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«YO NO MORIRÉ»
«Yo no moriré»
El hecho de la muerte se constata por la experiencia diaria; por el contrario, la pregunta por el «más allá»
reclama una justificación. Pues bien, la razón humana
muestra que la pervivencia tras la muerte no es un absurdo, sino que ofrece argumentos que la hacen razonable.
Por su parte, la revelación cristiana confirma que, tras la
muerte, el hombre inicia un modo nuevo de existencia.
Para quienes dudan o se empeñan en negar la vida
después de la muerte, el autor les emplaza a responder
a estos interrogantes: ¿Hay algún motivo plausible para
no cuestionarse por el «más allá» tras el vivir terreno?
¿Acaso no es racional que la fugacidad de la vida humana
se alargue en la permanencia estable de otra vida? ¿Las
grandes promesas que nos hacemos a nosotros mismos
son meras utopías y no van a tener ningún cumplimiento?
¿Cómo explicar nuestros inquietos anhelos de felicidad?
¿Esas preguntas tan atormentadas que nos hacemos los
humanos van a ser meras quejas de una sociedad psicológicamente enferma? ¿Las graves injusticias que relata
la crónica de la humanidad no van a ser reparadas y los
actos de heroísmo que llevan al hombre a dar su vida por
los demás no serán premiados? Si la vida eterna no fuese la coronación de la historia humana, a la vista de las
catástrofes, desgracias e injusticias que relatan la crónica
de la sociedad, ¿al final va a vencer el mal sobre el bien?
¿Las grandes palabras como justicia, bondad, maldad,
misericordia, perdón, amor... son meros sonidos (flatus
vocis) que se quedan en puros enunciados y responden a
utopías irrealizables?
A estas y otras preguntas, el lector encuentra en este
libro respuestas razonables.
AURELIO FERNÁNDEZ
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
AURELIO FERNÁNDEZ
YO
«
NO MORIRÉ»
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
La escatología cristiana
ISBN 978-84-9061-291-0
palabra
«YO NO MORIRÉ»
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA
EDICIONES PALABRA
Madrid
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Colección: Libros Palabra
Director de la colección: Javier Martín Valbuena
© Aurelio Fernández, 2015
© Ediciones Palabra, S.A., 2015
Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 913 507 720 – (34) 913 507 739
www.palabra.es
epalsa@palabra.es
Diseño de la cubierta: Raúl Ostos
I.S.B.N. 978-84-9061-291-0
Depósito Legal: M. 25.123–2015
Impresión: Gráficas Gohegraf, S. L.
Printed in Spain – Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
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«YO NO MORIRÉ»
LA VIDA
DESPUÉS DE LA MUERTE
LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA
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ABREVIATURAS Y SIGLAS
BIBLIA
ANTIGUO TESTAMENTO
AT
Antiguo Testamento
Lv
Dn
Libro de Daniel
1 M Primer Libro de los Macabeos
Dt
Deuteronomio
Nm Números
Eclo
Eclesiástico
Gn
Génesis
Ex
Éxodo
Ez
Profeta Ezequiel
Is
Levítico
Pr
Proverbios
Qo
Qohélet
2R
Segundo Libro de los Reyes
Sb
Libro de la Sabiduría
Sal
Salmos
Isaías
1S
Primer Libro de Samuel
Jr
Jeremías
2S
Segundo Libro de Samuel
Jb
Libro de Job
Zac
Zacarías
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AURELIO FERNÁNDEZ
NUEVO TESTAMENTO
Ap
Apocalipsis
Lc
Evangelio de San Lucas
Col
Carta de San Pablo a los
Colosenses
Mc
Evangelio de San Marcos
Mt
Evangelio de San Mateo
NT
Nuevo Testamento
1P
Primera Carta de San Pedro
2P
Carta de San Pablo a los
Efesios
Segunda Carta de San
Pedro
Rm
Carta de San Pablo a los
Filipenses
Carta de San Pablo a los
Romanos
St
Carta de Santiago
1 Co Primera Carta de San
Pablo a los Corintios
2 Co Segunda Carta de San
Pablo a los Corintios
Ef
Flp
Ga
Carta de San Pablo a los
Gálatas
1 Ts
Primera Carta de San
Pablo a los Tesalonicenses
Hb
Carta a los Hebreos
2 Ts
Segunda Carta de San
Pablo a los Tesalonicenses
Hch Hechos de los Apóstoles
1 Tm Primera Carta de San
Pablo a Timoteo
Jn
Evangelio de San Juan
1 Jn
Primera Carta de San Juan
2 Jn
Segunda Carta de San Juan
2 Tm Segunda Carta de San
Pablo a Timoteo
Jud
Carta de san Judas
Tt
Carta de San Pablo a Tito
OTROS DOCUMENTOS:
AA
Apostolicam Actuositatem
DCE Deus caritas est
AG
Ad gentes
DD
CV
Caritas in veritate
DzS El Magisterio de la Iglesia
Dies Domini
CEC Catecismo de la Iglesia Católica
EN
Evangelii nuntiandi
ChL Christifideles laici
FR
Fides et ratio
GS
Gaudium et spes
LE
Laborem exercens
CIC
Código de Derecho Canónico
CPD Credo del Pueblo de Dios
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ABREVIATURAS Y SIGLAS
LG
Lumen gentium
RP
Reconciliatio et paenitentia
LN
Libertatis nuntius
SCa Sacramentum caritatis
OA
Octogesima adveniens
SD
PH
Persona humana
SpS Spe Salvi
PO
Presbyterorum ordinis
SRS Sollicitudo rei socialis
PT
Pacem in terris
UR
Unitatis redintegratio
RM
Redemptoris missio
VS
Veritatis splendor
Salvifici doloris
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PRÓLOGO
«Yo no moriré» es un título pretencioso en extremo,
pues el dato de la muerte se cumple inexorablemente en
cada uno de los humanos: morir es un hecho del cual nadie está exento. Por ello, con mayor realismo, el título de
este libro debería ser: «Yo moriré».
Ahora bien, el enunciado de la muerte provoca un tremendo sobresalto, pues el simple aviso de que vamos a
morir es una advertencia siempre ingrata que todos deseamos olvidar. Este miedo a la muerte se muestra en la
iconografía popular como un arrogante y desafiante esqueleto con guadaña amenazadora al hombro que se escabulle entre la gente segando vidas humanas a su paso.
Esta negra sombra y el miedo que acompañan a la
muerte son justificados, pues la muerte, en sí misma, es
un enorme mal: «morir» es una catástrofe, significa el final de la vida y con ella se acaba la existencia. Por el contrario, «vivir» es la realidad misma del ser humano: «vida» es la afirmación, «muerte» es la negación; morir es el
descalabro sumo y último de una existencia.
Desde el punto de vista cristiano, la «muerte» tiene
también una significación negativa, pues, según la Biblia,
la muerte entró en la historia de la humanidad como consecuencia del primer pecado (Gn 2, 17), por lo que, en expresión de san Pablo, la muerte es un «enemigo a vencer»
(1 Co 15, 26). Consecuentemente, según la fe católica, la
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muerte es un castigo y se presenta como un destructor
intruso que desmorona la existencia temporal del individuo. Estas razones y otras más de índole psicológico y social justifican que la muerte tenga muy mala literatura,
por lo que a toda costa se intenta silenciarla.
