LOS QUE ASALTAN EL CIELO Concierto del 19 de enero de 2011 (Auditorio Nacional, Sala Sinfónica) Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid Alberto Nosé, piano José Antonio López, barítono José Ramón Encinar, director Camille SAINT-SÄENS (1835-1921): Una noche en Lisboa Piotr Ilich CHAIKOVSKI (1840-1893): Concierto nº1 en Si bemol Mayor Mijail GLINKA (1804-1857): Una noche en Madrid Emilio ARAGÓN (1959): Largo suspiro de vida, para barítono, coro y orquesta “En la quimérica novedad del día, / estás ya entera, Revolución”. Boris Pasternak ha escrito su 1905, canto de inmensa altura a la revolución masacrada ese año, dos décadas más tarde. Cuando apenas nada de aquella épica ya sobrevive. Cuando el lirismo heroico de los adolescentes que “miraban como las águilas” ha cedido su paso al imperio universal de la policía política, bajo cuyo rodillo acabará por ser reducido él, el último de la gran generación de escritores revolucionarios rusos. En 1905, las multitudes locamente arrastradas por un monje delirante, creían tal vez asaltar el inmediato paraíso. Volvieron a creerlo cuando las cabezas más brillantes de Rusia, anudadas en torno al Partido Bolchevique, anunciaron el inicio del fin de la explotación y la miseria humanas. Lo llamaron dictadura del proletariado. Nunca ocultaron que era la forma acabada de aquello a lo cual los jacobinos dieron nombre de Terror poco más de un siglo antes. Koestler da el fascinante relato de su cataclismo en El cero y el infinito: “todos nuestros principios eran buenos; todos nuestros resultados fueron malos”. Hasta bien entrado el siglo XIX, ni terror ni terrorista eran valorativos; definían un uso del poder, tal vez inseparable de la sociedad moderna; es todo. Poco a poco, la necesidad de que el poder, para ejercerse sin cortapisas, sea invisible, va llevando a unos y otros a eludir el término. Si no hay poder absoluto más que bajo la apariencia de un no poder, ningún terror podrá ser literalmente ejercido más que allá donde el terror haya sido léxicamente borrado. 1 Sobre Auguste Blanqui recaerá ese desplazamiento genial que, a la dinámica de gobierno (y de toma del gobierno) revolucionario, dará nombre de dictadura proletaria, y que hará callar, durante un siglo y medio, su primera designación, ingenuamente explícita: dictadura revolucionaria o terror. El Terror abre, en 1794, el mundo en el cual vivimos como esa “era de la sospecha, que ve enemigos por todas partes”, en lúcida expresión de Gusdorf. Pero ésa es también la definición del Estado que la burguesía alumbra en el umbral del siglo XIX: era de la sospecha. Máquina de fuerza regulada, tanto física como simbólica; máquina en guerra universal y permanente, no ya con aquello en lo cual lindan sus fronteras; máquina, ante todo, en guerra inextinguible con cada uno de los sujetos a los cuales construye y regulariza como tales; y con el conjunto armonizado de ellos. El terror ha definido algo que va mucho más allá de un accidente transitorio en la larga historia de los despotismos. Es la modernidad política, la prueba de laboratorio del Estado moderno ⎯y de sus contraestados, los partidos revolucionarios. Es la razón por la cual juzga Auguste Blanqui innecesario remachar sobre el carácter terrorista del poder revolucionario que la Comuna instaura en 1871. No hay Estado que se construya sobre otra cosa que el terror; que sobre otra cosa asiente su monopolio de la potencia constrictiva. El Estado moderno es dictadura, en tanto que conjunto de reglas y procedimientos útiles para garantizar la estabilidad de un modo de dominación (sobre la realidad y sobre los hombres) específico: una dominación, no de casta ni linaje, no de sangre o dinastía; una dominación de clase: ese invento específico, esa esencial innovación de la sociedad burguesa. La dictadura del proletariado, a través de la cual Blanqui engarza el dispositivo de guerra revolucionaria contra el orden establecido, es una dictadura revolucionaria, en el sentido que Babeuf y Buonarotti toman del jacobinismo radical. Inequívoca, en cuanto a la instrumentación técnica del terror, mediante los dispositivos (militares y conspirativos, en primer lugar) que