Nuestras certezas... ¿y las de los demás?

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Cuestión 10
Nuestras certezas... ¿y las de los demás?
(por Alfonso Aguiló)
(Tomado de www.interrogantes.net)
Una novedad en la historia
La triste novedad de aquella guerra fue que, por primera vez en la historia, el asesinato se organizó
como una industria de producción en serie. La historia no había conocido nada semejante.
Quizá solo quienes estuvieron en Mauthausen, en Auschwitz, en Maidanek, o en cualquier otro
campo de exterminio de la Segunda Guerra Mundial, pueden hacerse una verdadera idea de lo que fue
aquello. Hasta las descripciones más realistas que se han hecho sobre los lager probablemente
palidecerían ante la realidad de aquel horror.
Afirma Claudio Magris que los testimonios más expresivos de esa realidad no son los de las
víctimas, sino los de los verdugos. Quizá por eso, el testimonio más revelador de lo que ocurrió entre
aquellos barracones y las cámaras de gas, lo escribió el propio Rudolf Höss en las semanas que
transcurrieron entre su condena y su muerte. Su autobiografía, titulada “Yo, Comandante en Auschwitz”,
relata fríamente una serie interminable de atrocidades que sobrepasa cualquier medida humana. Höss
cuenta de forma imperturbable todo lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los episodios de ruindad y de
heroísmo entre las víctimas, las dimensiones monstruosas de aquella terrible masacre.
—¿Y cómo pudo llegarse a una aberración semejante?
Es difícil responder. Lo sorprendente es que el nacionalsocialismo hitleriano detentaba el poder con
un gran respaldo de la población, que votó masivamente a un partido totalitario que les presentaba una
visión del mundo que entonces consideraron plenamente satisfactoria.
Hitler dominaba las técnicas de comunicación de masas. Supo manejarlas, crear un estado de
opinión, alcanzar el poder y convertir luego el Estado en una mortífera organización criminal. Ni él ni los
mandos de su partido disimulaban su radical y violento antisemitismo. Proclamaron sus consignas de
sangre y de raza, de las cuales se derivaba el derecho a tratar a otros pueblos como inferiores. De los
9.600.000 judíos que vivían en Europa durante la dominación nazi, se calcula que más de 5.700.000
fueron expulsados de sus casas, tratados como cabezas de ganado y exterminados con una crueldad
inhumana.
Atropellos desde la mayoría
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la opinión pública llegó a conocer en toda su dimensión
los horrores del Tercer Reich, se planteó una cuestión crucial. Muchos habían defendido hasta entonces
que la opinión de la mayoría social marcaba lo que era justo o injusto. Pero Adolf Hitler había actuado
con el respaldo de la mayoría parlamentaria, y también tuvo un gran apoyo de la opinión pública de su
país.
Había sido legal. Y en gran parte, también socialmente aceptado. Pero no por eso dejaba de ser un
crimen patente y horrible. Nadie había imaginado que se podía llegar a semejante desprecio por el hombre
y por sus derechos, a una infamia que reunió una cantidad de odio sin precedentes, que pisoteó al hombre
y a todo lo humano con una fuerza hasta entonces desconocida.
Aquellos dirigentes nazis fueron condenados como autores de crímenes contra la humanidad,
porque se consideró evidente que existe una ley moral universal a la que todos los hombres estamos
sujetos, independientemente de lo que digan las leyes o los dirigentes de ese Estado, o de lo que apruebe o
desapruebe la opinión pública.
Hubo juristas coherentes con el relativismo moral que siempre habían defendido, y que
argumentaron que no se podía condenar a esos generales nazis, ya que no habían transgredido las leyes
entonces vigentes en su país. Pero aquella protesta fue tan solo una prueba más de la precariedad de esa
forma de pensar. Porque si un acto tuviera que ser bueno simplemente por estar ordenado o permitido por
una ley, entonces no se podría acusar de injusto a ningún régimen político que viole los derechos
humanos.
Ningún porcentaje de apoyo social puede hacer bueno lo que de por sí es perverso. Los votos que
llevaron o mantuvieron a Hitler al poder no hicieron aceptables sus criminales designios. Hay cosas que
están mal aunque las permita o fomente el poder legítimamente establecido.
Cuando el relativismo moral se impone, la dignidad humana corre un grave peligro. Los derechos
básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo. El régimen nazi es una prueba de que esas ideas
no son un mero entretenimiento de intelectuales, sino que tienen consecuencias importantes.
Auschwitz reveló, entre otras cosas, la profunda depravación en la que podía sumergirse el hombre
al olvidar a Dios. Muchos años antes, ciertos sectores de la cultura europea habían intentado borrar a Dios
del horizonte humano, y una de sus consecuencias había sido la aparición del paganismo nazi y el
dogmatismo marxista, dos ideologías totalitarias que Hitler y Stalin pretendieron convertir en religiones
sustitutivas. Así fue como el desprecio a Dios llevó al desprecio a la humanidad y a la vida de las
personas. El resultado fue un abismo de inmoralidad que la historia jamás podrá olvidar.
