Estrictamente bipolar

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Estrictamente bipolar
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Estrictamente bipolar
Darian Leader
Traducción de
María Tabuyo y Agustín López Tobajas
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Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original:
Strictly Bipolar
© 2012, Darian Leader
All rights reserved
Primera edición: 2015
Traducción
© María Tabuyo y Agustín López Tobajas
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2015
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-15601-94-4
Depósito legal: M-301-2015
Impreso en España
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ÍNDICE
Estrictamente bipolar
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Agradecimientos
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Notas
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Si el período de posguerra fue denominado «era de la ansiedad», y las décadas de 1980 y 1990 «era de los antidepresivos», ahora vivimos en tiempos bipolares. El diagnóstico que
en otro momento se aplicó a menos del 1% de la población se
ha elevado de forma espectacular, pues se calcula que casi el
25% de los estadounidenses padece alguna forma de bipolaridad. La medicación para estabilizar el estado de ánimo se prescribe de manera rutinaria tanto a adultos como a niños, con un
incremento del 400% en las recetas para niños y del 4000%
en el diagnóstico global desde mediados de los años noventa.
Actualmente, la pregunta no es ya: «¿Eres bipolar?», sino,
más bien: «¿Qué forma de bipolaridad es la tuya?».
Famosos como Catherine Zeta-Jones, Stephen Fry, JeanClaude Van Damme, Demi Lovato, Adam Ant, Tom Fletcher y
Linda Hamilton hablan de su condición bipolar, y los libros
de memorias y de autoayuda sobre el tema inundan el mercado. La agente de la cia Carrie Mathison, en Homeland, y el
exprofesor Pat Solitano, en El lado bueno de las cosas, son retra­
tados como bipolares, y el asunto se menciona incluso en los
dibujos animados Scooby-Doo.
Mientras tanto, los manuales de negocios abogan por el
cultivo de un cierto grado de manía para actuar en los mercados, y de hecho se enseña a los ejecutivos a manejar el punto
álgido maníaco para aumentar las ventas y la productividad.
Una imagen publicitaria de los medios de comunicación
muestra al magnate Ted Turner como un capitán de barco intensamente decidido, con la advertencia de que ha dejado
de tomar litio, ¡así que sus competidores deberían tener cuidado! En Hollywood, las estrellas visitan a sus psiquiatras
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acompañadas de su agente, que se asegurará de que la medicación funcione para mantener la manía a un nivel bajo, pero
no demasiado bajo: más que en ninguna otra parte, asistimos
aquí a la adaptación de una medicación a las exigencias de la
carrera profesional y el estilo de vida.
La confianza, la euforia y la energía que caracterizan
las fases iniciales del episodio maníaco parecen encajar bien
con las exhortaciones al éxito, la productividad y el intenso compromiso que exigen ahora los negocios. En un mundo
fe­rozmente competitivo, donde la estabilidad y la seguridad
en el empleo están cada vez más mermadas, los asalariados
tienen que demostrar su valía trabajando cada vez más horas y
ma­nifestando una creencia cada vez más exultante en sus proyectos y productos. Los inevitables días libres, debido al agotamiento y la bajada de rendimiento, son contemplados casi
como una parte de la descripción del propio trabajo y no tanto como la prueba de que algo va mal.
Al mismo tiempo, las mismas características que la psiquiatría clásica atribuía al ataque maníaco aparecen ahora
como objetivos del desarrollo personal. Los libros y las terapias
de autoayuda fomentan las ideas de autoestima, de confianza
en uno mismo y de bienestar intensificado. Nada es imposible,
nos dicen; debemos hacer realidad nuestros sueños. Y si
el síntoma capital de la manía se definió en otro tiempo como el
intento compulsivo de conectar con otros seres humanos, actualmente esto es casi una obligación: si no estás en Facebook
o en Twitter, algo debe de andar mal en ti. Lo que en otro tiempo eran signos clínicos de psicosis maníaco-depresiva, se han
convertido ahora en el objetivo de las terapias y del aprendizaje
para alcanzar el éxito.
Sin embargo, al margen de las nuevas incitaciones a la
conducta «maníaca», los que padecen trastorno maníacodepresivo describen los terribles bajones y los pesadillescos
estados de agitación que acompañan a dichos episodios. Los
sentimientos de poder, confianza y capacidad de relacionarse
que caracterizan la manía hacen que la persona se sienta
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sumamente viva, pero, al mismo tiempo, la aproximan a la
muerte, más cerca de lo que nunca antes había estado. La paradoja de la bipolaridad se ha observado repetidas veces: pregúntese a un sujeto maníaco-depresivo qué haría si pudiera
pulsar un botón y hacer que su bipolaridad desapareciera, y
muchos responderán que no lo pulsarían. Sin embargo, esas
mismas personas pueden acabar a menudo en el hospital, tras
haber despilfarrado sus ahorros en comprar a lo loco, haber
hecho daño a su familia por abandono o negligencia, o haber arriesgado la vida en algún desafortunado acto de heroísmo o hedonismo.
