Tal vez sea la culpa de Mozart J.S. de Montfort 1 El deshaucio Habrías de inventarte palabras para todas esas cosas que no te atreves a nombrar. Que aguardan en el remanso del día, luego de que caiga, o cuando vuelve en su inocente claridad, pero tú, cuando esas cosas, cuando llegan a tu seno, cuando esas cosas te enfrentan, las más de las veces, reconoces haberte conducido por el inconstante error, tan familiar, y la única certidumbre es repudiarlas, por no saber hacerlas amigas. Todo a lo que uno no da nombre es un peligro, y te asusta. Qué hacer con los ruidillos que corretean el salón, el consecuente suspiro del ocaso de la tarde, suspendido en el salón oscuro, y que dura lo mismo que la onza de pan se sostiene apenas en el carrillo de un pájaro, pero aún siendo igual de inasible que el recuerdo, pervive de alguna forma molesta donde antes estuvo, y uno debe estar continuamente invocando, revocando o transmudando ese recuerdo, dándole razones para que no duela. Frente a tu ventana, un mirlo, en la cornisa de la iglesia; aletea. La belleza se te escapa, se te ha escapado siempre. Necesitas táctica, pues no tienes método para entender las 2 cosas que ocurren cerca tuyo, las cosas interesantes. Por eso habrás de encontrar alguna forma de hallar sentido a ese tránsito, ese interludio mínimo. A todo. A cualquier cosa. Ha alzado el vuelo el pajarillo, blancuras eléctricas lo motean. Desciende ahora el mirlo hacia el perímetro de la cúpula beige, y la sobrevuela seguidamente y se ha echado sobre las sombras. Es más que probable que hoy no vuelva, el mirlo que pues vuela iluminado en un vuelo continuo, intendente de los cielos, donde habitan las palabras que otros como tú, tal vez con más tino o quizá sensatez, han dejado que echen a volar, abriendo para ello las redes azules, con el favor de sus aquietados fantasmas. En la calle siempre esos gestos de fatua resignación, de callada felicidad, sin peligro, todo abyecto pues, felices abyectos hombres y mujeres, los otros todos, esos dichosos hombres y mujeres, adecuados, satisfechos, bendita sea su prodigalidad. A ti no te interesan los hombres ni las mujeres. Si acaso Anna. Dejas caer la cortina al peso de la gravedad, alejándote de la ventana, las varillas se friccionan, el ruido no es distinto que el de otros momentos, pero es el aliciente de la mañana: se va introduciendo paulatinamente en tu espacio. Si te das cuenta, así en la penumbra, tu casa podría ser perfectamente una oficina olvidada, donde en lugar de escaramujos le hubieran crecido pálidas manchas, donde quedan las marcas de los escritorios en la moqueta, de los 3 plafones en el techo, de los cuadros entre los dibujos asilvestrados de la suciedad, la carcoma; y el humus. El ambiente disoluto de las paredes, ese papel donde se confabulan los ajamientos, que te gustaría recordaran al siglo XVIII, aun con la erosión de los dinteles, con la podredumbre del arco que conduce del salón al pasillo y de allí a las habitaciones -por recordar cierta gloria-, pero eso, con todo, es más un deseo que otra cosa. Alguna vez hubo cuadros, eso es seguro, los tuvo que haber, cuadros bellos. Obras menores de algún pintor salmantino, esos que le gustaban tanto a tu abuelo: paisajísticos y enormes. Sólo quizá porque ya no quede lustre en ningún sitio gustas de pensar en un ayer de esplendor; pero aunque lo intentes no conseguirás engañarnos: podemos ver los dibujos de humedad de las paredes, formando terribles cascadas, los arcos de las grandes ventanas agrietados, la estatua de Afrodita, que yace en una esquina del amplio y vacío salón, como si alguien hubiera creído necesario desbastarla, y duele verla como en las vísceras, sangrante de esquirlas de mármol blanco. Formas impremeditadas (o tal vez certeras) se confunden con las sombras. Y la música de Mozart que te suena débilmente en la cabeza te conduce a Vienna. Pero el conocimiento que de ella tienes es indirecto, son los recuerdos de tu madre, cuando viajó, sola, y no quiso llevarte consigo. Pero la verdad es ésta: el olor de la moqueta, el dolor que atenaza las manchas que evocan ese aroma yerto, eso son 4 presencias inestimables de algo, de tu recuerdo, tu espera, tu búsqueda. Es la forma en que lo otro ha hecho presencia en ti, sin que le hayas dado permiso: El Sur. Y no Vienna. Tú estás en el Sur. Folclórico y caluroso, más bullicioso, poco dado a recoger. Al Sur le agrada el derroche, la alegría, los cuerpos. Hay excepciones, no obstante: -El abuelo de la gorra anaranjada, por ejemplo. Ese abuelo que agarrara las estanterías dejadas por tus vecinos en el contenedor de las obras de la esquina, esas obras interminables, ruidosas (¿todo es ruido, acaso no te habías dado cuenta?), las perentorias obras llenas de polvo y gritos, las obras, y excavadoras, y hormigoneras – interminables obras-, y taladros, y martillos, y placas de acero y obreros menudos, y sudorosos, obreros que echan salivazos con cualquier excusa, de los que gritan justamente por no verse asistidos por el motivo. Tú no tienes tampoco motivo, pero no gritas. -Es de mala educación, decía siempre tu madre. Es de mala educación levantar la voz. El abuelo de la gorra anaranjada debe pensar que un mueble, los estantes, un cajón, una lámpara de kerosene con el cabezal de fieltro y borlas caídas bajo la cinta rosa o cualquiera otra cosa que pueda encontrar por la calle -cosas que a ti te parecen innecesarias- le irán bien para aquel cortijo que debe tener en 5 los faldones de la montaña. Este viejito pasa todos los días por las calles céntricas, con su bicicleta oxidada y el timbre como el cascarón de una tortuga, ahuecado por los bordes, con la palanquita empujando el muelle a la fuerza de su dedo gordo, y avanzando su paso con el clinc-clinc/clinc-clinc. Viene por ver qué se puede hacer con el tiempo, con su tiempo, porque es el suyo y no el de los demás, (tú tienes también tu tiempo, aunque no te dés cuenta) el abuelo le tiene el derecho a su tiempo, por eso recoge cosas entonces, cosas que no son más que recuerdos de otras vidas, porque él no tiene recuerdos, pero tiene su tiempo, él esta loco, y los locos sólo tienen inventiva, una inventiva llena de tiempo, como los malos novelistas. Igual que muchos fotógrafos, de esos que has oído que están de moda, y que no hacen sino recoger los trastos viejos de los otros y ponerlos en el tiempo de la exposición: inútil y zafio, amarilleado antes de condensarse en el fotograma. Ahora son los que ostentan el fulgor efímero del reconocimiento, antes eran los toreros, o los cantantes de rock, con sus espectáculos horrendos de luces multicolor y humo falso. Le hemos perdido la batalla al impresionismo, la estructuración se manifiesta en instantáneas al vuelo, insignificantes y azarosas. Por eso no te asomas ya nunca a la ventana, una vez a lo sumo, al comienzo del día, porque no consigues entender nada, nada de nada. Kandinsky estaba en lo cierto. 6 No muestres ahora esa casa de interesante, de hombre preocupado, de erudito atacado por una máxima, por un aserto doloroso. Puede que cierta razón te ampare, no en las conclusiones sino en la asfixiante búsqueda, o acaso en el receso miedoso que se resiste por llegar siempre al final del camino, de la deducción, de la nominación. Y ten en cuenta que ya nadie te mira. Las cortinas sucias tapan toda la realidad de la calle. Y aquí en el desfile de sombras estoy yo, yo que soy tú, y tú no eres más que un deseo de ser alguien, alguien que no cree, alguien que mira porque le obligan los ojos, alguien que hace mucho tiempo que se abandonó a sí contra sí mismo. Consideras que para ésto no hay remedio, del mismo modo que no lo hay para las cosas cotidianas: romper la vajilla poco a poco, escalfar un huevo, tostar el pan, esperar en las mañanas una carta nueva en el correo, ¡no te has enterado! Ya nadie manda cartas, a ti no te las mandas: sólo facturas y avisos que no quieres recoger de la estafeta. Si acaso hubieras abandonado esta casa mugrienta hubieras notado que ocurren cosas, cosas como bodas y muertes, aunque tienes razón, eso son naderías que siempre han ocurrido, que ocurrirán siempre. Tú eres un emeritus, pero con una recompensa que se momifica en soledad y en el ataque del matutino e 7 inconsistente ruido. Tú quieres concretar ese mundo volátil, que se introduce en tu casa, a todas horas, pero tu error es que no te das cuenta de que ese mundo ya ha cambiado ------> tú eres sólo una metáfora imposible de ayer; aunque se sigan repitiendo las mismas bodas, vale que la alianza se estipule en otros términos, pero sigue siendo un acuerdo de intereses. Matarse por amor encierra también un interés, un interés derivado hacia el absurdo. Quizá gracias a eso mismo tengas algún futuro, digamos misceláneo, por todo ese pasado que persiste en el ahora, una obra de caridad hecha al rescate por la vieja ortodoxia que aún impera: las señoras viejitas, ociosas, ocasionalmente aburridas, las que gustan de mantener en la más absoluta vigencia los trapos inservibles, las normas superadas, el orden caduco. Ellas son las que siguen promoviendo las bodas, y las muertes también: la vieja guardia, ominosa. A veces cruzan tu ventana, reunidas en el cortejo que acompaña a los muertos y agachan la cabeza, mientras rezan con contención, como señoras nobles y por ello pías. Quizá ellas vengan un día a tu casa, ¿De veras te gustaría que viniesen? las viejitas; de venir te encontrarían en una de tus necesariamente inconclusas búsquedas, o finalmente muerto. Es factible, porque a las viejitas aunque dicen que no les interesan los mediocres ni los pobres -pues habitualmente les resultan sosos y de una intolerable vulgaridad, y aún más: les aburren-, finalmente los necesitan, pues cierto es su fácil manejo, basado en tolerar ciertos indecentes caprichos; 8 resultan gentes asequibles, como tú (sí, ya sé que tú no eres ni lo uno ni lo otro, pero formas parte del cupo, por tu abandono si quieres, por tu cercanía al día de la muerte, aunque sólo sea eso). Por ello la probabilidad de que vengan a buscarte es alta, pero piénsalo bien, detente un minuto, por qué habrían de venir ésta vez, hoy, ahora que comienza a caerse la tarde, justo ahora que los faroles le hacen de mecha primera a la luna... La única certeza posible es saber que hoy no vendrán, ni las viejitas ni nadie, ni siquiera Anna. Anna es de las personas inútiles, de las que pueden morir por amor. Quizá sea su inutilidad lo que te atraiga, su inane aporía la que te confunda, como cuando intentas desentrañar las leyes del álgebra en tus etílicas madrugadas, y los teoremas te resuenan, se funden unos en otros, se enredan, y así es imposible hacer nada con ellos, y aunque surjan nuevas proposiciones, rápidamente tiendes a olvidarlas. Eso es lo que queda de Anna en ti: -el recuerdo confuso, el deseo alterado, una realidad menor, esas realidades, como los efectos cotidianos, que son tan difíciles de manejar: la máquina de hacer zumo, la cafetera estropeada, la lavadora que deja salirse el agua por todas sus juntas... el cuadro de aquel pintor salmantino, ¿cuál era su nombre? ¿O sería de Navas... de Albacete... de Vinaroz? Si te inventaras palabras nuevas todo sería más sencillo, pero tendrías que someterte tú también al tiempo, y tú sabes que la materia es el atributo del espacio, por eso, aunque lo niegues 9 una y otra vez, tu búsqueda es y será infructuosa. Y hablando de tiempo, ¿Cuánto tiempo te queda? 