Por el contrario, el título de este libro, «Yo no moriré»,
encubre ese fastidio amargo que provoca la muerte. A su
vez, el subtítulo, «La vida después de la muerte», abre un
amplio y optimista horizonte de futuro al existente humano, de forma que el título y subtítulo enuncian el sentido
cristiano de la vida humana: la muerte es, en efecto, el final de la existencia humana, pero tras la muerte se origina una nueva vida.
Sin embargo, el título y el subtítulo de este libro provocan una serie de cuestiones, todas ellas llenas de incertidumbre. Entre otras, las siguientes: ¿el hombre es un ser
abierto más allá de los futuros inmediatos? ¿Existe un futuro absoluto o el hombre debe plegarse a la inmanencia
de la vida presente? ¿En verdad, existe una vida después
de la muerte? ¿En qué consiste ese nuevo existir postmortal? ¿Esa nueva existencia será solo del alma o afecta también al cuerpo? ¿Cómo concebir un alma separada del
cuerpo? ¿En esa otra vida futura habrá alguna compensación –premio o castigo, según los casos– en razón de la
conducta que el hombre haya tenido en su vivir terreno?
¿El denominado «cielo» como final feliz existe o es una
mera utopía ideada por el deseo de felicidad que domina
a la persona? ¿En verdad, existe el infierno o es una simple amenaza para limitar la libertad humana que busca
aquí la felicidad en su actuar temporal? ¿Qué valor encierra la afirmación de que el cadáver del ser humano –que
sufrirá toda clase de transformaciones hasta la posible
descomposición de la materia– resucitará volviendo de
nuevo a la existencia? ¿Qué relación de continuidad se establecerá entre el vivir temporal del hombre y su existir
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PRÓLOGO
eterno? ¿Y este mundo material, que es la plataforma sobre la que se desarrolla la existencia del hombre y de los
demás seres, subsistirá o, por el contrario, también está
destinado a desaparecer? ¿Esa desaparición del cosmos
es un aniquilamiento o adquirirá un modo nuevo de ser,
una trasformación a mejor? ¿Es verdad que al final de los
tiempos volverá Jesucristo?
La respuesta a estos interrogantes constituye el Índice
de este libro. Y a ellas tratamos de responder a pesar de
que la mente humana se bloquea ante esa ingente y difícil
tarea. Por eso, además de las razones convincentes que
cabe aducir, con frecuencia se recurre a imágenes que iluminan esos apasionantes temas.
Ahora bien, a nadie se le oculta que estas cuestiones
acerca del sentido último de la existencia humana no son
algo adicional al cristianismo, sino que recapitulan el
conjunto de las verdades cristianas: toda la historia humana, tal como se relata en la Biblia, está orientada hacia
la meta final.
Es evidente que estas cuestiones últimas del existir
eterno del hombre tienen una carga enorme de dificultades. Por ello, a lo largo de la historia humana, las diversas
culturas y religiones se han visto forzadas a dar respuestas –si bien muy diversas– a estos temas últimos que el
hombre de todos los tiempo se ha visto obligado a cuestionarse y que también está apremiado a contestar. En este sentido, la escatología cristiana se sitúa frente a las demás «futurologías», antiguas y modernas, pero con esta
diferencia profunda y esencial: mientras las diversas ideologías y futurologías imaginan futuros inmanentes, la escatología católica ofrece respuestas finales que seguirán a
este vivir temporal del hombre.
Como es natural, en este libro exponemos la doctrina
católica sobre la vida futura que sigue a la muerte. En
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concreto, intentamos mostrar que el conjunto de las preguntas arriba propuestas tienen una respuesta cristiana.
Además, advertimos que las razones que la justifican son
convincentes, si bien no están libres de dificultades, pues,
a cuestiones difíciles –sobre todo las referentes al futuro
último del ser humano– las respuestas nunca resultan fácilmente comprensibles.
Pues bien, para disipar algunas de estas dificultades,
la ciencia teológica, además de la razón humana, encuentra su principal apoyo en la autoridad de la Revelación
divina. Y, dado que «nada hay imposible para Dios» (Lc 1,
37), al creyente en Cristo se le abre un mundo luminoso y
fascinante tras la muerte que, al tiempo que engrandece
su existencia presente y futura, fiado de la palabra de
Dios, le confirma que se mueve en realidades nuevas que
no son absurdas, sino que gozan de la certeza de la fe.
***
A lo largo de la historia, la teología católica ha denominado este tratado teológico con nombres diversos, pero
todos ellos muy significativos. En la época de la literatura
latina, dado que el término ya se encuentra en el libro del
Eclesiástico (Si 7, 36), se denominaba De novissimis; es
decir, «acerca de la existencia más nueva», que entraña
realidades tan novedosas que nos son totalmente desconocidas. Este título podría tener en nuestro tiempo un especial eco, dado que asistimos a una cultura que cada día
nos sorprende con nuevos inventos. Pues bien, a pesar de
tantas novedades como a diario se nos ofrecen, este tratado teológico nos comunica que en la «otra vida» nos esperan sorpresas tan nuevas, que no nos es posible ni siquiera imaginar.
Otra denominación muy repetida es Tratado de las verdades eternas. También esta nomenclatura ofrece a la cultu14
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PRÓLOGO
ra actual enormes sugerencias. En efecto, a nuestro tiempo,
que niega la existencia de la verdad objetiva y está inmerso
en lo que el papa Benedicto XVI denominó la «dictadura
del relativismo», este tratado le asegura la existencia de
ciertas verdades que cabe calificar de «eternas»: son a modo de focos potentes de verdad que iluminan otras realidades en las que se mueve la existencia humana, las cuales
garantizan que ciertas verdades sobre el ser humano, hoy
puestas bajo sospecha, cobran garantía a la luz de esas verdades eternas.
También se denominó Tratado de las postrimerías. En
él se estudiaban esas realidades últimas (postreras) que
seguirán a este estado terrestre lastimoso de enfermedad,
de vejez y de muerte que acompañan el final del calendario biográfico. En este sentido, se confirma que la vida no
se acaba ni en la enfermedad ni en la vejez ni en la muerte, sino que a esos estadios «penúltimos» de la biografía
de la persona sucederá otro «estadio postremo» y último
que denominamos la «vida eterna».
Finalmente, en estos últimos años se ha resucitado un
viejo vocablo de origen griego, «escatología»1. Este término deriva de «ésjaton-éschaton» = cosas últimas, o sea, que
estudia esas realidades últimas que acontecen más allá de
la muerte: son realidades nuevas y tan flamantes que están sin estrenar. Y son tan nuevas que no admiten comparación alguna con las más novedosas que ofrece la cultura
de cualquier época. La escatología es, pues, la ciencia teológica sobre los últimos acontecimientos en torno al hombre singular, también de la colectividad humana e incluso
del cosmos.
1 El término era conocido, pero como designación de este tratado se
inicia con el teólogo y filósofo de la religión F. D. Schleiermacher. El Diccionario de la Lengua Española lo define: «Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba».
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En general, los temas de este tratado teológico constituyen la meta de la historia humana, que no finaliza en la
nada, sino que se abre a perspectivas esperanzadoras al
«más allá» de la muerte. La escatología es como la explosión final de la historia del hombre y del mundo que, salidos finitos en el inicio de la creación, alcanzarán una madurez al final de los tiempos. Dios es el único futuro
absoluto; pues bien, a ese absoluto final está abocado el
conjunto de la creación. De ahí la importancia de este tratado teológico, pues resume toda la historia humana2.
