SOCIEDAD Y ECONOMIA EN LA CORONA DE ARAGÓN La ciudad El franciscano gerundense Francesc Eiximenis, que escribía en pleno siglo XIV, dividía a los hombres de las ciudades en tres manos o sectores: la "má major", la "má mitjana" y la "má menor". La má major era el patriciado, es decir, la aristocracia del dinero, cuyos orígenes cabe situar en los negocios comerciales y financieros del siglo XII y comienzos del XIII. Se trata de unos hombres que muy pronto vincularon su suerte a la de la monarquía: ayudaron a las maltrechas finanzas de Pedro el Católico, colaboraron con los jerarcas de la nobleza y la Iglesia a garantizar el gobierno y la estabilidad política durante la minoridad de Jaime I y contribuyeron con sus recursos a las conquistas mallorquinas y valencianas de Jaime I. A cambio de esta colaboración con el poder real obtuvieron privilegios mercantiles y libertades políticas, que se concretaron en el gobierno de las ciudades, una jurisdicción propia en el ámbito comercial (los consulados de mar) y la formación o dirección del brazo real en las Cortes. Con el gobierno de Pedro el Grande, y superada en Barcelona una revuelta popular (revuelta de Berenguer Oller), la preeminencia política de las familias del patriciado se consolidó en las Cortes de 1283. Desde entonces, pero especialmente durante el siglo XIV, estas familias de antiguo origen, enriquecidas con el comercio y las finanzas, junto con otras, de fortuna más reciente, procedentes del mundo de los negocios y de las filas de la administración real, constituyeron un grupo cerrado (los ciutadans honrats), especie de nobleza urbana dedicada al gobierno de la ciudad (a pesar de ser un grupo minoritario ocupaban por privilegio la mayor parte de las magistraturas) y a la inversión en el sector rentístico. Poseedoras de fortuna monetaria, estas familias compraban inmuebles, tierras, señoríos y títulos de deuda pública de los municipios, además de invertir, generalmente a través de terceros, en el comercio y el transporte naval. En la conselleria, es decir, el órgano ejecutivo del gobierno de la ciudad de Barcelona, en 1274, había 2 ciudadanos, 1 mercader, 1 artista y 1 artesano, y en el Consejo de Ciento, órgano consultivo, había, en 1338, 63 ciudadanos, 9 juristas, 8 mercaderes, 5 notarios, 2 boticarios y 12 artesanos. Por debajo de los ciudadanos honrados o ricos hombres se encontraba el grueso de las familias de los negocios, los mercaderes, banqueros, hombres de profesiones liberales (notarios, juristas) y artesanos de oficios particularmente importantes (oficios artísticos). Era la má mitjana de la clasificación de Eiximenis, que tenía en los mercaderes al sector más dinámico y representativo. Los más importantes invertían en la industria naviera, se especializaban en el tráfico marítimo y participaban activamente en el comercio internacional por las rutas del Mediterráneo, Europa y los países nórdicos. Al decir de Eiximenis, hijo de mercaderes, sus capitales y negocios eran "vida de la tierra, tesoro de la cosa pública y manjar de los pobres", porque sólo ellos eran grandes limosneros, y no deja de ser cierto que, con sus actividades, los mercaderes impulsaban la producción de los sectores primario y secundario (suministraban materia prima, daban salida a excedentes), contribuían al gran desarrollo de la banca, colaboraban con limosnas en la construcción de los grandes edificios religiosos de la ciudades (catedrales góticas y conventos) y embellecían las ciudades con obras del gótico civil (residencias particulares y edificios públicos). Al servicio de estos mercaderes importadores y exportadores, o en conexión con ellos, trabajaban pequeños mercaderes que se dedicaban al tráfico interior, en ferias y mercados, notarios, banqueros, patrones de naves, cónsules, etc. Buen observador, Eiximenis desaconseja que los mercaderes se dediquen a la política y a la inversión en deuda pública, actividades a las que se inclinaban en el siglo XIV, y recomienda que se concentren en los negocios, para lo cual pide a los gobernantes que les concedan desgravaciones fiscales y protección. Las lonjas góticas de las principales capitales de la Corona de Aragón, donde los mercaderes se reunían para discutir sobre la marcha de los negocios, y, en cierto sentido, dirigir la política económica de la Corona, constituyen un testimonio de la pujanza de esta clase social. La "má menor" o pueblo menudo, de que hablaba anteriormente Eiximenis, constituía la inmensa mayoría de la población urbana. En los estratos superiores de este conjunto social se encontraba la gente de los oficios, es decir, los maestros artesanos y sus oficiales; en los estratos intermedios, los obreros no especializados (los braceros, por ejemplo), y, en los estratos inferiores, los grupos marginales: esclavos, mendigos, vagabundos y pobres en general. En épocas de la prosperidad, la sociedad urbana, aleccionada por los frailes, consideraba al pobre casi un bien de Dios, imagen viviente de Cristo, el pobre por naturaleza. Los pobres eran objeto de la piedad popular, y recibían directamente o por mediación de la Iglesia las limosnas de los ricos, a cuya salvación de este modo contribuían. No obstante, cuando la crisis del siglo XIV estalló con toda crudeza y las epidemias se propagaron, el clima social se enrareció, los mendigos empezaron a ser sospechosos de contagiar enfermedades y empezó un largo proceso de casi criminalización de pobres y marginados. Al mismo tiempo, estos grupos marginales se sumaron a obreros sin trabajo o con trabajo ocasional y a obreros descontentos por las condiciones laborales y de mercado para protagonizar revueltas populares contra los ricos, que a veces derivaron hacia la persecución de minorías étnicas o religiosas como los judíos, en 1391. La gente de los oficios, sobre todo los maestros artesanos, dueños de sus talleres, eran conocidos por su especialidad. Se trataba de pequeños productores que vendían directamente los productos de su industria al consumidor, en el marco de la tienda-taller que poseían. La