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Claves de Razón Práctica nº 232
ENSAYO
Los nombres
de julio
Sobre las causas de la I Guerra Mundial
juan claudio de ramón
El 28 de junio de 1914 siete jóvenes terroristas se dieron cita en Sarajevo. No quería errores Apis, el jefe de los servicios serbios de inteligencia que los enviaba. Un pistolero podía fallar; era improbable
que siete fracasaran. Cada uno se colocaría en un lugar distinto de la
ruta de la comitiva imperial, hecha pública al objeto de que la gente pudiera aclamar al heredero de los Habsburgo. No es imposible
que hubiese, en parte de la población, genuinos deseos de mostrar
hospitalidad a Francisco Fernando y su esposa. Al fin y al cabo, el
archiduque, que se había opuesto en 1909 a la anexión de BosniaHerzegovina, era un reformista de acreditada sensibilidad hacia las
11 nacionalidades que vivían en el imperio austro-húngaro, y entre
sus planes estaba otorgar a sus nuevos súbditos una gran autonomía,
equivalente a la del Reino de Hungría. Ello podía entorpecer el objetivo de la organización secreta Unificación o Muerte, también conocida como la Mano Negra, cuyo sagrado designio era la unión de todos
los eslavos del sur bajo la égida de Serbia, y a la que los conjurados
pertenecían. El desarrollo de la jornada justificó la redundancia de
pistoleros. Los dos primeros, faltos de convicción o presas del miedo,
dejaron pasar de largo el convoy; la bomba lanzada por el tercero
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rebotó en la capota del vehículo del archiduque, hiriendo a 20
personas. Con regia templanza, o insistiendo en dar a su consorte la exposición al afecto del pueblo que le faltaba en Viena1, el
heredero se negó a cancelar el resto de la visita. Los cómplices se
pierden en la multitud, pensando abortada la operación. Finalizada la agenda de actos, algo sucede: el archiduque vuelve a ponerse
en la senda de los asesinos al decidir visitar a los heridos en el
hospital. Por precaución se escoge una ruta rápida, inaccesible
a potenciales embozados. Nadie informa al chófer del cambio y,
al advertir que la caravana continúa por un trazado previsible, se
ordena al conductor dar marcha atrás. Fue entonces, en mitad de
la maniobra, cuando Gavrilo Princip, el último y más decidido de
los asesinos, se encontró la berlina imperial descubierta y detenida
a pocos metros de distancia. Se acercó caminando y descargó dos
balas de su revólver Browning. Una atravesó el cuello del archiduque, la otra, el vientre de su mujer.
Se cumplen 100 años del crimen de Sarajevo, a la entrada del
verano en que los estadistas europeos tomaron las decisiones necesarias para enviar a 15 millones de seres humanos al matadero.
La copiosa literatura sobre las causas de la I Guerra Mundial suele
restar importancia al magnicidio y explica la contienda en términos
casi deterministas. La guerra habría sido el resultado inevitable de
una fórmula que combinaba el auge del nacionalismo, la rivalidad
económica, la diplomacia secreta, la política belicista y la lógica
militar seguida por el Estado Mayor alemán –que había previsto,
según lo dispuesto en el Plan Schlieffen, que una guerra europea
debía desarrollarse en dos frentes–. Así, mientras que de la II Guerra Mundial se recuerdan sobre todo sus epónimos –Hitler, Stalin,
Churchill–, de la primera se evocan sobre todo las condiciones que
la prefiguraron en el curso de los años que se dieron en llamar de la
“Paz Armada”. Rara vez el aficionado a la historia se topa con los
1
El matrimonio del archiduque era morganático.
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nombres de Berchtold, Bethmann-Hollweg, Sazonov y Poincaré,
por citar a los eminentes, en el relato convencional de la guerra.
Me gustaría, en este artículo, y al hilo de novedades editoriales,
rescatar de entre las causas de la Gran Guerra la mano olvidada
del hombre. Mi premisa, discutible, es que la guerra no es advenimiento teológico ni catástrofe natural; la guerra es un asunto humano: se va a ella porque alguien lo decide. La que empezaba hace un
siglo no es excepción: fue, ante todo, la decisión semiconsciente de
un reducido grupo de líderes europeos, que caminaron como sonámbulos2, en acertada expresión de Christopher Clark, sin freno
y sin cerebro, hacia el desastre. Son los nombres de julio.
