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El falso documental. Teoría y práctica del "mockumentary"
Escrito por Guzmán Urrero
Pensamos que los documentales cuentan la verdad. Pensamos que sus imágenes son
espontáneas. Pensamos que nada tienen que ver con la ficción. ¿Pero quieren saber una
cosa? Estamos equivocados. Acaso el contenido de bastantes documentales sea
verificable, y sin embargo, están rodados con las mismas estrategias de montaje que se
utilizan en cualquier otro género. Para confirmar en qué medida resulta engañoso este
panorama, hoy les hablaré de una fórmula fascinante: el falso documental, o lo que viene a
ser lo mismo, el documental que nos convence de auténticas patrañas.
Cuando se estrenó This Is Spınal Tap (1984), de Rob Reiner, la crítica quedó encantada con la
originalidad de esta producción. Aparentemente, era un documental sobre un veterano grupo de
heavy metal en gira por los Estados Unidos. En realidad, se trataba de una sátira descacharrante,
llena de gags memorables, interpretada por actores que, improvisando sobre la marcha,
conseguían dar la sensación de que cuanto allí sucedía podía ser cierto.
A esa nueva receta se le llamó mockumentary, y aunque también abarca temas serios, hoy suele
mencionarse –y con motivo– como uno de los subgéneros de la comedia. Es cierto que tiene unos
límites un tanto difusos, pero la etiqueta nos sirve para describir productos tan inclasificables como
Borat (Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan, 2006),
de Larry Charles, protagonizada con enorme descaro por Sacha Baron Cohen.
Otro mockumentary de interés para los cinéfilos es R2-D2: Beneath the Dome (2001), dirigido por
Don Bies y Spencer Susser. Convertida en obra de culto, la película fue rodada mientras George
Lucas filmaba Star Wars Episode II: Attack of the Clones.
La idea era contar de forma un tanto alocada la vida y milagros del robot R2 D2 y del actor que lo
encarna. Acabaron participando en ella buena parte del equipo de la superproducción y amigos de
la familia Lucas, incluidos el propiocreador de la saga y su socio Francis Ford Coppola. Por si no
bastase, el film contiene declaraciones totalmente inciertas de Ewan McGregor, Richard Dreyfuss,
Samuel L. Jackson, Natalie Portman y Hayden Christensen.
Al margen de títulos tan memorables, dicen los expertos que un precedente claro del
mockumentary es ese tipo de reportaje falso que, desde los años cincuenta, solía emitirse en las
televisiones el día de los tontos de abril (equivalente anglosajón al hispánico día de los inocentes).
No dudo que la premisa sea cierta, pero ya verán que conviene desarrollarla en su contexto.
Cómo se hace un mockumentary
La fecha, 1 de abril de 1957. A través de la BBC, el informativo Panorama emite el reportaje Swiss
Spaghetti Harvest. Su presentador, el respetado periodista Richard Dimbleby, explica a los
espectadores que este año, gracias al clima y a la erradicación de una epidemia, la cosecha de
spaghetti será espléndida en el sur de Suiza.
Mientras se nos muestra a unos agricultores recogiendo pasta de los árboles del spaghetti,
Dimbleby concluye: “Para los amantes de este plato, no hay nada como unos auténticos spaghetti
cultivados en casa”.
Tras la emisión, miles de telespectadores escriben cartas a la BBC, interesados por adquirir esos
árboles del spaghetti que tan esmeradamente cultivan los suizos. A través de una nota, los
responsables de la cadena dan respuesta a la masiva solicitud: “Pongan un spaghetti en una lata
de tomate… y que les vaya bien”.
Con ese precedente histórico, no es raro que los mockumentaries suelan cumplir con una finalidad
esencial: la de distraer a una audiencia inteligente. Y eso es, justamente, lo que consigue David
Holzman's Diary (1968), otra obra llena de ingenio, que suele mencionarse como pionera en este
campo.
