Los que asaltan el cielo. Notas al concierto de la ORCAM del 19 de

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LOS QUE ASALTAN EL CIELO
Concierto del 19 de enero de 2011
(Auditorio Nacional, Sala Sinfónica)
Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid
Alberto Nosé, piano
José Antonio López, barítono
José Ramón Encinar, director
Camille SAINT-SÄENS (1835-1921):
Una noche en Lisboa
Piotr Ilich CHAIKOVSKI (1840-1893):
Concierto nº1 en Si bemol Mayor
Mijail GLINKA (1804-1857):
Una noche en Madrid
Emilio ARAGÓN (1959):
Largo suspiro de vida, para barítono, coro y orquesta
“En la quimérica novedad del día, / estás ya entera, Revolución”. Boris Pasternak
ha escrito su 1905, canto de inmensa altura a la revolución masacrada ese año, dos
décadas más tarde. Cuando apenas nada de aquella épica ya sobrevive. Cuando el
lirismo heroico de los adolescentes que “miraban como las águilas” ha cedido su
paso al imperio universal de la policía política, bajo cuyo rodillo acabará por ser
reducido él, el último de la gran generación de escritores revolucionarios rusos.
En 1905, las multitudes locamente arrastradas por un monje delirante, creían tal
vez asaltar el inmediato paraíso. Volvieron a creerlo cuando las cabezas más
brillantes de Rusia, anudadas en torno al Partido Bolchevique, anunciaron el inicio
del fin de la explotación y la miseria humanas. Lo llamaron dictadura del
proletariado. Nunca ocultaron que era la forma acabada de aquello a lo cual los
jacobinos dieron nombre de Terror poco más de un siglo antes. Koestler da el
fascinante relato de su cataclismo en El cero y el infinito: “todos nuestros principios
eran buenos; todos nuestros resultados fueron malos”.
Hasta bien entrado el siglo XIX, ni terror ni terrorista eran valorativos; definían un
uso del poder, tal vez inseparable de la sociedad moderna; es todo. Poco a poco, la
necesidad de que el poder, para ejercerse sin cortapisas, sea invisible, va llevando a
unos y otros a eludir el término. Si no hay poder absoluto más que bajo la
apariencia de un no poder, ningún terror podrá ser literalmente ejercido más que
allá donde el terror haya sido léxicamente borrado.
1
Sobre Auguste Blanqui recaerá ese desplazamiento genial que, a la dinámica de
gobierno (y de toma del gobierno) revolucionario, dará nombre de dictadura
proletaria, y que hará callar, durante un siglo y medio, su primera designación,
ingenuamente explícita: dictadura revolucionaria o terror.
El Terror abre, en 1794, el mundo en el cual vivimos como esa “era de la
sospecha, que ve enemigos por todas partes”, en lúcida expresión de Gusdorf. Pero
ésa es también la definición del Estado que la burguesía alumbra en el umbral del
siglo XIX: era de la sospecha. Máquina de fuerza regulada, tanto física como
simbólica; máquina en guerra universal y permanente, no ya con aquello en lo cual
lindan sus fronteras; máquina, ante todo, en guerra inextinguible con cada uno de
los sujetos a los cuales construye y regulariza como tales; y con el conjunto
armonizado de ellos. El terror ha definido algo que va mucho más allá de un
accidente transitorio en la larga historia de los despotismos. Es la modernidad
política, la prueba de laboratorio del Estado moderno ⎯y de sus contraestados, los
partidos revolucionarios.
Es la razón por la cual juzga Auguste Blanqui innecesario remachar sobre el
carácter terrorista del poder revolucionario que la Comuna instaura en 1871. No
hay Estado que se construya sobre otra cosa que el terror; que sobre otra cosa
asiente su monopolio de la potencia constrictiva. El Estado moderno es dictadura,
en tanto que conjunto de reglas y procedimientos útiles para garantizar la
estabilidad de un modo de dominación (sobre la realidad y sobre los hombres)
específico: una dominación, no de casta ni linaje, no de sangre o dinastía; una
dominación de clase: ese invento específico, esa esencial innovación de la sociedad
burguesa.