¿Cómo podemos entender la nueva ubicuidad de las
personas bipolares? ¿Son los altibajos de la bipolaridad una
consecuencia de las cambiantes condiciones económicas,
y sustituyen los estallidos sostenidos de energía la tradicional imagen de una vida profesional estable? Y, más allá de la
frecuente charla superficial sobre la «manía» en el lugar de
trabajo, ¿existe una bipolaridad real que coincide con lo que
los psiquiatras solían llamar trastorno maníaco-depresivo?
Podría parecer que la bipolaridad se encuadra dentro de los
ritmos extraños y convulsos de la vida de principios del siglo xxi, pero, como puede corroborar cualquiera que tenga la
experiencia del trastorno maníaco-depresivo, se trata de una
cosa seria.
***
Hace cien años, el término «bipolar» era extremadamente
raro. Se utilizó por primera vez en psiquiatría a finales del siglo xix, pero su importancia creció en la década de los ochenta hasta que se convirtió en una palabra conocida por todos
en los noventa. ¿Cómo llegó a adquirir esta reciente popularidad? Todos los historiadores de la psiquiatría han hecho al
respecto la misma observación. Fue precisamente a mediados
de los años noventa, cuando las patentes de los antidepresivos corrientes de mayor venta empezaron a caducar, cuando,
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de súbito, las personas bipolares se convirtieron en destinatarios de la vasta planificación comercial de la industria farmacéutica.
Las páginas de Internet ayudaban a todos a diagnosticarse
a sí mismos, aparecieron artículos y suplementos periodísticos
que se referían a la bipolaridad como si ésta fuera un hecho,
y casi todos estaban financiados, en parte o en su totalidad,
por la industria farmacéutica. Había cuestionarios en Internet que permitían el autodiagnóstico en unos pocos minutos,
y a muchas personas les pareció que por fin estaban consiguiendo poner un nombre a sus problemas. Igual que en los
años ochenta muchos habían llegado a comprender que padecían «depresión», ahora la «bipolaridad» se convertía en la
etiqueta para designar el sufrimiento experimentado por una
nueva generación.
La ironía era que, en aquellos casos en los que era paten­te
que los medicamentos antidepresivos no funcionaban, se afirmaba ahora que su fracaso se debía al hecho de que se habían
prescrito de manera errónea. Los pacientes eran realmente bipolares, pero el médico había pasado por alto los sutiles
cambios en su estado de ánimo. Se estimó así que entre el 20
y el 35% de las personas diagnosticadas con depresión en la
asistencia médica primaria sufrían, en realidad, trastorno bipolar. Como señala el psiquiatra David Healy, en vez de tratar
de hacer más eficaces los antidepresivos, la industria optó por
comercializar un nuevo sello: un nuevo conjunto de trastornos
llamados «bipolaridad» en lugar de un medicamento nuevo.
Esta colonización exigía la aparición de categorías bipolares. La bipolaridad 1 se equiparaba a menudo con el trastorno
maníaco-depresivo clásico, pero la bipolaridad 2 bajaba extraordinariamente el umbral, requiriendo tan sólo un único
episodio depresivo y un período de aumento de productividad,
con inflación de la autoestima y reducción en la necesidad de
sueño. Siguieron las categorías de bipolaridad 2.5, 3, 3.5, 4, 5
y 6. El énfasis cada vez mayor en las fluctuaciones del estado
de ánimo, más que en los procesos subyacentes, significó que
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un número continuamente creciente de personas pudiera ser
incluido en el ámbito de lo bipolar. En la actualidad, se habla incluso de «bipolar suave», para aquellos pacientes que
«responden con fuerza a las pérdidas». Este relajamiento de
las fronteras del diagnóstico generó una expansión colosal del
mercado farmacéutico y brindó una invitación clara a los consumidores para que se consideraran a sí mismos bipolares.
Incluso se inventó una categoría —la bipolaridad 3— para
designar a aquellas personas cuya bipolaridad había sido revelada por los antidepresivos. Tomar antidepresivos como Prozac
intensificaba los estados maníacos, mostrando así el verdadero diagnóstico e indicando que se debería tomar una nueva
medicación para estabilizar el estado de ánimo. Es un hecho
que miles de personas experimentaban estados angustiosos de
agitación e inestabilidad, con pensamientos invasores, después
de empezar a tomar alguno de los medicamentos antidepresivos, pero, evidentemente, existe una gran diferencia entre
considerar esos estados como efectos aislados del medicamento o como característica de una perturbación más profunda que los medicamentos, simplemente, ponían de manifiesto.
