«Descendió a los infiernos» El médico debe estar junto a los enfermos Dolores ALEIXANDRE* (en Revista Sal Terrae, mayo 1998) Si en un referendum imaginario se propusiera a los cristianos responder a esta pregunta: «¿Estaría usted a favor de la supresión de la fórmula del Credo: 'descendió a los infiernos'?», posiblemente en la Iglesia oriental se asombrarían de que se pusiera en cuestión un artículo de fe tan central en su fe y en su liturgia. En cambio, tengo la impresión de que bastantes católicos votarían a favor de su supresión, y los más ilustrados darían como motivos: «es un lenguaje mítico», «evoca aspectos superados», «no aporta nada a nuestra vida concreta»... La verdad es que la primera objeción acierta: estamos ante un lenguaje mítico, pero porque resulta imposible hablar de cualquier aspecto de la fe sin acudir al lenguaje analógico: «La mediación de los símbolos penetra y empapa todo el suelo de la teología (...) La teología se pone en marcha por experiencias simbólicas y no por análisis puramente racionales de datos neutros (...) Es absolutamente imposible para la teología cristiana trabajar sin conceptos analógicos: Dios, salvación, autoridad, vida eterna, resurrección, perdición... Irremediablemente, siempre nos encontramos con la necesidad de plantear analogías para exponer o interpretar lo cristiano»1. En el principio existía el mito Uno de los primeros testimonios literarios que conserva la humanidad (2500 a 2000 a.C.) es un himno sumerio, «Descenso de Inana al infierno» en el que una divinidad femenina desciende al mundo inferior, lucha y vence al poder antidivino, que al final la deja en libertad a cambio de que ella envíe otra presa. En otro poema acádico es «Istar», la que desciende al infierno diciendo: «Quiero resucitar al que está muerto..., para que la vida supere a la muerte». Este mito de dioses o héroes que descendían a los infiernos para liberar a los muertos impregnó muchos mitos griegos, tuvo influencia en las regiones siro-palestina y antioquena y era conocido en los medios de los que surgieron el Nuevo Testamento y los apócrifos. Los nombres dados al «infierno» varían: los LXX traducen el sheol del AT por hades; en otros textos aparecen el tártaro, la gehenna, el abismo... El lenguaje del Antiguo Testamento Para acercarse al sheol del AT hay que dejar atrás el imaginario que puebla nuestra mente a propósito del infierno: el sheol es el lugar de abajo, en contraposición a los cielos, que son la morada del Altísimo. Cuando alguien muere, el «alma» que, hace viva a la persona, vaga como una sombra en el espacio subterráneo del sheol, en el que «no hay ni obra, ni pensamiento, ni saber, ni sabiduría» (Qo 9, 10). Es el lugar del silencio, del olvido y de la perdición, lugar de tinieblas sin sufrimiento y sin alegría. No hay retribución fuera de esta vida. Descender a los infiernos es hacer la experiencia de la muerte, de la inexistencia y de la nada; es el corte de todas las relaciones con los otros y con Dios en un lugar de ausencia donde no se puede continuar el diálogo con Dios ni la alabanza. Es estar sujeto a las garras del sheol, un monstruo insaciable que acecha constantemente a sus presas. El movimiento de descenso aparece con frecuencia en el AT para expresar la asombrosa proximidad de YHWH, que, por su misericordia, establece vínculos con los humanos. Más tarde aparece la idea de que YHWH puede arrancar a sus fieles fuera del dominio del sheol, y se sugiere la existencia de una victoria de YHWH, que irá más allá de sus fronteras: «Tú sacaste mi vida del sheol, me llamaste a la vida de entre los caídos en la fosa» (Sal 30,4). El creyente se ha sentido alcanzado por las fuerzas de la muerte, que se ha introducido en su vida aproximándole a la esfera del sheol; pero la intervención de YHWH lo ha liberado de todo aquello que amenazaba su existencia. En la teología más cercana al NT, la Sabiduría ejerce su derecho de propiedad sobre el universo entero: «Yo salí de la boca del Altísimo...y paseé por la hondura del abismo...» (Eclo 24, 3-6) En la antigüedad, la expresión «recorrer un ámbito determinado» pertenecía al lenguaje simbólico del derecho y designaba la ratificación expresa o meramente declarativa de un acto jurídico: «Recorre el país a lo ancho y a lo largo, pues te lo voy a dar» (Gn 13, 17). El tema del