04 Descendio a los infiernos

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«Descendió a los infiernos» El médico debe estar junto a los enfermos
Dolores ALEIXANDRE*
(en Revista Sal Terrae, mayo 1998)
Si en un referendum imaginario se propusiera a los cristianos responder a esta
pregunta: «¿Estaría usted a favor de la supresión de la fórmula del Credo: 'descendió a
los infiernos'?», posiblemente en la Iglesia oriental se asombrarían de que se pusiera
en cuestión un artículo de fe tan central en su fe y en su liturgia. En cambio, tengo la
impresión de que bastantes católicos votarían a favor de su supresión, y los más
ilustrados darían como motivos: «es un lenguaje mítico», «evoca aspectos superados»,
«no aporta nada a nuestra vida concreta»...
La verdad es que la primera objeción acierta: estamos ante un lenguaje mítico, pero
porque resulta imposible hablar de cualquier aspecto de la fe sin acudir al lenguaje
analógico: «La mediación de los símbolos penetra y empapa todo el suelo de la
teología (...) La teología se pone en marcha por experiencias simbólicas y no por
análisis puramente racionales de datos neutros (...) Es absolutamente imposible para la
teología cristiana trabajar sin conceptos analógicos: Dios, salvación, autoridad, vida
eterna, resurrección, perdición... Irremediablemente, siempre nos encontramos con la
necesidad de plantear analogías para exponer o interpretar lo cristiano»1.
En el principio existía el mito
Uno de los primeros testimonios literarios que conserva la humanidad (2500 a 2000
a.C.) es un himno sumerio, «Descenso de Inana al infierno» en el que una divinidad
femenina desciende al mundo inferior, lucha y vence al poder antidivino, que al final la
deja en libertad a cambio de que ella envíe otra presa. En otro poema acádico es
«Istar», la que desciende al infierno diciendo: «Quiero resucitar al que está muerto...,
para que la vida supere a la muerte».
Este mito de dioses o héroes que descendían a los infiernos para liberar a los muertos
impregnó muchos mitos griegos, tuvo influencia en las regiones siro-palestina y
antioquena y era conocido en los medios de los que surgieron el Nuevo Testamento y
los apócrifos. Los nombres dados al «infierno» varían: los LXX traducen el sheol del AT
por hades; en otros textos aparecen el tártaro, la gehenna, el abismo...
El lenguaje del Antiguo Testamento
Para acercarse al sheol del AT hay que dejar atrás el imaginario que puebla nuestra
mente a propósito del infierno: el sheol es el lugar de abajo, en contraposición a los
cielos, que son la morada del Altísimo. Cuando alguien muere, el «alma» que, hace
viva a la persona, vaga como una sombra en el espacio subterráneo del sheol, en el
que «no hay ni obra, ni pensamiento, ni saber, ni sabiduría» (Qo 9, 10). Es el lugar del
silencio, del olvido y de la perdición, lugar de tinieblas sin sufrimiento y sin alegría. No
hay retribución fuera de esta vida. Descender a los infiernos es hacer la experiencia de
la muerte, de la inexistencia y de la nada; es el corte de todas las relaciones con los
otros y con Dios en un lugar de ausencia donde no se puede continuar el diálogo con
Dios ni la alabanza. Es estar sujeto a las garras del sheol, un monstruo insaciable que
acecha constantemente a sus presas. El movimiento de descenso aparece con
frecuencia en el AT para expresar la asombrosa proximidad de YHWH, que, por su
misericordia, establece vínculos con los humanos.
Más tarde aparece la idea de que YHWH puede arrancar a sus fieles fuera del dominio
del sheol, y se sugiere la existencia de una victoria de YHWH, que irá más allá de sus
fronteras: «Tú sacaste mi vida del sheol, me llamaste a la vida de entre los caídos en la
fosa» (Sal 30,4). El creyente se ha sentido alcanzado por las fuerzas de la muerte, que
se ha introducido en su vida aproximándole a la esfera del sheol; pero la intervención
de YHWH lo ha liberado de todo aquello que amenazaba su existencia.
En la teología más cercana al NT, la Sabiduría ejerce su derecho de propiedad sobre el
universo entero: «Yo salí de la boca del Altísimo...y paseé por la hondura del abismo...»
(Eclo 24, 3-6)
En la antigüedad, la expresión «recorrer un ámbito determinado» pertenecía al
lenguaje simbólico del derecho y designaba la ratificación expresa o meramente
declarativa de un acto jurídico: «Recorre el país a lo ancho y a lo largo, pues te lo voy a
dar» (Gn 13, 17).
El tema del descenso a los infiernos se enraíza de alguna manera en este tipo de
representaciones.