Todas esas nomenclaturas evocan una novedad inusitada: la vida temporal de la persona se acaba, pero se inicia
otra nueva vida de tal riqueza, que, como escribe san Pablo, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano jamás soñó lo que Dios ha preparado para los que le
aman» (1 Co 2, 9).
La biografía humana tiene, pues, un normal desarrollo:
se inicia con el nacimiento, progresa a lo largo del tiempo y
concluye con la muerte; pero el fin de la existencia humana
no es la muerte, sino que con ella se inicia la vida nueva y
eterna. Y no se trata de un happy end, como proclaman algunos que ofrecen novedades y felicidad para el «aquí y ahora», sino que será un final eterno que coronará la existencia
del hombre en el «más allá feliz» después de la muerte.
***
En la escatología cabe diferenciar dos planos y ámbitos
distintos: la escatología personal e inmediata que sigue a la
2 Así lo subraya el P. Congar: «Una de las adquisiciones más decisivas del último medio siglo ha sido el redescubrimiento de la escatología, no ya como el último capítulo de la teología, sino como una realidad que determina el sentido mismo de lo que ocurre en la historia». Y.
Congar, Situación y tareas de la teología hoy, Sígueme, Salamanca 1970,
106-107.
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PRÓLOGO
muerte del individuo y la escatología última, universal y
colectiva que afectará a toda la humanidad.
1. La escatología personal se inicia con la muerte y trata
de la existencia postmortal del alma separada del
cuerpo, a la que, de acuerdo con la conducta individual, seguirá el juicio, con el correspondiente premio
o castigo que a cada uno corresponda. Se la denomina «escatología intermedia», pues responde al tiempo
que media entre la muerte del individuo y su resurrección final.
2. La escatología colectiva estudia las novedades que
ocurrirán cuando llegue el «final de los tiempos». Cabe reducirlas a tres, que corresponden a otros tantos
acontecimientos que acaecerán al final del mundo:
Primera, la glorificación del hombre con la resurrección de la carne. Segunda, el porvenir del cosmos que
se cumplirá lo que san Pedro y el Apocalipsis denominan los «nuevos cielos» y la «nueva tierra» (2 P 3, 13;
Ap 21, 1). Tercera, la venida final en gloria de Cristo
que el NT denomina «parusía» o venida solemne de
Jesucristo, Salvador del mundo.
Ahora bien, para explicar el misterio que encierra este
conjunto de realidades, se requiere conocer y dilucidar
dos supuestos previos: la antropología y la realidad de la
muerte. En efecto, para conocer qué tipo de existencia futura le espera al hombre en el «más allá», es preciso explicar con rigor qué es realmente la persona humana. Solo
una antropología correcta posibilita entender las realidades que esperan al hombre tras su vivir terreno. Al mismo
tiempo, esas realidades futuras siguen a la muerte del individuo, por lo que se impone saber qué es realmente la
muerte del ser humano, tan distinta de la aniquilación y
del final destructivo común a los demás seres.
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Y, dado que resultan verdades tan misteriosas que en
ocasiones parece que se oponen al pensar humano, nos detenemos en mostrar que, dentro de la comprensión de la
peculiar grandeza del hombre, resultan congruentes con la
dignidad de la persona.
En efecto, como es normal en la reflexión ante lo desconocido y en la búsqueda de la verdad sobre realidades misteriosas, la razón humana sigue más o menos este proceso:
primero, tiene que mostrar que tal idea o realidad no son
un absurdo; de inmediato, descubre que tienen sentido; seguidamente, constata que son razonables y al fin, tras las
pruebas oportunas, se confirma que la inteligencia está en
posesión de la verdad. Y, en ocasiones, las razones que concurren son tales, que el sujeto humano está seguro de haber alcanzado la certeza.
Pues bien, supuesta la Revelación sobre la vida futura,
este es el proceso racional de quien pone empeño en reflexionar sobre aquellas realidades que, según la religión
católica, acontecen al hombre tras su muerte. Es evidente
que la escatología cristiana se conoce por la Revelación divina. Ahora bien, el creyente, con la garantía de la Revelación, de inmediato pone en ejercicio la razón humana y
llega a la convicción de que todas y cada una de esas verdades reveladas sobre el futuro del hombre no son absurdas,
sino que tienen sentido y son razonables.
Este conjunto misterioso de realidades que encierra la
vida futura son los enunciados de los respectivos capítulos
del Índice de este libro que enviamos a la imprenta con el
objetivo de que nuestros lectores no solo se ilustren acerca
de las verdades que profesan en el Credo, sino también con
el fin de que orienten su vida aquí, en su vivir histórico,
con relación a la vida eterna, al tiempo que se ilusionen
con esas grandes novedades que nos esperan en el «más
allá», después de la muerte.
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PRÓLOGO
***
Una última observación: esta obra no es un manual de
teología dogmática, tampoco es un texto académico, por lo
que algunas cuestiones quedan fuera de nuestro estudio. El
intento del autor es reflexionar acerca de lo esencial más
que sobre cuestiones disputadas. Este libro es un ensayo
que, teniendo a la vista la enseñanza revelada en la Biblia y
la doctrina de la Iglesia católica, trata de explicar y justificar racionalmente esas grandes realidades que esperan a la
humanidad una vez que se agote el espacio-tiempo de este
mundo. Y, dado que esas realidades están llenas de misterio
y producen una especie de vértigo a la razón humana, hemos puesto empeño por exponerlas y situarlas en un contexto que las haga creíbles y razonables. Para alcanzar este
objetivo citamos el testimonio de otros autores; de este modo el lector se siente acompañado por convicciones de personas de especial relieve cultural que justifican que la existencia humana se realiza plenamente en el «más allá».
El deseo del autor es que el lector recupere la certeza de
esas verdades que iluminan su vida y que incluso hacen
apreciable la existencia del que está destinado a encontrarse definitiva y plenamente feliz con su Creador.
Madrid, 15 de agosto de 2015
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PRIMERA PARTE
PRESUPUESTOS
Capítulo I. EL SER HUMANO. LA ANTROPOLOGÍA
Capítulo II: VIDA Y MUERTE DEL HOMBRE
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Capítulo I
EL SER HUMANO. LA ANTROPOLOGÍA
La Escatología es la ciencia teológica acerca del hombre
después de su muerte, o sea, de la existencia postmortal de
la persona. Y es lógico que la vida del «más allá» sea prolongación del «acá», pues el hombre es sí mismo, tiene una
mismidad esencial, por lo que la existencia futura ha de respetar el ser íntimo de la persona humana: el hombre después de la muerte debe ser el mismo que nació, vivió y murió. De lo contrario, con cierto humor, cabría fingirse este
diálogo entre el hombre de aquí y el que será en la otra orilla ya resucitado: «¿Qué tengo yo que ver contigo?».
