mientras vivimos torres

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Mientras Vivimos
Maruja Torres
Primer capítulo
Hoy es el principio de su vida. Por primera vez, alguien la espera.
Judit no ha nacido para lucir ropa barata. Nunca será sorprendida
en los probadores de Zara, embutiéndose en un sinfín de
prendas, ni la veremos competir con una multitud de chicas de su
edad en las rebajas de unos grandes almacenes. Judit posee el
don o la condena del desprecio por lo falso. No quiere, si no
puede. Por eso no se viste: se disfraza. Porque no se conforma
con menos que lo auténtico y, como carece de todo, se lo
inventa. De esa privación absoluta nace su fuerza, se alimenta su
fe. Su fe, que aprieta entre los dientes hasta que el frío prematuro
de un noviembre que parece enero le taladra las encías. Es la
mañana de Todos los Santos, y Judit va al encuentro de Regina
Dalmau.
Se aleja calle abajo tan de prisa como puede, dejando atrás
bloques de viviendas de los que siempre teme no saber salir,
quedarse convertida en herrumbre o en una mancha del techo,
un elemento más en la asimetría de los edificios que se apiñan en
lo alto de la cuesta y que parecen apoyarse unos en otros para
protegerse de la degradación. Pasa ante varias pintadas. Sus
vecinos están siempre en combate: contra lo que consideran
injusto, contra la autoridad, contra las guerras que se libran en
lejanos países que sólo conocen por los telediarios... A Judit le
basta consigo misma. Al final de la calle tuerce a la derecha,
sobrepasa el mercado y cruza la calzada en dirección al paseo.
Camina bajo las palmeras y los plátanos, sortea la estación del
metro, una conquista de la unidad vecinal, al igual que el techado
metálico que sirve de cobijo a los viejos, y el parque infantil. Junto
con los escasos espacios verdes y pasos elevados que han
sustituido los cruces antaño peligrosos, el paseo, pletórico de
pequeños comercios, constituye uno de los orgullos del barrio.
Para Judit, en cambio, representa la cruda constatación de sus
barreras. Aquí podría desarrollarse su futuro, en el irrelevante
hormigueo de una clase media que pretende convertir el suburbio
en remedo de la verdadera ciudad.
Si se lo preguntaran en televisión, en uno de esos concursos
para ganar millones que le producen vergüenza ajena, podría
recitar de memoria los escaparates que se alinean a ambos lados
de la rambla. Agencias inmobiliarias, tiendas de telefonía,
electrónica, alquiler de vídeos, material de oficina, fotocopias y
servicio de fax; las viejas mercerías y bo-degas son ahora
comercios de indumentaria deportiva y aparatos gimnásticos, y
estudios de tattoo y de piercing; las perfumerías han sido
ampliadas para albergar vitrinas dedicadas a marcas extranjeras
e incluso salones de depilación, masajes y aplicación de uñas
postizas, y gabinetes de bronceado con rayos ultravioletas; los
almacenes de confección se han trocado en boutiques de
ingenuas pretensiones, que surten a la gente del barrio y exhiben
nombres como Melany’s o Bibiana’s; y lo que antes fueron
establecimientos que proporcionaban al vecindario muebles
baratos pagaderos a plazos, hoy incluyen la asesoría de un
decorador de interiores dentro de esa compra de todo lo
necesario para su hogar, financiable en términos a convenir. La
única taberna antigua que queda, en una casa de una sola planta
con un parral en la azotea, morirá cuando lo haga la clientela que
tiene más o menos su misma edad y que aún le es fiel; abundan
los restaurantes de comidas rápidas. Cómo odia Judit este
paisaje, que podría describir al detalle con los ojos cerrados. Lo
ha recorrido en busca de trabajo, con la secreta esperanza de no
obtenerlo. Ha sido empaquetadora de regalos en Navidad,
vendedora a domicilio de pólizas de seguros, ha cuidado niños en
una guardería, ha intentado hacerse experta en informática y ha
enseñado pisos por cuenta de una agencia. Se vanagloria de
haber fracasado en todos estos intentos y por eso hoy avanza
por el paseo, sin mirar a los lados, empujada por su odio a cuanto
la rodea desde que tiene memoria. Rocío, su madre, y Paco, su
hermano mayor, no han penetrado nunca en sus pensamientos,
no pueden entender su rechazo, no la conocen. Y la entenderían
aún menos si la conocieran bien. Ella tampoco comprende su
conformismo, la dicha que les produce ser quienes son, hacer lo
que hacen y estar donde están. Judit se mantiene equidistante
entre ambos como si estuviera aprisionada dentro de un iceberg.
Paco hace el amor con Inés, su novia, en la habitación que ha
ocupado desde niño; ambos trabajan como enfermeros en el
mismo hospital público, y ahorran para pagar la entrada del piso y
solicitar la hipoteca que les permitirá, si conservan sus empleos,
casarse antes de cumplir los treinta y quedarse cerca de sus
respectivas familias; el suyo es un porvenir sin complicaciones,
sin aspiraciones que no puedan realizar. Por su parte, Rocío ha
ido saltando de un desengaño a otro, en su lucha obrera, sin
perder sus creencias ni sus ganas de con-seguir un mundo más
justo; tiene amigos que son como ella, tiene su ateneo popular,
sus reuniones, su vermut de los domingos, su solidaridad, su
historia. Judit carece de futuro y de pasado.
