XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B Abrirse a los demás ¡Effetá!, ¡Ábrete! Este domingo el Señor nos pide que no tengamos miedo y nos abramos a Él, a su palabra y a su acción salvífica. Nos pide que no pongamos trabas y dejemos que su poder curativo actué en nosotros. Él viene a salvar a los corazones afligidos y a los endurecidos, a los que no escuchan porque no quieren oír, a los que no saben hablar o hablan con necedad porque no saben escuchar. Su fuerza sanadora viene para todos, pero especialmente para los pobres, los débiles, los últimos... Dios quiere el bienestar y la salud para todos. Como refiere Isaías, el salmista y el propio Jesús, Dios quiere que los ciegos vean, que los sordos oigan, que los mudos hablen, que los cojos anden. Es cierto lo que nos dice Isaías, Dios viene a restituirnos, a resarcirnos, a salvarnos. Dios todo lo orienta hacia nuestro bien y saca bien incluso de los males y las desgracias. Somos nosotros los que muchas veces perdemos la paciencia, desconfiamos y nos cerramos a su acción. Somos nosotros los que no vemos los signos, los que estamos ciegos y sordos, los que nos paralizamos ante las adversidades y cerramos el corazón a Dios. El poder curativo de Dios se nos manifiesta en Jesús. En los evangelios aparece en múltiples ocasiones como sana a los enfermos, resucita a los muertos, domina la naturaleza y libera a las personas. Jesús cura al hombre entero, los signos o milagros que realizan, van dirigidos a la persona en su totalidad. En el evangelio de este domingo Jesús se aparta, del resto de la gente, con el enfermo, lo toca, siente su enfermedad, se compadece de su debilidad. Es en ese momento cuando todo comienza a cambiar, una corriente de amor comienza a desencadenarse. Es eso lo que sucede cuando en un mundo despreocupado, distraído por los miles de quehaceres que nos embargan, en un mundo como el nuestro en el que mantenemos las distancias, evitamos involucrarnos demasiado en los problemas de los demás, evitamos el contacto con todo aquello que pesamos nos contamina, Dios toca, abraza y sana, y no hace preferencias entre personas, como nos dice Santiago. Es más, si las hace es precisamente en favor de los débiles, los despreciados, los humildes... Jesús quiere curarnos y pone toda su fuerza en ello, y al igual que al sordo, nos grita «Ábrete». Es necesaria nuestra colaboración, no se cura aquel que no reconoce su enfermedad. Él quiere que vivamos una vida sana, que salgamos de nuestro aislamiento y descubramos lo que es vivir escuchándolo a Él y a los demás. Abriéndose a Dios y al mundo todo hombre queda curado. Este hombre no era mudo, dice el evangelista que apenas podía hablar. Es imposible hablar bien cuando no se escucha. Quien no escucha esta mudo también en la fe. Escuchar la palabra de Dios es vital para el creyente. Escucharla, que llegue a nuestro corazón y nos interpele, tiene como resultado que nuestra lengua confiese aquello que creemos y vivimos. Cuando no escuchamos a Dios nuestra lengua es tosca, nuestras palabras pueden resultar ofensivas, dañinas. A menudo olvidamos la fuerza constructiva o destructiva de nuestras palabras. Necesitamos curar nuestra sordera y escuchar la palabra de Dios para que purifique y fecunde nuestras palabras. Para nosotros, los cristianos, esto es una gran responsabilidad, pues estamos llamados a anunciar el Evangelio con la palabra. Jesús sigue hoy curando a la humanidad a través de su Iglesia: predicando su palabra, curando enfermos, acogiendo y acompañando a los pobres y marginados, luchando contra la opresión y la injusticia. Esta es una tarea que nos compromete a todos los cristianos. El milagro que nos relata Marcos recuerda nuestro bautismo, porque uno de los signos con que se expresa el efecto espiritual de este sacramento es precisamente el rito del Effetá, cuando el ministro hace sobre nosotros lo mismo que hizo Jesús a este hombre. Un cristiano ha de tener los oídos atentos para escuchar a Dios y al prójimo, sin hacerse el sordo. Un cristiano ha de saber utilizar las palabras para hablar sin miedo de la obra tan grande que Dios ha hecho en nosotros. Si vivimos sordos a su llamada, si vivimos ciegos a su amor hacia los que sufren, encerrándonos en nosotros mismos, levantando barreras, si no nos acercamos y acogemos al desvalido, entonces no tendremos ninguna palabra que decir ni ninguna Buena Noticia que anunciar. Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Amén.