Consolidacion y Caida del Consenso Neoliberal en Argentina

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1
Consolidación y caída del consenso neoliberal en Argentina.
Aceptación, resignación, impotencia y ruptura.
Javier L. Cristiano
América Latina en general, y Argentina en particular, han sido escenarios
privilegiados de un proceso que en el mejor de los casos, y sin llegar a hipótesis
conspirativas, puede leerse como una virtual conversión en laboratorio de su vida
económica (y por añadidura de su vida política, social y cultural). Cierto saber
técnico, trabajosamente revestido de un halo de invulnerabilidad -que llamaremos
para simplificar “neoliberalismo”-, encontró en nuestras sociedades un auténtico
campo de experimentación y prueba, a resultas de la cual hemos conocido desastres
sociales que, al menos en el caso específico de la Argentina, no registran antecedentes
en la historia. Ahora bien, lo propio y distintivo del experimento ha sido su ocurrencia
a plena luz del día, o lo que es lo mismo: bajo el consentimiento, expreso o tácito, de
buena parte de quienes fueron su objeto, y a la sazón sus víctimas. De ahí el interés de
comprender, aunque más no sea como aprendizaje retrospectivo, las formas y modos
que ha adoptado en Argentina el consenso respecto del neoliberalismo. La intención
de este artículo es propedéutica respecto de esa tarea, vasta y casi inevitablemente
colectiva. Se limita a proponer un esquema para la reconstrucción histórica del
consenso neoliberal, que en Argentina empieza a principios de los noventa y tiene su
principal punto de inflexión en los sucesos de diciembre de 2001. Casi es innecesario
que diga que, como toda historia, es ésta una historia construida, y no reclama para sí
otro mérito que el dar a los hechos una coherencia y un sentido.
1. Tres formas puras de consentimiento
Hay que empezar preguntándose qué es el “neoliberalismo”, o al menos qué
vamos a considerar tal en nuestro recorrido. Se trata, típicamente, de un discurso
referido a la economía y a la política económica (se autoinhibe respecto de otras
esferas), que defiende con distintos matices e intensidades las siguientes ideas-fuerza:
a.
b.
c.
d.
e.
la circulación sin trabas de capitales y mercancías, con relativa
independencia de fronteras políticas, especialmente las del Estado
Nacional;
la competencia sin restricciones entre actores económicos (libre
concurrencia en el mercado);
el “achicamiento” del Estado en tanto agente económico (Estado –
empresario y empleador, típicamente en los servicios públicos);
la reducción del papel del Estado en tanto regulador de la actividad
económica;
el equilibrio de las cuentas fiscales, y la consiguiente reducción del
gasto público, como prerrequisito para el buen funcionamiento del
sistema económico.
2
La sola enunciación de estos principios es ya elocuente sobre los problemas de
legitimación que enfrenta el neoliberalismo. Ofrecido como opción política, supone el
ingreso a un mundo de incertidumbre y riesgo material, donde la promesa de una
“economía sana”, y sus consiguientes beneficios colectivos, contrapesa con dificultad
la inminencia de más que probables sacrificios. La dificultad se acentúa en una cultura
política como la argentina, profundamente marcada por experiencias prolongadas de
proteccionismo estatal y por un desarrollo considerable del Estado de Bienestar. Lo
cual explica, al menos en parte, que el discurso neoliberal haya tenido en Argentina
una penetración ideológica mínima hasta bien entrados los años ochenta,
representando una opción electoral rotundamente minoritaria hasta ese momento1, y
demandando para su aplicación efectiva, antes de los noventa, nada menos que el
poder de fuego de la dictadura militar2.
El problema teórico y práctico que enfrenta el neoliberalismo es, pues, el más
antiguo y general de la legitimación de lo ilegítimo, o más preciso y morigerado: de lo
que es vivido y percibido como ilegítimo. El neoliberalismo conlleva y reconoce la
producción de daños sociales (inestabilidad, riesgo económico, despidos en el sector
público, altos costos de transición, etc.), y se ve en la necesidad de justificarlos. Las
formas empíricas en que lo hace y lo ha hecho son ricamente abigarradas y complejas,
y aquí sólo me interesa destacar las resultantes típicas de esos procesos. O lo que es
lo mismo, tres formas puras en las que puede prestarse consentimiento a la producción
de daños sociales en general.
La primera y más simple es la mera aceptación. Consiste en considerar que la
realidad de que se trata es en sí misma buena aún cuando incluya daños, de acuerdo
con un parámetro normativo que establece jerarquía de valores. En el caso del
neoliberalismo, ilustra esta opción quien llega a convencerse de que la libre
competencia, la eliminación del trabajo público improductivo, el aligeramiento de la
torpeza del estado “sobredimensionado” y, en suma, el respeto de la “mano invisible”
del mercado, son cosas en sí mismas deseables. Los eventuales padecimientos que
produce quedan sumidos en la lógica de los “daños colaterales”, que implica siempre
una legitimación utilitarista: el bien alcanzado supera en cantidad y calidad al mal
producido, de modo que (Hutcheson dixit) representa a la larga la mayor felicidad
para el mayor número.
La segunda forma, más sofisticada e indirecta, puede llamarse resignación. A
diferencia de la aceptación, parte del rechazo normativo: la realidad del caso (el
neoliberalismo) es en sí misma indeseable, sólo que no existen alternativas mejores.