La dictadura del proletariado, a través de la cual Blanqui engarza el dispositivo de
guerra revolucionaria contra el orden establecido, es una dictadura revolucionaria, en
el sentido que Babeuf y Buonarotti toman del jacobinismo radical. Inequívoca, en
cuanto a la instrumentación técnica del terror, mediante los dispositivos (militares y
conspirativos, en primer lugar) que la blindan como irreversible. El terror debe ser
un arte. A partir de Blanqui, ese arte idea un taller propio: la dictadura obrera.
La creencia fundamental del nuevo partido obrero, concebido en lo esencial por
Blanqui, mucho más que por Marx y Engels, y de Blanqui tomado por Lenin,
mucho más que de sus maestros confesos, “estriba en la eficacia de un pequeño
partido muy disciplinado, organizado para la revolución y destinado a establecer
una dictadura que dirigiría la educación del pueblo con vistas a introducir el nuevo
sistema social del comunismo. No sería un partido de masas, punto en el cual su
doctrina sobre la dictadura del proletariado difiere esencialmente de la de Marx”1.
Difiere. Sin duda. Entra, incluso, en conflicto de incompatibilidad con ella.
Pero es, también, su punto de partida léxico. Y, como tal, la contamina. No hay
cura para una contaminación léxica. Y las consecuencias serán, a la larga (si es que a
medio siglo puede llamarse distancia larga), catastróficas. Sobre todo, en los
avatares de la institucionalización del marxismo en las internacionales obreras, tras
la muerte de Marx. Aunque no sólo. La cosa comenzó antes.
1
COLE, G.D.H.: Historia del pensamiento socialista. I. Los precursores. 1789-1850; México, Fondo de
Cultura Económica, 1975, p. 168.
2
A Marx, al tan riguroso Marx, le incomoda la ambivalencia del lexema de
Blanqui. La transparente carga de autoritarismo represivo que traduce. Toma, sin
embargo, a cuenta propia, la expresión dictadura del proletariado. Trabaja prolijamente
sobre ella, apostando a desplazar la ambivalencia. Pienso que nunca lo consigue de
un modo conceptualmente satisfactorio. Pienso que él lo sabe. Pienso que es
demasiado inteligente para no saberlo.
Pero es político. También. Nada ha perjudicado más a Marx ⎯a su obra, que es
lo que Marx es para nosotros⎯ que eso.
Tampoco satisface a Engels. Que se esfuerza por preservar la expresión, aun
después de haber procedido a dinamitar esa ambivalencia léxica que lastra los usos
blanquistas del poder en la experiencia de la Comuna. Detengámonos un momento
en los pasajes engelsianos que afrontan esa paradoja.
El primero de ellos es un artículo de 1874: “El programa de los emigrados
blanquistas de la Comuna”. Es una obra maestra del zigzagueo entre política y
concepto.
Los dirigentes blanquistas de la Comuna, exiliados en Londres, acababan de
publicar un extraño panfleto reivindicativo de la arbitrariedad punitiva desplegada
por los revolucionarios durante su breve poder:
“En lo que a nosotros toca” ⎯proclamaban los blanquistas⎯, “reivindicamos nuestra
responsabilidad por las ejecuciones [llevadas a cabo bajo la Comuna] de enemigos del
pueblo [sigue el recuento de fusilados], reivindicamos nuestra parte de responsabilidad
en los incendios efectuados para destruir los instrumentos de opresión monárquica o
burguesa, o para proteger a los combatientes”2.
Engels parece haberse sentido, de entrada, horrorizado ante esa mezcla
autosatisfecha de ingenuidad teórica y brutalidad práctica. Su arremetida contra la
complacencia en el terror de eso a lo cual los blanquistas llaman dictadura del
proletariado ⎯la forma, dicen ellos, específicamente obrera del terror
revolucionario⎯, es demoledora. “En toda revolución se cometen inevitablemente
multitud de necedades, lo mismo que en otras épocas; y cuando, finalmente, los
hombres se tranquilizan para recobrar la capacidad de crítica, sacan fervorosamente
la conclusión: hicimos muchas cosas que hubiera sido mejor evitar, y no hicimos
muchas cosas que había que hacer, por cuya razón las cosas marcharon tan mal.
