XXX EL CU ´ADRUPLE SUPLICIO Y LA ACEPTACI ´ON

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La Cruci"xión
y temed de él, vosotros, simiente toda de Israel.
Porque no menospreció ni abominó la a#icción del pobre,
ni de él escondió su rostro:
sino que cuando clamó a él, oyole.
De t1́ será mi alabanza en la grande congregación;
mis votos pagaré delante de los que le temen.
Acordarse han,
y volveranse a Jehová
todos los términos de la tierra;
y se humillarán delante de t1́
todas las familias de las gentes.
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EL CUÁDRUPLE SUPLICIO Y LA ACEPTACIÓN
18 de junio de 1948.
Calle Saint-Paul.
U NAS palabras más sobre la Pasión de Cristo y sobre la demencia de la Cruz, que es una lección de sabidur1́a desmesurada.
Este acontecimiento terrible no es sólo real, es también un
drama eterno. Ha sido para los santos un tema de meditación
asidua, ha sido revivido a través de los siglos por inspirados,
es un tema universal de re#exión y meditación. Esta Pasión
no es otra cosa que un itinerario de la vida espiritual y de su
último y supremo paradero. La enseñanza que de ella resulta
podrá no gustarnos, pero es de una evidencia deslumbrante:
para entrar en el Reino, para alcanzar la Resurrección hay que
pasar por el absoluto despojamiento, el desapego del sabio no
basta; también se requiere el desgarramiento de todo el ser;
no es posible traspasar el velo del conocimiento sin desgarrarnos la carne y la inteligencia y asimismo el honor y todos los
afectos del corazón.
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Seguimos esas etapas en el relato de la Pasión. El primer
suplicio, el primer desgarramiento es el del corazón y el de los
nobles afectos, es la agon1́a en el Huerto de los Olivos donde el corazón de Cristo sufre tres clases de suplicios: primero,
estar expuesto a los suyos « que no le recibieron », como se dice desde la primera página del Evangelio de san Juan, verse
condenado por el pueblo de Israel, su pueblo, ser infamado
por las suyos como fue infamado en su aldea. As1́ es renegado por toda su nación y por todos los representantes de su
nación, y no debemos creer que esta circunstancia no le haya
sido particularmente penosa. En muchos puntos del Evangelio vemos los fuertes v1́nculos que lo aferran a su patria. ¿No
ha dicho acaso a la mujer cananea: « ¿Cómo dar1́a a los perros
el pan que debe ser dado a mis hijos? » « He venido a reunir
a los hijos de Israel ». « ¡Cuántas veces he querido reunir en
torno de m1́ a los hijos de Israel como la gallina reúne a sus
pollitos! », y ha llorado sobre la anunciada destrucción de Jerusalén. « ¡Oh Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas! »
« Nadie es profeta en su tierra ». « Oh Jerusalén, que no supiste
que eras visitada. . . »
mo de un dulce y humilde corazón, y que lo fue, en efecto,
y que no faltó nunca a la dignidad y al honor. « Yo honro a
mi padre y vosotros me deshonráis », dice a sus interlocutores, a sus acusadores durante la "esta de los Tabernáculos. No
baja la cabeza ante los poderosos de este mundo cuando le advierten que pueden cruci"carlo. No baja la cabeza ante el rey
Herodes. Cuando la pecadora rompe el vaso de alabastro y lo
cubre de perfumes, cuando le hacen notar que con el precio
de esos perfumes podr1́a socorrerse a los pobres. Cristo dice:
« Siempre tenéis pobres con vosotros, pero a m1́ no siempre me
tenéis. » Y también: « Porque derramando este ungüento sobre
mi cuerpo, para sepultarme lo hizo. » « Me llamáis Maestro y
Señor, y hacéis bien porque lo soy », dice sin falsa humildad.
« Quien me ve, ve al Padre, quien me honra, honra al Padre. »
« ¿En verdad eres rey?, le pregunta Pilatos. Y Jesús le responde: Tú lo has dicho ».
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Es éste el primer desgarramiento; el segundo es la traición,
el perjurio o la hu1́da de los que eligió entre todos para enseñarles, de sus disc1́pulos que en la hora trágica se apartarán
de él.
Y el tercer desgarramiento lo produce su amor a los hombres, su amor a la pureza, puesto que ha asumido los pecados
de la humanidad entera, y estos pecados lo torturan al punto
de hacer brotar de su piel sudor de sangre.
La tercera clase de suplicio es la cruci"xión del honor. Especial suplicio para Cristo, de quien nos hablan a menudo co-
Pero la valerosa carga de ese manto y de esa máscara lo
conducirá primero a entrar a Jerusalén sobre un burro, entre
las aclamaciones de una multitud ignorante y dudosa, y por
último a la horrible escena del pretorio, en que el verdadero
Rey, más que Rey, se ve disfrazado de rey, en que el Hijo del
Hombre se ve llamado por Pilatos: « Éste es el hombre. » La
corona se ha transformado en corona de espinas y los rayos de
la aureola se han endurecido, se han vuelto hacia adentro y entran ahora en la carne con dolor. El cetro, s1́mbolo del poder1́o
viril y del dominio, es reemplazado por la caña del pantano,
signo de fragilidad y de bajeza. Y como si no bastaran las llagas de la #agelación, están las bofetadas y las escupidas y la
caña que le arrancan de las manos y con la cual lo golpean en
la cabeza. Y está también el letrero encima de la presa: Jesús
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de Nazareth, Rey de los Jud1́os. Los propios jud1́os se alarman,
puesto que protestan ante Pilatos para que lo modi"que. Y Pilatos les da una respuesta simbólica y llena de sentido (como
todas las respuestas de Pilatos): « Lo escrito, escrito está ».