Dos filosofías de la historia:
abstraccióN ‘VERSUS’ descripción
Lo que hoy está en el pasado, estuvo alguna vez en el futuro, dijo
Maitland. La reciente historiografía acopia documentos para mostrar como casi en cualquier momento de las cinco semanas que
mediaron entre el magnicidio y las declaraciones de guerra, esta
pudo abortarse. Generaciones de historiadores habían avalado la
sentencia del británico Hinsley: “Si la crisis de Sarajevo no hubiera precipitado una gran guerra en particular, alguna otra crisis
habría precipitado una gran guerra en una fecha no distante”3. Me
parece un ejemplo paradigmático de lo que podemos llamar la tipificación de la historia. Una cosa es explorar las causas de un
evento concreto, real, e irrepetible, que se verifica en un momento
preciso y no en otro, y otra cosa es buscar la lógica subyacente de
un evento que décadas de estudio han abstraído de sus detalles,
simplificándolo hasta la forma de tipo. No es lo mismo estudiar las
causas del tipo general “Primera Guerra Mundial”, que las causas
del caso particular “Guerra general europea que estalló la primera semana de agosto de 1914”, o sencillamente “Guerra del 14”.
2
3
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Cf. The Sleepwalkers. How Europe Went To War, Christopher Clark, Harper Collins, New York, 2013.
Citado por Jack Beatty en The Lost History of 1914: Reconsidering The Year The Great, Walker & Company, New York, 2012.
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Son pesquisas que definen de manera distinta su objeto de estudio
y conducen a análisis causales diferentes4. La tipificación fomenta
la doctrina de la inevitabilidad de la guerra, dominante hasta ahora.
La segunda actitud, en cambio, orienta su cábala hacia el detalle,
interesándose por la cronología causal única y no reemplazable
que desembocó en esa y no en otra guerra, sin hallar razones para
creer que una guerra similar –los rasgos “mundial” y “primera” se
verificaron a posteriori– hubiera ocurrido de todas maneras. Y esta
segunda manera de abordar el conflicto empieza a sospechar que el
crimen del 28 de junio no fue un mero catalizador de tensiones que
abocaban a Europa a la guerra, sino su causa directa y adecuada.
Repasemos lo que los historiadores han dicho sobre la causalidad
de la guerra, distinguiendo entre condiciones de posibilidad y causas
precipitantes. Las primeras hacen la guerra inteligible, las segundas
la hacen inevitable. Entre las condiciones, ante todo la conformación
de los bloques contendientes. En vísperas de la guerra Europa se
agrupaba en dos bloques afines, sellados por alianzas cruzadas de carácter defensivo. De un lado, la Triple Alianza coaligaba a Alemania,
Austria-Hungría e Italia. De otro, la Triple Entente unía a Francia,
Rusia y –de manera laxa y sujeta a interpretación– a Reino Unido.
Por de pronto, cabe la extrañeza: ¿por qué una coalición entre una
república liberal y burguesa como Francia y un imperio autocrático y
agrícola como Rusia? La respuesta es Alemania. Desde la unificación
alemana en 1871, la política exterior de Bismarck se había orientado
a aislar a Francia y evitar la emergencia de una coalición en contra
del II Reich. Mediante el Tratado de Reaseguro en 1887, Rusia y
Alemania se garantizaban neutralidad mutua en caso de guerra con
un tercero. Descabalgado Bismarck, en 1890 el káiser Guillermo II
renunció a renovar el convenio. Error mayúsculo que sin tardar aprovechó París, sellando la alianza franco-rusa en 1892. Desde entonces
Francia se dedicó a engordar las capacidades financieras y militares
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Raymond Aron discute ambas maneras de historiar en Leçons sur l’historie. Editions de Fallois, Paris, 1989.
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rusas, y alimentar así también la paranoia alemana, cuyo estamento
militar empezó a insistir en la necesidad de una guerra preventiva.
Todo se fiaba al Plan Schlieffen5: desarbolar primero a Francia en el
frente occidental en una campaña relámpago, atropellando a la neutral Bélgica, y después derrotar a Rusia, de más lenta movilización,
en el frente oriental.
