Cuando la literatura se ensucia las manos

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Novela y corrupción
Cuando la literatura se ensucia las manos
Mariano de Andrade
La corrupción, dentro y fuera de las dictaduras, es una
suerte de metástasis, pero a diferencia de la que ataca a los
seres humanos, esta no acaba. No hace falta decir que en este
momento hasta las manos que suponíamos más limpias
podrían desmerecer el beneficio de la duda. La corrupción
está allí para decirnos que el poder tiene un precio y que su
influjo es tan grande que puede transtornar a colectividades
completas. En los relatos que ofrece el corpus textual
conocido como la novela de los dictadores latinoamericanos,
la corrupción está muy presente, al grado que sin ella, esta
narrativa perdería efectividad en la representación histórica y
por tanto en su verosimilitud, en su capacidad de invitarnos a
reflexionar sobre este asunto. Las siguientes líneas quieren
señalar que es precisamente la corrupción lo que brinda a
estas novelas, que a veces transcurren en páramos muy
lejanos, un terrible sentido de la actualidad. Y a la vez, ofrecer
una comparación entre Conversación en la Catedral y la
Fiesta del chivo, de Vargas Llosa y Grandes miradas, de
Alonso Cueto. Tres novelas corrosivas, tres novelas que
hablan del poder y que a través de algunos de sus personajes
centrales nos ofrecen una visión de los estragos causados
por esta lacra.
I
En la política latinoamericana el llamado ciclo de la novela
de los dictadores tiene una perversa actualidad. Y podemos
afirmar esto no porque las dictaduras subsistan en el continente —
a excepción, claro está, del régimen chavista en Venezuela—, sino
más bien por un subtema que sobrevive aún en nuestras precarias
democracias: la corrupción. En las novelas que conforman este
conjunto temático, la figura central es, naturalmente, el dictador.
Ello incluye su descripción física, un perfil psicológico más o
menos delineado, la captura de más de un gesto, en fin, el retrato
de un cuerpo y un discurso sustentados en un poder que se ejerce
de modo absoluto. Pero esta novela no evade el entorno dictatorial
y es allí donde la corrupción se sitúa y aparece en todo su
esplendor, a cargo muchas veces de personajes de segunda línea
—jerárquicamente y literariamente hablando—, en quienes se
deposita el encargo de llevar a cabo toda una larga serie de actos
delictivos y reñidos con la ética en que consiste el ejercicio de una
dictadura.
Sobornos,
chantajes,
ejecuciones
extrajudiciales,
enriquecimiento ilícito, secuestro, extorsión, entre otros, no son
solamente
figuras
penales,
sino
además
un
componente
importante de la trama, que entra así en una suerte de
competencia
—algo
extemporánea,
por
cierto—
con
los
relatos
propalados por los medios y la narrativa del periodismo de
investigación. Y es que, en más de un caso, las novelas que se
han ocupado de este tema comparten un rasgo en común: la
distancia temporal con lo narrado y, en otros, una representación
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que tiende a la alegoría, como sucede con Cambio de guardia, de
Julio Ramón Ribeyro; El recurso del método, del cubano Alejo
Carpentier y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez,
cuyos dictadores no parecen tener una procedencia identificable y
se tiende así a una representación de carácter más general, una
suma diríamos, cosa que no pudo lograr Valle Inclán con su Tirano
Banderas, por su pretensión de crear un lenguaje “panamericano”,
lo que terminó dando a la narración un carácter babélico,
inútilmente experimental y alejado de una perspectiva histórica
más clara.