economía de las ciudades reposaba sobre el trabajo de este sector social, además de los negocios de los mercaderes. Los talleres eran auténticas empresas familiares: se encontraban en la planta baja de las viviendas de los propios artesanos y en ellos trabajaba toda su familia, además de algún oficial y aprendiz. Por propio interés y por voluntad de la oligarquía urbana dirigente, los artesanos se organizaron pronto en corporaciones (gremios y cofradías), que eran a la vez una forma de solidaridad lateral entre maestros del oficio y una especie de policía de las autoridades para el control del mundo del trabajo. El gremio, que agrupaba a maestros y artesanos, bajo la dirección de los primeros, servía para la ayuda mutua de sus afiliados, el desarrollo de una ética del oficio, la reglamentación de la producción, el proteccionismo, el rechazo de la competencia y la contención de los conflictos laborales. Desde el punto de vista de los gobiernos municipales, controlados por la oligarquía mercantil, que aprobaban las ordenanzas gremiales y supervisaban su cumplimiento, los gremios tenían que servir para fijar a cada artesano en su oficio y evitar que los hombres de la producción desbordaran el marco de su actividad y entraran en competencia con el mundo de los negocios. De hecho, las ciudades bajomedievales registraron dos tipos de conflictos: de la gente de los oficios en general contra la oligarquía gobernante y de los oficiales contra los maestros. En este último caso se trataba de conflictos sobre las condiciones de trabajo (horarios, salarios, producción). Más complejas eran las diferencias entre artesanos y oligarquía. En este caso había reivindicaciones políticas (exigencias de democratización de los gobiernos municipales), descontento por la distribución desigual de las cargas tributarias, quejas sobre el aprovisionamiento de las ciudades y voluntad de los artesanos de controlar en su provecho el mercado local contra la competencia de los productos foráneos introducidos por los mercaderes. Las razones de esta conflictividad son evidentes: baste recordar que el poder ejecutivo en la ciudad de Valencia estaba en manos de seis jurados que eran miembros de la oligarquía (2 caballeros y 4 ciudadanos) y que en el Consejo General de Valencia, asamblea consultiva del gobierno municipal, había 48 ciudadanos, 46 artesanos y 6 caballeros, es decir, que la gente de los oficios estaba en minoría, a pesar de ser el grupo social mayoritario de la ciudad. Y lo mismo sucedía en Mallorca, donde también había seis jurados, mayoritariamente miembros de la oligarquía (1 caballero, 2 ciudadanos, 2 mercaderes y 1 artesano), y un Gran y General Consejo, órgano representativo de la ciudad y la isla, formado por 25 caballeros, 25 ciudadanos, 25 mercaderes, 25 artesanos y 38 campesinos. La desproporción entre el número de artesanos y su representación política era grande pero un intelectual, como el franciscano Eiximenis, encontraba razones para justificarlo: sus obras artesanales son necesarias para el mantenimiento de su vida y de la cosa pública, no conviene, por tanto, que abandonen el trabajo; es mejor que deleguen la dirección de la comunidad en una minoría (los ciudadanos), que disponga de riqueza suficiente para liberarse del trabajo y ocuparse del gobierno, así, de paso, "si la comunidad se equivoca por mal consejo, es mejor que la culpa la tengan unos pocos y que toda la comunidad no sea por ello difamada". No parece que los artesanos acataran tales consejos, sino que presionaron y gracias a ello, en Barcelona, en 1453, consiguieron entrar en la conselleria (3 ciudadanos-mercaderes, 1 artista y 1 artesano) y aumentar su representación en el Consejo de Ciento: 32 ciudadanos, 32 mercaderes, 32 artistas y 32 artesanos. El campesinado El campesinado constituía la parte mayoritaria de la población de la Corona de Aragón, y la principal clase productora y antagónica de la feudal dominante, pero era un grupo heterogéneo, sometido a grados de explotación y niveles de subyugación muy dispares. Excepcionalmente, en algunas comarcas, como la pirenaica del Pallars Sobirá, los campesinos poseían en alodio no sólo las tierras familiares sino también los bienes comunales (pastos y bosques), no existían los malos usos o servidumbres, funcionaba una jurisdicción campesina sobre los bienes del común y en comunidades de valle y aldea había un notable grado de autonomía política, de modo que la autoridad señorial se limitaba a percibir algunas rentas de la propiedad (censos enfitéuticos), cargas de señorío como las tallas o qüestias, algunos ingresos de la justicia, una participación en las rentas eclesiásticas y algunos ingresos sobre el tránsito de bienes y ganados. En el extremo opuesto, los campesinos de remensa estaban muy subyugados, aunque los grados de explotación dentro de esta categoría también eran diversos. En el conjunto de la Corona había servidumbres personales, en el sentido de derechos, especialmente opresivos, de algunos señores sobre la persona de sus cultivadores o de una parte de ellos, a causa de los cuales la libertad jurídica de éstos resultaba notablemente restringida. Estas servidumbres, jurídicamente muy precisas, que limitaban la libertad de movimiento, matrimonio y sucesión, y la conducta sexual, permiten calificar de siervos al sector restringido del campesinado que era víctima de tal opresión. No obstante, el concepto de siervo puede perfectamente aplicarse también al conjunto del campesinado si por siervo entendemos al productor agrícola que, por la fuerza e independientemente de su voluntad, era obligado a satisfacer determinadas exigencias económicas de un señor, situación en la que se encontraban todos los campesinos: fuera cual fuera su nivel de subyugación y grado de explotación, no había campesino sin señor. Es más, el campesinado podría ser definido también como una clase servil si por tal entendemos una clase menospreciada. Subrayar la naturaleza servil de las relaciones de producción en el campo no debería impedir distinguir