PLIEGO De vuelta a un nuevo horizonte MARCOS PARA ESTA REFLEXIÓN Jesús de Nazaret, a quien los cristianos confesamos Hijo y Palabra de Dios, fue un hombre inmenso en el dinamismo de una sociedad judía. Con un proyecto de vida que llamó “Reino de Dios”: lo que sucede cuando mujeres, hombres y pueblos dejen que Dios-Amor sea el único Señor en su existencia. Y plasmando ese proyecto en su conducta histórica, tejida no con la lógica del poder, sino del amor; su mesianismo no fue triunfalista ni excluyente, sino, más bien, eligió “la condición de esclavo” para liberar a los esclavizados. Como propuesta de vida. Así lo vemos en los evangelios: el alimento de Jesús, lo que le mantiene y agrada, es hacer la voluntad del Padre: que todos tengan vida. Pero hoy muchos perciben a la Iglesia –cuerpo espiritual de Jesucristo, cuya misión es hacer inolvidable– más como signo de muerte que como propuesta de vida. Una dificultad para la transmisión del Evangelio. Aquí partimos de que es Cristo quien juzga a la Iglesia, no al revés. En una sociedad laica. Este calificativo viene de la palabra griega laos. Se refiere a una sociedad donde el pueblo sea sujeto de su propia historia, libre de imposiciones foráneas políticas, económicas o religiosas que le priven de su propia libertad y autonomía. Laicidad es el clamor creciente en el transcurso de la modernidad, y cuya realización está en proceso. Jesucristo es también Palabra inagotable cuyo mensaje van calando y comprendiendo mejor la distintas generaciones cristianas, leyendo los signos del tiempo, también iluminado por esa Palabra y trabajado por el Espíritu. En esa convicción redacto estas notas. I. CARACTERÍSTICAS DE NUESTRA SOCIEDAD VN En el punto de partida, seamos conscientes de dos factores. La sociedad española de hoy no se puede interpretar adecuadamente olvidando su historia. Además, estamos sufriendo un cambio En una sociedad individualista, plural y postcristiana, aunque sedienta de felicidad, Jesús de Nazaret nos invita al encuentro personal y comunitario con su persona, su Palabra y su proyecto (el Reino de Dios). Una propuesta que no sólo nos ayudará a hacer más creíble la fe cristiana, sino que garantizará el futuro de la Iglesia en el actual contexto laico. Porque –como tratan de poner de manifiesto estas páginas– su mensaje inagotable sigue iluminando cada tiempo y lugar, sigue siendo “vida para todos”, aun cuando el egoísmo humano o la ceguera institucional acallen a veces su voz. cultural paradigmático que complica más las cosas para el debido discernimiento de la situación. Ello, no obstante, se puede atisbar qué mentalidades o corrientes se van imponiendo y marcando la orientación de nuestra andadura. Hacia una sociedad emancipada de la religión Liberarse de la religión que impide a las personas y a los pueblos ser ellos mismos y actuar con autonomía según su conciencia y razón ha sido constante demanda en el mundo moderno. El Vaticano II reconoció la legitimidad de ese reclamo, defendió la libertad religiosa y, así, cavó la fosa para la “situación de cristiandad”. En la sociedad española, oficialmente católica, entraron, alborotadamente y casi a la vez, los aires de la modernidad y la nueva orientación del Concilio. Teóricamente, se dio el cambio. Según la Constitución de 1978, “ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal”, aunque “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española”. Pero, en la práctica, la oficialidad que durante muchos años tuvo la Iglesia provocó dos reacciones opuestas y extremas. Unos que, con nostalgias del nacionalcatolicismo y sin aceptar el cambio, siguen pensando que los gobernantes deben someterse a los criterios de la moral católica. Y otros empeñados en reducir la presencia de la religión al ámbito privado, cuando no obsesionados en que la Iglesia católica pase del monopolio al expolio. Una sociedad de bienestar y, al mismo tiempo, individualista. Bienestar gracias a los deslumbrantes progresos técnicos; cada vez tenemos a nuestro alcance muchos más medios para organizar nuestra existencia de modo confortable. Pero, a la vez, un feroz individualismo nos corroe: cada uno hace su programa de vida curvándose narcisistamente, con sus familiares o amigos –fenómeno del grupismo en todos los ámbitos– y despreocupándose de los demás mientras no impidan