El sheol se volvió «infierno»
En el judaísmo intertestamentario y en los apocalipsis judíos no canónicos (Henoc, IV
Esdras, Apocalipsis de Baruc...), se da un contenido nuevo al tema: los muertos ya no
son sombras sin vida real, sino espíritus con existencia personal, capaces de
experimentar emociones, sufrimientos, gozo..., y aparecen separados en dos
categorías: buenos y malos. Hay juicio final sin posibilidad de conversión, la
resurrección queda reservada para los justos, y el sheol es entonces lugar de castigo.
Aparece la gehenna, un compartimento del sheol, lugar de castigo de los pecadores
para respetar el principio de la retribución de ultratumba. La visión del sheol se
complejiza y se divide en compartimentos especializados: 1) para las almas de los
justos; 2) para los pecadores que no han sufrido en su vida castigo por sus pecados; 3)
para los justos martirizados; 4) para los pecadores ya castigados en vida.
El lenguaje del Nuevo Testamento retomará ideas judías reinterpretadas desde la
presencia salvífica de Jesucristo, juez de vivos y muertos: la resurrección está
condicionada por la de Jesús, primero de los muertos (1 Cor 15, 20-23), y es signo de la
victoria definitiva de su victoria sobre la muerte (1 Cor 15,26).
En cuanto a la suerte de los espíritus de los difuntos entre la muerte y la resurrección,
el pensamiento del NT hace una presentación diversificada y no homogénea: el Hades
sigue siendo morada de los difuntos, situado en la profundidad de la tierra (Hch 2,
27.31); es un lugar situado en la profundidad de la tierra (Mt 11,23; Lc 16, 23), cerrado
por puertas (Mt 16, 18; Ap 1, 8); para Rm 10, 7 es morada de demonios. Aparece
dividido en lugares diferentes: el Hades de los pecadores (cf. Mt 11, 23) y el de Lázaro,
que está «en el seno de Abraham» (Lc 16, 19-31). Los justos están en el Hades, en el
centro de la tierra (Ap 20, 13), y algunos textos lo sitúan en el tercer cielo, en ese
sector llamado paraíso (cf. Lc 23, 43; 2 Cor 12, 4; Ap 2, 7).
Está claro que no coincide con el infierno ni con el cielo de la teología posterior.
«Hemos visto su descenso»
El lenguaje del NT acude a estas representaciones como «vehículo» de expresión de la
experiencia pascual: lo que intenta comunicar es la convicción de que la salvación
aparecida en Jesús es capaz de alcanzar a todos, incluso a los que murieron antes de su
venida:
«Cristo murió una vez por vuestros pecados, el justo por los injustos, para conducirnos
a Dios; sufrió muerte en el cuerpo, resucitó por el Espíritu, y así fue también a predicar
a los espíritus encarcelados» (1 Pe 3, 19).
«Hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne
según los hombres, vivan en espíritu según Dios» (1 Pe 4, 6).
«Por eso dice: Subió a la altura, llevando cautiva la cautividad, y dio dones a los
hombres. ¿Qué quiere decir 'subió', sino que también bajó a las regiones inferiores de
la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para
llenarlo todo» (Ef 4, 8-10).
«Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su mano derecha sobre mí diciendo:
'No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades'» (Ap 1,17).
«A éste [Cristo], Dios le resucitó librándole de las ataduras del Hades, pues no era
posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2, 24).
«La justicia que viene de la fe dice así: 'No digas en tu corazón: ¿quién subirá al cielo?,
es decir: para hacer bajar a Cristo; o bien: ¿quién bajará al abismo?, es decir: para
hacer subir a Cristo de entre los muertos'» (Rom 10, 6-7).
Frente al fatalismo de lo irreversible, los textos afirman que la historia del mundo tiene
un sentido nuevo, que las puertas del infierno retroceden y la buena noticia del
Resucitado alcanza a todos. Los Padres lo entendieron bien: «¿No engloba Dios con su
propia e incomprensible profundidad todas las profundidades del mundo infernal, Él,
que es más alto que todos los cielos y más profundo también que el infierno, porque
en su trascendencia lo reúne todo?»2. «El Señor llegó a todas las partes de la
creación..., a fin de que todos encuentren por todas partes al Logos, hasta el que se
halla extraviado en el mundo de los demonios»3.
Los textos patrísticos, desde el siglo II, insisten en la solidaridad compasiva de Cristo:
su descenso consumó en los últimos tiempos su encarnación y su muerte, porque la
meta de la encarnación es la participación en la suerte de los humanos: sólo lo sufrido
queda curado y redimido. Su estancia con los muertos significa que el Hijo debe ver de
cerca lo imperfecto, informe y caótico de la creación (Ireneo). No es asombroso que
Cristo descienda a los infiernos: el médico debe estar junto a los enfermos (Orígenes).