En términos cercanos a la lógica, significa que no existe un mundo posible al menos
tan bueno (menos malo) que el que se rechaza. Y en términos de la literatura,
significa la asunción de la doctrina del Cándido voltaireano, según la cual vivimos en
el mejor de los mundos posibles. En el caso del neoliberalismo, consiente por
resignación quien, por ejemplo, considera indeseables la desprotección estatal y
descree de los milagros de la mano invisible, pero entiende que el dirigismo, el
proteccionismo y el control estatal, o cualquier política económica alternativa,
generarían consecuencias todavía peores.
1
El partido que encarnó más claramente el credo neoliberal fue la Unión de Centro Democrático
liderada por Álvaro Alzogaray, ex Ministro de Economía y consultor permanente del establishment
local. Hasta la elección presidencial de 1989 su perfomance electoral había sido mediocre, pero tanto
Alzogaray como otros miembros del partido fueron reclutados en la administración de Carlos Menem.
2
La política económica de la dictadura (1976-1983) puede considerarse el primer proyecto neoliberal
efectivamente consumado en Argentina, aunque está claro que el “neoliberalismo” de los setenta es en
muchos puntos distinto del de los noventa.
3
La tercera forma es el consentimiento por impotencia. Al igual que en la
resignación la realidad del caso se considera aquí indeseable, pero ya no se cree que
sea “la mejor de las posibles”. Hay otras mejores, pero no existen los medios para
alcanzarlas o, existiendo, no se encuentran a disposición de los interesados. Quien
consiente el neoliberalismo en este sentido es, por ejemplo, quien cree que no hay ni
es posible forjar organizaciones políticas adecuadas para intentar políticas más
proteccionistas (en principio mejores), o que no hay modo razonable de hacer frente a
los intereses que se afectarían en caso de tentar otro rumbo económico.
Aceptación, resignación e impotencia son tres formas abstractas o puras del
consentimiento, y valen para cualquier discurso o realidad con problemas de
legitimación (las instituciones represivas, las “excepciones jurídicas” como el indulto
o el estado de sitio, la violencia de gobiernos autoritarios o simplemente los malos
gobiernos). Va de suyo que, siendo formas “puras”, se mezclan y confunden en el
mundo real, que difícilmente tiene además la forma exacta de cada una de las
definiciones3. Es, en suma, un marco conceptual muy general, ideal típico (dicho
weberianamente), pero suficiente para esbozar una panorámica del consenso argentino
respecto del neoliberalismo. Adelanto pues el hilo conductor de esa panorámica, que
está expresado en el título: la sociedad argentina ha pasado sucesivamente del
consentimiento por aceptación al consentimiento por resignación, y de éste al
consentimiento por impotencia, hasta llegar parcial y problemáticamente, en una
historia todavía abierta, a la ruptura del consentimiento.
2. Los primeros noventa y el auge de la aceptación
La afirmación anterior supone que efectivamente hubo un consentimiento,
cosa que podría discutirse hurgando en la complejidad empírica de los discursos y las
experiencias individuales de “construcción de sentido”. Quizás sea cierto, pero no son
pocos los datos “macro” que avalan la suposición. En primer lugar, el neoliberalismo,
aproximadamente en la forma en que acabo de resumirlo, fue un discurso público
relevante (y desde un momento, inequívocamente hegemónico) durante los primeros
años de la década del noventa. No fue un discurso técnico privado, circulante en
esferas estatales o empresariales restringidas, y más o menos oculto y ocultado al gran
público. Fue un proyecto político establecido como tal a plena luz del día en un
espacio público democrático, por lo menos en lo formal. En segundo lugar, está
suficientemente probado que, hasta bien entrada la década de los noventa, recibió una
proporcionalmente escasa resistencia activa, limitada en la inmensa mayoría de los
casos a protestas y medidas de fuerza de los directamente afectados por los procesos
de privatización y achicamiento del sector público. Tercero, los procesos electorales
posteriores al de 1989, también hasta pasada la mitad de la década, avalaron al menos
indirectamente, cuando no abierta y mayoritariamente, las políticas de ajuste
neoliberal.
Parece difícil entonces refutar la existencia de un consentimiento, y parece
mejor analizar sus formas y sus condiciones de posibilidad. Entre estas últimas, el
hecho capital es, con poco espacio para la duda, la experiencia hiperinflacionaria que
desintegró al gobierno de Raúl Alfonsín en el final de su mandato (1983-1989), y que
3
Las definiciones presuponen actores racionales que, por ejemplo, sopesan distintas opciones
económicas en función de sus resultados esperados, y prestan o no consentimiento a partir de esa
evaluación. Las formas efectivas de consentimiento son por supuesto mucho más complejas, y las
definiciones no hacen más que captarlas en forma de tipos puros.
4
también dio la bienvenida, a principios de 1990, al gobierno entrante de Carlos
Menem4. Si bien es cierto que la sociedad argentina había convivido durante décadas
con tasas altas o muy altas de inflación, el salto cualitativo de esas dos oleadas
hiperinflacionarias transformó profundamente la percepción colectiva de una crisis
que, por prolongada y constante, era vivida entonces como un componente más de la
cultura cotidiana. La erosión vertiginosa de la moneda, medida en las horas de un solo
día, la rápida caída en la indigencia de capas importantes de la población, la explosión
de formas e intensidades de conflicto social hasta entonces desconocidas (los saqueos
a supermercados, forma prepolítica del hurto famélico) y, en suma, la experiencia de
una sociedad fuera de control y lanzada a su propia desintegración, representaron para
muchos argentinos una bisagra en su modo de percibir y entender el medio social, su
propia relación con él y, por consiguiente, la vida institucional y política en general.