los niveles de acción de las clases en conflicto. Los señores ejercían su papel desde la esfera política, de modo que su presión sobre el campesinado ha podido ser calificada de coacción extraeconómica. En cambio, los campesinos, que estaban en posesión de sus propios medios de producción, de las condiciones objetivas de trabajo necesarias para la realización de su actividad y para la creación de sus medios de subsistencia, efectuaban el trabajo agrícola por su cuenta. Era la esfera económica de la producción cuyo ciclo interno los campesinos controlaban. Precisamente esta autonomía relativa de la economía campesina es lo que ayuda a comprender las estrategias y reglas de comportamiento de los campesinos, sus procesos de diferenciación interna, la capacidad organizativa del conjunto y la fuerza de algunos movimientos, como el de los remensas catalanes, que llevaron a cabo una guerra agraria de cien años y obtuvieron al cabo (Sentencia Arbitral de Guadalupe, 1486) la abolición de las servidumbres. Sobre el conjunto de los campesinos de la Corona se imponía la autoridad señorial, aplicada a través del señorío territorial y el señorío jurisdiccional. El señorío territorial partía de los derechos de propiedad eminente del señor sobre las tierras de sus cultivadores, y a él se añadían a veces dependencias personales producto de actos de encomendación. Materialmente se concretaba en el pago de unas rentas por el uso de una propiedad ajena y en unos censos de reconocimiento. El señorío jurisdiccional, tanto si había sido creado por concesión regia, como por un acto de fuerza señorial (usurpación, imposición), equivalía a una privatización de las antiguas prerrogativas públicas de la autoridad, y, en el campo, se ejercía en el marco de las baronías y castillos. Entre las cargas o exacciones de carácter jurisdiccional había, pues, un conjunto de obligaciones de origen público: derechos de alojamiento del señor y sus agentes (alberga o cena), prestaciones de carácter paramilitar (hueste, cabalgada, vigilancia), servicios en trabajo (obras de construcción y reparación de castillos, transportes y mensajería) e ingresos derivados del ejercicio de la justicia. Además de estas cargas, de antiguo origen, la quiebra del viejo sistema de libertades públicas permitió a los señores jurisdiccionales introducir nuevas obligaciones: imposiciones de repartición (tallas), imposiciones fijadas directamente (qüestias), requisas, prestaciones en trabajo en tierras del señor, pagos por el uso forzado de los monopolios señoriales (molinos, herrerías, hornos), etc. En la práctica, señoríos territoriales y jurisdiccionales se entremezclaban en la persona de los señores, y ello explica precisamente su capacidad de coerción y, precisamente, la aplicación a sectores del campesinado de altos niveles de subyugación (servidumbres), sin duda como garantía del mantenimiento de determinados grados de explotación. En Cataluña cabe distinguir entre los campesinos de la Cataluña Vieja que, en general, como culminación de un proceso de violencia señorial (durante los siglos XI y XII) y legitimación jurídica (durante el siglo XIII), pagaban rentas elevadas y estaban sometidos a servidumbre (remensas), y los campesinos de la Cataluña Nueva, que, a causa de las cartas de población y franquicia que se otorgaron para el poblamiento y organización del territorio (durante el siglo XII), pagaban rentas más livianas y no conocían las servidumbres. Los remensas, además de efectuar pagos variables por la tierra (rentas fijas y rentas proporcionales a la cosecha) y por el uso de monopolios señoriales, como el molino y la herrería, y de efectuar determinadas jornadas de trabajo en la reserva señorial, estaban sujetos a malos usos: 1. Adscritos al manso y la tierra, no podían abandonarlos sin pagar rescate (redimentia); 2. Si morían sin testamento o sin hijos, el señor podía quedarse una buena parte de sus bienes (intestia, eixorquia); 3. Si la campesina cometía adulterio, debía entregar una parte de sus bienes al señor (cugucia); 4. El campesino pagaba con parte de sus bienes una indemnización al señor en caso de incendio fortuito del manso (arsia o arsina), 5. Y el matrimonio del campesino, en la medida que comportaba la redacción de unos capítulos matrimoniales, con la asignación de garantías sobre el manso para la dote y el esponsalicio, requería la aprobación comprada del señor (ferma d'espoli forçada). 6. Por último, el señor tenia el derecho, reconocido por las Cortes de Cervera de 1202, de maltratar impunemente a sus campesinos (ius maletractandi). 7. En la Cataluña Vieja con la práctica del heredamiento, que obligaba al campesino a dejar los 2/3 o 3/4 de la herencia a un solo descendiente (el hereu). Esta práctica, que resolvía a los campesinos el problema del relevo generacional y simplificaba para los señores la mecánica de la sustracción, consolidó una estructura de explotaciones sólidas ocupadas por campesinos remensas, de modo que no puede decirse que la situación jurídica degradada de los remensas se correspondiera con una situación económica precaria, más bien lo contrario. En el reino de Valencia, la situación era muy distinta. En virtud de los pactos de capitulación y del goteo constante, pero débil, de pobladores catalanoaragoneses a las nuevas tierras, una gran parte del agro valenciano siguió trabajado por musulmanes (mudéjares), que a finales del siglo XIII constituían la inmensa mayoría de la población del reino, y que en los siglos XIV y XV todavía debían predominar. El nivel de subyugación y el grado de explotación que padecían debía ser importante, mayor que el de los cultivadores cristianos del reino, que recibieron buenas tierras y pagaban censos enfitéuticos livianos. En la isla de Mallorca, el 43 por ciento de la población vivía en la ciudad y el 57 por ciento restante en el campo, un espacio explotado por campesinos mediante contratos enfitéuticos que les otorgaban gran libertad y les obligaban a pagar censos a los señores que residían en la ciudad. Muy pronto