Pero tal identidad encierra otras dificultades que no son
fáciles de responder. No obstante, de momento, es suficiente afirmar que el hombre resucitado «será el mismo, pero
de diverso modo»: será él mismo, pero de configuración
bien distinta a la que tuvo en su existir en el tiempo. Esa
novedad de vida y de existencia es el objeto de estudio de la
escatología católica. De ahí la íntima relación que existe entre la antropología y la escatología: la naturaleza del hombre en el «más allá» está en dependencia de lo que él es en
el «acá» de su vivir terreno. Como escribe K. Rahner, «en
virtud de la esencia del hombre, la antropología cristiana es
futurología cristiana, es escatología cristiana»1.
1 K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1984, 495.
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Ahora bien, resulta que la concepción del hombre no es
homogénea en las diversas culturas. Es un dato incuestionable que incluso en la filosofía actual de Occidente no
existe unanimidad en la comprensión del ser humano. De
hecho, las antropologías propuestas por las distintas ciencias en nuestro tiempo son plurales2.
Consecuentemente, dado que el estudio de la ciencia del «más allá», o sea, de la Escatología hace referencia al hombre concreto, es necesario asentar qué es lo
que esencialmente lo define, pues, como hemos consignado, las afirmaciones sobre la vida futura deben ser
coherentes con lo que realmente el hombre es en el estadio de su vida terrena. Asimismo las dificultades anexas a la comprensión y explicación de esas realidades
últimas que afectan al ser humano se esclarecen si se
tiene un conocimiento exacto de lo que es la persona
humana.
Por ello, aquellas antropologías que definen al hombre como simple materia peculiarmente organizada o
sostienen que no es más que un organismo vivo reducible
a un conjunto de genes, también quienes mantienen que
no es más que un animal cualificado y, en general, cuantos niegan la existencia del alma, tales corrientes antropológicas no se interesan por la subsistencia del hombre
tras la muerte: como todo organismo vivo, el hombre nace, vive y muere y, de acuerdo con el dicho popular,
«muerto el perro, se acabó la rabia». En consecuencia,
esas antropologías tampoco son capaces de entender las
razones de quienes tratan de responder a esas realidades
2 Una visión de las antropologías actuales, cfr. J. F. Sellés, Propuestas antropológicas del siglo XX, EUNSA, Pamplona 2006, 2 vols. Una defensa razonada de la grandeza del hombre frente al animal, cfr. V. Gómez Pin, El hombre un animal singular, La esfera de los libros, Madrid
2005. Id., Entre lobos y autómatas, Espasa, Madrid 2006. Id., Reducción
y combate del animal humano, Ariel, Barcelona 2014.
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EL SER HUMANO. LA ANTROPOLOGÍA
que se plantean todos los humanos acerca del sentido último de su vida.
Más en concreto, el materialismo mecanicista que afirma que el hombre «pertenece a la familia de los mecanos»
(L. Ruiz de Gopegui), el sociobiologismo que sostiene que
el ser humano no es más que «un saco de genes» (E. O.
Wilson), los que reducen al hombre a mera corporeidad como «una especie más de primate» (J. Mosterin), quienes
incluyen al hombre dentro del «Proyecto del gran simio»
(P. Singer), etc., todos ellos sostienen sin preocupación alguna que la muerte del hombre es el final de su existencia
y, consecuentemente, niegan cualquier género de vida del
ser humano tras la muerte.
Quiérase o no, estas corrientes de pensamiento se encierran en un materialismo, solo captan lo visible, lo que es
experimentable sensorialmente, y así finalizan reconociendo solo la materia y el hombre reducido a cuerpo. Y, al final, absolutizan lo visible y no reconocen que existe algo
más, como es el espíritu, el alma, lo sobrenatural... Ahora
bien, la experiencia histórica demuestra que se acaba en
engaños, pues los errores se vengan.
Además, esas corrientes ideológicas tan poco convincentes, además de negar aspectos decisivos de la persona,
tienen que explicar realidades tan vitales y específicas como son, por ejemplo, la capacidad de pensar y razonar, por
qué existe el pensamiento abstracto y por qué la razón
cuestiona problemas de ultimidad, por qué el hombre crea
realidades tan superiores al simple vivir, tales como los instrumentos de la técnica y las obras de arte, por qué los
hombres idean proyectos a realizar que van más allá de lo
inmediato, por qué somos capaces de hacer preguntas no
solo sobre el presente, sino acerca del pasado y del futuro,
por qué nos sentimos culpables de nuestros actos y se nos
exigen responsabilidades de los mismos, por qué nos eleva25
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mos sobre nuestros propios intereses y nos relacionamos
con un ser trascendente...3.
Asimismo tales antropologías están obligadas a explicar el hecho de que los hombres de todos los tiempos y en
las más variadas culturas se han cuestionado sobre el sentido de la muerte y de las realidades acerca del futuro de su
existencia postmortal. No es posible que esas preguntas tan
íntimas, acuciantes y universales sobre la existencia futura
tengan su origen en una imaginación oscurantista, ni que
obedezcan a un deseo ilusorio de realidades que aquí no
han satisfecho o busquen el cumplimiento de la utopía de
«no querer morir para siempre».
Además, como veremos, las respuestas a tales cuestiones que aportan las corrientes antropológicas más elaboradas están cargadas de razones, pues justifican nocional y
persuasivamente que la grandeza del ser humano no puede
concluir con la muerte, sino que demanda una existencia
postmortal, pues responde a realidades profundas del ser
humano como tal.
Finalmente, ya desde este primer capítulo, conviene tener a la vista que las verdades cristiana sobre el «más allá»
están garantizadas por la Revelación y no se oponen a la
razón, de forma que cualquier intento de desconsiderarlas
«no solo va contra la profesión de fe de la Iglesia, sino también contra la Escritura [...], de modo que la realidad del
mundo y del hombre no puede ni debe ser metafísica y teológicamente negada ni puesta en dudas [...] y, por ser hu3 Max Scheler se extiende en especificar las siguientes notas propias
del hombre que le diferencian del animal: «El lenguaje, la conciencia
moral, las herramientas, las armas, las ideas de justicia y de injusticia, el
Estado, la administración, las funciones representativas de las artes, el
mito, la religión y la ciencia, la historicidad y la sociabilidad». M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Revista de Occidente, Madrid
1930, 77, 81.
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EL SER HUMANO. LA ANTROPOLOGÍA
manos, no superan en sí fundamentalmente la amplitud
intelectiva del hombre»4.
1. EL SER HUMANO: CUERPO Y ALMA
La escatología cristiana parte del supuesto de que en el
hombre confluyen dos realidades: el cuerpo y el alma. Cuerpo y alma, materia y espíritu son los constitutivos del ser
específicamente humano.
La concepción bíblica del hombre está ya consignada en
el inicio de la creación. En las dos redacciones, correspondientes a los dos primeros capítulos del Génesis, ya queda
patente que la corporeidad está animada por el aliento divino. Más tarde, debido a la diversidad de libros y autores, así
como al tiempo de su composición, no resulta fácil especificar la teoría acerca del hombre pues no hay una fijación terminológica. Finalmente, el autor del libro de la Sabiduría,
bajo la influencia del pensamiento helenista, menciona ya
claramente la dualidad cuerpo-alma (Sb 1, 4; 2, 3, etc.)5.
Tampoco el NT ofrece una terminología fija, pero cabe
afirmar que la concepción del hombre en el cual confluyen
cuerpo y alma está al menos subyacente en los diversos escritos. Es un imperativo mencionar las palabras de Jesús
citadas en el evangelio de san Mateo: «No tengáis miedo a
los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma;
temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuer4 K. Rahner, Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas, en «Escritos de Teología», Taurus, Madrid 1964,
IV, 415; cfr. notas 4-6, en pp. 415-417.