o pongan en peligro su seguridad. Se crea un modelo de ser humano incapaz de transcender y salir de la propia tierra, porque tampoco ve nada transcendente o absoluto en los otros; incapaz de amar a nadie que no sea él mismo. La fiebre posesiva en todos los ámbitos tiene garra en la codicia del que sólo “acapara para sí mismo”, matando la sensibilidad humanitaria. Como consecuencia de este individualismo, aumenta cada vez más la pobreza. No debemos olvidar que el bienestar de los pueblos económicamente más desarrollados se mantiene a costa del empobrecimiento de los países menos desarrollados. Y, dentro de nuestra misma sociedad española, hay: varios millones de parados, pensiones que apenas dan para sobrevivir, inmigrantes que andan perdidos y expuestos a todos los abusos… Una sociedad rabiosamente humanista y sedienta de felicidad. Es notable la sensibilidad ante los derechos humanos. Sensibilidad que sigue, si cabe más viva, en esta etapa crítica que llamamos postmodenidad, donde las generaciones más jóvenes enfatizan la búsqueda de felicidad y satisfacción inmediata del deseo a costa de lo que sea y de quien sea. Sin embargo, la organización sociopolítica, infectada por la ideología individualista, hace imposible la satisfacción de los derechos fundamentales, y esa búsqueda de felicidad no encuentra puerto donde anclar. Una sociedad plural. Estamos asistiendo a un cambio de paradigma cultural. Un cambio de creencias, valores y costumbres. Se han multiplicado las interpretaciones de lo real, no es fácil encontrar una ética secular de consenso, y en nuestra sociedad irrumpen, junto a la creciente indiferencia religiosa con variadas versiones, distintas religiones y hasta una espiritualidad sin religión. Una sociedad postcristiana. Según las estadísticas, en nuestra sociedad española disminuyen los católicos practicantes. Además de los indiferentes y despreocupados, entre los intelectuales hay muchos que se llaman agnósticos; de este fenómeno son muy significativas las cartas que se cruzaron dos profesoras de ética, V. Camps y A. Valcárcel, publicadas en el libro Hablemos de Dios (2007). Ellas y muchos otros que fueron un día bautizados en la Iglesia abandonan el cristianismo porque, según piensan, ya lo conocen bien y ha quedado trasnochado. Un fenómeno nuevo, que posiblemente irá cundiendo en las generaciones más jóvenes. Si creemos que el Espíritu está presente y activo en la evolución de la historia, debemos aceptar la consistencia teologal que tienen los signos de nuestro tiempo, los reclamos de esta sociedad moderna. Con la excusa de que las justas demandas brotan a veces enredadas entre las malas hierbas, hay peligro de que, al arrancar la cizaña, también arranquemos el trigo: ¡cuánto trigo ha surgido en la historia del mundo que, a veces, los cristianos despreciamos y echamos a perder por la obsesión prioritaria de arrancar las malas hierbas! II. CÓMO ES PERCIBIDA LA IGLESIA En la sociedad española, todavía la Iglesia tiene significativa relevancia pública. Ella es la mediación religiosa visible y la referencia oficial para conocer a Jesucristo y su Evangelio. Pero ¿cómo perciben los españoles a la Iglesia en su relación con esta sociedad laica, que busca bienestar, rabiosamente humanista y plural? Muchos perciben a la Iglesia, previamente reducida al clero –los medios de comunicación se encargan de identificar a la Iglesia con las intervenciones sesgadas del Papa y de la Conferencia Episcopal–, como un reducto de mentalidad conservadora y muy vinculada con la derecha política. Se añade a esto una buena dosis de dualismo maniqueo, que ha infectado la tradición cristiana latina y ha impedido mirar a este mundo con buenos ojos; nuestra tarea en la tierra es salvar el alma castigando al cuerpo, procurarse la propia salvación después de la muerte sin dejarse distraer por los problemas de aquí, obedecer a las autoridades y no cuestionar el orden establecido. Por otra parte, a la Iglesia le cuesta digerir el cambio, aceptar la laicidad y vivir en situaciones adversas. Nada extraño, teniendo en cuenta la complejidad de la situación. Pero es peligroso el afán de intervención política, porque la misión de la Iglesia, si bien tiene ineludible incidencia en el ámbito sociopolítico, es religiosa. Por lo demás, sigue prevaleciendo el clericalismo, mientras