los campesinos mallorquines intervinieron en la política: pudieron organizarse en un sindicato que elegía a los consejeros foráneos del Gran y General Consejo (asamblea consultiva del gobierno de la isla) y que, desde 1315, designaba a diez síndicos para formar parte de la diputación permanente de este organismo, un Consejo Menor de treinta miembros. La isla adoleció de la macrocefalia de su ciudad, del predominio político de los ciudadanos y de una infraexplotación del sector agrario, que causaba carestías y condenaba la isla a depender del comercio exterior para resolver los problemas de aprovisionamiento. Para arreglar la situación, Jaime II de Mallorca, en 1300, impulsó un plan de reordenación agraria, que tuvo efectos positivos, pero no resolvió ni las carestías ni las discriminaciones políticas, que se traducían en desigualdades tributarias. Los foráneos protestaron por ello y, aunque en 1315 consiguieron ampliar su representación en el Gran y General Consejo, siguió el descontento, que culminó en la insurrección foránea de 1450-1453, reprimida por tropas de mercenarios enviados desde Nápoles por Alfonso el Magnánimo. En Aragón el régimen señorial al norte del Ebro fue mucho más duro que al sur. En las tierras viejas, el descenso de las rentas ocasionado por la crisis del siglo XIV fue combatido con la estricta sujeción a la gleba, el pleno ejercicio de la jurisdicción civil y criminal que muchos señores poseían en sus señoríos, y que excluía toda posibilidad de apelación a un tribunal superior, y el ejercicio del "ius maletractandi", que el Justicia de Aragón reconocía como derecho señorial (1332). La legislación emanada de las Cortes en el siglo XV insistió en la adscripción campesina (Cortes de Alcañiz y Catalayud, de 1436 y 1461), y las donaciones regias de honores y jurisdicciones precisaban el derecho señorial a atormentar, mutilar e incluso, en algunos casos, condenar a muerte a los vasallos de señorío. Es muy posible, por tanto, que el grado de subyugación de este campesinado aragonés fuera mayor que el de los remensas pero, por causas desconocidas, a diferencia de Cataluña, sus actos de resistencia fueron aislados (Maella, 1439; monasterio de Piedra, 1444) y sin futuro. Así, mientras en Cataluña, a finales de la Edad Media, el régimen señorial se fortalecía moderando sus aristas (abolición de las servidumbres, 1486), en Aragón acentuaba sus rasgos más odiosos de violencia señorial. Al sur del Ebro, en cambio, la situación del campesinado aragonés era distinta. Aquí predominaban los mudéjares que no pagaban diezmo eclesiástico, poseían la tierra en régimen de aparcería, tenían libertad de movimiento y estaban bajo la directa protección de la autoridad real. La nobleza Los miembros del brazo o estamento militar pueden agruparse en dos categorías, la alta y la baja nobleza. A la alta nobleza pertenecían los condes, vizcondes y barones o ricos hombres, también llamados magnates. Constituían una minoría rica y poderosa, que controlaba buena parte de las tierras y hombres de la Corona, y vivía de las rentas de sus señoríos. Magnates aragoneses y catalanes, desde la instancia militar y política, participaron activamente en las empresas de expansión territorial y marítima de la Corona, y obtuvieron por ello cargos y honores que incrementaron sus patrimonios e ingresos. Aunque colaboraron con la monarquía, discreparon a veces sobre la línea política a seguir y rivalizaron por el reparto de las riquezas obtenidas con la expansión. Un sector de la nobleza superior procedía de la época carolingia y condal (los Pallars, Cardona, Montcada y Rocabertí, en Cataluña), pero otros habían llegado a la alta aristocracia durante los mismos siglos XIII y XIV. Era el caso de los segundones y bastardos de la familia real, origen de las casas aragonesas de Castro, Híjar, Xérica y Ayerbe, y de las nuevas dinastías condales de Ribagorza, Ampurias y Urgel, los duques de Gandía, los marqueses de Villena y los condes de Prades. Los monarcas de esta época otorgaron también títulos condales y vizcondales en favor de sus colaboradores más inmediatos, muchos de ellos miembros de la pequeña nobleza (Illa, Canet, Fenollet, Fortiá, Perellós, Entenza, Carrós) que así entraron en las filas de los barones. La pequeña nobleza, formada por caballeros, donceles, generosos y hombres de paratge, era muy numerosa. En sus estratos superiores tendía a confundirse con los niveles inferiores de la alta nobleza; los sectores intermedios se asemejaban al patriciado urbano, y las capas inferiores casi se entremezclaban con las elites campesinas. Los miembros genuinamente militares de esta pequeña nobleza entraron en una etapa de declive y conflictividad interna cuando la primera mitad del siglo XIV cesaron las guerras de conquista y empezó la crisis de la renta feudal. El relevo vino de la mano de ciudadanos ricos, poseedores de fincas rústicas y acreedores de la monarquía, que obtuvieron títulos de nobleza, como los Requesens, Margarit, Santcliment, March, Gualbes, Desbosch, etc. La nobleza, en general, vivía de la renta feudal, es decir, de las cargas sobre las tierras y los hombres de sus señoríos, que a mediados del siglo XIV, en Cataluña, englobaban cerca del 35 o 38 por ciento de los hogares. Las diferencias económicas entre la alta y la pequeña nobleza, en general, eran muy grandes, como también lo eran los modos de vida y las funciones. Los barones eran cosmopolitas, dispendiosos y ostentosos, en contraste con la relativa austeridad y localismo de caballeros y otros miembros de la pequeña nobleza, aunque de las filas de éstos surgieron algunos de los grandes nombres de la literatura catalana, como Ausias March y Joanot Martorell. Los magnates, como los Cabrera y los Cardona, ocuparon altos cargos de la administración y la política, y dieron hijos para la dirección de la Iglesia, mientras que los caballeros ocuparon los cargos intermedios de la administración y de la Iglesia, integraron las milicias de las órdenes militares y entraron en la red de fidelidades y