Por un curioso toque de varita mágica, el anticonvulsivo
valproato sódico (Depakine) recibió la patente de su uso para
tratar la manía exactamente al mismo tiempo en que estaban expirando las anteriores patentes de antidepresivos. Así como la
depresión había sido comercializada de forma activa como un
trastorno por quienes proporcionaban el remedio químico
para ella, del mismo modo se envasaba y vendía ahora la bipolaridad junto con su remedio. El litio había funcionado con
algunas personas y con otras no, aunque, como sucede con los
elementos que se encuentran en la naturaleza, no podía ser
patentado. Inicialmente se proclamó que el valproato era el
medicamento más rápido y más fiable, el único que estabilizaría los altibajos del sujeto bipolar. Confluyó enseguida con
una serie de medicamentos antipsicóticos de nueva generación, como la olanzapina, ahora autorizada para uso en pacientes bipolares.
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A muchas personas les resultó útil el valproato, igual que
otros muchos sienten que deben su vida a la dosis correcta de
litio, pero el problema es que la nueva cartografía de la salud
mental tenía un precio. Cuanto más aumentaban los diagnósticos de bipolaridad, más se perdía la vieja categoría de trastorno maníaco-depresivo o, en el mejor de los casos, quedaba
confusa. El diagnóstico, en otro tiempo específico, se transformó en un espectro amplio de desórdenes cada vez más vago,
mediando ahí un error crucial que, previamente, la psiquiatría
anterior al siglo xx había identificado, cuando todavía estaban
por acuñarse los términos que más tarde definirían la etiqueta
«bipolar».
En la década de 1840, los psiquiatras franceses Jean-Pierre
Falret y Jules Baillarger habían introducido los términos «locura circular» y «locura de doble forma». Las historias estándar
de la psiquiatría dicen que estos conceptos se convirtieron más
tarde en la «psicosis maníaco-depresiva», conceptualizada
por Emil Kraepelin y de la que luego se apropió la psiquiatría
occidental con el nombre de «trastorno bipolar». Sin embargo, los argumentos clave creados por Falret y Baillarger eran,
en realidad, opuestos a los de Kraepelin y, cier­tamente, a los
de los psiquiatras posteriores. Sus categorías de diagnóstico
pretendían demostrar que las subidas y las bajadas no eran en
sí mismas constitutivas de la nueva entidad que estaban tratando de describir. Su minucioso trabajo tenía como objetivo
separar un tipo específico de «locura» de lo que parecían ser
estados maníacos y depresivos en otros trastornos psíquicos.
Esto refleja de manera bastante precisa lo que encontramos clínicamente. Cualquiera puede llegar a ser ruidoso, a estar inquieto, a mostrarse desasosegado, hiperactivo, e incluso
a resultar peligroso, si se dan las condiciones apropiadas —o
inapropiadas—. Si una persona paranoica, por ejemplo, siente
que tiene un mensaje importante que entregar a la humanidad
y se la obstaculiza en su intento de transmitirlo, podría llegar
a la desesperación. Inhibir o coartar el esfuerzo de transmitir
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alguna verdad de importancia, ya sea a nivel mundial o doméstico, puede producir una confusión que con frecuencia
se identifica erróneamente con la manía. En efecto, pensemos en los efectos de una interminable espera en algún centro
de atención telefónica para, al final, ser sistemáticamente mal
entendido por su personal. La mezcla de rabia y evidente inco­
herencia que esto produce es precisamente uno de los sentidos
clásicos del término «manía».
De manera similar, una persona esquizofrénica puede llegar a estar exquisitamente eufórica y luego experimentar un
estado terrible de abatimiento y desesperación. Tales personas
pueden ser ruidosas y charlatanas, pasando de un tema a otro
con evidente descuido. Tal vez el sueño y la comida sean desatendidos de manera progresiva, y, por ejemplo, pueden llegar
a convencerse de que son capaces de influir en otros con sus
pensamientos. Esos fenómenos se pueden encontrar ahora de
manera rutinaria en las descripciones de la bipolaridad, con
un notable desprecio u olvido de las distinciones y diferenciaciones establecidas por los primeros psiquiatras.
Jean-Étienne Esquirol, predecesor de Falret y Baillarger,
hizo todo lo que pudo para privar al término «manía» de lo
que él veía como su significado impreciso y trivial, y, a lo largo del siglo xix, ese significado se distinguió de los estados de
euforia, excitación y confusión mental agitada. Se ha observado, de hecho, que el abandono progresivo del uso de restricciones físicas en los manicomios coincide con la disminución
en la utilización de esa palabra. De hecho, cuanto menos se
impedía que el paciente se moviera, menos se lo describía
como «maníaco», lo que sugiere que, muy a menudo, el término reflejaba un sentimiento reactivo: uno se convierte en
maníaco precisamente porque está siendo bloqueado o coartado de alguna manera.