urge la promoción de los laicos, que, desde dentro del mundo, están llamados construir a el Reino de Dios o la convivencia fraterna. Con estos antecedentes, nada tiene de extraño que, para muchos, el cristianismo que representa la Iglesia sea sinónimo de mentalidad reaccionaria, que se opone a cambios necesarios en la sociedad; evasión espiritualista en otro mundo imaginario, sin compromiso para solucionar los problemas que ahora nos preocupan a todos; pietismo individualista, pues cada uno busca “su salvación” sin preocuparse de los problemas sociales; canonización absolutista de la autoridad, postergando la autonomía de las personas; represión de lo que vaya contra el orden establecido… Si ésta es la percepción de muchos respecto al cristianismo, ¿cómo van a esperar de la Iglesia cualquier aportación válida para una transformación social en orden a que todos y todas puedan vivir con la dignidad de personas? III. UNA PROPUESTA DE VIDA La conducta histórica no se puede interpretar bien más que como manifestación de su intimidad con Dios: pasó por el mundo haciendo el bien, curando a los enfermos y combatiendo las fuerzas malignas que tiran a las personas por los suelos “porque Dios estaba en Él”. Y esa divinidad tiene dos características: no está separada de la humanidad e interviniendo desde arriba y desde fuera arbitrariamente, sino más VN PLIEGO íntima a nosotros que nosotros mismos, fundamentándonos, sosteniéndonos e impulsándonos. Y ese Dios es esencialmente bueno, amor que continuamente sale de sí mismo dando vida. El momento cumbre de esa autocomunicación, según la fe cristiana, es la encarnación: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud”; “tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. ¿Qué es la vida? Según la antropología semita, vida significa la plenitud de bienestar: consigo mismo y en las relaciones con los demás; salud física y psicológica; tener vitalidad, ser uno mismo actuando libremente, gozar de amistades y del amor; comunicación gratificante con los otros, confianza en esa dimensión transcendente o de misterio que nos habita. La filosofía griega destaca otro aspecto importante de la vida: es un movimiento, se va tejiendo en un proceso que los seres humanos experimentamos con anhelo de plenitud. Leyendo a fondo los evangelios, se ve que lo que realmente impactó y preocupo a Jesús no fueron la ortodoxia de las doctrinas, ni el cumplimiento de las leyes, ni la observancia meticulosa del culto en el templo de Jerusalén, sino los males y el sufrimiento que impedían a los seres humanos vivir y ser felices. Respiraba los sentimientos y la voluntad del Padre, que quiere la vida para todos y, lógicamente, se revolvían sus entrañas al ver cómo muchos, desvalidos e indefensos, sólo tenían derecho al anonimato y al desprecio. Vida para todos Jesús de Nazaret se encontró con una sociedad de seres humanos que buscaban vida, bienestar. Pero, en la practica, sólo alcanzaban ese bienestar algunos, mientras una mayoría –enfermos, dementes, mendigos, mujeres abandonadas, declarados indeseables social y religiosamente– era excluida. Entendió que estos “pobres, tullidos, ciegos y cojos” también son invitados a participar en el banquete preparado para todos. Consciente de que Dios quiere la vida para todos y “movido a compasión” ante la miseria de los desvalidos, la conducta de Jesús es coherente. Se pone al lado de los pobres y anda en malas compañías. Deja que se acerquen a él pobres y pecadores, publicanos y prostitutas, “esa gente que no conoce la ley y son unos malditos”. La conducta de Jesús desconcierta y genera escándalo en los religiosos arrogantes: “¿Pero come con los pecadores?”