servicios de los grandes, a cambio de feudos. El clero Aunque el clero era un grupo humano definido por la función religiosa y unido por creencias y obediencias, estaba internamente dividido por la posición económica y la extracción social de sus miembros. En la dirección de la Iglesia había en la Corona dos arzobispos (el de Tarragona y el de Zaragoza) y un conjunto de obispos, procedentes, en general, de las filas de la alta nobleza y de la propia familia real; unas jerarquías intermedias de canónigos, abades y priores, que dirigían instituciones clave de la Iglesia o colaboraban con la alta jerarquía en el gobierno, y que procedían de la pequeña nobleza y los grupos altos de la ciudades, y el bajo clero (frailes, monjes y clero parroquial), que integraba las filas del monacato (cluniacenses, cistercienses), de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, mercedarios) y el grueso del clero secular, que se ocupaba de los feligreses en el marco de las parroquias rurales y urbanas. El bajo clero procedía de familias campesinas acomodadas y del artesanado urbano. Desde los siglos XI y XII, la Iglesia era el principal sostén de la monarquía, a la que ayudó incluso cuando la incorporación de Sicilia valió a Pedro el Grande la excomunión (1282). Cuando a finales del siglo XIII ya era evidente que las rentas del patrimonio real resultaban insuficientes para desarrollar la política exterior que la situación aconsejaba, las abundantes riquezas de la Iglesia, formadas de dominios y señoríos con sus rentas (sólo en Cataluña un tercio de los hogares pertenecía al señorío de la Iglesia), y de tributos eclesiásticos (el diezmo), atrajeron la atención del monarca. Con el pretexto de organizar una cruzada contra los musulmanes, Jaime II obtuvo entonces (1295) del papa Bonifacio VIII autorización para quedarse con la décima parte de los ingresos de los eclesiásticos de la Corona, situación que se perpetuó para el resto del período medieval. A pesar de esta punción en las rentas de la Iglesia, la relación armoniosa de la institución con la monarquía se mantuvo, y, durante el siglo XIV, el estamento eclesiástico sostuvo al rey en las Cortes y no dudó en votar, junto al brazo real, la concesión de subsidios extraordinarios y donativos con los que sufragar los gastos crecientes de la política real. A cambio, el clero obtuvo la confirmación de sus privilegios. Los dirigentes de la Iglesia (arzobispos, obispos, arcedianos, abades y comendadores de las órdenes militares), en los distintos reinos de la Corona, formaban el brazo eclesiástico de las Cortes, y los jerarcas más importantes se integraban en el consejo real. Cuando desde mediados del siglo XV los reyes Trastámara de la Corona desarrollaron en Cataluña una política filopopular de sostén de las reivindicaciones campesinas y de las clases medias urbanas, el alto clero catalán, que poseía enormes intereses agrarios, se dividió: el canónigo barcelonés Felip de Malla, diputado de la Generalitat, se distinguió por su oposición a Alfonso el Magnánimo, mientras que Joan Margarit, obispo de Elna y Gerona, dio acogida a la reina Juana Enríquez y al príncipe Fernando (futuro Fernando II el Católico) cuando la Generalitat se levantó en armas contra la monarquía. Economia Dentro de los países de la Corona, Aragón es el que posee una agricultura tradicional y un sector ganadero más sólidos. Su estructura de cultivos experimentó, según J. A. Sesma, a quien seguimos en lo tocante a Aragón, algunas modificaciones durante el siglo XIV: básicamente se produjo un descenso relativo de la producción cerealística, una intensificación del cultivo del olivo y la vid y una potenciación del lino, el cáñamo y el azafrán. El trigo aragonés era suficiente para cubrir las necesidades del reino y alimentar un rico comercio de exportación hacia Cataluña y también el sur de Francia superior a los 15.000 cahices anuales. El aceite aragonés era muy apreciado en Navarra, Cantabria y el sur de Francia hacia donde afluían los excedentes en cantidad superior a las 100.000 arrobas anuales. Los cultivos de azafrán, introducidos por los musulmanes en el Bajo Ebro, se extendieron durante la segunda mitad del siglo XIV bajo el estímulo de la demanda del mercado centroeuropeo y del sur de Francia, canalizada por mercaderes aragoneses, catalanes, saboyanos y alemanes. La cabaña aragonesa de ganado lanar, favorecida quizá por el incremento de la superficie de pastos a raíz del abandono de tierras de cultivo por las mortandades, superó ampliamente el millón de cabezas a finales del siglo XIV y duplicó esta cifra a mediados del XV. Cabe distinguir tres zonas ganaderas en Aragón: 1. Zaragoza y su término, con el 30 por ciento de los efectivos aproximadamente y el control de la Casa de Ganaderos de Zaragoza, que desde comienzos del siglo XIII obtuvo licencias de pasto por la cuenca del Ebro y las tierras del Somontano Ibérico, y en 1459, de acuerdo con las autoridades zaragozanas, convirtió en dehesa parte de los montes comunes del término de Zaragoza (J. A. Sesma); 2. El Bajo Aragón, con las comunidades de Teruel, Daroca y Albarracín, que poseían más del 40 por ciento de las cabezas de ganado del reino y enviaban sus ganados a los pastos de verano del Maestrazgo y hacían las invernadas en el llano de San Mateo, y 3. La zona norte, la más atrasada, que agrupaba cerca del 30 por ciento de los ganados, y practicaba desde antiguo un sistema de trashumancia que enlazaba los valles pirenaicos (pastos de verano) con las tierras de invernada de la Litera y las Cinco Villas. No hace falta decir que Aragón era autosuficiente y exportador de carne de ovino, aunque importaba ganado vacuno y porcino. Cataluña, a causa del crecimiento de la población durante la plena Edad Media, antes de las epidemias, y de la orientación de una parte de la agricultura hacia los cultivos especulativos e industriales de exportación, fue, como Mallorca, desde el siglo XIV, un país deficitario en cereales, sobre todo trigo, que habitualmente se importó de