Dios soporta en Cristo, con su hondura inigualable, todos los horrores del inframundo:
«Antes de la redención, el fondo del mar era una cárcel y no un camino. Pero Dios
convirtió el abismo en camino». El mismo descenso se repite cada vez que el Señor
baja al hondón de los corazones desesperados (Gregorio Magno).
Él, por su compasión hacia nosotros, cargó con todo lo que provoca temor y horror:
quiere asemejársenos habitando en las sombras de la muerte donde las almas estaban
aprisionadas con cadenas insalvables (Andrés de Creta). «Puesto que él desciende al
Hades, baja con él y conoce allí el misterio de Cristo»4.
La Escritura se hizo himno
Desde el tiempo apostólico, el domingo, día de la Resurrección de Cristo, fue día de
asamblea litúrgica, y a lo largo de los primeros siglos genera una serie de himnos en los
que aparecen constantes referencias al descenso de Cristo a los infiernos:
«¿Qué ha sucedido? Hoy sobre la tierra hay un gran silencio y soledad, porque el Rey
duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado, porque Dios se ha dormido en la carne
y ha despertado a los que dormían desde los orígenes: Dios ha muerto en la carne, y el
lugar de los muertos se ha puesto a temblar. Dios se ha dormido por un poco de
tiempo y ha despertado del sueño a los que moraban en los infiernos. Va a buscar a
Adán, nuestro primer padre, la oveja perdida. (...) Adán respondió como si no lo
conociera: '¿Quién es este Rey de la gloria?' Los ángeles le respondieron: '¡Un Señor
fuerte y poderoso, un Señor poderoso en la batalla!' A estas palabras, las puertas de
bronce quedaron reducidas a pedazos, y las barras de hierro pulverizadas. Entró como
un hombre el Rey de la gloria, y todas las tinieblas de Adán se iluminaron. El rey de la
gloria extendió su mano y enderezó al primer padre Adán. Después se volvió a los
demás y dijo: '¡Poneos en pie delante de mí todos los que estabais muertos a causa del
árbol del que comisteis! He aquí que yo os hago resurgir a todos por medio del leño de
la cruz'. Entonces tomó a Adán de la mano, lo sacudió y le dijo: '¡Despierta, tú que
duermes, y resurge de la muerte! Yo soy tu Dios, que a causa de ti me he hecho hijo
tuyo; que por ti y por estos que de ti han recibido el origen, ahora hablo y con mi
poder ordeno a aquellos que estaban en las cárceles: !Salid!; y a los que estaban en las
tinieblas: !Venid a la luz!; ya los que estaban muertos: !Resucitad! A ti te ordeno:
¡Despierta, tú que duermes! No te he creado para que permanezcas prisionero en el
infierno. Resurge de los muertos. Yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis
manos. Levántate, imagen mía, hecha a mi imagen. Levántate y salgamos de aquí. Por
ti yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti yo, el Señor, me he revestido de tu
naturaleza de siervo. Por ti, yo, que estoy más allá de los cielos, he venido a la tierra y
a lo más hondo de la tierra. Por ti he compartido la debilidad humana, pero ahora
estoy liberado entre los muertos. Por ti, que saliste del jardín del paraíso, he sido
traicionado en un jardín y entregado en manos de los judíos, en un jardín he sido
puesto en la cruz. Mira en mi rostro los salivazos que he recibido por ti para poder
devolverte aquel primer soplo vital. Mira sobre mis manos las heridas soportadas para
rehacer a imagen mía tu belleza perdida. Mira mi espalda, que ha soportado la
flagelacion para liberar la tuya del peso de tus pecados. Mira mis manos clavadas al
leño por ti, que un día alargaste la mano al árbol. Tiende la mano a Adán, porque a
causa de él bajó a la tierra y, no habiéndolo encontrado, baja a los infiernos en su
busca'»5.