10 Mira, mira tu cuerpo, la materia que eres tú, para qué te sirve, eh, para qué te sirve a ti un cuerpo, no cualquiera, si no justamente el tuyo; qué utilidad podrías darle, te preguntas. Si acaso tuviera alguna utilidad, alguna función ontológica... Pero entonces, para qué vale sino como testimonio. Y no se puede ser testimonio de lo desconocido. O sea, de ti mismo, de tu encierro. ¿Para qué, después de todo, este encierro? Parece inútil, y los parecidos -ya lo dicen los viejos, auspiciados por su memoria donde se confabula y amplifica todo lo recordado- y lo dicen con la sensatez que a ti te falta: los parecidos son razonables. Puedes recordar cómo Anna te miraba, pero eso no es una certeza, una realidad, acaso una ilusión plausible, ¿una ladina esperanza? ¿Qué es eso? una mirada, algo puramente rutinario, fisiología ¿Acaso albergan alguna intención las miradas? Sería difícil desentrañarlo, pero tú tienes tiempo; cuánto tiempo te debe quedar, ¿cuánto?, dónde has puesto el plazo. Porque te pusiste un plazo, ¿verdad? Puedes mentirte a ti mismo, lo hace mucha gente, pero detrás de eso late ineludible el instinto. Tal vez sea Mozart, o cualquier otra cosa. La Donna Anna de Don Giovanni. Este deseo es como cualquier otro: un 11 acendrado estímulo, de naturaleza inmediata, como cualquier otro que se te ocurriese para justificarte en este longeva clausura. Será todo glosa, parlamento, diatriba, ganas locas de salvarse del memoricidio al que aluden los noticiarios, los periódicos y casi todo discurso que puedes escuchar desde tu ventana, a grandes voces, felizmente apocalípticas. (el ruido, el ruido, el ruido) Eso es finalmente lo que eres: (ruido) un exordio a los pájaros del cielo que vuelan en su inane contento, en su existencia ingenua, con medida tardanza. ¡Qué bonito sería morir por amor!, pero qué inútil, después de todo. Un pájaro nunca adoptaría tal irracional postura. Los mirlos son más listos -y prácticos-. Bien mirado es mejor morir por el crepúsculo o por no poder volar, cosas más sensatas: morir por un grillo al que ha pisado el capcioso moverse de unos pies sobre el asfalto, morir por cualquier cosa, pero ¿por amor? Eso sólo ocurre en las malas películas. Es propio de la inventiva irracional del desesperado. Nada hay menos romántico que morir por amor. Incluso morir por la geografía es más sano, nada importa el gentilicio que lo suscriba, a fin de cuentas todos son una pandilla de necios, el ser humano: un necio engreído. A ti empero te sería imposible precisar el entorno que te rodea, cómo vas a morir por él entonces. Además tú no eres ni has sido un hombre de acción, eso cansa mucho. Lo único que te molesta es el ruido. 12 Tú, Genaro, tú además no eres un ser humano, tú Genaro eres el hijo de Antonietta, la hija del exaltado Pancracio Salustiano de Fulgencio, político en el bienio que sacó del poder a Isabel II. Antonieta, la que se casó con el señorito don Luís después de la tragedia de su padre, de puro desamparada. Y aquel caradura de don Luís, ¡menudo listo! Cómo demonios vas a ser tú un ser humano, Genaro. Los seres humanos se llaman Manolo o Pascual, incluso Luís o Pancracio, pero no hay ningún ser humano que se llame Genaro. Bueno, San Genaro, el obispo de Benevento. Pero es un fraude, y pura superstición. ¿Serás tú mismo una superstición, una propensión voluntariosa hacia la probabilidad de ser, o mejor, hacia el deseo irracional de ser? No, tú sólo eres como el ruido creciente que inunda tu casa vacía. Duerme un poco, anda, que el alcohol te nubla, y hasta entorpece el empuje de la sangre, y si la tuya se coagula no conseguirás que adquiera capacidad tixotrópica. Volvamos al principio, si es que esto fuera posible, o sea, entendiendo que alguna vez hubo un principio, dado que el tiempo es infinito, es imposible pensar en el inicio. Todo es cíclico, sí, pero hagamos como si concibiéramos un punto primero, significativo. No discutamos: Anna. “Lo único peor a una flauta, son dos” decía Mozart. Y tu Anna tiene la voz aflautada, qué le vas a hacer. O mejor dicho, la tuvo, la tenía: la tendrá. Y si Anna era una detrás de tus ojos, 13 ahora es peor, porque son dos, serán dos, aquella Anna y la nueva Anna que ha creado tu recuerdo, la inventiva estúpida de tu ocio. Igual es que eres un mal novelista y no lo sabes. Por lo menos con esto ya serías algo. Todo lo que está tras las ventanas, o lo que estaba, porque cada vez te gusta menos abrir las ventanas, entre todo eso está Anna con su voz aflautada, sus faldas plisadas y la estentórea sonrisa. Ahí donde el dosel está raído, mustio ahí están Anna y todo lo demás. Anna, y la otra Anna, la nueva, la más perfecta, o la más tonta, igual da. La nueva, la vieja, bien pensado, mejor tener a las dos para elegir alternativamente. Una Anna tonta y una Anna lista, para jugar con ellas, como un demiurgo poco inspirado y vencido a los celos. La verdad es que no te entran ganas de darle remiendo a esto ni a nada, ni siquiera tienes ganas de hacer cualquier otra cosa, lo tuyo no va con la idea de dios, ni la dominación ni la reverencia, lo tuyo es un triste cansancio. Como mucho te sientas en una de las esquinas del salón, y esperas allí, cobijado por la mesilla, con las patas curvas y mordidas. Habría que darle algo de lustre, quizá sirviera el barniz, un barniz barato, porque tampoco estás dispuesto a un excesivo dispendio (y además, ¿te lo podrías permitir?), y tendrías que encargarlo por teléfono, y resultaría tedioso tener que explicarle todo eso a un desconocido, para qué lo necesitas, y la cuestión del crédito; habría que recurrir a algún antiguo conocido de la familia, de los que dejaron de visitarte cuando murió mamá. Igual que tantas cosas, el barniz no es necesario, es un capricho, un lujo: no es natural. Pero tampoco es natural estar sentado en la esquina, como estás ahora, esperando por una 14 idea, una imagen, esperando por que algo llame la atención de tu conciencia, o de tu instinto, qué más da. El ruido. Tu problema es que no puedes escaparte de ti, tu problema es ser un iteración asombrada de Genaro. Y eso, aparte de basarse en infundios, es pecado de vanidad. Primero eres tú, un apriorismo, y luego otra vez tú, y lo tuyo es una deleitación, y grave, porque te excita una vehemente conmoción en la carne. Pues en materia de lujuria no existe parvedad. Y no serás tú, Genaro, quien contradiga a Clemente VIII o Paulo V ¡ Por dios! Incluso a Alejandro VII. Has llegado al punto de que eres capaz incluso de pervertir tu propio cuerpo en pro de ti mismo, de una satisfacción pasajera, de un placer vulgar. ¿En qué te estás convirtiendo Genaro? Acuéstate de una vez, ahí donde estás, sobre la moqueta, pero deja de tocarte como un retrasado mental, que mañana será otro día... Y cuidado con los sueños, que tienen la mala costumbre de cumplirse. 15 ¿Tendrá Mozart la culpa de tu desdicha o es una forma de mitigar la incerteza? ¿Acaso te excusas con cualquier cosa? Has recordado ahora que tenías aquel disco, una edición del cincuenta y cinco, donde hacía de tenor George London, pero no tienes tocadiscos, bueno sí lo tienes, pero no funciona, igual que todas las otras cosas está estropeado, igual que la maquina de hacer zumo, la cafetera o la lavadora. Solamente puedes trabajar con él en tu imaginación. Echar cuenta de los cantos, todos mezclados entre sí, y encima tú no sabes italiano. Menuda idiotez. Seguramente no hay nada más conventual que un encierro, y más célibe, claro (eso es la teoría). Pero ese no ha sido tu propósito, por no ser no es ni una molesta consecuencia, pues hasta has convenido con el otro Genaro, el que se desplaza por el aire del salón en plena conmoción de tu yo, en someterla. Un estudioso hablaría igual de misticismo, pero igual es que el estudioso está demasiado atareado en concretar sus ideas en realidad y tú lo que quieres es crear una realidad nueva atendiendo a las pocas cosas que ya existen, a las cosas naturales. El semen, es de lo más natural, por ejemplo. Pero 16 sigue siendo una indecencia, poca delicadeza para el heredero de un miembro de la aristocracia política intrigante contra Isabel II, un heredero de don Luís, el hijo de puta de don Luís, que se largó con aquella fresca, y luego con la otra y la otra, y tú, teniendo que compensar a tu madre por su ausencia. Y entonces pasó el tiempo y os quedasteis sin nada. Con esta casa, nada más. Con vuestra vanidad, y la sopa de sobre. Qué tristeza, amigo mío. Te compadezco, te compadezco. ¿Y al final te preguntas, para qué hostias vivo aquí encerrado, pensando en el semen? El sueño está jugando contigo, como se juega con una ficha dócil de un juego de damas. 