Entre los ejemplos que prefiero dentro del subgénero, figuran Forgotten Silver (1995), una
divertidísima producción neozelandesa de Costa Botes y Peter Jackson sobre un imaginario
cineasta de aquel país, Colin MacKenzie, presentado como el verdadero descubridor del cine
sonoro y del cine en color.
Tim Curry encarna al presentador de otro falso documental muy recomendable, Jackie's Back!
(1999), que aborda la decadencia y regeneración de una diva del soul, Jackie Washington, a quien
se le ha metido en la cabeza que es la legítima descendiente de George Washington.
A su manera, Jackie's Back! tiene bastantes paralelismos con The Rutles: All You Need Is Cash
(1978), una película escrita y narrada por uno de los Monty Python, Eric Idle.
En la cinta de Idle, se nos cuenta la historia de The Rutles, un grupo musical contemporáneo de los
Beatles y que viene a ser un reflejo lamentable del cuarteto de Liverpool.
Más ejemplos. En Auto Destruct: One Man's Obsession with William Shatner (2005), su realizador,
James Wilkes, describe la vida de un fan de la serie Star Trek que sufre una obsesión inexplicable
(y sin duda patológica) por William Shatner, el intérprete del capitán Kirk.
Esa historia se asemeja a la de Fandom: A True Film (2004), centrada en un seguidor de Natalie
Portman que pasa, sin transición, de la mitomanía a la locura desatada.
Dirigido por William Karel y financiado por la cadena Arte, Opération Lune (2002) cuenta que el
Apollo 11 jamás llegó a la Luna. Todo fue un gran engaño urdido por la CIA con un cooperante
necesario: el realizador Stanley Kubrick.
Para convencernos de su teoría, Karel nos presenta los testimonios de políticos como Donald
Rumsfeld y Henry Kissinger y de astronautas como Buzz Aldrin. Incluso la viuda de Stanley
Kubrick, Christiane Kubrick, se suma involuntariamente a la broma.
La conclusión final es demoledora: los agentes de la CIA asesinaron al director neoyorquino para
evitar que éste contase algún día la verdad.
Aleksei Fedorchenko es el creador de otro soberbio mockumentary, Los primeros en la Luna
(Pervye na Lune, 2005), que fue galardonado en el Festival de Venecia. El punto de partida de
Fedorchenko es magnífico: los archivos del KGB demuestran que los rusos llegaron a la Luna en
1938, una década antes de que los americanos imaginasen algo lejanamente parecido a la carrera
espacial.
Mucho más conocidos son los tres mockumentaries rodados por Woody Allen. El primero de ellos,
Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), es un falso documental imperfecto, que
alterna fragmentos narrativos con otros filmados al estilo cinéma verité.
En esto se asemeja mucho a Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdawn, 1999), cuya trama
recorre el mundo del jazz y el rhytm n’ blues a comienzos del siglo XX.
Como verán, se ajusta mucho mejor al canon Zelig (1983), una maravillosa película donde Allen
nos convence de la existencia de un tal Leonard Zelig, empeñado en adaptarse camaleónicamente
a su entorno.
En esa cinta, el realizador manipula numerosas filmaciones de los años veinte y treinta. Para
reforzar la verosimilitud del relato, Allen inserta entrevistas con el historiador John Morton Blum, la
ensayista Susan Sontag, el psicólogo Bruno Bettelheim y el escritor Saul Bellow.
Algo que sin duda saben los espectadores de Zelig es que la producción de Allen influyó
decisivamente en cintas como Ciudadano Bob Roberts (1992), una gran sátira política de Tim
Robbins, y asimismo en el planteamiento formal de Forrest Gump (1994), de Robert Zemeckis.
Por otra parte, la dislocada reinterpretación de la Historia que propone Woody también sirve de
inspiración en películas como CSA: Confederate States of America (2003), que reinventa Estados
Unidos a partir de la idea de que los confederados ganaron la Guerra de Secesión.
El falso documental, el horror y la ciencia ficción
En el siglo XXI, la videocámara y los portales como YouTube han dejado de ser algo sofisticado,
pero aún está por ver qué novedades brindarán al mundo audiovisual.