Cada potencia tenía una motivación para el enfrentamiento:
Alemania, participar en el reparto colonial; Francia, recuperar
Alsacia-Lorena; Rusia, adueñarse de los estrechos del mar Negro;
Austria-Hungría, zafarse de los nacionalismos que cercaban su imperio multiétnico; Reino Unido, conservar su preponderancia centenaria. El tono ideológico de la época lo daban el nacionalismo y
el imperialismo: los imperios querían ensanchar sus posesiones coloniales; las naciones en formación, surgidas del desmoronamiento
otomano, pugnaban por emanciparse de aquellos, propulsadas por
ensoñaciones de unificación étnica. La industria armamentística,
la conscripción masiva y el fervor patriótico, favorecido por la rivalidad entre naciones6, y por el hecho de que en cuarenta años no se
había dado una guerra en Europa occidental (pocos hombres adultos conocía las penalidades de la guerra) harían de un conflicto el
más destructivo de la historia.
De las condiciones a las causas
Una acumulación de condiciones no equivale a una causa. Para saber
por qué estalló la guerra debemos acotar el relato al mes de julio de
1914. De nuevo, la extrañeza: ¿cómo explicar que un incidente en los
Balcanes, una región periférica sobre la que Bismarck había dicho
que no valía la vida de un granadero pomerano, y en la que Francia
5
Alfred Von Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán desde 1891 a 1904. El Plan Schlieffen es objeto de apasionado
estudio por los historiadores. Fue divulgado en el tremendamente popular Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman, el
libro que, al parecer, estaba leyendo Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos. El axioma de una guerra ofensiva en
dos frentes fue sin duda un factor determinante en el desencadenamiento de la guerra. Schlieffen fue el hombre que apretó
el gatillo desde la tumba, a decir de AJP Taylor.
6
Rivalidad que lleva a la renuncia de los militantes de la II Internacional a sus ideales universalistas revolucionarios en favor
del servicio de la patria. François Furet dijo de la Gran Guerra que fue la primera guerra democrática, en el sentido de que
movilizó al grueso de la población, en contraste con las guerras monárquicas libradas hasta entonces.
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y Reino Unido carecían de intereses, desencadenara el Armagedón
europeo? Cuenta Stefan Zweig en sus memorias que nadie pensó la
mañana siguiente al atentado que el fin del mundo se avecinara. Para
entender por qué llegó la tragedia hay que pegar el cuerpo a tierra
y volver a ese punto en que el pasado estaba todavía en el futuro7.
Para Viena el asesinato de su heredero era un casus belli ejemplar y un pretexto propicio para ajustar cuentas con Serbia, culpable de incitar al odio contra Austria-Hungría a los siete millones
de serbios que vivían en la monarquía dual. El conde Berchtold,
ministro austrohúngaro de Asuntos Exteriores, azuzado por Conrad, su agresivo jefe de Estado Mayor, quiso organizar sin demora
una expedición de castigo a Belgrado. De haberse producido, es
probable que la guerra europea se hubiera evitado. La conmocionada opinión pública habría validado una represalia. Fue Tisza,
el primer ministro húngaro, quien echó el freno, temiendo que
Rumanía aprovechara la confusión para atacar el costado húngaro
del Imperio. Se decidió entonces elevar un ultimátum draconiano
al Gobierno serbio. Berchtold no consultó su redacción con Bethmann-Hollweg, el canciller alemán; Berlín había dado su respaldo
a Viena en caso de guerra contra Rusia, pero deseaba circunscribir
su alcance geográfico a los Balcanes. El requerimiento, público
el 25 de junio, en un momento en que faltaban pruebas de la implicación serbia en el atentado, fue considerado abusivo por las
cancillerías europeas. Aun así, el primer ministro serbio, Pašic,
pensó seriamente en acceder a todas las exigencias y en evitar el
conflicto. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?
En los días en que Viena rumiaba su reacción tenía lugar en San
Petersburgo una cumbre franco-rusa. Berchtold quería evitar que
rusos y franceses coordinaran in situ un reacción al ultimátum,
que se mantendría en secreto hasta pasada la cumbre; en una Europa plagada de espías el intento fue vano: los planes de Viena
7
De obligada lectura es July 1914: Countdown to war, de Sean McMeekin, Basic Books, New York, 2013. Con precisión
imponente, McMeekin muestra cómo la guerra fue el resultado eludible de decisiones humanas, demasiado humanas, de un
reducido grupo de políticos, diplomáticos y militares.
