La Música, ¿evolución del lenguaje de las emociones? «…la música es formalmente análoga a la vida emotiva; en ambas realidades existen formas de crecimiento y atenuación, de flujo veloz y aminorado, de detención, de terrible excitación, de calma o de sutil activación y de intervalos soñadores.» Felix Meldensson Todos, en algún momento, nos hemos emocionado al escuchar alguna canción y, por lo tanto, a partir de esta experiencia, compartimos con la mayoría de las personas la antigua y extendida idea de que la música tiene una capacidad extraordinaria de evocar y expresar nuestras emociones más profundas. De hecho, los efectos emocionales de la música son centrales para que disfrutemos de ella. Esta capacidad es particularmente intrigante porque, a diferencia de la mayoría de los otros estímulos que evocan nuestras emociones, tales como el olor, el gusto o la expresión facial, la música en sí no tiene ningún valor biológico o de supervivencia intrínseco que sea obvio. El hecho de que la música, tal y cómo lo demuestran numerosos estudios, active estructuras del cerebro que igualmente se activan en otros estados de euforia inducidos por estímulos tales cómo el alimento, el sexo y el abuso de drogas, implica que la estimulación musical se relaciona con estímulos biológicamente muy relevantes para la supervivencia, dada su convergencia con los circuitos del cerebro implicados en el placer y la recompensa. Esto es muy importante porque la música ni es estrictamente necesaria para la supervivencia biológica ni para la reproducción, ni tampoco es una sustancia farmacológica. La activación de estos sistemas cerebrales en respuesta a un estímulo abstracto como la música puede representar una propiedad emergente de la complejidad de la cognición humana. Quizás a medida que se fueron formando puentes o acoplamientos anatómicos y funcionales entre los sistemas cerebrales filogenéticos, es decir, entre los sistemas más antiguos relacionados con la supervivencia y los sistemas más nuevos relacionados con las capacidades cognitivas, aumentó nuestra capacidad general de asignar significado a los estímulos abstractos y, con ello, nuestra capacidad de experimentar placer con estos estímulos musicales abstractos también aumentó. Lo interesante de este aspecto es que la existencia de patrones acústicos específicos que influyen en nuestros estados emocionales no es una capacidad exclusiva ni de la música ni tampoco de los seres humanos. Sabemos, a partir de la obra de Darwin, que las vocalizaciones de los animales han sido conformadas por la selección natural para comunicar información específica acerca del estado emocional del emisor de la señal. Por ejemplo, se sabe que muchas de las llamadas de sumisión o afiliativas tienden a estar armónicamente estructuradas, que las llamadas de atención, en su mayoría, tienden a subir en frecuencia, y que las de agresión son generalmente cortas y a modo de “staccato”. Es muy interesante que muchos de estos patrones aparezcan en las vocalizaciones humanas como, por ejemplo, la risa y el llanto, las señales paralingüísticas que están integradas y dan el contexto emocional sobre de nuestro lenguaje verbal, el habla materna e incluso los sonidos que utilizamos para entrenar a los animales. Algunos científicos piensan que estos sonidos son imitados por los diversos instrumentos musicales, que posiblemente actúan como estímulos supernormales, es decir, estímulos artificiales que tienen un mayor impacto como desencadenadores sociales que los estímulos naturales que normalmente provocan las respuestas (un ejemplo clásico es el diseño de un huevo artificial cuatro veces más grande y más llamativo que el natural, al que los padres preferirán incubar, incluso llegando a sacar los huevos naturales del nido). Por lo tanto, humanos y animales no humanos codificamos información emocional en nuestras vocalizaciones y poseemos sistemas perceptuales que han sido diseñados por la evolución para responder apropiadamente a estas señales. Dada su evolución ancestral, nuestra facultad musical pudo perfectamente haber integrado este mecanismo para utilizarlo en la música, aunque este no haya evolucionado específicamente para esta función. Esto lleva a que hoy en día la música siga desempeñando esta función adaptativa, regulando, o al menos influyendo, nuestras emociones. Por ejemplo, los ritmos activan ciertos procesos fisiológicos, incluso en los vertebrados inferiores. Es así como con un metrónomo se pueden acompasar los movimientos del opérculo branquial de ciertos peces y acelerarlos o retardarlos. Si a un sujeto cuyos latidos se han acelerado previamente mediante algún ejercicio físico, se le cantan canciones de cuna, la frecuencia de su pulso disminuirá más rápidamente que en el caso de personas que no han escuchado nada o sólo música de jazz. Dicho efecto lo logran, también, las canciones de cuna de las más diversas culturas. Este fenómeno universal de las culturas humanas —la canción de cuna—- se caracteriza por estar compuesto en intervalos de terceras menores y reproducir, en la melodía y el compás, el ritmo respiratorio lento del bebé y el niño al dormir. Al investigar las reacciones a distintos tipos de música midiendo la presión sanguínea, la frecuencia cardiaca y otros cambios fisiológicos mientras los oyentes escuchaban diversos tipos de música, se concluyó que la música con un tiempo o pulso rápido y escrita en una escala mayor está asociada justamente con la inducción de felicidad, que un tiempo lento en escalas menores induce tristeza y que un tiempo rápido combinado con armonías disonantes induce miedo. La experiencia musical también tiene un significado interpersonal, creando un mundo de fantasía en donde se elaboran situaciones en las que se participa simbólicamente, evocando tendencias propias hacia otras personas con un significado universal para todos. Un ejemplo claro es la música de marcha militar que se interpreta a los soldados al ir a la guerra. Está diseñada para fomentar una actitud positiva y de autoconfianza, de dominancia, orgullo, exhibicionismo y agresión. En estos mismos términos transculturales, una serie de estudios recientes concluyen que en todas las culturas se hacen juicios similares sobre la emoción que provocan determinadas melodías, lo que sugiere que al menos algunas de las señales emocionales en la música (tiempo, altura y modos) son compartidas interculturalmente, y apuntan a que puedan existir mecanismos innatos para percibir la emoción que tanto compositores como músicos buscan provocar con la música. Finalmente, existen numerosos estudios que verifican la capacidad de la música para inducir placer intenso y estimular los sistemas endógenos de la recompensa, los que sugiere que, aunque la música puede no ser imprescindible para la supervivencia de la especie humana, puede, de hecho, poseer un beneficio biológico muy significativo, y generalmente subestimado, en cuanto a su potencial para influir en nuestras emociones y nuestra conducta y, por lo tanto, contribuir a nuestro bienestar mental y físico. Por: José Francisco Zamorano Abramson