descenso a los infiernos se enraíza de alguna manera en este tipo de representaciones. El sheol se volvió «infierno» En el judaísmo intertestamentario y en los apocalipsis judíos no canónicos (Henoc, IV Esdras, Apocalipsis de Baruc...), se da un contenido nuevo al tema: los muertos ya no son sombras sin vida real, sino espíritus con existencia personal, capaces de experimentar emociones, sufrimientos, gozo..., y aparecen separados en dos categorías: buenos y malos. Hay juicio final sin posibilidad de conversión, la resurrección queda reservada para los justos, y el sheol es entonces lugar de castigo. Aparece la gehenna, un compartimento del sheol, lugar de castigo de los pecadores para respetar el principio de la retribución de ultratumba. La visión del sheol se complejiza y se divide en compartimentos especializados: 1) para las almas de los justos; 2) para los pecadores que no han sufrido en su vida castigo por sus pecados; 3) para los justos martirizados; 4) para los pecadores ya castigados en vida. El lenguaje del Nuevo Testamento retomará ideas judías reinterpretadas desde la presencia salvífica de Jesucristo, juez de vivos y muertos: la resurrección está condicionada por la de Jesús, primero de los muertos (1 Cor 15, 20-23), y es signo de la victoria definitiva de su victoria sobre la muerte (1 Cor 15,26). En cuanto a la suerte de los espíritus de los difuntos entre la muerte y la resurrección, el pensamiento del NT hace una presentación diversificada y no homogénea: el Hades sigue siendo morada de los difuntos, situado en la profundidad de la tierra (Hch 2, 27.31); es un lugar situado en la profundidad de la tierra (Mt 11,23; Lc 16, 23), cerrado por puertas (Mt 16, 18; Ap 1, 8); para Rm 10, 7 es morada de demonios. Aparece dividido en lugares diferentes: el Hades de los pecadores (cf. Mt 11, 23) y el de Lázaro, que está «en el seno de Abraham» (Lc 16, 19-31). Los justos están en el Hades, en el centro de la tierra (Ap 20, 13), y algunos textos lo sitúan en el tercer cielo, en ese sector llamado paraíso (cf. Lc 23, 43; 2 Cor 12, 4; Ap 2, 7). Está claro que no coincide con el infierno ni con el cielo de la teología posterior. «Hemos visto su descenso» El lenguaje del NT acude a estas representaciones como «vehículo» de expresión de la experiencia pascual: lo que intenta comunicar es la convicción de que la salvación aparecida en Jesús es capaz de alcanzar a todos, incluso a los que murieron antes de su venida: «Cristo murió una vez por vuestros pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios; sufrió muerte en el cuerpo, resucitó por el Espíritu, y así fue también a predicar a los espíritus encarcelados» (1 Pe 3, 19). «Hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios» (1 Pe 4, 6). «Por eso dice: Subió a la altura, llevando cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir 'subió', sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4, 8-10). «Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su mano derecha sobre mí diciendo: 'No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades'» (Ap 1,17). «A éste [Cristo], Dios le resucitó librándole de las ataduras del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2, 24). «La justicia que viene de la fe dice así: 'No digas en tu corazón: ¿quién subirá al cielo?, es decir: para hacer bajar a Cristo; o bien: ¿quién bajará al abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos'» (Rom 10, 6-7). Frente al fatalismo de lo irreversible, los textos afirman que la historia del mundo tiene un sentido nuevo, que las puertas del infierno retroceden y la buena noticia del Resucitado alcanza a todos. Los Padres lo entendieron bien: «¿No engloba Dios con su propia e incomprensible profundidad todas las profundidades del mundo infernal, Él, que es más alto que todos los cielos y más profundo también que el infierno, porque en su trascendencia lo reúne todo?»2. «El Señor llegó a todas las partes de la creación..., a fin de que todos encuentren por todas partes al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo de los demonios»3. Los textos patrísticos, desde el siglo II, insisten en la solidaridad compasiva de Cristo: su descenso consumó en los últimos tiempos su encarnación y su muerte, porque la meta de la encarnación es la participación en la suerte de los humanos: sólo