17 Has conseguido dormir con cierta calma, sudando, como habitualmente. Echando las babas, suspirando en sueños, chapurreando palabras de idiomas entreverados, inventariados en un tortuoso letargo. Al menos ya consigues dibujar algo en el sueño, ahora habrás de exportarlo a la realidad. Por lo menos es un comienzo, Genaro. Alégrate. Quizá sea posible aplicar nombres a esa terrorífica e inviolable desesperación que se cuela por los cristales, que arrostra cada día la tranquilidad del salón, que se convierte en ruido y comienza a pitar sardónico en las orejas. Como cada mañana te atreves por una vez a que tu curiosidad se sacie, mirando por las ventanas. Tras ellas, chispean las voces de los turistas. Y frente a ti se te descubre magnífica la egregia hegemonía arquitectónica: Iglesia de Santa Ana, siglo XVI. Estilo mudéjar. Construida sobre una mezquita. Monumento Nacional. Pululan las gitanas enarbolando sus plantas de tomillo, y sus flores moradas que les asoman desde los huecos del delantal. Un refrescante olor a espliego sube hacia la Iglesia, mientras al ritmo de las campanadas crece un fulgor, como el remolino de la ola, y la realidad se echa sinuosa al frente de la ventana. Se oyen gritos de buenaventura, compitiendo unos con otros, compitiendo con las campanadas, compitiendo con la agradable evocación del espliego y que recuerda los armarios frescos de una villa en el valle de la montaña, donde, de buen 18 seguro, en la cercanía los pájaros remueven las hojas felices de los olmos. Entonces el ruido llama a tu puerta, un golpe duro, hecho con los nudillos. Sin darte cuenta has caído contra el cristal, y en breves segundos, encarcelado por las enormes cortinas no has podido evitar que el sol se te ha echase sobre la mandíbula, como un chicle. Se puede escuchar un balido de oveja, y luego otro, unos cuantos, al menos tú los oyes. Pero, por qué habrías de ser tú al que buscan las ovejas, después de todo. Qué has hecho tu sino esperar... y por qué iba a venir a buscarte un pastor con sus ovejas. Han sido tres los golpes. Uno, dos, y tres. Esperas. Igual se trata de un turista despistado. No es la primera vez, porque arriba hay una casa en la que, en ocasiones, se convienen citas, en el tercer piso. Sí, parece que en el descansillo se entremezclen voces en idioma desconocido: alemán, tal vez. Ahora suena el teléfono en algún lugar del edificio, lo oyes porque se cuela por las cañerías, suena rítmico, y poco a poco se va haciendo escandaloso, hasta que se detiene, y se vuelven a escuchar a las gitanas en la calle, como si se gritaran las unas a las otras. El ruido ya se ha introducido en tu casa, se le puede ver volar por entre el aire, condensándose en imagen. Una oveja ¡No puede ser! Otra vez te invaden. Otra vez nada nuevo. El remanso, caliente, igual que el sol que arde en tu rostro, y del cual no puedes desprenderte. Quédate quieto hasta que desaparezca. 19 Sigue durmiendo. Se ha desplazado un papel por debajo de la puerta, entre el polvo. Igual es un mensaje de Anna. Pero te da miedo leerlo, y eso es porque late en ti la esperanza, esa demente ilusión que sabes se verá inmediatamente defraudada. Es una mala cosa tener anhelos, esperar por algo. Y tú te quedas quieto justamente por ello, esperando por algo, para tenerlo todo y así no tener nada: para no tener que elegir, para seguir siendo un irresponsable. ¿Te acuerdas de Syd Barrett? Bueno, claro, tú mendrugo cómo vas a conocerlo si no conoces nada más que a ti mismo; pero déjame ilustrarte: él también hacía lo mismo, era un irresponsable pero tenía una idea, o mejor las tenía todas, y no quería elegir ninguna, así que esperaba, echado en el colchón, en el colchón de un piso compartido de Londres, escuchando el ruido, todo el ruido, naufragando en él para encontrarle la melodía. Syd Barrett era un músico. Un poco loco, pero un músico que le cantaba a los vegetales. Él por lo menos se atrevió a darle voz a ese ruido, y le puso nombres. Quién eres tú Genato, un ser que caza sin tino palabras que le huyen, con poca resolución. Además le temes al ruido, el cual se lleva con él el recuerdo. Chup, chup chup, del mismo modo que concluye la sopa de sobre, las palabras se hunden en el caldo que amortigua al ruido, cremoso, y lo domeña, pero se perdieron las palabras, las perdiste. Ahora todas esas palabras son sólidas, se han instaurado en la materia. Genaro, tienes demasiadas palabras, y tú, además, todavía quieres inventarte 20 otras nuevas... Ese es tu problema: te vence la inventiva, por eso nunca te dejaste seducir por la materia cercana; eres además indisciplinado, y lo más importante, después de tanto tiempo aún no has aprendido que a la imaginación se necesita trabarla con límites, para que se acoja a la enmienda del estilo, para que concluya en una significación propia de la inferencia. Y eso te es difícil, tanto como tocar el piano o rasgar acordes en una guitarra. Por tanto nunca serás un músico ni nada, serás todo lo común que se pierde en el infinito de la inerme materia, serás el propio ruido que se abandona al mundo como una pátina, vencida al tiempo. Serás la crema de la sopa de sobre. ¡Lucha contra ello, demonios! Todavía te queda una oportunidad -aunque no lo sepas-, la ultimísima. 21 Tu madre te regaló este libro de Santo Tomás, pero no te leyó nunca, lo has encontrado en un armario del pasillo, y ahora buscas entre sus páginas, dice: “el estupro no sólo se injuria a quién se lo procura sino a sus padres” ¿Cómo? ¿Te imaginas enfadando a los padres de Anna? ¿Seguirá aún ahí fuera Anna virgen? ¡Cómo saberlo...! Tú la respetabas, a Anna, la sigues respetando empero. Quizá por eso reconoces que no es muy..., bueno, en fin, un alivio, por mucho que lo diga Paulo V, no es tan grave. A fin de cuentas, él mismo, Camilo Borghese, habría de canonizar a Santa Teresa de Ávila, y tú levitas casi igual que ella con tus prácticas. No es algo tan diferente el placer espiritual de la levitación y el regusto infantil de la masturbación. Y los papas hoy día ya no son lo que eran, la moral está muy degradada. La moral es para las viejas que corretean en los velorios, que pasan con el cuello agachado por debajo de tu casa, al salir de la iglesia de santa Anna y dirigirse al cementerio, subiendo por las empinadas cuestas. Y tú, con todo, eres un ácrata moderado, como tu abuelo Pancracio Salustiano. 22 -Somos del ayuntamiento. La policía viene con nosotros ¡Salga! No les creas, es una farsa. Es algo que se ha inventado Anna, Anna la tonta. Para hacerte reír, o para reírse ella. Abre, seguro que detrás de la puerta está Anna, sonriente. Abre, casi puedes ver sus ojos. Abre. Te están engañando. Vas a abrir, porque a ti Anna no te puede engañar. Pero eres tan imbécil que abres la puerta... 23 Asocias el recuerdo de tu madre al de una cafetera: cafetera espresso superautomática Vienna de Luxe, cajón de recogida de productos sólidos, molinillo de café ajustable, grupo de café extraíble, una o dos tazas de café al mismo tiempo, depósito de agua extraíble, trescientos treinta y dos x trescientos veinticinco x doscientos setenta y siete mm, caldera aluminio, ocho coma cinco kilos de peso. Y está rota dentro del cartón blanco y antaño brillante. Les pides a los guardias que te dejen llevarla contigo. Resultan ser bastante amables para ser policías. Dicen que no hay prisa, aquí en el sur nadie tiene prisa. Las vecinas aparecen en el descansillo. Han subido también las gitanas y chocan procaces las palmas. Pronto aparecen las niñas que corretean por el pasillo y una de ellas tropieza con el medio cuerpo de la estatua de Afrodita y se cae al suelo y ya, lo único que queda de Afrodita íntegro es la cadera y la mitad de las piernas, hasta la rodilla, pero por suerte mantiene la gracia: su cinturón. Las mujeres llevan en las manos unos látigos (aunque llevan la camisa puesta, y eso no debe ser muy ortodoxo), ¿será ya Semana Santa? -Debe acompañarnos, debemos asegurarnos de que se presente mañana por la mañana al juicio que tiene pendiente. Lo siento, pero tendrá que acompañarnos. Hay personas por dentro de la casa, curioseando todo, abriendo armarios. Alguien se lleva a la carrera los trozos de lo que fue Afrodita. Las gitanas salen con las sartenes. Los 24 guardias no hacen nada, levantan los hombros como diciendo “qué podemos hacer”, pero a ti ya te da igual. -Todo esto está embargado amigo, dice un guardia escuálido y alto, al que llaman Luís. Pero hay bien poco que embargar, piensas. Te meten en un coche. A tu lado se sienta Luís. Por el camino Luís y los otros dos están casi todo el trayecto en silencio. Deben pasar demasiado tiempo en compañía, piensas, se les deben haber acabado las palabras, o acaso el estímulo como para compartirlas. Estáis ya en el cuartel. En la entrada hay un escudo nacional y una leyenda. Te da por recordar ese antiguo himno: “Vigor, firmeza y constancia, valor en pos de la gloria, amor, lealtad y arrogancia, ideales tuyos son.“ No has querido resistirte porque aunque seas un ácrata, como tu abuelo Pancracio Salustiano, sabes que esos pobres hombres están llevando a cabo el cometido que les ordenan. Y tampoco deseas importunarles. “La ley es buena hasta que inexorable se revela su intrínseca maldad, entonces hay que atacarla”, decía Pancracio. Lo recuerdas bien. No te han puesto además esposas ni nada. El cuartel es un sitio fresco, las paredes caladas se ven fuertes y las celdas que se intuyen adentro no parecen peor que tu casa, y tampoco parece mal sitio para alguien como tú, ligeramente harapiento, barbudo y de ojos flacos, constreñidos, con el pelo desacertadamente largo y la mandíbula prominente 25 y especulativa. Como te ven así, tan con tu cara de retrasado (tú como estás acostumbrado lo encuentras normal, pero ten en cuenta que hace años que no te prodigas en público, y eso siempre causa expectación), con la incipiente chepa y el barrigón, con una afabilidad estúpida, dicen que para qué forzarte. Te lo dicen como haciéndote un favor, con una cotidiana amabilidad. -¿Cuando vendrá Anna?, dices de improviso, con enhiesta preocupación. Y ellos se ríen, igual que tu te ríes del abuelo loco de la gorra anaranjada, el que va con la bicicleta y hace sonar el timbre constantemente con ese clinc-clinc/clinc-clinc. -Mire, es mejor que se quede aquí, no tiene otro sitio adonde ir. Después de que solucione todo el asunto del deshaucio, la fiscalía de acuerdo con los ediles municipales dispondrán su suerte. Lo siento, amigo. Nosotros somos unos mandaos -dice aquel al que llaman Luís. Te hacen esperar en un banco de madera. Cerca de la entrada. Tu temías frenéticas máquinas de escribir, teléfonos urgentes o vibrantes discusiones. Pero, por suerte, no hay nada de eso. Al fondo en una mesa vieja, otro policía lee un tebeo. Las ilustraciones se ven desgastadas, las dobleces delatan su antigüedad. Se comporta como si fuera un visitante, porque no te presta ninguna atención, ni a sus compañeros, y simplemente sigue fumando, riendo y pasando las páginas de su tebeo. Su uniforme también está arrugado, como su cara vieja y rosada. Los otros dos que venían con Luís salen a la calle, ponen el 26 coche en marcha. Y pronto sólo queda su recuerdo y el amortiguado ruido que ha dejado el motor y el dióxido de carbono del tubo de escape, que ha creado una mágica envoltura en la entrada. Sobre el regazo está contigo la cafetera espresso superautomática, dentro de la caja, sostenida con recelo entre las manos. El policía más alto, al que llaman Luís, te dice que puedes dejarla en una estantería metálica, y la señala, donde hay algunos legajos viejos y un casco de motocicleta. Está a la vista de todos. Desde donde estás puedes ver el polvo acumulado sobre los papeles. Niegas con la cabeza, agarrando la caja con las dos manos. -Está bien, como guste -y echa a volar los hombros, yéndose a la calle, poniéndose en la calva la gorra que sujetaba su mano. -Cosa tuya, dice refiriéndose al del fondo, que emite una queja: “mierda, siempre me toca a mí”. Te quedas sólo con el del tebeo, que lo deja caer definitivamente apático sobre el escritorio. Se rasca donde hubiera de crecerle el bigote, y luego el pómulo, donde sólo asoma una mal afeitada e incipiente barba. Te mira, su mirada incrédula dibuja tu contorno. Te habla: -¿Tú eres el hijo de Antonietta, no?, dice con repudiable saña. Y te callas, agachando la cabeza. Maldices a aquel hombre, no tanto por su descaro sino justamente por el conocimiento que tiene de ti. -¿Dónde vas a vivir ahora? 