No importa tanto la explicación que cada quien se haya dado de la
hiperinflación (conspiración de los grupos dominantes, efecto agregado involuntario,
incapacidad política del gobierno, etc.); importa el núcleo de ese cambio de actitud,
que puede describirse como generalización de la experiencia del miedo. La sociedad
puede descarriarse y conocer degeneraciones monstruosas: tal es la lección inmediata
y perdurable de la hiperinflación. Lección que ya había prodigado años antes la
dictadura, sólo que de un modo más directo y en capas sociales más reducidas, que
fueron las destinatarias inmediatas del terrorismo de estado. La hiperinflación
consolida y expande de este modo la obra de amilanamiento colectivo iniciada por la
dictadura, y en este específico sentido resulta precisa y certera la expresión
“terrorismo económico”, usada entonces por cierto espectro del periodismo crítico.
Es a la luz de esta experiencia que la sociedad argentina asiste al giro
neoliberal del gobierno de Menem a mediados de 1990. Un giro inaudito si se tiene en
cuenta el precedente histórico de los gobiernos justicialistas y el discurso electoral del
propio Menem, plagado de todos los tópicos del peronismo (populismo,
distribucionismo, apelaciones nacionalistas, etc.), y construido en confrontación con
el candidato oficialista Eduardo Angeloz, verdadero promotor, él sí, de la “reforma
del estado” y la “apertura de la economía”. La angustia frente al agravamiento
vertiginoso de la crisis, que no parecía respetar cambios de gobierno, significó un
auténtico cheque en blanco para cualquier política económica que “intente algo
nuevo”, y una disposición expresa a aceptar los costos sociales que podría conllevar.
La idea de que “peor no podemos estar” -expresada por muchos con convicción en
aquellos días- expresa el máximo grado de tolerancia al daño que una sociedad puede
ofrecer, y como tal fue entendida por las nuevas autoridades.
Este es el suelo anímico en el que hace pie por primera vez el discurso
neoliberal en Argentina. Un discurso fagocitado desde los medios más afines al
establishment, pero asociado desde el principio a la asepsia del conocimiento experto,
escasamente accesible para los legos salvo en sus reducciones más burdas y, como
todo conocimiento técnico, pretendidamente “objetivo” y neutral, ajeno por tanto a la
deliberación política y la contraposición de intereses. Por eso los tópicos de la época
son tan ricos en metáforas médicas y quirúrgicas (la más famosa, repetida hasta el
cansancio por el entonces presidente, la de una “cirugía mayor sin anestesia”), y por
eso la reiteración del argumento de la necesariedad y la inevitabilidad (la también
insistente apelación a “hacer lo que hay que hacer” o a “hacer los deberes”).
4
Los años 1989 y 1990 marcan los puntos más altos de la historia inflacionaria argentina: 4923 % y
1343 % respectivamente.
5
Todo esto ayuda a entender el silencio de la sociedad argentina frente a la
ruptura del contrato electoral y de la identidad histórica del partido gobernante. Pero
todavía no explica el consentimiento propiamente dicho del discurso neoliberal, y más
específicamente, el consentimiento por aceptación, que distingue a los primeros años
de la década del noventa. Su inicio puede fecharse simbólicamente el 1º de abril de
1991, día de la promulgación de la Ley de Convertibilidad que establece la paridad
fija del peso con el dólar. Ese día concluye oficialmente el vía crucis de la inflación y
la hiperinflación, pero sobre todo marca el primer logro rimbombante endilgado a la
nueva política económica, entonces ya en manos del megalómano Domingo Cavallo.
El moribundo que era la economía (y la sociedad) argentina empieza a dar señales de
vida, y la drástica medicina aplicada puede entonces presentarse como exitosa, y no
simplemente como audaz y dolorosa. Exitosa además en el punto más sensible y más
urgente: la estabilización del valor de la moneda y la consiguiente normalización de
los flujos económicos y sociales, aún deteriorados como estaban. Es imposible saber
con precisión cuánto debe el consenso neoliberal a este acontecimiento específico,
pero no hay dudas de que el resto de las medidas de ajuste -y en particular, la
vertiginosa e irresponsable privatización del patrimonio público- hubiesen chocado
con muchos más obstáculos de no mediar la memoria del infierno inflacionario y la
euforia consiguiente de la estabilidad.
Lo que queda para explicar la aceptación es historia bastante sabida por
propios y extraños. En primer lugar, la paridad uno-uno de peso y dólar representó un
inmediato incremento del poder real de compra de amplias franjas de la población,
muy especialmente respecto de productos de alto valor agregado, en su mayor parte
importados y mucho menos accesibles en los períodos anteriores, sobre todo en el
inmediatamente anterior. En segundo lugar, el impacto cotidiano de las mejoras
técnicas en los servicios públicos privatizados, cuya demanda había sido largamente
preparada a través de una ideología de la calidad y el acceso a estándares del “primer
mundo”, en su momento puesta al servicio de la crítica a la ineficiencia estatal, y
luego al servicio de la mostración favorable del éxito “modernizador”. Con ambas
cosas hay que vincular la emergencia de unas nuevas culturas de consumo, asociadas
en el imaginario colectivo a parámetros del mundo desarrollado (hipermercados,
“shopings”, etc.) y manifestación palpable de un tipo de ciudadanía satisfecha que
tuvo en estos primeros noventa su pico de intensidad.
¿Ciudadanos penosamente crédulos, cegados otra vez por espejos de colores?