. Y, enseguida, la cuestión de fondo: ¿qué es más importante, la vida del ser humano, la religión? Los piadosos inhumanos decían que Dios es honrado con ritos religiosos. Pero Jesús dice que Dios quiere, sobre todo, la vida en plenitud para todos. Si las personas tienen hambre, pueden recoger espigas para comer, aunque rompan el descanso sabático; es prioritario curar a un paralítico dejando a un lado el cumplimiento de preceptos por muy sagrados que sean; Dios no quiere ritos sacrificiales, sino misericordia eficaz ante la miseria que está matando al ser humano. La propuesta de vida que Jesús hace para todos no es sólo para un ámbito privado. Cuestiona estructuras políticas y religiosas que no fomentan la vida de los seres humanos, es decir, su bienestar, su libertad, su dignidad. Al destacar la prioridad de la vida sobre la religión, tira por tierra estructuras políticas y religiosas que fomentan la discriminación, la desigualdad y la pobreza. De hecho, autoridades religiosas y políticas de aquella sociedad consideraron su conducta y su evangelio como peligrosos para el orden injusto establecido y, por eso, lo eliminaron. Vida eterna “Éste es el designio de mi Padre, que todo el que conoce al Hijo y crea en Él tenga vida eterna”. Pero, ¿qué significa la expresión?, ¿una vida que comienza después de la muerte? No, se refiere a una forma de vivir que humaniza, que amplía nuestro horizonte humano. Hay dos formas de realizar la existencia. Una insensata, “acaparando sólo para sí”, asegurando –“guardando”– la propia vida y utilizando a los demás. Otra forma de vivir es sensata: compartiendo, “perdiendo”, desgranando la existencia por el Evangelio de la fraternidad: que todos puedan vivir y sentarse como hermanos en la misma mesa. Sólo esta vida humaniza, porque es una vida en el amor, que nos saca de nosotros mismos, nos lleva al otro y, así, amplía nuestra humanidad. Es vida eterna porque el amor nunca muere, es más fuerte que la muerte. En qué se inspira esa opción por la vida de todos VN “Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Padre, y a quien enviaste, Jesucristo”. Todo lo que hace y dice Jesús tiene inspiración teologal. Como realidad fundante de todo y de todos, está el “Abba”, ternura infinita que avala y defiende la dignidad inviolable de todo ser humano: “Como el Padre me amó, también os amo yo”; “hago las obras del Padre”; “el que ama ha nacido de Dios y a Dios conoce”; ”sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos”; sólo el amor engendra vida. Jesús está experimentando que Dios es amor, que todos los seres humanos están fundamentados, sostenidos e impulsados por este amor, y en esa visión sale de su clan familiar y se va con todos, teniendo como horizonte que todos somos hermanos. En la Revolución Francesa, se lanzaron dos palabras: igualdad y libertad; después se añadió fraternidad. De los dos primeros reclamos se encargaron los dos grandes sistemas que se han gestado en Europa; pero nadie asumió la fraternidad. Hoy estamos sufriendo las consecuencias de este olvido: en nuestra organización social falta la mirada compasiva inspirada en la fraternidad. Benedicto XVI apunta la clave decisiva para una verdadera justicia social: “La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la Palabra de Dios-Amor que nos convoca”, “el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad” (Caritas in veritate, 34). IV. EL PROYECTO DE VIDA EN NUESTRA SOCIEDAD Una sociedad que busca emancipación del factor religioso En el fondo, puja el reclamo de la laicidad: personas y pueblos quieren organizar la vida por su cuenta sin que se lo impidan instancias foráneas de ningún tipo: políticas, económicas o religiosas. Destaca la emancipación de instancias religiosas porque sociedades como la española, durante mucho tiempo, han sufrido una cierta imposición de creencias y prácticas religiosas ¿Cómo responder a este justo reclamo? Según el Evangelio, los seres humanos gozan de libertad para gestionar las realidades terrenas, que también gozan de su autonomía. La parábola del trigo y la cizaña es bien elocuente: la libertad puede ser acompañada y ayudada, pero nunca suprimida. La enfermedad no es castigo de Dios, sino algo anejo a la condición humana y a los dinamismos de la humanidad. La muerte de dieciocho personas, aplastadas en un derrumbe de la torre de Siloé, es un accidente, un fallo de la construcción, no un castigo del cielo. El verdadero Dios, en quien existimos, nos movemos y actuamos, realidad fundante que a todo da vida y aliento, no es una divinidad intervercionista desde fuera y arbitrariamente. El Vaticano II fue ya sensible a este reclamo de la modernidad; urge defenderlo. No por ignoradas u olvidadas siguen de máxima actualidad las posiciones del Concilio: “La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad; la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón, pues la verdadera libertad es signo eminente de la imagen de Dios en el