La ley del más fuerte
Si treinta sádicos —sugiere Peter Kreeft— acordasen torturar a una persona, ¿podría el número
hacer que la acción fuese correcta? ¿Y si fuera la sociedad entera quien lo aprobara?
Si la tortura es mala, no es porque la sociedad lo diga, sino porque lo es en sí misma.
Un linchamiento suele estar “consensuado” por la masa popular, que aplica justicia —y
rápidamente— conforme a un veredicto dictado también por abrumadora mayoría. Sin embargo, aunque
cumpla los postulados de la moral relativista, no resulta aceptable.
Si en 1939 se hubiera hecho en Alemania una encuesta sobre si es lícito exterminar a los adultos
mal constituidos, es probable que hubiera contado con una aprobación general. Sin embargo, la opinión
mayoritaria no convertiría en morales esos actos.
En bastantes países islámicos se niega la posibilidad de cambiar de la fe musulmana a otra religión.
Es una prohibición legal, y aceptada por la opinión pública, pero atenta contra la libertad religiosa, que es
un derecho humano previo a todo eso.
El hecho de que algo esté aceptado por una mayoría social no es garantía moral segura. Es solo un
indicador del nivel de reconocimiento de la verdad que hay en esa sociedad. La historia de los progresos
humanos —y no solo en los progresos éticos, sino también en los científicos— muestra que la
comprensión de la verdad suele ser, en los comienzos, minoritaria. Piénsese, por ejemplo, en los primeros
movimientos en contra de la esclavitud o la discriminación racial, que nacieron con una reducida
aceptación social.
—Sin embargo, el Estado puede y debe elaborar leyes y reglas, y luego cambiarlas cuando sea
preciso. Y hoy se dice a los automovilistas que circulen por la derecha, pero mañana se les puede decir
que circulen por la izquierda. Y no parece que haya nada malo en eso.
Efectivamente, hay leyes y normas que no tienen una calificación moral directa, y el Estado puede
decidir sobre ellas en uno u otro sentido. Sin embargo, hay otras cosas que son buenas o malas en sí
mismas, independientemente de que el Estado las imponga o no, o que le gusten más o menos a los
ciudadanos. Los hombres no pueden inventar las reglas de la moral: solo pueden procurar descubrirlas
(algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con las reglas de la salud corporal).
El buen legislador es el que legisla buscando verdades que conducen a la justicia, no el que pretende
decidir arbitrariamente lo que es justo o injusto (igual que el buen médico es el que descubre verdades
relacionadas con la salud, no el que decide arbitrariamente qué es estar sano o enfermo).
Al recordar el genocidio nazi hemos visto cómo una mayoría que no reconoce más límites que ella
misma, incurre fácilmente en la tentación de arrollar los derechos básicos de las minorías. Y esas
minorías pueden ser minorías étnicas (racismo), no nacidos (aborto), ancianos enfermos o deficientes
mentales (eutanasia), o cualquier colectivo que no pueda defenderse de la mayoría que ostenta el poder.
Una actitud de ese tipo lleva al dominio tiránico del grupo más fuerte en cada momento: como en la selva,
se impone la ley del más fuerte (que en este caso es la inapelable mayoría).
No se puede forzar a la verdad a estar en relación directa con el número de personas a las que
persuade. La ética natural, y con ella la dignidad de la persona, debe respetarse como algo que está por
encima de la decisión de cualquier colectivo humano. No es el Estado quien otorga a los hombres sus
derechos fundamentales: esos derechos no son otorgados, sino reconocidos y protegidos por el Estado,
puesto que son derechos inherentes a la dignidad humana. El Estado no concede el derecho a la vida ni a
la propia dignidad: ha de limitarse a reconocer y defender esos derechos.
El encuentro más liberador
El encuentro con la verdad exige conformar la propia vida con esa verdad, y en ese sentido puede
decirse que la verdad se nos impone. Pero el encuentro con la verdad es lo más liberador que puede haber
en la vida de una persona.
Por el contrario, quien pretende “liberarse de la verdad”, no se libera, sino que cae en el
autoengaño. Y un engaño, aunque lo cause uno mismo, no puede liberar de nada. Liberarse de la verdad
atenta además contra los mismos fundamentos de la democracia, pues la verdadera democracia se apoya
en el respeto a una gran verdad: la dignidad humana, que debe considerarse como algo innegociable.
Es necesario establecer normas por consenso si se quiere que haya democracia. Y ese consenso
puede ser la vía más adecuada para acercarse a la verdad. Pero —como ha explicado Andrés Ollero— ha
de asumirse con realismo que, pese a nuestros buenos deseos, podemos equivocarnos al intentar captarla.
Y solo si ese consenso coincide con la verdad puede convertirse en instancia ética. No es el consenso
quien nos dice lo que es éticamente adecuado, sino la ética la que nos exhorta a consensuar sus
exigencias.
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