En gran parte sí, y esa es una de las heridas que la sociedad argentina, y en particular
su menguada clase media, se relame en los días y meses posteriores a la incautación
de las cuentas bancarias, a fines de 2001. Pero no es ni justo ni acercado, si lo que se
quiere es entender, mirar ese pasado a la luz que le proporcionan los hechos
posteriores. La creación de un ambiente de triunfalismo no fue el emergente de una
multitud de individuos ciegos y satisfechos, sino también, y esencialmente, producto
del trabajo sostenido de construcción hegemónica, en el que no sólo descollaron los
medios de comunicación locales sino también, y no en poca medida, los centros
internacionales de fabricación de opinión, especialmente de cara al mundo de las
finanzas y los grandes negocios globales5. La hegemonía neoliberal en Argentina fue,
como muchas otras, la construcción de la imposibilidad de pensar de otro modo, una
construcción en la que el revestimiento técnico del conocimiento económico (críptico,
5
No debe olvidarse, por ejemplo, el carácter modélico que el Fondo Monetario Internacional otorgó al
caso argentino de “reformas estructurales”, ni tampoco el prestigio internacional del que gozó
Domingo Cavallo hasta su autoinmolación en el derrumbe de la convertibilidad, ni las desmesuradas
alabanzas y adulaciones que también en el frente externo recibió el “liderazgo” de Carlos Menem.
6
inaccesible y uniforme, por lo tanto imposible de discutir) fue al menos tan importante
como la experiencia directa de la moneda estable y el acceso fácil a productos
suntuarios.
3. Sanear las instituciones, o el consentimiento por resignación
Si se trata de fijar fechas simbólicas hay que señalar la de junio de 1995 como
el comienzo del final del consentimiento por aceptación. Ese día se conocieron los
resultados de la Encuesta Permanente de Hogares, que ubicaron el desempleo en el
pico histórico del 18 %, desconocido en el país hasta ese momento y primer deterioro
grave de un indicador sensible a la opinión pública en el período del nuevo gobierno6.
La segunda fecha relevante es la del 6 de agosto de 1996, en que se produce la salida
del gobierno del ministro Cavallo. En una sociedad acostumbrada a sucesiones
vertiginosas de ministros al calor de crisis indomables, la relativamente larga
permanencia de Cavallo (1991-1996) había anclado simbólicamente la sensación de
estabilidad y control de la vida económica. Su salida del gobierno tuvo el efecto
inmediato, aunque pasajero, de revivir la experiencia del miedo inflacionario, sobre
todo por la asociación directa de la convertibilidad a la figura de Cavallo. La tercera
fecha simbólica, la más importante, es la de las elecciones del 24 de octubre de 1999.
El triunfo electoral de la Alianza opositora, encabezada por Fernando De la Rúa,
marca el pico de un tipo distinto de consentimiento, en este caso por resignación. Los
frutos negativos de la política neoliberal eran ya inocultables en la trama económica y
social argentina, pero ni siquiera el nuevo partido, de tinte socialdemócrata, fue capaz
de salirse de la inercia discursiva y forjar un planteamiento económico alternativo. El
voto a la Alianza puede entenderse en este sentido como la cándida aceptación de que
vivimos en el mejor de los mundos económicos posibles, aún cuando ese mundo sea
reconocido, y en muchos casos ya padecido, como altamente indeseable.
Entre la primera fecha y la tercera median los cuatro años del segundo
gobierno de Menem, no sólo mucho menos “exitoso” que el primero en indicadores
macroeconómicos, sino también jalonado por el lento pero incipiente crecimiento de
la resistencia social, y más ampliamente, por un creciente rechazo de lo que empezó a
llamarse “cultura política menemista”, hecha a partes iguales de frivolidad,
deshonestidad estertórea y escándalos casi cotidianos de corrupción. El fantasma de la
hiperinflación estaba ya demasiado lejos como para forzar por sí solo un
consentimiento activo, y en cambio mucho más cerca, en la vivencia cotidiana de
cada vez más personas, la experiencia de la intemperie social, surgida de las distintas
oleadas de “desregulación”. Así, si en los primeros años de la década el padecimiento
social pudo transcurrir con poco efecto sobre las buenas conciencias (se trataba casi
siempre de “los otros”, y consistía en “eliminar el trabajo improductivo”, “sanear el
Estado”, “reconvertir”, “modernizar”), la estabilización del desempleo estructural
significó para millones de argentinos mirar por primera vez de frente, en su entorno
más inmediato (cuando no en carne propia), la dramática experiencia de la exclusión
social. Hay que agregar a esto las secuelas ya palpables de la desinversión pública en
áreas sensibles como la educación y la salud, la permanente amenaza de nuevos y más
profundos “ajustes” y “achicamientos” (exigencias internacionales de “profundizar las
reformas”, etc.), y la ostensible merma del clima triunfalista de los primeros noventa,
6
En general, los principales indicadores macroeconómicos tuvieron un comportamiento favorable en el
período 1991-1995, y representaron una drástica mejoría respecto del derrumbe de 1989-1990.
7
a causa del agotamiento del ingreso de capitales por el final de las privatizaciones y
los reacomodamientos posteriores al “efecto tequila”.
