EL LIBERALISMO Filosofía y ética

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EL LIBERALISMO
Filosofía y ética
Por Daniel Rodríguez Herrera
Toda ideología se puede dividir en dos partes bien diferenciadas. La primera seria la de las ideas esenciales, que
no cambian ni se alteran con el tiempo. La segunda serían las ideas accesorias, que emanan de las primeras y
que resultan del intento de aplicación de aquellas a la realidad del momento. Éstas últimas pueden y deben
cambiar, incluso desaparecer. Sin embargo, sin una base fundamental invariable es difícil que unas ideas
permanezcan a lo largo del tiempo. En estos tres artículos escritos a modo de editorial me gustaría divulgar las
ideas básicas del liberalismo.
Actualmente, los rivales y enemigos del liberalismo le ponen prefijos y lo intentan reducir a lo meramente
económico. Sin embargo, el pensamiento liberal es mucho más rico y más amplio. Muchos de sus ideales han
logrado imponerse como bases de la civilización occidental. Ese logro, sin embargo, permite que a menudo se
den esas libertades y derechos por garantizados, proponiendo y practicando políticas e ideas que resultan
incompatibles con ellos. Es, por tanto, tan necesario como siempre recordar qué es el liberalismo.
Ética
El ser humano no se conoce de otra forma que no sea la individual. No existe algo así como "el hombre
colectivo". Por ello, el liberalismo dirige toda su atención al individuo. El principio ético fundamental por el que
se mueve un liberal es el concepto de libertad individual. Dando al hombre la libertad para dirigir sus asuntos
nunca se llega a la igualdad de resultados, pero en esa disyuntiva los liberales preferimos la libertad.
Pero, ¿qué es la libertad? Tomando la famosa definición de Berlin, se puede estudiar desde dos perspectivas. La
libertad negativa consistiría en la ausencia de obstáculos externos que impidan al individuo llevar a cabo sus
propias decisiones. La positiva, por otro lado, en que la persona pueda disponer de la posibilidad de hacer con
su vida cuanto desee. En el primer caso, se incide en la limitación del poder y en el imperio de la ley para evitar
esas trabas. En el segundo, el poder se utiliza para proporcionar a cada persona aquello que necesite para
realizarse. No es casi necesario indicar que los liberales preferimos decantarnos por la primera definición.
Un liberal no pretende cambiar al ser humano. El hombre es como es, con sus virtudes y sus defectos y,
especialmente, con su egocentrismo a cuestas. Tenemos una visión restringida del mismo, por lo que no
creemos que pueda crearse un hombre nuevo, y menos por medio de la coacción estatal. No es real, por tanto,
el mito del "buen salvaje", corrompido moralmente por costumbres e instituciones que destruyen su virtud
primigenia.
Los hombres son como son, con una sociedad o con otra. Sin embargo, es posible aprovechar tanto sus virtudes
como sus defectos en beneficio de la sociedad. Los actos de los hombres siempre buscan un resultado
intencionado, pero a su vez provocan hechos no surgidos de ningún propósito consciente. Los hombres,
buscando su propio beneficio, consiguen a menudo mejorar las condiciones de vida de sus semejantes. Ese es el
principio en el que se basa el libre mercado.
Esto no quiere decir que el liberal no tenga valores, sino sencillamente que esta ideología no los impone. No
pretende ser una cosmovisión totalizadora, que explique todos y cada uno de los hechos que suceden en el
mundo, ni pretende imponer cada detalle de la vida de aquellos que se declaran liberales. Sin embargo, es
cierto que entre ellos predomina una mezcla de tolerancia y de seguimiento personal de los valores que se han
demostrado más útiles para las personas y las sociedades democráticas que éstas han fundado. En general, los
más tradicionales, la familia, el trabajo bien hecho, la lealtad, el compromiso, la fidelidad, etc..
Epistemología
Las concepciones relativas al conocimiento también son restringidas. El conocimiento y la razón individual son
insuficientes para tomar decisiones que afecten a toda la sociedad. Si, en muchas ocasiones, somos incapaces
incluso de resolver nuestros problemas personales, ¿cómo vamos a pensar que podemos arreglar la vida de los
demás con la pobre herramienta de nuestro intelecto?