la blindan como irreversible. El terror debe ser un arte. A partir de Blanqui, ese arte idea un taller propio: la dictadura obrera. La creencia fundamental del nuevo partido obrero, concebido en lo esencial por Blanqui, mucho más que por Marx y Engels, y de Blanqui tomado por Lenin, mucho más que de sus maestros confesos, “estriba en la eficacia de un pequeño partido muy disciplinado, organizado para la revolución y destinado a establecer una dictadura que dirigiría la educación del pueblo con vistas a introducir el nuevo sistema social del comunismo. No sería un partido de masas, punto en el cual su doctrina sobre la dictadura del proletariado difiere esencialmente de la de Marx”1. Difiere. Sin duda. Entra, incluso, en conflicto de incompatibilidad con ella. Pero es, también, su punto de partida léxico. Y, como tal, la contamina. No hay cura para una contaminación léxica. Y las consecuencias serán, a la larga (si es que a medio siglo puede llamarse distancia larga), catastróficas. Sobre todo, en los avatares de la institucionalización del marxismo en las internacionales obreras, tras la muerte de Marx. Aunque no sólo. La cosa comenzó antes. 1 COLE, G.D.H.: Historia del pensamiento socialista. I. Los precursores. 1789-1850; México, Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 168. 2 A Marx, al tan riguroso Marx, le incomoda la ambivalencia del lexema de Blanqui. La transparente carga de autoritarismo represivo que traduce. Toma, sin embargo, a cuenta propia, la expresión dictadura del proletariado. Trabaja prolijamente sobre ella, apostando a desplazar la ambivalencia. Pienso que nunca lo consigue de un modo conceptualmente satisfactorio. Pienso que él lo sabe. Pienso que es demasiado inteligente para no saberlo. Pero es político. También. Nada ha perjudicado más a Marx ⎯a su obra, que es lo que Marx es para nosotros⎯ que eso. Tampoco satisface a Engels. Que se esfuerza por preservar la expresión, aun después de haber procedido a dinamitar esa ambivalencia léxica que lastra los usos blanquistas del poder en la experiencia de la Comuna. Detengámonos un momento en los pasajes engelsianos que afrontan esa paradoja. El primero de ellos es un artículo de 1874: “El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna”. Es una obra maestra del zigzagueo entre política y concepto. Los dirigentes blanquistas de la Comuna, exiliados en Londres, acababan de publicar un extraño panfleto reivindicativo de la arbitrariedad punitiva desplegada por los revolucionarios durante su breve poder: “En lo que a nosotros toca” ⎯proclamaban los blanquistas⎯, “reivindicamos nuestra responsabilidad por las ejecuciones [llevadas a cabo bajo la Comuna] de enemigos del pueblo [sigue el recuento de fusilados], reivindicamos nuestra parte de responsabilidad en los incendios efectuados para destruir los instrumentos de opresión monárquica o burguesa, o para proteger a los combatientes”2. Engels parece haberse sentido, de entrada, horrorizado ante esa mezcla autosatisfecha de ingenuidad teórica y brutalidad práctica. Su arremetida contra la complacencia en el terror de eso a lo cual los blanquistas llaman dictadura del proletariado ⎯la forma, dicen ellos, específicamente obrera del terror revolucionario⎯, es demoledora. “En toda revolución se cometen inevitablemente multitud de necedades, lo mismo que en otras épocas; y cuando, finalmente, los hombres se tranquilizan para recobrar la capacidad de crítica, sacan fervorosamente la conclusión: hicimos muchas cosas que hubiera sido mejor evitar, y no hicimos muchas cosas que había que hacer, por cuya razón las cosas marcharon tan mal. Ahora bien, ¡qué falta de crítica se precisa para canonizar la Comuna, proclamarla impecable, afirmar que con cada casa quemada, con cada rehén fusilado, se ha procedido debidamente hasta el último punto sobre la i! ¿No será eso lo mismo que afirmar que en la semana de mayo3 el pueblo fusiló precisamente a aquellos hombres que lo merecían, y no más, quemó precisamente los edificios que debían ser quemados, y no más? ¿Acaso no es lo mismo que afirmar que durante la primera revolución francesa cada decapitado recibió lo merecido, primero los 2 Citado por Engels en “El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna”, en MARXENGELS: Obras escogidas; Moscú, Progreso, 1973, vol. II, pp. 401-408. 