inestables y las posibilidades de alianzas, muy variadas. A lo que hay que añadir que todas, incluido el campesinado, estaban, desde el principio y cada vez más completamente, vinculadas entre sí por relaciones monetarias y mercantiles. Se comprende, pues, que las sociedades feudales europeas, aunque se las pueda considerar a todas ellas pertenecientes al mismo tipo general, hayan evolucionado de forma muy diferente, según las vicisitudes de la historia: las condiciones naturales, la posición geopolítica, las guerras, las revueltas, las epidemias, las opciones y alianzas políticas...; todo esto jugó un papel en el desarrollo de los diferentes Estados y a menudo explica, para buena parte de ellos, su posición actual. Pero hay que dejar un espacio particular, como lo muestra Tilly (Tilly, 1975, p. 445 s,), a las políticas adoptadas en materia de subsistencia. Estas opciones de «política agrária» deben ser entendidas, por otra parte, en relación con el lugar ocupado por los diferentes países en el «sistema mundial» que, de acuerdo con I. Wallerstein, se constituyó a comienzos del siglo XVI (Wallerstein, 1974). Según que los países decidiesen ser autárquicos, importadores o exportadores de productos alimenticios, según que hubiesen o no participado en las aventuras coloniales y en el establecimiento de economías de «plantaciones», los resultados a largo plazo fueron bien diferentes. En definitiva, la evolución de las estructuras de la propiedad de la tierra y de las estructuras de la producción agraria determinó estrechamente los diversos modos de «descomposición» del feudalismo y las diversas formas de Estado que resultaron de dicho proceso. 2. La agricultura y el Estado: los regímenes agrarios surgidos del feudalismo Clásicamente, se distinguen tres grandes tipos de regímenes agrarios surgidos del feudalismo: el modelo inglés, el modelo este-europeo (también llamado «prusiano») y el modelo europeo occidental (modelo «campesino»). 29 A) El modelo inglés El modelo inglés, que comenzó a generalizarse en algunas partes de Gran Bretaña a partir del siglo xVI, reposaba sobre una célebre «trinidad»: propietario que no explotaba directamente la tierra y que percibía una renta, empresario agrícola que percibía un beneficio empresarial y trabajador agrícola asalariado. Este modelo fue resultado de una victoria histórica de los landlords, aliados de los campesinos ricos y de los grandes arrendatarios, en la lucha que los enfrentaba a las comunidades rurales, victoria que se expresó en el fenómeno bien conocido de los enclosures. En las zonas más pobres, los pastes sustituyeron a los cultivos, y las ovejas productoras de lana expulsaron a los hombres. En las regiones fértiles, la tierra fue reagrupada én grandes explotaciones, bien estructuradas y equipadas, dirigidas por arrendatarios competentes y contando únicamente con la mano de obra estrictamente necesaria (Tracy, 1982, p. 39 s.). Una gran parte de la población rural fue, así, expulsada de los campos, formando una masa miserable e inestable que tuvo que refugiarse en las ciudades y que proporcionaría más tarde la mano de obra de las industrias nacientes, así como los emigrantes que poblarían América del Norte. El destino histórico de este modelo inglés es paradójico. Permitió, a partir del siglo xvIII, el desarrollo de una agricultura sumamente intensiva, ávida de progreso técnico, que fue la primera en adoptar masivamente la rotación de cultivos a base de cerealés, forrajes y plantas de escarda, en aplicar enmiendas calizas, en utilizar la selección de especies animales y, más adelante, en introducir la mecanización ( trilladora de vapor). La primera ola de la revolución industrial estimuló aún más este tipo de agricultura, al ofrecerle un amplio mercado formado por la masificación creciente de las poblaciones urbanas. Fue la edad de oro del High Farming, en la que la agricultura inglesa se imponía como modelo técnico a imitar por el resto de Europa. A mitad del siglo XIx, Marx podía ya con- 30 siderarlo como el modelo acabado de la agricultura «capitalista», y anunciar que «todos los demás países de Europa occidental se veían atravesados por ese mis.mo movimiento». Sin embargo, fue también el avance de la expansión industrial lo que, pocos años más tarde, arruinaría esta hermosa agricultura. A partir de los comienzos del siglo xIx, cuando se vio en Inglaterra que la agricultura de la metrópolis no podía responder al crecimiento de la población, se desarrolló una política de