Una estrella en el corazón La vi despertar. Tumbada sobre la cama parecía un ángel caído del cielo. Iba retorciéndose, quitándose poco a poco el sueño de encima con la elegancia y la sutileza que la caracterizaban. Era bella y natural, fresca como una gota de rocío encima del pétalo de una flor. Abría los ojos perezosamente y me parecía como si el sol saliese de dentro de sus pupilas iluminando mi rostro, llenándolo de vida. La acaricié suavemente y su mirada de color canela se mezcló con la mía, azulada. Me sonrió y con solo eso fui feliz. Había aprendido a apreciar cada segundo a su lado como si fuera el último. Sin abandonar esa inocente sonrisa me alborotó el pelo oscuro. - Buenos días precioso – dijo con la voz un poco ronca aún. - Buenos días hermosa – le respondí comiéndome su fascinante cuerpo con los ojos oculto bajo las sábanas. Ella bajó la cabeza de repente dejando caer su bonito pelo castaño por encima de su suave rostro. - No me mires así que me da vergüenza – dijo como una niña traviesa. Dejé escapar una carcajada jubilosa y me lancé sobre ella haciéndole cosquillas. Su risa libre y contagiosa se expandió por la habitación llenando nuestros corazones de alegría que tiempo atrás tanto nos había faltado. Distraídamente posó su mano detrás de la oreja, justo dónde terminaba su cicatriz. Recuerdos dolorosos acudieron a mi mente. Recuerdos de cuando huíamos de la Tierra para venir hacia aquí. La imagen de nuestro mundo destrozándose y meses más tarde, durante el viaje, imágenes de ella sufriendo la conmoción cerebral. Yo, levitando en frente de su cama a causa de la falta de gravedad, sin poder hacer nada, viendo como médicos entraban y salían de la habitación para curarla y devolverla a la vida. Inspiré y sonreí pese a ese regusto amargo que me dejaban esos recuerdos. La puerta se abrió sin que la oyéramos ser golpeada antes y nuestra hijita entró dando saltitos. Riendo como siempre se lanzó a los brazos de su madre deseándole buenos días. Tenía 3 añitos acabados de cumplir y era pura energía. Me quedé mirando a las dos mujeres más importantes de mi vida con unos ojos hambrientos de amor, dispuestos a darlo todo por ellas. El parecido entre ambas era espectacular, tanto que me hacía ver a Luna, mi hija, como a una joven Estrella, mi mujer, que ya desde pequeña conocía. - ¡Papá! – chilló la pequeña regalándome un suave beso en la mejilla - ¡Ha llegado el día! ¡Por fin ha llegado! ¿Me acompañaréis a verlo? - Por supuesto mi Luna – le respondí lanzándola por los aires. Feliz y contenta bajó de la cama y salió corriendo de la habitación pegando grititos. Aproveché ese momento de intimidad para acercarme más a Estrella. Ella me rodeó el cuello con las manos y puso su nariz rozando a la mía. - Hoy es el día – susurró con una sonrisa que escondía nostalgia. Terminé de acercarme a ella y la besé con gran anhelo, saboreando sus labios y apretándola contra mi cuerpo mientras no dejaba de acariciarme la espalda. Nos separamos y nos vestimos mientras bromeábamos sobre cosas sin importancia. No hacía falta decirnos ni reconocer que estábamos muy nerviosos. Ese día tan esperado había llegado y ambos estábamos ansiosos para ver eso que tanto habíamos echado de menos. También estábamos esperanzados, aunque sabíamos que no debíamos hacernos ilusiones. Pese a todo, no hablamos del tema en todo el día y cuando llegó la hora de salir, nuestros corazones palpitaban con fuerza. Me reuní con Luna y Estrella y las ayudé a ponerse el traje, luego me lo puse yo. Era incómodo y el casco agobiaba. Luna, se movía inquieta y nos ponía muy nerviosos. Nos dirigimos a la parte oeste del búnker dónde ya se había acumulado una gran cantidad de gente, todos dispuestos a ver el gran espectáculo. Las puertas aún permanecían cerradas, pero podíamos admirar el cielo estrellado y el paisaje montañoso de Marte a través de las ventanas. A la hora exacta