5 A lo largo de los diversos libros bíblicos, dado que no teorizan sino que exponen el sentido vulgar en uso, el término «alma» adquiere
múltiples sentidos; por ejemplo, se identifica con la vida (Gn 37, 21; Sal
30, etc.) o con el corazón (Sal 26, 22; Os 13, 8, etc.) y, de acuerdo con la
sensibilidad común, se interpreta como la sede de la razón (Dt 8, 5; Is 6,
10, etc.), de la voluntad (Sal 20, 5; Is 10, 7) y sobre todo de los sentimientos (Lv 19, 17; Dt 20, 8, etc.). Esta pluralidad de comprensión se
encuentra también en el NT.
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po en la gehenna» (Mt 10, 28). La interpretación de los
Santos Padres de este texto es común en la distinción clara
de alma y cuerpo6.
Pero tal concepción antropológica no es exclusiva del
cristianismo, sino que es común a otros ámbitos culturales
y se profesa desde las épocas más primitivas de las que tenemos noticia7. Tal es el caso de las dos grandes culturas
vigentes en la amplia geografía de Oriente y Occidente que
apuestan por la tesis de que el cuerpo humano está vivificado por el alma espiritual. Lo mismo cabe afirmar de la religión de los distintos pueblos precolombinos y de la cultura
animista del paganismo africano.
Así, por ejemplo, la cultura greco-romana es incomprensible sin el reconocimiento del hombre como realidad «compuesta» de materia y espíritu. Cuerpo y alma se repiten de
continuo en la literatura de Grecia y Roma, tanto al interpretar el ser humano desde el punto de vista de la filosofía, como
cuando en el arte, en la poesía, en la economía o en la política
tratan de expresar la grandeza, la belleza, el uso y empleo de
los bienes o los derechos del hombre. Para el ciudadano griego y romano, el término «alma» se repite al mencionar y explicar cualquier actividad específicamente humana8. Lo mismo cabe afirmar de la filosofía occidental posterior9.
6 Del tema nos ocupamos ampliamente en A. Fernández , «No
temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma».
Interpretación patrística a Mt 10, 28, «Burgense» 28 (1987) 85-108. Id.,
Exégesis origeniana a Mt 10, 28, «Burgense» 37 (1996) 227-245.
7 Cfr. L. Rossi, Historia natural del alma, A. Machado Libros, Madrid 2008.
8 M. Guerra Gómez, Dios y el hombre, la antropología y la teología
(Concepto “espiritual”, “material” e “inmaterial” de la divinidad y del alma humana en la antigüedad griega y en nuestro tiempo), en Aa.Vv., Dios
y el hombre, EUNSA, Pamplona 1984, 505-538.
9 Omitimos la cuestión del pensamiento filosófico europeo posterior entre el escepticismo de Hume y el racionalismo de Kant, el cual, si
bien se opuso a los argumentos de razón, muestra la existencia del alma por la Razón práctica, o sea, por razones éticas.
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También en el amplio continente asiático se acepta esta
misma comprensión del hombre, pero con más fuerza aún
subrayan el papel del alma, pues el acento del espíritu destaca en la concepción antropológica de los diversos pueblos de Oriente. El hombre de la cultura oriental es fundamentalmente un ser espiritual, hasta el punto de que en el
budismo, en el hinduismo y en las demás corrientes filosóficas y religiosas de estos pueblos, el alma cobra cimas tan
destacadas, que incluso llegan a oscurecer el valor del cuerpo. No es, pues, cierto afirmar que la realidad del alma
«brota del temor a la muerte del cuerpo»10.
En resumen, el término «alma» no es una palabra exclusivamente cristiana, sino que corresponde al acerbo de la
cultura universal, por lo que el creyente en Jesucristo no ha
de tener complejo alguno al pronunciarla. Negar el «alma»
es un fenómeno cultural moderno11. Incluso el marxismo,
que significó el culmen del materialismo más craso y beli10 No deja de sorprender la rotundidad con la que F. Savater afirma
la exclusividad del cuerpo: «Nacemos al azar pero seguimos vivos de chiripa y siempre con notable despliegue de esfuerzos por nuestra parte.
Los mecanismos que nos traen al mundo, los que nos alimentan, hacen
crecer y preservan en él, los que nos amenazan constantemente, así como los que nos permiten reproducirnos son todos ellos corporales. En
este registro vital, estar vivo es ser un cuerpo, padecer y gozar de lo que
los cuerpos padecen y gozan, necesitar de lo que los cuerpos necesitan y
ser finalmente destruido por lo que a todos los cuerpos vivientes amenaza. La alegría, el espanto y los trabajos de la vida son esencialmente corpóreos». F. Savater, La vida eterna, Ariel, Barcelona 2007, 172. El subrayado es del autor. En páginas siguientes trata de desdramatizar la muerte
y ningunear las diversas doctrinas que profesan «la consoladora convicción de que morimos, sí, pero para bien». Savater las califica de «fórmulas más o menos imaginativas que convierten nuestro pánico en algo a
fin de cuentas ilusorio». Ibídem, 175. El subrayado es del autor.
11 Por ejemplo, el materialismo griego de Epicuro y Demócrito, a
pesar de que afirman que el ser del alma son átomos muy sutiles, sin
embargo admiten la existencia de un psiquismo superior a la simple
materia. Modernamente, la existencia del alma sufrió los embates de
Feuerbach, del marxismo oficial y de la invectiva de Freud. Pero la historia posterior ya ha acusado la caída de los denominados «filósofos de
la sospecha». Feuerbach, Marx y Freud no son ya maestros de la antropología.
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gerante contra el alma, en el último estadio de su historia
profesó la existencia del espíritu, aunque este término encierra para los marxistas un sentido bien diverso del que
goza en esas dos grandes culturas y sobre todo se distingue
de la realidad «alma», tal como se entiende y engrandece en
la teología católica12.
Modernamente, por influencia de los nuevos descubrimientos en torno al cerebro, se intenta identificar alma y
cerebro, con lo cual se afirma un nuevo materialismo negador del espíritu, pues, según esa teoría, las operaciones psíquicas de la persona tienen origen en las neuronas. Algunos autores han ido tan lejos que incluso proponen que la
idea de Dios es creación del cerebro humano13. Es evidente
que en el cerebro confluyen todas las actividades psíquicas
del hombre, de forma que cabría afirmar que el alma actúa
por él; pero el cerebro no causa el pensamiento, sino que lo
posibilita. Por ello, dado que el cerebro es materia –materia encefálica–, no explica las creaciones propias de la persona arriba reseñadas, por lo que algunos prefieren hablar
de pre-mente. Otros, por el contrario, prefieren el uso del
término «mente» para explicar esas especificidades de la
persona, pero entienden la mente como realidad espiritual,
hasta identificarla con «alma».
Las discusiones entre la neurociencia y la filosofía sobre
este tema son innumerables y el estudio de las cuestiones
que se suscitan superan nuestro objetivo. Pero las afirmaciones más matizadas concuerdan en que, debido a la unión
entre alma y cuerpo, los datos de la neurología no tienen
12 En el XIII Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en México en el año 1947, un grupo cualificado de filósofos marxistas aceptaban la existencia del alma como constitutivo del ser humano. Ya K.
