A partir de la lectura de la novela Doña Bárbara

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El complejo de la víctima en venezuela. Una aproximación a través de Doña Bárbara
EL COMPLEJO DE LA VÍCTIMA EN VENEZUELA
Una aproximación a través de Doña Bárbara
Héctor Antonio Espinoza A.
resUMen
A partir de la lectura de la novela Doña Bárbara (1929), de Rómulo
Gallegos, el autor hace un ejercicio de Hermenéutica Simbólica en
la exploración de la psicología profunda del venezolano en torno al
complejo de la víctima, de acuerdo a la Psicología Analítica. Entre
los hallazgos destacan, por una parte, imágenes arquetipales de
la víctima que van desde la sexualmente abusada (Doña Bárbara),
convertida en reina déspota, hasta el alcohólico pusilánime dañado
por aquella (Lorenzo Barquero), en quien se proyectan las sombras
familiares y sociales. Como contrapartida, resalta la imagen del
héroe civilizador (Santos Luzardo), quien hereda una tragedia
familiar cuyo eje es el parricidio. Con Doña Bárbara, la figura del
caudillo toma fuerza literal y literaria en el alma nacional y Gallegos
le da carácter numinoso al héroe bueno, quien se tienta con la
posibilidad del incesto en su labor de redención (posible matrimonio
con Marisela Barquero). La otra numinosidad corresponde entonces
a la devoradora de hombres, mujer-selva, que finalmente se diluye en
la leyenda.
Palabras clave: psicología profunda del venezolano, complejo de la
víctima, hermenéutica simbólica de doña bárbara.
Recibido: 14/05/2012
ARJÉ
Aceptado: 01/06/2012
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El miedo
Al inicio del Capítulo III de Doña Bárbara, “La devoradora de
hombres”, Gallegos narra el origen de la trágica guaricha: Fruto de la
violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su
origen se pierde en el dramático misterio de las tierras vírgenes.
Señala una conjunción salvaje entre un errante y su sombra social,
representada aquí por una mujer oriunda de la selva. De entrada,
se plantea entonces la conflictiva propia de la explotación moderna:
el blanco vs. el indio, el blanco vs. la selva. Resalta así una primera
imagen representada en el héroe aventurero, con el rasgo básico de
la errancia y, paradójicamente, la destructividad.
Para López-Sanz (2006) la errancia es la a-ventura estéril. El
errante es quien “anda de una parte a otra sin tener asiento fijo”, el
compulsivo y por tanto también el “que yerra”, el que comete pifias
continuamente (DRAE, 1992).
Puede, sin embargo, retornar, como hizo Santos Luzardo, el alter-ego
de Doña Bárbara, cuando retoma la finca de su genealogía, Altamira.
Para que haya re-greso debe haber habido una partida, la ruptura
inicial con la Madre tierra, con el terruño o tellus mater (Eliade,
1984; orig. 1948). Es la llamada interior que se confunde con el
estandarte que va en la punta de la lanza de la vanguardia, que es
enterrada por Santos en tanto héroe cultural, el que construye, de
acuerdo a Campbell (2005; orig. 1949). Santos huye hacia adelante al
regresar a Altamira por mandato materno. En cambio, Doña Bárbara
transforma su miedo ancestral en guerra-a-muerte1.
Santos y su madre bioafectiva, Doña Asunción, escapan del terruño
luego de la muerte del hermano mayor, Félix, a manos de su propio
padre, José Luzardo, hermano de Panchita, quien casó con Sebastián
Barquero. De esta última unión es hijo Lorenzo, quien luego hizo
nupcias con Doña Bárbara, engendrando a Marisela.
Las desavenencias Luzardo-Barquero tuvieron su origen en la
partición de la originaria Altamira entre José y Francisca Luzardo,
herederos de Altamira (la nueva) y La Barquereña, respectivamente.