Pero tampoco nos confundamos: un liberal confía en la razón, pero es también consciente de cuales son sus
límites. Por eso, resulta absurda la pretensión de cambiar al hombre para que funcionen utópicos sistemas
científicos de ordenar la sociedad. Como mucho, pretenderemos cambiar el Estado para que éste se amolde
mejor a la naturaleza cambiante y compleja del hombre y sus sociedades. Hayek pensaba que existe una
relación profunda entre la visión epistemológica de cada persona y sus ideas políticas. Es decir, no podemos
decir si somos liberales por no confiar en el racionalismo constructivista o, por el contrario, al huir del
constructivismo nos convertimos en liberales.
La complejidad de la sociedad humana siempre va en aumento, y resulta inabarcable para los intentos de
dirigirla y planificarla con la limitada herramienta de la razón y el conocimiento humanos. De hecho, los intentos
de hacerlo concentran tanto poder en tan pocos que desembocan periódicamente en
Política
Por Daniel Rodríguez Herrera
Bajo el ideal de libertad y la convicción de las limitaciones del ser humano, la base de todo sistema político debe
ser el respeto a esa libertad individual y la garantía de la igualdad de todos ante la ley.
Más allá de este punto, el poder empieza a tornarse en abuso y en ruptura con estos principios básicos. ¿Cómo
es posible hablar de libertad cuando cientos de regulaciones y leyes obstaculizan el más inocente de los
propósitos? ¿Cómo es posible hablar de igualdad ante la ley cuando dependiendo de nuestro sexo, ingresos,
lengua, trabajo, etc., los poderes públicos nos tratan de forma distinta?
Siendo conscientes de la necesidad de ceder parte de nuestra libertad para garantizar una convivencia pacífica y
fructífera, el liberal cree en el monopolio de la violencia por parte del Estado, en unas leyes claras, sencillas y
comprensibles, en un ejército capaz de defender las libertades de agresiones externas, en una justicia rápida y
lo menos arbitraria posible y en las garantías para que todos los ciudadanos aptos dispongan de un mínimo de
recursos que les permitan competir en la sociedad.
Tocqueville señalaba que gran parte de las personas se debatían entre la necesidad de libertad y la comodidad
de ser dirigidos en sus vidas. Por eso muchos se conforman con elegir a sus esclavizadores cada cierto tiempo.
Eso no es suficiente para un liberal. Un ser humano puede llegar a ser más libre sin elegir a sus líderes si se
respetan sus derechos a la vida y a la propiedad que en una democracia donde sólo escoge el encargado de
robarle el fruto de su trabajo. Sin embargo, un sistema así es difícil que ser perpetúe. O se dejan de respetar los
derechos o se llega a la democracia.
Pero democracias existen muchas y no todas son liberales. Es necesario que los poderes sean controlados y
reducidos para que no esclavicen a los ciudadanos. Aunque no hay sistema perfecto, pues las personas no son
perfectas, hay algunos mecanismos que permiten reducir los problemas asociados al poder. De ellos, el más
importante es la separación de poderes.
En un estado, los tres poderes que nos gobiernan son el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Una democracia
verdaderamente completa debe mantener estos poderes separados. Los representantes de cada uno de ellos
deben ser elegidos por cauces distintos y la relación entre los mismos debe limitarse a funciones de control.
Porque la concentración de dos o más poderes nos lleva a la tiranía, como bien señaló Montesquieu.
Pero, ¿puede una democracia, aún asentada sobre esas bases, realizar cualquier cosa que el pueblo vote
mayoritariamente? Muchos piensan que sí, pero resulta evidente que, por ejemplo, una votación pidiendo el
exterminio de los judíos no es admisible por mucho apoyo popular que le sustente. Por esta razón, debe existir
una constitución, escrita o legada por la tradición, con los principios fundamentales de un pueblo que ninguna
mayoría pueda destruir.
Economía
Sin duda, las mayores críticas al liberalismo se centran en el liberalismo económico, también llamado
capitalismo, acusado de cruel e injusto. Sin embargo, el capitalismo es una consecuencia lógica de la libertad
individual. Y, al contrario que el socialismo, la teoría económica liberal no se basa en una creación de un
fantástico sistema creado a partir de la nada. Se basa en la observación de las causas de la riqueza.
Hazlitt dividió las instituciones básicas de la economía capitalista en cinco, fuertemente relacionadas: propiedad
privada, mercados libres, competencia, división de trabajo y cooperación social. Vamos a estudiarlas una a una,
y ver su mutua dependencia.