De momento, ese estilo imperfecto de la grabación improvisada ya se ha incorporado al cine, por
medio de falsos reportajes televisivos como Rec (2007), de Jaume Balagueró y Paco Plaza, y
supuestas filmaciones amateur, como Cloverfield (2008), de J.J. Abrams.
En ambos casos, podríamos hablar de un mockumentary terrorífico, que nos asusta sin llegar a
desmentir su condición ficticia.
La indignación, en el caso de producirse, parece más justificada cuando se eleva la apuesta en
este mismo tono. Para que entiendan a qué me refiero, he aquí una pequeña muestra de algunos
casos controvertidos.
Así, el cineasta Ruggero Deodato nos anuncia de entrada que su película Holocausto caníbal
(Holocausto cannibale, 1979) reúne metraje tomado por un grupo de exploradores que pereció a
manos (y dientes) de una tribu antropófaga. Lo que no dice Deodato es que los caníbales son
actores colombianos e italianos con una buena capa de maquillaje y más voluntad que talento.
Aunque lo sospecho, no sé a ciencia cierta si Deodato quiere vendernos una especie de snuff
movie antropológica. En todo caso, no sería el único. Conan LeCilaire vuelve a la lección de
anatomía con Faces of death (1973), un éxito de la televisión por cable, donde el montaje alterna
tomas de ejecuciones reales con planos fingidos mediante los efectos especiales.
Indudablemente, películas como éstas podrían, desde el punto de vista comercial, dar verosimilitud
a la leyenda urbana de los snuff films o snuff movies, que así es como se llaman esas cintas en las
que un ser humano sufre tortura y muere frente al objetivo.
Como nota al margen, les diré que el término snuff data de 1971, año en que Ed Sanders lo
mencionó en su libro The Family: The Story of Charles Manson's Dune Buggy Attack Battalion.
Según Sanders, los criminales del clan Manson habrían llegado a filmar su terrible actividad. El
asunto se complicó cuando, inspirándose en Manson y en sus secuaces, llegó a las pantallas Snuff
(1976), otra cinta que, como la de Deodato, ofrecía un asesinato supuestamente real.
En todo caso, más allá de lo escalofriantes que puedan parecernos películas como Asesinato en
ocho milímetros (8mm, 1999), de Joel Schumacher, lo cierto es que el comercio de snuff movies
continúa siendo –por fortuna– un asunto tan ficticio como cualquier falso documental.
Y si bien algunos asesinos han pretendido registrar sus actos con una cámara, casos como el de
Ernst Dieter Korzen y Stefan Michael Mahn –acusados de rodar en 1997 una auténtica snuff en
Alemania–, lo cierto es que este tipo de grabaciones no pasan de ser una prueba de cargo que
jamás llega a distribuirse.
¿Pueden considerarse snuff las imágenes de asesinatos tomadas durante la campaña de
Chechenia? ¿En qué medida lindan con esta práctica ciertas grabaciones de violencia juvenil
colgadas en Internet?
El asunto daría para un denso estudio psiquiátrico, pero está claro que se aleja del tema. De
hecho, nos adentra en las enfermedades sociales y morales de este siglo XXI, tan decadente y
febril.
Con todo, y pese a lo poco que me interesa dar publicidad a las snuff, he de reconocer que el
género de terror tiene aquí una poderosa fuente argumental.
De acuerdo con esa insensibilización creciente ante la violencia, la serie videográfica Guinea Pig
(1989) ensambla todo tipo de crímenes. Hay quien los cree reales, pero esa supuesta snuff movie
no es otra cosa que un irritante grand guignol de origen japonés.
Con el fin de aprovechar ese mismo planteamiento, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez dirigieron El
proyecto de la bruja de Blair (Blair Witch Project, 1999), que viene a ser el montaje de una
grabación de vídeo hallada en octubre de 1994, en un bosque de Burkittesville, Maryland, donde
tres jóvenes desaparecieron en violentas circunstancias.