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llegaron a oídos de Sazonov, el ministro de exteriores ruso, el 18 de
julio, víspera de la llegada de la delegación francesa. La encabezaba
Poincaré, el presidente de la República; era lo que hoy llamaríamos
un halcón, un belicoso nacionalista, oriundo la Lorena, que había
impulsado una ley que ampliaba a tres años el servicio militar en
Francia. Su máxima preocupación era que Rusia no se achicara ante
las potencias centrales. Al conocer por Sazonov de las intenciones
de Viena, animó al zar Nicolás II y sus ministros a mostrarse firmes
en defensa de los eslavos del sur. No hay pruebas de que Poincaré
intimara a Rusia a provocar la guerra, pero lo cierto es que tras su
partida San Petersburgo comunicó su apoyo a Belgrado, a tiempo de
endurecer su respuesta al ultimátum, y empezó a acelerar sus preparativos militares.
Ante su negativa a cumplir con todos los términos del ultimátum,
Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia el 28 de julio8. En respuesta, Rusia ordenó la movilización general de su Ejército el 29
de julio. Debido a su alianza con Viena, a Alemania no le quedaba
más remedio que declarar la guerra a Rusia, previo requerimiento
de desmovilización que San Petersburgo desoyó. En función de la
lógica militar autoimpuesta, que solo contemplaba una ofensiva en
dos frentes, Alemania declaró la guerra a Francia el 3 de agosto.
De la causalidad a la culpabilidad
Prueba de la compleja causalidad de la Guerra del 14 es que cada
contendiente ha tenido que defenderse de haber provocado el desastre. Con todo, Alemania ha sido el villano tradicional. Avaló a Viena
en su línea dura contra Serbia, y de Berlín partieron las declaraciones
de guerra. Esta narrativa triunfó en el Tratado de Versalles de 1918.
Los desvaríos ideológicos de la filosofía supremacista alemana desde
el romanticismo, las salidas de tono de sus generales y, sobre todo,
la II Guerra Mundial convertida en el prisma a través de la cual se
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Se ha dicho a menudo que la respuesta de Serbia era satisfactoria. McMeekin y Clark analizan su redactado en su
diabólica ambigüedad.
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ve la primera –haciendo de Guillermo II un proto-Hitler– han consolidado el relato de la Alemania culpable9. Pero el examen atento
de los hechos de julio atenúa la culpa alemana: en efecto, Alemania declaró la guerra a Francia y a Rusia, pero fue la última de las
potencias en movilizarse. Esto desmiente la idea de premeditación.
Hasta el último momento Berlín quiso circunscribir la guerra a los
Balcanes. Por otro lado, la tan mentada Weltpolitk de Guillermo II
–bravucón en tiempos de paz y medroso ante el abismo– palidece
ante la glotonería imperial de Francia y Reino Unido. Coinciden
Clark y McMeekin en que los dos pecados, no menores, del káiser y
su canciller Bethmann-Hollweg fueron no controlar de cerca la política de Viena y obstinarse en que su única salida militar era una
guerra ofensiva en dos frentes. Pero ambos descartan, contra la tesis
tradicional, que Alemania quisiera, o peor aún, provocara la guerra.
Mayor responsabilidad cabe atribuir al Gobierno de Viena. Berchtold y Conrad deseaban humillar a Serbia y restaurar el prestigio de los Habsburgo y el suyo propio; a pesar de la conciliadora
respuesta a su draconiano ultimátum –al conocerla, el káiser dijo
que deshacía cualquier motivo para la guerra– declararon la guerra
precipitadamente, a sabiendas de que el Ejército austriaco tardaría
aún 15 días en estar listo. El objetivo era cegar deliberadamente la
vía diplomática que Alemania y Reino Unido hubieran preferido
seguir explorando. En descargo de Viena, cabe decir que el asesinato de su heredero no era un suceso baladí y que estaba en lo
cierto señalando la implicación de Belgrado.
La congelación de los archivos del Kremlin y el desconocimiento
del idioma ha impedido hasta hace poco medir bien la responsabilidad rusa. El decreto de movilización general del 29 de julio fue
un paso enorme hacia la guerra. Centrados en culpar a Alemania,
los historiadores mainstream han pretendido que la movilización
9
El prejuicio antialemán es notable en los autores sajones más populares como A. J. T. Taylor (‘Los alemanes se habían entrenado para la agresión’, en The Struggle for Mastery in Europe, Oxford University Press, 1977), o Barbara Tuchman (‘Cien años
de filosofía alemana esperaban la hora de esta decisión’, en The Guns of August, The MacMillan Company, New York, 1962).