lo sufrido queda curado y redimido. Su estancia con los muertos significa que el Hijo debe ver de cerca lo imperfecto, informe y caótico de la creación (Ireneo). No es asombroso que Cristo descienda a los infiernos: el médico debe estar junto a los enfermos (Orígenes). Dios soporta en Cristo, con su hondura inigualable, todos los horrores del inframundo: «Antes de la redención, el fondo del mar era una cárcel y no un camino. Pero Dios convirtió el abismo en camino». El mismo descenso se repite cada vez que el Señor baja al hondón de los corazones desesperados (Gregorio Magno). Él, por su compasión hacia nosotros, cargó con todo lo que provoca temor y horror: quiere asemejársenos habitando en las sombras de la muerte donde las almas estaban aprisionadas con cadenas insalvables (Andrés de Creta). «Puesto que él desciende al Hades, baja con él y conoce allí el misterio de Cristo»4. La Escritura se hizo himno Desde el tiempo apostólico, el domingo, día de la Resurrección de Cristo, fue día de asamblea litúrgica, y a lo largo de los primeros siglos genera una serie de himnos en los que aparecen constantes referencias al descenso de Cristo a los infiernos: «¿Qué ha sucedido? Hoy sobre la tierra hay un gran silencio y soledad, porque el Rey duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde los orígenes: Dios ha muerto en la carne, y el lugar de los muertos se ha puesto a temblar. Dios se ha dormido por un poco de tiempo y ha despertado del sueño a los que moraban en los infiernos. Va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja perdida. (...) Adán respondió como si no lo conociera: '¿Quién es este Rey de la gloria?' Los ángeles le respondieron: '¡Un Señor fuerte y poderoso, un Señor poderoso en la batalla!' A estas palabras, las puertas de bronce quedaron reducidas a pedazos, y las barras de hierro pulverizadas. Entró como un hombre el Rey de la gloria, y todas las tinieblas de Adán se iluminaron. El rey de la gloria extendió su mano y enderezó al primer padre Adán. Después se volvió a los demás y dijo: '¡Poneos en pie delante de mí todos los que estabais muertos a causa del árbol del que comisteis! He aquí que yo os hago resurgir a todos por medio del leño de la cruz'. Entonces tomó a Adán de la mano, lo sacudió y le dijo: '¡Despierta, tú que duermes, y resurge de la muerte! Yo soy tu Dios, que a causa de ti me he hecho hijo tuyo; que por ti y por estos que de ti han recibido el origen, ahora hablo y con mi poder ordeno a aquellos que estaban en las cárceles: !Salid!; y a los que estaban en las tinieblas: !Venid a la luz!; ya los que estaban muertos: !Resucitad! A ti te ordeno: ¡Despierta, tú que duermes! No te he creado para que permanezcas prisionero en el infierno. Resurge de los muertos. Yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos. Levántate, imagen mía, hecha a mi imagen. Levántate y salgamos de aquí. Por ti yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti yo, el Señor, me he revestido de tu naturaleza de siervo. Por ti, yo, que estoy más allá de los cielos, he venido a la tierra y a lo más hondo de la tierra. Por ti he compartido la debilidad humana, pero ahora estoy liberado entre los muertos. Por ti, que saliste del jardín del paraíso, he sido traicionado en un jardín y entregado en manos de los judíos, en un jardín he sido puesto en la cruz. Mira en mi rostro los salivazos que he recibido por ti para poder devolverte aquel primer soplo vital. Mira sobre mis manos las heridas soportadas para rehacer a imagen mía tu belleza perdida. Mira mi espalda, que ha soportado la flagelacion para liberar la tuya del peso de tus pecados. Mira mis manos clavadas al leño por ti, que un día alargaste la mano al árbol. Tiende la mano a Adán, porque a causa de él bajó a la tierra y, no habiéndolo encontrado, baja a los infiernos en su busca'»5. «Tu camino al Hades, Salvador mío, no es conocido más que por el Hades mismo, y por lo que ha visto y padecido experimentó tu poder. Por eso me propongo preguntarle a él qué es lo que ocurrió. Porque he sabido por tus amigos cómo resucitaste, pero el que ama tiende a embellecer al amigo, pero el que odia dice la verdad aunque no quiera, como enseña la Escritura: 'La salvación viene de nuestros enemigos y de los que nos odian' (Lc 1, 71). Dime, Hades, enemigo de mi raza, ¿cómo has podido