Casi sobra decirlo: en todos estos casos germina el hoax. ¿Y qué es un hoax? Pues un fraude con
nombre de conjuro –hocus pocus, o mejor hoc est corpus– cuya traducción española implica no
sólo una falsificación, sino la existencia de un público atento y, a su modo, cómplice del engaño.
Corresponden a esa categoría pesadillas que marcan un hito en la historia de la peor ciencia
ficción, en la línea de Alien Autopsy (1995), del británico Ray Santilli, distribuida como la auténtica
autopsia que los investigadores del Ejército estadounidense realizaron a aquellos extraterrestres
que tuvieron un fatal (y lucrativo) accidente en Roswell, allá por 1947.
También pertenece a la misma familia Alien Abduction: Incident in Lake County (1998), muy similar
a El proyecto de la bruja de Blair, salvo por el hecho de que aquí el horror lo provocan unos
marcianos con ganas de abducir a una familia de granjeros.
Viejos y nuevos fraudes televisivos
Creo que muchos de ustedes conocen al israelí Uri Geller. Es un habilidoso prestidigitador,
familiarizado con los trucos del oficio, pero que prefiere ganar fama de superdotado mental.
Ante una multitud de miradas, repite una y otra vez su ceremonia televisiva desde comienzos de la
década de los setenta. Geller dobla cucharas, pone en marcha relojes parados y adivina dibujos
ocultos en un sobre. O, al menos, eso es lo que desean creer los espectadores. Hasta el público
español lo convirtió en leyenda popular cuando José María Íñigo incluyó sus hazañas en un
programa de variedades.
Desde luego, los programas donde aparece Geller no se anuncian como mockumentaries, pero el
mago acaba llevando el agua a su terreno. Por fortuna, disponemos de la ayuda de escépticos
como Martin Gardner, empeñados en la erradicación de esta clase de fenómenos televisuales.
En La ciencia. Lo bueno, lo malo y lo falso (Alianza, 1981), Gardner arremete contra personajes
como Geller: “Los chiflados, por definición, creen en sus teorías, y los charlatanes, no; pero esto no
impide que una persona pueda ser ambas cosas”.
A la hora de discutir el timo televisivo y sus implicaciones, queda poco margen para las chifladuras.
Gracias a la moda de las seudociencias, abunda ese tipo de reportaje que narra un hecho cierto
pero avisando a cada instante de que está inventándolo.
Por ejemplo, el 31 de octubre de 1992, la BBC programó el documental Ghostwatch, conducido por
un grupo de reporteros que, deambulando por una casona londinense, eran asaltados por unos
cuantos fantasmas sumamente ruidosos.
Como era de esperar, este espacio, cuyo género era en realidad el dramático, fue ignorado por
quienes reniegan del espectáculo paranormal. Por el contrario: los aficionados al ocultismo se
creyeron todo aquel horror a pies juntillas.
Algo similar sucedió el 20 de junio de 1977, cuando Anglia TV presentó Alternativa Tres
(Alternative Three), un reportaje que aseguraba el fin del mundo, deslizando una propuesta
consoladora: las grandes potencias habían iniciado la colonización de Marte.
Tanto Ghostwatch como Alternativa Tres demuestran que, como sucede en los timos, siempre hay
alguien dispuesto a tragarse el anzuelo.
Ahora bien, ¿son siempre censurables estos trucos? ¿No hay ningún motivo que los justifique?
Pensemos en los documentales de naturaleza. Nos describen una realidad, muchas veces con
buen fundamento científico. Pero en ocasiones se hace preciso poner en escena determinados
fenómenos que, si no se simularan, serían difíciles o imposibles de registrar.
Eso mismo propugnaba la serie de documentales producida desde 1953 por Walt Disney, y luego
exhibida en cines y cadenas televisivas. En concreto, el dedicado a la fauna noruega mostraba el
ecosistema de los lemings, unos roedores que sufren aumentos cíclicos de población, sólo
mitigados mediante una migración suicida hacia la costa. Para escenificar la muerte de los lemings,
los técnicos de Disney apresaron gran número de ellos en Canadá y los condujeron hasta un
acantilado, para luego precipitarlos al mar frente a sus cámaras.