Lo mismo se aplicó a la depresión. Como ya sabían Falret
y Baillarger, cualquiera puede llegar a sentirse descorazonado
o desanimado en un momento determinado. ¿No era ésta, de
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hecho, una de las consecuencias de tener bajo control durante
un tiempo considerable la actividad «maníaca» de una persona? Pero los bajones de la nueva entidad clínica que estaban
describiendo eran diferentes. No se trataba ya de insistencia en un único tema, de un sólo motivo de queja, de fijación
por un objeto exclusivo, como la pérdida de un ser querido,
tal como se observa en la melancolía. Esta última no remite a
un estado de ánimo de tristeza ensimismada, sino a una forma
específica de psicosis en la que el sujeto permanece sometido
a las embestidas implacables del reproche y a la flagelación de
sí mismo, que con frecuencia transmitirá a las personas que
estén a su alrededor.
Lo que los psiquiatras continentales mostraron fue cómo
los estados de ánimo altos y bajos no eran en sí mismos constitutivos de la estructura maníaco-depresiva que estaban tratando de circunscribir. Era menos una cuestión de euforia
y tristeza que de la cualidad de tales estados, de la relación entre ellos y, lo más importante, de los procesos de pensamiento
subyacentes. Hubo un esfuerzo por ir más allá de los caprichos
de la fluctuación del estado anímico y de la conducta superficial para descubrir los motivos latentes del trastorno maníacodepresivo, y por investigar la diferencia que éstos podían presentar con la melancolía y otras categorías de diagnóstico.
Lamentablemente, estos esfuerzos clasificatorios fueron
socavados por Kraepelin, que sostenía que manía y melancolía,
juntas o por separado, formaban parte de la misma «enfermedad». Las subidas y bajadas que habían sido desenmarañadas con tanto cuidado por los psiquiatras franceses eran
ahora agrupadas en la nueva categoría, en exceso inclusiva, que
promovió inicialmente Kraepelin, y que todavía sigue siendo
generalmente promulgada por los textos estándar de la psiquiatría convencional occidental con el nombre de «trastorno
bipolar». Sin embargo, si pretendemos diferenciar el trastorno maníaco-depresivo auténtico de las muchas formas de
bipolaridad que actualmente inundan el mercado del diagnóstico, tenemos que volver al proyecto original de distinguir las
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euforias y depresiones propias del estado maníaco-depresivo
de las que se encuentran en otros tipos de estructura mental.
***
Reconocer los problemas existentes con el diagnóstico de
la bipolaridad ilumina también el engorro de multiplicar
diagnósticos y medicaciones para la misma persona. No hace
mucho, un paciente me explicaba que tomaba litio para la manía, olanzapina para la psicosis, dexmetilfenidato para el déficit de atención, y sertralina para los momentos bajos, como
si su mismo ser hubiera sido diseccionado en la mesa de
un anatomista. La psiquiatría antigua habría ridiculizado
esa disección, reconociendo que existe algo como la psicosis
maníaco-depresiva, que incluye estados maníacos y depresiones frecuentes, y que no se puede dividir a la persona de esa
manera y recetar una cosa para cada síntoma, como si no existiera ninguna relación entre ellos.
Hoy en día, sin embargo, esa atomización, con su esca­
samente sistemático régimen de prescripciones, es la norma
y no la excepción. En sus memorias, Electroboy: diario de una
manía,* el marchante de arte Andy Behrman detalla las treinta
y dos pastillas y cápsulas que tomaba cada día, a los treinta y
cuatro años: Risperdal, un antipsicótico; Depakote (o Depakine), estabilizador del estado de ánimo; Neurontin, anticon­
vulsivo; Klonopin para la ansiedad; BuSpar, también para
la ansiedad; Ambien, para ayudarlo a dormir; y luego otros tres
medicamentos para contrarrestar los efectos secundarios
de los anteriores: Symmetrel para el síndrome de Parkinson;
Propanolol para los temblores; y Benadryl para la rigidez
muscular. Todo esto era el resultado de años de «prueba y error»,
como si lo que importara fueran las partes de la persona más
que el conjunto.
Tanto la psique como el cuerpo son entendidos ac­
tualmente como agregados, sobre los que la intervención
*
Maeva, Madrid, 2003. [N. de los E.]
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psiquiátrica tiene por objeto tratar síntomas aislados, mientras las prácticas de desarrollo personal tratan de añadir aspectos deseados de la personalidad o hacer desaparecer otros
no deseados. La escritora americana Lizzie Simon, que recibió
un diagnóstico de bipolaridad en su adolescencia, viajó más
tarde por el país hablando con otras personas que habían compartido experiencias similares. Cuando una de sus entrevistadas le dice: «Soy estrictamente bipolar. No tengo nada más»,
testimonia de forma precisa ese condicionamiento médico y
cultural que incesantemente divide, que continuamente busca
nuevos síntomas que aislar para luego tratar de suprimirlos,
sin reconocer la existencia de ningún vínculo entre ellos.