tener en la tumba al que ha amado mi raza? ¿Por quiénes lo has cambiado? Respondió el Hades: '¿Quieres saber cómo mi asesino vino contra mí? Estoy destruido y ni siquiera tengo fuerza para rugir contra ti, me siento aniquilado. Me parece que aún lo estoy viendo en el momento en el que lo comprendí, viendo que los restos del yacente se movían. Un momento después, con un movimiento vigoroso, se alzaron aquellas manos que yo había ligado, agarraron mi garganta y vomité a todos los que había tragado. Pero ¿por qué voy a llorar a los muertos que me fueron arrebatados? Sé tú mismo mi lamento, por el modo como fui engañado. Pero ¿quién no se habría dejado engañar al verlo envuelto en la sábana y puesto en el sepulcro? ¿Quién habría sido tan estúpido para no darse cuenta de que estaba muerto, cuando me lo traían embalsamado de mirra y áloe? ¿Quién habría negado su muerte al ver la piedra delante de su sepulcro? ¿Quién habría podido imaginar algo semejante?, ¿quién hubiera podido esperar que hoy se proclame: ¡Ha resucitado el Señor!?' A voces gritaba Sofonías a Adán: '¡Aquí está aquel de quien yo esperaba el día de su resurrección, como lo había predicho!' (So 3, 8). Después de él, Nahum anunciaba la buena noticia a los pobres diciendo: 'Ha salido de la tierra soplando sobre tu rostro y te rescata de la opresión' (Na 2, 2) Y Zacarías exultante exclamaba: '¡Sé bien venido, Dios nuestro, con todos tus santos!' (Za 14, 5). Y David cantaba el salmo: 'Se despertó como de un sueño el Señor' (Sal 78, 65). Mientras tenía el rostro cubierto de profecías, himnos y salmos, hasta las mujeres se levantaron a profetizar y danzaban insultándome. ¡Ay, de cuántos males fue madre una sola noche, de cuántos horrores fue padre un solo amanecer! Una había generado mi sufrimiento, el otro le ha dado el nombre: Resurrección, y así proclaman el día de mi caída. Ésta fue la respuesta de Hades, y tengo una inmensa alegría porque he adivinado el enigma propuesto por Sansón hace tanto tiempo: 'Del devorador ─el Hades─ ha salido una sola palabra de dulzura: ¡El Señor ha resucitado!' (Jue 14, 14)»6. Y el himno se hizo imagen En los evangelios se narra lo que ocurrió «de madrugada»; por eso no hay representaciones de la Resurrección hasta el siglo XI y en Occidente. La iconografía bizantina lo expresa a través de dos iconos: el descenso a los infiernos y las mujeres en la tumba; y como ésta aparición se leía en el segundo domingo pascual, el icono del descenso a los infiernos se convirtió para la Iglesia ortodoxa en el icono de la Resurrección o anástasis. Hace de él un tratado de teología en imágenes, dando un resumen de la historia de salvación, la creación, la caída, la espera profética y la victoria de Cristo sobre la muerte, y los pintores escogen una representación dramática en vez de hierática: Cristo, revestido de un manto blanco o dorado, símbolo de la realeza, lleva en la mano el chirógrafo del pecado. El manto, agitado por el viento, indica el movimiento de descenso; en la corona lleva escrito en griego: «El que es», y a sus pies se ven dos batientes destrozados, llaves, candados y cadenas. La mandorla representa el ingreso de Cristo en el mundo celeste, custodiado por querubines. Agarra literalmente por las muñecas a Adán y Eva y los hace salir fuera de sus sepulcros. Suelen estar también en escena David (ya que en el salmo 15, según la tradición, predijo la resurrección de Cristo: «No abandonarás mi alma al sheol»), Salomón, Juan Bautista y Daniel. A la derecha, Moisés, Abel (primer hijo de Eva que sufre una muerte injusta), Isaías y otros profetas. El Hades aparece dividido en dos puertas rotas, se abre a los pies de Cristo como una caverna negra, semejante a la gruta de la Natividad y a las aguas oscuras del icono del Bautismo. Por la liberación de Adán y Eva, rodeados por una multitud de justos y por el movimiento ascendente del Resucitado, el icono de la anástasis revela la importancia cósmica de la Resurrección. La divinidad ha vuelto a tomar todos sus derechos y muestra el esplendor eterno del Hijo. Habla la teología La reflexión de los teólogos gira fundamentalmente en torno a estos aspectos: ─ poner en relación «los infiernos» con los lugares infernales de hoy ─ acentuar la solidaridad compasiva de Cristo con los que están en ellos ─ subrayar cuál es la esperanza abierta