Dios”.
Aunque fueras de pies a cabeza una sola y pura “buena obra”, no serías justo ni darías a
Dios honra alguna con ello, o sea, dejarías incumplido el primero de todos los
mandamientos. Honrar a Dios sólo es factible si se reconoce de antemano que Él es la
verdad y la suma de todas las bondades, como es en verdad. Sin embargo, dicho
conocimiento no cabe en las buenas obras, sino únicamente en la fe del corazón. Por eso es
sólo la fe la justicia del hombre y el cumplimiento de los mandamientos: pues quien cumple
el primer mandamiento cumplirá también segura y fácilmente los demás. Las obras [sin fe]
son, por el contrario, cosa muerta; no pueden honrar y alabar a Dios, aun cuando pueden
practicarse en su honor y alabanza, si la fe está presente. Pero nosotros andamos buscando
no aquello que puede realizarse, como las obras, sino al autor y maestro que honra a Dios y
lleva a cabo las obras. Esto no es sino la fe de corazón que es la cabeza y toda la sustancia
de la justicia. Por consiguiente, la doctrina que enseña a cumplir los mandamientos con
obras, es una doctrina tan peligrosa como malvada, toda vez que los mandamientos han de

Las arras de boda eran una cantidad en dinero que los novios al comprometerse en matrimonio pactaban pagar
al otro en caso de que uno de ellos no cumpliera con el compromiso, no celebrándose la boda.
25 1 Co 15:55-57.
26 Ex 20:2-4.
ser cumplidos por la fe antes que por las obras, ya que estas siguen a tal cumplimiento como en
seguida veremos.
14. Para conocer más a fondo lo que en Cristo poseemos y el beneficio tan grande que
supone tener una fe verdadera, ha de saberse que anteriormente al Antiguo Testamento y en
este mismo, Dios escogió y retuvo para sí el primogénito viril de hombres y animales27. Ahora
Ahora bien, la primera criatura nacida fue de valor inapreciable y aventaja a todos los nacidos 28
nacidos28 en dos grandes cosas, como son: la soberanía y la clerecía, o en otras palabras, el
reino y el sacerdocio. Es decir, el niño que primero nació era señor de todos sus hermanos, y al
mismo tiempo sacerdote o papa ante Dios. Este símil se refiere a Jesucristo, el cual es
realmente el primogénito de Dios el Padre, nacido de la Virgen María. Por eso es Él también
rey y sacerdote, aunque en sentido espiritual, toda vez que su Reino no es de este mundo ni
consiste en bienes terrenales, sino puramente espirituales, como son: la verdad, la sabiduría, la
paz, el gozo, la bienaventuranza, etc. Sin embargo, no quedan tampoco excluidos los bienes
temporales, pues todas las cosas están supeditadas a Cristo, así las del cielo como las de la tierra
y del infierno. Se explica que no veamos a Cristo, porque reina espiritual e invisiblemente.
Asimismo no consiste su sacerdocio en actos exteriores o en vestiduras, como sucede entre
los hombres, sino en un sacerdocio en espíritu, invisible: de este modo Cristo está delante de
Dios, rogando sin cesar por los suyos, sacrificándose a sí mismo, haciendo, en fin, cuanto a un
sacerdote bueno corresponde. “Él intercede por nosotros”, como dice San Pablo29, y al mismo
tiempo nos instruye interiormente, en nuestro corazón. Ambos menesteres, el ruego intercesor
y la enseñanza, son propios del sacerdote: que también los sacerdotes humanos, visibles y
perecederos, ruegan y enseñan del mismo modo.
15. Cristo en posesión de la primogenitura y toda la gloria y dignidad que a la misma
pertenecen, hace participar de ella a todos los cristianos, a fin de que por la fe también ellos
sean reyes y sacerdotes con Cristo. Así dice San Pedro30: “Vosotros sois reino sacerdotal y
sacerdocio real”. Esto sucede porque la fe eleva al cristiano por encima de todas las cosas, de
manera que se convierte en el soberano espiritual de las mismas, sin que ninguna pueda
malograr su salvación. Antes al contrario, todo le queda supeditado y todo ha de servirle para
su salvación, como enseña San Pablo31: “Todas las cosas habrán de ayudar a los escogidos para
su mayor bien”, sea la vida o la muerte, el pecado o la justicia, lo bueno y lo malo, llámese
como quiera”. Igualmente32: “Todo es vuestro, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo
por venir”, etc. Claro está que esto no significa que ya dominemos corporal o materialmente
todas las cosas, poseyéndolas y haciendo uso de ellas, como hombres que somos; no es esto
posible, dado que todos tenemos que perecer corporalmente, y nadie puede escaparse de la
Ex13:2.
Gn 49:3.
29 Rom 8:34
30 1 Pe 2:9.
31 Rom 8:28 y sigs.
32 1 Co 3:21 y sigs.
27
28
muerte. Además existen cosas a las cuales estamos sometidos, como lo vemos en Cristo
mismo y en sus santos. Se trata de una soberanía espiritual, ejercitada dentro de los límites
que nos impone el cuerpo. Es decir, mi alma puede perfeccionarse en todas y a pesar de
todas las cosas, de manera que aun la muerte y el padecimiento me están sometidos y me
servirán para mi salvación. ¡Qué elevado y estupendo honor! ¡Qué soberanía tan real y
omnipotente! Es éste un reino espiritual, donde nada hay tan bueno o tan malo que no
tenga que beneficiarme si tengo la fe, sin que nada necesite, porque con mi fe me basta. ¡He
aquí cuán hermosos son el señorío y la libertad de los cristianos!
16. Además, somos sacerdotes, lo que vale mucho más que ser rey, toda vez que el
sacerdocio nos capacita para poder presentarnos delante de Dios rogando por los demás
hombres, puesto que sólo a los sacerdotes corresponde por derecho propio estar a los ojos
de Dios y rogar. A Cristo le debemos este don de interceder y suplicar en espíritu unos por
otros, semejantes al sacerdote que corporalmente intercede y ruega ante Dios por el pueblo.
Empero, a quien no cree en Cristo ninguna cosa puede beneficiarlo, antes al contrario,
estará sometido a todas como un siervo, y todas lo hacen alterarse. Tampoco su oración
alcanzará el agrado de Dios, ni siquiera llegará hasta Él. ¿Quién es capaz de abarcar la
grandeza y el honor del cristiano? Por su reinado y soberanía dispone Él de todas las cosas;
por su sacerdocio influye en Dios, puesto que Dios obra conforme al ruego y deseo del
cristiano, como leemos en el Salmo33: “Dios cumplirá el deseo de todos los que le temen y
oirá su oración”. Este honor lo recibe el cristiano sólo por la fe, pero no por las obras. De
lo dicho se deduce claramente que el cristiano es libre de todas las cosas y soberano de ellas,
sin que precise, por tanto, de obra buena alguna para ser justo y salvo. La fe es la que da de
todo en abundancia. Y si el cristiano fuera tan necio de pensar ser justo, libre, salvo o
cristiano en virtud de las buenas obras, perdería su fe y con ella todo lo demás. Semejante
sería el tal a aquel perro del cuento que llevaba un trozo de carne en la boca, y viéndolo
reflejado en el agua, quiso cogerlo de un bocado; perdió el trozo de carne y además también
la imagen del mismo en el agua.
17. Acaso te preguntes qué diferencia hay entre los sacerdotes y los laicos en la
cristiandad, sentado que todos los cristianos son sacerdotes. La respuesta es la siguiente: Las
palabras “sacerdote”, “cura”, “eclesiástico” y otras semejantes fueron despojadas de su
verdadero sentido al ser aplicadas únicamente a un reducido número de hombres que se
apartaron de la masa y formaron lo que ahora conocemos con el nombre de “estado
sacerdotal”. La Sagrada Escritura no hace diferencias entre cristianos, sino que sólo
distingue entre los sabios y los consagrados que reciben el nombre de “ministri”, “servi”,
“oeconomi”, que significa: servidores, siervos y administradores, y cuya misión consiste en
predicar a los demás a Cristo y sobre la fe y la libertad cristiana. Aunque todos seamos

Se refiere a la doctrina del sacerdocio universal, con lo que se intenta provocar que la gente tome su
responsabilidad como sacerdotes y no caiga sólo en los ministros consagrados.
33 Sal 145:19.
iguales sacerdotes, no todos podemos servir, administrar y predicar. Así dice San Pablo 34 :
“Queremos ser considerados por los hombres únicamente como servidores de Cristo y
administradores del Evangelio”. Pero el caso es que dicha administración se ha tornado en un
un dominio y poder tan mundano, ostentativo, fuerte y temible, que el verdadero poder
temporal no puede ya compararse con él, ¡como si los laicos y cristianos fueran dos cosas
distintas! Claro es que con ello se ha despojado totalmente de su sentido a la gracia, la libertad
y la fe cristianas, así como también a todo aquello que de Cristo hemos recibido, y hasta a
Cristo mismo. ¿Y qué se nos ha dado en cambio? Muchas leyes y obras humanas, haciéndonos
así verdaderos esclavos de la gente más incapaz del mundo.
18. Puede deducirse de lo expuesto que no basta con predicar superficialmente sobre la vida
y obra de Cristo, cual si se tratase de un mero hecho histórico o una crónica; aun es peor
callarse sobre Cristo y en su lugar predicar el derecho eclesiástico u otras leyes y doctrinas
humanas. También hay muchos que al predicar o leer sobre Cristo se muestran llenos de
compasión con Él, pero de odio contra los judíos, o se entretienen, en fin, con diversas
frivolidades. Ahora bien, es necesario predicar a Cristo en tal forma que la predicación brote en
ti y en mí la fe y se mantenga en nosotros; una fe que sólo nace y permanece cuando se nos
predica por qué vino Cristo al mundo, de qué manera hemos de valernos de Él y de sus
beneficios, qué es lo que Él nos ha traído y donado. Se predicará de este modo cuando se
interpreta debidamente la libertad cristiana que de Cristo hemos recibido, y cuando se nos dice
de qué modo somos reyes y sacerdotes, y dueños y señores de todas las cosas, y que Dios se
complace en todo cuanto hacemos y lo atiende, según hemos venido diciendo. Y el corazón
que oye esto de Cristo, se gozará hasta lo más profundo, se sentirá consolado, se volverá
blando para con Cristo, y le corresponderá amándolo, cosas todas en fin, a las que jamás
podría llegar el corazón mediante el cumplimiento de leyes y obras. Por lo demás, ¿qué podría
dañar o atemorizar a un corazón que así siente? Si el pecado y la muerte se allegan, le dice su fe
que la justicia de Cristo es suya y que sus pecados tampoco son ya suyos sino de Cristo; de este
modo, el pecado se desvanece ante la justicia de Cristo por la fe y en la fe, como antes se dijo; y
el hombre aprende a porfiar a la muerte y al pecado como el apóstol, y exclama35: “¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Tu aguijón es el pecado. Mas
a Dios sean dadas gracias y alabanzas, que nos ha otorgado la victoria por Jesucristo nuestro
Señor. Absorbida es la muerte con su victoria”, etc.
19. Baste lo hasta aquí expuesto acerca del hombre interior o espiritual, de su libertad y de
su justicia esencial, para lo cual no precisa ley u obra buena alguna; más aún, sería perjudicial a
la justificación si quisiera alcanzarla mediante leyes y obras. Pasemos ahora a la otra parte, a la
referente al hombre externo. Al hacerlo; replicaremos a todos aquellos que, escandalizados por
1 Co 4:1.
Lutero sostiene, al igual que el apóstol Pablo, que Cristo llega a nosotros por medio de la predicación de la
Palabra más que con palabras u obras humanas. De este modo, en Romanos 10:17, leemos que “La fe, por lo tanto,
nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.”
35 1 Co 15:55 y sig.
34

nuestros razonamientos, suelen exclamar: “Está bien: si la fe ya lo es todo y por sí sola basta
para la justificación, ¿por qué han sido ordenadas las buenas obras? Vivamos, pues, alegres y
confiados y sin hacer nada.” No, amado hermano, eso, es un error. Podría suceder lo que tú
dices, si fueras ya del todo un hombre interior, puramente espiritual e interior, cosa que no
tendrá lugar antes del día del juicio final. En este mundo todo es comienzo y crecimiento, y
fin vendrá en el otro mundo. Por eso habla el apóstol de “primitias spiritus”, o sea, los
primeros frutos del espíritu 36 ; y también por eso cabe aplicar lo que antes se dijo: “el
cristiano es servidor de todas las cosas y está supeditado a todos.” Con otras palabras: dado
que es libre, nada necesita hacer: dado que es siervo, ha de hacer muchas y diversas cosas.
Veamos cómo sucede esto.
20. Aun cuando el hombre esté ya interiormente, por lo que a su alma respecta, bastante
justificado por la fe y en posesión de todo cuanto precisa, aunque su fe y suficiencia tendrán
que seguir creciendo hasta la otra vida, sigue, sin embargo, en el mundo y ha de gobernar su
propio cuerpo y de convivir con sus semejantes. Y aquí comienzan las obras. El hombre,
dejando a un lado toda ociosidad, está obligado a guiar y disciplinar moderadamente su
cuerpo con ayunos, vigilias y trabajos, ejercitándolo a fin de supeditarlo e igualarlo al
hombre interior y a la fe, de modo que no sea impedimento ni haga oposición, como sucede
cuando no se lo obliga. Pues, el hombre interior va al unísono con Dios, se goza y se alegra
por Cristo, que tanto ha hecho por él, y su mayor y único placer es, a su vez, servir a Dios
con un amor desinteresado y voluntario. Empero en su carne late una voluntad rebelde, una
voluntad inclinada a servir al mundo y a buscar lo que más la deleita. Pero la fe no puede
sufrirlo y se le arroja de modo al cuello amorosa, para apaciguarlo y subyugarlo. Dice el
apóstol Pablo37: “Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, mas veo otra ley en
mis miembros que me lleva cautivo a la ley del pecado”. Del mismo modo38: “Golpeo mi
cuerpo y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido un maestro para otros, yo
mismo venga a ser eliminado”. Y asimismo39: “Pero los que son de Cristo crucifican su
carne con sus afectos y concupiscencia”.
21. Pero dichas obras no se realizarán pensando que por ellas el hombre se justifica ante
Dios, pues tal pensamiento es insoportable para la fe, la cual es y será siempre la única
justicia a los ojos de Dios. Antes bien, se harán las obras con la sola intención de dominar el
cuerpo y limpiarlo de sus malas inclinaciones deleitosas, poniendo toda la mira en
desterrarlas. Precisamente por ser el alma pura por la fe y amante de Dios, anhela que
también lo demás sea puro, sobre todo el propio cuerpo, y que todo, juntamente con ella,
ame y alabe a Dios. Por consiguiente, el hombre, a causa de su propio cuerpo, no puede
andar ocioso, antes al contrario, habrá de realizar muchas buenas obras para supeditarlo. Sin
Rom 8: 22-23. “Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.”
37 Rom 7:22 y sig.
38 1 Co 8:27.
39 Ga 5:24.
36
embargo, no son las obras el medio apropiado para aparecer como bueno y justo delante de
Dios, sino que se ejecutarán con puro y libre amor, desinteresadamente, sólo para complacer a
complacer a Dios, buscando y mirando única y exclusivamente lo que a Dios le agrada en tanto
tanto se desea cumplir su voluntad lo mejor posible. Concluya así, pues, cada cual la medida y
medida y la prudencia al castigar su cuerpo con tantos ayunos, vigilias y trabajos como necesite
necesite para apaciguar su temeridad. Pero aquellos que buscan la justificación por medio de
obras, no se cuidan de la mortificación, sino sólo ponen la mira en las obras, pensando que
cuanto más numerosas éstas sean, mejor es para alcanzar la justificación. Y a veces pierden la
cabeza y malgastan sus cuerpos. ¡Cuán grande estupidez y asimismo cuán falsa comprensión de
la vida cristiana y de la fe demuestra la pretensión de ser justificado y salvo por obras, pero sin
fe!
22. Valiéndonos de algunos símiles diríamos: las obras del cristiano, el cual por su fe y por
pura gracia de Dios es justificado y salvado gratuitamente, podrían tasarse como las que Adán y
Eva habrían hecho en el paraíso, según está escrito40, que Dios lo puso en el paraíso al hombre
creado para que lo labrara y guardase. Ahora bien: Adán fue creado justo, bueno y sin pecado.
Por consiguiente, no le era preciso labrar y cuidar para ser bueno y justificado. Sin embargo, a
fin de que no anduviera ocioso, Dios le encomienda el trabajo de plantar, labrar y cuidar el
Edén. Tales obras de Adán habrían sido hechas por él voluntariamente, sólo para complacer a
Dios, pero en modo alguno para alcanzar la justificación que él ya poseía y con la cual todos
nosotros podríamos haber nacido. Pues bien, este es el caso de las obras del hombre creyente,
el cual, por su fe es puesto de nuevo en el paraíso y de nuevo creado; las obras que ejecuta no
le serán necesarias para su justificación, sino que le han sido ordenadas con objeto de evitar su
holganza, haciéndolo esforzar y cuidar el cuerpo exclusivamente para agradar a Dios.
Además: un obispo consagrado bendice un templo, confirma o practica cualquier otra obra
inherente a su cargo, pero tales cosas no lo hacen obispo; aún más, si no fuera por tratarse de
un obispo ya consagrado, ninguno de dichos actos tendrían valor, sino que serían puras
necedades. A semejanza del obispo, el cristiano, consagrado por la fe, al realizar buenas obras,
éstas no lo hacen mejor cristiano o más consagrado, cosa que únicamente sucede con el
incremento de la fe; antes bien, de no tratarse de un creyente y cristiano, nada valdrían sus
obras, sino que serían pecados punibles y condenables.