Lo que esto significa es que el personal médico está casi
estrictamente interesado en poner a punto la medicación, en
encontrar el equilibrio justo de las medicinas que funcionarán
para el paciente a fin de conseguir el mejor equilibrio emocional. Se pueden analizar los efectos de los medicamentos,
sus efectos secundarios y las compatibilidades hasta el mínimo detalle. Puede que los pacientes se sientan implicados y
preocupados por estas interacciones, pero hay un elefante en
la habitación: toda la conversación gira en torno a las medicinas que están haciendo que se sientan mejor y no a cuáles
habían sido sus sentimientos originalmente antes de tomar
los medicamentos.
Una vez se entra en el mercado farmacéutico, a menudo existen pocas esperanzas de salida, porque las prioridades
del tratamiento se centran en la búsqueda del cóctel que mejor funcione. Sin embargo, las personas diagnosticadas de bi­
polaridad tienen una tasa más elevada de incumplimiento con
respecto a la medicación prescrita que cualquier otro grupo de
pacientes, hecho que genera, tanto por parte de los médicos
como de los grupos de apoyo al paciente, una retórica interminable sobre la importancia de tomarse las pastillas. ¿Por
qué ese incumplimiento? ¿Es debido a los efectos secundarios
desagradables de los medicamentos?
Es cierto que el litio y otras drogas no son la panacea: el
paciente se puede sentir desconectado de sí mismo, aturdido o
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extrañamente ausente. Se puede aumentar de peso y tener todo
tipo de problemas diversos que otros medicamentos tratarán
de regular. Por otra parte, existen algunas personas que experimentan algunos de esos efectos secundarios y que no realizan
ninguna protesta por el tratamiento. Sin embargo, la información de los efectos secundarios, o, incluso, de la ausencia de
efectos de algunos medicamentos es, innegablemente, poco
fiable. Sabemos que es menos probable que las personas
pobres se quejen de los efectos secundarios que las más ricas,
y que los médicos sólo informan de los efectos adversos a los
organismos reguladores en un caso de cada cien. Como observa David Healy, esto hace que actualmente sea más fiable
el seguimiento de un paquete que enviamos por correo que el
control de los efectos de un medicamento que podríamos tener
que tomar todos los días de nuestra vida.
Existe también la posibilidad de que el incumplimiento
se deba tanto a la atracción de estar en las primeras etapas de
la manía como a la negación de sus efectos devastadores. Un
episodio maníaco puede darle a alguien la sensación de estar
auténticamente vivo y conectado con el mundo, de haber encontrado su verdadera identidad por primera vez en la vida.
Esto puede ser difícil de abandonar, y en los intervalos entre episodios maníacos, o entre episodios maníacos y estados
depresivos, puede haber también una amnesia tanto de la angustia que implica la furia maníaca como del agudo dolor de la
bajada depresiva.
Éstas son cuestiones que sería de necios ignorar, pues nos
obligan a pensar en la relación de la persona con los fenóme­
nos de la enfermedad maníaco-depresiva, en lugar de limitarnos simplemente a pensar lo buenos o malos que son los
medicamentos. En vez de preguntar si alguna medicación mitiga los pensamientos desenfrenados o la agitación desesperada,
debemos preguntar cuáles son realmente esos pensamientos
y cómo han llegado a abrumar a esa persona. Si alguien gasta miles de libras en salir a hacer compras a lo loco, debemos preguntar qué es lo que compra y por qué. Si una persona
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afirma tener un plan infalible para un nuevo negocio global,
debemos preguntar cuál es y cómo llegó esa idea a su cabeza.
Ese trabajo, que requiere mucho tiempo y mucho detalle, es
la única forma en que aprenderemos algo más sobre la enfermedad maníaco-depresiva. Mientras las drogas tienen por
objetivo controlar y manejar la conducta, el enfoque analítico aspira a comprenderla, con la esperanza de poder utilizar
esa interpretación para encontrar nuevas maneras de ayudar
a quien se encuentra en el filo de la navaja, entre experiencias
que pueden ser tan espantosas como hilarantes, que pueden
mostrarse como una afirmación de la vida pero que también
pueden resultar, no obstante, radicalmente letales.
***
Comencemos con la manía. Si disociamos el término de aquellos estados de desasosiego, desesperación y turbulencia que
con tanta frecuencia se habían utilizado para describirla en el
pasado, ¿con qué nos encontramos? Para Andy Behrman, que
ha documentado de forma minuciosa las espirales del trastorno maníaco-depresivo, su mente «está inundada de ideas
y necesidades rápidamente cambiantes; mi cabeza atestada
de colores vibrantes, imágenes salvajes, pensamientos extravagantes, detalles penetrantes, códigos secretos, símbolos y
lenguajes extraños. Quiero devorarlo todo: fiestas, gentes, revistas, libros, música, arte, películas y televisión».