27 -¿A qué se refiere?, replicas Adelanta una boca abierta, afectadamente abierta. Te quedas atónito, no esperabas una inquisición con tanto descaro. Agachas la cabeza sobre el pecho. Le miras de reojo. La comisaria está tan desnuda como tu casa. La mesa del fondo, donde está el del tebeo, la otra, nimia -apenas unas tablas-, de la entrada -donde casi no le caben al policía abiertos los codos-, una especie de hall de bajo techo, unos dibujos en la talla del hall, la estantería metálica y blanca. Un calendario, con una mujer con sus ubres grandiosas, más parecida a una vaca que a una mujer. Nada más. Bueno sí: manchas de humedad en las paredes de cal blanca, vueltas y vueltas a pintar, lo que aumenta su notoriedad, pues ya son más bien churretones de color grisáceo. Y en la mitad de todo, incómodamente, una puerta enrejada que da paso a lo que supones serán calabozos, tu nuevo hogar. -Madre mía, ¡Éste no se ha enterado de nada!, le dice al alto, flaco, que vuelve a entrar, pues parece haberse olvidado de algo. El del tebeo te señala a propósito, chasqueando los dedos de la otra mano, como el que acierta con algo. -¿Estoy detenido?, preguntas entonces, casi con vileza. Ellos se sonríen. El joven le dice al del tebeo: “Cosa tuya”. -¿Cuándo va a venir Anna?, le preguntas en un intento de acabar con esta broma, con este malentendido insoportable. 28 Después de todo no deberías juzgarlos con severidad, te han ofrecido café y galletas. Es normal que se sientan inquietos, teniéndote en su poder, ellos saben todo, Genaro. Para ellos debes de ser como un raro objeto de estudio, un caso de debate. Hay una ventanita en tu celda. Con tres barrotes. La luna está bien puesta sobre el cielo negro, reposando pánfila en la propia curvatura de su espalda. El del tebeo se acaba de marchar, ha apagado las luces. Ahora sólo tienes a esa luna parsimoniosa, que descansa en el cielo, del modo que se amortigua la pena. Con todo, el del tebeo no ha querido darte una botellita de cognac, sólo le has pedido eso, será cabrón; y encima se rió al marcharse, dándose cachetazos procaces en la pantorrilla. Y lo peor es que con él se llevó la revista doblada puesta en el sobaco -que podía haberte dejado-, más arrugada que el tebeo. Con esa revista podrías haberte entretenido en las cosas naturales, ¿qué harás ahora? La comisaría queda cerca de la montaña, donde podría escucharse el aleteo de los pájaros. Pero los pájaros duermen, y el viento espera hasta la mañana para acariciar las hojas de los olmos. 29 Nadie ha de venir a por ti. Eso queda claro. ¿Habrá muerto ya Anna?, cuántos años hace que no la ves, por lo menos cuarenta y cinco, Genaro, casi toda tu vida. Por qué dejaste que se te escapara, por qué. Ahora piensas que Anna, contra pronóstico, porque era mayor que tú, no puede haber muerto, las vírgenes no mueren, habría que procurarle un anatema a quien dijese lo contrario. Las vírgenes se perpetúan en el aliento, en el arco vaporoso que da la medida al mejor atardecer, en la sangre de las heridas, en la urticaria de un niño travieso, de eso estás seguro. Otra vez la maldita esperanza. 30 “Darle un café a don Juan”, oyes que dice el del tebeo cuando entra por la puerta. Cretino. Se comienzan a mover las primeras sillas. Por el ruido se diría que hay más de cuatro. Parecen más dados a la conversación ahora por la mañana. Escuchas el raspar de una escoba y más tarde un mocho que se desliza. Al poco llega el olor de café sobrevolando el hedor del amoniaco. Te rascas la barba canosa. Tienes que cuidarte las uñas, Genaro, no sea que vaya a venir Anna. Luego les pedirás un cortauñas, o unas tijeras para arreglarte. Y un buen corte de pelo, ¿un reo tiene derecho a que le corten el pelo? ¿Pero tú eres un reo? Tu eres un necio, Genaro, ni siquiera un ser humano. Para qué demonios vas a necesitar un corte de pelo. 31 Mozart epitomiza el clasicismo del siglo XVIII, sencillo, claro y equilibrado, pero sin huir a la intensidad emocional, ¿qué tienes tu que ver con Mozart, a ver?, explícate. Tú no epitomizas nada, a no ser la vergüenza de la pereza, la indómita crueldad del tedio y el hábito, la necesaria tristeza de tu soledad elegida. Lo único de lo que puedes sentirte orgulloso es de tu amor incólume por Anna, la disciplina que te mantiene en la pasión que te embarga, su recuerdo que te impele a seguir queriendo a un recuerdo que se perpetúa para surgir cada mañana en tu imaginación, presentándote frente a él en posición de fatua victoria. Ahí radica tu error, en la ambivalencia: en ser vencedor y, a la vez, vencido. Pero, irónicamente, es lo único que te mantiene con vida: eres un capullo que sigue creyendo en la virtud de la esperanza. Y así te va. Pero no me mal interpretes, que con todo, venero tu intachable propósito, tu verdadero amor por Anna, tus años de renuncia, tu amor único y puro, nunca mancillado con ninguna otra mujer (bueno, ésto sería discutible, Genaro; en fin, no importa). A ver, llegados a este punto, por qué no te decides finalmente a buscarla, a Anna, ¿no sería lo más lógico? Anda pues, pide que te dejen salir de este lugar y olvida el infantil juego de la culpa. Lo único que te equipara a Mozart es tu clasicismo, tu 32 virtud, y esto nos concierne a ambos, eres un rara avis, Genaro, por eso te aprecio y prometo ayudarte, anda sigue durmiendo que ya te daré instrucciones durante el día. Sigue unos minutos más en este profuso sueño y luego despierta. Ya te avisaré. 33 [Rememorando a Anna] La playa está marrón, la arena compactada por la lluvia impide el movimiento naturalmente fácil de su cuerpo, que lo hace a trompicones, rompiendo las capas duras de la arena, buscando el interior de arena húmeda; con todo, su vello rubio cosquillea el aire que se desplaza gravoso por entre su silueta menuda. El horizonte se congestiona por el exceso de nubes; pareciera que una nueva tormenta fuera a caer. Y entonces el milagro es un hueco ínfimo entre las nubes negras por el que se cuela el fiero sol, la intrépida luz que se resiste a esconderse. La poca claridad se refleja en el haz del cabello negro que le cae por la espalda, atenuada por la constelación de pecas que adorna su cuerpo todo. Piensas de ella que es un poco mojigata, porque lleva una bañador con falda, de esos que parecen un traje. A ti te gusta, porque es de las mujeres que parecen construir siempre puentes a su alrededor: con el fulgor que necesariamente proyecta hostigado por sus manos vibrantes, en minucioso y constante movimiento creador de sus dedos blancos y púrpura. Como una virgen extenuada, con el escapulario que le cae de las manos blandas. Mirarla produce tanto nausea (una desazón turbulenta en cualquier caso) como incredulidad y asombro. El retrato de Anna, antes de ser todo lo demás: la tormenta y la tiniebla, el 34 descabello del mango de una sartén, la fritura, el estropajo, el agua y otra vez el acero, la piedra, la arena, la ola, la sopa de sobre: y luego se inserta Anna en el mundo; y luego tienes que elegir entre Anna o el mundo. Pero eso fue hace demasiado tiempo, lo de elegir, ahora sólo guardas en ti la inherente y capciosa lentitud de un hombre atrapado. Esto, lo bello (en caso de que lo hubiera) ocurrió en tu juventud, y ahora de eso (de haberlo) no queda ni siquiera el propio recuerdo de lo bello: Woodsworth es un cabrón mentiroso, como el del tebeo que no te ha dado un sorbo de cognac. La belleza no subsiste en el recuerdo, la belleza se marchita en una botella cerrada de cognac, la belleza acaba siendo una cigüeña sin torre de campanario. Además, la iglesia de Santa Anna no tiene campanario, por tanto Anna está muerta. Menudo tramposo silogismo... Podrías decir que es como un aria (Anna), esa entrada como en corriente, empujada por los vientos y la voz que sobresale de una mezzosoprano. Pero ahora te molesta más es el olor del cognac, venturoso, que aguarda cerrado podrido también en tu memoria. Y se desplaza fácilmente por entre la traquea, viene del estómago y se detiene en la lengua, sube por el paladar y te impele a la segregación de saliva, a relamer un sabor ficticio, igual que las esperanzadas cigüeñas que habitan los tejados y las torretas de los poemas peores. Y no puedes pensar en Anna así, tan lujurioso y mezquino. Parece que el calor de la traquea se haya confundido entre el 35 revuelo de sábanas que se atan a tu cuerpo, en una maraña. El del tebeo ahora aparece, recuerdas su voz que avanza, se oye la cerradura de la puerta que conduce hasta las dos celdas enfrentadas (una vacía, la de enfrente, y la tuya); su rostro viene confundido con la humeante taza, así que no sé porqué te da por pensar que es el del tebeo, pudiera ser hasta Anna, o propiamente ella. A ti te gustaría que hubiera traído torreznos, o quizá una tortilla con jamón, porque tienes hambre, siempre la has tenido, el hambre es una constante en tu vida. Pero te vale con el café. “Gracias”, le dices un poco huraño mientras posas las manos sobre un humo cada vez más imperceptible. En la celda hay una mesilla con una biblia pequeña que echas al suelo, para hacer hueco. El del tebeo echa un guiño con el ojo antes de irse, como si tratara de establecer un vínculo. Y te acuerdas del sabor del cognac en la traquea. Dejas el café sobre la mesilla, la cual es propiamente más una banqueta reutilizada, de esas de párvulos, de conglomerado recubierto por una lámina verde. Sentado en la cama miras la taza, el surco que cincela en el aire el calor, una espiga floreciente y dorada, que vanidosamente se mece. Pronto queda lo que había: la sombra rota de la pared, las rejas simétricas, matrices de números en el techo, bordeando el encuadre de la vista y en movimiento, distrayéndose, y la babilla conglutinante anexiona las figuras promiscuas, delimitando un rostro con unos ojos ahora pérfidos y un traje de baño rosa -Anna-; el recuerdo de unas 36 lecturas conjuntas de Thackeray, o de una estancia en Biarritz (allí estuvo tu madre, ¡no tú!); la caja de la cafetera de tu madre o nada, y ver en los kioscos de París el Vanity fair con mujeres en bañador (en París también estuvo tu madre, ¡no tú!), y otra vez números dispersos en secciones aleatorias. Es costoso echar la mano, estirar la bisagra vieja del brazo, recoger la taza y sorber. Te vas atrás, la espalda contra el empedrado poroso, las canillas colgando de la cama, oscilantes por su pesadez, el músculo trasero robusto. Y en el culo una molestia te hace voltear la espalda, recogiendo algo frío en las manos: una petaca. Ruedas el tapón, huele a cognac. ¿de dónde habrá salido? [¿En serio tienes la desfachatez de explayarte con tal invectiva?] Genaro no nos puedes engañar, ya sabemos que te lo dio el del tebeo; por favor, no trates de mentirnos, sé honesto con nosotros. 