II
Hemos indicado que normalmente los relatos de este tipo
no suelen aproximarse al tiempo de la representación y que más
bien tienden al retrato de una época más o menos distante. Una
muestra de ello podría ser Al filo del agua, del mexicano Agustín
Yánez, escrita en la década de los cuarenta del siglo pasado, pero
que se ocupa de retratar las postrimerías del régimen de Porfirio
Díaz, el llamado porfiriato, que se prolongó desde 1876 hasta los
primeros años del siglo XX. Pocas veces, pues, una de estas
novelas surge como respuesta inmediata o casi inmediata a la
realidad que describen. En el Perú, Grandes miradas, de Alonso
Cueto, aparece como un retrato literario más o menos temprano,
aunque en clave, del régimen de Alberto Fujimori. Aunque su
novela se centra en un episodio, el asesinato de un juez probo que
no cedió al soborno de Montesinos y la posterior venganza de su
muerte,
el
relato
termina
por proyectar
una
imagen
de
podredumbre y ausencia de ética que podría servir para describir
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una buena parte de la década de los noventa, tiempo en el que
actuaron el prófugo y su oscuro asesor. Un aspecto interesante y
que se relaciona muy de cerca con la atmósfera de corrupción que
se respira en estas páginas, tiene que ver con la descripción del
personaje, en este caso, Montesinos: “El cráneo húmedo, las
mejillas altas, los ojos secos de ofidio, la nariz afilada, la piel de
escamas y puntos, el grosor de la sonrisa” (p. 15) o “Su voz es
frontal hasta la violencia y cortés hasta la efusividad, dependiendo
de la cara que tenga al frente. Toda conversación es un campo de
batalla o un ensayo de seducción o casi siempre ambos. Usa las
palabras para engullir y triturar a quien lo escucha. El secreto de
su poder es hacer sentir a salvo a quien le obedece” (p. 31), son
dos buenos ejemplos de la estrategia del narrador que, lejos de
sucumbir a la descripción convencional, en bloque, concentrada
en un determinado número de páginas, prefiere entregar una
especie de rompecabezas, cuyas piezas —pequeños rasgos,
pinceladas sobre gestos y posturas— distribuidas a lo largo del
relato, ofrecen el cuadro total.
Esta estrategia de representación fragmentaria es más
evidente aún en Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, en
la que incluso la figura del tirano —fantasmal, pero poderosa— es
desplazada por la de Cayo Bermúdez, quien tiene el papel de
ejecutor en esta recreación ficticia del régimen del general Odría.
Y cosa parecida sucede cuando Vargas Llosa, en La fiesta del
chivo, al abordar la tiranía de Trujillo en la República Dominicana,
tiene en Jhonny Abbes y Balaguer dos personajes que funcionan
de una manera similar, complementando la imagen de la
dictadura, dando forma a su naturaleza antidemocrática. ¿Qué
pueden tener en común la novela de Cueto y estas dos de Vargas
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Llosa? Varias cosas, comenzando por la más obvia: hablar de
regímenes opresivos, mafiosos e inmorales. En segundo término,
la fragmentación como eje de lo representado, recurso que
Conversación en la Catedral radicaliza, proponiendo un montaje
narrativo de complejo diseño y acabado casi perfecto. El contraste
entre ambas novelas está fundamentalmente en el plano de los
personajes heroicos que cada una propone. En Conversación...,
tenemos la figura de Santiago Zavalita, autor de una pregunta que
hasta hoy nos asola: ¿En qué momento se jodió el Perú? Zavalita,
después de conocer todo el tramado de relaciones entre su padre
y la dictadura y luego de un periodo de militancia comunista, sufre
una profunda decepción que enfrentará con armas propias de un
nihilista, abandonándose a la inacción. Sin embargo, Zavalita tiene
un rostro digno y así lo demuestra cuando después de una
discusión con su hermano, a la muerte del padre, rechaza su parte
de la herencia familiar, pues conocía bastante bien cuál era el
origen de esa fortuna. En Grandes miradas, de otro lado, tenemos
a Guido, el probo juez asesinado por no ceder a las artimañas de
la dictadura, que se había propuesto —lográndolo en la realidad
histórica— manejar a su antojo todos los poderes del Estado.
Guido es un ejemplo clásico de héroe: sin fisuras, sin matices, sin
doble discurso, dueño de unas convicciones morales férreas que
terminan convirtiéndose en un auténtico estorbo para el poder.
Uno de los núcleos centrales de la novela está justamente en la
tortura y vil asesinato de este magistrado, lo que da pie a la
aparición de otro personaje, esta vez femenino: Gabriela, pareja
de Guido. En Gabriela descansan otros atributos, más activos y
explosivos que los de Guido, pues es ella quien ejecuta un plan de
venganza por su muerte. Con una paciencia y una voluntad más
que férreas, Gabriela logra no solamente acercarse al entorno más
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íntimo del doctor Montesinos, sino además dar con el asesino de
su novio y cobrarle el crimen cometido. Hay pues una significativa
diferencia entre el asco existencial de Zavalita y la enérgica y
metódica venganza de esta heroína.
III
Más allá de la distancia o cercanía temporal con lo narrado
en estas tres novelas, cierta tendencia a lo grotesco en la
caracterización física y gestual de los personajes que sirven como
encarnaciones de lo corrupto y lo putrefacto, hay dos aspectos que
cabría resaltar: la presencia femenina, por un lado, y por otro la
presencia de las figuras paternas. En cuanto al primer aspecto
mencionado, es preciso anotar que en general la saga sobre la
corrupción latinoamericana no es muy pródiga que digamos en
protagonistas femeninas, algo que tanto La fiesta del chivo como
Grandes miradas sí toman en cuenta, haciendo de dos mujeres,
Urania Balaguer y Gabriela, respectivamente, dos ejes centrales
en ambos relatos.