Ahora bien, ¡qué falta de crítica se precisa para canonizar la Comuna, proclamarla
impecable, afirmar que con cada casa quemada, con cada rehén fusilado, se ha
procedido debidamente hasta el último punto sobre la i! ¿No será eso lo mismo
que afirmar que en la semana de mayo3 el pueblo fusiló precisamente a aquellos
hombres que lo merecían, y no más, quemó precisamente los edificios que debían
ser quemados, y no más? ¿Acaso no es lo mismo que afirmar que durante la
primera revolución francesa cada decapitado recibió lo merecido, primero los
2
Citado por Engels en “El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna”, en MARXENGELS: Obras escogidas; Moscú, Progreso, 1973, vol. II, pp. 401-408.
3
Se refiere a la Semaine Sanglante, cuando, tras la derrota, los hombres de la Comuna fueron
masivamente fusilados por los vencedores.
3
guillotinados por orden de Robespierre, y después el propio Robespierre? He aquí
los infantilismos a que se llega cuando personas, en esencia, de espíritu muy
pacífico dejan rienda suelta a su afán de parecer muy terribles. Basta”4.
¿Por qué esa exhibición de buen sentido de Engels en 1874 no concluye en una
ruptura clara e irreversible con la ambivalencia terrorista que el concepto blanquista
de dictadura proletaria arrastra consigo? La respuesta es avanzada en el párrafo
siguiente por el mismo Engels. Y es desoladora, en la medida en que remite sólo a
un tactismo feroz. Por primera vez, recuerda Engels, los aislados y desmoralizados
revolucionarios alemanes en el exilio han visto, en medio de esa experiencia de
terror revolucionario puesta en pie por la Comuna, un reconocimiento
organizativo obrerista de algunas de sus hipótesis conceptuales más preciadas. No
quiere Engels ⎯como no lo quiso Marx⎯, a ningún precio, romper esa alianza,
que, desde su inicio, más que una alianza es un clamoroso malentendido, un
funesto malentendido. “Basta” ⎯concluye, pues, Engels⎯. Lo que viene luego es,
sin embargo, de un tono muy distinto. “A pesar de todas las memeces de los
emigrados y de sus intentos cómicos de darse un aspecto terrible, no se puede por
menos de advertir en este programa un importante paso adelante. Es el primer
manifiesto en el que los obreros franceses se adhieren al comunismo alemán moderno”5.
Parece cómico. Lo es. Trágico, también. Trágico, sobre todo.
Están plegándose al terror más necio, ellos, tan inteligentes, ellos, los más
inteligentes, con mucho, de su generación... Tan sólo porque añoran al proletariado
(francés). Sí, el silencio de Dios es insoportable.
La frustración de la joven generación alemana de mediados de siglo desemboca
en esto. ¡Hasta qué punto han ansiado, desde sus primeros pasos en política, los
pensadores revolucionarios alemanes de esa generación el reconocimiento de la clase
obrera parisina, esa que hacía revoluciones de verdad mientras ellos revolucionaban
la embarullada palabrería de Hegel! Karl Marx. 1843. Anales franco-alemanes: “La
emancipación del alemán es la emancipación del hombre. La cabeza de esa
emancipación es la filosofía, su corazón es el proletariado. La filosofía no puede
llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no puede
abolirse sin la realización de la filosofía. Cuando se cumplan todas estas
condiciones interiores, el canto del gallo galo anunciará el día de resurrección de
Alemania”6.
“Cuando se cumplan todas esas condiciones...” Ahora. En 18717.
4
“El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna”, en MARX-ENGELS: Obras escogidas;
Moscú, Progreso, 1973, vol. II, pp. 401-408.
5
ENGELS, F.: loc. cit., p.408.
6
MARX, K.: “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”, en Anales francoalemanes; Barcelona, Martínez Roca, 1970, p. 116.
7
Y es ese anuncio del “día de resurrección” el que Engels otea desde sus primeros análisis de lo
sucedido: “Los llamados blanquistas, en cuanto intentaron transformarse de simples revolucionarios
políticos en una facción obrera socialista con un programa determinado ⎯como ocurrió con los
blanquistas emigrados en Londres, en su manifiesto Internationale et Révolution [1872]⎯...
