322 RESEÑAS PEDRO EMILIO COLL. Modernismo y estética. Cuaderno inédito. Edición, prólogo y notas de Héctor Jaimes. Caracas: Fondo Editorial Tropykos, 1999. Héctor Jaimes nos ofrece en este libro un material inédito del escritor modernista venezolano Pedro Emilio Coll (1872-1947). Este material consiste en un “diario de viajes o cuaderno de notas que Coll llevó consigo cuando partió para Francia, en 1915, como Cónsul General de Venezuela en ese país” (5). En el “Prólogo” que pone al frente de la edición, Héctor Jaimes subraya la “importancia histórica del manuscrito” pues éste “contenía nada más y nada menos que la postura estética de Coll ante la literatura y el modernismo” (5). El editor del manuscrito destaca del material, además del tono anecdótico y confesional, el sentido estético-literario particularmente presente en algunas descripciones (6-7). Escrito antes de La escondida senda (1927), y después de Palabras (1896) y El castillo de Elsinor (1901), el Cuaderno tras una escritura “ambigua e íntima”, “va dejando huellas de su personalidad y de su pasión por la cultura de la época” (8), en opinión del editor. Y de su presencia en la renovación literaria de Hispanoamérica (8). Pedro Emilio Coll, ante la impotencia que experimenta de escribir un Diario, da comienzo a sus Notas el 20 de diciembre de 1915 con motivo de su viaje a París como Cónsul General de Venezuela en Francia, registrando “algunos recuerdos de viaje y algunas impresiones desde mi salida de Caracas, el 18 de octubre, hasta estos días” (13). Recuerdos e impresiones jalonan el primer tramo de su Cuaderno, con Venezuela y Caracas, siempre al fondo. La búsqueda de la “verdad desnuda”, “lo que yo querría. Lo imposible” (14), cierta “depresión física e intelectual” (14) y una inextinguible “timidez” (15, 23) que lo coloca siempre frente al “terror al ridículo” (17), guían estas notas. Una prosa serena y reflexiva y obsesivamente vitalista —moderna— en los detalles preside las evocaciones. Así la de la mujer peruana del vapor que lo traslada (15). La identidad venezolana, caraqueña, es siempre el “otro” dialógico desde el que observa —y añora— gentes y ciudades y el progreso moderno de la civilización. Así sucede al avistar algunas ciudades españolas como Cádiz y Barcelona: “Yo finjo para disimular un cierto desenfado y un marcado desprecio por el ‘progreso moderno’ […] La ‘tierra’ es para mí Caracas, la ‘Ciudad’ todo lo que es extranjero…” (17). También sus primeros días en París (20). Un París aturdido por la Gran Guerra parece desbordar al recién llegado Coll. Su espíritu moderno, atento a todo cuanto sucede a su alrededor le hará reencontrarse paulatinamente con una ciudad que visitó 20 años atrás (22; 27), e impregnarse del aire modernista que destila la capital francesa: “Esa unión de paganismo y cristianismo — afirma— hace muchos años que la solicito en mi vida interior y exterior” (23). Con sus calles, con los rostros de sus gentes (25). Su deseo es vivir: “La idea de no vivir no me es concebible” (27). Y con sus autores (Montaigne, Racine, Rousseau, Huysmans, Barrés, C. Maurrás, E. La Jeunesse y, sobre todos, Mallarmé y Baudelaire), y sus críticos (particularmente Remy de Gourmont). La presencia de la Gran Guerra le lleva de continuo a interrogarse sobre la condición humana: “… a veces se sueña en una Humanidad purificada por el dolor… Pero lo probable es que… el hombre continúe mas o menos lo mismo” (28). Sobre su propia condición: “¿A RESEÑAS 323 qué categoría de espíritus pertenezco? Tal vez a los pesimistas… pesimismo amargo… (Spinoza, Montaigne, Goethe)” (28). En adelante propone enmendar el rumbo de sus notas y dotarlas de la frescura de la observación inmediata, de lo “pequeñito y humilde” de la calle (29). Estamos ante el segundo tramo del Cuaderno, que da comienzo el 1° de enero de 1916. No obstante el desfallecimiento de su voluntad y su temor al ridículo siguen abrumándolo. Con fecha de 10 de mayo de 1916 da comienzo a sus glosas sobre el Baudelaire de las obras póstumas. La conciencia de sí, la franqueza cree que acercan su temperamento al de Rousseau (31). Y le parecen condiciones del “superhombre” de Nietzsche (31). La “autenticidad” lo aproxima al credo modernista: “La belleza moderna no es la griega. La expresión de la vida dolorosa, agitada, bajo los rasgos de la fisonomía actual. La expresión de la vida interior, el sentimiento de lo comunicativo” (32). Y el Baudelaire de las prosas y la crítica estandarte del mismo: “Baudelaire por su estilo y manera de ver, me parece el escritor verdaderamente modernista (lo bello, lo misterioso, lo trágico cotidiano y contemporáneo, es el verdadero modernismo)” (33). Ser sensible a las cosas, escucharlas e imaginarlas le parece el camino para ver, como revelación antes que como representación, la realidad en toda su profundidad. Y eso es lo que hizo el simbolismo y Mallarmé. De las prosas de Baudelaire glosa el autor de “El diente roto” rasgos de la modernidad literaria tales como la apertura de la sensibilidad a todo lo que rodea al sujeto: a la muerte, al misterio, al rostro humano tal y como es (35-36). Igualmente el placer de degustar y dejarse seducir por la realidad toda: la voluptuosidad