por su descenso. Cristo, al bajar al Hades, entra en la capa más profunda de la realidad del mundo, en el fondo que une radicalmente todo. Él se derramó sobre el mundo entero en el momento en que por la muerte se quebró el vaso de su cuerpo y se convirtió, aun en su humanidad, en lo que ya era realmente por su dignidad: en el corazón del mundo, en el centro íntimo de toda la realidad creada. Siempre tenemos que ver con esta profundidad última del mundo que Cristo tomó al bajar por la muerte a lo más hondo del mismo. Al morir, él ha compartido con nosotros este absurdo que llamamos muerte. El no problemático ni dividido ha compartido con nosotros el problema irresoluble de la muerte, ha participado de nuestra última suerte (K. Rahner)7. La solidaridad de Cristo con los muertos les ahorró la experiencia de estar muertos y, al cargar vicariamente con esa experiencia, hizo que la luz de la esperanza iluminara siempre el abismo. Él es el único que sobrepasó la vivencia general de la muerte y llegó a tocar el fondo del abismo: estuvo más muerto que nadie. El poder que aprisionaba a los muertos queda convicto de que es incapaz de retener a nadie, y la derrota del enemigo coincide con una penetración en el ámbito más íntimo de su poder. Si en la tierra era solidario de los vivos, ahora, en la tumba, es solidario de los muertos y reconcilia al mundo entero con Dios (H.U. von Balthasar)8. El descenso a los infiernos no es una fórmula dogmática acerca de un acontecimiento que no nos concierne: lo que nos dice es que lo que ha afrontado el hombre Jesús, nosotros lo afrontamos a partir de su victoria y, por tanto, desde la esperanza, y que podemos afrontar la ausencia de la que es signo la muerte. Jesús conoció más que nadie este abandono, pero puso su vida entera en las manos de Dios, esperó contra toda esperanza y venció a los infiernos como ausencia de Dios. Y eso nos permite permanecer en ese silencio sin perder la esperanza. Nuestra propia historia está convocada en el descenso a los infiernos, la muerte no es exterior a su libertad, el destino es forjado por el hombre mismo, y toda lucha contra el destino es ascenso de los infiernos. En Jesús, toda la humanidad es arrastrada en ese movimiento de liberación (C. Duquoc)9. Dios se expuso realmente a la agresiva lejanía de la muerte, es decir, expuso la propia divinidad a la fuerza de la negación. Dios no cesa de relacionarse con nosotros, ni siquiera en la muerte, y se identificó él mismo con Jesús muerto, para mostrarse próximo a todos los hombres. Así, a través del Crucificado, en medio de la norelacionalidad de la muerte, surge una relación de Dios con el hombre: donde las relaciones se rompen y los nexos acaban, precisamente allí interviene Dios. De esta manera, Dios revela su propio ser, y su victoria sobre la muerte consiste en que Dios soporta en sí la negación de la muerte: la muerte ha dejado su aguijón, el instrumento de su dominio, en la misma vida de Dios (E. Jüngel)10. «El oficio del sábado de Pasión canta: 'Has descendido a la tierra para salvar a Adán y, al no encontrarlo, has ido a buscarlo hasta los infiernos'. Hasta allí irá Cristo a buscarlo, cargado con el pecado y los estigmas del amor crucificado y con la preocupación sacerdotal de Cristo-Sacerdote por los que están en el infierno. Si el Reino de Dios está en medio de vosotros, el infierno está también presente: en toda una parte del mundo moderno ya está Dios excluido. El bautismo no es sólo morir y resucitar con Cristo, sino también descender a los infiernos siguiéndole. A diferencia de Dante, a quien Péguy reprochaba descender a los infiernos como un turista, los bautizados encuentran allí a Cristo; ésta es además la misión de la Iglesia» (P. Evdokimov)11. «Jesús en medio de los hombres es el viviente puro, total, en relación plena y constante con el Padre; es una vida en la que no hay ni sombra de muerte. Del pecado sólo conoce su reverso, el reverso de la angustia, todo su 'pasivo'. La vida de Cristo está hecha de nuestras pasiones, y en ningún momento del tiempo ni del espacio está separado de nosotros, porque su existencia es de comunión, lo que vive de nuestras pasiones es su forma de sombra, de nada, de angustia; toda su vida ha sido un descenso al infierno. El infierno es el lugar inventado por el hombre para que no haya Dios. Es