hombre; Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Gaudium et Spes, 17); “si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía” (GS, 36). Pero este justo anhelo de libertad y autonomía, en la práctica se puede volver contra los seres humanos, porque, rompiendo con el Creador, falsean su condición de criaturas. Estamos viendo que, cuando personas o pueblos pretenden ser centro absoluto, el ejercicio de su libertad y de su autonomía no generan vida, sino que siembran muerte. Y por eso hay que defender la laicidad hoy de tres enemigos. Dos se oponen directamente a un derecho fundamental del ser humano: su libertad religiosa (puede no creer o creer en Dios; no practicar ninguna religión, practicar varias o mantenerse fiel a una sola). Por una parte, el confesionalismo religioso estatal (una religión impuesta, sin más, oficialmente a todos). En el otro extremo, el ateísmo estatal (la increencia religiosa impuesta desde el poder político) Quizás como inmadura reacción a los muchos años vividos en situación de cristiandad asoma en algunos sectores de avanzada un empeño por sacar a la religión, concretamente la católica, fuera del ámbito público y dejarla en el ámbito privado. Pretensión que hoy se ve como un error, según las investigaciones psicosociales. La religión en general, y en nuestro caso la cristiana, expresa dimensiones profundas del ser humano; y con una mística de fraternidad universal conlleva exigencias éticas que pueden inspirar un nuevo orden económico internacional. Por otra VN PLIEGO VN parte, si la religión es elemento configurador en la vida del creyente, ¿cómo la persona religiosa puede aparcar sus creencias, principios y valores a la hora de actuar en publico? Sería exigirle que actuara esquizofrénicamente. Ya en el caso de la religión cristiana, su mensaje –fraternidad o Reino de Dios– postula cambios ineludibles en la organización. Cuando se quiere reducir la religión en general, y en nuestro caso la religión cristiana, al ámbito de lo privado, es fácil confundir el Evangelio de Jesucristo con realizaciones históricas y, posiblemente, equivocadas del mismo. El gobierno que debe servir al bien común y salvaguardar los derechos de los ciudadanos –incluida su libertad religiosa– deberá prohibir en el ámbito publico como falsa toda religiosidad que vaya contra esos derechos, pero deberá garantizar la presencia pública de la religiosidad que los respete y promueva. Lo que no se puede es reconocer, al mismo tiempo, la libertad religiosa y decretar políticamente su privacidad. Pero, además de estos dos enemigos de la laicidad –confesionalismo estatal y ateísmo estatal o laicismo–, hay otro más sutil en la sociedad española, que nos invade e inunda suavemente a todos: la ideología con que hoy está funcionando el sistema del neoliberalismo capitalista, cuya manifestación es la cultura del consumo, donde la máxima producción y el lucro tienen prioridad sobre las personas, reducidas a piezas para el buen funcionamiento del sistema: productores, consumidores o desechables. Esa ideología nos va instalando en la superficialidad, nos curva sobre nosotros mismos, deja en la sombra nuestra condición de criaturas abiertas a la transcendencia, y falsea la verdad humana de nuestra vida. Impide que las personas y el pueblo sean ellos mismos y decidan por su cuenta. Hoy este narcótico de la ideología economicista, y no la religión católica, está siendo el mayor enemigo de la laicidad. A pesar de esta domesticación a la que mujeres y hombres nos vemos sometidos por la ideología del economicismo y el consumismo, los reclamos de autonomía y libertad continuamente pujan, sobre todo en las generaciones jóvenes, que llamamos postmodernas. Y aquí se agolpan los interrogantes: ¿qué imagen de Dios estamos presentando los cristianos? ¿Puede responder a estos anhelos de autonomía y libertad el Dios de nuestros miedos, que nos mantiene tullidos pensando en el juicio final? ¿Seguimos con una moral prioritariamente preceptiva, impuesta desde arriba y desde fuera, o damos prioridad a una moral indicativa, que tenga como referencia imprescindible la conciencia de las personas y su libre decisión? En una sociedad de bienestar e individualista Es evidente que tenemos muchos más medios para vivir más y mejor. Pero también es manifiesto el individualismo que nos