3 Se refiere a la Semaine Sanglante, cuando, tras la derrota, los hombres de la Comuna fueron masivamente fusilados por los vencedores. 3 guillotinados por orden de Robespierre, y después el propio Robespierre? He aquí los infantilismos a que se llega cuando personas, en esencia, de espíritu muy pacífico dejan rienda suelta a su afán de parecer muy terribles. Basta”4. ¿Por qué esa exhibición de buen sentido de Engels en 1874 no concluye en una ruptura clara e irreversible con la ambivalencia terrorista que el concepto blanquista de dictadura proletaria arrastra consigo? La respuesta es avanzada en el párrafo siguiente por el mismo Engels. Y es desoladora, en la medida en que remite sólo a un tactismo feroz. Por primera vez, recuerda Engels, los aislados y desmoralizados revolucionarios alemanes en el exilio han visto, en medio de esa experiencia de terror revolucionario puesta en pie por la Comuna, un reconocimiento organizativo obrerista de algunas de sus hipótesis conceptuales más preciadas. No quiere Engels ⎯como no lo quiso Marx⎯, a ningún precio, romper esa alianza, que, desde su inicio, más que una alianza es un clamoroso malentendido, un funesto malentendido. “Basta” ⎯concluye, pues, Engels⎯. Lo que viene luego es, sin embargo, de un tono muy distinto. “A pesar de todas las memeces de los emigrados y de sus intentos cómicos de darse un aspecto terrible, no se puede por menos de advertir en este programa un importante paso adelante. Es el primer manifiesto en el que los obreros franceses se adhieren al comunismo alemán moderno”5. Parece cómico. Lo es. Trágico, también. Trágico, sobre todo. Están plegándose al terror más necio, ellos, tan inteligentes, ellos, los más inteligentes, con mucho, de su generación... Tan sólo porque añoran al proletariado (francés). Sí, el silencio de Dios es insoportable. La frustración de la joven generación alemana de mediados de siglo desemboca en esto. ¡Hasta qué punto han ansiado, desde sus primeros pasos en política, los pensadores revolucionarios alemanes de esa generación el reconocimiento de la clase obrera parisina, esa que hacía revoluciones de verdad mientras ellos revolucionaban la embarullada palabrería de Hegel! Karl Marx. 1843. Anales franco-alemanes: “La emancipación del alemán es la emancipación del hombre. La cabeza de esa emancipación es la filosofía, su corazón es el proletariado. La filosofía no puede llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no puede abolirse sin la realización de la filosofía. Cuando se cumplan todas estas condiciones interiores, el canto del gallo galo anunciará el día de resurrección de Alemania”6. “Cuando se cumplan todas esas condiciones...” Ahora. En 18717. 4 “El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna”, en MARX-ENGELS: Obras escogidas; Moscú, Progreso, 1973, vol. II, pp. 401-408. 5 ENGELS, F.: loc. cit., p.408. 6 MARX, K.: “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”, en Anales francoalemanes; Barcelona, Martínez Roca, 1970, p. 116. 7 Y es ese anuncio del “día de resurrección” el que Engels otea desde sus primeros análisis de lo sucedido: “Los llamados blanquistas, en cuanto intentaron transformarse de simples revolucionarios políticos en una facción obrera socialista con un programa determinado ⎯como ocurrió con los blanquistas emigrados en Londres, en su manifiesto Internationale et Révolution [1872]⎯... [proclaman], casi palabra por palabra, las concepciones del socialismo científico alemán sobre la necesidad de la acción política del proletariado y su dictadura, como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado, tal como aparece indicado ya en el Manifiesto Comunista, y como, 4 A la necesidad de evitar que se resquebraje ese pacto histórico entre filosofía y proletariado revolucionario (Alemania y Francia, en un tropo que tiene muchísimo de monstruoso bajo las reiteradas proclamas de cosmopolitismo con que se encubre) se dirige, en los últimos años de Marx, la admonición a los redactores del programa político de la