el mundo del que Dios ha sido arrojado, donde Dios ha sido abandonado por el hombre y donde el hombre se siente misteriosamente abandonado por Dios, puesto que él es la imagen de Dios y, quiera o no, tiende hacia su modelo. Por solidaridad con nosotros, el Dios encarnado puede entrar en ese lugar que es su propia ausencia y decir: 'Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?' En ese momento, todo se revuelve, porque no puede haber separación entre Dios y Dios, entre el Padre y su Hijo encarnado. En ese momento, todo el abismo del odio, del rechazo, de la duda, del horror, se volatiliza en el abismo del amor sin límites del Padre y del Hijo. En una historia de los Padres del desierto, un alma que está en el Hades se dirige a un santo monje y le dice: 'Ruega por nosotros porque aquí donde nos encontramos estamos atados espalda contra espalda y no podemos vernos el rostro, no podemos ver al otro como un rostro'. Ésa sería la situación infernal por antonomasia, y es a esas tinieblas de la muerte, sepultadas en nuestro fondo último, adonde Cristo desciende para abrir todo lo cerrado e iluminar las sombras. Él se hace por su Encarnación 'el Dios que desciende siempre más abajo, por su crucifixión está presente en la más honda desesperanza humana, en su opacidad más infernal'» (Olivier Clément)12. 8. «Afectados» por el descenso a los infiernos Si ahora nos preguntamos cómo poner en relación el seguimiento de Jesús con el descenso a los infiernos, éstas podrían ser algunas de las respuestas: * En una cultura que descarta la muerte y el sufrimiento, atrevernos a nombrar los infiernos de hoy. Lo que no se ve o no se pronuncia es como si no existiera, y de ahí el peligro de ignorar o negar las «realidades infernales» de nuestro mundo andando al olvido o a la represión, lo que evidencia la realidad de la que somos responsables. La «honradez con la realidad» de la que habla Jon Sobrino pasa por tener una visión real, y no domesticada o engañada, del mundo en que vivimos y de sus lugares de muerte. Por eso se hace indispensable cultivar una actitud de oposición a las redes de la mentira y, al abrir el periódico o poner la TV, conectar con el detector de basuras de nuestro sentido crítico para cultivar la duda, no ser ingenuos, preguntarnos siempre por quién administra las noticias, darnos cuenta de qué valores, qué formas de vivir, qué imágenes de la «buena vida» se promueven, qué infiernos se soslayan. Pero para hacer esto necesitamos buscar compañía, porque ningún individuo puede enfrentarse solo con la verdad de estos infiernos: es un tipo de «saber» que hay que soportar entre muchos. Necesitamos comunidades, redes, grupos de trabajo en los que podamos «cargar con la realidad juntos» y construir un nuevo tejido social alternativo en este tiempo de desarticulación de los movimientos y de la resistencia. «Pasar de las pintadas en las paredes a Internet», saber poner la alta tecnología de la información al servicio de los pobres, ser más astutos que los «hijos de las tinieblas»13. * En medio de un mundo que sólo valora a los que triunfan y ascienden, asociarnos a Jesús en su descenso hacia los «lugares de abajo». Dios, en su Hijo, no está ausente de ningún lugar, ni siquiera de aquellos de los que la violencia, el odio o el sinsentido parecen excluirle y que se manifiestan a escala mundial. El creyente puede bajar a esos ámbitos donde la muerte ha echado su firma, sabiendo que cuenta para ello con la gracia de su bautismo. Está injertado con Cristo en su muerte y en su Resurrección, y también en su descenso a los infiernos, y en él encuentra la fuerza para resurgir de ese mundo de sombras. La tradición cristiana habla de seguimiento de Cristo, identificación con él, imitación, compañía, conformidad, coincidencia, afinidad... Y es que el deseo de proximidad y participación en el camino de aquel a quien se ama y de aquellos con quienes él «ha echado su suerte» es inseparable de la dinámica del amor. Así lo expresa alguien que «practica los descensos»: «Por 'infiernos' entendemos (...) los lugares donde está el marginado, el que no llega a constituir un 'tú' y, a veces, ni un 'yo'. En ese infierno malviven los 'otros': sin azufre, pero con bastantes pretendientes oficiales al cielo deseosos de quemarlos, ahorcarlos, desterrarlos, alejarlos o, cosa de otros más piadosos, tratarlos, pero de lejos, fuera de nuestra vista, por aquello de que lo que no se ve no existe. Conocéis bien a los indeseables moradores del Averno: ancianos demenciados, turutas sin remedio, drogadictos, alcohólicos crónicos, gitanos, extranjeros no regularizados ni regularizables, y todo un largo etcétera cada vez más completo y complejo. El descenso no está reservado a algunos privilegiados. Es camino a recorrer por todo el que de verdad se empeñe en alcanzar las huellas del Nazareno. 