23. Estas dos sentencias son, por consiguiente, ciertas. Primera: “Las obras buenas y justas
jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y
justas”. Segunda: “Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo

Lutero plantea que es beneficioso y necesario que venzamos el ocio, con obras dirigidas a Dios, materializadas
en el prójimo. Él sabe que el ocio mata al espíritu, y por ende, impide el fluir de la fe en nosotros. Así, el hombre
interior debe estimular al exterior desde la fe, ya que, de modo contrario, el hombre exterior (el ocio) ahoga al
hombre interior (la fe).

Con esto, Lutero indica la necesidad de que sea la fe lo que de sentido a nuestras obras, y no que se dejen de
practicar las mismas.
40 Gn 2:15.
ejecuta malas obras”. Se desprende de esto que la persona habrá de ser ya buena y justa
antes de realizar buenas obras o sea, que dichas obras emanan de la persona justa y buena,
como dice Cristo41: “El árbol malo no lleva buenos frutos; el árbol bueno no da frutos
malos”. Ahora bien, está claro que ni los frutos llevan al árbol ni se producen los árboles en
los frutos, sino que por el contrario, los árboles llevan los frutos y los frutos crecen en los
árboles. Luego, así como los árboles preceden a los frutos y estos no hacen al árbol malo o
bueno, sino que son los árboles los que dan frutos buenos o malos, también la persona será
justa o mala antes de ejecutar obras buenas o malas, de modo que sus obras no lo hacen
bueno o malo al hombre, sino que él mismo es quien hace buenas o malas obras. Algo
semejante podemos ver en todos los oficios manuales. Una casa bien o mal construida no
hace al constructor bueno ni malo, sino que éste levantará una casa buena o mala. Ninguna
obra hace al artesano según la calidad de ella, sino como es el artesano, así resultará también
la obra. Idéntico es el caso de las obras humanas, las cuales serán buenas o malas según sean
la fe o la incredulidad del hombre. Y no al contrario: como son sus obras, así será justo o
creyente. Como las obras no hacen al hombre creyente, así no lo justifican tampoco. Sin
embargo, la fe, que hace justo al hombre, así también realizará buenas obras. Toda vez que
las obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser ya justo antes de realizarlas, queda
claramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia divina, en virtud de Cristo y su
Palabra, justifica a la persona suficientemente y la salva, sin que el cristiano precise de obra
o mandamiento alguno para lograr su salvación. Porque el cristiano está desligado de todos
los mandamientos, y en uso de su libertad hace voluntaria y desinteresadamente todo
cuanto haga, sin buscar nunca su propio provecho y su propia salvación, porque por su fe y
la gracia divina está ya salvo, sino que busca únicamente cómo complacer a Dios.
24. Por otra parte, a quien carezca de fe, ninguna obra buena colaborará con su justicia y
salvación. Además, no hay malas obras que puedan hacerlo malo y condenarlo, sino que la
incredulidad pervierte a la persona y al árbol y es ejecutora de las obras malas y
condenables: Luego el ser justo o malo no procede de las obras, sino de la fe, como dice el
sabio42: “El principio del pecado es apartarse de Dios y desconfiar de Él”. También Cristo
enseña que no debe comenzarse por las obras y dice43: “O haced el árbol bueno, y su fruto
bueno, o haced el árbol malo, y su fruto malo”. Lo mismo podría haber dicho: el que desee
buenos frutos, que empiece por el árbol plantándolo debidamente. Por consiguiente, quien
pretenda realizar buenas obras no comenzará por éstas, sino por la persona que ha de
ejecutarlas. Mas a la persona nadie la hace buena sino la fe, y nadie la hace mala sino la
incredulidad. No es menos cierto que las obras revelan al hombre como justo o malo ante
sus semejantes, esto es, por las obras se conoce ya exteriormente si el hombre es justo o
Mt 7:18.
Esto se resume en que: no es el pecado que hace a un hombre pecador, sino que el pecador comete pecado. Y
pecadores somos todos, por naturaleza.
42 Eccl 10:14-15.
43 Mt 12:33.
41

malo, como dice Cristo44: “Por los frutos los conoceréis”. Sin embargo, eso tiene un valor más
bien aparente y externo, aunque muchos se han dejado guiar por ello y yerran, escribiendo y
enseñando cómo han de hacerse las buenas obras y cómo es posible ganar la justificación, en
tanto que olvidan del todo la fe. Y así van por el mundo, guías ciegos de ciegos; así se torturan
con muchas obras sin llegar jamás a la recta justicia. A ello se refiere San Pablo45: “Tendrán
apariencia de justicia, pero les falta el fundamento; siempre están aprendiendo, y nunca pueden
llegar al conocimiento de la justicia verdadera”. Quien no quiera andar vagando en compañía
de esos ciegos, que mire más allá de las obras, de los mandamientos y de las doctrinas sobre las
obras, para fijar la atención ante todo en la persona y el modo en que puede ser justificada.
Ciertamente la persona no se justificará y salvará por medio de mandamientos y obras, sino por
la Palabra de Dios, esto es, por la promesa de su gracia, y la fe. Y sucede así, a fin de que la
gloria divina permanezca en todo su esplendor, en tanto Dios no nos redime por causa de
nuestras obras, sino por su Palabra misericordiosa, gratuitamente por pura clemencia. [Esto es,
por gracia.]
25. Después de lo dicho, no será difícil comprender en qué sentido deben desecharse o
aceptarse las buenas obras y de qué modo habrá de entenderse toda doctrina acerca de las
mismas. Aquellas doctrinas fundadas en la falsa y torcida opinión de que mediante buenas
obras seremos justificados y salvos son ya en sí malas y dignas de condenación; lo son porque
desconocen la libertad y escarnecen la gracia de Dios, la cual sólo justifica y salva por la fe,
cosa imposible para las obras, mas al pretenderlo éstas, atacan la obra y el honor de la gracia.
No desechemos las buenas obras porque lo sean, no a causa de las malas consecuencias y la
errónea opinión que las acompaña, presentándolas como buenas cuando en realidad no lo son.
De donde resulta que tales doctrinas son engañosas y engañan al hombre; son como con piel
de oveja. Sin la fe no es posible destruir aquellas malas consecuencias y aquella falsa creencia
en las obras. Y mientras no venga la fe y las destruya, abundarán en todo aquel que busque la
justificación mediante las buenas obras. Porque la naturaleza humana no es capaz de
desterrarlas, ni siquiera de reconocerlas; antes al contrario, para ella son consecuencias, y la
creencia en las buenas obras algo inapreciable y salvador. Y esto es lo que a tantos ya ha
seducido. Por lo tanto, siendo provechoso escribir y predicar sobre el arrepentimiento, la
confesión y la satisfacción, si no se avanza hacia la fe, resultará de ello una mera serie de
doctrinas diabólicas y seductoras. No vale predicar sólo una parte, sino la Palabra de Dios en
sus dos partes. Predíquense los mandamientos para intimar a los pecadores y manifestarles sus
pecados, de modo, que se arrepientan y se conviertan. Pero esto no basta. Es preciso anunciar
también la otra Palabra, la promesa de gracia, enseñando lo que es la fe [y la esperanza], sin la
cual mandamientos, arrepentimiento y todo lo demás son cosas vanas. Hay todavía algunos
predicadores que no anuncian el arrepentimiento de los pecados y las promesas de Dios, como
para poder aprender de dónde y cómo vienen el arrepentimiento y la gracia. Porque el
44
45
Mt 7:20.
2 Ti 3:5 y sigs.
arrepentimiento emana de los mandamientos y la fe, de las promesas de Dios. De este
modo el hombre que, atemorizado ante los mandamientos divinos, se ha humillado y
reconocido su verdadero estado, es justificado y levantado por su fe en las divinas Palabras.
26. Es suficiente lo expuesto acerca de las obras en general y de aquellas que el cristiano
realizará para dominar su propio cuerpo. Trataremos ahora de las obras que el hombre
habrá de practicar entre sus semejantes, porque el hombre vive no sólo en su cuerpo y para
él, sino también con los demás hombres. Esta es la razón por la cual el hombre no puede
prescindir de las obras en el trato con sus semejantes; antes bien, ha de hablar y tratarse con
ellos, aunque dichas obras en nada contribuyen a su propia justificación y salvación. Luego,
al realizar tales obras su intención será libre y él tendrá sus miras puestas sólo en servir y ser
útil a los demás, sin pensar en otra cosa que en las necesidades de aquellos a cuyo servicio
desea ponerse. Este modo de obrar para con los demás es la verdadera vida del cristiano, y
la fe actuará con amor y gozo, como el apóstol enseña a los gálatas 46 . También a los
filipenses se les había enseñado que con la fe en Cristo ya poseían la gracia y su abundancia,
y añade47: “Os amonesto con la consolación que en Cristo tenéis y toda la consolación que
guardáis en nuestro amor y toda la comunión que tenéis con todos los cristianos espirituales
y justos, que cumpláis mi gozo sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor para con otros,
sirviendo uno al otro, no mirando cada cual lo suyo propio, sino cada uno también lo de los
demás y lo que otros han de necesitar”. Con estas palabras describe el apóstol sencilla y
claramente la vida cristiana, una vida en la cual todas las obras atienden al bien del prójimo,
ya que cada cual posee con su fe todo cuanto para sí mismo precisa y aún le sobran obras y
vida suficientes para servir al prójimo con amor desinteresado. A Cristo presenta el apóstol
como ejemplo, diciendo48: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo”, el cual,
siendo pleno de forma divina y teniendo suficiente para sí, sin que necesitara de vida, obras
y sufrimiento, para ser justo y salvo, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo,
haciéndolo y sufriéndolo todo, no mirando más que nuestro propio bien; y así, siendo libre,
se hizo siervo por causa nuestra.
27. Así también el cristiano, como Cristo, su cabeza, debe sentirse pleno y harto con su
fe, mirando de acrecentarla, porque ella le es vida, justicia y salvación, y le da todo cuanto es
de Cristo y Dios, como antes se dijo49 y el apóstol Pablo escribe50: “Lo que vivo todavía en
la carne, lo vivo en la fe de Cristo, Hijo de Dios”. El cristiano es libre, sí, pero debe hacerse
con gusto siervo, a fin de ayudar a su prójimo, tratándolo y obrando con él como Dios ha
hecho con el cristiano por medio de Jesucristo. Y el cristiano lo hará todo sin esperar
recompensa, sino únicamente por agradar a Dios y diciéndose: bien; aunque soy hombre
indigno, condenable y sin mérito alguno, mi Dios me ha otorgado gratuitamente y por pura
Ga 5:6 y sigs.
Fil 2:1 y sigs.
48 Fil 2:5 y sigs.
49 Cap. 12.
50 Ga 2:20.
46
47
gracia suya en virtud de Cristo y en Cristo riquísima justicia y salvación, de manera que de
ahora en adelante sólo necesito creer que es así. Mas por mi parte haré también por tal Padre
Padre que me ha colmado de beneficios tan inapreciables, todo cuanto pueda agradarle, y lo
haré libre, alegre y gratuitamente, y seré con mi prójimo un cristiano a la manera que Cristo lo
lo ha sido conmigo, no emprendiendo nada excepto aquello que yo vea que mi prójimo
necesite o le sea provechoso y salvador; que yo ya poseo todas las cosas en Cristo por mi fe.
He aquí cómo de la fe fluyen el amor y el gozo en Dios, y del amor emana a la vez una vida
libre, dispuesta y gozosa para servir al prójimo sin miras de recompensa. Porque así como el
prójimo padece necesidad de aquello que a nosotros nos sobra, así padecíamos nosotros
mismos también gran necesidad ante Dios y hubo de socorrer la gracia. Por consiguiente, si
Dios nos ha socorrido gratuitamente por Cristo, auxiliemos nosotros también al prójimo con
todas las obras de nuestro cuerpo. Claramente se ve cuán noble y elevada es la vida cristiana,
aunque hoy desgraciadamente, en todo el mundo es desestimada, y más aún, ya se ha olvidado
que existe y no se predica sobre ella.
28. En el capítulo segundo del evangelio según Lucas leemos 51 que la Virgen María se
presentó en el templo después de las seis semanas indicadas para ser declarada limpia, como
ordenaba la ley a todas las mujeres, si bien la Virgen María no era impura como ellas, ni
deudora de la misma limpieza, ni siquiera la necesitaba. Mas la Virgen María obró así por amor,
no queriendo hacer de menos a las demás mujeres, ni pretendiendo apartarse de entre ellas. De
modo semejante obró el apóstol Pablo haciendo que se circuncidara a Timoteo52, no porque
fuera necesario, sino más bien por no ofrecer a los judíos de fe cristiana tibia la ocasión de
pensar mal; sin embargo, el apóstol no quiso que Tito fuera circuncidado, precisamente porque
se lo obligaba a ello; alegando que la circuncisión era necesaria para la salvación 53 . En el
capítulo 17 54 del evangelio según Mateo discute Cristo con Pedro acerca del tributo que
también se exigía a los discípulos, y le objetó que los hijos de un rey no necesitaban abonar
tributo alguno. Una vez conforme Pedro con dicha explicación, Cristo le ordenó no obstante
que saliera al mar y le dijo: “Para que no se escandalicen por causa nuestra, ve al mar. El primer
pez que saques, tómalo y en su boca hallarás una moneda, dásela por ti y por mí”. ¡Qué
ejemplo tan hermoso es éste y cuán aplicable a lo que venimos diciendo! Cristo se da a sí
mismo y a sus discípulos el título de libres hijos de rey que no carecen de nada, y sin embargo,
se doblega voluntariamente, sirve y paga el tributo. Tanto como la obra de Cristo pudo serle
necesaria y beneficiarle para su propia justicia o salvación, así también son todas sus demás
obras y las que realizan los cristianos, necesarias para su salvación; porque en realidad se trata
de servicios voluntarios en favor de los demás hombres y para su mejoramiento. Asimismo
deberían las obras de los sacerdotes y conventos, y ser hechas de manera que cada cual obrase
Lc 2:22 y sig.
Hch 16:3.
53 Ga 2:3.
54 Mt 17:24 y sigs.
51
52
según su estado y su orden, pero con la mira puesta únicamente en auxiliar a otros y
dominar el propio cuerpo, dando así buen ejemplo a aquellos que también necesitan
gobernar su carne. Pero estén prevenidos siempre y no se propongan alcanzar justicia y
salvación con tales obras, porque justicia y salvación sólo son posibles por la fe. En este
sentido amonesta el apóstol Pablo 55 y 56 a los cristianos a someterse al poder secular,
dispuesto siempre a prestarle su servicio, mas no con miras de alcanzar justicia, sino para
servir libremente a los demás y a la autoridad secular, obedeciendo con amor y libertad.
Quien entienda esto podrá vivir fácilmente en medio de los innumerables preceptos y leyes
del Papa, de los obispos, de los conventos, de los príncipes y señores de que algunos
prelados irrazonables hacen uso y los presentan como si fueran necesarios para la salvación,
denominándolos injustamente mandamientos de la iglesia; injustamente, porque el cristiano
libre reflexiona así: “ayunaré, oraré, haré esto y lo otro tal como ha sido ordenado, pero no
porque lo necesito, ni busco mi justicia y salvación con ello, sino que lo hago por el Papa, el
obispo, la comunidad, o también por mi hermano en la fe o por mi señor, a fin de dar
ejemplo, servir y sufrir. ¡Qué cosas mucho mayores ha hecho y padecido Cristo por mí,
aunque Él lo necesitaba mucho menos que yo! Y aunque los tiranos exijan lo que no les
corresponde, en nada me perjudicará mientras no vaya contra Dios.
29. De lo hasta aquí expuesto cualquiera puede formarse un juicio exacto y distinguir
entre, todas las obras y los mandamientos, así como también entre ciegos y locos y aquellos
que son razonables. Porque toda obra que no persiga el fin de servir a los demás y sufrir su
voluntad siempre que no se obligue a ir contra la voluntad de Dios, no será una buena obra
cristiana. Por eso sospecho que son pocas las fundaciones, iglesias, conventos, altares, misas
y legados verdaderamente cristianos, y asimismo los ayunos y oraciones especiales dirigidos
a algunos santos. Temo que con todo ello cada cual vela sólo por lo suyo, pensando expiar
sus pecados y conseguir la salvación. Este afán dimana de la ignorancia sobre la fe y la
libertad cristiana. Pero hay también eclesiásticos irrazonables que empujan a la gente a obrar
de tal modo ensalzándolo y coronándolo todo con indulgencias, pero olvidándose de
instruir en la fe. Yo te aconsejo que si deseas hacer un legado en bien de la iglesia, o si
quieres orar y ayunar, no lo hagas pensando en tu propio provecho, antes al contrario, hazlo
desinteresadamente, para que los demás lo disfruten y se beneficien con ello; si tal haces,
eres un verdadero cristiano. ¿Por qué quieres, retener tus bienes y buenas obras que te
sobran para cuidar y dominar tu propio cuerpo, toda vez que ya tienes bastante con tu fe, en
la que Dios te ha otorgado ya todas las cosas? Sabrás que los bienes de Dios han de pasar de
unos a otros y pertenecer a todos, o sea, cada cual cuidará a su prójimo como a sí mismo.
Los bienes divinos emanan de Cristo y entran en nosotros: de Cristo, de aquel cuya vida
estuvo dedicada a nosotros, como si fuera la suya propia. Del mismo modo deben emanar
de nosotros y derramarse sobre aquellos que los necesitan. Pero esto tendrá lugar de tal
55
56
Rom 13:1 y sigs.
Tit 3:1.
manera que pondremos también nuestra fe y justicia en servicio y favor del prójimo delante de
Dios, a fin de cubrir así sus pecados y tomarlos sobre nosotros cual si fueran nuestros, como
Cristo ha hecho para con nosotros mismos. He aquí, esto es amor cuando el amor es
verdadero. Y el amor es verdadero cuando la fe también es verdadera. Por eso el apóstol indica
indica como propiedad del amor57, que no busque lo suyo, sino el bien del prójimo.