socialdemocracia alemana en 1875. Y el retorno, bajo la denominación blanquista, ya a estas alturas acuñada como marxista, de dictadura del proletariado, ese sinónimo del terror jacobino, porque “entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista, media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. Y a ese período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”8. Pero la ambivalencia se hace, sobre todo, insoportable en los textos de Engels de la década de los noventa, cuando, ya muerto Marx, el mentor del socialismo centroeuropeo busca preservar, a todo precio, el legado de su amigo, desplazando, de modo chirriante, contenidos cuyo riesgo le aparece ya como inasumible. 1891. “Últimamente, las palabras dictadura del proletariado han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata”, escribe un viejo Engels preocupado por las derivas reformistas del partido obrero alemán. Y no se le ocurre nada mejor que retornar a la retórica blanquista y jacobina. “Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esa dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”9 Es una argumentación muy acorde con los gustos engelsianos (el pudding, cuya prueba está en comérselo, del Anti-Dühring). Sólo que... no es una argumentación. Sobre todo, después de los pasajes de 1872 sobre la misma Comuna a los que ya nos hemos referido. Mostración, en todo caso. Pero, ¿de qué? La Comuna de París, al exhibir una legalidad de guerra que afirma establecer el principio robespierriano de primacía del terror sobre la corrupción, institucionaliza la supresión del sistema de garantías, la reducción del matiz político al eje amigo/enemigo, la judicialización de lo así reducido y la consiguiente exclusión del enemigo fuera de protección legal. Y, para todo ello, un solo horizonte penal vigente: la ejecución sumarísima. Y el mismo Engels, que ha descrito bien ese deslizamiento de la Comuna blanquista hacia el modelo 1794, trata ahora de preservar la alianza que la continuidad léxica consolida, inyectando en él una poco verosímil modificación semántica que lo haga derivar hacia otra práctica de lo político, literalmente excluyente de su lógica. Crítica del Programa de Erfurt. 1890. “Una cosa es absolutamente clara, y es que nuestro partido y la clase obrera no pueden acceder al poder, si no es bajo la forma desde entonces, ha sido repetido un número infinito de veces” ENGELS, F.: “contribución al problema de la vivienda”, 1872, en MARX-ENGELS: Obras escogidas, ed. cit., vol. II, p. 8 MARX-ENGELS: Crítica del programa de Gotha (1875), en Obras escogidas; ed. cit., vol. III, p. 9 Introducción de 1891 a La guerra civil en Francia. En MARX-ENGELS: Obras escogidas; ed. cit., vol. II, p.200. 5 de una república democrática, la cual es, incluso, la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo ha mostrado ya la gran Revolución francesa”10. No. No es claro. Engels no puede sino saber que un término no cambia, a voluntad, de contenido. Y, en ese sentido, me parece muy perspicaz la anotación de Cole, quien sugiere que la univocidad de Blanqui en el uso del lexema dictadura del proletariado es mucho más clara que la oscilación marxiano-engelsiana. Será, sin embargo, esa oscilación la que perdurará en el tiempo. Sus consecuencias sellarán la tragedia del siglo XX. El movimiento obrero revolucionario cierra el siglo XIX sobre una duplicidad improrrogable. La que oculta en una sola expresión dos conceptos que se excluyen mutuamente: terror y democracia. No podrá prolongarse mucho tiempo más esa amalgama. El que tarde sólo en producirse su acceso a instancias reales de poder. A la espera de la revolución. A la espera de 1917. La ambivalencia léxica perdurará hasta el inicio de la revolución rusa. Al mismo tiempo que el uso valorativo del término terrorismo se desplaza hacia lo que Lenin llama terrorismo individual: el nihilismo, ese voluntarismo de la destrucción cuyo profeta fuera Netchayev y cuya travesía de la noche anímica profetizara Dostoievski en Los diablos. En 1902, Vladimir Ulianov, cuyo hermano ha sido ahorcado en 1887 como componente de uno de esos grupos, fija en el ¿Qué hacer? lo que será la inalterable