Marx confesaba que su teoría no era «un materialismo filisteo», si bien
no sabemos qué entendía Marx con esta expresión.
13 J. M. Giménez-Amaya, «¿Dios en el cerebro? La experiencia religiosa desde la neurociencia», Scripta Theologica 42 (2010) 435-452.
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por qué negar la existencia del alma, que actúa en y por el
cerebro humano14. A este respecto, la obra del premio Nobel Eccles y del filósofo y científico Popper señaló con precisión los límites del cerebro y la acción del alma15.
2. ¿QUÉ ES EL ALMA?
La existencia del alma es, pues, un postulado común
en amplios espacios de la filosofía y de la ciencia y es patrimonio de todas las religiones. Problema distinto es fijar
con rigor el concepto de «alma» y sobre todo resulta difícil definirla con precisión: ¿qué es realmente el «alma»?
Santo Tomás de Aquino escribe: «Conocer qué es el alma
es una cuestión dificilísima»; pero añade: «su existencia
es ciertísima, pues cada uno la experimenta en sus
actos»16. Los intentos por definirla se inician ya en el comienzo de la cultura griega17.
Por el contrario, especificar y definir la naturaleza del
cuerpo –realidad material y por ello visible, palpable y
mensurable– encierra menos dificultades. De hecho, tanto la ciencia física, como la química e incluso la medicina
se acercan bastante a descifrar la peculiaridad del cuerpo
humano. Sin embargo, la explicación de la naturaleza del
alma no goza de la misma evidencia18. Por ello, de inmediato, surge la pregunta: ¿qué es el alma?
14 G. Canobbio, Sobre el alma. Más allá de mente y cerebro, Sígueme,
Salamanca 2010.
15 K. R. Popper-J. C. Eccles, El yo y el cerebro, Labor, Barcelona
1978. Abunda la bibliografía posterior sobre el tema.
16 Santo Tomás de Aquino, De veritate, q. 10, a. 8 ad 8.
17 Aristóteles hace la crónica de estos intentos, cfr. Del alma, I, 1-5,
402a-411b.
18 Una de las razones es que en la literatura antigua no hubo una
fijación de los términos «anima» y «animus». Por ejemplo, hasta Séneca animus acaparó el significado posterior de anima mientras que este
término designaba el principio vital común a los animales irracionales
y a las funciones inferiores del hombre.
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En primer lugar, conviene eliminar cualquier intento
de identificar «alma» con «vida»: el alma explica la vida,
pero el alma no se identifica con la vida. Es cierto que la
vida distingue a unos seres de otros: una planta no es un
adoquín, un animal tampoco es una planta, ni el hombre
es un simio. Y es que «vida» no es una realidad unívoca: el
geranio no tiene la misma vida que un perro, como tampoco la vida de cualquier mamífero se identifica con la vida
humana. No existe un simple grado de organización de la
vida. La vida sensible se distingue de la materia y la sensibilidad de un animal no se identifica con la vida intelectual
del hombre por cuanto esta es una realidad espiritual: el
alma humana supone una ruptura de ser entre el animal y
el hombre; entre ambos se da una cesura ontológica19.
Tampoco el término «alma» es unívoco. Los autores
clásicos, partiendo de la relación alma-vida, distinguían
entre «alma vegetativa» o «nutritiva», propia de las plantas,
«alma sensitiva», aplicada a los animales, y «alma intelectiva» o «alma espiritual», propia y exclusiva del hombre.
Así, por ejemplo, Aristóteles, después de afirmar que
«hay una definición única del alma», escribe que «el alma,
en cierta medida, se da en todos los seres sensibles»20. Pero, después de distinguir las distintas clases de vida animadas por sus respectivas «almas», el mismo filósofo griego
añade que el alma racional es propia solo del hombre:
«La vida es común al hombre y a las plantas; pero
buscamos lo que caracteriza al hombre específicamente.
19 Según datos de la Biología, es evidente que los hombres comparten numerosos rasgos genéricos con los animales. Por ejemplo, elementos bioquímicos y genéticos, características citológicas, histológicas,
anatómicas y fisiológicas. Asimismo la Etología ha descubierto patrones etológicos, estructuras sociales y culturales comunes a animales
humanos y no humanos. Pero es evidente que cualitativamente son
más y mayores las diferencias.
20 Aristóteles, Del alma, II, 2, 413a-b; II, 3, 414b.
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Hay que dejar, pues, aparte la nutrición y el crecimiento.
Vendría luego la vida sensible; pero esta, sin duda, pertenece también al caballo, al buey y a todo ser animado.
Queda una sola vida activa peculiar al ser dotado de razón. Pero aún hay que distinguir en ella dos partes: una
que obedece, por así decir, a la razón, y otra que posee la
razón y está dedicada a pensar. Dado que se presenta de
esta manera, es preciso considerarla en su actividad, pues
allí es donde se presenta, con mayor superioridad. Sí, lo
peculiar del hombre es la actividad del alma».
Y, de inmediato, Aristóteles se pregunta: «¿Hay una
actividad propia del hombre?». Y responde con contundencia: «No puede ser la vida, pues todos los animales y
vegetales viven. En cambio, la vida dirigida por la razón
es específica del hombre»21.
Tomás de Aquino se suma a la afirmación de Aristóteles de que «el alma, en cierta medida, se da en todos los
seres sensibles»22. En consecuencia, admite esa misma
distinción tripartita del alma:
«El alma que existe en las plantas no posee más que el
ínfimo grado entre las potencias del alma, y por eso es
designada a partir de esa potencia cuando se la denomina
nutritiva o vegetativa; el alma del animal, en cambio, alcanza un grado más alto, a saber, el sentido, por lo que su
misma alma es llamada sensitiva, o bien en ocasiones
también sentido; pero el alma humana alcanza el grado
más alto entre las potencias del alma, y es designada a
partir de eso, y por ello se la denomina intelectiva, y en
ocasiones también intelecto»23.
21 Id.,
Ética a Nicómaco I, 7, 1098a.
Tomás de Aquino, De anima, lib. 3, l.13, n. 1.
23 Id., Quaestiones disputatae de veritate, q. 10, a. 1.
22 Santo
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Santo Tomás marca, pues, la diferencia esencial que
existe entre el alma humana, a la que denomina «alma intelectiva», del alma de los animales, a la que clasifica como «alma sensitiva» y del alma vegetal, que especifica como «alma nutritiva»: la planta es un organismo vivo que
tiene un proceso de nutrición y crecimiento; el animal, a
su vez, «siente», goza de cierta memoria y sensibilidades
diversas, pero solo el hombre tiene un alma espiritual,
por lo que «se siente a sí mismo», al tiempo que conoce
otras realidades ajenas a él y razona sus conocimientos24.
Santo Tomás subraya esta diferencia del alma espiritual:
«Por encima de los animales están los seres que se mueven en orden a un fin que ellos mismos se fijan [...]. Por
tanto, el modo más perfecto de vivir es el de los seres dotados de intelecto»25.