Una frase ambigua en el documento de división fue la fuente de una
cadena de asesinatos fratricidas. Sucedió que un palmar quedó en el
linde de ambas propiedades sin definición legal.
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Había en el centro del palmar una madrevieja [lecho de un
río antiguo que recibe agua estancada] de un caño seco, que
durante el invierno se convertía en tremedal, bomba de fango
donde perecía cuanto ser viviente se atravesara, y como un día
apareciera ahogada una res barquereña, José Luzardo protestó
ante Sebastián Barquero por la violación del recinto vedado, se
ofendieron en la disputa, Barquero blandió el chaparro para
cruzarle el rostro al cuñado, sacó éste el revólver y lo derribó
del caballo con una bala en la frente (Gallegos, 1973; orig.
1929, p. 16).
Sebastián no fue el único muerto de la familia por parte de José
Luzardo. Era la época de la guerra hispano-estadounidense por
Cuba y José Luzardo estaba a favor de los españoles, mientras que
su primogénito Félix apostaba por los norteamericanos. Cierto día,
a raíz de la lectura de las noticias internacionales, el padre ironizó
acerca de una posible victoria gringa, ante lo cual el hijo se ofendió
a tal punto que hizo el amago de desenfundar el revólver. El padre,
sereno, le espetó que no errara, caso contrario lo clavaría con su
lanza en el muro.
A raíz del incidente, Félix abandonó el hogar y se fue a La Barquereña,
donde su tía Panchita lo recibió y aupó luego en contra de su familia
nuclear. Una tarde de gallos, finalizada la guerra cubana, el hijo
ebrio desafió al padre con un animal puertorriqueño y el viejo
mordió el anzuelo: ... saltó al ruedo blandiendo el chaparro para castigar
la insolencia; pero Félix hizo armas, a él también se le fue la mano a la
suya y poco después regresaba a su casa, abatido, sombrío, envejecido en
instantes...
Luego de matar a su primogénito con su lanza, José Luzardo
entierra el arma en uno de los muros de bahareque de la habitación
donde se encierra hasta morir de mengua, como una forma de
expiación. A partir de allí, se da la migración por parte de la viuda
y el hijo adolescente Santos quien retornará como héroe cultural a
desenterrar la lanza como paso inicial de su obra civilizadora.
Hay a lo largo de la novela cierta ambivalencia en las raíces del alma
de Santos, una transición entre el campo y la ciudad, lo que es más
notorio en quienes lo observan, especialmente en el capítulo VIII,
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La Doma
La separación abrupta del terruño, el éxodo a través del cual se
emprende la huida en el espejo de la búsqueda se cataliza por la
tragedia de Félix Luzardo, muerto en duelo obligatorio como macho
ofensor/ofendido. Don José aniquila dos veces a su antagonista:
primero con la amenaza y el desafío, luego de manera literal para
hacer de la tragedia el motivo fundante de la migración de su esposa
e hijo sobreviviente.
Como Edipo Rey ante el pánico por el incesto y el consecuente
parricidio, vaticinado por la pitia de Delfos, Santos huye de su
terruño ante el acoso de la genealogía trágica e incestuosa, aunque
al final de la novela quiere casarse con su prima Marisela.
En ambos héroes —Edipo y Santos— es común el vínculo trágico con
la consanguinidad, el destino inexorable. No parece haber en estas
historias promesas de un mundo mejor que impulse el movimiento.
La utopía vendrá luego, una vez que el espanto hubo copado espacios
y tiempos y se piense en el retorno.
Una especia fundamental para las odiseas hacia el mundo ignoto es
el espíritu aventurero que literaliza Santos. De ahí la importancia
del duelo José/Félix como portador trágico de la llamada para hacer
camino al andar, para salir de la cueva originaria por medio de la
tragedia que conduce a un mundo sin ventura, el destino del azar
o del inexorable e incógnito de los dioses, o de uno de ellos, como
decimos en Venezuela: Lo que Dios quiera, En nombre de Dios, A la
buena de Dios... “Dios tiene su modo de Él para arreglar sus cosas y es
un demonio para castigar” (Gallegos, 1973, p. 233).