'Fueron, vieron y se quedaron' (Jn 1, 39)»14. * En tiempos de individualismo e inmediatez, apostar por una felicidad incluyente y «demorada». Asistimos hoy a una resistencia generalizada a relegar a la exclusión a quienes no siguen el ritmo de los triunfadores, a considerarlos como una rémora para los de la «primera velocidad». Cada vez hay más individuos, grupos, pueblos o países enteros que se quedan desenganchados del rápido ascenso de otros hacia las esferas del tener, el poder o el saber, y todo se justifica desde la necesidad de competitividad o desde las exigencias del mercado. A eso se une una exigencia de disfrutar de manera inmediata de aquello que se percibe como «acrecentador del yo», en la línea del placer, el confort, la seguridad o el bienestar. La inquietud o la preocupación por los demás se difumina o llega a desaparecer, relegada a la periferia de una conciencia atrofiada por la ganga del egoísmo. Se trata de una dinámica perversa, en total contradicción con todo lo que podemos saber del Dios que «lleva a cuestas a sus hijos» (Is 63, 9) y que convoca a cada uno a ser «guardián de su hermano»: En la misma clave del Bodishatva del budismo, que renuncia a no entrar en el nirvana mientras no haya salvado la última brizna de polvo del universo, el descenso de Cristo a los infiernos se convierte en una metáfora de incorporación, de negativa a acceder a la propia felicidad dejando atrás a otros. En expresión de Levinas, a causa de la responsabilidad infinita que hace a cada uno el «rehén» de su prójimo, «el retorno a sí se hace interminable rodeo, porque lo humano no respira más que en el inestable terreno de ese rodeo: un rodeo que no se parece a la desorientación pura del que se ha perdido, sino que tiene muchísimo, todo que ver, con un exilio traspasado por la esperanza de la tierra prometida»15. Podríamos preguntarnos por nuestra disposición a dar ese rodeo y a demorar la obtención de la propia felicidad mientras ésta no alcance a todos. Es una actitud que desaloja de uno mismo a ese «okupa» que es la búsqueda del propio bienestar, y deja libre ese espacio para albergar la solicitud y la preocupación por los otros. «Si no respondo yo de mí, ¿quién responderá de mí? Pero si no respondo más que de mí, ¿sigo siendo yo?»16. * En tiempos de «sábado santo», aprender a esperar y a permanecer. Cuando todo parece estar definitivamente bloqueado, cuando se tiene la sensación de que todo está perdido y que ya no hay salida, la afirmación del Credo, «descendió a los infiernos», encierra una energía capaz de sostener nuestra permanencia y librarnos de la tentación de desánimo y desesperanza. Nos ofrece el poder del Resucitado y su mano tendida, para agarrarnos precisamente cuando nos parece que hemos llegado al límite de nuestras fuerzas. «Con su muerte y resurrección, Cristo alcanzó las profundidades de la historia: morir le abrió las puertas de la profundidad, aquel lugar recóndito donde cada cosa es lo que es. Las profundidades de lo humano han sido llenadas de luz por su muerte; el eje de la tierra, el cogollo de la historia, ha sido redimido. Los agujeros más negros del dolor humano han tenido ya la visita de su presencia. Y como lo que le sucede a él nos sucede a cada uno de nosotros, jamás nos meteremos en un agujero donde Cristo no haya estado, nunca llegaremos a un agujero desde el que no podamos volver siempre atrás y remontar la bajada con la bandera de la victoria en las manos»17. * Amenazados por la oscuridad y el desánimo, dejarnos poseer y transformar por la radical novedad del Resucitado. Las actas de los mártires cuentan que los cristianos llevados a la muerte, en vez de crisparse de manera estoica o de rebelarse, se dejaban sumergir en la fe, con una especie de humilde confianza en Cristo crucificado. En aquel momento quedaban