[proclaman], casi palabra por palabra, las concepciones del socialismo científico alemán sobre la
necesidad de la acción política del proletariado y su dictadura, como paso hacia la supresión de las
clases y, con ellas, del Estado, tal como aparece indicado ya en el Manifiesto Comunista, y como,
4
A la necesidad de evitar que se resquebraje ese pacto histórico entre filosofía y
proletariado revolucionario (Alemania y Francia, en un tropo que tiene muchísimo
de monstruoso bajo las reiteradas proclamas de cosmopolitismo con que se
encubre) se dirige, en los últimos años de Marx, la admonición a los redactores del
programa político de la socialdemocracia alemana en 1875. Y el retorno, bajo la
denominación blanquista, ya a estas alturas acuñada como marxista, de dictadura
del proletariado, ese sinónimo del terror jacobino, porque “entre la sociedad
capitalista y la sociedad comunista, media el período de la transformación
revolucionaria de la primera en la segunda. Y a ese período corresponde también un
período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura
revolucionaria del proletariado”8.
Pero la ambivalencia se hace, sobre todo, insoportable en los textos de Engels de
la década de los noventa, cuando, ya muerto Marx, el mentor del socialismo
centroeuropeo busca preservar, a todo precio, el legado de su amigo, desplazando,
de modo chirriante, contenidos cuyo riesgo le aparece ya como inasumible. 1891.
“Últimamente, las palabras dictadura del proletariado han vuelto a sumir en santo
horror al filisteo socialdemócrata”, escribe un viejo Engels preocupado por las
derivas reformistas del partido obrero alemán. Y no se le ocurre nada mejor que
retornar a la retórica blanquista y jacobina. “Pues bien, caballeros, ¿queréis saber
qué faz presenta esa dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del
proletariado!”9
Es una argumentación muy acorde con los gustos engelsianos (el pudding, cuya
prueba está en comérselo, del Anti-Dühring). Sólo que... no es una argumentación.
Sobre todo, después de los pasajes de 1872 sobre la misma Comuna a los que ya
nos hemos referido. Mostración, en todo caso. Pero, ¿de qué?
La Comuna de París, al exhibir una legalidad de guerra que afirma establecer el
principio robespierriano de primacía del terror sobre la corrupción, institucionaliza
la supresión del sistema de garantías, la reducción del matiz político al eje
amigo/enemigo, la judicialización de lo así reducido y la consiguiente exclusión del
enemigo fuera de protección legal. Y, para todo ello, un solo horizonte penal
vigente: la ejecución sumarísima.
Y el mismo Engels, que ha descrito bien ese deslizamiento de la Comuna
blanquista hacia el modelo 1794, trata ahora de preservar la alianza que la
continuidad léxica consolida, inyectando en él una poco verosímil modificación
semántica que lo haga derivar hacia otra práctica de lo político, literalmente
excluyente de su lógica.
Crítica del Programa de Erfurt. 1890. “Una cosa es absolutamente clara, y es que
nuestro partido y la clase obrera no pueden acceder al poder, si no es bajo la forma
desde entonces, ha sido repetido un número infinito de veces” ENGELS, F.: “contribución al
problema de la vivienda”, 1872, en MARX-ENGELS: Obras escogidas, ed. cit., vol. II, p.
8
MARX-ENGELS: Crítica del programa de Gotha (1875), en Obras escogidas; ed. cit., vol. III, p.
9
Introducción de 1891 a La guerra civil en Francia. En MARX-ENGELS: Obras escogidas; ed. cit., vol.
II, p.200.
5
de una república democrática, la cual es, incluso, la forma específica de la dictadura
del proletariado, como lo ha mostrado ya la gran Revolución francesa”10.
No. No es claro. Engels no puede sino saber que un término no cambia, a
voluntad, de contenido. Y, en ese sentido, me parece muy perspicaz la anotación de
Cole, quien sugiere que la univocidad de Blanqui en el uso del lexema dictadura del
proletariado es mucho más clara que la oscilación marxiano-engelsiana. Será, sin
embargo, esa oscilación la que perdurará en el tiempo. Sus consecuencias sellarán la
tragedia del siglo XX.
El movimiento obrero revolucionario cierra el siglo XIX sobre una duplicidad
improrrogable. La que oculta en una sola expresión dos conceptos que se excluyen
mutuamente: terror y democracia. No podrá prolongarse mucho tiempo más esa
amalgama. El que tarde sólo en producirse su acceso a instancias reales de poder. A
la espera de la revolución. A la espera de 1917.