Es necesaria la astucia de Santos como héroe para vencer a la madre
terrible; primero en forma cruda (selva devoradora), luego en forma
de litigio y lucha con la reina déspota. Simbólicamente, debe ser
neutralizado el ego para que lo femenino tenga cauce y fecunde.
Paradójicamente, cuando Edipo y Santos excluyen a la esfinge la repotencian (López-Sanz, 1993): El imago materno continúa con su
tejido a la sombra de los hechos evidentes.
Hay en Santos una encrucijada. Regresa a Altamira a venderla, pero
cuando le tienden una celada y es advertido por los nativos criollos,
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decide lo contrario en un arrebato de hybris, el exacerbado orgullo,
desbordado —como ya vimos— en su genealogía. Simbólicamente,
la Encrucijada contiene tres elementos esenciales en el devenir: lo
activo o constructivo, lo pasivo o destructivo y lo neutro o propio de
desenlaces (Cirlot, 2004), el tertium non datur o tercero trascendente
(Jung, 2004, orig. 1937).
La cruz del camino es vital para Santos y se encuentra con ella varias
veces en continuos dilemas: Ante Melquíades El Brujeador, ante
la venta de Altamira, ante Doña Bárbara, ante Marisela, ante la
dictadura (representada en el bachiller Mujiquita, en Ño Pernalete,
en el presidente del estado...), ante la Injusticia y la Barbarie.
El encuentro de Santos con la Esfinge de la Sabana (cap. IX) está signado
por la arrogancia, como la de Edipo: La Hybris masculina vence a
lo femenino. Es la re-actualización “del complejo independentista:
civilización contra barbarie” (López-Sanz, 1993, p. 214). Pero, como
ya lo mencioné, se da la compensación de que al excluir o agredir
a lo femenino se lo re-potencia.
El imago materno continúa con su tejido en la guerra interior –
dilemas- de Santos o literalizada en los litigios de la objetividad o
bien a la sombra de los fenómenos claros para la conciencia. Es el
ocultamiento compensatorio del brillo de la luz virginal que porta el
héroe. La arrogancia vehicula la ausencia de miedo ante la esfinge,
ante lo monstruoso femenino.
La imagen de Doña Bárbara frente a la hybris del macho tiene su
reflejo en Artemisa, la diosa helénica de lo virginal, cuando derrota
al voyerista Acteón. Al ser vista, la diosa no perdona y transforma al
cazador en presa, con el pánico correspondiente de la víctima (LópezPedraza, 2005), quizás representada en la tragedia de Lorenzo
Barquero. Lo heroico posee un fuerte componente virginal que
se traduce muchas veces en lo sectario, la actitud excluyente
de quien es dueño de la verdad, de la justicia y de la historia.
Doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y
allá en el fondo del alma sombría una pequeña cosa pura y
dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo
hacerla buena. Pero aun esto mismo adquiría los caracteres
de un culto bárbaro que exigía sacrificios humanos: el
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recuerdo de Asdrúbal la asaltaba siempre que se tropezaba
en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer
presa (Gallegos, 1997, p. 39. Subrayado propio).
El héroe guerrero titanizado quizás represente en nuestra
alma nacional la punta de lanza de la (auto) destructividad,
contraposición psicodinámica del instinto de creatividad (Jung,
2004, orig. 1937; López-Pedraza, 2002). Ya vimos cómo José Luzardo
entierra la lanza homicida como una forma de expiar la culpabilidad
ante la muerte de su primogénito. Quizás el alma nacional aún no
haya realizado ese entierro, o haya ocurrido un des-enterramiento
como el que hace Santos. Quizás nuestras permanentes venganzas
ante las ofensas mutuas revitalicen de manera constante las
proyecciones en el vecino, en el otro bando, en el rico, en el escuálido,
en el pobre, en el mono, en el enemigo.