Estar en un episodio maníaco es para Behrman «como tener las gafas más perfectas que existan con las que ver el mundo. Todo está claramente perfilado… mis sentidos están muy
agudizados, estoy tan despierto y alerta que mis pestañas al
parpadear sobre la almohada resuenan como un trueno». Para
Terri Cheney, la abogada maníaco-depresiva de Beverly Hills
que abandonó su muy bien remunerado trabajo por la defensa
de la salud mental, la manía «ilumina cada terminación nerviosa. La más ligera sensación equivale a la erupción de un volcán». Tan diferente es la nueva percepción del mundo que uno
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se pregunta si alguna vez, con anterioridad, había oído, visto o
tocado algo. Siente como si hubiera nacido de nuevo, como si
éste fuera realmente el primer día de su vida.
Para Stephen Fry, que escribe acerca de «la libertad, el
carácter expansivo, la energía y el optimismo» de los estados maníacos, «somos reyes del mundo, nada está fuera de
nuestro alcance, la sociedad va demasiado lenta para nuestras
mentes fulgurantes, todo está conectado en una gloriosa red
de color, creatividad y sentido». Una confianza nueva impulsa al sujeto maníaco. «Realmente puedes correr más deprisa
—dice un hombre maníaco-depresivo—. ¿Qué tipo de enfermedad hace algo así? Nos muestra lo que está dentro de
no­sotros, aquello de lo que somos capaces. Nuestras percepciones sensoriales están por lo general muy atenuadas. Sean
lo que sean las personas maníacas, están vivas». Y esta vitalidad absoluta tiene un efecto turbo sobre el discurso. Hablar se
vuelve fácil, las palabras surgen con una fluidez recién descubierta, ya no hay más silencio. Como cuenta Terri Cheney: «Yo
quería hablar, necesitaba hablar, las palabras presionaban con
tanta fuerza contra mi paladar que sentía como si tuviera que
escupirlas para respirar».
Abundan ideas y planes, nada parece imposible, y la persona maníaca puede embarcarse en un montón de proyectos
creativos o empresariales, gastar grandes cantidades de dinero que con mucha frecuencia pide prestado a la familia, los
amigos o los bancos. El futuro parece encerrar innumerables
promesas, una infinita certeza de éxitos, riquezas y triunfos.
Aquí la emoción es volitiva, está imbuida de un sentimiento
candente de resolución.
Las barreras que habitualmente impiden que la gente se
arriesgue se han desvanecido. Ningún adversario, ningún obstáculo parece insuperable ni infranqueable. Las cosas van muy
bien; en algunos casos, un nuevo estilo de vida puede cristalizar casi de la noche a la mañana, a menudo para consternación
y desconcierto de la familia y los amigos. Desde una modesta habitación alquilada, el sujeto maníaco puede trasladarse
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a un espléndido apartamento del West End, vestirse y cenar
como un millonario. Paga las cuentas en efectivo, deja propinas enormes en cafés y restaurantes, entabla conversación
casi en cualquier parte, como si todo el mundo fuera su mejor
amigo o su amante potencial.
Los encuentros y las proposiciones sexuales pueden
multiplicarse, aunque habitualmente con escasos deseos de
prolongar su duración. Cuando estos cambios radicales van
brotando de la vida premaníaca, también los demás pueden
estar, sin embargo, presentes de forma problemática: fricciones con la pareja sexual, o con los socios del negocio o con los
bancos que quieren que se les devuelva su dinero; amigos que
se hartan de lo que parece ser un comportamiento narcisista y
autocomplaciente, interlocutores que se cansan de actuar como
cajas de resonancia para la exposición de los grandes planes y
proyectos. La subida maníaca queda matizada con la ansiedad.
Los pequeños impedimentos toman proporciones desmesuradas, provocando violentos estallidos de ira. Aumentan los
pensamientos paranoides. Y de pronto las cosas han ido demasiado lejos.
Como explicaba una de las personas entrevistadas por Lizzie Simon: «Sentía que estaba en un tren de mercancías. No
podía pilotarlo, ni tampoco detenerlo». En una imagen terrible, el escritor escocés Brian Adams sintetiza esta curva de la
manía en sus impactantes memorias The Pits and the Pendulum [Los pozos y el péndulo]. Después de una noche de canto y parranda en el pub local, vuelve a casa y se prepara un té,
sintiéndose bien, todavía cantando, cuando «de repente, estoy dando palmadas, primero lentamente, luego cada vez más
fuerte, golpeando las manos con todas mis fuerzas, de manera
incontrolable». Poco después empieza hacerse cortes en los
brazos y en la cara con una navaja Stanley. La subida pasajera
se ha intensificado hasta convertirse en algo indeciblemente horroroso. Como decía uno de mis pacientes, la manía es
como un cohete, que ruge de manera espléndida e imparable
en el espacio, desintegrándose luego en un estallido de fuego,
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humo y pedazos, como el infausto transbordador espacial es­
tadounidense que había visto en televisión cuando era un niño.