Sin propiedad no puede haber libertad individual, pues coloca al colectivo que posee ese derecho (el Estado, la
comunidad local) en posición de ejercer la mayor de las coacciones: el hambre. No es, tampoco, ninguna
institución artificial, pues está imbuida en los instintos de buena parte de los mamíferos, nosotros incluidos.
Además, es el mayor incentivo que existe para trabajar, como bien se ha encargado de demostrar el propio
régimen soviético.
El libre mercado no es más que la libertad de cada uno de disponer e intercambiar como mejor desee su
propiedad privada. Es inseparable de la propiedad privada; pues sin poder disponer de lo que es nuestro como
mejor deseemos, ¿cómo podemos seguir diciendo que es nuestro? Las personas, escogiendo y consumiendo,
forman a través de sus elecciones lo que se ha dado en llamar sistema de precios, que no es más que el
resultado de millones de decisiones comerciales individuales.
En cualquier sistema de libre comercio las preferencias de los consumidores crean la competencia entre los
productores. Éstos bajarán los precios y sus propios costes e intentarán aumentar la calidad de su producto, no
de servir al público, sino de no ser echado del mercado por él y poder seguir obteniendo un beneficio. Algunos
autores parecen considerar esto como una guerra despiadada entre compañías, pero es más aproximado
compararlo con una pugna deportiva. De hecho, cuanto más mejora un rival en el mercado, más obliga a sus
competidores a mejorar.
El recurso económico más escaso es siempre el hombre. Y para aprovechar mejor los recursos humanos está la
división del trabajo. La mejora tecnológica y la existencia de dinero permiten a cada hombre realizar un trabajo
más específico, compartiendo el producto del mismo con los demás, en lugar de dedicarnos todos a hacer de
todo. El aumento en la productividad y la riqueza casi siempre puede estudiarse como un aumento de división
de trabajo. De este modo, la agricultura y ganadería, casi la única actividad productiva durante la mayor parte
de la historia de la humanidad, ahora emplea a una ínfima parte de los trabajadores en un país desarrollado.
Esa fuerza de trabajo extra ha ido a parar a la creación de nuevos bienes y servicios que mejoran la vida de sus
conciudadanos.
Por último, e inseparable del anterior, está la cooperación social. Es evidente que la división de trabajo no
podría existir sin ella, pues ésta sólo es practicable cuando las personas pueden compartir el fruto de su trabajo.
Además, permite que esa cooperación se produzca, no por el desinteresado amor hacia la humanidad que no
cabe suponer en toda persona, sino por el propio interés. Esto lo hace más efectivo y realista.
En este punto, vamos a detenernos sobre el aserto inicial. ¿Es justo este sistema? Las críticas sobre él siempre
se han centrado en la idea de que el propietario explota al trabajador y se queda con el producto de su trabajo.
Esta idea se basa en el pensamiento de que todos deberían poseer lo mismo, en la igualdad de resultados. No
obstante, dicha igualdad es incompatible con la libertad, pues obliga a un ente externo a "reasignar" recursos y
repartir riqueza. Esto ataca a la misma base del sistema capitalista, la propiedad privada, y en consecuencia la
productividad y la prosperidad que proporciona caen más cuanto mayor sea esa intromisión.
Conclusión
He querido realizar esta introducción al ideario liberal desde un punto de vista ético. No obstante, muchos
liberales realizan un enfoque opuesto, juzgando el liberalismo por su eficacia. Visto desde ese punto de vista,
podríamos haber comenzado estudiando el sistema económico para terminar examinando los principios éticos,
llegando a las mismas conclusiones. Ambas perspectivas son perfectamente complementarias. El libre mercado
es éticamente superior a sus alternativas y la libertad individual es eficiente.
Sin embargo, es evidente que aquí no están todas las respuestas. En el resto de nuestro sitio encontrarás
muchas de ellas a la vez que, seguramente, infinidad de nuevas preguntas. Si no encuentras lo que buscas,
consulta los foros. Pero no esperes una contestación categórica a todo, porque seguramente no la tiene nadie.
No somos Marx.
El anarcocapitalismo
Por Francisco Capella
En términos generales se dice que los liberales defienden el capitalismo, el mercado libre y los derechos
individuales frente al poder coactivo del estado; que son contrarios a la redistribución de riqueza, al
intervencionismo de la política económica, a las subvenciones a los grupos de interés, a las barreras
arancelarias proteccionistas que dificultan el comercio internacional, y la ingeniería social colectivista; que
quieren más sociedad, más iniciativa empresarial y menos estado.