30. Se deduce de todo lo dicho que el cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y el
prójimo; en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe sale el cristiano de sí mismo y
va a Dios; de Dios desciende el cristiano al prójimo por el amor. Pero siempre permanece en
Dios y en el amor divino, como Cristo dice58: “De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los
ángeles que suben y descienden sobre el Hijo de Dios”. He aquí la libertad verdadera, espiritual
y cristiana que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley; la libertad que supera a
toda otra como los cielos superan la tierra. ¡Quiera Dios hacernos comprender esa libertad y
que la conservemos! Amén.
57
58
1 Co 13:5.
Jn 1:51.
VIII.
EL CRISTIANISMO Y LA
CIENCIA
GALILEO GALILEI
CARTA A LA GRAN DUQUESA CRISTINA
INTRODUCCIÓN
Considerado (en años muy posteriores a su desarrollo) como paradigmático respecto a
los pretendidos conflictos entre ciencia y religión, el caso Galileo tiene muchas aristas.
Galileo defendió atinadamente, siguiendo a san Agustín, los distintos niveles y formas de
interpretación de las Escrituras en un ambiente inmediatamente posterior a la Reforma.
Astrónomo, y como tal dedicado estrictamente a la descripción, explicó matemáticamente el
objeto de estudio de los cosmólogos y con ello dio pie a la instauración de la ciencia
moderna. Es verdad, sin embargo, que abogó por el cambio de paradigma en la concepción
cosmológica de su tiempo sin tener aún pruebas científicas contundentes.
La Carta a la gran duquesa Cristina expone de modo sintético las observaciones que Galileo
realizó, su propuesta respecto al nuevo paradigma y una defensa ante las reacciones que
suscitaron sus tesis. Para él, la novedad representa siempre un reto, pues se encuentra
estrechamente vinculada con el progreso. Con esta observación Galileo anticipa ya el
espíritu moderno, aunque a la vez se encuentre inmerso todavía en el espíritu de su tiempo.
Galileo es conocedor de la tradición y es por ello consciente de las revoluciones implícitas
en su acercamiento al modelo copernicano.
Galileo denuncia en sus detractores un amor a su error superior a su amor a la verdad.
Denuncia también la intransigencia en su postura más por animadversión a él que por
verdadera reflexión, así como su deliberada mezcla de discursos filosóficos y religiosos. Es
esta última observación la que sería radicalizada tiempo después.
No obstante, no parece haber en la carta a la gran duquesa Cristina una intención de oponer
ciencia y religión; Galileo señala el peligro de un mal uso de las Escrituras sin distanciarse de
ellas; no duda de su verdad, si se consideran los distintos niveles de interpretación; se refiere
a la Iglesia como Santa, se lamenta de la puesta en duda de su fe debido a sus
investigaciones y encomia la investigación astronómica de Copérnico aunada a su labor
eclesiástica como sacerdote. En la misma línea, se niega a discutir materias religiosas por ser
ajenas a su especialidad y manifiesta preocupación por que sus investigaciones puedan
atentar contra su fe católica.
A LA SERENÍSIMA SEÑORA, LA GRAN DUQUESA MADRE:
Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas
no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que
se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por
filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto
estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias.
Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso
de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o
destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad,
pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas
con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y
publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de
salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido
correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este
error si hubieran prestado atención a un texto de san Agustín, muy útil a este respecto, que
concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de
comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales
referentes a los cuerpos celestes, escribe:
«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer
temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin
embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo
puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo
Testamento» (Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).
Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí
sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron
persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la
verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de
una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay
quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para
con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad
de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más
irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan
combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores
que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin
reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión
particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de
acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que
no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y
los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de
desprestigiarme por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de
filosofía me han llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo, que el Sol, sin
cambiar de lugar, permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y
que la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una
posición semejante no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que
trae consigo consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales
que de otro modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos
recientes, los que contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla
el de Copérnico. Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno
filosófico les resultará, dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento
erróneo tras la cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras,
aplicándolas, con escasa inteligencia, a la refutación de argumentos que no han
comprendido.
En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales
proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son
heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los
actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se
dirigen a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable
lo haya acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no
sólo para la dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los
matemáticos. Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes
había enraizado en su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van
murmurando entre el pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad
y conociendo que dicha declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que
también convertiría en condenables a todas las otras observaciones y postulados
astronómicos y naturales, con los cuales se corresponden y mantienen una relación de
necesidad, intentan en lo posible, en aras a facilitar el asunto, que dicha opinión casi
universal sea considerada como nueva y propia de mi persona, disimulando saber que fue
Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y defensor. Hombre éste, no
únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado que, tratando en el Concilio
de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del calendario eclesiástico, fue
llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para llevar a cabo la citada
reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió a que todavía no se
tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar. Encargado por el obispo
Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir estudios con miras a
precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al trabajo, y a costa
de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes progresos en sus
ciencias, y logró mejorar la exactitud del conocimiento de los períodos de los movimientos
celestes, mereciendo así el título de summo astronomo. Merced a sus trabajos se pudo resolver
luego la cuestión del calendario y erigir las tablas de todos los movimientos de los planetas.
Copérnico había de exponer esta doctrina en seis libros que publicó a requerimiento del
cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro acerca De las Revoluciones Celestes, al
sucesor de León X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada por aquel entonces, ha sido bien
recibida por la Santa Iglesia, y leída y estudiada por todo el mundo, sin que jamás se haya
formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo, al mismo tiempo que se va
comprobando, en base a exactos experimentos y necesarias demostraciones, la certeza de las
teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber visto jamás el libro, premian las
múltiples fatigas de su autor con la consideración de herético, y esto con el único objeto de
satisfacer su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con Copérnico, no
posee interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías.
Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata de hacerme, y que ponen en tela de
juicio mi fe y mi reputación, he considerado necesario enfrentar esos argumentos, que me son
opuestos en nombre de un pretendido celo por la religión y echando mano de las Sagradas
Escrituras, puestas al servicio de disposiciones que no son sinceras, y con la pretensión de
extender su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y las interpretaciones
de los padres, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe,
reemplazando así los razonamientos y las demostraciones por algún pasaje de la Escritura,
pasaje que muchas veces, más allá de su sentido literal, puede ser interpretado de diversas
maneras. Espero demostrar que yo procedo con un celo mucho más piadoso y más conforme
a la religión que ellos cuando propongo, no que no se condene a ese libro, sino que no se le
condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, ni comprenderlo. Precisaría que se supiera
reconocer que el autor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religión o a la fe, y que no
presenta argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmente
podría haber interpretado mal, sino que se atiene siempre a conclusiones naturales, que atañen
a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas y geométricas y que
proceden de experiencias razonables y de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significa
que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, pero una vez así
demostrada su doctrina, estaba por cierto persuadido de que en modo alguno podía hallarse en
contradicción con las Escrituras, desde que se las comprendiera correctamente. Es por ello por
lo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa así:
«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes, pese a ignorar toda la matemática, se
permitieran juzgar acerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras, deformado
especialmente para sus propósitos, y se atrevieran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me
preocuparé de ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juicio como temerario. Nadie
ignora que Lactancio, célebre escritor, pero matemático deficiente, habla de la forma de la
Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella tenía forma de esfera;
de modo que los estudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran en ridículo. La
matemática se escribe para los matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi
trabajo será útil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principado ejerce ahora Vuestra
Santidad.»
De esta índole son quienes se ingenian para hacer creer que tal autor se condena, sin
siquiera haberlo visto, y quienes, para demostrar que ello no solamente está permitido, sino
que es realmente beneficioso, alegan la autoridad de la Escritura, de los teólogos y de los
Concilios. Yo reverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría
sumamente temerario contradecirlas; pero, al mismo tiempo, no creo que constituya un
error hablar cuando se tienen razones para pensar que algunos, en su propio interés, tratan
de utilizarlas en un sentido diferente de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello,
con una afirmación solemne (y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no
sólo me propongo rechazar los errores en los cuales hubiera podido caer en el terreno de las
cuestiones tocantes a la religión, sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión
alguna en esas materias, ni aun en el caso en que pudieran dar lugar a interpretaciones
divergentes: y esto porque, si en esas consideraciones alejadas de mi profesión personal,
llegara a presentarse algo susceptible de inducir a otros a que hicieran una advertencia útil
para la Santa Iglesia con respecto al carácter incierto del sistema de Copérnico, deseo yo que
ese punto sea tenido en cuenta, y que saquéis de él el partido que las autoridades consideren
conveniente; de otro modo, sean mis escritos desgarrados o quemados, pues no me
propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera traicionar mi fidelidad por la fe
católica. Además de eso, aunque con mis propios oídos haya escuchado muchísimas de las
cosas que allí afirmo, de buen grado les concedo a quienes las dijeron que quizá no las
hayan dicho, si así les place, y confieso haber podido comprenderlas mal; así pues, no se les
atribuya lo que yo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.
El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la
estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas
Escrituras que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás
mentir o errar, de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien
pretenda postular que el Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.
Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y
establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar
equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que
muchas veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su
sonido. Por consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro
de los estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer
aparecer en las Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los
mencionados, sino también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios
pies, manos y ojos, y, asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira,
pena, odio, y aun tal vez el olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. Así como las
citadas proposiciones, inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma
por los sagrados profetas en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e
indisciplinado, del mismo modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el
llegar a profundizar en el verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están
escritas con tales palabras. Este modo de ver ha sido tan tratado y especificado por todos los
teólogos, que resulta superfluo dar razón de él. Me parece entonces que razonablemente se
puede convenir en que esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a tratar
cuestiones de orden natural, y principalmente las cuestiones más difíciles de comprender, no se
aparta de este procedimiento, y ello con el fin de no llevar confusión a los espíritus de ese
mismo pueblo, y de no correr el riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los misterios
más altos. Por ello, si como se ha dicho, y como claramente se ve, es con el solo objeto de
adaptarse a la mentalidad popular que la Escritura no ha esquivado velar verdades
fundamentales, no vacilando en atribuir a Dios cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría
sostener seriamente que esa misma Escritura, cuando se ve en el caso de hablar
incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o de otras criaturas, haya preferido atenerse con
todo rigor a la significación estrictamente literal de las palabras? Y, sobre todo, ¿cómo habría
podido ocuparse, con respecto a esas criaturas, de cuestiones que están alejadísimas de la
capacidad de comprensión del pueblo, y que no se relacionan directamente con el objetivo
primero de esas mismas Escrituras, que es el culto divino y la salud de las almas?
Así las cosas, me parece que, al discutir los problemas naturales, no se debería partir de la
autoridad de los pasajes de la Escritura, sino de la experiencia de los sentidos y de las
demostraciones necesarias. Porque la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente del
Verbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, y ésta como la ejecutora perfectamente
fiel de las órdenes de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las Escrituras, para adaptarse
a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen cosas que difieren con mucho de la
verdad absoluta, por gracia de su género y de la significación literal de los términos, la
naturaleza, por el contrario, se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes que le son
impuestas, sin franquear jamás sus límites, y no se preocupa por saber si sus razones ocultas y
sus maneras de obrar están al alcance de nuestras capacidades humanas. De ello resulta que los
efectos naturales y la experiencia de los sentidos que delante de los ojos tenemos, así como las
demostraciones necesarias que de ella deducimos, no deben en modo alguno ser puestas en
duda ni, a priori, condenadas en nombre de los pasajes de la Escritura, aun cuando el sentido
literal pareciera contradecirlas. Pues las palabras de la Escritura no están constreñidas a
obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza, y Dios no se revela de modo menos
excelente en los efectos de la naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras. Es lo
que quiso significar Tertuliano con estas palabras:
«Declaramos que Dios debe ser primero conocido por la naturaleza y luego reconocido por
la doctrina: a la naturaleza se la alcanza por las obras, a la doctrina por las predicaciones.»
No quiero decir con ello que no se deba tener una altísima consideración por los pasajes de
la Sagrada Escritura. Así, cuando hayamos obtenido una certeza, dentro de las conclusiones
naturales, debemos servirnos de esas conclusiones como de un medio perfectamente apto para
una exposición verídica de esas Escrituras, y para la búsqueda del sentido que necesariamente
se contiene en ellas, puesto que son perfectamente verdaderas y concuerdan con la verdad
demostrada. Considero que la autoridad de los Textos Sagrados tiene por objeto,
principalmente, el de persuadir a los hombres acerca de proposiciones que, por sobrepasar
todo discurso humano, su credibilidad no puede obtenerse por ninguna otra ciencia, ni por
medio distinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, dentro de las proposiciones que
no son de Fe, debe preferirse la autoridad de esos mismos Textos Sagrados a la autoridad
de textos humanos cualesquiera, que no estén escritos con método demostrativo, sino o
bien como pura narración, o bien sobre la base de razones probables. La autoridad de las
Sagradas Escrituras debe considerarse aquí conveniente y necesaria en la medida misma en
que la sabiduría divina sobrepasa a todo Juicio y a toda conjetura humanos.
No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos, palabra e intelecto, y haya
querido, despreciando la posible utilización de éstos, darnos por otro medio las
informaciones que por aquéllos podamos adquirir, de tal modo que aun en aquellas
conclusiones naturales que nos vienen dadas o por la experiencia o por las oportunas
demostraciones, debemos negar su significado y razón; no creo que sea necesario aceptarlas
como dogma de fe, y máxime en aquellas ciencias sobre las cuales en las Escrituras tan sólo
se pueden leer algunos aspectos, y aun entre sí opuestos. La astronomía constituye una de
estas ciencias, de la cual sólo son tratados algunos aspectos, puesto que ni siquiera se
encuentran los planetas, a excepción del Sol y la Luna, y Venus sólo una o dos veces, bajo el
nombre de Lucifer. Ahora bien, si los sagrados profetas hubiesen tenido la pretensión de
comunicar al pueblo la situación y movimiento de los cuerpos celestes y, por consiguiente,
tuviéramos nosotros que sacar de las Sagradas Escrituras tal información, no habrían, en mi
opinión, tratado el tema tan poco, que es casi nada si lo comparamos con los infinitos y
admirables resultados que dicha ciencia contiene y demuestra. Por tanto, que no solamente
los autores de las Sagradas Escrituras no hayan pretendido enseñarnos la constitución y los
movimientos de los cielos y de las estrellas, sus formas, sus tamaños y su distancia, sino que,
aunque todas esas cosas les fueran perfectamente conocidas, se hayan abstenido de hacerlo,
tal es la opinión de los santos y sabios Padres; así leemos en San Agustín:
«Suele también preguntarse qué forma y figura atribuyen nuestros libros divinos al cielo.
Pues muchos autores profanos disputan largamente sobre estas cosas, que omitieron con
gran prudencia los nuestros, por no ser para los que las aprenden necesarias para la vida
bienaventurada, y, además, porque los que en esto se ocupan han de malgastar lo que es
peor, tiempo sobremanera preciso restándolo a cosas más útiles. Pues a mí, ¿qué me
interesa que el cielo, siendo como una esfera, envuelva por todas sus partes a la Tierra
equilibrada en medio de la masa del mundo, o que la cubra por la parte de arriba como si
fuera un disco? Mas porque se trata de la autoridad de la divina Escritura y como quizás
alguno no entienda las palabras divinas, cuando acerca de estas cosas encuentre algo
semejante en los libros divinos u oiga hablar algo de ellos que le parezca oponerse a las
razones percibidas por él, cosas que no he recordado solamente una vez, para que no crea
en modo alguno a los que le amonestan o le cuentan o le afirman que son más útiles las
cosas profanas que la verdad de la Santa Escritura, brevemente he de decir que nuestros
autores sagrados conocieron sobre la figura del cielo lo que se conforma a la verdad, pero el
Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos, no quiso enseñar a los hombres estas cosas
que no reportaban utilidad alguna para la vida futura» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).
Y además el poco cuidado que tuvieron esos mismos escritores sagrados para determinar lo
que debía creerse acerca de los accidentes de los cuerpos celestes, se nos muestra en el capítulo
X de esa misma obra de san Agustín, donde se discute la cuestión de si el cielo se mueve, o
bien permanece inmóvil:
«Sobre el movimiento del cielo no pocos hermanos preguntan si está quieto o se mueve, y
dicen: si se mueve, ¿cómo es el firmamento? Y si permanece estable, ¿cómo las estrellas, las
cuales se cree que están fijas en él, giran del oriente al occidente, recorriendo las
septentrionales, que están cerca del polo, círculos más breves, de tal modo que aparece el cielo
como una esfera, si es que está oculto a nosotros el otro polo en la parte opuesta, o como un
disco si no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, que para conocer claramente si es
así o no, demanda excesivo trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su
estudio y exponer tales razones ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a
su salud y a la necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
De allí resulta, por consecuencia necesaria, que el Espíritu Santo, que no ha querido
enseñarnos si el cielo se mueve o si permanece inmóvil, si su forma es la de una esfera, de un
disco o de un plano, no habrá podido tampoco tener la intención de tratar otras conclusiones
que con estas cuestiones se ligan, tales como la determinación del movimiento y del reposo de
la Tierra o del Sol. Y si el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos esas cosas, porque ellas no
concernían al objetivo que Él se propone, a saber, nuestra salud, ¿cómo podría afirmarse
entonces que de dos afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y la otra errónea? ¿Podría
sostenerse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos algo concerniente a la salud?
¿Podría tratarse de una opinión herética, cuando para nada se relaciona con la salud de las
almas? Repetiré aquí lo que he oído a un eclesiástico que se encuentra en un grado muy
elevado de la jerarquía, a saber, que la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo se va al
cielo, y no cómo va el cielo.
Pero pasemos a considerar qué valor conviene asignar, en las conclusiones naturales, a las
demostraciones necesarias y a las experiencias de los sentidos, y qué autoridad les fue atribuida
por los sabios y santos teólogos; de éstos, entre otros cien testimonios, tenemos los siguientes:
«Debemos cuidarnos, cuando tratamos de la doctrina de Moisés, de no presentar como
asegurado lo que repugne a experiencias manifiestas y a razones filosóficas, o a otras
disciplinas; en efecto, como lo verdadero coincide siempre con lo verdadero, la verdad de los
Textos Santos no puede ser contraria a las razones verdaderas y a las experiencias alegadas por
las doctrinas humanas» (Pereirus, In Genesim, circa Principium).