La ambivalencia léxica perdurará hasta el inicio de la revolución rusa. Al mismo
tiempo que el uso valorativo del término terrorismo se desplaza hacia lo que Lenin
llama terrorismo individual: el nihilismo, ese voluntarismo de la destrucción cuyo
profeta fuera Netchayev y cuya travesía de la noche anímica profetizara Dostoievski
en Los diablos. En 1902, Vladimir Ulianov, cuyo hermano ha sido ahorcado en 1887
como componente de uno de esos grupos, fija en el ¿Qué hacer? lo que será la
inalterable doctrina bolchevique al respecto: el terrorismo individual es una
enfatización irrelevante de lo de por sí obvio, la explotación de clase11.
El rechazo bolchevique de las prácticas nihilistas se asentará siempre, de Lenin y
Trotsky a Stalin, sobre una certeza de tradición jacobina: el terror es asunto de
Estado; demasiado serio para poder ser delegado, siquiera metafóricamente, en
10
En Obras escogidas; ed. cit., vol III, p.
Cfr. LENIN, V.I.U.: ¿Qué hacer?. “Svoboda hace propaganda del terror como medio para ‘excitar’
el movimiento obrero e imprimirle un ‘fuerte impulso’. ¡Es difícil imaginar una argumentación que
se refute a sí misma con mayor evidencia! Cabe preguntarse si es que existen en la vida rusa tan
pocos abusos que aún haga falta inventar medios ‘excitantes’ especiales. Y, por otra parte, si hay
quien no se excita y no es excitable ni siquiera por la arbitrariedad rusa, ¿no es acaso evidente que
seguirá contemplando también el duelo entre el gobierno y un puñado de terroristas sin que le
importe un comino? Se trata, ni más ni menos, de que las masas obreras se excitan mucho por las
infamias de la vida rusa, pero nosotros no sabemos reunir, si es posible expresarse de este modo, y
concentrar todas las gotas y arroyuelos de la excitación popular que la vida rusa destila en una
cantidad inconmensurablemente mayor de lo que todos nosotros nos figuramos y creemos, y que
hay que reunir en un solo torrente gigantesco. Que esto es factible lo demuestra, de un modo
irrefutable, el formidable ascenso del movimiento obrero, así como el ansia de los obreros... por la
literatura política. Pero los llamamientos al terror, así como los llamamientos a que se imprima a la
lucha económica misma un carácter político, representan diversas formas de esquivar el deber más
imperioso de los revolucionarios rusos: organizar la agitación política en todos sus aspectos. Svoboda
quiere sustituir la agitación por el terror, confesando sin rodeos que ‘en cuanto empiece una
agitación intensa y enérgica de las masas, el papel excitante de éste desaparecerá’... Precisamente esto
pone de manifiesto que tanto los terroristas como los ‘economistas’ subestiman la actividad
revolucionaria de las masas...; además, unos se precipitan en busca de ‘excitantes’ artificiales, otros
hablan de ‘reivindicaciones concretas’. Ni los unos ni los otros prestan suficiente atención al
desarrollo de su propia actividad en lo que atañe a la agitación política y a la organización de las
denuncias políticas. Y ni ahora ni en ningún momento se puede sustituir esto por nada”.
11
6
organizaciones no totalizadoras ⎯aun cuando se trate de ese “casi Estado”, de ese
“Estado en miniatura” que es el partido insurreccional⎯. Lo otro, el terrorismo
individual, en todas sus vertientes ⎯desde las más espontáneas hasta las mejor
organizadas⎯, no es sino sucedáneo impotente y, a la larga, suicida: y Lenin ha
exhibido siempre un implacable desprecio hacia el suicidio, personal o colectivo12.
El terror rojo, a cuya esencial eficacia los bolcheviques pliegan su toma y uso de la
dictadura proletaria, es otra cosa. La contraria. Sucede en dos bien definidas
oleadas.
A partir de 1918, la primera. Cuando los embates de la contrarrevolución
comienzan a ser eficaces, y la guerra civil aparece ya como inequívocamente
condenada a prolongarse, dejando fuera de sitio los formalismos académicos del
Lenin de El Estado y la revolución. Los manifiestos bolcheviques van puntuando ese
tránsito, sin apenas recurso al eufemismo.
Izvestia. 23 de agosto de 1918. “La guerra civil no conoce reglas escritas... En la
guerra civil no hay tribunales para el enemigo. Es una lucha a muerte. Si no matas,
te matarán. ¡Por lo tanto, mata, si no quieres que te maten!”13.
Pero el punto de inflexión lo marcan los dos atentados del 30 de agosto de 1918.