Definir así el liberalismo es problemático y en realidad arbitrario (aunque muchos aspectos bien entendidos
resultan ser correctos). Es imposible determinar de forma objetiva qué tipo de estado y en qué cantidad es
aceptable para alguien que se considera liberal: depende de preferencias subjetivas y no de verdades
contrastables. No es adecuado intentar definir la sociedad libre en función de las características que posea su
estado. El proceso correcto es el inverso, definir el estado como concepto más complejo en función de la libertad
individual como concepto más básico. Aunque pueda parecer una afirmación exageradamente tajante y radical,
sólo existe una forma de liberalismo bien fundamentada (con principios axiomáticos sólidos), lógica
(consecuente, consistente, sin contradicciones) y de acuerdo con la naturaleza del ser humano y de la realidad
en la que vive: el liberalismo que entiende la libertad como el respeto al derecho de propiedad privada, y que se
basa en el principio ético de no agresión o no iniciación del uso de la fuerza.
Los potenciales conflictos entre propietarios y la posible existencia de delincuentes hace necesarios servicios de
policía, defensa y justicia. Un minarquista defiende un estado mínimo estrictamente limitado cuyas únicas
funciones son las de policía, defensa y justicia. El estado tiene el monopolio del uso sistemático de la fuerza
sobre unos súbditos y un territorio o jurisdicción, tiene el poder y la autoridad exclusivos para mandar y hacer
cumplir reglas de comportamiento social.
El problema del minarquismo es creer que el monopolio de la violencia puede ser eficiente, no corromperse, y
que su poder puede mantenerse estable y limitado por los ciudadanos. El estado es ineficiente: no existe
competencia y no se permite a los ciudadanos prescindir de sus servicios. Una jerarquía coactiva genera fuertes
incentivos para su propio crecimiento a costa de los gobernados. En los peores casos se llega hasta el
totalitarismo. Un estado mínimo no defiende el derecho de propiedad sino que lo viola sistemáticamente al no
permitir a cada persona decidir cómo resolver pacíficamente sus problemas de seguridad y protección. Los
mecanismos democráticos no resuelven estos problemas, y en algunos casos los agravan. Además la extensión
territorial del estado es arbitraria y suele ser resultado de hechos históricos violentos como guerras y
conquistas.
El mejor estado es efectivamente aquel que menos gobierna: el que no gobierna nada en absoluto. El
anarquismo es autogobierno y supone la defensa radical y consecuente de la libertad. El anarcocapitalismo o
sistema de ley policéntrica mediante jurisdicciones competitivas es una organización social espontánea,
autónoma, no coactiva, un orden voluntario cooperativo basado en la ética objetiva y universal de la libertad y
la justicia rectamente entendida como el derecho individual de propiedad privada. El anarquismo no significa
caos, desorden o salvajismo, sino simplemente ausencia de estado monopólico. El anarquismo liberal implica la
abolición de todas las formas de estado por innecesarias, peligrosas e indeseables. No es un anarquismo
comunista o anarcocomunismo, sistema inviable en el cual no se reconoce el derecho de propiedad. Existen
instituciones, leyes y agencias de seguridad, pero no son impuestas mediante la violencia. Se trata de una
heterarquía o estructura de red, y no una jerarquía o estructura de árbol. Anarquismo y mercado no son
contradictorios: propiedad y estado sí que son incompatibles.
Estado Minimo
Por Antonio Mascaró Rotger
A medio camino entre el anarcocapitalismo y el gobierno limitado existe una corriente de pensamiento que
defiende un Estado mínimo o miniarquía.
Se autodenominan miniarquistas porque eso es lo que quieren: un gobierno mucho más pequeño, restringido a
la prevención de interferencias con los derechos individuales en lugar de ser el principal entrometido. 1
Los liberales de todas las tendencias convienen en que los derechos fundamentales son los de la vida, libertad y
propiedad privada. Los miniarquistas aceptan el uso de la coacción estatal para defender eso derechos. Y para
nada más. Sólo las violaciones de estos derechos son de la incumbencia del Estado. No se trata, por tanto, de
diseñar un gobierno cuyos poderes se mantengan a raya unos a otros para suministrar bien común alguno.