«Tu camino al Hades, Salvador mío, no es conocido más que por el Hades mismo, y por
lo que ha visto y padecido experimentó tu poder. Por eso me propongo preguntarle a
él qué es lo que ocurrió. Porque he sabido por tus amigos cómo resucitaste, pero el
que ama tiende a embellecer al amigo, pero el que odia dice la verdad aunque no
quiera, como enseña la Escritura: 'La salvación viene de nuestros enemigos y de los
que nos odian' (Lc 1, 71). Dime, Hades, enemigo de mi raza, ¿cómo has podido tener
en la tumba al que ha amado mi raza? ¿Por quiénes lo has cambiado? Respondió el
Hades: '¿Quieres saber cómo mi asesino vino contra mí? Estoy destruido y ni siquiera
tengo fuerza para rugir contra ti, me siento aniquilado. Me parece que aún lo estoy
viendo en el momento en el que lo comprendí, viendo que los restos del yacente se
movían. Un momento después, con un movimiento vigoroso, se alzaron aquellas
manos que yo había ligado, agarraron mi garganta y vomité a todos los que había
tragado. Pero ¿por qué voy a llorar a los muertos que me fueron arrebatados? Sé tú
mismo mi lamento, por el modo como fui engañado. Pero ¿quién no se habría dejado
engañar al verlo envuelto en la sábana y puesto en el sepulcro? ¿Quién habría sido tan
estúpido para no darse cuenta de que estaba muerto, cuando me lo traían
embalsamado de mirra y áloe? ¿Quién habría negado su muerte al ver la piedra
delante de su sepulcro? ¿Quién habría podido imaginar algo semejante?, ¿quién
hubiera podido esperar que hoy se proclame: ¡Ha resucitado el Señor!?'
A voces gritaba Sofonías a Adán: '¡Aquí está aquel de quien yo esperaba el día de su
resurrección, como lo había predicho!' (So 3, 8). Después de él, Nahum anunciaba la
buena noticia a los pobres diciendo: 'Ha salido de la tierra soplando sobre tu rostro y te
rescata de la opresión' (Na 2, 2) Y Zacarías exultante exclamaba: '¡Sé bien venido, Dios
nuestro, con todos tus santos!' (Za 14, 5). Y David cantaba el salmo: 'Se despertó como
de un sueño el Señor' (Sal 78, 65).
Mientras tenía el rostro cubierto de profecías, himnos y salmos, hasta las mujeres se
levantaron a profetizar y danzaban insultándome. ¡Ay, de cuántos males fue madre
una sola noche, de cuántos horrores fue padre un solo amanecer! Una había generado
mi sufrimiento, el otro le ha dado el nombre: Resurrección, y así proclaman el día de
mi caída.
Ésta fue la respuesta de Hades, y tengo una inmensa alegría porque he adivinado el
enigma propuesto por Sansón hace tanto tiempo: 'Del devorador ─el Hades─ ha salido
una sola palabra de dulzura: ¡El Señor ha resucitado!' (Jue 14, 14)»6.
Y el himno se hizo imagen
En los evangelios se narra lo que ocurrió «de madrugada»; por eso no hay
representaciones de la Resurrección hasta el siglo XI y en Occidente. La iconografía
bizantina lo expresa a través de dos iconos: el descenso a los infiernos y las mujeres en
la tumba; y como ésta aparición se leía en el segundo domingo pascual, el icono del
descenso a los infiernos se convirtió para la Iglesia ortodoxa en el icono de la
Resurrección o anástasis.
Hace de él un tratado de teología en imágenes, dando un resumen de la historia de
salvación, la creación, la caída, la espera profética y la victoria de Cristo sobre la
muerte, y los pintores escogen una representación dramática en vez de hierática:
Cristo, revestido de un manto blanco o dorado, símbolo de la realeza, lleva en la mano
el chirógrafo del pecado. El manto, agitado por el viento, indica el movimiento de
descenso; en la corona lleva escrito en griego: «El que es», y a sus pies se ven dos
batientes destrozados, llaves, candados y cadenas. La mandorla representa el ingreso
de Cristo en el mundo celeste, custodiado por querubines. Agarra literalmente por las
muñecas a Adán y Eva y los hace salir fuera de sus sepulcros. Suelen estar también en
escena David (ya que en el salmo 15, según la tradición, predijo la resurrección de
Cristo: «No abandonarás mi alma al sheol»), Salomón, Juan Bautista y Daniel. A la
derecha, Moisés, Abel (primer hijo de Eva que sufre una muerte injusta), Isaías y otros
profetas. El Hades aparece dividido en dos puertas rotas, se abre a los pies de Cristo
como una caverna negra, semejante a la gruta de la Natividad y a las aguas oscuras del
icono del Bautismo. Por la liberación de Adán y Eva, rodeados por una multitud de
justos y por el movimiento ascendente del Resucitado, el icono de la anástasis revela la
importancia cósmica de la Resurrección. La divinidad ha vuelto a tomar todos sus
derechos y muestra el esplendor eterno del Hijo.