corroe. Jesús de Nazaret fue individuo para los demás; hombre comunitario. Eso estamos diciendo los cristianos confesando que fue en todo igual a nosotros “menos en el pecado”, nunca se arrodilló ante falsos absolutos, fue totalmente libre; más humano que nosotros. Jesús de Nazaret, apasionado por esa nueva sociedad de convivencia fraterna, propuso una nueva jerarquía de valores. En el área de las posesiones, el valor es compartir. En las relaciones interpersonales, hay que valorar a las personas por lo que son, no por lo que rentan ni por sus apariencias. En cuanto al ejercicio del poder, sólo es humano como mediación del amor. Y en la organización social el valor es la solidaridad sin fronteras. Esta fe cristiana nos da luz y fuerza para vivir y caminar como mujeres y hombres fraternos. Por eso, la nueva situación cultural nos lanza el interrogante: ¿estamos dispuestos los cristianos, a nivel personal e institucional, a romper con la jerarquía de valores que hoy se ha impuesto en nuestra sociedad desfigurando su rostro? En teoría, todos los cristianos suscribimos fácilmente que el profundo estupor y respeto ante la dignidad de todo ser humano se llama Evangelio. Pero esa teoría para nada sirve si, a la hora de la verdad, aun dentro de la misma Iglesia, prevalece la fiebre posesiva en vez del compartir, y valoramos a las personas por lo que rentan, por el cargo que ocupan, por su forma de vestir o por sus apariencias, pero no por lo que son. Si buscamos el poder no para servir a los otros, sino para instalarnos y dominar a los demás. Si estamos en la sociedad como parásitos y ocupados sólo por salvar nuestras almas después de la muerte y no correr los riesgos y fatigas que nuestros vecinos, especialmente los desvalidos e indefensos. Ante un sistema cuya ideología considera material desechable a los que no producen ni consumen, es imprescindible que los cristianos, siguiendo la conducta de Jesús, escuchemos y hagamos oír la voz de las victimas y seamos solidarios con ellas. Si todos somos hermanos, hay que establecer unas relaciones de igualdad, derribando los muros de separación establecidos por ídolos o falsos absolutos del dinero y del poder. Cuando Jesús declaró “dichosos” a los pobres, no fue un cínico ni hablaba en broma. Estaba convencido de que Dios no quiere la miseria ni el sufrimiento y que el destino de los pobres es la vida y la felicidad. Está diciendo que ningún proyecto político tiene porvenir y ninguna religión será bendecida si en su punto de partida y en su preocupación prioritaria no entra la voz de las víctimas. Sin duda, es admirable la beneficencia que hoy está llevando la Iglesia en la sociedad española. Nuestro apasionamiento para que los pobres puedan salir de su exclusión debe llevarnos a dar un nuevo paso: descubrir y denunciar las causas y mecanismos que producen desigualdad injusta, comprometiéndonos en cambios estructurales necesarios. Pero ni siquiera Jesús de Nazaret fue individuo para los demás, el hombre comunitario esto es suficiente. No basta ser creyentes, sino también creíbles. Y esto exige que los cristianos hoy concretemos en nuestras propias vidas, individual e institucionalmente, la primera bienaventuranza en la versión de Mateo: “Vivir con espíritu de pobres”. Según los evangelios, Jesús entró en el dinamismo social de su pueblo, que esperaba un mesías triunfalista, nacionalista y excluyente; una mentalidad sectaria y de grupos cerrados. Ese mesianismo de poder, éxito y resultados inmediatos fue la tentación que una y otra vez Jesús tuvo que vencer. Pero eligió la condición de servidor y actuó como uno de tantos, corriendo la suerte desgraciada de las víctimas. Lo dejó dicho a sus discípulos: “El que quiera ser mayor, sea servidor de todos”. Ante ese mesianismo, temblaron los poderes religiosos y políticos de aquella sociedad y eliminaron al Profeta. Cada uno de nosotros y las instituciones eclesiales, ante la inseguridad y la intemperie, sufrimos la tentación de pensar que salva el poder que se impone por la fuerza, y no el amor que siempre comunica vida. Una y otra vez, decimos con Pablo: “Cuando somos pobres, somos fuertes”. Pero fácilmente nos cautiva la ideología o el interés del sistema dominante. Mientras funcionemos con esa ideología, podremos seguir con prácticas religiosas, que pueden ser expresión de