de los cuerpos, el mal gusto, las locuciones vulgares, el deseo, etc. (34-35). Por estos motivos suscribe la belleza que Baudelaire elogia como la predilecta: “la belleza imperfecta, dolorosa, marchita” (37). La propia sensibilidad moderna de Coll lo lleva a rastrear algunos aspectos modernistas del clasicismo francés (simplicidad, claridad) en el romanticismo de J. J. Rousseau y V. Hugo. Y a ver cómo alguno de sus elementos (ironía, escepticismo) se hacen presentes en la contemporaneidad literaria (38-40). A continuación se detiene Coll ahora en copiar algunas frases de los Dialogues des Amateurs sur les choses du temps (1905-1919) del crítico del movimiento modernista Remy de Gourmont, que revelan esa pasión por la vida auténtica y sincera, y en las que, dirá después, ha “encontrado muchas coincidencias” (52). Si bien su anti-dogmatismo resulta algo dogmático, el exceso de cordura y de utilitarismo (40-41), la hipocresía, la vanidad (43), la falta de espíritu crítico, el falso patriotismo, la mentira (48), la injusticia, el conformismo (45), son señalados como otros tantos impedimentos a la modernidad. Frente a ellos reivindica una sensibilidad libre y atenta a la vida misma (44), permeable a lo imprevisto (43), a la pluralidad (49), a los objetos (50). Tras unos comentarios, retoma las ideas de R. de Gourmont, esta vez respecto del hecho literario: la crítica literaria es también un acto creador. Un novelista y un crítico se diferencian no por la cualidad de su acto, que es creador, sino por la materia: el novelista mira nuestra sensibilidad, el crítico a nuestra inteligencia (55). En septiembre de 1916, anota Pedro Emilio Coll, debe abandonar París y partir con rumbo a Madrid. Ha sido nombrado Encargado de Negocios en España. Lo hace con cierta desgana, aunque le ilusiona encontrarse allí con autores como Rodó, Nervo, etc., y averiguar su “origen” español y su transformación venezolana (58). En su despedida de París, Coll 324 RESEÑAS hace un recuento de su situación: ha mejorado su salud y sus ideas (entre ellas el socialismo como tendencia) y sus sentimientos se han organizado un tanto. Ha desarrollado el gusto por lo claro y lo ponderado. Deja un París (58) que tras la Gran Guerra no será el mismo. No obstante “al decir adiós a París le llevo en mi corazón y espero volver a verla” (60). A partir del 15 de octubre de 1916 Pedro Emilio Coll está ya en España. Tercer y último tramo del Cuaderno. La llanura castellana le parece de una “dureza grandiosa” (61). El fondo dialógico sigue siendo Venezuela y Caracas. De nuevo los rostros, sobre todo los femeninos, llaman su atención. Y a través de ellos disecciona el carácter español. A partir de la transcripción fragmentaria de diversos artículos, Coll se hace eco de la reivindicación de la Edad Media (63), de la vigencia de Rubén Darío (66), de la idea de “patria nativa” a partir de un texto de Simón Bolivar (68). La estética encuentra también su sitio. Al final del Cuaderno hallamos una reflexión de Pedro Emilio Coll especialmente interesante sobre el arte y el estilo: “Si el arte existe es porque corresponde a una necesidad: el arte es propiamente una distracción pero es preciso dar a la palabra distracción su más amplio sentido. El estilo es considerado como la mise en oeuvre de los materiales y como la composición del conjunto…” (69). Unas notas de carácter lingüístico (identidad uso-significado, unidad significantesignificado…) a propósito de un libro del escritor español Ramón Campos (al que había dedicado ya un estudio Ensayo sobre Ramón Campos, de 1913, y posteriormente unas páginas en La escondida senda, de 1927) (70-72), y una anotación viajera (72-73) cierran este Cuaderno. Obra que, parangonando las propias palabras de Coll, revela a este escritor modernista venezolano como hombre y escritor. Universidad de Murcia FRANCISCO VICENTE GÓMEZ ÓSCAR HAHN. Vicente Huidobro o el atentado celeste. Santiago de Chile: LOM, 1998. No escasean las comparaciones entre el ejercicio “crítico” y el “creador” que se proponen contradecir la validez de dicha dicotomía. Toda buena crítica es artística, aseguran. Pero semejante aseveración tiene una contrapartida: tal como en los géneros de “creación” percibimos discursos convincentes y discursos que no lo son, así habría de ocurrir también con las labores críticas. En la era moderna, uno de los parámetros claves para determinar la efectividad de una obra de arte ha sido su rechazo de los formulismos. Si deseamos, entonces, empezar a concretar las razones del éxito o el fracaso de un crítico, una manera sensata de hacerlo podría ser indagar sus estrategias de ruptura con quienes lo precedieron en su oficio y, no menos, su aprovechamiento substancioso de las discusiones en las cuales se formó. Las consideraciones previas me parecen necesarias para hablar de Vicente Huidobro o el atentado celeste de Óscar Hahn. Contra las reglas del uso, he preferido comenzar no por un prólogo, sino por el centro del tema que nos ocupa: la habilidad para sortear los escollos que hemos esbozado es, ni más ni menos, una de las virtudes de este libro que, además de no contraer deudas extraliterarias, no peca de ningún tipo de manierismo y nos ofrece una