importaciones procedentes de Estados Unidos y de los «dominios coloniales» agrícolas, así como de otros países del mismo tipo (Argentina, Uruguay). La clase de los manufactureros, atenta a una política de chea1bfood que permitiese moderar los salarios industriales, rompió su acuerdo con la clase de los terratenientes y empresarios agrarios, siendo esta ruptura consagrada por la abolición, en 1846, del viejo dispositivo proteccionista de las Corn Laws. A partir de ese momento quedó reestructurado el sistema agrario mundial, cuyos mercados fueron controlados por Londres con el objetivo de abastecer a Gran Bretaña al mejor precio. La agricultura de la metrópolis, sacrificada a la causa de una alimentación barata, experimentó, a partir de 1880, una profunda decadencia. En vísperas de la primera guerra mundial, tan sólo proporcionaba 125 días por año del abastecimiento nacional británico (Tracy, 1982, p. 157). B) El modelo de la Europa del Este El modelo de la Europa del Este (impropiamente llamado modelo «prusiano») también nació de una victoria l ^stórica de la nobleza terrateniente. Esta, en la mayor parte de los países de la Europa del Este y de la Europa Central, y con el fin de aprovechar las oportunidades de realizar pingiies ganancias ofrecidas por el comercio del grano, particularmente en el mercado internacional, consiguió refonar su dominio sobre el mundo rural, en muchas partes ya muy emancipado, y encerrarlo en las normas coercitivas de una <csegunda servidumbre». Pa- 31 ra muchos historiadores, esta segunda servidumbre no tenía nada que ver con el feudalismo, ya que era, en la práctica, el resultado de la inserción de la agricultura en el mercado, que transformó a los antiguos señores en auténticos capitalistas agrarios. Señalemos de pasada que los historiadores tienen a menudo tendencia a ver nacer «capitalismo» en cuanto aparecen relaciones mercantiles. De hecho, se constata que, en muchos países donde tales «capitalismos» se instalaron precozmente, éstos se opusieron más tarde encarnizadamente, y a menudo con éxito, al desarrollo de una burguesía auténticamente «industrial» (Wallerstein, 1974, p. 166). Sea como fuere, contrariamente a los landlords ingleses, los señores del Este no vaciaron los campos de su población campesina: las necesidades de mano de obra requeridas por el cultivo del cereal les condujeron a sujetar de nuevo al campesino a su tierra, a prohibirle la huida (Stahl, 1977, p. 84). Es por ello que tuvieron que volver a las formas más arcaicas y coercitivas del feudalismo. En este tipo de países, se constituyó una estructura económica y social muy particular. Los terratenientes, ejerciendo un predominio político y económico casi total, se mantenían fieles al principio de «libre cambio», que les aseguraba un mercado para sus productos agrarios, pero que hacía casi imposible el desarrollo de un capitalismo nacional. El campo estaba atestado de un semiproletariado agrícola abundante y miserable. La economía «moderna» existía en forma de islotes en las capitales y en algunas grandes ciudades. Estos países, por otro lado, formaban parte de las «zonas de influencia» de los grandes países capitalistas (de Alemania, en particular), que eran sus clientes y abastecedores. Es natural, pues, que su vida política se articulase en torno a la «cuestión agraria». Los campesinos luchaban por su emancipación y por la reforma agraria, lo que explica la existencia en todos los Estados de la Europa central y oriental de esos fuertes «partidos campesinos» de los que E. Le Roy-Ladurie (en su prefacio a S. Berger, 1975, p. 7) se extraña muy ingenuamente de no encontrar rastro alguno en Francia. 32 Evidentemente, hay que excluir de este panorama el caso de Prusia, que se fusionó muy pronto con una de las regiones más activas de expansión del capitalismo industrial. En el marco del Imperio alemán, la nobleza terrateniente de los junkers prusianos se beneiició de un régimen proteccionista, así como de un particular régimen administrativo regional, que le permitió subsistir mal que bien hasta el final de la segunda guerra mundial. No hay que olvidar tampoco que esta protección le fue concedida principalmente en razón del papel que jugaba en el aparato del Estado del Reich, en tanto que cuadros superiores de la burocracia y el ejército (Braun, in Tilly, 1975, p. 243 s.). Las razones muy excepcionales de su supervivencia y de su prosperidad no impedían a los observadores de la época considerar a las fincas de los junkers como unos