Apoyándose en métodos parecidos, el naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente –admirable
por muchas razones– organizó buena parte del rodaje de la magnífica serie El hombre y la tierra
(1975) en las hoces del río Dulce, cerca del pueblo de Pelegrina, en Guadalajara. Allí congregó un
reparto de animales silvestres, coordinado por cetreros y cuidadores. Un reparto dispuesto a
interpretar las secuencias más verídicas y feroces, que en más de un caso concluían con la muerte
de las bestias.
Este recurso es, por lo común, disculpable. Fíjense que hasta Sir David Attenborough, otro
soberbio divulgador televisivo, intercaló entre sus imágenes del ecosistema del oso polar varios
planos tomados en un zoológico belga.
Claro que hay casos que vulneran cualquier deontología profesional. Por ejemplo, a mediados de
los ochenta, un reportero de la televisión japonesa que denunciaba los destrozos en la barrera
coralífera de Okinawa, fue acusado de acuchillar el coral para conseguir tomas impresionantes.
Y ya en el terreno de la pura y simple torpeza, citaré a los italianos Mario Morra y Antonio Climati,
que abrían su documental Sabana violenta (Sabana violenta, 1976) con esta enérgica secuencia
de caza: una leona sigue la pista de una cebra, se abalanza sobre ella y finalmente la devora. ¿El
inconveniente? Pues verán: la cebra es, en realidad, una mula pintada a franjas.
Comparece en un lugar menos sórdido el reportaje The Last Tribes of Mindanao, emitido por la
CBS el 12 de enero de 1972. Jamás nadie había mostrado con tal evidencia la vida cotidiana de
los tasaday, una etnia desconocida hasta la fecha, cuyas costumbres eran las propias del
Neolítico.
Fue a mediados de los ochenta cuando se demostró que las primitivas maneras del grupo eran un
carnaval organizado por el ministro Manuel Elizalde Jr. a cambio de dinero y protección. En
realidad, los tasaday eran indígenas de otras tribus, debidamente aleccionados para que
empuñasen hachas de piedra, gesticularan como hombres de las cavernas y mirasen a las
cámaras como recién salidos del túnel del tiempo.
Un poco de teoría
Todos aquellos que se acerquen a este tema, comprobarán lo necesario que es citar el siguiente
suceso. No en vano, tuvo el mismo impacto que un meteorito, y además, en él se revela todo el
poderío de un buen mockumentary. Esta vez, debemos retroceder hasta el 30 de octubre de 1938.
Dentro de su ciclo de adaptaciones literarias, el espacio radiofónico Mercury Theatre on the Air
escenifica un libreto que Howard Koch ha escrito a partir de la novela La guerra de los mundos, de
H.G. Wells.
Orson Welles actúa de maestro de ceremonias y un millón de norteamericanos, o quizá más, sigue
la mascarada con el miedo en el cuerpo. En medio de ese juego inocente, el pánico se abre paso a
oleadas cuando miles de oyentes creen que, verdaderamente, los marcianos han conquistado la
Tierra.
No mucho después, Hadley Cantril presenta su estudio The Invasion from Mars: A Study in the
Psychology of Panic (Princeton University Press, 1944). Se trata de un libro que sirve a Cantril para
hablar de la subyugante broma de Welles.
Nuestro estudioso demuestra, con pelos y señales, que nunca hubo propósito de engaño. A este
reconocimiento le siguen unas cuantas aclaraciones: el guión de Welles manifiesta el carácter
ficticio de la pieza. Incluso el locutor leyó créditos que así lo informaban. Sin embargo, el
malentendido se hizo colectivo, y acabó provocando una histeria generalizada.
El propio Welles, riéndose de sí mismo, lo cita en ese encantador juego de engaños que es F for
Fake (1974), y que recomiendo a quienes deseen ahondar en cuanto llevamos dicho.