Contra Uritsky, jefe de la cheka de Petrogrado, y, sobre todo, contra el propio
Lenin.
Pravda. 31 de agosto de 1918. Editorial. “Ha llegado la hora de aniquilar a la
burguesía, de lo contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben de ser
implacablemente limpiadas de toda putrefacción burguesa. Todos estos señores
serán fichados, y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria,
exterminados... ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!”14
Izvestia. 3 de septiembre de 1918. Llamamiento de Dzerzhinsky y Peters, a favor
de la proclamación del terror rojo. “¡Que la clase obrera aplaste, mediante un terror
masivo, a la hidra de la contrarrevolución! ¡Que los enemigos de la clase obrera
sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado in
12
Malraux plasmará, tres décadas más tarde, en la figura del Tchen de La condition humaine, ese
anacronismo, ya irrecuperable, de la mística individualista del término. Tchen aguarda la unión con su
víctima como el comulgante aguarda la llegada de Dios:
“Aquella noche de bruma era su última noche, y estaba satisfecho de ello. Iba a saltar con el
coche, en una destellante bola de fuego que iluminaría un segundo esta fea avenida y cubriría el
muro con una fúnebre corona de sangre. La más vieja leyenda china le vino a la cabeza: los
hombres son la carcoma de la tierra. Era necesario que el terrorismo llegara a ser una mística.
Soledad, en primer lugar: que el terrorista decidiese solo, ejecutase solo... Soledad última, porque,
es difícil a quien vive ya fuera del mundo no buscar a los suyos... No se trataba, para él, de dar
sentido a su propio aplastamiento: que cada uno se erigiera en responsable y juez de la vida de un
amo. Dar un sentido inmediato al individuo sin esperanza y multiplicar los atentados, no por
medio de una organización, sino por medio de una idea: hacer renacer los mártires”.
Tchen muere. Sin haber conseguido nada.
Salvo su muerte. Todo.
MALRAUX, A.: Oeuvres completes; París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1989, pp. 682-683.
13
El artículo está firmado por Latsis, colaborador inmediato de Dzerzhinsky, que será el encargado
de poner en funcionamiento la policía política bolchevique. Citado en El libro negro del comunismo;
Barcelona-Madrid, Planeta-Espasa, 1998, p. 91.
14
Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92.
7
situ, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el
régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de
concentración!”15
Izvestia. 4 de septiembre de 1918. Instrucción de Petrosky, comisario del pueblo
para el Interior, lamentando la lentitud con que estaba siendo puesto en marcha el
terror rojo. “Ya es hora de poner fin a toda esta blandura y a este sentimentalismo.
Todos los socialistas-revolucionarios de derechas deben de ser inmediatamente
detenidos. Hay que capturar un número considerable de rehenes entre la burguesía
y los oficiales. A la menor resistencia, hay que recurrir a ejecuciones masivas. Los
comités ejecutivos de provincias deben de tomar la iniciativa en este terreno. Las
checas y otras milicias, identificar y detener a todos los sospechosos y ejecutar
inmediatamente a todos los que se hayan comprometido en actividades
contrarrevolucionarias... Los responsables de los comités ejecutivos deben informar
inmediatamente al comisariado del pueblo para el Interior de toda blandura e
indecisión por parte de los soviets locales... Ninguna debilidad, ninguna duda
puede ser tolerada en la realización del terror de masa”16.
5 de septiembre de 1918. Finalmente, Decreto sobre el terror rojo del Gobierno
Revolucionario bolchevique. “En la situación actual, resulta absolutamente vital
reforzar a la Checa..., proteger la República soviética contra sus enemigos de clase,
aislando a éstos en campos de concentración, fusilar in situ a todo individuo
relacionado con organizaciones de guardias blancos, conjuras, insurrecciones o
tumultos, publicar los nombres de los individuos fusilados, dando las razones de
por qué han sido pasados por las armas”17.
Grigori Zinoviev ⎯que acabará siendo triturado, en la segunda oleada de terror,
por la propia máquina por él afinada⎯ dará el corpus último de ese terror rojo, en
un artículo publicado el 19 de septiembre de 1918 en el número 109 de Savernaya
Kommuni. “Para deshacernos de nuestros enemigos debemos tener nuestro propio
terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado, digamos que a noventa de los cien
millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada
que decirles. Deben ser aniquilados”18.