***
Para explorar la experiencia de la manía, tenemos que escuchar
con atención estos relatos, evitando las identificaciones vagas
de un comportamiento meramente ruidoso o eufórico con la
manía como tal. Varios motivos parecen ubicuos aquí: el sentimiento de vinculación con otras personas y con el mundo; el
gasto de sumas importantes de dinero, un dinero que por lo
general no se tiene; un gran apetito, sea de comida, sexo o palabras; la reinvención de uno mismo, la creación de una persona nueva, como si uno fuera algún otro; la facilidad verbal
y la súbita propensión al ingenio y los juegos de palabras; el
movimiento hacia pensamientos paranoides, aparentemente
ausentes al principio de la curva maníaca.
Tal vez lo más sorprendente de todo esto sea la idea de
la conexión entre las cosas. Los colores, imágenes, símbolos
y códigos evocados por Behrman importan menos por lo que
son que por el hecho de estar vinculados entre sí. En el esta­do
maníaco, de alguna manera todo parece decididamente conectado, como si se hubiera completado un vasto rompecabe­
zas cuya última pieza revela de repente una figura que nadie
había advertido hasta entonces. Tal como lo describe Calvin
Dunn, defensor de la salud mental, en su autobiografía Losing
My Mind [Perdiendo la cabeza], «parecía que todo significaba
algo, cada sonido que oía y todo lo que veía, parecía que todo
tenía sentido y estaba conectado de alguna manera con todo lo
demás».
Mirando fijamente un arroyo en los jardines del campus
de la Universidad de California, en Los Ángeles, la psiquiatra, investigadora y escritora Kay Redfield Jamison recordaba
una escena de un poema de Alfred Tennyson. Abrumada por
«un sentimiento inmediato y enardecido de urgencia», salió
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corriendo hacia una librería para comprar un ejemplar, pero
salió con más de veinte libros entre sus brazos. La imagen inicial de la Dama del lago se había movido vertiginosamente en
espiral, relacionando otros temas y títulos, desde La muerte de
Arturo de Thomas Malory a La rama dorada de James Frazer,
y a libros de Carl Gustav Jung y Robert Graves. Todo parecía
estar relacionado, y juntos le podrían proporcionar «alguna
clave esencial» del universo cuando ella «tejiera y tejiera» su
maniática red de asociaciones.
La persona maníaca siente algo de esto, asombrosamente
ligada al mundo, pero no su esclava o servidora. La euforia que
procura el sentimiento de vinculación debe ser comunicada,
detalle que sirve para distinguir la manía auténtica de los es­
tados de euforia en otros casos. Un sujeto esquizofrénico puede
disfrutar tranquilamente de un estado de beatitud solo en su
habitación, pero el maníaco-depresivo no se contentará con
experimentarlo, sino que sentirá la necesidad de compartirlo
con el mundo. De manera análoga, cualquiera puede entrar en
un estado de exaltación o incluso de hiperactividad, en especial después de una experiencia de pérdida, pero aunque esto
pueda ser diagnosticado como manía, o como su pariente más
suave, hipomanía, la clave está en si la persona tiene la sensación de que las cosas están vinculadas o no. ¿Le gusta tan sólo
el sonido del pájaro que canta o, además de gustarle, piensa
que está vinculado con el coche que pasó a su lado o con el artículo que leyó en el periódico esa mañana?
¿Cómo se puede explicar el poderoso sentimiento de vinculación entre las cosas descrito de manera tan precisa y consecuente por los sujetos maníacos? Después de todo, ¿cuál es
el medio de relación en nuestro mundo? La respuesta a esta
pregunta es, tal vez, decepcionante en su simplicidad: el lenguaje. Son las palabras, las ideas y la asociación entre ellas lo
que crea y da forma a nuestras realidades, y dependemos tanto de los vínculos que hay entre ellas como de la inhibición de
dichos vínculos para poder pensar. Esto se hace más evidente
cuando las relaciones entre las ideas se establecen a tal ritmo
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que ya ni siquiera es posible ralentizarlas o pararlas. En lo que
la psiquiatría califica como «fuga de ideas», un pensamiento
conduce a otro con una persistencia imparable y brutal.
Pensemos en el juego de Internet que permite ver de qué
modo cualquier actor está relacionado de alguna manera con
Kevin Bacon, el actor americano protagonista de Footloose.
Resultará que toda figura de la industria del cine tiene una conexión, o bien mediante una asociación inmediata, como la de
haber trabajado en una de las películas de Bacon, o mediante el trato o la relación con alguien que entró en contacto con
Bacon. El éxito espectacular de este juego ha llevado a que se
convierta en una característica incorporada de Google, e incluso existe un juego de mesa dedicado a esta curiosa búsqueda.
Y aplicaciones para teléfonos móviles muestran, a su vez, que
todo el universo puede estar conectado con Bacon a través de
asociaciones verbales. Pero ¿qué sucedería si esta búsqueda
fuera menos una diversión o un entretenimiento que una característica constante de la existencia de la que no pudiéramos
desligarnos? Como muestra la aplicación de Google y nos recuerdan igualmente los móviles, el entramado sociolingüístico
de lenguaje y cultura siempre proporcionará nuevas conexiones. No se detiene nunca.