planeada las puertas empezaron a abrirse y poco a poco fuimos saliendo de nuestro seguro hogar, adentrándonos en ese paraje inhóspito, rojo y lleno de sorpresas. Sujetaba con fuerza a mi hija entre mis brazos mientras mi mujer me rodeaba con un brazo la cintura. Paso a paso empezamos a pisar el suelo arenoso y notamos la falta de gravedad que nos hacía ligeros como una pluma. El cielo oscuro caía sobre nuestras cabezas y parecía como si de un momento a otro nos fuera a engullir. Caminamos un poco, siguiendo al pelotón y nos paramos cerca de un acantilado desde donde se podía observar la grandeza de nuestro nuevo planeta rojo y del universo entero. Faltaban pocos segundos para que empezara lo que llevábamos años esperando. Apreté con fuerza la mano de Estrella mientras las lágrimas se me amontonaban en los ojos queriendo escapar. De pronto la vimos, vimos nuestro antiguo mundo que deseábamos volver a habitar, vimos la Tierra. Hacía tiempo habíamos huido de ella sin volver la vista atrás, yendo a Marte para refugiarnos del desastre que nosotros mismos habíamos provocado. Solo unos pocos lograron subirse a las aeronaves, el resto de gente se quedó allí. Intenté olvidar las imágenes de nuestro mundo desmoronándose y ardiendo mientras millones de personas morían a nuestros pies. Fue terrible, pero son aquellos momentos que se te quedan grabados para siempre en la mente. Ahora, en breves instantes, volveríamos a avistar nuestra querida Tierra, deseando ver en ella lo que había sido milenios atrás, nuestro hogar. La ilusión se reflejaba en nuestros rostros pero también el miedo de la decepción. Finalmente empezamos a entreverla y fuimos observando mientras se mostraba delante de nuestros esperanzados ojos. En ese momento se hizo el silencio. Segundos después un grito de rabia estalló entre la multitud y miles de sollozos llenaron nuestras gargantas. La Tierra no era nuestro planeta azul y verde, tal como recordábamos. Era una enorme roca deformada, arenosa y amarillenta, imposible de habitar y, seguramente, llena de gases nocivos. Se me cayó el alma a los pies, me encontraba mareado y sentía que de un momento a otro me desvanecería. Mis ilusiones, mis sueños, mi mundo… todo se había derrumbado ese mismo instante. Giré la cabeza i vi a Estrella llorando desconsoladamente. El corazón se me partió en dos, era el llanto más horrible que había visto jamás y me di cuenta que me había afectado incluso más ver a mi amada llorando de esa forma que la decepción de ver mi mundo destrozado. Dejando a Luna un momento en el suelo me acerqué a Estrella. - Cariño…. – le dije. No hizo falta nada más. Nos fundimos en un abrazo que recordaré toda la vida. Ella me sujetaba con fuerza y yo la sostenía como si se fuera a caer. Nos apoyábamos el uno al otro, fuertes e indestructibles, como una única persona alzándose para no volver a caer jamás. Fue reconfortante y consolador, precioso y perfecto. Sentí que mi vida estaba allí y me di cuenta de algo muy importante. Aunque me sentía enormemente apenado por la pérdida definitiva de mi mundo, sentía que mi vida estaba allí. Lo demás no importaba, sería feliz en cualquier sitio siempre que ella estuviera a mi lado, siendo mi estrella, orientándome por los pasadizos oscuros de la vida. Me di cuenta, de que ella era mi verdadero mundo. Cuando el eterno y maravilloso abrazo terminó nos quedamos observando el infinito. Luna se agarraba a mis piernas y yo le acariciaba el hombro suavemente. La otra mano sujetaba con fuerza la de Estrella, ambas entrelazadas para siempre. La rodeé con el brazo y por fin sonreí. Maldije la estupidez humana que había acabado con la Tierra, pero bendije el regalo de amar y ser amado que traía la felicidad a los hombres. Las lágrimas acumuladas en esos intensos minutos decidieron por fin resbalar por mis mejillas, dejándolas húmedas y con sabor a agradecimiento, amor y felicidad.