El discurso neoliberal tiene que vérselas entonces con sus auténticos
problemas de legitimación, y hay que decir que lo hace, a pesar de todo, con bastante
éxito. En primer lugar, porque continúa cerrando sobre sí mismo la esfera de lo
pensable: aún cuando muchas de sus consecuencias ya no pudieran ocultarse,
consigue mantener el estigma sobre lo poco y rudimentario que perdura o aparece
como alternativa en materia de ideas económicas. El paulatino deslizamiento de la
Alianza hacia la ortodoxia económica a medida que se acercaba al poder7, habla
quizás más de esta tendencia del discurso socialmente dominante que de sus propias
limitaciones de coraje e imaginación (que las tuvo, y no en poca medida). En segundo
lugar, porque logra instaurar una dicotomía que será crucial para entender el fugaz
esplendor de la Alianza, y también los intentos de reposicionamiento posteriores al
derrumbe de la convertibilidad. Esa dicotomía es la que separa los programas de
ajuste en sí mismos de sus formas específicas y locales de aplicación. La irritabilidad
social respecto de la “cultura política menemista” se pone así al servicio de la
supervivencia del consentimiento neoliberal, porque el fracaso de las políticas de
ajuste puede ser presentado no como producto de las políticas mismas, sino de su
aplicación irresponsable y, sobre todo, de su aplicación manchada por la corrupción.
Es la metáfora quirúrgica propia del discurso neoliberal: una cosa son las bondades de
la cirugía, y otra los aspectos de higiene y asepsia.
El discurso electoral de la Alianza no sólo no es ajeno a esta escisión, sino que
contribuye a consolidarla y hasta puede decirse que vive de ella. Es verdad que no
propone expresamente la continuidad de políticas de ajuste (aunque es lo que
terminará haciendo), y que hace vagas promesas sobre la necesidad de un Estado
menos ausente (promesas que no cumplirá). Pero su discurso hace más esfuerzos por
subrayar “el mantenimiento del modelo” económico, la necesidad de “tranquilizar a
los mercados”, y la ausencia de cambios “irresponsables”, que por ofertar
positivamente un cambio de rumbo económico. El grueso de su propuesta “de
cambio” no es económico sino institucional: limpiar las instituciones de la corrupción
y la frivolidad de los años menemistas. La “calidad institucional”, concepto central de
su discurso, es presentada como prerrequisito para consolidar un capitalismo “menos
salvaje”, más productivo y con mejor distribución. Elipsis que deja la discusión
expresa del neoliberalismo en un hipotético futuro (lejano) en el que las instituciones
se encuentren por fin saneadas, y que tranquiliza en efecto a “los mercados” con la
promesa implícita de una esencial continuidad8.
7
La Alianza reúne a la Unión Cívica Radical -junto con el Justicialista, el principal partido político del
país hasta ese momento- con el recientemente conformado FREPASO (Frente País Solidario), que
había tenido un rápido crecimiento en su caudal electoral con un discurso genéricamente progresista y
ataques expresos al modelo económico imperante. El contrapeso de la mucho más moderada U.C.R,
pero sobre todo la inminencia del acceso al poder, fueron limando de asperezas su discurso hasta
convertirlo, ya antes de las elecciones, en un partido “confiable” para asegurar la continuidad sin
sobresaltos de la política económica.
8
Esta escisión -“modelo”/aplicación del “modelo”-, que la Alianza presupone implícitamente en su
prédica de saneamiento moral, será empleada expresamente, y hasta el hartazgo, para salvar la
responsabilidad de la ortodoxia neoliberal en el colapso económico de fines de 2001. El discurso oficial
del Fondo Monetario Internacional, y de una parte no desdeñable de la prensa internacional, atribuyó el
derrumbe de la economía argentina no a los diez años de “reformas estructurales” y “apertura de la
economía”, sino a la forma específicamente local de su ejecución, con especial énfasis en los
folclóricos defectos del incurable fenómeno peronista, y sobre todo en los altísimos índices de
corrupción. Tendría interés histórico y político investigar empíricamente los cambios de enfoque de la
prensa financiera internacional sobre el caso argentino, que muy posiblemente (esta es la hipótesis)
8
Este consentir resignado tiene en el voto a la Alianza un sinfín de
manifestaciones específicas, pero el largo brazo del miedo es y será todavía uno de
sus componentes primarios. No ya el miedo de la hiperinflación -que de todos modos
perdura9- sino un miedo más incierto y más espeso, que tiene que ver con el creciente
extrañamiento de la política (ya enteramente asumida como actividad sino “mafiosa”
al menos demasiado próxima a las “mafias”, y por lo tanto ajena a las cualidades y
posibilidades de cualquier persona corriente), con la creciente certidumbre de un
destino social atado a intereses que no pueden confrontarse (las amenazas tácitas o
expresas de no cumplir los mandatos del Fondo Monetario Internacional o las
expectativas de “los mercados”), y con la profunda falta de confianza colectiva que
surge en cada quien al mirarse en el espejo de la sociedad. Porque en efecto, las
heridas infligidas a la sociedad argentina por los diez años de política neoliberal se
encuentran también y sobre todo en el plano cultural-normativo, donde su
consecuencia fue el crecimiento pavoroso de la desconfianza generalizada, la
sagacidad agresiva, la pérdida de referentes colectivos ajenos al propio proyecto
biográfico y, en suma, la descomposición de la noción misma de “sociedad” como
componente clave del mundo de la vida. El desalentado voto “moralizador” a la
Alianza expresa quizás un intento, fallido como debía ser, de resarcir estas heridas
aplazando la cura del daño económico, que no tenía medicina a la vista.