Habla la teología
La reflexión de los teólogos gira fundamentalmente en torno a estos aspectos:
─ poner en relación «los infiernos» con los lugares infernales de hoy
─ acentuar la solidaridad compasiva de Cristo con los que están en ellos
─ subrayar cuál es la esperanza abierta por su descenso.
Cristo, al bajar al Hades, entra en la capa más profunda de la realidad del mundo, en el
fondo que une radicalmente todo. Él se derramó sobre el mundo entero en el
momento en que por la muerte se quebró el vaso de su cuerpo y se convirtió, aun en
su humanidad, en lo que ya era realmente por su dignidad: en el corazón del mundo,
en el centro íntimo de toda la realidad creada. Siempre tenemos que ver con esta
profundidad última del mundo que Cristo tomó al bajar por la muerte a lo más hondo
del mismo. Al morir, él ha compartido con nosotros este absurdo que llamamos
muerte. El no problemático ni dividido ha compartido con nosotros el problema
irresoluble de la muerte, ha participado de nuestra última suerte (K. Rahner)7.
La solidaridad de Cristo con los muertos les ahorró la experiencia de estar muertos y, al
cargar vicariamente con esa experiencia, hizo que la luz de la esperanza iluminara
siempre el abismo. Él es el único que sobrepasó la vivencia general de la muerte y llegó
a tocar el fondo del abismo: estuvo más muerto que nadie. El poder que aprisionaba a
los muertos queda convicto de que es incapaz de retener a nadie, y la derrota del
enemigo coincide con una penetración en el ámbito más íntimo de su poder. Si en la
tierra era solidario de los vivos, ahora, en la tumba, es solidario de los muertos y
reconcilia al mundo entero con Dios (H.U. von Balthasar)8.
El descenso a los infiernos no es una fórmula dogmática acerca de un acontecimiento
que no nos concierne: lo que nos dice es que lo que ha afrontado el hombre Jesús,
nosotros lo afrontamos a partir de su victoria y, por tanto, desde la esperanza, y que
podemos afrontar la ausencia de la que es signo la muerte. Jesús conoció más que
nadie este abandono, pero puso su vida entera en las manos de Dios, esperó contra
toda esperanza y venció a los infiernos como ausencia de Dios. Y eso nos permite
permanecer en ese silencio sin perder la esperanza. Nuestra propia historia está
convocada en el descenso a los infiernos, la muerte no es exterior a su libertad, el
destino es forjado por el hombre mismo, y toda lucha contra el destino es ascenso de
los infiernos. En Jesús, toda la humanidad es arrastrada en ese movimiento de
liberación (C. Duquoc)9.
Dios se expuso realmente a la agresiva lejanía de la muerte, es decir, expuso la propia
divinidad a la fuerza de la negación. Dios no cesa de relacionarse con nosotros, ni
siquiera en la muerte, y se identificó él mismo con Jesús muerto, para mostrarse
próximo a todos los hombres. Así, a través del Crucificado, en medio de la norelacionalidad de la muerte, surge una relación de Dios con el hombre: donde las
relaciones se rompen y los nexos acaban, precisamente allí interviene Dios. De esta
manera, Dios revela su propio ser, y su victoria sobre la muerte consiste en que Dios
soporta en sí la negación de la muerte: la muerte ha dejado su aguijón, el instrumento
de su dominio, en la misma vida de Dios (E. Jüngel)10.
«El oficio del sábado de Pasión canta: 'Has descendido a la tierra para salvar a Adán y,
al no encontrarlo, has ido a buscarlo hasta los infiernos'. Hasta allí irá Cristo a buscarlo,
cargado con el pecado y los estigmas del amor crucificado y con la preocupación
sacerdotal de Cristo-Sacerdote por los que están en el infierno. Si el Reino de Dios está
en medio de vosotros, el infierno está también presente: en toda una parte del mundo
moderno ya está Dios excluido. El bautismo no es sólo morir y resucitar con Cristo, sino
también descender a los infiernos siguiéndole. A diferencia de Dante, a quien Péguy
reprochaba descender a los infiernos como un turista, los bautizados encuentran allí a
Cristo; ésta es además la misión de la Iglesia» (P. Evdokimov)11.