Y en San Agustín leemos esto:
«Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escrituras se mostrara en oposición con una
razón manifiesta y segura, ello significaría que quien interpreta la Escritura no la comprende de
manera conveniente; no es el sentido de la Escritura el que se opone a la verdad, sino el
sentido que él ha querido atribuirle; lo que se opone a la Escritura, no es lo que en ella
figura, sino lo que él mismo le atribuye, creyendo que eso constituía su sentido» (Epístola
séptima, Ad Marcellinum).
Así las cosas, y puesto que, como se ha dicho, dos verdades no pueden contradecirse, es
oficio de sabios comentaristas el esforzarse por penetrar el verdadero sentido de los pasajes
de la Escritura, la que indubitablemente ha de estar en concordancia con las conclusiones
naturales cuyo sentido manifiesto o demostración necesaria hayan sido establecidos de
antemano como ciertos y seguros. Y como, según se ha dicho, las Escrituras presentan, en
numerosos pasajes, un sentido literal muy alejado de su sentido real, y como, además, no se
puede estar seguro de que todos sus intérpretes estén divinamente inspirados, pues en tal
caso no habría ninguna divergencia en las interpretaciones que proponen, pienso que sería
muy prudente no permitir que ninguno de ellos invocara algún pasaje de la Escritura con
miras a postular como verdadera una conclusión natural que pudiera entrar en
contradicción con la experiencia o con una demostración necesaria. ¿Quién podría tener la
pretensión de poner un límite al ingenio humano? ¿Quién podría afirmar que hemos visto y
que conocemos todo lo que de perceptible y de cognoscible hay en el mundo? ¿Acaso los
mismos que afirman, en otras ocasiones (y con gran verdad), que las cosas que conocemos
no constituyen sino una pequeñísima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espíritu
Santo sabemos que Dios ha abandonado el mundo a sus discusiones, para que el hombre
no halle la obra, que realizó Dios desde el principio al final (Eclesiast. 3, 11), no se deberá,
según mi parecer, contradiciendo esa sentencia, detener la marcha del libre filosofar acerca
de las cosas del mundo y de la naturaleza, como si las tuviéramos encontradas con certeza y
conocidas claramente ya todas. No debería considerarse temerario el que no nos atengamos
a las opiniones comunes, ni tampoco inquietarse porque alguien, en las discusiones
referentes a esos problemas naturales, no siga la opinión del momento, sobre todo en lo que
toca a problemas que durante miles de años han sido objeto de controversias entre los
mayores filósofos; problemas tales como la estabilidad del Sol y la movilidad de la Tierra:
opinión sostenida por Pitágoras y toda su secta, y por Heráclito del Ponto, así como Filolao,
maestro de Platón, y por el propio Platón, como lo cuenta Aristóteles, y como nos lo
enseña Plutarco, quien, en la vida de Numa, declara que Platón, ya viejo, decía que sostener
la opinión contraria era algo perfectamente absurdo. La afirmación de la estabilidad del Sol
y de la movilidad de la Tierra se encuentra también en Aristarco de Samos, como lo
sabemos por Arquímedes, en el matemático Seleuco, en el filósofo Hicetas, como nos
cuenta Cicerón, y en muchos otros todavía. Esta misma opinión la volvemos a encontrar
desarrollada y confirmada por las numerosas observaciones y demostraciones de Nicolás
Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, en el libro De cometis nos dice que se precisaría
desplegar gran diligencia para determinar con certeza si es el Cielo el que experimenta una
revolución diurna, o bien es la Tierra. Por ello no parece razonable que, sin necesidad, se
agreguen otras afirmaciones a los artículos referentes a la salud y el fundamento de la fe,
contra cuya solidez no cabe temer que nadie pueda oponer una doctrina válida y eficaz:
verdaderamente, entonces iría contra toda razón que se diera crédito a las opiniones de gentes
que, aparte de que no sepamos si están inspiradas por una virtud celeste, vemos claramente que
carecen de esa inteligencia que se necesitaría, ante todo para comprender, y luego para discutir,
las demostraciones según las cuales proceden las ciencias más afinadas en la fundamentación
de sus conclusiones. Diría más, si se me permite revelar todo mi pensamiento: sin duda sería
más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados que no se tolerara que los más
superficiales y los más ignaros de los escritores los comprometieran, salpicando sus escritos
con citas interpretadas o más bien extraídas en sentidos alejados de la recta intención de la
Escritura, sin otro fin que la ostentación de un vano ornamento. Me limitaré a citar ejemplos
de este abuso que se relacionan, precisamente, con las materias astronómicas en cuestión. En
los escritos que se publicaron después de mi descubrimiento de los astros mediceos se
adujeron contra su existencia numerosos pasajes de la Sagrada Escritura: ahora que esos astros
son vistos por todo el mundo, me gustaría saber a qué nueva interpretación de la Escritura
recurren mis contradictores para excusar su simplicidad de espíritu. El otro ejemplo lo
proporcionó recientemente el autor de un texto impreso en que se sostiene, contra los
astrónomos y los filósofos, que la Luna no recibe su luz del Sol, sino que brilla por sí misma;
concepción que el autor pretende confirmar con ayuda de la Escritura, los cuales, según él, no
podrían salvarse sino merced a su opinión. Ahora bien, que la Luna sea por sí misma oscura, es
algo no menos claro que el esplendor del Sol.
Así se pone de manifiesto que tales autores, por no haber penetrado el verdadero sentido de
la Escritura, la han utilizado, abusando de su autoridad, para obligar a sus lectores a dar por
verdaderas conclusiones que repugnan a la razón y a los sentidos: pero si tal abuso, cosa que
Dios no permita, debiera prevalecer, sería preciso entonces suprimir, a poco andar, todas las
ciencias especulativas; en efecto: puesto que, por naturaleza, el número de hombres poco aptos
para comprender perfectamente, tanto la Sagrada Escritura cuanto las otras ciencias, es como
mucho superior al número de los hombres inteligentes, se daría el caso de que los primeros,
hojeando superficialmente las Escrituras, se arrogarían el derecho de decidir en todas las
cuestiones de ciencia natural, arguyendo algunos pasajes de los escritos sagrados, interpretados
por ellos en un sentido distinto del verdadero, en tanto el escaso número de quienes
comprenden correctamente las Escrituras no podría reprimir el torrente furioso de esos malos
intérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil conseguir adeptos, cuanto que es mucho
menos trabajoso parecer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sin reposo en
disciplinas infinitamente laboriosas. Debemos, por ello, dar gracias infinitas a Dios por la
bondad con la cual nos libra de este temor, cuando quita su autoridad a tales personas,
confiando el cuidado de ocuparse de cuestiones tan importantes a la inmensa sabiduría y
bondad de Padres Prudentísimos, y a la suprema autoridad de quienes, guiados por el Espíritu
Santo, no pueden sino decidir acerca de esas cosas santamente, no permitiendo, de ese modo,
que la liviandad que hemos condenado sea objeto de estima. Contra esos malos intérpretes de
la Escritura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y no sin razón, los graves y santos
escritores, y entre ellos, en particular, San Jerónimo, quien escribe:
«En cuanto a ese arte (el de las Escrituras), la vieja parlanchina, el viejo charlatán, el
sofista verboso, todos se vanaglorian con él, lo chapucean, lo enseñan antes de haberlo
aprendido. Otros, la ceja orgullosa, agitando grandes palabras en un círculo de mujerzuelas,
filosofan sobre los Textos Sagrados; otros aun —qué vergüenza!— aprenden de las mujeres
lo que han de enseñar a los hombres; y esto es poco: dotados de cierta facilidad de
elocución, o más bien de audacia, explican a los otros lo que ellos mismos no comprenden.
Y nada digo de mis pares, quienes, si por acaso han accedido a las Sagradas Escrituras luego
de haber cultivado la literatura profana, y si por su lenguaje rebuscado han halagado
agradablemente a los oídos del pueblo, se imaginan que todas sus palabras son la ley misma
de Dios, y no se dignan informarse de la opinión de los profetas o de los apóstoles, sino que
ajustan a su sentimiento personal los textos, como si el alterar el sentido de las frases y el
violentar según sus deseos a la Sagrada Escritura, aun cuando ésta lo repugne, constituyera
un método de expresión digno de ser aprobado, y no sumamente falaz» (Epistola ad
Paulinum, C III).
No quiero incluir en el número de esos tales escritores seculares a ciertos teólogos que
considero hombres de profunda doctrina y santísimas costumbres, los cuales, por ello, son
tenidos en gran estima y veneración; pero no puedo negar que me encuentro acosado por
ciertos escrúpulos, y, por tanto, con el deseo de que ellos me sean aliviados, cuando veo que
éstos se arrogan el derecho, utilizando la autoridad de la Escritura, de obligar a los otros a
seguir en las discusiones naturales la opinión que a ellos les parezca la más conforme con
los pasajes de la Escritura, creyendo que no tienen por qué preocuparse por las razones o
experiencias que lleven a una opinión contraria. Para explicar y confirmar su manera de ver
arguyen que, como la teología es la reina de todas las ciencias, de ningún modo debe ella
rebajarse para acomodarse con las proposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que,
todo lo contrario, esas otras ciencias deben remitirse a ella como la reina suprema, y
modificar sus conclusiones de acuerdo con los estatutos y decretos de la teología; agregan
incluso que, cuando en una ciencia inferior se presente una conclusión que se considere
segura, porque esté fundada en demostraciones y experiencias, en tanto se halle en
contradicción con alguna afirmación de las Escrituras, quienes se ocupan de esta ciencia
deben hacer de modo que sus demostraciones queden modificadas y que se pongan al
descubierto las falacias de sus propias experiencias, sin recurrir a los teólogos ni a los
exegetas. Afirman que no conviene a la dignidad de la teología el rebajarse para buscar los
errores de las ciencias que le están subordinadas, sino que le basta con fijar la verdad a la
cual deben llevar sus conclusiones, cosa que ella hace con una autoridad absoluta y con la
seguridad de su carácter infalible. Las conclusiones concernientes a las ciencias naturales,
que según esos teólogos y exegetas deben ser aceptadas a partir de las afirmaciones de las
Escrituras, sin que quepa dar lugar a glosas ni a interpretarlas en sentido diferente al de las
propias palabras del texto, serían aquellas de que la Escritura habla siempre de la misma
manera, y que los santos Padres presentan siempre del mismo modo. Quisiera yo, en cuanto a
este modo de proceder, aportar algunas observaciones particulares, que expongo con la mira
de asegurarme de que ellas podrán ser aceptadas por personas más versadas que yo en estas
materias, personas a cuyo juicio acostumbro someterme.
Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación en el hecho de no especificar las
virtudes que hacen a la teología sagrada digna del título de reina. Ella podría merecer ese
nombre, ya porque todo lo que las otras ciencias enseñan estaría contenido y demostrado en
ella en modo más excelente y con ayuda de una doctrina más sublime, asimismo como, por
ejemplo, las reglas de la agrimensura y del cálculo están contenidas más eminentemente en la
aritmética y la geometría de Euclides que en la práctica de los agrimensores y calculistas, o ya
también la teología sería reina porque trata de un asunto que sobrepasa en dignidad a todos los
otros que constituyen la materias de las otras ciencias, y también porque sus preceptos utilizan
medios más sublimes. Creo que los teólogos que no tienen destreza alguna en las otras
ciencias, no afirmarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el
primer sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá que la geometría, la astronomía, la música y
la medicina se hallan más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que en los libros
de Arquímedes, Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, pues, que su preeminencia real le
corresponde a la teología sólo en el segundo sentido, esto es, por causa de la sublimidad de su
objeto y de la excelencia de sus enseñanzas acerca de las revelaciones divinas, de las cuales no
presentan conclusiones que atañen esencialmente a la adquisición de la beatitud eterna,
conclusiones que los hombres no pueden adquirir ni comprender por otros medios. Si,
asentado eso, la teología, ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el trono
real entre las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las humildes
especulaciones de las ciencias inferiores, y no debe ocuparse de ellas porque no tocan a la
beatitud. Por ello los ministros y los profesores de teología no deberían arrogarse el derecho de
dictar fallos sobre disciplinas que no han estudiado ni ejercitado. En efecto, sería el mismo
caso que el de un príncipe absoluto, quien, pudiendo mandar y hacerse obedecer a su voluntad,
diera en exigir, sin ser médico ni arquitecto, que se respetara su voluntad en materia de
remedios y de construcciones, con grave peligro de la vida de sus pobres pacientes y del rápido
derrumbamiento de sus edificios.
Por ello, el que se quiera imponer a los profesores de astronomía que desconfíen de sus
propias observaciones y demostraciones, porque no podría tratarse sino de falsedades y
sofismas, constituye una pretensión absolutamente inadmisible; equivaldría a impartirles la
orden de no ver lo que ven, de no comprender lo que comprenden; cuando investigan, de que
encuentren lo contrario de lo que hallan. Antes de entrar por ese camino, sería preciso que se
indicara a esos profesores cómo hacer de modo que las potencias inferiores del alma se
impongan sobre las potencias superiores, es decir, que la imaginación y la voluntad puedan
creer lo contrario de lo que la inteligencia comprende (hablo siempre de las proposiciones
puramente naturales y que no son de Fe y no de las proposiciones sobrenaturales y de Fe).
Quisiera yo rogar a esos prudentísimos Padres que tuvieran a bien considerar con diligencia la
diferencia que existe entre las doctrinas opinables y las demostrativas; en tal caso, y
haciéndose cargo de la fuerza con que nos imponen las deducciones necesarias, se hallarían
en mejores condiciones para reconocer por qué no está en la mano de los profesores de
ciencia demostrativa el cambiar las opiniones a su gusto, presentando ora una, ora otra; es
menester por cierto que se perciba toda la diferencia que hay entre mandar a un matemático
o a un filósofo, y dar instrucciones a un mercader o a un abogado. No se pueden cambiar
las conclusiones demostradas, referentes a las cosas de la naturaleza y del cielo, con la
misma facilidad como las opiniones relativas a lo que está permitido o no en un contrato, en
la evaluación fiscal del valor de un bien o en una operación de cambio. Esta diferencia ha
sido perfectamente bien reconocida por los santísimos y doctísimos Padres, como lo prueba
el modo como combatieron numerosos argumentos, o por mejor decir, numerosas
doctrinas filosóficas audaces, y como lo señalan también, en más de uno de ellos,
declaraciones bien manifiestas; es así como hallamos en san Agustín las siguientes
declaraciones:
«Debemos tener por indudable que todo lo que los sabios de este mundo pueden
demostrar con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los
libros divinos. Y también que todo lo que en cualquiera de sus escritos presenten ellos
contrario a nuestros divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostramos con
argumentos firmes que es falso, o sin duda alguna creeremos que no es verdadero. Así pues,
nos quedamos con nuestro Mediador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la
sabiduría Y de la ciencia, para no ser engañados por la locuacidad de la errónea filosofía, ni
atemorizados por la superstición de la falsa religión» (Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Creo que de este texto puede derivarse la siguiente doctrina, a saber, que en los libros de
los sabios de este mundo hay cosas que se refieren a la naturaleza, que están demostradas de
un modo completo, y otras que simplemente son enseñadas; en lo concerniente a las
primeras, a los teólogos corresponde mostrar que no son contrarias a las Sagradas
Escrituras; en cuanto a las otras, las que son enseñadas pero no demostradas de modo
necesario, si en ellas se hallaren algunas cosas contrarias a los Textos Sagrados, se las debe
considerar como indudablemente falsas, y hacer todo lo posible por demostrar su falsedad.
Por tanto, si las conclusiones naturales demostradas de modo verdadero no ha de
subordinarse a pasaje alguno de la Escritura, sino que tan sólo requieren la declaración de
que no están en contradicción con pasajes de la Escritura, es menester, antes de que se
condene a tales proposiciones naturales, traer las pruebas de que no han sido demostradas
de manera necesaria: esta tarea corresponde, no a quienes las tienen por verdades, sino a
quienes las consideran falsas, pues lo que hay de erróneo en un discurso será reconocido
como falso con mucha mayor facilidad por quienes lo consideran tal, que por quienes lo
aprecian como verdadero y concluyente; en efecto, en cuanto estos últimos, mientras más
examinen la cuestión, mientras más escruten sus razones, y controlen las observaciones y las
experiencias sobre las cuales se funda, más confirmados se verán en sus convicciones. Pero
Vuestra Alteza conoce lo ocurrido a ese matemático de Pisa que en su vejez había
emprendido el estudio de la doctrina de Copérnico, con la esperanza de refutarla en sus
fundamentos: pero si, cuando no la tenía estudiada, la consideraba falsa, bien pronto quedó
persuadido de la exactitud de las demostraciones sobre las que se fundaba, así pues, luego de
haber sido su adversario, se convirtió en su más firme defensor. Podría yo señalar a otros
matemáticos, los cuales, impresionados por mis últimos descubrimientos, han reconocido que
se imponía cambiar la concepción que hasta entonces se tenía del mundo, porque de modo
alguno podía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta opinión y esta doctrina, bastara con
cerrar la boca a una sola persona, como piensan quienes toman su propio juicio como medida
del de los además, muy fácil asunto sería; pero las cosas se presentan de otro modo: para
obtener un resultado semejante se necesitaría, no ya sólo prohibir el libro de Copérnico y los
escritos de sus partidarios, sino toda la ciencia astronómica; más aún, se debería impedir a los
hombres que miraran el cielo, para que no vieran a Marte y a Venus, ora muy cercanos, ora
alejados de la Tierra, con una diferencia de distancia tan considerable, que puede variar en
cuarenta veces para Venus, y en sesenta para Marte; no deberían tampoco tener la posibilidad
de verificar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma de creciente con puntas sumamente
finas; habría que impedir, asimismo, tantas otras observaciones hoy admitidas por todos, las
que de modo alguno pueden convenir con el sistema de Ptolomeo, mientras que concuerdan
perfectamente con la concepción de Copérnico. Prohibir la doctrina de Copérnico cuando
numerosísimas observaciones nuevas, y el estudio sobre ellas practicado por grandísimo
número de sabios, llevan de día en día a que su validez sea mejor reconocida, me parecería, en
lo que a mí respecta, ir contra la verdad: se la ocultaría y se la escamotearía en el preciso
momento en que se presenta mejor demostrada y más clara. Por otra parte, que no se la tome
en su conjunto, sino que se condene solamente la opinión particular referente al movimiento
de la Tierra, aparejaría una situación aún más perjudicial, pues se daría la posibilidad de que se
tuvieran por probadas proposiciones de las que luego se afirmaría que es pecaminoso creer en
ellas. Pero si toda esta doctrina hubiera de ser condenada, significaría ello que no se toman en
cuenta las centenas de pasajes de la Escritura donde se nos enseña que la gloria y magnificencia
de Dios se muestran admirablemente en todas sus obras, y que se leen de manera divina en el
libro del Cielo, que ante nuestros ojos se despliega. ¿Quién podría pretender que la lectura de
ese libro ha de llevar tan sólo a que se reconozca el esplendor del Sol y de las estrellas, su
ascenso en el Cielo y su caída, que es a lo que se limita el conocimiento de los hombres poco
instruidos y del pueblo, cuando en esas cosas hay misterios tan profundos, e ideas tan
sublimes, que las vigilias y los trabajos de los más penetrantes espíritus no han permitido
todavía dilucidarlos por completo, pese a las investigaciones que se prosiguen desde milenios?