37 Te abren la puerta de la celda mientras yaces echado de espaldas y agujereas la sábana con las uñas, de pura rabia, tapando con el ruido los pasos del carcelero. Rehuyes mirar hacia quien hace sonar las llaves. -¡Tú! Sal que tenemos que irnos. Reconoces su voz, es otra vez el del tebeo, el del cognac. Te molesta que irrumpa de nuevo violento ante ti. Te entra un esforzado deseo de golpearle. Comienzas a hartarte de él. Ya ha aparecido demasiadas veces. Te giras y le lanzas la petaca, como lo hiciera un niño enfadado. Sigues con la cara bajo las sábanas, no quieres mirar. Por eso no sabes si has acertado, pero lo único es que la voz maldice. -Será hijo de puta, dice el del tebeo y de un puntapié golpea la puerta contra el marco y se vuelve a abrir. El hierro de la puerta golpea el hierro de la reja, en varias ocasiones. Y las bisagras crujen. -Eh, tú -su voz denota ya el mesurado encono- que te marches, que salgas, que tenemos que llevarte al ayuntamiento cabrón, así que sal, que salgas hostias. Tu silencio le indica la negativa. Te gustaría quedarte ahí fulminado en el camastro, como Thackeray, oliendo a cognac en la traquea, tomando por una vez la decisión de hacer algo. -Prefiero quedarme aquí, dices casi melifluo, escondiendo las palabras bajo el tapete de la sábana. Te ha entrado el miedo, no te preocupes, de veras. -Marica de mierda, dice mientras se marcha, consentido hijo 38 de puta. Golpea con el puño la palma de la mano y al salir pega un puñetazo en la pared, que resuena. El resto de policías se exaltan. Comienzan los gritos. Se discute con creciente fervor, unos se increpan a otros. Tu nombre sale a relucir unas cuantas veces, amén de los insultos. Empiezas a estar harto de todo este contacto con el mundo. De todo este intolerable ruido. Del mismo modo que no soportas la bondad, te es cara esa inmarcesible tensión. Al rato se distiende, se atempera o simplemente es que los otros han desaparecido, no lo sabes, y frente a ti aparece uno, que inmediatamente dice ser el jefe. El jefe de qué, te gustaría preguntarle, pero aguardas. Lleva una ridícula greña caída hacia la derecha, levanta la frente creyéndose quizá un general de ejército o vaya Vd. a saber qué. Pero más ridículo es el bigotillo negro azabache que le perfila el labio. Hacia el final de éste le clarea un manchón sin pelo, se dijera que es efecto de una cicatriz, pero no parece haber más marca que la que deja ver una piel de niño. Consientes en mirarle, inquieto. Comienza a hablar muy pausado, tratando de lanzar un parlamento delicadamente, pero lo único que hace es ponerse más ridículo. Y ya comienza a molestarte de una manera precisa y consciente. -Verá Vd., se queda quieto y atenúa su rigor, recogiendo los brazos, parece pensar bien las palabras (o tal vez sea pura necedad); pronto pone uno de sus dedos sobre el bigote y vuelve a repetir: -Verá Vd., y queda otra vez absorto, inmerso en sus propias ideas, feliz por el comienzo de su ornato, ese: “verá Vd. ... que 39 le ha quedado tan elegante y digno (eso cree, o eso es lo que se traduce de su chocarrera sonrisa). Durante unos segundos comienza a indignarte su quietud, ese porte satisfecho. Y ya se te hace intolerable su presencia. Y ¡zas! Cae al suelo. El hombre ha caído al suelo. El ruido te ha parecido estremecedor. Y te quedas extático. Esto sí que es una certeza, amigo mío. Esperas que de un momento a otro suenen las alarmas, que las sirenas de la ambulancia se cuelen por las rendijas de las ventanas, que por la puerta trasera aparezca un ejercito de médicos y enfermeras, siempre con ese porte preocupado y necesariamente vital que les recorre las surcos de la cara, los brazos prestos, el corazón acelerado, la cabeza fría, el pulso incólume. Esperas porque estás seguro de que se te iba a echar encima inexorable el ruido. Pero no ocurre nada de esto, nada de nada. Silencio. Entonces piensas en gritar, para exonerarte, tal vez. Pero no haces nada, nada de nada. Decides esperar para tomar una resolución definitiva. Le has golpeado Genaro. Empiezas bien... Mirando a las paredes seguro que no encuentras una señal. Por si hasta ahora no te habías dado cuenta -aunque pudiera parecerlo-, esto no es un cuento de hadas, ni de los hermanos Grimm, ¡Genaro! Las mismas paredes que ayer manchadas estaban ahí, el hedor a desinfectante, todo igual que ayer, lleno de ese contenida tardanza, de esa baldía espera, ahora sí se materializa tu oportunidad, ahora sí, Genaro, es cuando te impones tú a lo 40 otro, al ruido, eres tú ahora quien lo esgrime, impune, el maldito ruido, creador del desastre. Ya estaba bien de rendirse al tedio, ya son tantos años, ya... De repente, un halo de tristeza (lo nuevo siempre da tristeza, no te preocupes; es normal): detectas en el aire el vuelo suave de una polilla blanca, esponjosa, como aquellas de la infancia, venidas al descanso que te dabas en la tarde bajo la sombra del nisparero. Pide un deseo. En aquellos tiempos los pedías, y se te cumplían -a veces-. Te lo piensas, tranquilamente. Recoges entre las manos recias la polilla blanca, suave; roza con parsimonia la polilla dulce tus manos duras, pero te das cuenta de que no tienes deseos para pedir, todo tú eres un catatónico deseo. Necesitas una orden clara de tu cerebro: ¡Mátalo! La polilla cae al suelo y es olvidada bajo las suelas de tus feos y viejos mocasines. ¡Bien! Por fin has decidido algo por ti mismo, estás exultante, grandioso, te sientes implacable, ¡Bravíssimo Genaro! ¡Bravíssimo! Ahora sí que hay una auténtica fiesta, y está dentro de ti, no tienes que andar a buscarla a ningún sitio. Pletórico, magnificente, eres el dueño de algo por fin: eres el dueño de la vida del bigotudo. Dale un puntapié seco, justo en la carótida, ¿sabes dónde queda, no? Ahí, por donde se le ve esa serpiente verdosa que le recorre el cuello, entre la barbilla y los huesos del hombro. Golpéale con toda la furia de tu odio. ¡Genaro, te exhorto a que lo mates! Es el momento de encender la mecha de la más estrepitosa de 41 las tracas. El hombre que ha caído al suelo no emite sonido alguno, tiene la boca abierta, se le ven las babillas asquerosas. Es horrendo su rostro, hombruno, Genaro, sólo por eso merece la muerte. Mátalo. Se gira tremebundo, por la espalda se puede ver su curvatura, y las torceduras de los pies, que se retraen como buscando algo, la cadera rechoncha y floja. Te imaginas que de un momento vaya a decir: “Verá Vd.” y piensas, dilo, dilo, porque te mato, desgraciado. Según levantas el pie, con mucha cautela, preparando un golpe máximo el hombre mueve la cabeza como una tortuga desesperada faltándole el aire y suelta espuma. Ay Genaro que este hombre es epiléptico... no se puede matar a un epiléptico. Eso sí que no Genaro, no hay que abusar de los débiles. Deja otra vez el pie junto al otro, guarda en el bolsillo las manos. No hagas nada, no, no; grita. No, mejor no hagas nada. Cógele antes las llaves, sal de esta cárcel. ¡Pero haz algo, por dios! Y es te lo vengo diciendo, qué se puede espera de alguien sin voluntad, de alguien que espera los efectos externos para tomar decisiones. El movimiento comienza en ti mismo, no creas en Copérnico y los satélites. Cree en Freud, amigo mío, comienza con la voluntad de tus traumas, esos que te han tenido paralizado hasta ahora. Haz que estos mismos te obliguen a correr y a buscar a Anna. Cógele las llaves al guardia antes de que se ahogue en su propio vómito, y tal vez muera, mientras trate de decir “Verá Vd.”. Coge las llaves. 42 Sientes de repente un inoportuno acceso de tos (niegas a tu mano que frene el expulso -como si la rebeldía del organismo fuera contagioso y el infortunado bigotudo quisiera vengarse-), regurgitas con énfasis bacterias y pequeños insectos por la boca, a la vez que en lugar de números, palabras echas, ésta vez en orden alterno, hasta que, como un bloque, el orden distribuye los siguientes versos: Hoy la tierna Anna pudo darse a talludo velado en copete mal velado y en barba bien copetudo; muestra el capitel desnudo cascos, dureza y osario; o ya salga temerario, pobre o necio el tal testuz, Temo que haya mucha cruz, Anna, donde hay un calvario.1 En realidad se trata del poema “A una que se casó con un calvo”, dirigido a Lisis por el poeta Pedro de Quiros (s. XVII), del que no se sabe de su 1 43 * Mozart es equilibrado, suave, sencillo. Ahora puedes ser como Mozart: roba las llaves, abre a tu vida el candado de la puerta trasera, márchate. A ti Genaro te gustan los durazneros, el azahar y las pipas de calabacín. A Mozart le gustaba la melodía y ... márchate carajo, que no es momento para diatribas ni melifluas remembranzas. * En realidad, ahora que lo piensas, la muerte no avanza ni siquiera aporta ruido, más al contrario, restituye, en el fondo es la búsqueda de la armonía. Tal vez por eso esperases con tanta calma tú la tuya, encerrado, tratando de armonizar el ruido, con equivocado método, pero con justo propósito. Tú, hasta ahora, de todas formas, has dejado que los demás hagan el trabajo por ti. Pero a todos nos llega el momento, Genaro. Y ahora eres tú el que debe encontrar a Anna, para reconducir la vibración de las notas disonantes, la alternancia, para encontrar por fin la sencillez, la claridad, el equilibrio, el silencio. vida más que de su muerte, o sea que se le tiene por cristianamente sepulto. 44 Eso sólo te lo puede dar Anna. Échate al camino, tranquilo, que vendrá tu oportunidad. Ya vendrá. * Te has olvidado de la cafetera, aunque lo más probable es que sea ella la que desea perderte de vista. * No seas tan tonto, no vuelvas a por la cafetera. Por mucho que te empecines esa caja rota no podría compararse con el recuerdo de tu madre. Es cierto que el recuerdo está en los objetos, pero los objetos pesan y a la libertad la debe recibir uno ligero de carga. * 45 La tristeza Aquí tienes un hecho claro (un motivo que no por exiguo es más eluctable): la tristeza. Eso es lo que andas buscando, pero no para redimirte, sublimar ciertos incontrolados impulsos, ni siquiera por un afán exegético; pura tristeza, de la que se le enfrenta a uno en el camino, y aunque subrepticiamente la busque no desearía encontrarla, no al menos a ella sola, sin nada más. A ti te gustaría una tristeza que hablara del orden, la decadencia, la memoria, pero no una tristeza sola e inútil. Y eso es lo que, a resultas de tu pusilánime contento, hallas en cada uno de tus pasos. Eso y nada más que eso. Qué bueno tener el talento de Mozart, pero no es así, descúbrete a la evidencia, triste paseante de calles sucias; irascibles callejuelas de balcones verdes, que se van olvidando de tus pasos según el zapato levanta la suela. La vida de las plantas es mas importante que tú, Genaro. Según se va abriendo el capullo de cualquier flor, inmediatamente todo vestigio de ti, de tu cuerpo anciano, de tu cansada estampa, de tus inútiles manos, todo se desvanece en pro de la primavera que deseas correteara infinita y feliz por las calles aburridas de 46 esta ciudad y de todas las otras, del mundo, de la naturaleza cósmica. ¡Abre los ojos vivaces, Genaro! Eres libre por fin. Enfila la carretera que lleva a la montaña. Refúgiate tranquilo allí. Hasta que pase el temporal. Tienes que encontrar a Anna. Échate un rato ahí en la cuneta, bajo la sombra de los olivos, como si fueras un dulce poeta. Ale. Descansa. Y relájate, que es lo que te gusta, machote. 