La libertad no exige un poder que compense a otro, sino la imposibilidad de ejercer determinados poderes. Por
ejemplo, el que el poder para condenarme sin juicio simplemente no exista es un pilar del Estado de Derecho. 2
Los enfoques de los defensores de reducir el Estado a su mínima expresión han seguido distintos razonamientos
y, por ello, sus conclusiones muestran algunas discrepancias.
Así, según Ludwig von Mises "el fin único de las normas legales y del aparato estatal de coacción y compulsión
es permitir que la cooperación social funcione pacíficamente." Se trata, entonces, de estudiar cada posible
actuación y función del gobierno para determinar si lleva a una mejora en esa cooperación o a un
empeoramiento. Como es sabido, Mises realizó dicho estudio mediante la ciencia de la praxeología, que estudia
la acción humana. Esto es, analizó los efectos que tiene la intervención gubernamental sobre las acciones
humanas y cómo repercute esto en la sociedad. Y una de sus importantes conclusiones fue que tales
intervenciones crean males peores que aquellos que pretendían enderezar. Entonces al intervensionista sólo se
le ocurre volver a intervenir y empeora aun más las cosas. De esta manera, por muy moderado que sea el
intervencionismo de las "terceras vías", acaba cayendo en espiral hasta la miseria del socialismo.
El Estado es una institución humana, no un ser sobrehumano. Quien dice: debería haber una ley sobre este
asunto, quiere decir: la fuerza armada del gobierno debería obligar a la gente a hacer lo que no quiere hacer.
Quien dice: esta ley debería ser puesta en vigor, quiere decir: la policía debería obligar a la gente a cumplir esa
ley. Quien dice: el Estado es Dios, deifica la armas y las cárceles.3
Ayn Rand, en cambio, huyó del utilitarismo y argumentó las justas funciones del gobierno partiendo de los
derechos de los hombres. Ella pensaba que de estos derechos se derivan razonablemente las leyes que han de
regir una sociedad y, por ende, el papel que el Estado ha de jugar en ella. "La necesaria consecuencia del
derecho del hombre a la vida," decía Rand, "es su derecho a la autodefensa. En una sociedad civilizada, la
fuerza puede ser usada solamente en vindicación y sólo contra aquellos que inician su uso. [...] Un gobierno es
el medio de poner el uso vindicativo de la fuerza física bajo control objetivo, esto es, bajo leyes definidas
objetivamente." En esta sociedad, por tanto, el Estado sólo actúa cuando los derechos de algún individuo ya han
sido violados. Ésta actuación no va más allá de la restitución, en la medida de lo posible, de la situación anterior
a la agresión y, si procede, de la condena al agresor. Queda así delimitado el Estado mínimo según Rand, a
veces moteado por algunos como Estado gendarme.
Las funciones naturales de un gobierno se dividen en tres grandes categorías, todas ellas relacionadas con la
violencia y la protección de los derechos del individuo: la policía, para proteger a los hombres de los criminales las fuerzas armadas, para proteger a los hombres de invasores foráneos - los tribunales para solucionar
disputas entre los hombres de acuerdo a leyes objetivas.4 (Las cursivas son de Rand.)
George Reisman, discípulo de Mises y de Rand, ha resumido recientemente la visión miniarquista:
Nosotros queremos una sociedad en la que el papel del gobierno se limite a la protección de los derechos
individuales y en la que, por lo tanto, el gobierno use la fuerza sólo en defensa y vindicación contra el inicio de
la fuerza. Queremos una sociedad en la que los derechos de propiedad sean reconocidos como unos de los
principales derechos humanos; una sociedad en la que nadie haya de sufrir debido a su éxito por la envidia de
los demás, una sociedad en la que toda la tierra, recursos naturales y otros medios de producción sean de
propiedad privada. En tal sociedad, el tamaño del gobierno sería menos de la décima parte del que es ahora en
términos de gasto público. La mayor parte del estado, tal como existe ahora, sería eliminado: virtualmente
todas las agencias estatales y departamentos con las excepciones de defensa, interior, justicia y tesoro.
Permanecería sólo un poder ejecutivo radicalmente reducido y unos poderes legislativo y judicial con poderes
radicalmente reducidos. Al ciudadano respetuoso con las leyes de tal sociedad, el gobierno le parecería
esencialmente un "vigilante nocturno", obediente y calladamente haciendo sus rondas asignadas para que la
ciudadanía pudiera descansar con la seguridad de que sus personas y propiedades estaban libres de agresión.