modelos de agricultura progresista. En el movimiento socialista en particular, estos junkers eran admirados y al mismo tiempo odiados. Engels consideraba que el «dominio prusiano» era a la agricultura «lo que M. Krupp era a la industria» (Engels, 1956, p. 29), y Kautsky, con matices, se adheriría a la misma concepción en su La Cuestión Agraria (Kautsky, 1900). Dejando aparte el caso de Prusia, el modelo este-europeo dio lugar a un conjunto de países atrasados, subdesarrollados, víctimas de crisis agrarias crónicas, de inestabilidad política y proclives a la revolución social. Como se sabe, esta última acabó estallando en Rusia en 1917. Entre las dos guerras, los partidos agraristas fracasaron casi en toda Europa central en su intento por resolver pacíficamente el problema agrario, y la U.R.S.S., después de 1945, tendría que imponer su propia solución. El zarismo había muerto por no haber sabido liberar a los campesinos y darles la tierra. Los bolcheviques, guiados por Lenin, tuvieron la suprema habilidad de proceder con toda rapidez a este reparto, apropiándose, así, del programa del partido socialista revolucionario, que era el auténtico portavoz del campesinado sublevado. Fue esta genialidad táctica lo que les permitió tomar las riendas del poder. Sin embargo, 33 y Lenin lo venía aiirmando desde 1902 (de Crisenoy, 1978, p. 158), semejante reparto no iiguraba para nada en el programa de los bolcheviques. En efecto, las grandes iincas que, según Lenin, representaban la forma capitalista y, por ello, la más progresista de la producción agraria, debían ser cuidadosamente conservadas. De hecho, el reparto de la tierra nunca fue considerado por los bolcheviques más que como un retroceso táctico, al que la colectivización pondría remedio algunos años más tarde. Estableciendo kolkhoxes y, sobre todo, «granjas estatales^> gigantescas, los bolcheviques no hicieron otra cosa que reconstruir esas hermosas iincas a la prusiana de las que siempre habían admirado su potencia, su riqueza y su «progresismo» técnico. Como mediocres marxistas, olvidaron que las grandes iincas sólo prosperan en condiciones económicas y sociales bien determinadas. De forma totalmente análoga, se verá más tarde cómo Estados con una independencia recién conquistada conservarán cuidadosamente las grandes explotaciones coloniales, como si esperaran, de forma un tanto mágica, apropiarse de la potencia y la riqueza de aquéllos que los habían largamente esclavizado. Dejando aparte Bohemia (pero no Slovaquia), todos los países que la U.R.S.S. sometió a su hegemonía a partir de 1945 _ odelo este-europeo descrito más arriba. Sepertenecían al m gún el método seguido en la U.R.S.S., y considerado desde entonces como «científico», los nuevos regímenes procedieron a una reforma agraria igualitaria, que fue acogida con entusiasmo por los campesinos. Muchas grandes explotaciones fueron, sin embargo, sustraídas al reparto y, a menudo, transformadas «tal cuales» en «granjas estatales». Por lo demás, se siguió escrupulosamente el procedimiento soviético: después de dos o tres años, los nuevos campesinos-propietarios fueron sometidos a la dekoulakisation (expropiación de las tierras que habían tenido mayor éxito productivo), y luego a su reagrupación forzosa en cooperativas de producción. Esta política no revistió el carácter sangriento que había tenido en la U.R.S.S., pero interrumpió brutalmente el desarrollo de la producción 34 agrícola al que la reforma agraria había dado un empuje notable. De ese proceso resultaron graves disturbios en la mayor parte de las democracias populares, una de cuyas consecuencias fue el hecho conocido de que Polonia tuviese que renunciar para muchos años a la colectivización agraria. LPor qué la política de «colectivización» de la agricultura dio tan mediocres resultados, a pesar de los recursos cada vez más importantes que le dedicaron los diferentes Estados? tPor qué se continuó con esta política cuando se conocían todas las dificultades de su puesta en práctica? ^Está por naturaleza condenada esta política a un perpetuo fracaso, o podrá algún día, y en qué condiciones, dar los resultados que de ella se esperaban? Sabiendo que esta política se presenta casi como la inversa de la que ha tenido tanto éxito en la Europa occidental, puede esperarse que un análisis de esta última permita aportar algunos elementos de respuesta a las cuestiones que plantean las agriculturas «socialistas». C) El modelo europeo occidental En el modelo europeo occidental, por