47 Piensa otra vez en las palabras, en crearlas lúcidas, resplandecientes. Al comienzo hablaste de las palabras, (¿o fui yo?), de la posibilidad de inventariar lo que te importa a través del neologismo. Lo dijiste tú mismo. No me mires así. No te hagas el longuis. Pero, cómo describir el amor cuando uno desconoce sus más íntimas implicaciones. Sí, claro tú reverencias un amor puro, intachable, casto, respetuoso. ¿Y acaso te consideras tan diferente de las beatas de los cortejos que pasan bajo tu ventana? Ay, Genaro que no te comprendo... A ver, hay que hacer recuento de bajas y dar dictado para el propósito de las acciones. Siéntate bajo la colina, no aquí donde refrescan los abetos; aquí no, que es peligroso. Allí, en esa tímida senda que descubre al lateral un promontorio, a resguardo de inquisitivas miradas, como hacen los ladrones. Ahí estarás más cómodo. Donde los olivos de filosas hojas, descansa allí tu cuerpo, y echa cuenta de unas horas tranquilas, laboriosamente. 48 * Las piedras oblongas se te han quedado marcadas en la ropa, en la espalda, en el muslo. Te duelen los riñones pero podrás soportarlo. Ha anochecido. Definitivamente estamos en Semana Santa: las cornetas, los tambores, los caballos, todo eso, todo eso junto y a la vez disperso y las luces lejanas y la feria. Apuesto a que te sientes mejor, descansado, tranquilo. Como si acabaras de tener un sueño lujurioso con Anna, alguna Anna posible. Verás como pronto se hace real, no la Anna del sueño, cualquier otra, o mejor la que tú recuerdas vívidamente con su bañador completo y su piel sencilla; las manos proyectivas, el fulgor de su cuerpo necesariamente procreador. Con toda esa gente festejando la Semana Santa alguien debe conocer algo, algún detalle, algún indicio, seguro que te saben dar una pista. Alégrate que, aunque no lo parezca eres libre, como aquel pájaro que anidaba en tu ventana, frente a la iglesia. Libre para ir a cualquier sitio, por fin. “Pajarillo negro moteado de blancuras...” 49 * Tienes hambre, lo tuyo es endemoniado. Siempre tienes hambre. Caminas hacia la ermita, arriba, a la colina. Se ve una luz, puede que alguien allí se recoja. Se ve una caseta. Caminas despacio, notando el dolor en las rodillas. Estás cansado, pero debes caminar Genaro. Avanza. No son tan feas esas canciones de exaltación religiosa, después de todo. Tienen un ritmo monocorde y las letrillas facilonas y repetitivas, dogmáticas. Pero al menos alegran la falta de alimento, el cansancio y el trabajoso avance por la montaña. Escuchas un ruido, como de caballos. La pendiente está rodeada por abetos, altos y rectos. Pero a los lados quedan las bajadas de la colina, que conducen a las faldas, la vegetación es ociosa y con supina frondosidad. Escóndete ahí. Espera. Los casquetes repican en las piedras, el herraje de las sillas y las espadas cliquean. Si fueras cristiano creerías que es el vívido cortejo de la muerte. 50 * Al pie de la falda de la colina, que conduce al cementerio, para la procesión. Los caballos relinchan y mueven las colas. Los tambores dan unos redobles rápidos y sinuosos. Aparece la trompeta dorada y esgrime con un solo la redención de cristo. Al tiempo se ponen estruendosos los tambores, la cera se sigue derritiendo en los cirios amarillos, azules y rojos, y las mujeres caminan erectas y soberbias. Los caballos van abriendo el paso entre la oscuridad de las montañas. De no haber conocido este particular ritual que llevaba a las hermandades desde las colinas hacia el centro de la ciudad, uno hubiera pensado en la santa compaña, en espíritus rebeldes de muertos, o directamente, en alucinaciones. 51 * Genaro saldrá de nuevo al camino pedregoso, imbricado, inclinado y oscuro. Avanzará con lentitud notando la inclemente elevación del terreno, sufriéndolo en sus rodillas cuyo interior es como de aceite quemado, con sus piernas varicosas, trabadas por la imposibilidad de la energía. Y seguirá ascendiendo y ascendiendo. Y lo que apenas son ochocientos metros, a Genaro le supondrán el esfuerzo de toda un vida, la exhalación última. Sube, Genaro, ¡sube! 52 El enterrador Tras el tuerto pórtico donde el menudo enterrador habita, el fausto silencioso de los cadáveres y el olor de las prímulas y las siemprevivas, las rosas yermas cubiertas de rosas frescas, incapaces de soliviantar el hedor de la paciente decadencia. Y al fondo, la terrible dicha de los fuegos fatuos, los muertos jóvenes. Aparece en escena el enterrador, con un sombrero obtuso de 53 hombre de pueblo, campechano. Genaro: Buenas noches. Sepulturero: ¿Qué le trae por aquí, amigo? Genaro: estoy buscando. Sepulturero: ¿buscar?, ¿aquí? -se ajusta las botas amarillas, de pastor, cogiéndolas del vértice y estirándolas hacia arribamal lugar para perderse, amigo mío. Genaro: En realidad acabo de escaparme del cuartel de la policía, tengo hambre y busco a una mujer. Genaro se rasca la tripa como si viniera del país de los hombres primitivos. El otro, por unos segundos, le contempla curioso. Sepulturero: Ah, ya veo (ríe ominoso), Vd. es un cachondo, también. Igual que yo... -con dos dedos en el cinturón, se sube los pantalones de pana-. Ahh, -estira los brazos al frentela presencia de la muerte le alegra el alma a uno... Genaro: no señor, le digo la verdad. Y a mí, no me ronda la muerte. Sepulturero: lo siento, pero a mí no puede mentirme. 54 El sepulturero se ajusta el sombrero. Genaro se impacienta. Genaro: Está bien, digamos, si Vd. quiere, que me ronda la muerte, y ahora... ¿sería tan amable como para darme algo de comida? Verá, -sus palabras se hacen más humildes- es que estoy hambriento, desde que yo recuerde -y se vuelve a rascar la barriga- siempre he estado hambriento. Genaro hace como si esperase una respuesta, pero no del sepulturero, probablemente (a lo que parece) la busque dentro de sí mismo, en el interior de su barriga, igual. Sepulturero: No puedo darle de comer. Genaro: (molesto) ¿acaso no tiene una casa aquí? Puedo verla, puedo ver las luces; seguro que tiene una mujer que, que sabe de estas cosas, una mujer adentro. Una mujer es siempre una mujer, ellas saben. Y yo, además, yo busco a una mujer, como ya le he dicho. Bueno, no a la suya, quería decir (parece sentirse trabado); bah! Desdeñoso da vueltas sobre sí, pareciera estar esperando algo, y en eso se entretiene: en esperar. Sepulturero: no tengo mujer. Y de haberla seguido manteniendo, no hubiera peleado por ella -saca tabaco y se entretiene en liar un cigarrillo, mientras habla-, no merece la pena esforzarse en eludir algo que tenemos tan cerca: mi muerte está por llegar, pronta, igual que la 55 suya. Genaro: mi muerte acontecerá cuando yo diga. Sepulturero: le aseguro que no, amigo. El sepulturero es rápido y ya está lamiendo el papel. El cigarrillo queda panzurroso, pero bien prieto. Lo enciende con una cerilla. Sepulturero: En cualquier caso, para qué una mujer, amigo, Genaro: A mi me da igual, oiga, pero ¿no tiene comida?, ¿o es que acaso no come Vd? ¿Qué es, una especie de asceta? Sepulturero: ¿Y Vd. me lo dice? Las primeras caladas se resuelven en un buen montón de humo, que confunde la cara oscura del sepulturero. Sepulturero: lo siento pero hoy es viernes santo: día de ayuno y abstinencia. La tradición debe ser respetada. Y no, no soy un asceta, sólo un sencillo sepulturero. Igual que Vd. Genaro: Yo no soy sepulturero, y menos católico. Yo soy un ácrata moderado, como mi abuelo. Así que no se preocupe que no incurriré en falta alguna. 56 Sepulturero: He dicho que no, yo soy católico, y no puedo cargar eso sobre mi conciencia -hace una pausa-. ¿Acaso no escucha mis tripas? Yo sufro lo mismo que Vd. Genaro: ¿sabe?, acabo de golpear a un policía, y la verdad, después de estar años encerrado, tanto tiempo, me siento pletórico y con ganas de pelea. Además necesito imperiosamente encontrar a una mujer. Sepulturero: qué mujer, si puede saberse. Genaro: eso a Vd. no le importa. Sepulturero: ¿y por qué ha estado encerrado?, ¿crimen, violación, robo? Genaro: No he cometido ningún delito. Sepulturero: De todas formas, a mí Vd. no me asusta; ni Vd. ni nadie. Yo rezo para que cada día la muerte me lleve, estoy aburrido, no tengo nada que hacer y me he cansado de hablar con los muertos, siempre me cuentan las mismas batallitas... Genaro da patadas en la hierba, lamentoso. El otro fuma con parsimonia. Sepulturero: Así que, bien pensado, lo suyo, para mí, es más un ofrecimiento que una amenaza, y no crea que no se 57 lo agradezco, y por ello, le seré grato invitándole a una proposición, una suerte de gustoso intercambio. Genaro: De qué se trata, si puede saberse. S e p u l t u r e r o : Todavía no, todavía no, espere a la medianoche. Entonces le daré un alimento que no olvidará. Vayamos a dar un paseo disfrutando de nuestro pacífico entorno... Genaro: No quiero dar ningún paseo. Sepulturero: está bien, pues espéreme aquí. Tengo que ir a vigilar a los muertos; estando en los días de la resurrección a veces a algunos de ellos les bromas pesadas. De sino gusta jugar con ahí mi carácter, como comprenderá, estaría muerto, ¿coge la ironía? (se marcha riendo). Las hermandades de devotos o cofradías, habitan las calles del pueblo, mostrando su fervor en una algarabía ordenada, ajustando con el temple de un director de coro los sonidos, los silencios. Las trompetas llevan la iniciativa y los tambores soportan el peso de todo el movimiento. Las señoras de luto corren sin moverse, luchando con la trepidación de sus pies audaces, impetuosos, lívidos que corretean, imposibilitados a adelantarse a los cofrades, respetuosos; los curas hacen falsa ostentación de un poder legado a los hombres por el gran dios, y no se ve a los niños por ningún sitio, quizá temerosos de la 58 muerte. Mira, Genaro, las luces en la iglesia de Santa Anna, seguro que corretean por allí bajo las viejas, y han ido a buscarte, seguro. Allí la casa también, que será poseída prontamente por los operarios del ayuntamiento. Y ahora se van a llevar una gran fiasco, tantos años esperándote y tu vas a hora y les das plantón. Sólo se encontrarán la estatua maltrecha de Afrodita, eso con suerte de que no la hayan robado ya las gitanas. Qué idiotas, no van a encontrarte, no van a encontrarte, no van a encontrarte nunca. Házles un corte de mangas, ¡que se jodan, viejas insidiosas! Y pensándolo bien, éste era el motivo que necesitabas, el que andabas buscando. En qué buena hora te sacaron de aquella pútrida casa. A la mierda Mozart y todo lo demás... qué les jodan a todos, tu te vas a buscar a tu Anna, que esperar toda la vida por una mujer, incluso por Anna, que la quieres pura y casta, acaba siendo hipertrófico. Para qué ahora las palabras, para qué. Todo eso no vale absolutamente para nada, para nada de nada. Que se jodan todos, tu padre don Luís y sus frescas incluídas. Qué feliz te veo Genaro... 