Sólo en las vidas de los criminales comunes y estados extranjeros agresores, se haría notar la presencia del
gobierno.5
Finalmente, teorizando muy cerca del anarcocapitalismo, Robert Nozick despojó al Estado gendarme de sus
últimas posibilidades de redistribución. Al obligar a unos ciudadanos a sufragar con sus impuestos la defensa de
otros ciudadanos, argumenta Nozick, incluso el minúsculo Estado gendarme resulta redistributivo. Para evitar
esta contradicción, el profesor de Harvard propuso en 1974 una sociedad regida por unos Estados ultramínimos
que ofrecen a los ciudadanos su protección a quienes voluntariamente la paguen.
Un Estado ultramínimo mantiene un monopolio sobre todo el uso de la fuerza, con excepción del que es
necesario en la inmediata defensa propia y, por tanto, excluye la represalia (o la proporcionada por una
agencia) por daño y para exigir compensación. Sin embargo, únicamente ofrece protección y servicios de
ejecución a aquellos que compran sus pólizas de protección y aplicación. Las personas que no contratan
protección con el monopolio no obtienen protección.6 (Las cursivas son de Nozick.)
Smith, L. Neil, The Probability Broach, Nueva York, Ballantine Books, 1980. Pág. 12.
Rodríguez Braun, Carlos, Estado contra mercado, Madrid, Taurus, S.A., 2000. Pág. 77.
3 Mises, Ludwig, Gobierno Omnipotente, Madrid, Unión Editorial, S.A., 2002 (1944). Pág. 81.
4
Rand, Ayn, "La naturaleza del gobierno" en La virtud del egoísmo, Buenos Aires, Plastygraf, S.A., 1985 (1961).
Pág. 126.
5 Reisman, George, Capitalism: A Treatise On Economics, Ottawa, IL., Jameson Books, Inc., 1998. Pág. 971.
6 Nozick, Robert, Anarquía, estado y utopía, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., 1988
(1974).
1
2
Gobierno Limitado
Por Antonio Mascaró Rotger
A lo largo de la historia, ha habido gobernantes cuyo poder ilimitado les ha permitido cometer actos
terribles contra su propio pueblo. Para evitar esto, aparecieron en Europa diversos intentos de limitar el
poder político. No todo podía permitírsele al rey.
Mientras en los demás continentes, los soberanos todopoderosos oprimían a sus pueblos a su antojo,
documentos como els Usatges de Barcelona y más tarde la Magna Carta inglesa sometieron a los
gobernantes europeos al imperio de la ley. Éste era el juramento de lealtad que en la Corona de Aragón se
hacía al rey:
Nosotros que valemos tanto como vos, juramos ante vos que no sois mejor que nosotros, que os aceptamos
como rey y soberano siempre y cuando respetéis nuestras libertades y leyes, pero sino no.1
En Castilla, Juan de Mariana no tuvo reparos en reconocer al pueblo el derecho de matar al gobernante si éste le
oprimía con impuestos excesivos, moneda fraudulenta o impedía la reunión del parlamento, es decir, si el rey se
volvía tirano. Mariana recalcó que el gobierno no es omnisciente y, por lo tanto, no puede aspirar a la
omnipotencia.
Es gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve. [El gobernante] no conoce las personas ni los hechos, a lo
menos todas las circunstancias que tienen. Forzoso es que se caiga en yerros muchos y graves, y por ellos se
disguste la gente y menosprecie gobierno tan ciego. Es loco el poder y mando. [Cuando] las leyes son muchas
en demasía y como no todas se pueden guardar ni aun saber, a todas se pierde respeto.2
Más adelante, los autores del liberalismo clásico británico teorizaron sobre las tareas específicas a las que
debían dedicarse los gobiernos. Sus conclusiones no son perfectamente coincidentes pero todas recalcan la
naturaleza secundaria del gobierno ante la sociedad civil. Primero están el individuo y su propiedad, sólo en
segundo término aparece el Estado para defenderlos. Las discrepancias, por tanto, están en las condiciones que
el Estado ha de mantener para defender a sus súbditos y así asegurar el bien común.
En efecto, si como dijo Lord Acton, "el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente",
el poder estatal habrá de tener unas limitaciones muy claras o su corrupción lo hará insoportable a los
ciudadanos.