4. Riesgo país y explosión: del consentir impotente a la ruptura
Quizás sea ley de la vida y de las sociedades que cuanto más tenebroso es el
laberinto más esfuerzo e imaginación se emplea para encontrar salidas. Eso es
también lo que pasa con un estado de cosas que se consiente por resignación: la
resignación tiene límites, que suelen estar cerca de la desesperación. El paso de la
resignación a la impotencia y a la eventual ruptura suele ser así producto de un
padecimiento más intenso que virtualmente obliga a imaginar alternativas, y ese fue el
caso de la sociedad argentina en el período que va de 1999 hasta hoy. Intensificación
del padecimiento y tentativas de novedad marcan los cuatro últimos años de la
cronología argentina, que en la vivencia y la memoria serán desde luego mucho más
que cuatro y que, según todos los pronósticos, marcan algún tipo de bisagra y de final
de era.
Para ilustrar la intensificación del sufrimiento social basta cualquier informe
sobre datos económicos y sociales, sobre todo de los años 2001 y 2002. Es suficiente
recordar el escalofriante dato de las cifras de pobreza e indigencia (57,5% y 27,5%
respectivamente, según la última medición oficial), el no menos escalofriante dato de
su evolución reciente (que convierte a la debacle socioeconómica argentina en un
auténtico récord internacional de velocidad de caída), y un solo número del último
informe del Programa Naciones Unidas para el Desarrollo: entre mayo de 2001 y
mayo de 2002 se perdieron en Argentina 825.000 empleos, lo que hace un total de
2.260 nuevos desempleados por día a lo largo de todo un año -y esto hablando sólo de
la economía “formal”, y considerando que la llamada “economía sumergida”
mostrarían un virtual ocultamiento de la corrupción en los primeros noventa (no obstante ser públicos y
notorios decenas de casos) y una atención desmesurada a la corrupción, desde finales de la década y
hasta el colapso.
9
El candidato De la Rúa hizo tantos esfuerzos por asegurar al electorado la continuidad del “1 a 1”,
como sus contrincantes por revivir los fantasmas de la hiperinflación radical de 1989.
9
(informal) era ya una fuerte presencia estructural, expandida además al calor de la
propia crisis.
Es de esperar que en un proceso de semejante velocidad y radicalidad también
los fenómenos de atribución de sentido se vuelvan complejos y opacos, pero en
cualquier caso es indudable que el consentimiento por resignación pierde una esencial
base de sustentación, que es la estabilidad y soportabilidad del sufrimiento. Que algo
sea consentido por resignación supone que todavía se ve algo importante que perder
en el cambio, y depende por lo tanto de un punto crítico en el que esa convicción se
rompe. De modo que si en los años de De la Rúa, y en los posteriores, persiste algún
consentimiento respecto de la ortodoxia neoliberal (y de hecho persiste), se trata como
tendencia de un consentimiento impotente, que ya se permite imaginar prácticas y
discursos alternativos, sólo que se sabe o se siente huérfano de medios y
posibilidades.
Cuánto aporta la imagen y la práctica del gobierno aliancista a consolidar esa
sensación sería tema de un interesante trabajo empírico; en cualquier caso aporta
mucho, y es fácil enumerar unas cuántas razones. La propia imagen del presidente en
primer lugar, deteriorada con cada nuevo día de gobierno en la sensación de
aturdimiento e inacción frente a un ciclo económico que no era capaz de controlar, y
quizás ni siquiera de comprender. La insólita entrada al gobierno de Domingo
Cavallo10, que además de ratificar esa incapacidad sella la rendición del gobierno
“socialdemócrata” al establishment económico y financiero. La previa, breve, fallida
y todavía más radical incursión de Ricardo López Murphy, impulsor de una vuelta de
tuerca neoliberal cuyo fracaso demuestra también las visibles grietas del
consentimiento. La renuncia del Vicepresidente Álvarez, que además de consolidar la
rotura del ala izquierda de la Alianza, afianza la imagen de que “es imposible hacerlo
de otro modo”, enseña de la que Álvarez había sido principal abanderado11. Y un
largo etcétera.
Pero no se trata sólo de una proyección simbólica emanada del poder político.
La impotencia tiene un amplio suelo “real”, en parte consecuencia perversa de los
años de euforia neoliberal, y en parte de cambios más o menos fortuitos del final de la
década. Así, no es un hecho simbólico la brutal concentración de riqueza que
atraviesa como tendencia toda la década, y por lo tanto no es meramente simbólico el
tremendo poder de acoso que una minoría tiene respecto de la autoridad política.
Tampoco es simbólico -aunque todo el tiempo juegue con símbolos- el giro
ultraconservador de la política norteamericana a partir de Bush hijo, y su consiguiente
redireccionamiento de la política de los mal llamados “organismos de crédito”
internacionales. Ni es puramente simbólico el estado de virtual disciplinamiento
militar del mundo impulsado después de los atentados neoyorquinos del 11 de
septiembre, ni lo es la dependencia de la economía argentina de la ingeniería
financiera y las decisiones globales de un puñado de empresas sin bandera ni
territorio. Todo esto y mucho más forma parte de la estimación de fuerzas y
10
Cavallo volvió al ministerio de economía el 20 de marzo de 2001, después de un brevísimo paso de
Ricardo López Murphy, autor de un plan de reducción del gasto público que generó unánime rechazo y
que convirtió al autor de la convertibilidad en un virtual “moderado”.
11
Carlos “Chacho” Álvarez había sido no sólo el principal escudero del FREPASO y uno de los
principales arquitectos políticos de la Alianza, sino también una de las figuras públicas más relevantes
en la denuncia del modo menemista de hacer política. Su renuncia a la vicepresidencia tuvo un efecto
devastador sobre las expectativas de oxigenación de la política que él mismo había impulsado como
pocos.
10
viabilidades políticas que acontece en el sentido común, con las complejidades y
matices, se entiende, que le son propias.