Aragón, Languedoc, Provenza, Castilla, Cerdeña y Sicilia, y a veces también de la península italiana y el norte de Africa. Barcelona era el principal centro consumidor, y el aprovisionamiento y venta del cereal una de las grandes preocupaciones de los magistrados municipales, que intervenían activamente en este tráfico. El trigo aragonés, especialmente apreciado por los barceloneses, llegaba por la ruta fluvial del Ebro, vía Tortosa, y desde aquí por mar hasta Barcelona, con lo que resultaba especialmente vulnerable al asalto de los piratas. Para defenderlo de sus ataques y de los impuestos de Tortosa, y garantizar mejor el abastecimiento, las autoridades barcelonesas compraron castillos y baronías de la zona del Ebro como Flix, la Palma y Mora. El trigo sardo, siciliano e italiano era bien aceptado en Valencia y Mallorca (ampliamente deficitaria de cereal en esta época) pero menos en Barcelona, donde se temían los problemas de suministro a causa de las guerras marítimas entre genoveses y barceloneses (como sucedió en 1333) y de la irregularidad de las cosechas sardas. Con el comercio del trigo se cometieron abusos y enriquecimiento ilícito, y las carestías produjeron situaciones de gran tensión que las autoridades intentaron atajar con la venta del cereal a bajo precio, lo que agravó el endeudamiento de la ciudad. Cataluña renunció a la autarquía cerealística durante el siglo XIII o a comienzos del XIV, cuando los mercaderes barceloneses persuadieron a señores y campesinos de que era más rentable cultivar plantas industriales y comerciales, como el azafrán, que cereales. Durante más de un siglo el azafrán, producto cotizado en los mercados europeos, proporcionó las divisas necesarias para comprar trigo y materia prima para su industria. Pero, con ello, las bases económicas del país se habían hecho muy vulnerables. Cuando hacia 1450, en plena crisis, se perdieron mercados exteriores, fue todo el sistema económico y social el que resultó dañado En contraste con la producción cerealística, Cataluña producía vino, aceite y fruta seca suficiente para sus necesidades y para la exportación. Las carencias volvían a notarse en el sector ganadero, del que también fue crónicamente deficitario el reino de Mallorca. El aprovisionamiento cárnico fue una de las grandes preocupaciones de los gobiernos de las ciudades, sobre todo de Barcelona. Mientras Cataluña era autosuficiente en carne porcina y aves de corral, resultaba deficitaria en carne de ovino, que era menester importar de Aragón, y queso de oveja que se compraba en las Baleares, Sicilia y Cerdeña. La miel, edulcorante tradicional, procedía de las comarcas más meridionales del Principado y de la tierras del norte del reino de Valencia, donde también se producía y exportaba azúcar de caña. Cataluña era también un país deficitario en pescado, lo que obligaba a comprarlo seco y salado de Sicilia, Málaga y Flandes, transportado en este caso por castellanos y portugueses. Como es lógico, también a Aragón llegaba el pescado del exterior, en este caso del Cantábrico, por la ruta de Navarra. La situación en el reino de Valencia era distinta. Aunque también había déficit frumentario, los valencianos poseían una agricultura próspera y variada, que con frecuencia les permitía compensar la carencia de unos productos con la abundancia de otros: la penuria de trigo, por ejemplo, a veces se combatía con arroz. Mientras las Baleares y el Principado, carentes de una base agrícola firme, dependían de los márgenes de beneficios de su comercio exterior para comprar alimentos, la producción del agro valenciano los años buenos (los de tres cosechas, decía Eiximenis) cubría la demanda interior, y tenía sobrante para exportar (sobre todo arroz y azúcar). Sería esta mayor riqueza agrícola, unida al flujo constante de inmigrantes, lo que explicaría que Valencia superara pronto la crisis bajomedieval e incluso iniciara un período de prosperidad, mientras Mallorca y Cataluña seguían hundidas en la crisis. El punto débil de la agricultura valenciana era el déficit de trigo (la única región excedentaria era la de Orihuela), producto que los agricultores postergaban porque lo consideraban menos rentable que las hortalizas, el arroz, los cítricos, la caña de azúcar y las plantas industriales. Los magistrados de la ciudad de Valencia compartían con los de Barcelona una similar preocupación por el aprovisionamiento de trigo que, según las necesidades y la situación del mercado, podían importar de Sicilia, Nápoles, Berbería, Francia y Aragón. El reino de Valencia era probablemente más ganadero que Cataluña. Mediante acuerdos, sus ganados pastaban en tierras aragonesas de Albarracín y en castellanas de Murcia y Cartagena. La Corona de Aragón, estratégicamente situada en el noreste de la Península, con una amplia fachada marítima, exportó una parte de su producción a los países del entorno y supo jugar un decisivo papel de intermediario mercantil entre los países del continente europeo, los reinos peninsulares y el Mediterráneo. La fase de máxima prosperidad de la Corona, dentro de un equilibrio global, corresponde a los años 1250-1350. La mayor actividad y volumen de negocios se dio entonces alrededor de las grandes capitales: Mallorca, Zaragoza, Valencia y Barcelona. Fue un momento único en la historia de catalanes y aragoneses, cuando la Corona se convirtió en una de las principales potencias del Mediterráneo. Manifestaciones de estabilidad en la prosperidad fueron la correspondencia entre expansión política y expansión económica, la cristalización de las instituciones, el equilibrio de la balanza comercial, la paz social relativa y la madurez cultural y artística (P. Vilar). El impulso fue tan grande que cuando cambió la coyuntura y se quebró el ritmo global de crecimiento, particularmente en el sector primario, el volumen de los negocios no decreció, aunque hubo que adoptar medidas proteccionistas. Roto el equilibrio interior en la prosperidad, se entró en una fase que, en perspectiva global, hay que calificar de crisis, pero que resulta