un cierto sentimiento religioso, pero no el lugar donde se profesa y alimenta la fe cristiana o el seguimiento de Jesucristo. En una sociedad rabiosamente humanista La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) no es de la Iglesia; su redactor principal fue un gran jurista agnóstico. Y es indudable que en esa Declaración hay una ética que tiene su propia consistencia, sin necesidad de recibir el bautismo. Por eso, se hace obligado hoy lanzar un primer interrogante a la Iglesia católica, que por mucho tiempo ha tenido el monopolio ético: ¿qué discernimiento estamos haciendo de este mundo? ¿Somos capaces de mirarlo con simpatía y descubrir ahí las semillas del Verbo y los signos del Espíritu, o seguimos viéndolo como sinónimo de tinieblas y pecado? ¿Ofrecemos la buena noticia de una divinidad que fundamenta y amplía el horizonte humano, o seguimos fomentando la imagen de una divinidad alejada, recelosa e incluso rival de lo humano? Esta sociedad humanista busca la felicidad ya aquí en la Tierra. Jesucristo vino para que todos tengamos vida y para que nuestro gozo sea completo. La moral evangélica debe servir para que los seres humanos vivan ya felices y caminen hacia la felicidad completa. Debemos preguntarnos: ¿la práctica moral nos hace felices, o nos pone cara de poco redimidos? Estamos pasando de una etapa en la que la moral venía siendo represión, a una permisividad incontrolable. ¿No será el momento de recuperar la moral evangélica de la gracia, que no destruye sino que perfecciona la naturaleza? Estos anhelos de humanismo y felicidad se ven frustrados en organizaciones de política y de economía que hacen imposible la satisfacción de los derechos fundamentales. Cuando éstos están en juego, la Iglesia no puede permanecer impasible. De una vez por todas, ni la política ni la economía ni la religión tienen derechos; éstos son de las personas, como individuos y como miembros de una sociedad. Esta forma de ver las cosas puede ser saludable para los gobiernos políticos y para la misma Iglesia. Para los gobiernos, para que no se obsesionen en que la Iglesia católica desaparezca del mapa. Y, con esa visión, la Iglesia tiene que defender, por ejemplo, la libertad religiosa: un derecho de todos, no sólo para los católicos, sino también para los demás ciudadanos. Pero esos deseos de felicidad se concretan hoy en un materialismo y un hedonismo narcisista, en parte como reacción a una cultura represiva de todo lo que significa felicidad y placer. En esa represión ha tenido su parte una espiritualidad de los cristianos donde la ascesis se consideró factor decisivo, incluso sin la mística. Y cuando tenemos la tentación de caer en espiritualidades evasivas, que pretenden conectar con la divinidad sin preocuparse de construir el Reino de Dios erradicando exclusiones inhumanas, surgen serios interrogantes: ¿cómo superar ese dualismo maniqueo? Si es verdad que el cuerpo del bautizado se hace carne del Crucificado, ¿tiene valor la ascesis cuando falta una mística?, ¿tiene sentido el sacrificio si no está motivado por el amor? Ante una sociedad plural La pluralidad es ineludible si cada uno de nosotros hemos sido puestos en manos de nuestra propia decisión. Consciente de que todos formamos una sola familia humana, Jesús salió de su grupo humano y religioso, y se fue con VN PLIEGO pobres y sencillos, esa masa humana que no pertenece a un grupo cualificado. Admitió que también los otros hacen milagros. Practicó y propuso a sus discípulos el camino de la oferta, no de la imposición. El Vaticano II dejó de lado anatemas y dogmatismos para entrar en un camino de apertura y diálogo con los otros, los diferentes: “La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas” (Declaración ‘Dignitatis Humanae’ sobre la Libertad Religiosa, 1). Ante la situación de pluralidad cada vez más notoria en nuestra sociedad española, tres imperativos parecen evidentes: Comunicación y diálogo, donde los seres humanos ofrezcamos mutuamente la verdad que hemos encontrado y nos ayudemos a caminar hacia la verdad completa. Personalizar la fe no sólo como creencia o aceptación de verdades propuestas con autoridad, sino como encuentro personal con el Dios revelado en Jesucristo. Finalmente, la nueva situación de pluralidad exigirá vivir la identidad cristiana para ofrecerla