Y por otra parte, ¿no hay acaso espíritus, aun poco instruidos, que comprendan que el aspecto
exterior del cuerpo percibido por sus sentidos significa poquísima cosa en comparación con lo
que permiten alcanzar los medios admirables que utilizan anatomistas o filósofos cuando
estudian el modo como funcionan tantos músculos, tendones, nervios y huesos, cuando
examinan el funcionamiento del corazón y de los otros órganos esenciales, cuando tratan de
determinar la sede de las facultades vitales, cuando observan la admirable estructura de los
órganos de los sentidos, cuando, sin dejar de asombrarse nunca, contemplan todas las
posibilidades de la imaginación, de la memoria y del discurso, del propio modo que lo que
nos es dado alcanzar por el simple uso de la vista no es casi nada tomando en cuenta las
profundas maravillas que el espíritu de los sabios, merced a largas y minuciosas
observaciones, puede descubrir en el cielo?
Se afirma, es cierto, que las proposiciones naturales que a la Escritura presenta siempre
del mismo modo, y que son interpretadas concordantemente por los Padres siempre en el
mismo sentido, han de entenderse según el sentido directo de las palabras, sin glosa ni
interpretación, y que, por tanto, se las debería aceptar y tener por totalmente veraces. La
movilidad del Sol y la estabilidad de la Tierra serían, según eso, de Fe, debiéndose tener a
esta afirmación por verdadera y considerar errónea la opinión contraria. Creo necesario
observar a este respecto, ante todo, que entre las proposiciones naturales las hay tales, que
pese a los esfuerzos del espíritu humano, sólo pueden ser objeto de una opinión probable;
de una conjetura verosímil, pero no de una ciencia segura y demostrada; tal el caso, por
ejemplo, de la afirmación de que las estrellas son animadas. Pero hay otras proposiciones
cuya indudable certeza puede probarse mediante prolongadas observaciones y
demostraciones necesarias. Tal es el problema de si la Tierra y el Sol se mueven o no, o de si
la Tierra es o no esférica. En cuanto a las primeras, reconozco que, allí donde el discurso
humano no permite acceder a una ciencia segura, sino que proporciona tan sólo una
opinión y una creencia, corresponde atenerse totalmente al sentido literal de las Escrituras.
Pero en cuanto a las otras, como se dijo antes, pienso que corresponde, ante todo,
asegurarse de los hechos: sólo entonces se descubrirá el verdadero sentido de las Escrituras,
las que deben hallarse en perfecto acuerdo con un hecho demostrado, aunque las palabras
mismas pueden sugerir a primera vista un sentido diferente. Dos verdades no pueden
contradecirse nunca. Esta doctrina me parece tanto más recta y segura cuanto que la hallo
expuesta exactamente por san Agustín. Éste, hablando precisamente de la figura del cielo y
de la idea que de ella debe tenerse, declara que cuando se dé el caso de que los astrónomos
afirmen que la Tierra es redonda, cuando la Escritura habla de ella como de una piel, no hay
que preocuparse por ver que la Escritura se opone a las afirmaciones de los astrónomos,
sino que debe creerse en la autoridad de la Escritura en caso de que lo declarado por los
astrónomos sea falso, o fundado solamente sobre las conjeturas de la debilidad humana;
pero, cuando los astrónomos sostengan proposiciones fundadas sobre razonamientos
indudables, este santo Padre no dice que se les deba obligar a que modifiquen sus
demostraciones y declaren que sus conclusiones son falsas; por el contrario, afirma que
entonces ha de demostrarse que lo que la Escritura dice acerca de la piel no se contradice
con esas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras:
«Pero alguno dirá en qué forma no se opone a los que atribuyen al cielo la figura de
esfera, lo que está escrito en nuestros libros divinos: Tú que extiendes el cielo como una piel
(Sal. 103, 2). Ciertamente será contrario si es falso lo que ellos dicen, pues lo que dice la
divina autoridad más bien es verdadero que aquello que conjetura la fragilidad humana.
Pero si ellos lo pudieran probar con tales argumentos que no deba dudarse, debemos
demostrarles nosotros que aquello que se dijo en los libros divinos sobre la piel, no es opuesto
a sus verdaderos raciocinios; de lo contrario, también será opuesto a ellos lo que en otro lugar
de nuestro escrito se lee, donde dice que el cielo está suspendido como una bóveda (Isaías, cap.
40, v. 22, sec. LXX)» (Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).
Del texto se deriva, como se ve, que no debemos inquietarnos menos porque un pasaje de
la Escritura contradiga una proposición natural demostrada, que porque un pasaje de la
Escritura contradiga otro pasaje, que eventualmente presente una proposición opuesta;
paréceme que hemos de admirar o imitar la circunspección de este santo, quien se muestra
reservadísimo cuando se trata de conclusiones oscuras, o de conclusiones cuya demostración
segura no puede obtenerse por los medios humanos. He aquí lo que escribe al final del
segundo libro del Génesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problema de si debe creerse que
las estrellas están animadas:
«Aunque esto al presente no pueda fácilmente entenderse, creo, sin embargo, que en el
decurso de la exposición de los libros divinos podrá ofrecerse un lugar más oportuno donde,
según las reglas de la santa autoridad, podamos, si no, demostrar algo definitivamente cierto
sobre este asunto, a lo menos patentizar que pueda ser creído lícitamente. Ahora, pues,
observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre
algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos
por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo
contrario a ella en los libros Santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Génesis a la
letra, lib. II, cap. XVIII).
De este texto y de varios otros creo que se sigue, si no me equivoco, que según los santos
Padres, en las cuestiones naturales y que no son de Fe, es menester ante todo que se averigüe si
están demostradas de manera indudable o sobre la base de experiencias, conocidas con
exactitud, o bien si es posible que de ellas se tenga un conocimiento y demostración
semejantes: así, entonces, una vez obtenido este conocimiento, que constituye también un don
de Dios, hay que aplicarse a buscar el sentido exacto de las Sagradas Escrituras en los pasajes
que en apariencia parecieran no concordar con ese saber natural. Esos pasajes habrán de ser
estudiados por sabios teólogos; los que pondrán de manifiesto las razones por las cuales el
Espíritu Santo los ha presentado de ese modo, ya sea para ponernos a prueba o por alguna otra
razón oculta.
Lo que acabamos de decir se aplica también cuando la Escritura ha hablado en varios
pasajes en el mismo sentido. No hay razón alguna para que se pretenda que, en tal caso,
convendría interpretar el texto en su sentido literal. En efecto, si la Escritura, para adecuarse a
la capacidad de la mayoría, ha debido una vez presentar una proposición mediante el empleo
de términos que tengan un sentido diferente de la esencia misma de esta proposición, ¿por qué
habría procedido de otro modo al repetir la misma proposición? Aún más, creo que, de haber
procedido de otro modo, habría aumentado la confusión y abusado de la credulidad del
pueblo. Que, al ocuparse del reposo o del movimiento del Sol y de la Tierra, resultaba
necesario, para adaptarse a la capacidad del pueblo, afirmar lo que las palabras de la
Escritura expresan, es cosa que la experiencia claramente nos muestra: aun en nuestra
época, siendo el pueblo menos torpe, se ha mantenido una opinión semejante sobre la base
de motivos que se revelan sin valor ante un examen un poco serio, pues se basan en
experiencias que son, en su totalidad, falsas, o que al menos están completamente fuera de
lugar; sin embargo, no puede intentarse desviar al pueblo de esta creencia, pues es incapaz
de comprender las razones contrarias, las que dependen de observaciones demasiado
delicadas, y de demostraciones demasiado sutiles, apoyadas sobre abstracciones que
requieren, para que se las comprenda bien, una capacidad de imaginación de que él carece.
Por ello es que, en el preciso instante en que la estabilidad del Sol y el movimiento de la
Tierra queden probados por los sabios como ciertos y demostrados, debe dejarse subsistir la
creencia contraria en la mayoría de los hombres; si se diera en interrogar a mil hombres del
pueblo acerca de estas cuestiones, no se hallaría sin duda uno solo que no considerara como
perfectamente demostrado que el Sol se mueve en tanto que la Tierra permanece inmóvil.
Pero nadie debe tomar ese asentimiento popular común como argumento de la verdad de lo
que de ese modo se afirma; si interrogáramos, en efecto, a esos mismos hombres acerca de
las causas y los motivos de su creencia, y si, a la inversa, preguntáramos al pequeño número
de instruidos sobre qué experiencias y demostraciones fundan la creencia contraria,
comprobaríamos que éstos tienen una convicción fundada en razones más sólidas, en tanto
aquéllos toman su creencia de las apariencias y de comprobaciones vanas y ridículas. Que
haya entonces que atribuir al Sol el movimiento y a la Tierra el reposo para no perturbar la
escasa capacidad del pueblo, y permitirle que acepte la fe y sus artículos principales, los
cuales son absolutamente de Fe, es cosa clarísima, y desde que así ese modo de obrar se
revela necesario, no cabe asombrarse por qué las divinas Escrituras hayan procedido según
él. Diré más: no es, por cierto, tan sólo el respeto a la incapacidad del vulgo, sino el deseo
de respetar las maneras de pensar de una época, lo que hace que los escritores sagrados, en
las cosas que no son necesarias para la beatitud, se adecuen más a las costumbres admitidas
que a la existencia de los hechos. En ese sentido, precisamente, pudo escribir San Jerónimo:
«Hay muchos pasajes de las Escrituras que deben interpretarse según las ideas del tiempo y
no según la verdad misma de las cosas» (comentario al cap. 28 de Jeremías).
Y el mismo santo declara en otro lugar:
«En las Sagradas Escrituras es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según
el modo como en su época se las entendía» (capítulo 12 de su Comentario a San Mateo).
Santo Tomás por su parte, en el capítulo 27 de su Comentario sobre Job, a propósito del
pasaje en que se dice que extiende el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tierra por encima
de la nada, señala que la Escritura llama vacío y nada al espacio que abarca y rodea a la
Tierra, respecto del que sabemos, por nuestra parte, que no está vacío, sino lleno de aire. Si
la Escritura habla de ese modo es para adecuarse a la creencia del pueblo vulgar, quien
piensa que, en un espacio semejante, no hay nada. He aquí las palabras de Santo Tomás:
«La porción superior del hemisferio celeste no es, para nosotros, sino un espacio lleno de
aire, en tanto que el pueblo vulgar la considera vacía. El autor sagrado sigue esta última
opinión, con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio
habitual de los hombres.»
Creo que de este pasaje puede concluirse claramente que la Sagrada Escritura, por el mismo
motivo, tuvo razón en declarar que el Sol es móvil y la Tierra inmóvil, porque, si
interrogáramos a los hombres del común, los hallaríamos mucho menos dispuestos a
comprender que el Sol es inmóvil y la Tierra móvil que a comprender que el espacio que nos
rodea está lleno de aire: si, por lo tanto, los autores sagrados, sobre este punto con respecto al
cual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritu del pueblo, se abstuvieron no obstante
de persuadirlo, se comprende de suyo que era todavía mucho más razonable que observaran el
mismo procedimiento en cuanto a otras proposiciones mucho más oscuras. Por ello, como
Copérnico conocía la fuerza con que están arraigadas en nuestro espíritu las antiguas
tradiciones y los modos de concebir las cosas que nos son familiares desde la infancia, tuvo
buen cuidado, para no aumentar nuestra dificultad de comprensión, luego de haber
demostrado que los movimientos que nos parecen propios del Sol y del firmamento son en
verdad propios de la Tierra, de presentarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del movimiento
del Sol y del Cielo superior, de la salida y de la puesta del Sol, de las mutaciones de la
oblicuidad del zodíaco y de las variaciones de los puntos de equinoccio, del movimiento medio
de la anomalía del Sol y de otras cosas semejantes, las cuales se deben en realidad al
movimiento de la Tierra.
Pero como nosotros estamos unidos a la Tierra y, por consecuencia, a cada uno de sus
movimientos, no podemos reconocerlos inmediatamente, conviene que nos refiramos a los
cuerpos celestes con relación a los cuales se manifiestan esos movimientos; por eso nos vemos
llevados a decir que ellos se producen allí donde a nosotros nos parece que se producen.
Fácilmente se entiende cómo tal modo de obrar resulta de todo punto natural.
Si, por otra parte, hay que atenerse al hecho de que deba considerarse como de Fe toda
proposición referente a las realidades naturales que haya sido interpretada en el mismo sentido
por todos los Padres, pienso que ello no debiera valer sino para las conclusiones que hayan
sido discutidas y analizadas por los Padres con absoluta diligencia. Pero la movilidad de la
Tierra y la estabilidad del Sol no constituyen proposiciones de este género; una proposición
semejante ha permanecido al margen de las disputas de escuela y, prácticamente no ha sido
estudiada por nadie; por ello se comprende que ni se les ocurriera a los Padres ponerla en
discusión, puesto que, en esas cuestiones, ellos y todos los hombres concordaban en la misma
interpretación.
No basta entonces con decir que, si todos los Padres han admitido la estabilidad de la
Tierra, etc., haya que considerar a esta opinión como de Fe, sino que debe probarse que ellos
han condenado la opinión contraria. Puesto que no tuvieron ocasión de reflexionar acerca de
esta doctrina, ni de discutirla, no se preocuparon directamente por ella, y la admitieron tan sólo
como una opinión corriente, no adoptando a este respecto posiciones verdaderamente firmes y
seguras. Me parece, por tanto, que puede decirse con razón esto: o bien los Padres han
reflexionado verdaderamente sobre esta conclusión, o no lo han hecho; si no lo han hecho,
si ni siquiera se han planteado la cuestión, su abstención no puede ponernos en la
obligación de buscar en sus escritos interpretaciones que ni soñaron proponer; y por el
contrario, si hubieran atendido a ello, entonces, en caso de que esta conclusión les pareciera
errónea, la habrían condenado; pero nada permite afirmar que lo hayan hecho.
Se observa, por otra parte, que cuando los teólogos se han puesto a estudiarla, no la han
considerado errónea, como se lee en los Comentarios de Diego de Zúñiga sobre Job en el cap.
9, vers. 6, a propósito de las palabras “que remueve la tierra de su lugar”, etc., donde se nos
presenta una larga discusión acerca de la posición de Copérnico, y se concluye que la
movilidad de la Tierra no va contra la Escritura.
Me pregunto, por otra parte, si acaso es exacto afirmar que la Iglesia obliga a considerar
proposiciones de Fe a las conclusiones referentes a las cosas naturales que estuvieran tan
sólo fundadas en una interpretación concordante de todos los Padres. Me pregunto si
quienes sostienen este punto de vista no lo hacen con miras de utilizar en beneficio de su
propia opinión el decreto del Concilio. Ahora bien, no hallo que en este decreto se prohíba
otra cosa sino que se interprete en un sentido contrario a la Santa Iglesia o al común
consenso de los Padres, solamente los pasajes que son de Fe, o que atañen a las costumbres,
o bien a la edificación de la doctrina cristiana: así se expresa el Concilio de Trento en su
sesión cuarta. Pero la movilidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, ni atañen a
las costumbres; Además, en esta concepción nada hay que pueda inducir a modificar pasajes
de la Escritura de modo que se entrara en oposición contra la Santa Iglesia o los Padres: en
efecto, quienes se ocuparon de esta doctrina no utilizaron jamás pasaje alguno de la
Escritura, de modo que toca, por modo exclusivo, a la autoridad de los graves y sabios
teólogos la interpretación de esos pasajes conforme a su verdadero sentido. Además, asaz
claro resulta que los decretos del Concilio se atienen a la posición de los Santos Padres en
estas cuestiones particulares: hasta tal punto no estaba en su ánimo la voluntad de imponer
como de Fide esas conclusiones naturales, o de rechazarlas por erróneas, cuanto que,
remitiéndose a la intención primera de la Santa Iglesia, consideran inútil tratar de probar su
certidumbre. Tenga a bien Vuestra Alteza oír lo que respondía san Agustín a sus hermanos,
cuando éstos planteaban el problema de si es verdad que el cielo se mueve, o si permanece
inmóvil:
«A los cuales respondo que para conocer claramente si es así, o no, demanda excesivo
trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su estudio y exponer tales
razones, ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a su salud y a la
necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
Pero, aun cuando debiera afirmarse que, cuando en los pasajes de la Escritura nos
encontremos con proposiciones naturales que están interpretadas de modo concordante por
todos los Padres, debamos tomar posición, ya para condenarlas, ya para admitirlas, no creo
que este modo de proceder haya de aplicarse en nuestro caso, pues esos pasajes de la
Escritura reciben interpretaciones divergentes por parte de los Padres: así, Dionisio Areopagita
declara que no fue el Sol, sino el primer móvil el que se detuvo; san Agustín piensa del mismo
modo cuando declara que fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvieron; el Avilense
es de la misma opinión. Aún más, entre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienes
consideraron que el Sol no se había en verdad detenido, sino que solamente había parecido
detenerse por causa de la brevedad del tiempo en que los israelitas vencieron a sus enemigos.