Como se recordará, Urania es la hija de Alejandro
Balaguer, el incondicional servidor de Trujillo, cómplice leal y
cumplido de un régimen que asoló a la pequeña República
Dominicana por años. El papel de Urania es central: a través de
ella conocemos no solamente las relaciones e intrigas de dicho
régimen, sino también las debilidades de su padre, sus terribles
faltas —que ella recuerda con íntima amargura— y que su familia
no logra ver, pues la máscara de honorabilidad de Balaguer —o la
cobardía de la parentela— resulta demasiado pesada y nadie, sino
ella, se atreve a removerla. Ella, al igual que los conspiradores
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que traman el asesinato de Trujillo, son de algún modo personajes
que representan alguna dignidad al interior de la novela. Pero
además Urania nos ofrece una reminiscencia mítica, pues cada
vez que pretende revelar a sus parientes la conducta de su padre,
estos se resisten a creerle y así Urania, de algún modo, nos
recuerda a Casandra, aquella que predijo la llegada del Caballo de
Troya y a quien todos condenaron con su sordera. Enfrentada a su
padre enfermo, Urania desmitifica su figura y del antiguo señor
que ella conoció, no queda sino una piltrafa postrada por un
derrame cerebral. En cuanto a Grandes miradas, ya hemos
señalado que Gabriela ejerce la venganza y ella representa para
el lector una instancia de satisfacción moral, aun cuando lo logra
matando a un hombre para vengar la muerte de un juez
honorable. En este punto Urania y Gabriela convergen, pues son
la posibilidad de resarcirnos simbólicamente, de restituir un cierto
orden de decencia, de devolver a la ley un sentido más profundo y
conmovedor que el de la letra dictada por la norma. Si la relación
de Urania con su padre sufre un vuelco terrible, es decir, pasa de
una infancia marcada por el amor a una adultez signada por el
asco y la decepción frente a esta especie de tótem familiar, en
Gabriela se solidifican los vínculos con su suegro, el padre de su
novio. Cuando Gabriela le confiesa parte de sus actividades —el
atentado a Montesinos— y lo que la impulsó a cometerlo, se
refuerza la solidaridad y el afecto entre ambos, una complicidad
que tiene que ver con una cerrada defensa de la honestidad. En lo
tocante a Conversación…, los lazos conflictivos entre Zavalita y su
padre, don Fermín, tienen un significado similar al de Urania y el
suyo propio. El padre, aborrecido por Zavalita, provoca en él el
deseo de olvidarlo, pero ese terrible fantasma lo rondará por
siempre, en una especie de condena espiritual muy difícil de
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sobrellevar. En eso, Urania y Zavalita cumplen papeles muy
similares. No solo media en todos ellos una ligazón con el padre;
también cumplen una función narrativa de enorme importancia, al
descansar en sus pesquisas buena parte de la trama.
Los tres personajes se vinculan entre sí, como
hemos visto, por la búsqueda de la dignidad, aunque Zavalita la
crea perdida sin remedio. Simbolizan, además, el efecto de
decadencia moral que ejercen las dictaduras, porque sus vidas no
volverán a ser las mismas: algo ha cambiado a partir de ese
quiebre, de esa profunda fractura que creemos ver pasar sin que
nos afecte o nos toque de cerca. He ahí un error: la novela de los
dictadores, más aun, el relato de la corrupción implícito en ellas,
ha cambiado las cosas de un modo radical, pues Urania, Gabriela,
Zavalita, en fin, cualquiera de nosotros, hemos perdido por obra y
gracia de la historia, reciente o lejana, el derecho al entusiasmo
puro. La corrupción, pues, no es un hecho político aislado ni
característica de un determinado período de gobierno; ella está
allí, al acecho, a la caza de perturbar nuestras conciencias, de
enrolarnos en ese cada vez más numeroso ejército de descreídos
que miramos a los políticos de hoy con natural reserva,
desconfianza y en algunos casos, con repugnancia. Si los
periódicos no han repiqueteado lo suficiente sus campanas de
denuncia y fiscalización, aquí están estas novelas. Leamos. Y
abramos bien los ojos.
Cualquier semejanza con la realidad,
jamás podrá ser una coincidencia.
desco / Revista Quehacer Nro. 148 / May. – Jun. 2004
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