Cuando consigue trabajo, una de esas ocupaciones eventuales
que tanto tiempo le hacen perder, Judit apenas embrida la
irritación que le provocan las muchachas que, como ella, tienen
veinte años, incluso menos, y que todas las mañanas se dirigen,
pálidas y banales, a sus puestos de oficinistas, vendedoras,
encuestadoras o lo que sea, vestidas con adocenadas faldas
cortas y diminutos jerséis que les dejan el ombligo a la vista
incluso en invierno, cargadas con mochilas y subidas en
zapatones que las llevan hacia su destino a paso de res. Judit,
entre otras cosas, no les perdona que hayan trivializado el negro,
que para ella es el único color que no miente y que le permite
disfrazarse mientras sueña con vestirse como la mujer que le
gusta-ría ser. Judit, cuando algunos domingos va a la ciudad real,
de la que su barrio no es más que una excrecencia, practica la
costumbre de husmear en las casetas de libros viejos del
mercado de Sant Antoni, en busca de buena literatura a bajo
precio. Allí se enamora de añejas revistas femeninas y consigue
que los vendedores se las regalen; esos Lecturas y Garbo
bicolores con estilizados diseños de Balenciaga, de Pertegaz, de
Pedro Rodríguez, con dibujos de mujeres etéreas, trazadas con
la extrema delicadeza de contornos que sólo una pluma afilada y
sumergida en tinta es capaz de sugerir. Como no tiene dinero
para copiar esos modelos —ni siquiera podría comprar en Zara,
en el caso de que le gustara hacerlo—, se empecina en su
disfraz, en su máscara, desde que se levanta hasta que se
acuesta, día tras día. No siempre con las mismas prendas,
cuestión de higiene; pero sí muy parecidas, cuestión de estilo.
De pies a cabeza, Judit es una pincelada en negro, color
devaluado por la insistencia de sus coetáneas en lucirlo de
cualquier manera, y que ella intenta ennoblecer con sus rarezas.
Mientras aguarda el autobús cerca de la plaza y contempla la
estatua desnuda del monumento a la Primera República ("Las
repúblicas siempre van en pelotas y las mo-narquías con capa de
armiño", suele comentar su madre), tiene dudas acerca de su
extravagante uniforme, y se pregunta si no la confundirán con
una viuda reciente, o una huérfana, una más entre los muchos
deudos que hoy se disponen a rastrear en los cementerios hasta
dar con tumbas de parientes a los que honrar. No hay peligro, se
tranquiliza. ¿Qué clase de viuda o huérfana se dirigiría al
camposanto sujetando contra su pecho una abultada carpeta
escolar, en vez de un ramo de crisantemos? Si la oyéramos
hablar, mucho más sorprendente que su aspecto nos parecería
su voz honda y abrupta: como la voz de un visitante que sabe
más de lo que cuenta y habla poco para ocultar lo que sabe. Su
voz marca distancias y la defiende, tanto como su aspecto, en su
solitaria contienda por abrir una grieta en el iceberg.
La mañana tiene un carácter sagrado, fundacional, y Judit la ha
hecho suya al saltar de la cama. Ha dormido muy poco, como
siempre, pero no por las razones que habitualmente la exaltan,
sino por la turbación que siente desde que Regina Dalmau la ha
citado en su casa y le ha de-vuelto la fe en los milagros. Desde
que cree que puede derribar las barreras. Saltar de la cama llena
de expectativas y correr hacia el cuarto de baño con los pies
desnudos: como en los anuncios de calefacción que ponen por la
tele pero en versión ínfima. En su casa sólo disponen de un par
de estufas eléctricas que encienden cuando no hay más remedio,
y Judit se ha acostumbrado, desde pequeña, a vivir con el soplo
húmedo que atraviesa el frágil armazón de los bloques trayendo
consigo un agreste perfume a romero y caucho quemado, el olor
de la montaña y los deshechos urbanos. Detrás del barrio, de los
edificios escalonados sin gracia en una de las vertientes
nororientales de la sierra de Collserola, surge el antiguo torreón a
cuyo amparo transcurrieron muchas meriendas de su infancia.
Todos los días, mientras se cepilla los dientes, Judit siente en la
nuca el paisaje de matorrales que hay detrás y que se difumina
hacia la comarca interior, tierra desconocida, con otros núcleos
urbanos de los que prescinde porque ella se proyecta en
dirección contraria, hacia la ciudad prometida que existe lejos del
piso de sesenta metros cuadrados, más allá de la cruda realidad
que aparece ante sus ojos cada vez que recoge la ropa del
tendedero.
Si su madre tiene el piso y el barrio mitificados, que le aproveche,
piensa Judit, que ha crecido moviéndose con cautela entre la
cuidadosa distribución de muebles y enseres emplazados con
exactitud para mayor aprovechamiento del exiguo espacio. Una
proeza, repite Rocío cada vez que se le ocurre colocar un nuevo
artilugio plegable o encajar una repisa, una hazaña más de la
clase obrera, porque es lo que somos, obreros, y a mucha honra.
Rocío está siempre en pugna, año tras año, por la salubridad del
polígono, por la demolición de la planta asfáltica, por un pedazo
de zona verde, por un mercado, por un colegio público, por una
guardería... Hoy, Judit ha sentido en los pies desnudos el goce
de las losetas frías y, ya en la ducha, no se ha fijado en los
cachivaches que todos los días ofenden su buen gusto, como los
tres recipientes de plástico adosados a la pared (colocados por
su hermano, heredero del fanatismo materno por el bricolaje) que
contienen gel blanco perla, champú verde pistacho y crema
suavizante color cereza, y que huelen a ambientador barato. Ha
pasado por alto incluso las bolsas de tela con múltiples bolsillos
que Rocío usa para guardarlo todo, a falta de sitio para armarios,
y los colgadores en los que se apretujan batas, toallas y gorros
de plástico.
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