mos de hecho que hay maneras de eludir el sufrimiento sobrellevando sus servicios. Todos hemos conocido u o1́do hablar
de fakires sentados sobre maderas llenas de clavos o atravesados de puñales. Ninguna relación tiene la Pasión de Cristo
con esta clase de exhibiciones. Esta clase de exhibiciones pueden inspirarnos algún asombro, pero no veneración. Más que
una gracia divina, veremos en ellas una proeza. He conocido
a uno de esos fakires que, cuando se hab1́a tragado la lengua y
ten1́a los ojos fuera de las órbitas, se hac1́a atravesar por espadas sin decir una palabra, y sin mérito también, porque nada
sent1́a. Una noche, como yo durmiera no lejos de su aposento,
o1́ lamentaciones, y a la mañana siguiente lo interrogué: supe
que hab1́a padecido un dolor de muelas. Me confesó que era
incapaz de resistir al dolor de muelas porque el dolor de muelas lo hac1́a sufrir efectivamente y me confesó también que era
bastante temeroso y harto delicado. Conocemos también gentes que buscan el dolor y lo cultivan: hasta es una moda que
se ha desarrollado considerablemente desde la época llamada
romántica. Pero en todas las épocas ha habido personas que
protegieron todo aquello que pod1́a destruirlas. Y podr1́amos
decir que toda pasión y todo vicio es la busca del veneno y
de lo que puede destruirnos. Es una busca del placer en el
sufrimiento. Toda delectación en el sufrimiento, ya sea un sufrimiento del cuerpo o del corazón, es enfermedad y es perversión. Personas que tomamos a veces por santos y que el vulgo
considera santos, no eran en realidad sino enfermos de esta
1́ndole, y sus espectaculares penitencias no eran a menudo sino un vicio, un vicio religioso, una man1́a y una locura. Nadie
podrá traer de la Pasión de Cristo una regla que los impulse o
los dirija en ese sentido. Y lo que decimos del sufrimiento cor-
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Existe aún el cuarto suplicio, que es el desgarramiento de
la carne, el despojamiento y el desvestimiento de la carne, "bra
por "bra y tendón por tendón: el suplicio más atroz que pueda imaginarse. All1́ están las cinco plagas como para señalar
que todos los elementos de que se compone el hombre deben ser alcanzados y golpeados, arrebatados a la vida uno por
uno. Jesús padece ese cuádruple martirio sin dar muestras de
una particular impasibilidad y entrega su esp1́ritu lanzando
un gran grito.
La advertencia, la lección que conviene extraer de ese relato está en la actitud que debemos adoptar con respecto al
dolor necesario. Debemos saber que para entrar en el Reino
es menester sufrir, que este dolor es necesario, que este despojamiento es indispensable. Y sin embargo, nos está vedado
quererlo directamente y realizar]o en nosotros mismos, pues
debemos advertir que Cristo sobrelleva su Pasión más no la
quiere. « Señor, si puedes alejar de m1́ este cáliz, te ruego que
lo hagas, pero que tu voluntad se cumpla. » Y es ésta la actitud
justa con respecto al dolor. Nos está prohibido buscarlo tanto
como huir de él. Nos está prohibido buscarlo tanto como nos
está prohibido darnos muerte. Para darnos muerte o in#igirnos sufrimientos nos ser1́a necesario violar el orden de la naturaleza, que en cierto sentido y hasta cierto punto es el orden
de Dios. Tampoco debemos tratar de eludir este sufrimiento,
porque es necesario, y para que un sufrimiento sea válido debe
ser sufrido. Quizá os parezca que balbuceo, pero todos sabe-
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poral y del sufrimiento sentimental puede también aplicarse a
la humillación. Las novelas actuales, las confesiones públicas
y los diarios 1́ntimos nos dan muchos ejemplos de personajes
y autores que se regodean con la a"rmación de su propia infamia, con la delectación de su ignominia. ¿Qué es esto, sino una
enfermedad y una subversión del orgullo? Y la mayor1́a de las
veces, cuando un hombre alardea de monstruoso y satánico,
sentir1́ase harto humillado si supiera la verdad: que es un pobre hombre como todo el mundo.
to al orgullo, al apego de la voluntad. El paso supremo de la
voluntad es suspender la acción y esperar que una voluntad
distinta de la nuestra se haga en nosotros.
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¿Cuál ha de ser, pues, nuestra actitud frente a ese sufrimiento que no podemos eludir, que nos es necesario para pasar de un plano a otro y de un mundo a otro, que no debemos
buscar y que no debemos eludir? ¿Cuál es la enseñanza de
Cristo y la regla justa? Aceptar y comprender. No precisamos suicidarnos para morir, porque moriremos cuando llegue
nuestra hora. No debemos huir de la muerte ni buscarla, y
hasta es justo que nos defendamos de ella si no lo hacemos en
detrimento de nadie. Es justo que hasta retardemos su hora.
Lo que precisamos es saber aceptarla, comprenderla, darle un
sentido cuando llegue, cuando caiga sobre nosotros y sobre los
nuestros. Sobre el hombre de esp1́ritu quizá sea prematura y
violenta. All1́ está el mundo y sus necesidades, all1́ están los
hombres, all1́ están los enemigos y los amigos, con todos los
instrumentos del suplicio preparados, y en modo alguno es
necesario que el mártir apresure su hora. Basta con que no caiga sobre él como una red, que espere recibirla de un momento
a otro: con ello basta y ello es, en verdad, mucho más dif1́cil.
Aceptar es mucho más dif1́cil que forzar. En la aceptación de la
muerte reside la justa medida de querer y del no querer, de la
virtud, del coraje, de la voluntad y también del renunciamien-
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