59 Sepulturero: Verá es muy sencillo Genaro: Explíquese Sepulturero: Antes que nada, déjeme que le introduzca, por favor sea paciente, y entonces entenderá, le repito que por favor, no tenga prisa. A ver, cómo empezar... Genaro: Por el principio, ¡demonios! Sepulturero: ah, no amigo, el origen de las cosas nunca está en el principio, es más ingenuo Vd. de lo que yo pensaba... El sepulturero camina, dejando a Genaro a su espalda. La hierba está húmeda por el leve rocío y los zapatos de Genaro están viejos, se les ve el betún pasado por encima, tantas veces. Los zapatos de Genaro están colmados de agujerillos, con la 60 suela despegada de los lados. La punta la tienen redonda casi, del desgaste, y ribetea el mocasín de charol una hebilla que, tal vez, fuera insignia de algo. Genaro marcha en silencio mientras el otro agarra briznas que surgen del follaje, las mastica, las escupe. Son briznas verdes, y cuando la luna les cae, reflejan en semicírculos. Genaro está tranquilo; pero tiene hambre. Es cierto lo que el otro dijera: al sepulturero le suenan las tripas. Genaro puede escucharlo. Llegados a un punto donde se levanta una torreta con punta de flecha, descascarillada la pintura, el otro se sienta. Y señala hacia arriba. Sepulturero: (señalando a la torreta) es un reloj de sol. Genaro: No hay sol. Sepulturero: Ya lo sé, ahí está la gracia, amigo. Puedo decirle exactamente cuándo darán las doce. Genaro se muestra displicente. Se sienta en el suelo, enfrente del sepulturero. En cuclillas. Sepulturero: Antes me dijo Vd. que tenía un abuelo... Genaro: Todos tenemos un abuelo. Sepulturero: Pero a mi me interesa el suyo. 61 Genaro: ¿Y eso por qué? Sepulturero: bueno, puede que tuviese que ver conmigo; quiero decir, con mi abuelo más propiamente. Puede que se conocieran. Genaro: ¿si le cuento me dará de comer? Sepulturero: Igualmente amigo, tanto si me cuenta como si no, le daré de comer; pero tengo la sospecha de que Vd. tiene ganas de hablar, no conmigo sino con alguien -escupe una brizna-. Y el caso es que yo estoy aquí, y ya estoy acostumbrado a escuchar, me gustan las historias, hay cierto placer en las historias. Genaro: No lo creo. Las historias son solamente formas sutiles de ocultar las cosas. Sepulturero: Le diré una cosa. A diferencia de Vd. soy yo de los que contemplan, de los que esperan, de los que se interesan por los demás. Y cualquier persona, hasta la más detestable, tiene siempre algo que contar. Huelga decir que vienen al final todos aquí, tanto los virtuosos como los indeseables. Genaro: verá, es que yo tengo hambre, ¿sabe? Sepulturero: me hago cargo, pero yo soy un hombre de 62 disciplina. Genaro: yo soy una ácrata, como mi abuelo. Genaro se pone en pie y se echa encima del sepulturero, pero éste le suelta una patada y Genaro cae al suelo, despreciable. El sepulturero no ha cambiado el semblante taciturno. Genaro se repliega sobre sí y se le ajena unos pasos. En la noche se escuchan lejanos los tambores que deben estar llegando a la plaza y pronto alcanzarán la iglesia de santa Anna, enfrente de la antigua casa de Genaro. Genaro se extraña al no encontrar esa voz que parecía dirigirle los pasos hasta ahora. Es como si algo se hubiera liberado dentro de sí. Y sufre un dolor en el pecho. El otro no transige y sigue sentado. Genaro se agarra el pecho y suplica. El otro niega con la cabeza, astuto. Sepulturero: Cuénteme la historia, por favor, si es tan amable. Ya le he dicho que luego le daré de comer. No se impaciente, ¿ve cómo las cosas no suelen comenzar por el principio? De haberlo hecho nos hubiéramos ahorrado esta innecesaria escena. Genaro se agarra las rodillas, pero su oronda barriga le incomoda y prefiere dejar caer los brazos, estirando las piernas hacia el frente. La cabeza le cae hacia detrás, y nota la humedad de la hierba que le transita el cuello. Suspira con vibrato, como el que carraspea larga y rítmicamente. Y habla: "No sé por donde comenzar, y entonces nota de nuevo el 63 dolor en el pecho. Una piedra, ha sido una piedra. El otro le mira, con varias briznas en la boca, que ya relucen. Quizá se haya marchado la luna. Me ha tirado una piedra, el cabrón. -Pancracio Salustiano de Fulgencio; ése era mi abuelo, comienza. Levanta tímido la cabeza con el apoyo de los codos, y encuentra el semblante del otro, que aprueba. Y prosigue. Pero localiza con la mano el lugar donde cayó la piedra. -Era político. Bueno. Antes de ser político se dedicó a otras cosas, pero yo no sé si conviene mencionarlas. El otro carraspea. -Está bien, ... El otro vuelve a carraspear, escupe un poco de tabaco. Y recoge unas cuantas briznas. Mira el reloj, o aquella parte superior de la torreta a la que él llama “el reloj de sol” y dice: “prosiga, por favor”, urgiéndole a que continúe con el apoyo de las manos procelosas. “Por lo que tengo entendido Pancracio Salustiano fue criado por un tío suyo, un tal Amado Rafael, casado en segundas nupcias con Margarita Jeandrevin. Margarita tenía dos hijos de un anterior matrimonio, Lucas y Pablo. Malos, malos, diabólicos. A Amado Rafael no le caían nada bien, y los desdeñaba a la menor oportunidad. Sé de algunas veces incluso que les dejó sin comer, atados al tronco de una higuera, en alguno de sus múltiples huertos. Al amparo de la noche y con un orinal al frente (Amado, con todo, era un hombre escrupuloso). 64 Era mi abuelo entonces quien robaba de la cocina pan, membrillos y algunos frutos secos y se los llevaba secretamente, siempre con la amenaza de la criada. Pedaleaba durante casi una hora (a veces dos) hasta descubrir en qué propiedad se les había dejado -a los hijos de Margarita-. Les traía también una botella de vino, pero nunca se supo que los liberara de las ataduras antes de que fuera ello decidido por Amado Rafael. El caso es que Lucas y Pablo no solían quejarse y, las más de las veces, por lo visto, merecían sus castigos, pues constantes eran los quebraderos de cabeza que le daban a Amado Rafael. Pero no nos desviemos. Mi abuelo, Pancracio, fruto de la unión pseudogenital de Ángela de Fulgencio Cremat y Álvaro Pancracio Llánez, fue criado los dos primeros años por su padre, Álvaro, viudo e incapaz de someterse a los dictados de un pequeño varón cuya mayor virtud (en tan temprana edad, claro) es llorar a mansalva. Álvaro ... Álvaro era un hombre de acción, y pronto hubo de desertar y marcharse en campañas militares allende los mares. Nada más se supo. Se dice que acabó en Cuba, pero sólo son habladurías. El misterio del nacimiento de Pancracio es el siguiente: Ángela juró y perjuro durante los meses en los que le iba paulatinamente creciendo la barriga, que su embarazo era cosa divina y juraba y perjuraba que ella era virgen. Al morir durante el parto no pudieron ser comprobadas tales sentenciosas afirmaciones, aunque tal vez sí, y solamente el 65 doctor Borillo, hombre de inquebrantable perilla pelirroja, muriese con el secreto. ¿Quién pudiera saberlo? El sepulturero parecía tener la vista perdida hacia abajo, sobre la ciudad, de manera obsequiosa. -Siga. “Pues cuando ella murió y él se marchó, no quedo nadie, más allá de las monjitas, y algún honrado ciudadano que hacían más con palabras que con hechos. Pero nadie estaba por hacerse cargo. Así que hubo de dedicarse a varios oficios, En los almacenes, sobre todo, primero con los cajones, fabricando cajones, montándolos, en ellos ponían frutas. Empezó como aprendiz, y fue instruyéndose en el oficio. Le llevó algunos años, pero pronto fue ascendiendo. Era un hombre aplicado y honrado. Y la honradez en aquella época -según él mismo refería con orgullo- era cosa importante, o más aún definitiva. Entonces pues ascendió y ascendió hasta que llegó a encargado de turno. El sueldo comenzó a subir, las miradas de mujeres lo mismo, y las pretendientes, pues eso. Y apareció cierta condesa. Ahora es cuando en realidad comienza lo interesante de la historia... El otro cabeceó, comprensivo y con interés. Tenía otra brizna en la boca. El cigarro yacía echando humo en la grama amarillenta donde se sentaban, el humo estaba tamizado por el rocío. -Sabe? -dijo Genaro, resuelto-. No me da la gana de contarle nada más. Nada de nada, y además ya me estoy hartando. Me va a dar Vd. ahora mismo de comer. 66 -No, amigo, no. Se equivoca del todo conmigo. Si no quiere contarme Vd. su historia, que por más me importa un rábano, si he de serle sincero, por mucho que sea su abuelo, entonces seré yo quien se la cuente. Y más le vale que me escuche. Después, prometo, y créame que soy de los que juran con palabra que cumplen, le daré un copioso banquete, su última cena, ¡verá qué sorpresa de banquete! Será para Vd. una revelación, se lo prometo. -Ah, no -le replicó Genaro-. Vd. me va a dar de comer ahora o le mato. Estoy harto de su chulería, que qué, que qué se piensa que no soy capaz... o qué? -Vd. es un imbécil, Genaro. Cállase, joder, ¿o es que quiere acaso que le dé otro empellón?, ¡so imbécil! -el sepulturero se ajustaba el gorro a la cabeza-. Le voy a contar algo sobre las historias y sobre los muertos. Escuche y verá, a ver si se entera de algo de una vez, que parece no estar listo para la muerte, tanto que Vd. habla de ella... ¿Ha leído Vd. a Zorrilla? Genaro cabeceó pesarosamente. -¡Madre mía!, espetó el sepulturero. -¿A Byron, entonces? Genaro -seguía cabeceando, negaba-. El sepulturero estaba desesperado. -¿Y quiere ser Vd, un don juan?