modestamente, pero sin equívocos. Una sociedad postcristiana VN Jesús se encontró con una tradición religiosa que había pervertido su intención original: había fabricado un Dios a su medida y utilizaba la religión para garantizar situaciones de privilegio, matando a los más indefensos. Su táctica no fue acabar con la verdadera tradición religiosa de la Biblia, sino descubrir y actualizar su intención original, purificándola de tradicionalismos que la manipulaban y desfiguraban. Por eso, chocó con los religiosos oficiales e inhumanos que, aprovechándose de la religión para mantener sus intereses bastardos, pervertían su novedad original. Hoy en la sociedad española nos encontramos con muchos bautizados que abandonan la religión cristiana porque la creen trasnochada e incluso nefasta para responder a los nuevos desafíos que actualmente tiene la humanidad. Más que como impulso de vida, sólo ven a la Iglesia y al Dios que ella proclama como factor que reprime lo humano y paraliza la renovación necesaria. Muchos de ésos que se autodenominan agnósticos fueron educados en colegios católicos y se quedaron con la visión que recibieron de niños; en el tema religioso, siguen con pantalón o falda cortos. Es verdad también que muchas veces se fabrican previamente una imagen falseada de la divinidad y de la religión católica para después combatirla. Y en cuanto a la indiferencia religiosa, que cada vez cunde más entre generaciones jóvenes, incluso alejadas de la intelectualidad, también es cierto que hay mucha ignorancia. Pero no es suficiente quedarnos en diagnósticos más o menos certeros sobre el proceso de secularización. Hay que asumir las cuestiones de fondo. Y la principal es de qué divinidad estamos hablando los cristianos con nuestra conducta religiosa, moral y social. Si creemos que Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, dando a todos y a todo vida y aliento, ¿vale una práctica religiosa de oraciones y sacrificios para despertar a la divinidad que está en los cielos y hacer que se ponga de parte nuestra? ¿seguimos pensando en una divinidad milagrera que interviene arbitrariamente y sólo de cuando en cuando, dejando fuera de juego la autonomía, leyes y valores del dinamismo creacional? Y nuestra conducta moral, ¿qué imagen de Dios estamos transmitiendo si vivimos atemorizados ante posibles castigos u obsesionados por ganar el cielo con sólo nuestras fuerzas, olvidando la misericordia y ternura infinitas de Dios revelado en Jesucristo? Y en el terreno de la organización social, si únicamente nos preocupamos de que nuestras almas lleguen al cielo después de la muerte, procurando no tocar la tierra ni complicarnos la vida con los problemas sociales, ¿estamos dialogando con el Dios del Reino, o más bien con una divinidad fabricada por nosotros? A ese Dios-Amor que es realidad fundante que nos afirma, sostiene y continuamente nos impulsa, lo descubrimos en Jesucristo. De ahí la importancia y actualidad que tiene hoy confesar la divinidad de Jesús. La confesión cristiana siempre se ha movido entre dos extremos: salvaguardar la divinidad a costa de la humanidad o garantizar la integridad humana a costa de la divinidad. Es cierto que sin esa historia, ciertamente, la fe cristiana se expone a la perversión. Pero tras el movimiento teológico radical de “la muerte de Dios”, y en una sociedad sorda e insensible a la transcendencia, hoy corremos el peligro de volatilizar la divinidad de Jesucristo y privarnos del horizonte nuevo que rompe nuestro cerco de muerte, abre camino a las víctimas y garantiza que nuestros anhelos de felicidad sin límites no caerán en el vacío. CONCLUSIÓN No podemos reducir la fe cristiana a creencias o adhesión intelectual a verdades, ni a un elenco de normas y prohibiciones, ni a prácticas devocionales fragmentadas, ni a la repetición de principios doctrinales, ni a moralismos más o menos blandos o exigentes que ni convierten la vida de los bautizados ni son testimonio creíble para nadie. Hay que volver al acontecimiento Jesucristo, encontrarnos con una Persona que “da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Sólo este encuentro personal y comunitario con Jesucristo vivo, que llamamos fe cristiana, puede generar un cristianismo como propuesta de vida que sea creíble y garantice el futuro de la Iglesia en esta sociedad laica.