«Jesús en medio de los hombres es el viviente puro, total, en relación plena y
constante con el Padre; es una vida en la que no hay ni sombra de muerte. Del pecado
sólo conoce su reverso, el reverso de la angustia, todo su 'pasivo'. La vida de Cristo
está hecha de nuestras pasiones, y en ningún momento del tiempo ni del espacio está
separado de nosotros, porque su existencia es de comunión, lo que vive de nuestras
pasiones es su forma de sombra, de nada, de angustia; toda su vida ha sido un
descenso al infierno. El infierno es el lugar inventado por el hombre para que no haya
Dios. Es el mundo del que Dios ha sido arrojado, donde Dios ha sido abandonado por el
hombre y donde el hombre se siente misteriosamente abandonado por Dios, puesto
que él es la imagen de Dios y, quiera o no, tiende hacia su modelo. Por solidaridad con
nosotros, el Dios encarnado puede entrar en ese lugar que es su propia ausencia y
decir: 'Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?' En ese momento, todo se
revuelve, porque no puede haber separación entre Dios y Dios, entre el Padre y su Hijo
encarnado. En ese momento, todo el abismo del odio, del rechazo, de la duda, del
horror, se volatiliza en el abismo del amor sin límites del Padre y del Hijo. En una
historia de los Padres del desierto, un alma que está en el Hades se dirige a un santo
monje y le dice: 'Ruega por nosotros porque aquí donde nos encontramos estamos
atados espalda contra espalda y no podemos vernos el rostro, no podemos ver al otro
como un rostro'. Ésa sería la situación infernal por antonomasia, y es a esas tinieblas
de la muerte, sepultadas en nuestro fondo último, adonde Cristo desciende para abrir
todo lo cerrado e iluminar las sombras. Él se hace por su Encarnación 'el Dios que
desciende siempre más abajo, por su crucifixión está presente en la más honda
desesperanza humana, en su opacidad más infernal'» (Olivier Clément)12.
8. «Afectados» por el descenso a los infiernos
Si ahora nos preguntamos cómo poner en relación el seguimiento de Jesús con el
descenso a los infiernos, éstas podrían ser algunas de las respuestas:
* En una cultura que descarta la muerte y el sufrimiento, atrevernos a nombrar los
infiernos de hoy.
Lo que no se ve o no se pronuncia es como si no existiera, y de ahí el peligro de ignorar
o negar las «realidades infernales» de nuestro mundo andando al olvido o a la
represión, lo que evidencia la realidad de la que somos responsables. La «honradez
con la realidad» de la que habla Jon Sobrino pasa por tener una visión real, y no
domesticada o engañada, del mundo en que vivimos y de sus lugares de muerte.
Por eso se hace indispensable cultivar una actitud de oposición a las redes de la
mentira y, al abrir el periódico o poner la TV, conectar con el detector de basuras de
nuestro sentido crítico para cultivar la duda, no ser ingenuos, preguntarnos siempre
por quién administra las noticias, darnos cuenta de qué valores, qué formas de vivir,
qué imágenes de la «buena vida» se promueven, qué infiernos se soslayan.
Pero para hacer esto necesitamos buscar compañía, porque ningún individuo puede
enfrentarse solo con la verdad de estos infiernos: es un tipo de «saber» que hay que
soportar entre muchos. Necesitamos comunidades, redes, grupos de trabajo en los
que podamos «cargar con la realidad juntos» y construir un nuevo tejido social
alternativo en este tiempo de desarticulación de los movimientos y de la resistencia.
«Pasar de las pintadas en las paredes a Internet», saber poner la alta tecnología de la
información al servicio de los pobres, ser más astutos que los «hijos de las tinieblas»13.
* En medio de un mundo que sólo valora a los que triunfan y ascienden, asociarnos a
Jesús en su descenso hacia los «lugares de abajo».
Dios, en su Hijo, no está ausente de ningún lugar, ni siquiera de aquellos de los que la
violencia, el odio o el sinsentido parecen excluirle y que se manifiestan a escala
mundial. El creyente puede bajar a esos ámbitos donde la muerte ha echado su firma,
sabiendo que cuenta para ello con la gracia de su bautismo. Está injertado con Cristo
en su muerte y en su Resurrección, y también en su descenso a los infiernos, y en él
encuentra la fuerza para resurgir de ese mundo de sombras.
La tradición cristiana habla de seguimiento de Cristo, identificación con él, imitación,
compañía, conformidad, coincidencia, afinidad... Y es que el deseo de proximidad y
participación en el camino de aquel a quien se ama y de aquellos con quienes él «ha
echado su suerte» es inseparable de la dinámica del amor.
Así lo expresa alguien que «practica los descensos»:
«Por 'infiernos' entendemos (...) los lugares donde está el marginado, el que no llega a
constituir un 'tú' y, a veces, ni un 'yo'. En ese infierno malviven los 'otros': sin azufre,
pero con bastantes pretendientes oficiales al cielo deseosos de quemarlos, ahorcarlos,
desterrarlos, alejarlos o, cosa de otros más piadosos, tratarlos, pero de lejos, fuera de
nuestra vista, por aquello de que lo que no se ve no existe. Conocéis bien a los
indeseables moradores del Averno: ancianos demenciados, turutas sin remedio,
drogadictos, alcohólicos crónicos, gitanos, extranjeros no regularizados ni
regularizables, y todo un largo etcétera cada vez más completo y complejo. El
descenso no está reservado a algunos privilegiados. Es camino a recorrer por todo el
que de verdad se empeñe en alcanzar las huellas del Nazareno. 'Fueron, vieron y se
quedaron' (Jn 1, 39)»14.