contradictoria al considerar sus componentes por separado: mientras en el sector primario se producía una caída de la renta feudal, que ponía en marcha mecanismos de reacción (señorial) y revolución (campesina), y en el sector secundario, la contracción del mercado acentuaba la competencia y, con ella, la reacción corporativista (cierre de los gremios y proteccionismo), en el sector terciario, a pesar de signos alarmantes (quiebras bancarias e inestabilidad monetaria), siguió largo tiempo el ascenso de las cifras del gran comercio (M. Del Treppo), en el que los mercaderes de la Corona hacían un lucrativo papel de intermediarios. Contradictoria también la cronología y la geografía: mientras los grandes mercaderes catalanes alcanzaron probablemente el óptimo de sus negocios la primera mitad del siglo XV para quebrar después; los valencianos remontaron un siglo XIV difícil y llegaron a finales del siglo XV en fase ascendente, y los aragoneses, quizá porque no habían tenido una sólida estructura mercantil, la crearon durante los siglos XIV y XV en lucha contra la crisis. Ciudades y villas eran los centros principales del negocio mercantil. Merced a su amplia fachada mediterránea, y a las ventajas que ofrecía el transporte marítimo de mercancías, un gran número de ciudades y villas portuarias de la Corona desarrollaron una intensa actividad mercantil. Una lista, no exhaustiva, debería incluir Mallorca, Collioure, Roses, Cadaqués, Palamós, Sant Feliú de Guixols, Tossa, Sant Pol, Barcelona, Sitges, Tarragona, Cambrils, Portfangós, Peñíscola, Castellón, Burriana, Sagunto, Valencia, Cullera, Gandía y Denia. Y, claro está, a estos puntos de comercio marítimo deberían añadirse los puertos fluviales del Ebro, de Zaragoza a Tortosa. De ningún modo, por tanto, puede reducirse el comercio exterior de la Corona al de la ciudad de Barcelona. Sirvan como muestra los cálculos de C. Carrére para quien el valor total de las importaciones y exportaciones de la ciudad de Barcelona (o que pasaban por ella), hacia 1400, equivalía a la mitad del comercio exterior de Cataluña, lo que, ciertamente, no es poco. De hecho, Barcelona, desde el punto de vista demográfico y mercantil, era una ciudad de segundo orden en el Mediterráneo, por debajo de las grandes ciudades-estado italianas, donde había capitales y compañías más poderosas que las barcelonesas. Era el conjunto del comercio mediterráneo de la Corona el que podía competir con el de las grandes ciudades italianas e incluso superarlo. No obstante, hasta 1350-1400 Barcelona jugó el papel de principal motor mercantil de la Corona. Después perdió posiciones, hasta el punto que podría decirse que la segunda mitad del siglo XV Valencia la reemplazó como principal centro económico de la Corona. Con sus mercaderes, capitales e infraestructuras (lonjas de contratación, puertos, atarazanas), las ciudades eran la anilla central de una red comercial que tenía en las ferias y mercados de las villas sus células básicas. A ellos acudían los mercaderes, sobre todo para comprar alimentos, especias, productos tintóreos y materias primas (trigo, fruta seca, azafrán, lana), vender una parte de sus productos de importación (la elite campesina era buena consumidora) y contratar los servicios de la manufactura rural a la que proveían de materia prima. El comercio interior tenía, como es lógico, la dificultad del transporte, que imponía severos límites al volumen de mercancías y a la velocidad de desplazamiento. Por tierra, en caravanas, con carros de cuatro ruedas, arrastrados por mulas, las mercancías debían viajar un promedio de 50 km. por día. El transporte fluvial era mejor, más voluminoso y rápido. En la Corona, la gran ruta del Ebro enlazaba Aragón y Cataluña, cuyas economías se complementaban, y servía a los mercaderes catalanoaragoneses como vía para introducir en la Península productos de importación mediterránea. Naturalmente, el sistema de transporte que más ventajas ofrecía, tanto por el volumen de mercancías como por la rapidez y las distancias que se podían cubrir, era el marítimo. La construcción naval, en las atarazanas o astilleros de las grandes ciudades mediterráneas de la Corona (Mallorca, Barcelona y Valencia), y de algunas villas portuarias (Mataró, Arenys de Mar, Blanes, Sant Feliú de Guixols, Calella, Palamós), era, por tanto, esencial. Las atarazanas de Cataluña trabajaron, sobre todo, con madera del Montnegre, el Montseny y el Pirineo central catalanoaragonés, y las de Valencia con madera aragonesa de la zona de Teruel y de los propios bosques valencianos. Las embarcaciones con las que los marinos y mercaderes de la Corona surcaban el Mediterráneo pertenecían a dos tradiciones náuticas: la latina, de embarcaciones ligeras, a remos (larga eslora, líneas planas, timón lateral, gran vela triangular), y la atlántica, de embarcaciones redondas (casco grande, eslora corta, timón único a estribor, vela cuadrada). A la tradición latina pertenecían la galera y el lleny. La galera, con una capacidad de carga de unas 40 toneladas, fue utilizada en el combate naval por su rapidez, y se mantuvo como barco mercante en las líneas de larga navegación. El lleny, con un porte no superior a las 10 toneladas, era utilizado en la navegación de cabotaje y en las rutas que enlazaban Mallorca con los puertos de Valencia y Cataluña. Las embarcaciones de tipología atlántica, que con mayor frecuencia navegaban por el Mediterráneo, compitiendo con las galeras, eran la nao y la coca, que a veces pertenecían a armadores cántabros, transportistas rivales de los catalanes en el propio ámbito mediterráneo. Mientras las galeras eran idóneas para el transporte de las ricas y poco voluminosas especias de los mercados de Oriente, los veleros de tradición atlántica servían mejor para el transporte de mercancías voluminosas y más baratas (cereales, madera, ganado, lana, vino) en el Mediterráneo occidental. El porte de las naos, con mayor capacidad de carga que las cocas, se situaba entre las 200 y las 400 toneladas, en el siglo XV. Complemento necesario