Asimismo, en lo que concierne al milagro sobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo
Burgalense considera que el acontecimiento no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Pero que
haya necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del texto de Josué, cualquiera que sea la
concepción que se tenga acerca de la constitución del mundo, es un punto que trataré más
adelante. Por fin, y concediendo a esas personas más de lo que piden, declaro estar dispuesto a
suscribir por entero las opiniones de los sabios teólogos, aun cuando esas discusiones
particulares no estén contenidas en los escritos de los antiguos Padres, pero eso sí, bajo la
condición de que esos teólogos examinen con el mayor cuidado las experiencias y las
observaciones, los argumentos y las demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en
un sentido, ya en otro. Entonces podrán determinar, con seguridad bastante, lo que les dicten
las divinas inspiraciones. Pero no cabría admitir que ellos se permitieran formular conclusiones
sin haberse entregado a un estudio atentísimo de todos los argumentos en un sentido o en
otro, y sin haberse asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Pues en tal caso sus vanas
imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y
evidenciarían no poseer ese celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su
dignidad y autoridad, en que todo cristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que esta
dignidad no será verdaderamente deseada y asegurada sino por quienes, sometiéndose por
entero a la Santa Iglesia, no piden que se condene a tal o cual opinión, sino solamente que se
puedan estudiar ciertas cosas acerca de las que luego la Iglesia habrá de decidir de manera
segura? Este procedimiento es de todo punto diferente al de quienes, no viendo más que su
propio interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más discusión,
arguyendo que la Iglesia tiene el poder de pronunciarlas, sin comprender que no todo lo que
puede hacerse ha de ser hecho necesariamente. Los Santos Padres no compartieron ese punto
de vista: sabiendo cuán perjudicial sería para la Iglesia, y cuán opuesto a su primordial objetivo,
que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacar conclusiones en el orden del saber
natural, conclusiones de las que un día podría probarse, mediante experiencias o
demostraciones necesarias, que son contrarias al sentido de las palabras, se comportaron, no
sólo de manera circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nos dejaron los siguientes
preceptos:
«Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas
oscuras y ocultas a nuestros sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos
alimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con
precipitada firmeza, a fin de no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñada con más
diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia divina
de la Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando
más bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra, lib. I,
cap. XVIII).
Y San Agustín agrega que ninguna proposición puede ir contra la fe si no se demuestra
que es falsa, al decir:
«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evidencia clarísima. Si esto llegara a
suceder, diremos que no lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana
ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Vemos así cuán grande es el riesgo de que se revelen falsas las interpretaciones que
hayamos dado de la Escritura, y que puedan manifestarse un día en discordancia con una
verdad demostrada: por ello conviene buscar, con ayuda de la verdad demostrada, el sentido
seguro de la Escritura, y no un sentido que simplemente se atuviera a la significación literal
de los términos, significación que, eventualmente, podría manifestarse conforme con
nuestra debilidad, pero que de algún modo importaría forzar la naturaleza y negar la
experiencia y las demostraciones necesarias.
Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección de que hace gala este santísimo
hombre antes de resolverse a presentar una interpretación de la Escritura como cierta y tan
segura que ya no quepa temer que tropiece con dificultad alguna. San Agustín, no
bastándole con que ciertas explicaciones de la Escritura concuerden con ciertas
demostraciones, agrega:
«Pero si lo demostrara un contundente argumento, aún sería incierto si quiso en estas
palabras de los libros santos decir esto el escritor sagrado, o si intentó decir otra cosa no
menos cierta. Si el contexto del discurso probara que no quiso decir esto el autor, no será
falso otro sentido el cual quiso él fuera entendido, aunque desease y conociera el verdadero
y más útil» (Lib. I, cap. XIX).
Pero lo que aumenta todavía nuestra admiración es la prudencia con que procede
nuestro autor: no contentándose con que converjan en una misma intención, tanto las
razones demostrativas cuanto el sentido directo de las palabras de la Escritura y su
contexto, agrega las siguientes palabras:
«Pero si el contexto de la Escritura no se opone a que haya querido decir esto el escritor,
aún nos falta indagar si puede: tener algún otro» (Lib. I, cap. XIX).
Y, no resignándose a aceptar ese sentido o a excluirlo, y no creyendo haber llegado
todavía a una conclusión verdaderamente segura y satisfactoria, continúa:
«Por lo tanto, si hubiéramos podido encontrar algún otro sentido, sería incierto cuál de
los dos quiso expresar el autor; conveniente creer que uno y otro quiso exponer, si ambos
se apoyan en fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX).
Por fin, como si quisiera justificar su modo de proceder mostrándonos los peligros a que
se verían expuestas, tanto la Escritura como la Iglesia, si aquellos que se preocupan más por
mantenerse en su error que por la dignidad de la Escritura pretendieran extender su
autoridad más allá de los términos que ella misma nos prescribe, agrega las siguientes
palabras, las cuales, por sí solas, deberían bastar para reprimir y moderar la licencia que algunos
creen poder arrogarse:
«Acontece, pues, muchas veces que el infiel conoce por la razón y la experiencia algunas
cosas de la Tierra, del Cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro,
y también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los
círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de las frutas, de las
piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado
vergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno de ser evitado, que un cristiano hable
de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal
modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa.
No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros
autores defienden tales errores, y, por lo tanto, cuando trabajamos por la salud espiritual de sus
almas, con gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles,
en las cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos,
afirmando éstos que extrajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a
creer a nuestros libros cuando tratan de la resurrección de los muertos y de la esperanza de la
vida eterna y del reino del cielo? Juzgarán que fueron escritos falazmente, pues pudieron
comprobar por su propia experiencia o por la evidencia de sus razones, el error de estas
sentencias» (Génesis a la letra, cap. XIX).
Y el mismo santo explica también cuán ofendidos quedan los Padres verdaderamente sabios
y prudentes ante el proceder de quienes, con la mira de sostener proposiciones que no han
comprendido, invocan pasajes de la Escritura, dando así en agravar su primer error, al aducir
otros pasajes menos comprendidos todavía que los primeros: «Cuando estos cristianos, para
defender lo que afirmaron con ligereza inaudita y falsedad evidente, intentan por todos los
medios aducir los libros divinos para probar por ellos un aserto, o citan también de memoria lo
que juzgan vale para probar un testimonio, y sueltan al aire muchas palabras, no entendiendo
ni lo que dicen ni a qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y la
tristeza que causan estos temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si alguna vez
han sido refutados y convencidos de su viciosa y falsa opinión por aquellos que no conceden
autoridad a los libros divinos» (Lib. I, cap. XIX).
Creo que hay que incluir en el número de éstos, a quienes no queriendo o no pudiendo
comprender las demostraciones y las experiencias por las cuales el autor y quienes siguen su
posición lo confirman, recurren a las Escrituras, sin caer en la cuenta de que, mientras más
persistan en afirmar que ellas son claras y que no admiten otro sentido que el que ellos les
atribuyen, mayores perjuicios causarán a su dignidad (aun cuando su juicio sea de gran
autoridad), cuando se dé el caso de que se demuestre que la verdad es manifiestamente
contraria; y esto es fuente de confusiones, al menos para quienes están separados de la Santa
Iglesia y que esta madre celosísima desea ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza
considerar con qué desorden proceden quienes, en las disputas acerca de las cuestiones
naturales, invocan como argumento pasajes de la Escritura que las más de las veces han
comprendido mal.
Pero si esos intérpretes de la Escritura consideran que tienen captado por completo el
verdadero sentido de cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de consecuencia
necesaria, que hayan adquirido a la par la seguridad de estar en posesión de la verdad
absoluta acerca de la conclusión natural que es su intención defender, y que reconozcan, al
mismo tiempo, la enorme ventaja que poseen sobre el adversario, quien habrá de defender
la tesis falsa; mientras quien sostiene la verdad podrá tener de su parte muchas experiencias
seguras y muchas demostraciones necesarias, su adversario sólo puede invocar apariencias,
paralogismos y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en los términos naturales, y no
exhibiendo otras armas que las filosóficas, tienen la seguridad de ser de todos modos
superiores a su adversario, ¿por qué pues experimentan de pronto la necesidad de blandir
las armas para aterrorizar con su sola vista a su adversario? Para decir la verdad, tengo para
mí que son ellos quienes se atemorizan primero y, sintiéndose incapaces de resistir a los
asaltos de sus adversarios, buscan el medio de no dejarse abordar, evitando el uso del
discurso que la Divina Bondad les ha concedido, y abusando de la autoridad tan justa de la
Sagrada Escritura, la cual, bien entendida y bien utilizada, jamás puede, según la opinión
común de los teólogos, entrar en oposición con experiencias manifiestas y demostraciones
necesarias. Pero, si no me equivoco, esos tales no deberían recabar beneficio alguno al
refugiarse así en los textos de la Escritura para ocultar la imposibilidad en que se hallan de
comprender y refutar los argumentos que se les oponen, pues, hasta hoy, la Santa Iglesia
jamás ha condenado una opinión semejante. Por ello, si quisieran proceder con sinceridad,
deberían, o bien llamarse a silencio y confesar que son incapaces de tratar materias tales, o
bien considerar desde un principio que no es a ellos, ni a otros, a quienes corresponde
declarar errónea una proposición, sino sólo al Soberano Pontífice y al sagrado Concilio;
solamente de esas instancias depende la decisión que demostrará eventualmente su falsedad.
Pero luego, si entienden que es imposible que una proposición sea a la vez verdadera y
herética, a ellos tocará demostrar su falsedad. Y si la demostraran entonces, o bien ya no
sería necesario condenarla, pues nadie correría ya el riesgo de seguirla, o bien la interdicción
de esa proposición no constituiría ya motivo de escándalo para nadie. Así pues, aplíquense
ellos a refutar entonces los argumentos de Copérnico y de los otros, y dejen el cuidado de
condenarlos por erróneos y heréticos a quienes corresponde hacerlo; pero no esperen hallar
en los sapientísimos y prudentísimos Padres, ni en la absoluta sabiduría de Aquel que no
puede errar, esas decisiones súbitas a que se dejarían arrastrar por sus pasiones o su interés
particular; y ello porque, acerca de esas proposiciones y de otras semejantes que no son de
Fe, nadie duda que el Soberano Pontífice tenga siempre el poder absoluto de admitirlas o de
condenarlas; pero no está en manos de ninguna criatura el hacer de modo que sean
verdaderas o falsas, aparte de cómo puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parece por
ello que sería más atinado asegurarse ante todo de la necesaria e inmutable verdad del
hecho, sobre el cual nadie tiene poder; pues, si se carece de esta seguridad, se corre el riesgo
de trocar en necesarias, determinaciones que, en el presente, son indiferentes y libres, y que
dependen de la decisión de la autoridad suprema. En suma, no es posible que una conclusión
sea declarada herética mientras se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzos de quienes
pretenden condenar la creencia en la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol, si
primeramente no demuestran que esta proposición es imposible y falsa.
Me queda finalmente por mostrar cuán cierto es que el pasaje referente a Josué puede
comprenderse sin alterar la significación directa de las palabras, y cómo puede ser que al
obedecer el Sol a la orden de Josué, éste haya podido detenerse, sin que de ello se siga que la
duración del día se haya prolongado durante algún tiempo. Si los movimientos celestes se
adecuan a la concepción de Ptolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: en efecto,
puesto que el movimiento del Sol se efectúa de occidente a oriente, es decir, en sentido inverso
al movimiento del primer móvil, que se efectúa de oriente a occidente, y que es causa del día y
de la noche, se comprende que, si el movimiento verdadero y propio del Sol cesara, el día sería
más corto y no más largo, y que a la inversa, si se quiere que el Sol permanezca sobre el
horizonte durante un cierto tiempo en el mismo lugar sin declinar hacia occidente,
correspondería acelerar su movimiento hasta el punto en que se equipare con el del primer
móvil, lo que significaría acelerar en 360 veces su movimiento habitual. Por tanto, si Josué
hubiera tenido la intención de que sus palabras se tomaran en su sentido exacto, habría
ordenado al Sol que acelerara su movimiento de modo tal que el arrastre del primer móvil no
lo llevara hacia poniente. Pero como sus palabras se dirigían a un pueblo que sin duda no
conocía otros movimientos celestes que ese movimiento vulgarísimo de oriente a occidente, se
adecuó a sus capacidades, y como no tenía la intención de enseñarles la constitución de las
esferas celestes, sino que simplemente quería hacerles comprender la grandiosidad del milagro
que representaba ese alargamiento del día, les habló conforme a su capacidad.
Sin duda fue esta consideración la que indujo ante todo a Dionisio Areopagita a decir que,
en ese milagro, el primer móvil se detuvo, y que entonces, por consecuencia, se detuvieron
todas las esferas celestes: san Agustín es de la misma opinión y el Avilense la confirma en
largos desarrollos. Y como en la intención de Josué estaba que todo el sistema de las esferas
celestes había de detenerse, se entiende que haya ordenado también a la Luna que se detuviera,
aunque ésta nada tuviera que hacer en el alargamiento del día. Debe entenderse, pues, que esta
orden a la Luna atañe también a los desplazamientos de los otros planetas, los que no son
mencionados, ni en este pasaje ni en el resto de las Escrituras, pues no fue nunca su intención
enseñarnos las ciencias astronómicas.
Me parece, pues, si no me equivoco, que de ello se sigue con claridad bastante que, si nos
ubicamos dentro del sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar las palabras de la
Escritura en un sentido algo diferente del sentido directo que ella presenta. Instruido por los
textos tan útiles de san Agustín, no diré yo que esta interpretación sea necesaria hasta el punto
en que no se la pueda reemplazar por alguna otra. Pero como este sentido, más conforme con
lo que leemos en Josué, parece que puede comprenderse dentro del sistema de Copérnico,
merced al agregado de otra observación que recientemente he demostrado en el cuerpo solar,
querría examinarlo para terminar. Me apresuro a decir que hablo siempre con las mismas
reservas, es decir, preocupado por no mostrarme tan apegado a mis ideas que quiera
preferirlas a las de los otros, y creer que no se las puede hallar mejores ni más conformes
con la intención de los Textos Sagrados.
Una vez sentado que, en el milagro de Josué, hubo de inmovilizarse todo el sistema de
los movimientos celestes, según el punto de vista de los autores anteriormente citados, y
ello porque, de haber cesado sólo un movimiento, se hubiera introducido sin necesidad un
gran desorden en todo el curso de la naturaleza, paso a considerar en seguida cómo el
cuerpo solar, aun cuando permanezca inmóvil en el mismo lugar, gira sobre sí mismo,
efectuando una revolución completa en el lapso de alrededor de un mes, como creo haberlo
demostrado de modo concluyente en mis Cartas sobre las manchas solares. Este movimiento
parece efectuarse en la porción superior del globo del Sol, está inclinado hacia el mediodía
y, por tanto, hacia la porción inferior, y se inclina hacia el Aquilón, exactamente del mismo
modo como lo hacen las revoluciones de todos los planetas. En tercer lugar, si atendemos a
la nobleza del Sol, fuente de la luz que ilumina, como lo he demostrado en forma
categórica, no solamente a la Luna y a la Tierra, sino a todos los otros planetas, los cuales,
por sí mismos, son oscuros, no creo que se filosofara mal si se dijera que él es el principal
ministro de la naturaleza y, en cierto modo, el alma y corazón del mundo; que aporta a los
otros cuerpos que lo rodean, no solamente la luz, sino también el movimiento, y esto
último, por su revolución sobre sí mismo; por ello, así como, si se detienen los movimientos
del corazón de un animal, todos los otros movimientos de sus miembros también cesarán,
si la rotación del Sol sobre sí mismo se detuviera, inmediatamente cesarían todos los
movimientos de los otros planetas. Con respecto a esta fuerza y esta energía admirables del
Sol podría yo traer el asentimiento de un elevadísimo número de graves escritores, pero me
contentaré con citar uno solo de ellos, el bienaventurado Dionisio Aeropagita, quien, en su
libro De divinis nominibus, escribe del Sol lo siguiente: «La luz reúne y hace convergir hacia sí
a todas las cosas que se ven, que se desplazan, que brillan, que calientan y, en una palabra, a
todas las cosas que están contenidas en su esplendor. Por ello el Sol es llamado Ilios, porque
reúne a todas las cosas dispersas».
Y un poco más adelante dice también el mismo autor refiriéndose al Sol:
«Si, en efecto, ese Sol que vemos nosotros que hace convergir hacia él a todas las cosas
que caen bajo los sentidos, esencia y cualidad, aunque ellas sean múltiples y disímiles, sin
embargo, él, que es uno y que difunde la luz de una manera uniforme, renueva, alimenta,
protege, lleva a cabo, divide, reúne, calienta, fecunda, aumenta, cambia, afirma, desplaza, da
a todas las cosas la vida, y todas las cosas de este universo, por estar bajo su poder, por
participar de un único y mismo Sol, y las causas de todas las cosas que participan en él, las
que están en él igualmente anticipadas, etcétera.»