doctrina bolchevique al respecto: el terrorismo individual es una enfatización irrelevante de lo de por sí obvio, la explotación de clase11. El rechazo bolchevique de las prácticas nihilistas se asentará siempre, de Lenin y Trotsky a Stalin, sobre una certeza de tradición jacobina: el terror es asunto de Estado; demasiado serio para poder ser delegado, siquiera metafóricamente, en 10 En Obras escogidas; ed. cit., vol III, p. Cfr. LENIN, V.I.U.: ¿Qué hacer?. “Svoboda hace propaganda del terror como medio para ‘excitar’ el movimiento obrero e imprimirle un ‘fuerte impulso’. ¡Es difícil imaginar una argumentación que se refute a sí misma con mayor evidencia! Cabe preguntarse si es que existen en la vida rusa tan pocos abusos que aún haga falta inventar medios ‘excitantes’ especiales. Y, por otra parte, si hay quien no se excita y no es excitable ni siquiera por la arbitrariedad rusa, ¿no es acaso evidente que seguirá contemplando también el duelo entre el gobierno y un puñado de terroristas sin que le importe un comino? Se trata, ni más ni menos, de que las masas obreras se excitan mucho por las infamias de la vida rusa, pero nosotros no sabemos reunir, si es posible expresarse de este modo, y concentrar todas las gotas y arroyuelos de la excitación popular que la vida rusa destila en una cantidad inconmensurablemente mayor de lo que todos nosotros nos figuramos y creemos, y que hay que reunir en un solo torrente gigantesco. Que esto es factible lo demuestra, de un modo irrefutable, el formidable ascenso del movimiento obrero, así como el ansia de los obreros... por la literatura política. Pero los llamamientos al terror, así como los llamamientos a que se imprima a la lucha económica misma un carácter político, representan diversas formas de esquivar el deber más imperioso de los revolucionarios rusos: organizar la agitación política en todos sus aspectos. Svoboda quiere sustituir la agitación por el terror, confesando sin rodeos que ‘en cuanto empiece una agitación intensa y enérgica de las masas, el papel excitante de éste desaparecerá’... Precisamente esto pone de manifiesto que tanto los terroristas como los ‘economistas’ subestiman la actividad revolucionaria de las masas...; además, unos se precipitan en busca de ‘excitantes’ artificiales, otros hablan de ‘reivindicaciones concretas’. Ni los unos ni los otros prestan suficiente atención al desarrollo de su propia actividad en lo que atañe a la agitación política y a la organización de las denuncias políticas. Y ni ahora ni en ningún momento se puede sustituir esto por nada”. 11 6 organizaciones no totalizadoras ⎯aun cuando se trate de ese “casi Estado”, de ese “Estado en miniatura” que es el partido insurreccional⎯. Lo otro, el terrorismo individual, en todas sus vertientes ⎯desde las más espontáneas hasta las mejor organizadas⎯, no es sino sucedáneo impotente y, a la larga, suicida: y Lenin ha exhibido siempre un implacable desprecio hacia el suicidio, personal o colectivo12. El terror rojo, a cuya esencial eficacia los bolcheviques pliegan su toma y uso de la dictadura proletaria, es otra cosa. La contraria. Sucede en dos bien definidas oleadas. A partir de 1918, la primera. Cuando los embates de la contrarrevolución comienzan a ser eficaces, y la guerra civil aparece ya como inequívocamente condenada a prolongarse, dejando fuera de sitio los formalismos académicos del Lenin de El Estado y la revolución. Los manifiestos bolcheviques van puntuando ese tránsito, sin apenas recurso al eufemismo. Izvestia. 23 de agosto de 1918. “La guerra civil no conoce reglas escritas... En la guerra civil no hay tribunales para el enemigo. Es una lucha a muerte. Si no matas, te matarán. ¡Por lo tanto, mata, si no quieres que te maten!”13. Pero el punto de inflexión lo marcan los dos atentados del 30 de agosto de 1918. Contra Uritsky, jefe de la cheka de Petrogrado, y, sobre todo, contra el propio Lenin. Pravda. 31 de agosto de 1918. Editorial. “Ha llegado la hora de aniquilar a la burguesía, de lo contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben de ser implacablemente limpiadas de toda putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados, y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria, exterminados... ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!”14 Izvestia. 3 de septiembre de 1918. Llamamiento de Dzerzhinsky y Peters, a favor de la proclamación del terror rojo. “¡Que la clase obrera aplaste, mediante un terror masivo, a la hidra de la contrarrevolución! ¡Que los enemigos de la clase obrera sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado in 12 Malraux plasmará, tres décadas más tarde, en la figura del Tchen de La condition humaine, ese anacronismo, ya irrecuperable, de la mística individualista del término. Tchen aguarda la unión con su víctima como el comulgante aguarda la llegada de Dios: “Aquella noche de bruma era su última noche, y estaba satisfecho de ello. Iba a saltar con el coche, en una destellante bola de fuego que iluminaría un segundo esta fea avenida y cubriría el muro con una fúnebre corona de sangre. La más vieja leyenda china le vino a la cabeza: los hombres son la carcoma de la tierra. Era necesario que el terrorismo llegara a ser una mística. Soledad, en primer lugar: que el terrorista decidiese solo, ejecutase solo... Soledad última, porque, es difícil a quien vive ya fuera del mundo no buscar a los suyos... No se trataba, para él, de dar sentido a su propio aplastamiento: que cada uno se erigiera en responsable y juez de la vida de un amo. Dar un sentido inmediato al individuo sin esperanza y multiplicar los atentados, no por medio de una organización, sino por medio de una idea: hacer renacer los mártires”. Tchen muere. Sin haber conseguido nada. Salvo su muerte. Todo. MALRAUX, A.: Oeuvres completes; París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1989, pp. 682-683. 13 El artículo está firmado por Latsis, colaborador inmediato de Dzerzhinsky, que será el encargado de poner en funcionamiento la policía política bolchevique. Citado en El libro negro del comunismo; Barcelona-Madrid, Planeta-Espasa, 1998, p. 91. 14 Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92. 7 situ, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de concentración!”15 Izvestia. 4 de septiembre de 1918. Instrucción de Petrosky, comisario del pueblo para el Interior, lamentando la lentitud con que estaba siendo puesto en marcha el terror rojo. “Ya es hora de poner fin a toda esta blandura y a este sentimentalismo. Todos los socialistas-revolucionarios de derechas deben de ser inmediatamente detenidos. Hay que capturar un número considerable de rehenes entre la burguesía y los oficiales. A la menor resistencia, hay que recurrir a ejecuciones masivas. Los comités ejecutivos de provincias deben de tomar la iniciativa en este terreno. Las checas y otras milicias, identificar y detener a todos los sospechosos y ejecutar inmediatamente a todos los que se hayan comprometido en actividades contrarrevolucionarias... Los responsables de los comités ejecutivos deben informar inmediatamente al comisariado del pueblo para el Interior de toda blandura e indecisión por parte de los soviets locales... Ninguna debilidad, ninguna duda puede ser tolerada en la realización del terror de masa”16. 5 de septiembre de 1918. Finalmente, Decreto sobre el terror rojo del Gobierno Revolucionario bolchevique. “En la situación actual, resulta absolutamente vital reforzar a la Checa..., proteger la República soviética contra sus enemigos de clase, aislando a éstos en campos de concentración, fusilar in situ a todo individuo relacionado con organizaciones de guardias blancos, conjuras, insurrecciones o tumultos, publicar los nombres de los individuos fusilados, dando las razones de por qué han sido pasados por las armas”17. Grigori Zinoviev ⎯que acabará siendo triturado, en la segunda oleada de terror, por la propia máquina por él afinada⎯ dará el corpus último de ese terror rojo, en un artículo publicado el 19 de septiembre de 1918 en el número 109 de Savernaya Kommuni. “Para deshacernos de nuestros enemigos debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado, digamos que a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados”18. Los “otros” son diez millones de personas. Aniquilables. De entrada. La enormidad será