Imitando el insensato experimento del maestro Orson, los distribuidores de la película
Independence Day (1996), de Roland Ernmerich, programaron en distintas cadenas un informativo
simulado que, una vez más, describía el aterrizaje marciano y su efecto devastador. Con la misma
fijación, hubo quien sintió un estremecimiento al verlo… y no sólo en Estados Unidos.
Sería demasiado fácil, además de totalmente radical, dar carpetazo al tema distinguiendo entre
realidad y ficción.
Como es sabido, quienes organizan los medios de masas tienden a considerarse intermediarios
entre esa realidad y sus espectadores. No ahondaré aquí en la densa vinculación que hay entre
realidad y representación. Quédense con esta idea: el mundo es demasiado fragmentario,
demasiado múltiple, y a los periodistas nos conviene hacerlo manejable por medio de un par de
imágenes impactantes.
De hecho, en la televisión todo está intencionadamente organizado para mostrarnos cuanto
estamos dispuestos a aceptar que puede existir.
Así, sobre la base de un pacto entre el comunicador y el televidente, aceptamos un mundo virtual
que se distorsiona con el engaño.
Imagínense qué ocurre cuando les están informando sobre una determinada guerra actual, y
reconocen en el reportaje, sutilmente intercalados, planos de un conflicto que ocurrió hace años…
¿Recuerdan que les hablé del hoax? Pues sepan que los hoaxes no son sólo periodísticos. Su
práctica es una virtud concedida a otros elegidos.
No por casualidad, en este catálogo del hoax caben muchos, muchísimos ejemplos, desde las
máquinas de movimiento perpetuo hasta las bufonadas de los ocultistas y las sirenas de las ferias
ambulantes, sin dejar de lado fraudes como los diarios de Hitler y Jack el Destripador.
La confianza en la información periodística se mantiene porque, afortunadamente, los fraudes son
escasos. Y sin embargo, el sensacionalismo al estilo News of the World nos obliga a volver, una y
otra vez, al campo del periodismo engañoso.
El origen de estas mixtificaciones se remonta al nacimiento del cine. He aquí un precedente: en
plena guerra de Cuba, Georges Méliés inventó el reportaje ficticio en Quai de La Havane.
Explosion du cuirassé Le Maine (1898), donde lo que parecía una imagen real del Maine era una
maqueta.
¿Se lo creyó el público? No lo duden.
Umberto Eco propone en La estrategia de la ilusión (Lumen, 1986) un párrafo para iluminar esta
práctica. “Hace unos diez años –escribe–, se produjeron dos episodios notorios de falsificación.
Primeramente alguien mandó una falsa poesía de Pasolini al Avanti. Más tarde, otra persona envió
al Corriere Della Sera un falso artículo de Cassola. La publicación de ambos suscitó un gran
escándalo, que pudo contenerse porque ambos casos eran excepcionales. El día que se
convirtieran en norma, ningún periódico podría publicar ya ningún artículo que no fuese entregado
personalmente por el autor al director”.
Pero la perfecta definición del asunto se encuentra en la obra colectiva El ojo del observador
(Gedisa, 1994). En uno de sus capítulos, Peter Krieg anota lo siguiente: “Como barómetro para la
aproximación a la realidad nos sirven conceptos como autenticidad, que nos hacen olvidar con
demasiada facilidad que sólo representan métodos de puesta en escena con los cuales, por
ejemplo, se crean en el espectador de un filme documental determinados sentimientos (¿la ilusión
de ser testigos inmediatos de una realidad?)”.
Como ven, el autoengaño sigue conservando una frescura y un vigor extraordinarios. A decir
verdad, pocas veces una audiencia resulta tan ingenua como la que acaba de ver un falso
documental y lo aplaude, sin caer en la cuenta de que le han colgado un monigote de papel en la
espalda.
Copyright: Guzmán Urrero, The Cult.
Los primeros en la Luna (Pervye na Lune, 2005), de Aleksei Fedorchenko © Sverlosk Film Studio.
Reservados todos los derechos.
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