Uno de los principales defensores del gobierno limitado fue John Locke. Según él, los hombres ceden su
soberanía natural al gobierno para que éste les proteja. Para ello no es necesario que el gobernante acumule
mucho poder. Es más, para evitar que se extralimite, será bueno que el gobierno esté dividido en distintos
poderes que se contrapongan. Y si aún así llega a pasarse de la raya, entonces los ciudadanos tendrán pleno
derecho a rebelarse contra él.
Adam Smith fue más explícito y en su Estudio sobre las causas y la naturaleza de la riqueza de las naciones
detalló los tres deberes del gobierno. El primer deber del soberano consiste en defender a sus súbditos de
agresiones extranjeras. El segundo deber consiste en defenderlos de agresiones por parte de otros miembros de
la propia sociedad. Y el tercer deber es una especie de cajón de sastre por el que el soberano ha de proveer a la
sociedad de todas aquellas cosas que los individuos no ofrecerán pues no ofrecen oportunidades de lucro, es el
caso de algunas obras públicas. Además, Smith veía con buenos ojos que el gobierno vigilara a las grandes
empresas, cuyas aspiraciones oligopolistas perjudicaban el natural desarrollo del mercado.
Cuando los representantes de las Trece Colonias, muy familiarizados con los clásicos, se hartaron de que el rey
Jorge les impusiera obligaciones sin permitirles ninguna representación en el Parlamento británico, le
presentaron una Declaración de Independencia en la que hacían referencia explícita a las funciones limitadas del
gobierno.
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por
su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus
poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuandoquiera que una forma de gobierno se haga
destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno
que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores
probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por
motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado
que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia
aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida
invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su
derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad.
Es decir, el gobierno está para asegurarnos la tranquilidad suficiente para poder vivir en paz; para mantener
aquellas condiciones que hacen soportable la vida en sociedad. Si se extralimita en su ejercicio del poder deja
de asegurar esa necesaria tranquilidad. Y entonces, no merece otra cosa que ser depuesto.
Consecuentemente, al adoptar la Constitución para la nueva nación, estas limitaciones fueron tenidas muy en
cuenta. Tanto, que los más puntillosos, los antifederalistas, no quedaron nada satisfechos y exigieron una serie
de enmiendas. Había que asegurarse de dejar bien claro que los derechos fundamentales del ciudadano están
muy por encima del poder del gobierno. Así, las diez primeras enmiendas a la Constitución fueron conocidas
como la Carta de Derechos. La primera se refiere a la libertad religiosa, de prensa y de asamblea. La segunda al
derecho de llevar armas y organizarse en milicias. Y así sucesivamente hasta llegar a la décima cuyo radicalismo
en el énfasis de la limitación del gobierno no podría ser más diáfano:
Los poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos a los estados, quedan
reservados para los estados respectivamente o a las personas.
Ante los desmanes del socialismo soviético, el nacional socialismo y la social democracia, los economistas del
siglo XX han defendido el regreso a un gobierno limitado a la tarea de asegurar las condiciones básicas para que
el mercado funcione. Sin embargo, los gobiernos actuales distan tanto de aquel ideal que estos autores han
aceptado en ocasiones males menores para avanzar hacia la limitación del poder gubernamental.
Es el caso de Milton Friedman, que ha propuesto que parte del dinero que los ciudadanos pagan al Estado con
sus impuestos les sea devuelto en forma de cupones. Estos cupones podrán usarlos los contribuyentes para
sufragar sus propios gastos de educación.
Más allá ha ido el premio Nobel Friedrich Hayek aceptando un mínimo gasto público en seguridad social.
En una sociedad industrializada resulta obvia la necesidad de una organización asistencial, en interés incluso de
aquellas personas que han de ser protegidas contra los actos de desesperación de quienes carecen de lo
indispensable. Es probable, y quizá inevitable, que la mencionada asistencia no se limite a los incapaces de
atender sus propias necesidades, como también que en una sociedad comparativamente rica, cual es la actual,
el volumen de ayuda rebase lo estrictamente indispensable para mantener vivos y en estado de salud a los
beneficiarios.3
1
2
3
Citado en Vergés, Joseph C., Tots els homes de Duran, Barcelona, Llibres de l´Índex, S.L., 2000. Pág. 48.
Huerta de Soto, Jesús, Nuevos estudios de economía política. Madrid, Unión Editorial, S.A., 2002. Pág. 156.
Hayek, Friedrich, Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1998.Pág. 381.
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