Con referencia a la relación animal-hombre, es evidente que la denominada alma de los animales es inmaterial,
pero el alma humana, además de inmaterial, es espiritual:
inmaterial y espiritual no son realidades coincidentes. Así
se expresa el filósofo Jaime Balmes:
«No es lo mismo un ser inmaterial que un espíritu.
Inmaterial significa negación de materia; espíritu significa algo más, pues por esta palabra entendemos un ser
simple dotado de inteligencia y de libre albedrío. El alma de los brutos será, pues, inmaterial sin que sea espíritu […]. Conocemos al alma sensitiva por sus actos; esto es, por el sentir; conocemos que no es materia, porque
la materia es incapaz de sensación; y a la manera que de
nuestra alma sabemos que es un ser simple, principio
activo dotado de inteligencia y libertad, podremos decir
que el alma de los brutos es un ser simple dotado de fa24 Id.,
25 Id.,
Ibídem, q. 10, 13, n. 1.
Suma Teológica I, q. 18, a. 3.
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cultad de sentir y de instintos y apetitos en el orden
sensible»26.
Entonces, ¿qué es el alma espiritual? Como ya hemos
dejado constancia, no es fácil definirla, pero es opinión generalizada que, en el caso de que una realidad concreta no
pueda definirse, se debe cambiar de ruta y esclarecerla proponiendo las actividades que ejerce o, más fácil aún, determinando las operaciones que le son propias. Así se expresaba Platón: «Para comprender la verdad sobre la naturaleza
del alma es preciso ver sus afecciones y operaciones»27.
Pues bien, también es sentencia ampliamente compartida
que el «espíritu» se caracteriza por ciertas operaciones específicas, dado que no las comparte con animal alguno28.
En concreto, estas son las cuatro funciones propias del
hombre, y le son exclusivas en razón de su ser espiritual: la
capacidad de reflexionar sobre sí mismo, de tener conciencia de su mismidad, la posibilidad de autodeterminarse y
de comunicarse con los demás:
a) Auto-reflexión: Como es fácilmente comprobable, el
hombre tiene la facultad de reflexionar sobre las diversas actividades que lleva a cabo. Incluso, de las
operaciones que en él se realizan de modo espontáneo cae en la cuenta de su ejercicio y re-flexiona sobre
ellas29. Fruto de esa capacidad surge lo que denominamos la «conciencia», es decir, esa «propiedad del
espíritu humano de reconocerse en sus atributos
26 J.
Balmes, Filosofía Fundamental, Espasa-Calpe, Madrid 1940, II, 2.
Fedro, o de la belleza, 245c.
28 Usamos indistintamente los términos «espíritu» y «alma»: el alma humana es espíritu, pero «espíritu» es un término genérico, pues se
aplica también a los ángeles e incluso a Dios. Por el contrario, «alma»
es el espíritu que anima un cuerpo. Por ello, «alma» se refiere exclusivamente al espíritu del hombre. Otras significaciones de «alma», cfr.
pp. 55-56.
29 Cfr. Aristóteles, De anima I, 2, 414b.
27 Platón,
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esenciales y en todas las modificaciones que en sí experimenta», tal como define «conciencia» el Diccionario de la Lengua Española.
Esa capacidad del re-flexionar se extiende a todas las
dimensiones del ser humano. Por ello se habla de la conciencia sensitiva por la que el hombre es consciente de sus
sensaciones, de la conciencia intelectual porque «cae en la
cuenta» de ciertas verdades y es consciente de la bondad o
malicia de sus actos, o sea, goza de conciencia moral, que el
mismo Diccionario define como «conocimiento interior
del bien y del mal».
Precisamente, ese «ser consciente de» distingue al ser
humano de los animales. Incluso en el nivel inferior, el de
las sensaciones, se da una diferencia cualitativa entre el
hombre y el animal. Es evidente que el animal tiene sensaciones: el perro siente el calor y el frío, experimenta el afecto o la recriminación de su amo..., pero no tiene conciencia
de esas sensaciones; también puede tener un recuerdo y actuar en consonancia, pero no tiene conciencia de ello. Como escribe el filósofo Zubiri, «el animal “siente”, pero “no
se siente”»30. Y el filósofo Max Scheler escribe que el hombre se distingue del animal porque tiene sobre sí y en toda
su actividad le acompaña el reflexivo «se»31. Ciertas sensibi30 «El animal siente, pero no se siente […]. Las impresiones del
animal son meros signos objetivos de respuesta. Aprehenderlo como tales es lo que llamo puro sentir. Puro sentir consiste en aprehender algo
como mero suscitante objetivo del proceso sentiente. En el puro sentir,
la impresión sensible es, pues, impresión de estimulidad». X. Zubiri,
Inteligencia sentiente, Alianza Editorial, Madrid 1980, 52-53.
31 «El animal tiene cierta conciencia, a distinción de la planta; pero
no tiene conciencia de sí. El animal no se posee a sí mismo, no es dueño
de sí, y, por consiguiente, tampoco tiene conciencia de sí, como ya vio
Leibniz […]. El animal oye y ve, pero sin saber que oye o que ve […]. El
animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio [...]. El animal no
tiene una “voluntad” que sobreviva a los impulsos y a su cambio pueda
mantener la continuidad en la mudanza de sus estados». M. Scheler,
El puesto del hombre en el cosmos, o.c., 59-61.
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lidades de los animales superiores que en ocasiones valoramos con admiración están filogenéticamente programadas,
son lo que, comúnmente, se denomina «instintos».
b) Auto-posesión: Esa capacidad reflexiva del ser humano es tal, que puede llegar al fondo de su mismo ser.
Con otras palabras, la reflexión humana es tan íntima
y profunda que el hombre se encuentra consigo mismo. Es lo que en español designamos con el término
«ensimismamiento»: ese recogimiento en la intimidad
en donde se es-sí-mismo porque se encuentra con su
propio «yo». Como afirma Ortega, «el animal es pura
alternación. No puede ensimismarse porque no puede
meterse dentro de sí, ya que no tiene un sí mismo»32.
A ese límite de conocimiento y encuentro con su yo, es
lo que constituye la madurez de la persona; es decir, se
alcanza determinada personalidad. Como afirma el filósofo Nicolai Hartmann, todo hombre es persona,
pero personalidad se refiere en exclusiva a quien tiene
conocimiento y es dueño de su ser33.
c) Auto-determinación: La autodeterminación es como
otro nombre de la libertad: solo el hombre es libre,
porque tiene la capacidad de determinarse a una acción concreta o, por el contrario, se decide por no
actuar o por elegir su contrario. El hombre, porque
es libre, se decide y elige: no sabe lo que debe comer
o beber, pero opta por diversas opciones. Otra vez recurrimos a Max Scheler, el cual, entre las muchas definiciones que cabe hacer de la persona humana, escribe que «el hombre es el animal que sabe decir
32 J. O rtega y G asset , Ensimismamiento y alteridad, en «Obras
completas», Alianza Editorial, Madrid 1983, VII, 84-85. Y Ortega añade: «Ese ensimismamiento va a separar radicalmente la vida humana
de la vida animal» (Ibídem, 87).
33 N. Hartmann, «Das Ethos der Persönlichkeit», en Kleinere Schriften,
vol. I, G. Gruyter, Berlin 1955, 316.