Así pues, puesto que el Sol es a la par fuente de luz y principio de los movimientos,
cuando Dios quiso que ante la orden de Josué todo el sistema del mundo permaneciera
inmóvil durante numerosas horas en el mismo estado, le bastó con detener al Sol. En
efecto, desde que éste se detuvo, todos los otros movimientos se detuvieron. La Tierra, la Luna
y el Sol permanecieron en la misma posición, así como todos los otros planetas; durante todo
ese tiempo, el día no declinó hacia la noche, sino que se prolongó milagrosamente: y fue así
que, deteniendo al Sol, sin alterar para nada las posiciones recíprocas de las estrellas, resultó
posible que se alargara el día sobre la Tierra, lo que concuerda exactamente con el sentido
literal del texto sagrado.
Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para tenerlo en poco, es que gracias a la
concepción copernicana, obtenemos un sentido literal perfectamente claro de otro rasgo
particular de ese mismo milagro, a saber, que el Sol se detuvo en medio del cielo. Graves
teólogos han planteado dificultades sobre este punto: como parece muy probable que cuando
Josué pidió el alargamiento del día el Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meridiano,
porque si hubiera estado sobre el meridiano, como se estaba entonces en el solsticio de verano,
y por consecuencia, los días eran muy largos, no parece verosímil que haya sido entonces
necesario pedir el alargamiento del día para obtener la victoria en una batalla, para la cual podía
bastar ampliamente la duración de siete horas, y aun un poco más del día que aún restaba.
Impresionados por esas consideraciones, gravísimos teólogos han sostenido, con verdad, que
el Sol se hallaba entonces cercano a su ocaso, y esto mismo es lo que implican las palabras:
¡Sol, detente!; en efecto, si el Sol se hubiera hallado sobre el meridiano, o bien no hubiera sido
preciso pedir un milagro, o bien habría bastado con pedir simplemente que el movimiento del
Sol se retardara un poco. Cayetano, así como Magaglianes, son de esta opinión, y la confirman
señalando que Josué había tenido que hacer ese día tantas cosas antes de dar esa orden al Sol,
que resultaba imposible que las hubiera cumplido en el espacio de media jornada: se ven
llevados entonces a interpretar las palabras in medio coeli en modo algo difícil de admitir,
diciendo que significan que el Sol se detuvo cuando estaba en nuestro hemisferio, es decir, por
encima del horizonte. Pero si, según el sistema de Copérnico, colocamos al Sol en medio, es
decir, en el centro de las órbitas celestes y de los movimientos de los otros planetas, como es
necesario hacerlo, entonces esta dificultad y muchas otras desaparecen, porque, en cualquier
hora del día en que el acontecimiento D se haya producido, sea a mediodía o a cualquier otra
hora de la tarde, el día se alargó y todos los movimientos celestes cesaron cuando el Sol se
detuvo en medio del Cielo, es decir, en el centro de ese Cielo donde reside: este sentido
concuerda tanto más con la letra, que aun cuando hubiera querido afirmarse que la detención
del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto de expresarse habría sido: stetit in meridie, vel in
meridiano circula y no in medio caeli, ya que, en un cuerpo esférico como es el Cielo, el único
verdadero medio lo constituye el centro.
En cuanto a los otros pasajes de la Escritura que parecen contrarios a este punto de vista,
no dudo que, cuando se lo haya reconocido por verdadero y demostrado, esos mismos
teólogos, que hoy lo consideran falso por pensar que esos pasajes de la Escritura no admiten
una interpretación que concuerde con él, hallarán interpretaciones mucho más convenientes,
sobre todo si aparejaren a la inteligencia de los Textos Sagrados algunos conocimientos de las
ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlo falso, creen que la Escritura sólo
contiene pasajes que lo contradigan, cuando lo hayan reconocido por verdadero, hallarán
numerosísimos pasajes que con él concuerden; quizá reconozcan entonces con cuánta
justicia declara la Santa Iglesia que Dios ha puesto al Sol en el centro del Cielo, y que él, en
consecuencia, girando sobre sí mismo como una rueda, asegura el movimiento de la Luna y
de los otros astros errantes, cuando canta: «Dios Santísimo, que pintas con ígneo blancor la
superficie del cielo proveyéndole el agregado de una luz espléndida, quien, el cuarto día, has
constituido la rueda inflamada del Sol, fijando el curso de la Luna y de los astros errantes».
Podrán decir que el nombre de firmamento conviene perfectamente bien ad literam a la
esfera celeste y a todo lo que se encuentra por encima del lugar de desplazamiento de los
planetas y que, según esta disposición, está totalmente fijo e inmóvil. Entonces, como la
Tierra se desplaza circularmente, comprenderán que es a esos polos a los que se refiere el
pasaje donde se dice: Nec dum Terram fecerat, et flumina et cardines orbis Terrae; si el globo
terrestre no debiera girar en torno de esos polos, está claro que le habrían sido atribuidos
inútilmente.
IX.EL CAMINO HACIA LA
DEMOCRACIA LIBERAL
JOHN LOCKE
ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL
(SELECCIÓN)
INTRODUCCIÓN
Figura clave del denominado empirismo británico y de la Ilustración británica, John Locke (16321704) desarrolló su filosofía práctica en el contexto de una Inglaterra agobiada por pugnas
religiosas, políticas y sociales. Locke, apostando por la tolerancia, tendrá por interlocutores a
teóricos a favor del absolutismo y de la legitimación de la monarquía, ya sea por medio de la
apelación divina (como Filmer) o a través del miedo (como Hobbes). Las ideas de Locke,
contrastantes —aunque no por ello menos valiosas— con las de estos autores, tendrán una
relevancia que se extenderá más allá de los límites de la Ilustración y darán pie a la formación
del liberalismo y a los ideales fundadores de naciones como Estados Unidos (cuyos padres
fundadores fueron asiduos lectores de Locke). Locke reconoce el derecho a la propiedad y la
condición de libertad como intrínsecos a los seres humanos y sobre la base de tales
reconocimientos estudia la formación de la sociedad civil, del Estado y su gobierno. Se
pregunta cuál es su función, qué legitimidad tienen y cuáles son sus límites, desde casos
cotidianos como la convivencia hasta casos extremos como la declaración de guerra y las
invasiones de territorios extranjeros. Niega, además, la legitimidad de cualquier forma de
absolutismo. Su reconocimiento y visión del Estado conducirán a Locke a postular, siguiendo a
Hobbes, un estado de naturaleza en los hombres previo a éste. ¿Qué se gana y qué se pierde
respecto al estado de naturaleza? El estado que no reconozca el derecho a la propiedad y la
libertad de los hombres ¿es legítimamente un Estado? El Ensayo sobre el gobierno civil de Locke
pretende dar cuenta de preguntas como éstas. Sus respuestas y limitaciones permean aún
nuestros días.
CHAPTER 1. OF POLITICAL POWER
(…)
2. To this purpose, I think it may not be amiss to set down what I take to be political
power. That the power of a magistrate over a subject may be distinguished from that of a
father over his children, a master over his servant, a husband over his wife, and a lord over
his slave. All which distinct powers happening sometimes together in the same man, if he
be considered under these different relations, it may help us to distinguish these powers one
from another, and show the difference betwixt a ruler of a commonwealth, a father of a
family, and a captain of a galley.
3. Political power, then, I take to be a right of making laws, with penalties of death, and
consequently all less penalties for the regulating and preserving of property, and of
employing the force of the community in the execution of such laws, and in the defense of
the commonwealth from foreign injury, and all this only for the public good.
CHAPTER 2. OF THE STATE OF NATURE
4. To understand political power aright, and derive it from its original, we must consider
what estate all men are naturally in, and that is, a state of perfect freedom to order their
actions, and dispose of their possessions and persons as they think fit, within the bounds of
the law of Nature, without asking leave or depending upon the will of any other man.
A state also of equality, wherein all the power and jurisdiction is reciprocal, no one
having more than another, there being nothing more evident than that creatures of the
same species and rank, promiscuously born to all the same advantages of Nature, and the
use of the same faculties, should also be equal one amongst another, without subordination
or subjection, unless the lord and master of them all should, by any manifest declaration of
his will, set one above another, and confer on him, by an evident and clear appointment, an
undoubted right to dominion and sovereignty.
(….)
6. But though this be a state of liberty, yet it is not a state of license; though man in that
state have an uncontrollable liberty to dispose of his person or possessions, yet he has not
liberty to destroy himself, or so much as any creature in his possession, but where some
nobler use than its bare preservation calls for it. The state of Nature has a law of Nature to
govern it, which obliges every one, and reason, which is that law, teaches all mankind who
will but consult it, that being all equal and independent, no one ought to harm another in
his life, health, liberty or possessions; for men being all the workmanship of one
omnipotent and infinitely wise Maker; all the servants of one sovereign Master, sent into the
world by His order and about His business; they are His property, whose workmanship they
are made to last during His, not one another's pleasure. And, being furnished with like
faculties, sharing all in one community of Nature, there cannot be supposed any such
subordination among us that may authorize us to destroy one another, as if we were made for
one another's uses, as the inferior ranks of creatures are for ours. Every one as he is bound to
preserve himself, and not to quit his station wilfully, so by the like reason, when his own
preservation comes not in competition, ought he as much as he can to preserve the rest of
mankind, and not unless it be to do justice on an offender, take away or impair the life, or what
tends to the preservation of the life, the liberty, health, limb, or goods of another.
7. And that all men may be restrained from invading others' rights, and from doing hurt to
one another, and the law of Nature be observed, which willeth the peace and preservation of
all mankind, the execution of the law of Nature is in that state put into every man's hands,
whereby everyone has a right to punish the transgressors of that law to such a degree as may
hinder its violation. For the law of Nature would, as all other laws that concern men in this
world, be in vain if there were nobody that in the state of Nature had a power to execute that
law, and thereby preserve the innocent and restrain offenders; and if anyone in the state of
Nature may punish another for any evil he has done, every one may do so. For in that state of
perfect equality, where naturally there is no superiority or jurisdiction of one over another,
what any may do in prosecution of that law, everyone must needs have a right to do.
(…)
10. Besides the crime which consists in violating the laws, and varying from the right rule of
reason, whereby a man so far becomes degenerate, and declares himself to quit the principles
of human nature and to be a noxious creature, there is commonly injury done, and some
person or other, some other man, receives damage by his transgression; in which case, he who
hath received any damage has (besides the right of punishment common to him, with other
men) a particular right to seek reparation from him that hath done it. And any other person
who finds it just may also join with him that is injured, and assist him in recovering from the
offender so much as may make satisfaction for the harm he hath suffered.
11. From these two distinct rights (the one of punishing the crime, for restraint and
preventing the like offence, which right of punishing is in everybody, the other of taking
reparation, which belongs only to the injured party) comes it to pass that the magistrate, who
by being magistrate hath the common right of punishing put into his hands, can often, where
the public good demands not the execution of the law, remit the punishment of criminal
offences by his own authority, but yet cannot remit the satisfaction due to any private man for
the damage he has received. That he who hath suffered the damage has a right to demand in
his own name, and he alone can remit. The damnified person has this power of appropriating
to himself the goods or service of the offender by right of self-preservation, as every man has a
power to punish the crime to prevent its being committed again, by the right he has of
preserving all mankind, and doing all reasonable things he can in order to that end. And thus it
is that every man in the state of Nature has a power to kill a murderer, both to deter others
from doing the like injury (which no reparation can compensate) by the example of the
punishment that attends it from everybody, and also to secure men from the attempts of a
criminal who, having renounced reason, the common rule and measure God hath given to
mankind, hath, by the unjust violence and slaughter he hath committed upon one, declared
war against all mankind, and therefore may be destroyed as a lion or a tiger, one of those
wild savage beasts with whom men can have no society nor security. And upon this is
grounded that great law of nature, "Whoso sheddeth man's blood, by man shall his blood
be shed." And Cain was so fully convinced that everyone had a right to destroy such a
criminal, that, after the murder of his brother, he cries out, "Every one that findeth me shall
slay me," so plain was it writ in the hearts of all mankind.
12. By the same reason may a man in the state of Nature punish the lesser breaches of
that law, it will, perhaps, be demanded, with death? I answer: Each transgression may be
punished to that degree, and with so much severity, as will suffice to make it an ill bargain
to the offender, give him cause to repent, and terrify others from doing the like. Every
offence that can be committed in the state of Nature may, in the state of Nature, be also
punished equally, and as far forth, as it may, in a commonwealth. For though it would be
beside my present purpose to enter here into the particulars of the law of Nature, or its
measures of punishment, yet it is certain there is such a law, and that too as intelligible and
plain to a rational creature and a studier of that law as the positive laws of commonwealths,
nay, possibly plainer; as much as reason is easier to be understood than the fancies and
intricate contrivances of men, following contrary and hidden interests put into words; for
truly so are a great part of the municipal laws of countries, which are only so far right as
they are founded on the law of Nature, by which they are to be regulated and interpreted.
13. To this strange doctrine- viz., That in the state of Nature everyone has the executive
power of the law of Nature- I doubt not but it will be objected that it is unreasonable for
men to be judges in their own cases, that self-love will make men partial to themselves and
their friends; and, on the other side, ill-nature, passion, and revenge will carry them too far
in punishing others, and hence nothing but confusion and disorder will follow, and that
therefore God hath certainly appointed government to restrain the partiality and violence of
men. I easily grant that civil government is the proper remedy for the inconveniences of the
state of Nature, which must certainly be great where men may be judges in their own case,
since it is easy to be imagined that he who was so unjust as to do his brother an injury will
scarce be so just as to condemn himself for it. But I shall desire those who make this
objection to remember that absolute monarchs are but men; and if government is to be the
remedy of those evils which necessarily follow from men being judges in their own cases,
and the state of Nature is therefore not to be endured, I desire to know what kind of
government that is, and how much better it is than the state of Nature, where one man
commanding a multitude has the liberty to be judge in his own case, and may do to all his
subjects whatever he pleases without the least question or control of those who execute his
pleasure? and in whatsoever he doth, whether led by reason, mistake, or passion, must be
submitted to? which men in the state of Nature are not bound to do one to another. And if
he that judges, judges amiss in his own or any other case, he is answerable for it to the rest of
mankind.
14. It is often asked as a mighty objection, where are, or ever were, there any men in such a
state of Nature? To which it may suffice as an answer at present, that since all princes and
rulers of "independent" governments all through the world are in a state of Nature, it is plain
the world never was, nor never will be, without numbers of men in that state. I have named all
governors of "independent" communities, whether they are, or are not, in league with others;
for it is not every compact that puts an end to the state of Nature between men, but only this
one of agreeing together mutually to enter into one community, and make one body politic;
other promises and compacts men may make one with another, and yet still be in the state of
Nature. The promises and bargains for truck, etc., between the two men in Soldania, in or
between a Swiss and an Indian, in the woods of America, are binding to them, though they are
perfectly in a state of Nature in reference to one another for truth, and keeping of faith
belongs to men as men, and not as members of society.
(…)
CHAPTER 3. OF THE STATE OF WAR
16. The state of war is a state of enmity and destruction; and therefore declaring by word or
action, not a passionate and hasty, but sedate, settled design upon another man's life puts him
in a state of war with him against whom he has declared such an intention, and so has exposed
his life to the other's power to be taken away by him, or any one that joins with him in his
defense, and espouses his quarrel; it being reasonable and just I should have a right to destroy
that which threatens me with destruction; for by the fundamental law of Nature, man being to
be preserved as much as possible, when all cannot be preserved, the safety of the innocent is to
be preferred, and one may destroy a man who makes war upon him, or has discovered an
enmity to his being, for the same reason that he may kill a wolf or a lion, because they are not
under the ties of the common law of reason, have no other rule but that of force and violence,
and so may be treated as a beast of prey, those dangerous and noxious creatures that will be
sure to destroy him whenever he falls into their power.
17. And hence it is that he who attempts to get another man into his absolute power does
thereby put himself into a state of war with him; it being to be understood as a declaration of a
design upon his life. For I have reason to conclude that he who would get me into his power
without my consent would use me as he pleased when he had got me there, and destroy me
too when he had a fancy to it; for nobody can desire to have me in his absolute power unless it
be to compel me by force to that which is against the right of my freedom- i.e. make me a
slave. To be free from such force is the only security of my preservation, and reason bids me
look on him as an enemy to my preservation who would take away that freedom which is the
fence to it; so that he who makes an attempt to enslave me thereby puts himself into a state of
war with me. He that in the state of Nature would take away the freedom that belongs to
any one in that state must necessarily be supposed to have a design to take away everything
else, that freedom being the foundation of all the rest; as he that in the state of society
would take away the freedom belonging to those of that society or commonwealth must be
supposed to design to take away from them everything else, and so be looked on as in a
state of war.
18. This makes it lawful for a man to kill a thief who has not in the least hurt him, nor
declared any design upon his life, any farther than by the use of force, so to get him in his
power as to take away his money, or what he pleases, from him; because using force, where
he has no right to get me into his power, let his pretence be what it will, I have no reason to
suppose that he who would take away my liberty would not, when he had me in his power,
take away everything else. And, therefore, it is lawful for me to treat him as one who has
put himself into a state of war with me- i.e., kill him if I can; for to that hazard does he
justly expose himself whoever introduces a state of war, and is aggressor in it.
19. And here we have the plain difference between the state of Nature and the state of
war, which however some men have confounded, are as far distant as a state of peace,
goodwill, mutual assistance, and preservation; and a state of enmity, malice, violence and
mutual destruction are one from another. Men living together according to reason without a
common superior on earth, with authority to judge between them, is properly the state of
Nature. But force, or a declared design of force upon the person of another, where there is
no common superior on earth to appeal to for relief, is the state of war; and it is the want of
such an appeal gives a man the right of war even against an aggressor, though he be in
society and a fellow-subject. Thus, a thief whom I cannot harm, but by appeal to the law,
for having stolen all that I am worth, I may kill when he sets on me to rob me but of my
horse or coat, because the law, which was made for my preservation, where it cannot
interpose to secure my life from present force, which if lost is capable of no reparation,
permits me my own defense and the right of war, a liberty to kill the aggressor, because the
aggressor allows not time to appeal to our common judge, nor the decision of the law, for
remedy in a case where the mischief may be irreparable. Want of a common judge with
authority puts all men in a state of Nature; force without right upon a man's person makes a
state of war both where there is, and is not, a common judge.