último, la producción agraria está organizada bajo la forma de la explotación familiar, también llamada «pequeña producción». En esta forma de explotación, el titular dispone de la propiedad o, al menos, del control, más o menos libre y completo, de lo esencial de los medios de producción, y, sobre todo, del principal de todos ellos: la tierra. El los hace fructificar con su propio trabajo y el de los miembros de su familia. Su objetivo es asegurar así su propia reproducción, la de su familia y la de su explotación, y mejorarlos, si es posible, aumentando las capacidades productivas de su explotación. En cuanto los tributos feudales se transformaron en rentas en dinero, lo cual empezó a producirse, como hemos dicho, a partir de la Edad Media, el agricultor se convir- 35 tió en dueño de su producto, pudiendo consumirlo o venderlo, aunque teniendo que deducir del dinero obtenido las diversas rentas debidas al señor, o también a la Iglesia y al poder monárquico (1). Desde su origen, la explotación de pequeña producción (la explotación familiar) presentaba numerosas aptitudes interesantes. Los señores tenían garantizado un trabajo constante sin tener que ejercer una vigilancia directa, ya que el peso de los tributos, cuando no superaba límites razonables, tenía, en definitiva, ^un efecto estimulante sobre la intensificación de la producción. Sin embargo, durante mucho tiempo, este tipo de explotación tropezaría con muchos obstáculos, impidiéndole mostrar sus extraordinarias posibilidades de desarrollo. Como hemos visto más arriba, la precariedad de las técnicas exigía recurrir al barbecho y a la rotación colectiva de cultivos. Más tarde, cúando se conocieron técnicas más eficaces, la pequeña producción, atrapada en ese corsé colectivo, se encontró en una situación que le incapacitaba para aplicarlas. Este hecho explica, por su ausencia, el éxito del modelo inglés: los grandes propietarios tuvieron fuerza política suficiente para romper las disciplinas colectivas de la comunidad rural y para adquirir una ventaja técnica enorme en relación a los pequeños campesinos. Además de esa incapacidad, la permanencia de las instituciones feudales imponía al agricultor parcelario un régimen jurídico precario, que hacía incompleto e inestable su control técnico y económico sobre la tierra que trabajaba. A pesar de sus esfuerzos, los campesinos sólo llegaron a poseer una pequeña parte de la tierra. Así, en Francia, la propiedad de los señores y luego la propiedad «burguesa» de la nobleza «de robe», de los mercaderes y de los agricultores más pudientes, seguía siendo muy extensa y tenía, incluso, tendencia a crecer en el siglo XvIII. Hay que señalar, por otro lado, que, en estas cate(1) No obstante, la renta en especies sigue siendo muy frecuente en algunas reg-iones hasta la Revolución. 36 gorías de grandes propietarios, eran muchos los que explotaban de forma más o menos directa grandes o muy grandes explotaciones al estilo del modelo inglés. La «revolución burguesa», violenta como en Francia o más gradual como la que se dio en los demás •países, vino a liberar la pequeña propiedad y la explotación parcelaria de muchas de sus ataduras. Pero continuó siendo víctima de las debilidades constitucionales que obstaculizaban su progreso. El peso de la renta de la tierra, aunque ésta había tomado la forma de simple arriendo, seguía siendo, en efecto, lo suficientemente pesado como para impedir una acumulación adecuada e, incluso, la constitución de un simple fondo de liquidez. Para comprar tierra o, a veces, incluso para financiar la producción y esperar la venta de la cosecha, el campesino tenía que recurrir con demasiada frecuencia a un crédito caro, en ocasiones realmente usurero. De este modo, parecía como si la pobreza, la ignorancia y la rutina técnica debiesen formar siempre parte de su destino. 3. La agricultura y el Estado: agricultura y capitalismo A) Las virtualidades de la explotación de tipo individual Se comprende por qué Marx, por ejemplo, observando la situación de la pequeña producción agrícola, le reconocía una gran capacidad de resistencia económica y una gran «competitividad», ya que, según señalaba en El Capital, para el campesino, «el único límite absoluto lo constituye el salario que se asigna a sí mismo, una vez deducidos sus gastos propiamente dichos. Mientras el precio del producto le proporcione ese salario, seguirá cultivando su tierra, haciéndolo con frecuencia hasta por un salario que no supere el mínimo vital» (III, 37