¿Habrá leído entonces a Giaccomo? Genaro seguía negando, pero en su expresión displicente no se asomaba un atisbo de arrepentimiento o vergüenza. -Ay Genaro, sí que es Vd. un signo de los tiempos, sí. Todos 67 como Vd. iletrados, incultos, primitivos, voraces y perezosos. ¡Maldita sea mi estampa! Mire, para que se de cuenta de cómo se hacen las historias. Yo que sé unas cuantas cosas, le resumiré la historia de su abuelo, para que deje de dar el coñazo y se entere de una vez que cuando relata debe ser consciente de quien escucha, se llama empatía, so subnormal, ¿es que no ha ido Vd. a la universidad o qué? -¿La universidad? Reía Genaro, he oído hablar de ella, sí. Es donde se forman los glosaristas, ¿no? -¿Doctor Borillo? Mire que es Vd. tonto, ¿no se le ocurrió nada mejor? La próxima vez que tenga que inventar algo, déjeme que le ayude por favor. Vd. es un desgraciado hijodeputa, y no se lo tome a mal. Y eso de Anna, ¿pero se cree Vd. que alguien se lo ha tragado? Vd. no es capaz de amar a ninguna mujer, a ninguna pero de ninguna. Y aún más, ¿es tan imbécil como para pensar que se lo ha tragado algún lector? Uno no ama a nadie, uno no más que se ama a sí mismo, y a ratos, qué gilipollas que está Vd. hecho. Genaro se disculpa, “no era yo quien hablaba, no producía yo la historia, simplemente fui sujeto de una trama, una exasperante y detenida trama, nada más”. “Yo hubiera gustado de seguir en mi casa, esperando a Anna, y morirme. -Ah, no, ¿quién entonces decidía la trama? ¿Su puta conciencia?, vamos ¡no me toque los cojones! Y no se preocupe que lo de morirse se lo arreglo yo. De eso me ocuparé bien, así le tenga que asestar con un garrote en la cabeza. Mire yo le hago una semblanza de su abuelo; ahora verá 68 como no yerro. Si es que, al final todos acabamos inventándonos la memoria, ¿todavía no se ha dado cuenta de eso?. Y mejor así, porque sino, vería Vd. que mundo tan horrible tendríamos, tan soso vulgar, tan dramáticamente aburrido, tan periodístico. ¿Se da cuenta Genaro de que por lo único que ha llegado hasta aquí, hablando en plata, es para pegarle un polvo a una mujer, a una muerta por más? ¿No le parece lamentable, llegar a ese grado de degeneración? ¿Pero quién es Vd., de dónde viene, qué mundo tan sórdido es el suyo? El sepulturero, que pretendía epatar a Genaro, se quedó estupefacto, pues Genaro no se alteraba lo más mínimo ahora ya. Tenía la movilidad de una piedra inmóvil y parecía sentir la emoción de un galápago. Miraba Genaro como distraído, sin importarle un bledo ya el hambre la mujer la muerte -Será posible, dice el sepulturero. -Será, concluye Genaro con la mayor indiferencia. 69 -No se merece ver a Anna. Ella está aquí, pero no la verá, se lo aseguro. No lo merece. No voy a permitir que ocurra como con la conventual Inés, única dama loable que conozco, la única que murió de verdadero amor. No se lo permitiré, Vd. no vale una mierda, nada, como para mancillar la memoria de una virtuosa. Y ahora venga conmigo, que lo único que le queda por hacer es echar ese polvo que tanto anhela, venga. No importa. A esta altura de las cosas ya... El sepulturero se queda señalando al "reloj de sol". -Las doce, Genaro, ¿oye con qué estrépito redoblan los tambores allá abajo? Ahora se enterará de lo que tengo que decirle, no me andaré con rodeos como Vd.; seré conciso, claro, directo. Ahora descubriremos todos juntos qué es exactamente lo que lleva buscando desde el comienzo, sin atreverse a manifestarlo con honradez. Eludiéndolo. Es momento de las verdades, Genaro, de que la palabra se ajuste al formato, de que fondo y forma se hallen en perfecto maridaje. De que la palabra sea significante, significado y referente, de que el objeto halle la adecuada formulación, ese objeto que es Vd: Vd. un hijodeputa, Genaro, un auténtico y genuino hijodeputa. Es lo único que lo describe, fondo y forma ya son indisolubles en Vd., lo han sido desde que nació. Esa es la palabra que andaba buscando y con la que no se atrevía a calificarse, pero ya está hecho, no tiene que buscar más nada, hijodeputa, eso es lo que es. Y no se hable más... Y ahora, eche todas las demás palabras fuera del saco, déjeselas para los 70 otros, a ver si tienen más suerte. Y olvídese ya de la tortuosa búsqueda, del inútil recorrido que le ha traído aquí conmigo, donde habitan los muertos, donde no hay mayor verdad que la carroña y los carroñeros. Genaro camina despacio, tranquilo, algo perplejo, pero no se atreve a rechistar. Aguarda. A sus mocasines se les cae la suela, decide quitárselos, no ve muy claro para qué los ha de necesitar ya. Genaro baja la cabeza, Genaro no parece estar ni decepcionado ni humillado ni ya, hambriento. Genaro lo único que quiere es follarse a lo que sea, así sea el sepulturero propiamente dicho. El sepulturero lo sabe, el sepulturero se baja los pantalones. El sepulturero a pesar de todo es un "mandao" del autor... Ay, entonces, querido autor, menudo degenerado que eres tú también. -Ay, Genaro en qué te has convertido, Genaro... Ay, mira, ahora ya lo sabes. ¿O acaso siempre has sido así y nos has engañado a todos? ¿El autor también? ¿El lector también, ansioso por ver cómo Genaro se follaba a una muerta? Quién pues, es el más degenerado de todos juntos, hijosdeputa que somos todos. Ojalá Mozart nunca se entere de esto. Kandinski tenía razón: hemos perdido la batalla. Hasta con las propias palabras, qué tristeza, Genaro, qué tristeza, amigos... siquiera inventándonos todo conseguimos que las cosas tengan su continuidad natural, 71 siquiera la ficción la regula la ética. Para qué seguir entonces, para qué. Apología Sepulturero: éste era el trato del que le hablaba, Genaro. Gracias por acceder. Ahora sí paseemos por entre los cipreses, con ese bello aroma de primavera que todo lo recubre, ah, vayamos a ver a Anna, vamos. Le confieso que todo lo anterior no era más que una treta, bueno lo mismo que Vd., vaya. Yo estoy harto ya de follarme a cadáveres, Genaro, supongo que Vd. lo comprenderá. Paseemos, paseemos, que tengo una bella historia que contarle, luego le mostraré donde habita el cadáver de Anna, le aseguro que fue una puta, putísima, me la follé cientos de veces en los primeros días que la trajeron. Y qué gusto que me daba. Espero que esto no le moleste, Genaro. Y me alegra de que podamos hablar ahora ya, sin la presencia molesta del autor ni de los lectores. Ah, ya verá, qué panteón más bonito, todo mármol blanco, se ve que aquel con el que se casó la quería bien, Genaro. Vd. no podría haberse permitido todo ese amor, y tampoco ese dispendio. Conténtese, que el amor no es esa cosa 72 que nos cuentan, que todo lo cambia, que hace que las mujeres nos acepten de cualquier modo, desengáñese. Las mujeres van a lo que van. Ay, Genaro, no vea qué alivio, después de tantos años de estar esperando a alguien como Vd. un necio como Vd. igual que yo. Genaro: Tiene Vd. razón, digo en cuanto a lo de hablar con sinceridad. Yo le debo decir que necesitaba de un ligero desahogo, y ya se sabe que las cosas hay que hacerlas entre hombres, porque si no... Sepulturero: Tiene razón, Genaro. ¿No le apatecería quedarse una temporadita conmigo? Genaro: Pues no sea que no se lo agradezco, pero ya estoy cansado. Si no le importa yo preferiría quedarme al ladito de Anna, pues con todo la quiero un poquitín. Y preferiría morir a su lado. Gozar ese pequeño instante de felicidad, si no le importa. Yo creo que lo merezco. Sepulturero: ¿Merecer? No conozco ese verbo, Genaro. Es algo que se inventaron para obligarnos al sacrificio. Vd. lleva todo el rato buscando palabras, y no se ha dado cuenta que solo hay tres o cuatro sustantivos acertados, y algún verbo, poco más, el resto es pura ornamentación. Lo único es la certeza de la serpiente: el conocimiento de que todo es una miseria, de que nada vale un pimiento, de que por mucho que nos esforcemos no somos en nada diferentes a un animal, una cobra o una medusa. Conténtese Genaro, que ya pronto le 73 llegará el descanso. ¿Conoce Vd. la bella historia de doña Inés? Genaro: Bueno, de oídas. Sepulturero: Venga, venga, arrímese, que yo se la cuento, y verá qué bonita, verá como todavía quedan algunas historias bonitas, pero claro, ya han sido todas escritas, a las bonitas me refiero. Antes sí habían buenos escritores Genaro, pero ahora ya fíjese Vd. y yo por qué clase de novela tenemos que campar. Autores mediocres y necios, como Vd. y yo, es signo de los tiempos, qué le vamos a hacer. Genaro: sí, sí, le entiendo. Pero siempre nos quedará repetir esas historias, siempre nos quedará ese mínimo deleite, ¿no? Sepulturero: exactamente. Todas las historias de amor, todas, son variaciones unas de otras, espero que haya entendido eso, espero que esto haya servido para algo. Tanto desperdicio de papel... No podemos hacer más que repetirnos con algunas variaciones, Genaro. Por lo demás, la única certeza es que algún cabrón acaba, en algún momento, dándonos por el culo. No hay más. Nada más. -Pues verá, don Juan Tenorio hallábase a la espera de don Luís Mejía, y entonces, don Gonzalo de Ulloa, padre de Inés de Ulloa, la que sería la Anna de don Juan, pues... Pero a todo esto, ¿a Vd. le gusta Mozart? 74 Genaro: bueno, un poquitín... no, no mucho la verdad. Era una excusa, como todo lo otro. En fin, siempre nos estamos buscando excusas para evadir la responsabilidad de las cosas, supongo que será eso. Supongo, tal vez tenga yo la culpa de mi mismo, tal vez. Lo de Mozart sospecho que fue cosa del autor. Sepulturero: se me olvidaba la semblanza de su abuelo... Genaro: ¿cree Vd que es necesario? Sepulturero: ¿La verdad? En absoluto. Para nada. También era una excusa para meterme con Vd. Ya ve. Tal vez también sea yo quien tenga la culpa de mis propios actos. Tal vez, mire Vd. por donde es posible que quede un hueco para nuevas historias de amor, venga conmigo, Genaro, acérquese, que quiero abrazarle. Venga aquí, confabulemos nuestras culpas. muramos en paz, éticamente, por vez primera en nuestras vidas. Que muera el autor también, que pene sus culpas, que también él las tiene, y nos ha buscado a nosotros como excusa. 75 Semblanza del autor [A modo de epitafio] Si yo hubiera de morirme, ahora mismo, sin elegir, moriría esa parte de mi que es un hijodeputa, como Genaro, y esa otra parte mezquina, como el sepulturero. Pero también habría de morir la ingenuidad del amor, la humillante tiranía de un amor imposible. La melancólica impericia de la pasión, también muere aquí y ahora. Si yo hubiera de morirme, y quiero, hubiera escrito las páginas anteriores, porque en nada me creo mejor a ellas, en nada, en nada supero a estos patéticos personajes que, con todo, son yo, pero también son Vd., y también son ellos mismos ya, eligiendo una y otra vez su triste destino. Que le aproveche lector, que muera bien, como yo me muero, dignamente después de haberme confesado con Vd. Dispónganme una bonita lápida, como la de doña Inés de Ulloa, la única mujer que verdaderamente murió de amor, hechizada, pura, la única mujer por la que se debe creer que en algún lugar, todavía, el amor será posible. A la buena de dios. Ah, y que me perdone mi abuelo. 76 Cartagena de Indias, Diciembre de 2004. 77