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no era un acto de guerra sino el resorte último de la diplomacia. Es
un debate estéril a la vista de lo que hoy se sabe: Rusia comenzó
en secreto sus preparativos militares mucho antes: en concreto, el
mediodía del 25 de julio, antes de conocer la respuesta serbia al
ultimátum. Es imposible leer a Clark y McMeekin sin llevarse la
impresión de que Sazonov, el ministro ruso que orquestó la política
rusa aquellos días, es el gran villano de julio de 1914. Resulta,
por lo demás, poco convincente pensar que Rusia fuera a la guerra
global por defender el orgullo herido de los pueblos eslavos; no, la
razón había de ser más poderosa10.
La responsabilidad francesa depende del grado de perfidia que
atribuyamos a Poincaré. Durante años Francia había aleccionado
a Rusia sobre planes militares en caso de guerra contra Alemania. A. J. P. Taylor dijo que sabemos más de julio de 1914 que de
ningún otro momento de la historia; no es cierto en el caso de las
reuniones en San Petersburgo del 20 al 24 de julio, un área todavía
oscura. Sí sabemos que el embajador francés, Paléologue, ofreció
apoyo inequívoco a Sazonov; no se puede probar, sin embargo, que
Francia conminara a Rusia a comenzar los preparativos militares
en fecha tan temprana.
He dejado a Reino Unido para el final. Su Gobierno, ocupado
en el Ulster, no prestó mucha atención al desarrollo de la crisis.
El secretario de Asuntos Exteriores Grey, desinformado por sus
supuestos aliados, propuso una conferencia internacional para dirimir el conflicto. Por distintos motivos ninguna potencia secundó
la propuesta. Reino Unido estaba vinculado con Francia en virtud
de la llamada “Entente cordiale”, un intercambio de cartas cuyo
alcance era discutible. En el gabinete predominaba la tesis de que
la Entente no obligaba a Reino Unido a entrar en guerra. Tan solo
Asquith, el primer ministro, Grey, y Churchill –que, como minis10
McMeekin ha indagado ejemplarmente en los móviles rusos en The Russian Origins of the First World War, Belknap
Press, Cambridge, 2011. Concluye que si de algún gobierno puede decirse que deseó la guerra, ese fue el ruso, en una
apuesta por hacerse con Constantinopla y sus estrechos. El libro de McMeekin es la más contundente revisión de la narrativa
de la culpa alemana.
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tro de la Marina, ordenó, por su cuenta, movilizar la flota creían lo
contrario. A lo largo de julio Grey fue incapaz de aclarar la postura
de Reino Unido en caso de guerra. Esta indefinición le ha valido
el reproche de haber podido evitarla: de haber apoyado a Francia
y Rusia, Berlín habría tenido incentivos para contener a Viena; si
hubiese anunciado su neutralidad, París habría frenado a San Petersburgo. Para McMeekin y Clark el reproche está justificado: la
actuación de Grey fue errática, diciendo una cosa y la contraria en
función del interlocutor. En todo caso, Reino Unido no declaró la
guerra a Alemania –fue el único país en hacerlo– por su cordial
entendimiento con Francia, sino por la testarudez alemana que, apegada irracionalmente al Plan Schlieffen, invadió Bélgica –de cuya
neutralidad Londres era garante desde su creación– para atacar París en un maniobra envolvente. El 6 de agosto Reino Unido entraba
en la guerra. El káiser diría que lo había hecho apoyándose en un
viejo papel: la garantía belga.
De los electos a los ungidos
Una enseñanza de la reciente investigación sobre julio es el papel
amortiguador desempeñado por los monarcas europeos. Si la decisión hubiera sido enteramente suya, quizá la guerra no habría llegado. El anciano Francisco José, deprimido y mal informado, firmó
lo que Berchtold le puso delante. Sorprendente es la actuación de
Guillermo II: Moltke, su jefe de Estado Mayor, tuvo que arrancarle
la orden de movilización, que el káiser anuló hasta dos veces. En
la más desgarradora escena del libro de McMeekin, Sazonov se enfrenta al Zar Nicolás II que, con razón, se resistía a firmar el ukase
de movilización general: “No seré el responsable de una masacre”,
espetó a su ministro. En las postrimerías de julio, el zar y el káiser,
monarcas teóricamente todopoderosos, cruzaron misivas –los telegramas Nicky-Willy– para intentar un arreglo. Azuzados por sus
ministros, terminaron por ceder. Ciertamente, los reyes de entonces no eran pacifistas, pero sí parecían tener mayor conciencia de
la magnitud de la tragedia que se cernía sobre sus súbditos.