Los “otros” son diez millones de personas. Aniquilables. De entrada.
La enormidad será puesta en práctica. Literalmente.
No hay datos administrativos completos del saldo que deja esa primera oleada
de terror, iniciada tras el atentado de 1918 contra Lenin. Sí, de la segunda oleada, la
15
Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92. Dzerzhinsky, quien, de entre los dirigentes bolcheviques,
era el que acumulaba mayor número de años de prisión en las prisiones zaristas, había ya formulado
esa concepción, en el momento mismo de la revolución de octubre de 1917, al ser puesto al frente
de la policía política, la Checa: “No penséis, camaradas, que busco una forma de justicia
revolucionaria. ¡No tenemos nada que ver con la ‘justicia’! ¡Estamos en guerra, en el frente más
cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo, la
creación de un órgano revolucionario que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera
revolucionaria, auténticamente bolchevique!” (Proyecto de constitución de la Checa, presentado al
Consejo de comisarios del pueblo el 7 (20) de diciembre), en El libro negro del comunismo; ed. cit., p.
74.
16
Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 92.
17
Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 93.
18
Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 93.
8
que se da en llamar el Gran Terror staliniano, entre 1936 y 1938, consecutiva al
asesinato de Kirov, el 1 de diciembre de 193419, y que acabará con los últimos
supervivientes de la vieja guardia bolchevique (Zinoviev, Kamenev, Krestinsky,
Rykov, Piatakov, Rádek, Bujarin...) y marcará inexorablemente el desarrollo de la
guerra de España.
Cuestionados los datos más maximalistas de Conquest20, que cifra en seis
millones los arrestos, tres millones las ejecuciones y otros dos millones más los
fallecimientos en los campos, la documentación más moderada, la de la comisión
secreta puesta en pie por Jruschev tras el XX Congreso, fija las conclusiones
mínimas. “Durante los años 1937 y 1938, 1.576.000 personas fueron detenidas por
el NKVD; 1.345.000 (es decir, el 85,4 por 100) fueron condenadas en el curso de
estos años; y 681.692 (es decir, el 51 por 100 de las personas condenadas en 19371938) fueron ejecutadas”21.
Es la aplicación literal de las admoniciones del Lenin más apocalíptico, el que en
junio de 1918 advertía: “¡Que graznen los mentecatos ‘socialistas’, que se irrite y
enfurezca la burguesía! Únicamente los que cierran los ojos para no ver y se tapan
los oídos para no oír, pueden dejar de observar que, en todo el mundo, para la vieja
sociedad capitalista, preñada de socialismo, han empezado los dolores del parto. A
nuestro país, destacado temporal por el curso de los acontecimientos a la
vanguardia de la revolución socialista, le han tocado en suerte los dolores
particularmente agudos del primer período del alumbramiento que ha superado
ya... Tenemos derecho a enorgullecernos y considerarnos felices por el hecho de
que nos haya tocado en suerte ser los primeros en derribar, en un rincón de la
tierra, a la fiera salvaje, al capitalismo, que anegó el mundo en sangre y llevó a la
humanidad hasta el hambre y el embrutecimiento y que, ineludiblemente,
sucumbirá pronto, por brutalmente monstruosas que sean las manifestaciones de
su furia en la agonía”22.
Pero la agonía que empezaba era muy otra, en aquella “quimérica novedad del
día”.
Gabriel Albiac
19
“Algunas horas después del anuncio del asesinato [de Kirov], Stalin redactó un decreto, conocido
con el nombre de ‘ley del 1º de diciembre’. En esta medida extraordinaria, que entró en vigor por
decisión personal de Stalin, y que sólo fue ratificada por el Buró político dos años más tarde,
ordenaba reducir a diez días la instrucción en los asuntos de terrorismo, juzgarlos en ausencia de las
partes y aplicar inmediatamente las sentencias de muerte. Esta ley, que marca una ruptura radical
con los procedimientos establecidos unos meses antes, iba a ser el instrumento ideal para la
aplicación del gran terror”. (Libro negro del comunismo; ed. cit., p. 210.
20
CONQUEST, R.: El gran terror; Barcelona, Caralt, 1974.
21
Libro negro del comunismo; ed. cit., p.221.
22
LENIN, V.I.U.: Palabras proféticas, en ALBIAC, G.: Léxico leninista; Madrid, Libertarias, 1992, p.
319.
9
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