SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI (B) Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat 10 de junio de 2012 Ex, 24, 3-8; Heb 9, 11-15; Mc 14, 12-15.22-26 Alianza de sangre. Las tres lecturas de esta solemnidad de Corpus, hermanos y hermanas, nos han hablado de alianza y de sangre. De la alianza que Dios ha querido hacer con la humanidad a través de la sangre. En la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, veíamos cómo Dios hacía una alianza con su pueblo y la ratificaba con la aspersión de la sangre de los terneros sacrificados como víctimas en el culto ofrecido por Moisés. Esta sangre sellaba el pacto de amistad que suponía la alianza de Dios con su pueblo. Una alianza que, por parte de Dios, aseguraba su fidelidad en proteger a su pueblo, salvarlo, y, por su parte, el pueblo se comprometía a vivir la fidelidad a Dios. Sabemos que el pueblo rompió esta alianza, dejó de vivir lo que Dios, en su bondad, le había indicado para que pudiera encontrar la felicidad y la paz. El fragmento de la Carta a los cristianos Hebreos que hemos leído en la segunda lectura, hacía referencia a esta ruptura de la alianza. Sin embargo, Dios persistió en su voluntad, la alianza que había decidido hacer con su pueblo era irrevocable, no podía depender la las infidelidades humanas. Por ello, una vez rota la primera, Dios hace una alianza nueva. El mediador de esta nueva alianza ya no es Moisés, porque el pacto ya no se sitúa en los parámetros de la Ley dada en el Sinaí. El mediador es Jesucristo, que actúa en los parámetros de la gracia. Por ello, la carta a los Hebreos dice que esta es una alianza nueva y mejor porque Dios la ha sellada en la sangre de Jesucristo por el Espíritu Santo. Es, pues, una alianza nueva, pero sigue siendo una alianza de sangre. No ya de terneros ofrecidos en holocausto como sacrificio de comunión. Sino de la sangre de Jesús que se ofreció como víctima en la cruz. En el momento de establecer esta nueva alianza en la última cena, Jesús evoca el hecho del libro del Éxodo al hablar, como oíamos en el evangelio, de su sangre de la alianza derramada en favor de la humanidad. El evangelista san Marcos nos remitía, también, tal como hemos oído, a la alianza del Sinaí, diciendo que Jesús celebró la cena cuando se sacrificaba el cordero pascual, sitúa la cena del Señor en el ámbito de la alianza primera. Con esto indica que la muerte de Jesús y la institución de la eucaristía que la precede, hay que situarlas en el contexto de la pascua judía. Y, por tanto, de la alianza que purifica, que restablece la comunión con Dios y que santifica el interior de quien se abra al pacto que Dios le ofrece. El gozo por el memorial de la liberación de Egipto que comportaba la celebración pascual de la antigua alianza, se vuelve gozo por la gracia renovadora y por la libertad espiritual a la que Dios nos llama a través de Jesucristo. La alianza nueva se hace realidad con el sacrificio de Jesús, el verdadero Cordero Pascual. Se sella con su sangre derramada en la cruz, y es anticipada en el don del pan que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos y en el cáliz sobre el que pronunció la acción de gracias y del que bebieron todos. El cáliz contiene la sangre de Jesús bajo el signo del vino, que -según la Escritura- es "la sangre de la uva". La sangre de Jesús es derramada en favor de toda la humanidad. Y teniendo presente que, para la mentalidad bíblica, la sangre es la vida, podemos decir muy bien que ha sido con el don de su vida que Jesús nos ha abierto la amistad con Dios y ha comenzado a santificar nuestro interior. Él ha dejado perennemente el don de su vida en el sacramento eucarístico para que nosotros podamos participar de él. Para que podamos participar ahora con una relación íntima con él y dando frutos evangélicos. Y para que podamos participar más allá de la muerte en su Reino, que es la plenitud de la existencia, de la alegría y de la paz. La alianza de sangre se renueva en cada celebración de la Eucaristía. En el momento de la consagración repetiremos las palabras de Jesús que hemos escuchado en el evangelio de hoy, pero con una particularidad muy significativa en el momento de consagrar el vino. Efectivamente, repetiremos las palabras del Señor según el uso litúrgico que une las tradiciones que nos reporta el Nuevo Testamento, tal como ya sabéis, dice así: "éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados "(cf. Plegaria eucarística). "Derramada por vosotros". Esta afirmación nos impresiona, y, al mismo tiempo, nos es causa de alegría y de agradecimiento, porque nos dice que nosotros somos los destinatarios de su don; que quienes estamos ahora aquí somos invitados por el Señor a sentarnos a su mesa, a estar con él, a conocerlo en un diálogo de corazón a corazón, y a recibir el don de su vida contenido en el sacramento del pan y del vino. Somos llamados a su mesa para participar de la sangre entregada por nosotros. Y comer este Pan y beber este Vino consagrados es signo de querer que Jesucristo viva en nosotros, de querer que nuestra vida sea la suya, de querer que nos infunda su manera de pensar y de sentir. Esto es una gracia inmensa y es una gran responsabilidad. Porque nos pide corresponder a esta alianza de sangre entregando más y más nuestra vida a Jesucristo y a la vez nos pide ser testigos ante todos de su amor que se da en la Eucaristía. Por parte del Señor, amar es siempre dar a los demás. Lo constatamos en el sacramento eucarístico. En el signo del Pan y el Vino compartido descubrimos su amor infinito que le llevó a hacerse hombre por nosotros y a morir en la cruz. Aceptar participar en la celebración eucarística es estar dispuestos a comprometernos, a hacer nuestra la generosidad de Cristo. Y así entregar nuestra vida a los hermanos con un amor abnegado. Hoy damos gracias por la alianza de sangre -que es alianza de amor- que el Señor renueva constantemente en su Iglesia. Debemos corresponder con generosidad y reafirmar nuestra fe en la presencia del Señor y en su entrega por amor en el sacramento del Pan y del Vino.