(…)
CHAPTER 5. OF PROPERTY
(…)
25. God, who hath given the world to men in common, hath also given them reason to
make use of it to the best advantage of life and convenience. The earth and all that is
therein is given to men for the support and comfort of their being. And though all the fruits
it naturally produces, and beasts it feeds, belong to mankind in common, as they are produced
by the spontaneous hand of Nature, and nobody has originally a private dominion exclusive of
the rest of mankind in any of them, as they are thus in their natural state, yet being given for
the use of men, there must of necessity be a means to appropriate them some way or other
before they can be of any use, or at all beneficial, to any particular men. The fruit or venison
which nourishes the wild Indian, who knows no enclosure, and is still a tenant in common,
must be his, and so his- i.e., a part of him, that another can no longer have any right to it
before it can do him any good for the support of his life.
26. Though the earth and all inferior creatures be common to all men, yet every man has a
"property" in his own "person." This nobody has any right to but himself. The "labour" of his
body and the "work" of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever, then, he removes
out of the state that Nature hath provided and left it in, he hath mixed his labour with it, and
joined to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him
removed from the common state Nature placed it in, it hath by this labour something annexed
to it that excludes the common right of other men. For this "labour" being the unquestionable
property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least
where there is enough, and as good left in common for others.
(…)
31. But the chief matter of property being now not the fruits of the earth and the beasts
that subsist on it, but the earth itself, as that which takes in and carries with it all the rest, I
think it is plain that property in that too is acquired as the former. As much land as a man tills,
plants, improves, cultivates, and can use the product of, so much is his property. He by his
labour does, as it were, enclose it from the common. Nor will it invalidate his right to say
everybody else has an equal title to it, and therefore he cannot appropriate, he cannot enclose,
without the consent of all his fellow- commoners, all mankind. God, when He gave the world
in common to all mankind, commanded man also to labour, and the penury of his condition
required it of him. God and his reason commanded him to subdue the earth- i.e., improve it
for the benefit of life and therein lay out something upon it that was his own, his labour. He
that, in obedience to this command of God, subdued, tilled, and sowed any part of it, thereby
annexed to it something that was his property, which another had no title to, nor could
without injury take from him.
32. Nor was this appropriation of any parcel of land, by improving it, any prejudice to any
other man, since there was still enough and as good left, and more than the yet unprovided
could use. So that, in effect, there was never the less left for others because of his enclosure for
himself. For he that leaves as much as another can make use of does as good as take nothing at
all. Nobody could think himself injured by the drinking of another man, though he took a
good draught, who had a whole river of the same water left him to quench his thirst. And the
case of land and water, where there is enough of both, is perfectly the same.
33. God gave the world to men in common, but since He gave it them for their benefit and
the greatest conveniencies of life they were capable to draw from it, it cannot be supposed He
meant it should always remain common and uncultivated. He gave it to the use of the
industrious and rational (and labour was to be his title to it); not to the fancy or
covetousness of the quarrelsome and contentious. He that had as good left for his
improvement as was already taken up needed not complain, ought not to meddle with what
was already improved by another's labour; if he did it is plain he desired the benefit of
another's pains, which he had no right to, and not the ground which God had given him, in
common with others, to labour on, and whereof there was as good left as that already
possessed, and more than he knew what to do with, or his industry could reach to.
(…)
46. The greatest part of things really useful to the life of man, and such as the necessity
of subsisting made the first commoners of the world look after- as it doth the Americans
now- are generally things of short duration, such as- if they are not consumed by use- will
decay and perish of themselves. Gold, silver, and diamonds are things that fancy or
agreement hath put the value on, more than real use and the necessary support of life. Now
of those good things which Nature hath provided in common, every one hath a right (as
hath been said) to as much as he could use; and had a property in all he could effect with
his labour; all that his industry could extend to, to alter from the state Nature had put it in,
was his. He that gathered a hundred bushels of acorns or apples had thereby a property in
them; they were his goods as soon as gathered. He was only to look that he used them
before they spoiled, else he took more than his share, and robbed others. And, indeed, it
was a foolish thing, as well as dishonest, to hoard up more than he could make use of If he
gave away a part to anybody else, so that it perished not uselessly in his possession, these he
also made use of And if he also bartered away plums that would have rotted in a week, for
nuts that would last good for his eating a whole year, he did no injury; he wasted not the
common stock; destroyed no part of the portion of goods that belonged to others, so long
as nothing perished uselessly in his hands. Again, if he would give his nuts for a piece of
metal, pleased with its colour, or exchange his sheep for shells, or wool for a sparkling
pebble or a diamond, and keep those by him all his life, he invaded not the right of others;
he might heap up as much of these durable things as he pleased; the exceeding of the
bounds of his just property not lying in the largeness of his possession, but the perishing of
anything uselessly in it.
47. And thus came in the use of money; some lasting thing that men might keep without
spoiling, and that, by mutual consent, men would take in exchange for the truly useful but
perishable supports of life.
48. And as different degrees of industry were apt to give men possessions in different
proportions, so this invention of money gave them the opportunity to continue and enlarge
them. For supposing an island, separate from all possible commerce with the rest of the
world, wherein there were but a hundred families, but there were sheep, horses, and cows,
with other useful animals, wholesome fruits, and land enough for corn for a hundred
thousand times as many, but nothing in the island, either because of its commonness or
perishableness, fit to supply the place of money. What reason could anyone have there to
enlarge his possessions beyond the use of his family, and a plentiful supply to its consumption,
either in what their own industry produced, or they could barter for like perishable, useful
commodities with others? Where there is not something both lasting and scarce, and so
valuable to be hoarded up, there men will not be apt to enlarge their possessions of land, were
it never so rich, never so free for them to take. For I ask, what would a man value ten
thousand or an hundred thousand acres of excellent land, ready cultivated and well stocked,
too, with cattle, in the middle of the inland parts of America, where he had no hopes of
commerce with other parts of the world, to draw money to him by the sale of the product? It
would not be worth the enclosing, and we should see him give up again to the wild common
of Nature whatever was more than would supply the conveniences of life, to be had there for
him and his family.
(…)
CHAPTER 6. OF PATERNAL POWER
(…)
54. Though I have said above (2) "That all men by nature are equal," I cannot be supposed
to understand all sorts of "equality." Age or virtue may give men a just precedency. Excellency
of parts and merit may place others above the common level. Birth may subject some, and
alliance or benefits others, to pay an observance to those to whom Nature, gratitude, or other
respects, may have made it due; and yet all this consists with the equality which all men are in
respect of jurisdiction or dominion one over another, which was the equality I there spoke of
as proper to the business in hand, being that equal right that every man hath to his natural
freedom, without being subjected to the will or authority of any other man.
55. Children, I confess, are not born in this full state of equality, though they are born to it.
Their parents have a sort of rule and jurisdiction over them when they come into the world,
and for some time after, but it is but a temporary one. The bonds of this subjection are like the
swaddling clothes they are wrapt up in and supported by in the weakness of their infancy. Age
and reason as they grow up loosen them, till at length they drop quite off, and leave a man at
his own free disposal.
(…)
58. The power, then, that parents have over their children arises from that duty which is
incumbent on them, to take care of their offspring during the imperfect state of childhood. To
inform the mind, and govern the actions of their yet ignorant nonage, till reason shall take its
place and ease them of that trouble, is what the children want, and the parents are bound to.
For God having given man an understanding to direct his actions, has allowed him a freedom
of will and liberty of acting, as properly belonging thereunto within the bounds of that law he
is under. But whilst he is in an estate wherein he has no understanding of his own to direct his
will, he is not to have any will of his own to follow. He that understands for him must will
for him too; he must prescribe to his will, and regulate his actions, but when he comes to
the estate that made his father a free man, the son is a free man too.
59. This holds in all the laws a man is under, whether natural or civil. Is a man under the
law of Nature? What made him free of that law? what gave him a free disposing of his
property, according to his own will, within the compass of that law? I answer, an estate
wherein he might be supposed capable to know that law, that so he might keep his actions
within the bounds of it. When he has acquired that state, he is presumed to know how far
that law is to be his guide, and how far he may make use of his freedom, and so comes to
have it; till then, somebody else must guide him, who is presumed to know how far the law
allows a liberty. If such a state of reason, such an age of discretion made him free, the same
shall make his son free too. Is a man under the law of England? what made him free of that
law- that is, to have the liberty to dispose of his actions and possessions, according to his
own will, within the permission of that law? a capacity of knowing that law. Which is
supposed, by that law, at the age of twenty-one, and in some cases sooner. If this made the
father free, it shall make the son free too. Till then, we see the law allows the son to have no
will, but he is to be guided by the will of his father or guardian, who is to understand for
him. And if the father die and fail to substitute a deputy in this trust, if he hath not provided
a tutor to govern his son during his minority, during his want of understanding, the law
takes care to do it: some other must govern him and be a will to him till he hath attained to
a state of freedom, and his understanding be fit to take the government of his will. But after
that the father and son are equally free, as much as tutor and pupil, after nonage, equally
subjects of the same law together, without any dominion left in the father over the life,
liberty, or estate of his son, whether they be only in the state and under the law of Nature,
or under the positive laws of an established government.
60. But if through defects that may happen out of the ordinary course of Nature, any
one comes not to such a degree of reason wherein he might be supposed capable of
knowing the law, and so living within the rules of it, he is never capable of being a free man,
he is never let loose to the disposure of his own will; because he knows no bounds to it, has
not understanding, its proper guide, but is continued under the tuition and government of
others all the time his own understanding is incapable of that charge. And so lunatics and
idiots are never set free from the government of their parents: "Children who are not as yet
come unto those years whereat they may have, and innocents, which are excluded by a
natural defect from ever having." Thirdly: "Madmen, which, for the present, cannot
possibly have the use of right reason to guide themselves, have, for their guide, the reason
that guided other men which are tutors over them, to seek and procure their good for
them," says Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 7). All which seems no more than that duty which
God and Nature has laid on man, as well as other creatures, to preserve their offspring till
they can be able to shift for themselves, and will scarce amount to an instance or proof of
parents' regal authority.
61. Thus we are born free as we are born rational; not that we have actually the exercise of
either: age that brings one, brings with it the other too. And thus we see how natural freedom
and subjection to parents may consist together, and are both founded on the same principle. A
child is free by his father's title, by his father's understanding, which is to govern him till he
hath it of his own. The freedom of a man at years of discretion, and the subjection of a child
to his parents, whilst yet short of it, are so consistent and so distinguishable that the most
blinded contenders for monarchy, "by right of fatherhood," cannot miss of it; the most
obstinate cannot but allow of it. For were their doctrine all true, were the right heir of Adam
now known, and, by that title, settled a monarch in his throne, invested with all the absolute
unlimited power Sir Robert Filmer talks of, if he should die as soon as his heir were born, must
not the child, notwithstanding he were never so free, never so much sovereign, be in
subjection to his mother and nurse, to tutors and governors, till age and education brought
him reason and ability to govern himself and others? The necessities of his life, the health of
his body, and the information of his mind would require him to be directed by the will of
others and not his own; and yet will anyone think that this restraint and subjection were
inconsistent with, or spoiled him of, that liberty or sovereignty he had a right to, or gave away
his empire to those who had the government of his nonage? This government over him only
prepared him the better and sooner for it. If anybody should ask me when my son is of age to
be free, I shall answer, just when his monarch is of age to govern. "But at what time," says the
judicious Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 6), "a man may be said to have attained so far forth the
use of reason as sufficeth to make him capable of those laws whereby he is then bound to
guide his actions; this is a great deal more easy for sense to discern than for any one, by skill
and learning, to determine."
62. Commonwealths themselves take notice of, and allow that there is a time when men are
to begin to act like free men, and therefore, till that time, require not oaths of fealty or
allegiance, or other public owning of, or submission to, the government of their countries.
(…)
66. But though there be a time when a child comes to be as free from subjection to the will
and command of his father as he himself is free from subjection to the will of anybody else,
and they are both under no other restraint but that which is common to them both, whether it
be the law of Nature or municipal law of their country, yet this freedom exempts not a son
from that honour which he ought, by the law of God and Nature, to pay his parents, God
having made the parents instruments in His great design of continuing the race of mankind
and the occasions of life to their children. As He hath laid on them an obligation to nourish,
preserve, and bring up their offspring, so He has laid on the children a perpetual obligation of
honouring their parents, which, containing in it an inward esteem and reverence to be shown
by all outward expressions, ties up the child from anything that may ever injure or affront,
disturb or endanger the happiness or life of those from whom he received his, and engages
him in all actions of defence, relief, assistance, and comfort of those by whose means he
entered into being and has been made capable of any enjoyments of life. From this obligation
no state, no freedom, can absolve children. But this is very far from giving parents a power
of command over their children, or an authority to make laws and dispose as they please of
their lives or liberties. It is one thing to owe honour, respect, gratitude, and assistance;
another to require an absolute obedience and submission. The honour due to parents a
monarch on his throne owes his mother, and yet this lessens not his authority nor subjects
him to her government.
(…)
CHAPTER 7. OF POLITICAL OR CIVIL SOCIETY
77. GOD, having made man such a creature that, in His own judgment, it was not good
for him to be alone, put him under strong obligations of necessity, convenience, and
inclination, to drive him into society, as well as fitted him with understanding and language
to continue and enjoy it. The first society was between man and wife, which gave beginning
to that between parents and children, to which, in time, that between master and servant
came to be added. And though all these might, and commonly did, meet together, and make
up but one family, wherein the master or mistress of it had some sort of rule proper to a
family, each of these, or all together, came short of "political society," as we shall see if we
consider the different ends, ties, and bounds of each of these.
78. Conjugal society is made by a voluntary compact between man and woman, and
though it consist chiefly in such a communion and right in one another's bodies as is
necessary to its chief end, procreation, yet it draws with it mutual support and assistance,
and a communion of interests too, as necessary not only to unite their care and affection,
but also necessary to their common offspring, who have a right to be nourished and
maintained by them till they are able to provide for themselves.
(…)
81. But though these are ties upon mankind which make the conjugal bonds more firm
and lasting in a man than the other species of animals, yet it would give one reason to
inquire why this compact, where procreation and education are secured and inheritance
taken care for, may not be made determinable, either by consent, or at a certain time, or
upon certain conditions, as well as any other voluntary compacts, there being no necessity,
in the nature of the thing, nor to the ends of it, that it should always be for life- I mean, to
such as are under no restraint of any positive law which ordains all such contracts to be
perpetual.
(…)
86. Let us therefore consider a master of a family with all these subordinate relations of
wife, children, servants and slaves, united under the domestic rule of a family, with what
resemblance soever it may have in its order, offices, and number too, with a little
commonwealth, yet is very far from it both in its constitution, power, and end; or if it must
be thought a monarchy, and the paterfamilias the absolute monarch in it, absolute monarchy
will have but a very shattered and short power, when it is plain by what has been said before,
that the master of the family has a very distinct and differently limited power both as to time
and extent over those several persons that are in it; for excepting the slave (and the family is as
much a family, and his power as paterfamilias as great, whether there be any slaves in his family
or no) he has no legislative power of life and death over any of them, and none too but what a
mistress of a family may have as well as he. And he certainly can have no absolute power over
the whole family who has but a very limited one over every individual in it. But how a family,
or any other society of men, differ from that which is properly political society, we shall best
see by considering wherein political society itself consists.
87. Man being born, as has been proved, with a title to perfect freedom and an uncontrolled
enjoyment of all the rights and privileges of the law of Nature, equally with any other man, or
number of men in the world, hath by nature a power not only to preserve his property- that is,
his life, liberty, and estate, against the injuries and attempts of other men, but to judge of and
punish the breaches of that law in others, as he is persuaded the offence deserves, even with
death itself, in crimes where the heinousness of the fact, in his opinion, requires it. But because
no political society can be, nor subsist, without having in itself the power to preserve the
property, and in order thereunto punish the offences of all those of that society, there, and
there only, is political society where every one of the members hath quitted this natural power,
resigned it up into the hands of the community in all cases that exclude him not from
appealing for protection to the law established by it. And thus all private judgment of every
particular member being excluded, the community comes to be umpire, and by understanding
indifferent rules and men authorized by the community for their execution, decides all the
differences that may happen between any members of that society concerning any matter of
right, and punishes those offences which any member hath committed against the society with
such penalties as the law has established; whereby it is easy to discern who are, and are not, in
political society together. Those who are united into one body, and have a common established
law and judicature to appeal to, with authority to decide controversies between them and
punish offenders, are in civil society one with another; but those who have no such common
appeal, I mean on earth, are still in the state of Nature, each being where there is no other,
judge for himself and executioner; which is, as I have before showed it, the perfect state of
Nature.
(…)
89. Wherever, therefore, any number of men so unite into one society as to quit everyone
his executive power of the law of Nature, and to resign it to the public, there and there only is
a political or civil society. And this is done wherever any number of men, in the state of
Nature, enter into society to make one people one body politic under one supreme
government: or else when any one joins himself to, and incorporates with any government
already made. For hereby he authorizes the society, or which is all one, the legislative thereof,
to make laws for him as the public good of the society shall require, to the execution whereof
his own assistance (as to his own decrees) is due. And this puts men out of a state of Nature
into that of a commonwealth, by setting up a judge on earth with authority to determine all
the controversies and redress the injuries that may happen to any member of the
commonwealth, which judge is the legislative or magistrates appointed by it. And wherever
there are any number of men, however associated, that have no such decisive power to
appeal to, there they are still in the state of Nature.
90. And hence it is evident that absolute monarchy, which by some men is counted for
the only government in the world, is indeed inconsistent with civil society, and so can be
not form of civil government at all. For the end of civil society being to avoid and remedy
those inconveniences of the state of Nature which necessarily follow from every man's
being judge in his own case, by setting up a known authority to which every one
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