Sin embargo, hay dos procesos cuyo componente “de sentido” merece
destacarse especialmente, porque explican en parte e ilustran en todo el fenómeno del
consentimiento impotente. El primero es el de la medición del índice de “riesgo país”,
número que martirizó la conciencia y la psicología colectiva durante todo el 2001. La
primera y más notoria característica del “riesgo país” es su casi completa opacidad. A
fuerza de insistencia mediática, casi todo el mundo podía repetir en la Argentina de
2001 la definición técnica del “riesgo país” (“la sobretasa que pagan los bonos
argentinos...”, etc.); es casi seguro que muy pocos pudieran entender con mínima
precisión qué era lo que realmente medía, por no hablar de los vericuetos técnicos de
su procesamiento y los políticos de su circulación internacional. Lo que todo el
mundo entendía bien era lo más importante: que el aumento del número fatídico
influía directamente en sus vidas y en sus proyectos, y que la suerte individual de cada
quien estaba en mayor o en menor medida atada a él. Y no sólo la suerte individual: el
índice recae a modo de estigma sobre un colectivo al que fatalmente se pertenece
(“país”), sin que ningún “yo” ni ningún “nosotros” -incluido el gobierno paralizado de
De la Rúa, la titubeante y desconcertada oposición, y los técnicos supuestamente
invulnerables como Cavallo- pueda hacer algo por detenerlo. El vértigo del “riesgo
país” representa así la forma más pura de la impotencia política, la anulación de la
política como posibilidad de intervención y gestión del destino personal y colectivo,
el extremo de la indefensión y la debilidad de ciudadanía. Un punto crítico sólo
comparable, una vez más, con la asfixia forzada de la energía política por el
terrorismo de estado.
El segundo hecho representativo se refiere al lugar del Fondo Monetario
Internacional en el espacio público argentino. No debe haber muchos antecedentes, si
hay alguno, de un funcionario de ese organismo que brinde una conferencia de prensa
en el país y para los periodistas del país, a fin de “explicar” cuál es la política
económica que debe seguirse para dejar de irritar al mundo de las finanzas
internacionales. Esto ocurrió a principios de 2002 con Anoop Singh, el emisario del
Fondo en Argentina, pero no es más que el punto culminante de un proceso que no
sólo es de gradual incremento de la ingerencia económica y política, sino también de
una progresiva despreocupación por las formas y los modos diplomáticos. El cambio
de posición y perfil del F.M.I. en el espacio público argentino -que también ameritaría
una interesante investigación empírica- es en suma la consolidación de un fortísimo
poder fáctico, que representa expresamente intereses particulares ajenos a la mayoría
(bancos extranjeros y acreedores) y que casi no hace esfuerzos por ocultarlo. Equivale
en este sentido al “riesgo país” en lo que tiene de imposición casi incontestable (dado
su poder objetivo), y representa el punto más álgido del consentimiento impotente: el
discurso neoliberal ya no pretende ser aceptado y se contenta con ser temido, por
decirlo (casi) con Maquiavello; y por decirlo a partir de Habermas: es un discurso que
ya no pretende ni ser verdadero, ni ser sincero, ni ser justo (normativamente
correcto), y que exhibe sin pudores su cara coactiva: simplemente obliga y amenaza.
El paso que hay desde este consentir impotente a la ruptura del consentimiento
es ínfimo, y los conocidos y tematizados fenómenos de la política argentina reciente
pueden leerse como auténticas manifestaciones de ruptura. La rebelión popular del 19
y 20 de diciembre es el más ruidoso e importante, pero abarca mucho más que el
distanciamiento brusco respecto de un discurso económico unilateral. Parece
indiscutible que está vinculado de muchas maneras con la impotencia: su virulenta
espontaneidad, su limpieza de consignas, su carencia o diversidad de orientación
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política precisa, son indicadores de un estado previo de sufrimiento silencioso y
trabajosa contención. Pero esa impotencia va mucho más allá del padecimiento
económico y su discurso estándar asociado (“ajuste”, “tranquilizar a los mercados”,
etc.). Tiene a la estructura de partidos, al gobierno y a la política en general como
foco de demanda, y reclama por derechos al mismo tiempo más básicos y más
generales, que son los de la ciudadanía en su forma mínima de respeto político y
garantía jurídica. Esto incluye pero rebasa los límites de un discurso (el neoliberal)
cuya práctica consecuente atenta justamente contra esos derechos.
Por eso son quizás más importantes, como síntomas visibles de ruptura, los
fenómenos del movimiento piquetero, las asambleas barriales, los “clubes de trueque”
y el incipiente movimiento de “empresas recuperadas”. A veces por convicción y a
veces por fuerza de las circunstancias, todos estos movimientos expresan la
emergencia de prácticas y discursos sociales y políticos no sólo retóricamente
enfrentados respecto del neoliberalismo, sino también, y sobre todo, ajenos al
neoliberalismo en sus formas y en sus procederes. Cosa que no debe sorprender
porque los cuatro nacen, en mayor o menor medida, en el seno de situaciones sociales
críticas que son secuela directa de los años de ajuste.
El caso de los piqueteros es en este sentido el más ilustrativo. Crece como
movimiento durante la segunda mitad de los noventa, originalmente como actividad
reivindicativa de ex empleados de empresas del estado, pero paulatinamente como
organización más compleja que incluye no sólo nuevas y más trabadas
reivindicaciones sociales y políticas, sino también un auténtico entramado de trabajo y
contención social en contextos de marginalidad y pobreza extrema. Ha llegado a ser
además un actor público relevante12, lo que habla no sólo de su relativo éxito político
sino también de una presencia que en sí misma, independientemente de contenidos,
pone en entredicho cualquier discurso económico que invoque “costos sociales” incluido el neoliberal, pero ya no sólo él.