puesta en práctica. Literalmente. No hay datos administrativos completos del saldo que deja esa primera oleada de terror, iniciada tras el atentado de 1918 contra Lenin. Sí, de la segunda oleada, la 15 Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92. Dzerzhinsky, quien, de entre los dirigentes bolcheviques, era el que acumulaba mayor número de años de prisión en las prisiones zaristas, había ya formulado esa concepción, en el momento mismo de la revolución de octubre de 1917, al ser puesto al frente de la policía política, la Checa: “No penséis, camaradas, que busco una forma de justicia revolucionaria. ¡No tenemos nada que ver con la ‘justicia’! ¡Estamos en guerra, en el frente más cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo, la creación de un órgano revolucionario que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique!” (Proyecto de constitución de la Checa, presentado al Consejo de comisarios del pueblo el 7 (20) de diciembre), en El libro negro del comunismo; ed. cit., p. 74. 16 Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92. 17 Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 93. 18 Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 93. 8 que se da en llamar el Gran Terror staliniano, entre 1936 y 1938, consecutiva al asesinato de Kirov, el 1 de diciembre de 193419, y que acabará con los últimos supervivientes de la vieja guardia bolchevique (Zinoviev, Kamenev, Krestinsky, Rykov, Piatakov, Rádek, Bujarin...) y marcará inexorablemente el desarrollo de la guerra de España. Cuestionados los datos más maximalistas de Conquest20, que cifra en seis millones los arrestos, tres millones las ejecuciones y otros dos millones más los fallecimientos en los campos, la documentación más moderada, la de la comisión secreta puesta en pie por Jruschev tras el XX Congreso, fija las conclusiones mínimas. “Durante los años 1937 y 1938, 1.576.000 personas fueron detenidas por el NKVD; 1.345.000 (es decir, el 85,4 por 100) fueron condenadas en el curso de estos años; y 681.692 (es decir, el 51 por 100 de las personas condenadas en 19371938) fueron ejecutadas”21. Es la aplicación literal de las admoniciones del Lenin más apocalíptico, el que en junio de 1918 advertía: “¡Que graznen los mentecatos ‘socialistas’, que se irrite y enfurezca la burguesía! Únicamente los que cierran los ojos para no ver y se tapan los oídos para no oír, pueden dejar de observar que, en todo el mundo, para la vieja sociedad capitalista, preñada de socialismo, han empezado los dolores del parto. A nuestro país, destacado temporal por el curso de los acontecimientos a la vanguardia de la revolución socialista, le han tocado en suerte los dolores particularmente agudos del primer período del alumbramiento que ha superado ya... Tenemos derecho a enorgullecernos y considerarnos felices por el hecho de que nos haya tocado en suerte ser los primeros en derribar, en un rincón de la tierra, a la fiera salvaje, al capitalismo, que anegó el mundo en sangre y llevó a la humanidad hasta el hambre y el embrutecimiento y que, ineludiblemente, sucumbirá pronto, por brutalmente monstruosas que sean las manifestaciones de su furia en la agonía”22. Pero la agonía que empezaba era muy otra, en aquella “quimérica novedad del día”. Gabriel Albiac 19 “Algunas horas después del anuncio del asesinato [de Kirov], Stalin redactó un decreto, conocido con el nombre de ‘ley del 1º de diciembre’. En esta medida extraordinaria, que entró en vigor por decisión personal de Stalin, y que sólo fue ratificada por el Buró político dos años más tarde, ordenaba reducir a diez días la instrucción en los asuntos de terrorismo, juzgarlos en ausencia de las partes y aplicar inmediatamente las sentencias de muerte. Esta ley, que marca una ruptura radical con los procedimientos establecidos unos meses antes, iba a ser el instrumento ideal para la aplicación del gran terror”. (Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 210. 20 CONQUEST, R.: El gran terror; Barcelona, Caralt, 1974. 21 Libro negro del comunismo; ed. cit., p.221. 22 LENIN, V.I.U.: Palabras proféticas, en ALBIAC, G.: Léxico leninista; Madrid, Libertarias, 1992, p. 319. 9