* En tiempos de individualismo e inmediatez, apostar por una felicidad incluyente y
«demorada».
Asistimos hoy a una resistencia generalizada a relegar a la exclusión a quienes no
siguen el ritmo de los triunfadores, a considerarlos como una rémora para los de la
«primera velocidad». Cada vez hay más individuos, grupos, pueblos o países enteros
que se quedan desenganchados del rápido ascenso de otros hacia las esferas del tener,
el poder o el saber, y todo se justifica desde la necesidad de competitividad o desde las
exigencias del mercado. A eso se une una exigencia de disfrutar de manera inmediata
de aquello que se percibe como «acrecentador del yo», en la línea del placer, el
confort, la seguridad o el bienestar. La inquietud o la preocupación por los demás se
difumina o llega a desaparecer, relegada a la periferia de una conciencia atrofiada por
la ganga del egoísmo.
Se trata de una dinámica perversa, en total contradicción con todo lo que podemos
saber del Dios que «lleva a cuestas a sus hijos» (Is 63, 9) y que convoca a cada uno a
ser «guardián de su hermano»:
En la misma clave del Bodishatva del budismo, que renuncia a no entrar en el nirvana
mientras no haya salvado la última brizna de polvo del universo, el descenso de Cristo
a los infiernos se convierte en una metáfora de incorporación, de negativa a acceder a
la propia felicidad dejando atrás a otros. En expresión de Levinas, a causa de la
responsabilidad infinita que hace a cada uno el «rehén» de su prójimo, «el retorno a sí
se hace interminable rodeo, porque lo humano no respira más que en el inestable
terreno de ese rodeo: un rodeo que no se parece a la desorientación pura del que se
ha perdido, sino que tiene muchísimo, todo que ver, con un exilio traspasado por la
esperanza de la tierra prometida»15.
Podríamos preguntarnos por nuestra disposición a dar ese rodeo y a demorar la
obtención de la propia felicidad mientras ésta no alcance a todos. Es una actitud que
desaloja de uno mismo a ese «okupa» que es la búsqueda del propio bienestar, y deja
libre ese espacio para albergar la solicitud y la preocupación por los otros. «Si no
respondo yo de mí, ¿quién responderá de mí? Pero si no respondo más que de mí,
¿sigo siendo yo?»16.
* En tiempos de «sábado santo», aprender a esperar y a permanecer.
Cuando todo parece estar definitivamente bloqueado, cuando se tiene la sensación de
que todo está perdido y que ya no hay salida, la afirmación del Credo, «descendió a los
infiernos», encierra una energía capaz de sostener nuestra permanencia y librarnos de
la tentación de desánimo y desesperanza. Nos ofrece el poder del Resucitado y su
mano tendida, para agarrarnos precisamente cuando nos parece que hemos llegado al
límite de nuestras fuerzas.
«Con su muerte y resurrección, Cristo alcanzó las profundidades de la historia: morir le
abrió las puertas de la profundidad, aquel lugar recóndito donde cada cosa es lo que
es. Las profundidades de lo humano han sido llenadas de luz por su muerte; el eje de la
tierra, el cogollo de la historia, ha sido redimido. Los agujeros más negros del dolor
humano han tenido ya la visita de su presencia. Y como lo que le sucede a él nos
sucede a cada uno de nosotros, jamás nos meteremos en un agujero donde Cristo no
haya estado, nunca llegaremos a un agujero desde el que no podamos volver siempre
atrás y remontar la bajada con la bandera de la victoria en las manos»17.
* Amenazados por la oscuridad y el desánimo, dejarnos poseer y transformar por la
radical novedad del Resucitado.
Las actas de los mártires cuentan que los cristianos llevados a la muerte, en vez de
crisparse de manera estoica o de rebelarse, se dejaban sumergir en la fe, con una
especie de humilde confianza en Cristo crucificado. En aquel momento quedaban
transformados, precisamente allí, en aquel infierno. «El Coliseo de Roma, ese enorme
cono que se hunde en la tierra, es realmente la imagen de los círculos del infierno.
Cuando eran arrojados en él y se dejaban deslizar hasta el interior de Cristo
crucificado, el Cristo presente en el infierno, se llenaban de la fuerza de su
Resurrección, que les daba un gozo y una paz inesperadas»18.