La vida, podríamos decir, se basa en no preguntar demasiado a menudo de qué modo estamos conectados con Kevin
Bacon. Si nos viéramos obligados a seguir cada asociación,
quedaríamos abrumados por el inmenso entramado de conexiones que, inevitablemente, existen a nuestro alrededor. Pero
en la manía, la red toma el poder. Los psiquiatras del siglo xix
observaron que el discurso del sujeto maníaco parecía moverse de una palabra a otra sin que importara el contenido, como
si los puentes entre las ideas procedieran del lenguaje mismo
en vez de surgir de la deliberación consciente. «Qué corbata
más bonita», dice un paciente, «me gustaría estar ligado a alguien que fuera puro, y tuviera unos ojos bonitos. Me encantan
los ojos bonitos. Me encantan las mentiras». El discurso pasa
de la corbata [tie], al término tie como cariño o apego, de ahí
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al ojo [eye], y luego a la mentira [lie].* «Tener hijos está muy
bien cuando no tienes que cargar con más sufrimientos. Hay
demasiados cristales en la ventana». Aunque pudiera parecer
que las ventanas y tener hijos tienen poco en común, el dolor
o sufrimiento [pain] del parto se traslada inmediatamente al
cristal [pane] de la ventana.**
En contraste con estos ejemplos de discurso maníaco,
cuando esa misma persona se encuentra deprimida tendría
poco que decir, y repetiría palabras con el mismo significado
básico: era un ser despreciable, espiritualmente vacío, culpable de algún pecado terrible e imposible de expiar. Así pues,
parece haber un contraste entre la manera en que esa persona se encontraba en el estado maníaco, cuando estaba a merced de las conexiones acústicas y formales entre las palabras,
y el estado depresivo, cuando era el sentido o el significado
lo que las determinaba. Los primeros investigadores observaron
que en el estado depresivo la resonancia entre las palabras
—el paso de «ojo» [eye] a «mentira» [lie] y de «dolor» [pain]
a «cristal de ventana» [pane]— era difícilmente perceptible,
como si el lenguaje hubiera perdido su vibración acústica.
Resulta extraño que los dos ejes del lenguaje —palabra y
significado— surjan en el trastorno maníaco-depresivo como
fuerzas alternantes, como si cada una de ellas tuviera que esperar su turno antes de hacer su aparición. En la manía, parece
como si las palabras se hubieran separado de su significado,
para que se puedan seguir las conexiones acústicas, mientras
que en la depresión las palabras son pocas y están cargadas
de un significado único y monolítico. «Soy un hijo de puta»,
«soy un hijo de puta», «soy un hijo de puta», como alguno de
mis pacientes se repetía a sí mismo interminablemente en las
fases bajas de su trastorno maníaco-depresivo.
Desde el punto de vista clínico, las cosas son algo más complicadas de lo que este contraste podría sugerir. Los sujetos
* Tie, eye y lie son términos fonéticamente próximos. [N. de los T.]
** Pain y pane son términos prácticamente homófonos. [N. de los T.]
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maníacos no se limitan a seguir libremente las palabras, puesto que tienden a acabar en las mismas ideas o palabras o significados, como si se los llevara de vuelta al mismo punto del
mapa. La gama de ideas puede ser, de hecho, bastante limitada,
e incluso se ha sugerido no hablar de «fuga de ideas» sino de
«fuga de palabras», puesto que era el discurso lo que parecía continuar de manera interminable, circunscribiendo un
conjunto relativamente reducido de temas. Los primeros investigadores, como Falret, Hugo Liepmann y Ludwig Binswanger, mostraron que esta fuga de las palabras seguía una lógica
oculta que al observador ocasional le pasaba desapercibida. La
manía no era nunca un flujo de palabras puramente aleatorio,
sino que tenía una coherencia y una estructura reales, aunque
habitualmente no fuera obvia a menos que se escuchara con
mucha atención.
Por poner un ejemplo, cuando Norma Farnes visitó al actor
cómico maníaco-depresivo Spike Milligan por primera vez
para solicitar empleo como secretaria personal, comentó que
la habitación estaba helada. «Sí —respondió él—, odio a los
estadounidense». Esta respuesta en apariencia sin sentido
podía considerarse como el signo de una dispersión maníaca,
la incapacidad de entablar un diálogo o seguir un pensamiento. Sin embargo, en realidad, como Farnes comprendería después, la respuesta era absolutamente coherente. Ella había
hecho un comentario sobre la temperatura de la habitación,
y Milligan creía que los estadounidenses habían inventado la
calefacción central. La cadena implícita era, pues: hace frío
— la calefacción central no funciona como es debido — los estadounidenses inventaron la calefacción central — odio a los
estadounidenses. Farnes, tal vez por prudencia, no quiso desmontar su silogismo diciéndole que fueron los romanos, y no
los estadounidenses, los que en última instancia eran responsables de la invención de la calefacción.
***
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