transformados, precisamente allí, en aquel infierno. «El Coliseo de Roma, ese enorme cono que se hunde en la tierra, es realmente la imagen de los círculos del infierno. Cuando eran arrojados en él y se dejaban deslizar hasta el interior de Cristo crucificado, el Cristo presente en el infierno, se llenaban de la fuerza de su Resurrección, que les daba un gozo y una paz inesperadas»18. Gracias a la absoluta «ruptura de límites» que provoca la Pascua, sabemos que la muerte y cualquier lugar infernal han perdido su calidad de encerramiento y definitividad. Confesar que «descendió a los infiernos» equivale a proclamar que no existe ninguna situación humana, por catastrófica que sea y por cerrada que parezca, que no haya quedado afectada por la Resurrección de Cristo. Cualquier pretensión humana de encerrarse o de encerrar a otros en ámbitos de exclusión y «perdición», sean del tipo que sean, queda descalificada y privada de la posibilidad de tener la última palabra. Una parábola en la que Abel retorna para perdonar a un Caín anciano y angustiado por la culpabilidad19, puede servirnos para entender mejor la dimensión subversiva que contiene el descenso de Cristo a los infiernos: el Caín que hay en cada uno de nosotros recibe la visita de Cristo-Abel, que representa a todas las víctimas de la historia y que desciende hasta el ámbito infernal donde nos encierra nuestra complicidad con la violencia, para liberarnos con su perdón. Y al sabernos perdonados y reconocer que Dios no tiene nada que ver con cualquier reciprocidad violenta, nos damos cuenta de que ni siquiera nuestros pasos falsos pueden alejarnos de él, sino que él puede servirse de ellos para atraernos a sí. Y sólo a partir de ahí podemos sentirnos implicados dentro del movimiento reconciliador y solidario de Cristo. NOTAS * Religiosa de Sagrado Corazón. Profesora de Sagrada Escritura en la Universidad Comillas. Madrid. 1. TORNOS, A., «Función simbólica y trabajo teológico»: Miscelánea Comillas 42 (1984) 70-72. 2. GREGORIO MAGNO, Moralia, 1.10, c.9 C: PL 928. 3. ATANASIO, De incarnatione, 45: PG 25, 177, SC 18. 4. GREGORIO NACIANCENO, Or. 45, In Sanctum Pascha, n.24: PG 36,657A. 5. EPIFANIO DE SALAMINA: PG 43,440-464. 6. ROMANO EL MELODIOSO, Oda XXXVII: SCh 128,461-483. 7. Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965, 72-74. 8. Mysterium Salutis III, Madrid 1980, 739-761. 9. «La descente du Christ aux enfers. Problématique théologique»: Lumière et Vie 87 (1968) 61-62. 10. Tod, Sttugart 1971, 121-144 (Citado por J. NOEMI, «El descenso de Cristo a los infiernos»: Teología y Vida 35 [1994] 285). 11. El amor loco de Dios, Madrid 1972, 89-90. 12. Intervención en la TV francesa en un programa dedicado a «La Ortodoxia», 26-IV-1992. 13. «Propuestas para la coyuntura neoliberal», Agenda Latinoamericana 1998. Otra de ellas es ésta: «No dejar de creer que es posible organizar el mundo de otra manera. La 'imposibilidad' actual es simplemente fáctica: no hay voluntad de hacerlo, estamos dominados por quienes no quieren hacerlo. Pensar que no hay alternativa o que es imposible, sería aceptar el 'final de la historia', el fracaso de Dios y la derrota de los humanos. No esperar a que fracase el neoliberalismo para atreverse a denunciar los estragos que provoca y su carácter antiético esencial. La lucidez profética consiste en declararlo ahora, no cuando, quizá muy pronto, sean los mismos directores del FMI o del Banco mundial quienes reconozcan su fracaso. Cuando esto ocurra, no faltarán profetas oportunistas que corearán lo que ahora, sumidos en un mar de perplejidades, no logran ver. Ser hoy, en ese sentido, continuadores de aquellas heroicas excepciones que se atrevieron a enfrentarse con el tráfico de esclavos de los siglos XVI-XIX cuando nadie, ni en la sociedad ni en las Iglesias, se atrevió a negar la supuesta legitimidad evidente del sistema esclavista dominante». 14. J.L. SEGOVIA, «Descenso a los infiernos o las moradas de la marginación»: Boletín CEMI 44, Octubre 1995, 10-14. 15. C. CHALIER, Levinas. La utopia de lo humano, Barcelona 1995, 76. 16. Op. cit., 61. 17. A. OLIVER, Apuntes ciclostilados de su curso de Antropología. Fundación A. Oliver. Madrid. 18. O. CLÉMENT, op. cit., 5. 19. ALISON, J., «El retorno de Abel: la teología como elaboración de historias de vida»: Anámnesis V (1995) 2,5-19.