Gracias a la absoluta «ruptura de límites» que provoca la Pascua, sabemos que la
muerte y cualquier lugar infernal han perdido su calidad de encerramiento y
definitividad. Confesar que «descendió a los infiernos» equivale a proclamar que no
existe ninguna situación humana, por catastrófica que sea y por cerrada que parezca,
que no haya quedado afectada por la Resurrección de Cristo. Cualquier pretensión
humana de encerrarse o de encerrar a otros en ámbitos de exclusión y «perdición»,
sean del tipo que sean, queda descalificada y privada de la posibilidad de tener la
última palabra.
Una parábola en la que Abel retorna para perdonar a un Caín anciano y angustiado por
la culpabilidad19, puede servirnos para entender mejor la dimensión subversiva que
contiene el descenso de Cristo a los infiernos: el Caín que hay en cada uno de nosotros
recibe la visita de Cristo-Abel, que representa a todas las víctimas de la historia y que
desciende hasta el ámbito infernal donde nos encierra nuestra complicidad con la
violencia, para liberarnos con su perdón. Y al sabernos perdonados y reconocer que
Dios no tiene nada que ver con cualquier reciprocidad violenta, nos damos cuenta de
que ni siquiera nuestros pasos falsos pueden alejarnos de él, sino que él puede servirse
de ellos para atraernos a sí. Y sólo a partir de ahí podemos sentirnos implicados dentro
del movimiento reconciliador y solidario de Cristo.
NOTAS
* Religiosa de Sagrado Corazón. Profesora de Sagrada Escritura en la Universidad Comillas. Madrid.
1. TORNOS, A., «Función simbólica y trabajo teológico»: Miscelánea Comillas 42 (1984) 70-72.
2. GREGORIO MAGNO, Moralia, 1.10, c.9 C: PL 928.
3. ATANASIO, De incarnatione, 45: PG 25, 177, SC 18.
4. GREGORIO NACIANCENO, Or. 45, In Sanctum Pascha, n.24: PG 36,657A.
5. EPIFANIO DE SALAMINA: PG 43,440-464.
6. ROMANO EL MELODIOSO, Oda XXXVII: SCh 128,461-483.
7. Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965, 72-74.
8. Mysterium Salutis III, Madrid 1980, 739-761.
9. «La descente du Christ aux enfers. Problématique théologique»: Lumière et Vie 87 (1968) 61-62.
10. Tod, Sttugart 1971, 121-144 (Citado por J. NOEMI, «El descenso de Cristo a los infiernos»: Teología y
Vida 35 [1994] 285).
11. El amor loco de Dios, Madrid 1972, 89-90.
12. Intervención en la TV francesa en un programa dedicado a «La Ortodoxia», 26-IV-1992.
13. «Propuestas para la coyuntura neoliberal», Agenda Latinoamericana 1998. Otra de ellas es ésta: «No
dejar de creer que es posible organizar el mundo de otra manera. La 'imposibilidad' actual es
simplemente fáctica: no hay voluntad de hacerlo, estamos dominados por quienes no quieren hacerlo.
Pensar que no hay alternativa o que es imposible, sería aceptar el 'final de la historia', el fracaso de Dios
y la derrota de los humanos. No esperar a que fracase el neoliberalismo para atreverse a denunciar los
estragos que provoca y su carácter antiético esencial. La lucidez profética consiste en declararlo ahora,
no cuando, quizá muy pronto, sean los mismos directores del FMI o del Banco mundial quienes
reconozcan su fracaso. Cuando esto ocurra, no faltarán profetas oportunistas que corearán lo que
ahora, sumidos en un mar de perplejidades, no logran ver. Ser hoy, en ese sentido, continuadores de
aquellas heroicas excepciones que se atrevieron a enfrentarse con el tráfico de esclavos de los siglos
XVI-XIX cuando nadie, ni en la sociedad ni en las Iglesias, se atrevió a negar la supuesta legitimidad
evidente del sistema esclavista dominante».
14. J.L. SEGOVIA, «Descenso a los infiernos o las moradas de la marginación»: Boletín CEMI 44, Octubre
1995, 10-14.
15. C. CHALIER, Levinas. La utopia de lo humano, Barcelona 1995, 76.
16. Op. cit., 61.
17. A. OLIVER, Apuntes ciclostilados de su curso de Antropología. Fundación A. Oliver. Madrid.
18. O. CLÉMENT, op. cit., 5.
19. ALISON, J., «El retorno de Abel: la teología como elaboración de historias de vida»: Anámnesis V
(1995) 2,5-19.
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