Para López-Sanz (1993), el miedo es un importante combustible
en el hacer alma. En Doña Bárbara, Lorenzo Barquero —victimizado
como basura humana— pregunta por él a Santos Luzardo, el
impecable, quien queda desconcertado.
Si no reconoces en ti el miedo (El Miedo se llama el hato
de Doña Bárbara, Altamira el de Santos Luzardo), la figura
femenina que intentas abordar se te volverá ya no figura
humana, la mujer resentida que Doña Bárbara es, sino un
elemento destructivo: la tierra devoradora2. El miedo sería el
precio a pagar por no caer en regresiones de lo heroico a lo
titánico. Es una emoción primordial, la primera noticia de
que somos un cuerpo; el arquetipo3 que lo respalda es Pan,
una figura mixta o compuesta, grotesca, de las que nos viene
la noción de cuerpo físico y también el pánico: un dios, no un
héroe ni un titán ni un elemento natural. Por eso nace con el
miedo lo religioso en la psique: la posibilidad de religar con la
interioridad (p. 212).
Pero en nuestra Venezuela lo más común es la desviación del
miedo hacia su negación. Una sociedad heroica no se lo permite, lo
trastoca en un tabú. Y al proyectar el miedo, nos convertimos en
perseguidores, en sectarios.
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El estancamiento
La fisura entre los linderos entre Altamira (la nueva) y El Miedo
(antes La Barquereña) la simboliza el palmar con su caño seco que,
en el período de lluvias, se convertía en tremedal, bomba de fango
donde perecía cuanto ser viviente se atravesara. Luego de sucumbir al
embrujo de la mujerona, le tocó el turno a Lorenzo Barquero, quien
debió exilarse en el palmar con su hija Marisela.
Cowan (1993) alerta que la víctima está plena de negatividad
asociada a experiencias muy dolorosas, lo cual remite a
sentimientos como el miedo, el pánico y la incertidumbre, el aparente
azar arbitrario. Parece haber en la víctima un par arquetipal
indispensable: el agresor, que conduce a un destino sacrificial,
asociado al miedo y la inseguridad. La imagen del sacrificado
conlleva un talante binario: Por un lado el denuesto eventual de sí
y del colectivo; por otro la glorificación, que permitiría descubrir
el significado del sufrimiento para el desarrollo de la capacidad
de sacrificio “a partir del caos incomprensible” (Cowan, p. 307), lo
que a su vez puede dar nacimiento a la cicatrización psíquica, la
comprensión del sentido de la tragedia y de sus actores.
Lorenzo Barquero necesita de Doña Bárbara, igual que su hija
Marisela en su abandono o el mismo Santos como propietario
expropiado. Por su parte, el inválido físico o psicológico puede
compensar su condición con el despotismo, cuya fuente es
el orgullo por inflación compensatoria, lo que da lugar al engaño
recíproco con su prójimo (Campbell, 2005), como parte de un
complejo de poder (Jung, 2004, orig. 1934) desde una situación de
inferioridad, como la vivida por Barbarita.
Esto nos conduce a la estigmatización, la que usualmente sigue
varios caminos, de los cuales nombraré sólo dos: El primero lo
transitan los héroes santos (Campbell, 2005) del Cristianismo
con un sentido de redención, dado que las heridas son muestra
irrebatible del poder de Dios. El segundo los dioses y héroes helénicos,
cuya conciencia de sus lesiones los llevan —en el mejor de los
casos— a descubrir su destino a través de la humildad, la extinción
de la hybris. No obstante, ésta puede crecer y ser la fuente de más
resentimientos y odios implacables lo cuales, a su vez, son reducidos
con nuevas heridas o con mayor conciencia, como ocurre al final
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del relato con Doña Bárbara. Es recurrente en la novela lo que es
de pasmosa actualidad en la Venezuela del siglo veintiuno, un juego
macabro víctima-victimario: la destructividad propia y ajena,
donde tiene sentido el resentimiento y la consecuente venganza
calculada, rasgos típicos de la víctima.