Los clubes de trueque y el movimiento de empresas recuperadas no pueden
leerse como simples estrategias paliativas, porque en lo que tienen de creatividad
social y fermentación política representan también un acicate profundo frente al
discurso económico de los noventa. La recuperación de empresas por sus trabajadores
no se limita a dar soluciones puntuales al drama del desempleo: está rodeada de una
retórica que ensalza la importancia del trabajo como medio de realización personal y
social, su preponderancia social por encima de intereses particulares, la equidad de
salarios entre puestos directivos y puestos llanos y, lo que es más contundente, la
primacía del derecho al trabajo por encima del derecho de propiedad. Y los clubes de
trueque expresan no sólo la recuperación de formas precapitalistas de producción e
intercambio, sino también de prácticas y retóricas de movimientos cooperativistas y
mutualistas que supieron ser fuertes en la Argentina anterior a los noventa.
De las asambleas populares puede decirse lo mismo que de la rebelión de
diciembre: que abarca muchísimo más que la puesta en entredicho de un discurso
económico. Pero es su carácter deliberativo -la idea misma de discutir proyectos
políticos- lo que atenta más directamente contra la esencia y los supuestos de la
hegemonía neoliberal, basada justamente (retórica experta mediante) en la casi
absoluta imposibilidad de discutir. Con todas sus reconocidas precariedades y
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Además de tener una presencia permanente en los medios informativos, ha sido un interlocutor
inevitable para la saga de presidentes posteriores a la caída de De la Rúa, y ha obligado a todos los
candidatos de las recientes elecciones a tomar posición expresa sobre sus reclamos y manifestaciones.
El asesinato de dos de sus manifestantes a mano de la policía, por otra parte, ha sido el hecho
determinante del acortamiento en seis meses del mandato de Eduardo Duhalde.
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limitaciones, el movimiento asambleario reinstala la voluntad de agencia política,
secuestrada por los supuestos de un discurso económico que traza una barrera
infranqueable entre “expertos” y “legos”, reduciendo la política al control técnico de
sistemas complejos.
Nada de todo esto significa ensalzar más de la cuenta, ni inventar mitologías,
ni ver verde donde hay gris. Se trata de movimientos bastante pequeños si se tiene en
cuenta sus bases de sustentación posibles (el número de desempleados, por ejemplo,
en relación al número de participantes en movimientos piqueteros y de trueque) y,
como todo lo emergente, están hechos de mezclas que no se avienen a ninguna pureza
ni conceptual, ni moral, ni política. Pero en su ambivalencia y en sus limitaciones
representan la cara más visible y más indiscutible de la ruptura del consenso
neoliberal. Ruptura que tiene muchas otras manifestaciones13, y que no dejó de
tenerlas en el por momentos patético reacomodamiento de las estructuras partidarias a
la nueva situación. Si hay algo destacable en el espectro de los modestísimos
discursos de la reciente campaña electoral14, es justamente la virtual desaparición de
programas puros de ajuste neoliberal. Y no porque no hayan figurado en la agenda
futura de los postulantes -baste recordar que entre ellos encontramos a López Murphy,
por no hablar de Menem- sino porque la permeabilidad social al discurso ortodoxo
parece virtualmente agotada.
A manera de cierre
Que también esté agotada la permeabilidad a la práctica ortodoxa es una
cuestión abierta, y habría que preguntarse a tal respecto, con Christian Ferrer 15, cuál
es la tasa de daño tolerable por una población. Cuestión que, como el mismo Ferrer
aclara, no demanda consideraciones sociológicas sino políticas. Consideraciones que
incluyen, agrego por mi parte, las eventuales nuevas formas de legitimación que
pueda buscar y quizás encontrar una nueva vuelta de tuerca de ajuste, “liberalización”
y achicamiento. Las condiciones de posibilidad para esa re-legitimación parecen de
momento bastante remotas, pero esa distancia contrasta con el derroche de poderío y
decisión de quienes dentro y fuera del país postulan y exigen más de lo mismo. En ese
contraste se juega no sólo el destino del nuevo gobierno, sino casi todo lo que queda
por jugarse en una sociedad que desde hace treinta años no hace mas que acumular
heridas.
Entre otras, la consigna publicitaria, pero también política, de “comprar trabajo argentino”, que
expresa una clara toma de posición respecto de la destrucción de la producción nacional por efecto de
la “apertura” económica de los noventa.
14
Este artículo termina de escribirse pocos días después de concluido el proceso electoral y de la
inmediata asunción del nuevo presidente, Néstor Kirchner. Los rasgos más salientes de la elección
fueron la escisión del partido Justicialista (que presentó tres candidatos), la virtual desaparición del
panorama electoral de la Unión Cívica Radical (el más viejo de los partidos argentinos y uno de los dos
mayoritarios hasta 1999), la dispersión de votos entre los participantes (ninguno alcanzó el 25% en la
primera vuelta), y la insólita decisión de Menem de abandonar el ballotage para evitar una derrota
bochornosa a manos de Kirchner. El abandono de Menem, pero sobre todo el repudio masivo que
según todas las encuestas iba a recibir en las urnas, es también un dato elocuente respecto de la revisión
del consenso neoliberal de los primeros noventa.
15
FERRER, C., “Vaca flaca y minotauro”, en Nueva sociedad Nº 179, mayo-junio, 2002.
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