de la construcción naval fue el perfeccionamiento de las técnicas de navegación, al que contribuyeron los portulanos ejecutados por la escuela cartográfica mallorquina. La industria principal, motor de casi todas las grandes transformaciones de las ciudades de la Corona en la Baja Edad Media, fue la pañería. Según C. Carrére, la producción de tejidos de lana es precisamente lo que, en el siglo XIV, convirtió a Barcelona en gran centro económico del mundo mediterráneo: atrajo a un número elevadísimo de menestrales, estimuló la concentración de capitales e impulsó el desarrollo mercantil de la ciudad. Pero con ello llegó el crecimiento de la población, los problemas de aprovisionamiento y los nuevos conflictos del mundo del trabajo. Anteriormente, durante el siglo XIII, la pañería catalanoaragonesa era mediocre, y no alcanzaba a cubrir la demanda interior. La producción propia debía completarse entonces con una fuerte corriente de importación de tejidos flamencos y franceses, una gran parte de los cuales eran vendidos por los mercaderes catalanes en mercados mediterráneos. Según J. Reglá, fue precisamente la tensión bélica entre la Corona y Francia, desatada a finales del siglo XIII por la incorporación de Sicilia, lo que impuso un cambio de orientación. Durante años resultó difícil importar tejidos ultrapirenaicos, situación que forzó la transformación y crecimiento de la industria propia. Se produjo entonces, durante el siglo XIV, a la vez que un extraordinario desarrollo de la pañería en Barcelona, y en menor medida en las restantes ciudades de la Corona, una considerable expansión de la producción pañera en el mundo rural catalán, con cifras de producción, en conjunto, tan elevadas como las de Barcelona. Mercaderes barceloneses dieron salida a esta producción urbana y rural de paños de calidad mediana y menor coste que los franceses: los exportaron hacia mercados del Mediterráneo oriental, donde eran bien acogidos y utilizados como moneda de intercambio para la compra de especias. Esta actividad, junto a otras de los mercaderes barceloneses (exportación de azafrán y fruta seca, por ejemplo), y el consumo en el mercado urbano de alimentos (cereales, carne) y primeras materias (lana, madera) procedentes del mundo rural, contribuyó entonces a integrar en una misma economía y hacer partícipes de unas mismas coyunturas al campo y la ciudad. Según A. Santamaría, los sectores productivos más importantes de Valencia en el siglo XV eran los dedicados a la producción de tejidos (tinte y tejido), cueros y muebles. La industria pañera valenciana se desarrolló algo más tardíamente que la catalana. Como en Cataluña, durante el siglo XIII los tejidos de cierta calidad fueron generalmente importados de Francia y Flandes, pero aquí la ruptura franco-catalana de 1293-1313 no actuó de estímulo para el desarrollo de una poderosa industria propia. Restablecidas las relaciones entre la Corona y Francia, se dictaron medidas proteccionistas para salvar la débil producción local de la competencia extranjera (1342), lo que lesionó los intereses de los mercaderes importadores, por lo que hubo que revocarlas (1344). No fue hasta entrado el siglo XV, hacia 1440-1470, cuando la pañería valenciana maduró organizativamente, prosperó económicamente y se convirtió en exportadora. Según J. A. Sesma, la manufactura textil aragonesa, de antigua tradición, no pudo aprovechar las favorables condiciones de comienzos del siglo XIV para transformarse y extender sus mercados. Más bien fueron los tejidos catalanes los que, atravesando dificultades en el Mediterráneo por la guerra con Génova, intentaron reservarse el mercado propio e imponerse en el mercado interior aragonés. Para estimular el desarrollo de la manufactura aragonesa y catalana, enriquecer a los naturales de los reinos y beneficiar a las finanzas públicas, las Cortes de Monzón de 1361-1362 prohibieron la importación de tejidos extranjeros. Pero este proteccionismo, especialmente beneficioso para la débil manufactura aragonesa, se mantuvo poco tiempo en Aragón (hasta 1364), mientras, en cambio, en Cataluña se adoptaban medidas que primaban la exportación y gravaban la importación de tejidos (1365). Durante unos doce años todos los tejidos, foráneos o aragoneses, vendidos en Aragón pagaron una tasa del 10 por ciento de su valor. A partir de 1376, se volvió a un cierto proteccionismo (los paños extranjeros pagarían una tasa del 5 por ciento mientras que los aragoneses quedaban exentos), coincidente con la instalación de mercaderes y artesanos catalanes del sector pañero en Aragón, y de refugiados judíos. En esta primera fase de su desarrollo, la pañería aragonesa adoptó el modelo de los paños catalanes y languedocianos, baratos y de gran consumo, confeccionados precisamente con lana aragonesa. La primera mitad del siglo XV, el incremento de la producción y mejora de la calidad permitió a los paños aragoneses ganar a los extranjeros una parte del mercado interior y salir a mercados exteriores (Castilla y Portugal). A mediados del siglo XV esta industria alcanzó su madurez y, por su menor precio, compitió ventajosamente con la producción extranjera en Aragón. Entonces se distinguían cuatro zonas productoras: 1. La zona norte (Jaca, Huesca, Aínsa, Broto y Sallent de Gállego), con capitales catalanes, que se integraba en el proceso de producción de la industria textil de Cataluña, hacia donde exportaba el grueso de su producción en forma de paños crudos y blancos; 2. La zona del Somontano Ibérico (Tarazona y Calatayud) que fabricaba tejidos de mediana calidad para el mercado rural aragonés, exportaba piezas a Castilla y daba el acabado a piezas de elaboración castellana (de la zona de Calahorra); 3. La zona sureste (Teruel), con una manufactura de mayor calidad, por la materia prima (lana fina) y las nuevas técnicas de producción, que tendrá continuidad durante toda la Edad Moderna, y 4. La zona de Zaragoza, que concentra una buena parte de la producción pañera del reino, y produce piezas de muchos tipos y calidades.