Doña Bárbara como personaje central no halla una encrucijada
(triforme), no simboliza, no descubre, salvo al final con su
desaparición legendaria, el tertium non datur o tercero trascendente
(Cirlot, 2004; Sharp, 1997): Padece hasta entonces la trampa de la
dualidad.
El sectarismo es la superioridad psicológica y física sobre el otro,
el diferente, el del otro bando, el sifrino, el tierrúo, el mono13, el
extranjero. Es una visión simplificadora y reductiva de la vida, basada
en una personalidad virginal y puritana, tan luminosa que la sombra
catastrófica sólo está en el enemigo. Prevalecen la intolerancia y la
rigidez psicológica que conllevan al desprecio y repulsión de todo lo
ajeno.
En esa trama, es obvio que la vida y la propiedad del otro son
insignificantes. Cuando los extremos se agudizan, el alejamiento
y aun exterminio del otro puede ser tan significativo que la
aniquilación puede ser justificada como parte de la contienda, como
hace recurrentemente la pandilla de El Miedo—-Los Mondragones—
hasta que retorna Santos y la enfrenta con la de Altamira: Dos jaurías
enfrentadas.
Desenlaces
• Una enseñanza psicológica de la imagen arquetipal de la
víctima estaría en descubrir el significado del sufrimiento
para el desarrollo de la capacidad de sacrificio: La víctima
puede entonces participar “en la tarea sagrada de crear
significado a partir del caos incomprensible” (Cowan,
1993, p. 307).
• En el epígrafe anterior hablé del estancamiento, que
puede representarse en una imagen de la alquimia, la
Putrefactio, que consiste en una básica escisión de los
elementos, que a su vez simboliza la disgregación psíquica.
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“La descomposición de una estructura anteriormente
viva. Pero la imagen se llama también conceptio” (Jung,
2006, párr. 467), la potencial re-generación.
Vimos cómo los arquetipos de la víctima y del inválido son fermento
de tiranías, con la carga de orgullo y (auto) engaño que conlleva un
complejo de poder. Pero simultáneamente la condición de minusvalía
es un vehículo de redención para cambiar trágicamente un destino,
como finalmente ocurre con Doña Bárbara. Para López-Sanz (2006),
la herida cicatrizada es conciencia de muerte, imprescindible para la
reflexión, espacio donde ya es inútil el héroe guerrero con su
temeridad.
A un mismo tiempo estaba saliendo el sol y poniéndose la luna, y
el palmar se estremecía como un bosque sagrado en el silencio del
alma (Doña Bárbara, Cap. XII).
Referencias
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Notas:
1 El Decreto bolivariano de Guerra-a-Muerte “de 1814 estableció la
culpabilidad política de los españoles y la inocencia espontánea de los
criollos, y al mismo tiempo, introdujo una lesión en la memoria colectiva”
(Torres, 2009, p. 29).
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2 En este sentido, Doña Bárbara encarna a la Gran Madre telúrica, carente de
límites, alejada de la piedad: es la selva devoradora de hombres, como Kali en
la mitología hindú.
3 Los arquetipos son factores ordenadores y reguladores inconscientes de
la vida psíquica. Una observación cuidadosa de ellos —a través de sus
expresiones usuales como los sueños en lo individual y los mitos en lo
colectivo— permite una adecuada adaptación, entendida como la puesta al
día de la individuación: la cotidianidad deuna vida plena ajena o (al menos)
no sujeta a regresiones patológicas (Jung, 1998, orig. 1945).
Héctor Antonio Espinoza A.: Educador y
Escritor. Psicólogo egresado de la UCAB. Doctor
en Ciencias Sociales, Mención Estudios Culturales.
U.C. Postdoctor en Educación. Universidad
de Carabobo. Profesor Titular de la FaCE-UC.
haespinozve@gmail.com
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