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De la guerra inevitable a la improbable
Frente a la teoría de la guerra inevitable, del relato del mes de julio
emerge la hipótesis de la guerra como equivocación colectiva. La crisis desatada en julio de 1914 por el crimen de Sarajevo no es ya una
circunstancia intercambiable, sino la única e irrepetible alineación
de acontecimientos conjugados que podía desencadenar una guerra
improbable. Con leves variaciones de las circunstancias, la paz habría sido un escenario más verosímil. Por ejemplo, durante julio de
1914 la prensa francesa no informó de la crisis diplomática europea,
sino del juicio por el “Escándalo Caillaux”. Joseph Caillaux era el
ministro de Finanzas francés. El 14 de marzo, su mujer, Henriette,
asesinó al editor de Le Figaro, que amenazaba con revelar secretos
matrimoniales. Henriette fue absuelta por un jurado el 28 de julio
de 1914, víspera de la primera declaración de guerra. El escándalo
impidió que Caillaux, crítico de la alianza con Rusia, y que ya había
frenado una guerra en 1911 durante la crisis de Agadir, fuera el primer ministro francés en julio de 1914, en tándem con el socialista
Jean Jaurès, el gran líder pacifista, en la cartera de Exteriores. Ni
uno ni otro hubieran cabalgado hacia el desastre con el ímpetu de
Poincaré. Un crimen pasional contribuyó a eliminar de la ecuación a
dos hombres que hubieran sido un dique frente a la guerra
Entre las circunstancias irrepetibles que condujeron a la primera guerra comienzan a despuntar los nombres de los protagonistas. La idea de que la mano del hombre puede cambiar el curso
de la historia ha sido desestimada por la filosofía de la historia
desde Hegel a esta parte. Las condiciones materiales prefiguran
el devenir histórico, y al hombre no le queda más papel que el
de guiñol de la razón y sus argucias. La nariz de Cleopatra no
cambia ningún destino. Pero al lector de la historia sin prejuicios filosóficos le resulta difícil suprimir el factor humano de sus
11
Lo apunta con elocuencia y melancolía el último libro que aquí se recomienda: The Lost History of 1914. Reconsidering The Year The Great War Began. Walker & Company, New York, 2012. Su autor, Jack Beatty, propone varios escenarios
contrafácticos –Caillaux y Jaurès en el poder es uno de ellos– para 1914, todos verosímiles, en los que la guerra no hubiera
sido, mostrando hasta qué punto la guerra, contra el lugar común, era improbable.
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conclusiones. Dice Trotsky: No importa el materialismo histórico, sin Lenin en mayo de 1917 en las calles de San Petersburgo no hubiera habido revolución (Lenin pensaba igual). ¿Puede
decirse lo mismo de cualquiera de los protagonistas de julio de
1914? Cuanto más sabemos de aquellos días más podemos afirmarlo. Antes una tragedia que un crimen, a decir de Clark, la
guerra fue un caso clamoroso de negligencia compartida.
Conclusión
La Primera Guerra Mundial es la matriz de nuestra época, la desgracia seminal de nuestro desgraciado siglo XX. Da vértigo pensar
en la inmensa masa de sufrimiento que halla su origen en la supernova de julio de 1914. La guerra facilitó el triunfo del bolchevismo y la implantación del totalitarismo soviético. Las tiranías de
Hitler y Mussolini, dos veteranos resentidos de 1914, traen causa
de la paz cartaginesa de 1918. La voladura incontrolada de los
imperios austro-húngaro y otomano recrudecieron el nacionalismo en los Balcanes y los conflictos en Oriente Medio. La escuela
de la inevitabilidad ha permitido a quienes asumieron riesgos que
convirtieron una guerra improbable en una tragedia cierta, yacer
semiescondidos en la memoria colectiva. Debemos este año recordarlos: Berchtold, Conrad, Bethmann-Hollweg, Poincaré, Sazonov.
Sin olvidar el de Gavrilo Princip, el nada inocente serbiobosnio de
19 años; porque, examinado cuanto sabemos de julio, más legítima
nos parece la sospecha de que, sin su dedo en el gatillo, la guerra,
esa de la que se cumplen 100 años, la única de la cual nos es posible el duelo, no habría sido.
Juan Claudio de Ramón es diplomático.
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