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no»34. De ahí la grandeza de la libertad humana y el
derecho que tiene la persona a ejercerla en los diversos ámbitos de la vida socio-cultural, lo que justifica
el derecho a las libertades reales, formales o adjetivadas (libertad de religión, de información, política, etcétera).
d) Auto-comunicación: Finalmente, el hombre, que en
virtud de su condición espiritual tiene conciencia de sí
mismo y se puede autodeterminar, posee también la
capacidad de comunicarse con los demás. Como escribe Ortega, «El hombre sale de su ensimismamiento
para la “alteración”, para entrar en contacto contaminándose con otro, el “alter”»35. Es lo que hace posible
que a la persona humana se la defina como «ser social». En efecto, la sociabilidad brota de la misma naturaleza espiritual del hombre y no es algo que toma
origen solo en la necesidad de la sociedad para subsistir. Una expresión de esa capacidad de auto-comunicarse puede considerarse el matrimonio. Pues bien, el
hombre puede casarse o no, tampoco sabe con quién,
pero goza de una serie de posibilidades que él va determinando en ejercicio de su condición de ser libre para
elegir entre las múltiples opciones que se le ofrecen.
En consecuencia, quizá no podamos ofrecer una definición exacta del alma humana que encierre su peculiar riqueza, pero sí conocemos sus singularidades y operaciones. De
esta riqueza singular del alma espiritual derivan, además de
esas cuatro cualidades, otro sinfín de operaciones que distinguen al hombre de los demás seres. Además de las apuntadas más arriba y las reseñadas por Max Scheler en nota 3,
he aquí algunas otras actividades más significativas:
34 M.
35 J.
Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, o.c., 79, 81.
Ortega y Gasset, o.c. Ibídem.
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• La capacidad de promover el desarrollo tanto de sí
mismo como el de la comunidad en los más amplios
ámbitos de la convivencia.
• Teorizar sobre las dimensiones de su ser y de los diversos campos de las numerosas ciencias.
• El reconocimiento de sus derechos y deberes, así como
la capacidad de formularlos y de programar la defensa
de los mismos.
• Tener dominio sobre sus propios instintos, educar sus
sentimientos y dirigir conscientemente sus acciones.
• Conocer sus propias cualidades y reconocer los mismos valores en los demás.
• La creatividad y la inventiva para conocer la naturaleza de las cosas y elaborar una ciencia que las explique.
• El empeño por formular preguntas sobre los más variados temas y cuestionarse por lo más íntimo y lo último de cualquier realidad.
• El hecho religioso, tan amplio y significativo, así como
el cultivo y la celebración de las más múltiples tradiciones espirituales del individuo y de la sociedad.
No cabe más que admirarse al considerar una a una
esas novedosas capacidades que se encierran en el hombre
que toman origen en su condición de ser espiritual. Tal dignidad la exaltan los místicos y la admiran los poetas. A Rilke debemos esta reflexión sobre el misterio del hombre:
«¡Oh misterio insondable, no encontramos lo que somos y
buscamos, nunca somos lo que hallamos!».
Por ello, a quienes enaltecen las cualidades de ciertos
animales hasta el intento de compararlos con el hombre,
cabe responderles que, en efecto, los animales no son seres
inertes, sino que gozan de cierta conciencia, tienen reaccio39
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nes bien singulares y poseen patrones fijos de conducta, por
ejemplo, las abejas en la elaboración de las colmenas, la
construcción de los castores o la colaboración de las termitas, etc.
Pero la cuestión no es de qué son capaces los animales,
sino que es preciso destacar lo que no tienen capacidad de
realizar. Y, en concreto, se debe subrayar que el animal más
dotado no puede hacer un instrumento de trabajo, ni escribir un poema, ni hacer un viaje a la luna, ni elaborar una
Constitución que rija los destinos de un pueblo, ni siquiera
emitir una mera ley, sino que se conduce de acuerdo con
sus propios instintos...36. Otros ejemplos no hacen más que
poner de relieve la diferencia abismal entre el animal y el
hombre, que goza de un alma espiritual. Cabe concluir que
lo que distingue al ser humano del animal es que el hombre puede decir «Yo».
Platón en Las leyes engrandece al alma humana en estos
términos: «El alma es, después de los dioses, lo más divino
que hay, por ser también lo que hay en nosotros de más personal». Y, de inmediato, se detiene a esclarecer y engrandecer sus operaciones37. Tal es la grandeza del alma, que Sócrates, en animado diálogo con Alcibíades, afirma que «el
alma es el hombre»38.
En resumen, las grandes creaciones intelectuales y artísticas, los descubrimientos de la ciencia, los inventos y desarrollos técnicos, las teorías elaboradas sobre el comportamiento humano, las exigencias éticas acerca de la conducta
personal y social, la creencia en seres superiores, la práctica
36 Sobre el «lenguaje» algunos afirman que los animales también se
comunican, pero las experiencias llevadas a cabo con los chimpancés
demuestran su incapacidad para «hablar». J. M. Burgos, Antropología:
una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2003, 237-239.
37 Platón, Leyes V, 726a.
38 Id., Alcibíades o de la naturaleza del hombre, 131c.
40
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religiosa y otra serie de capacidades del ser humano que
cabría multiplicar, tal como repetimos con reiteración,
muestran la singularidad y riqueza del alma humana39.
Pues bien, a la vista de esta grandeza del hombre, es un
imperativo cuestionarse: ¿tal singularidad del ser humano
está destinada a acabar en el breve espacio de una vida medida solo por el tiempo biográfico de cada individuo? ¿Es
que el fin del hombre tras la muerte va a ser el mismo que
tienen las plantas y los animales? ¿La proyección hacia el
futuro sobre el que se vuelcan tantas aspiraciones humanas
va a estar medida por el breve calendario del tiempo? ¿Esos
deseos de pervivir son inanes y meros engaños sin posibilidad alguna de realizarse? Ya Platón se cuestionaba acerca
de tales aspiraciones y preguntaba: «¿Piensas que a un ser
inmortal le está bien afanarse por un tiempo tan breve y no
por la eternidad?»40.
Los autores denominan estos argumentos de «pruebas
afectivas» porque las aspiraciones del hombre para un futuro tras la muerte no pueden ser ilusiones fantásticas, ilusorias y utópicas, pues brotan del ser más íntimo de la persona.
3. EL ALMA HUMANA ES INMORTAL
La respuesta de las diversas culturas y de las religiones
a tales aspiraciones es la tesis de la inmortalidad del alma.
De immortalitate animae es el título de numerosas obras de
39 En este sentido, parece apuntar el neopositivista de la segunda
etapa de la Escuela de Fráncfort Júrgen Habermas cuando escribe: «No
se discute el hecho de que todas las operaciones del espíritu humano
dependan enteramente de sustratos orgánicos. La controversia surge
más bien sobre la forma correcta de naturaleza del espíritu. Pues una
adecuada comprensión naturalista de la evolución cultural debe dar
cuenta de la constitución intersubjetiva del espíritu, así como del carácter normativo de sus operaciones regidas por reglas». J. Habermas, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona 2006, 9.
40 Id., República X, 10, 608c.
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la cultura greco-romana y se alargan hasta el Renacimiento41. La argumentación también es común en estos tratados: frente a la materia y a la vida, que son destructibles y
por eso mortales, el alma es espiritual, por ello es incorruptible y, en consecuencia, inmortal. Y la razón se justifica en
estos términos: dado que el espíritu es simple y no tiene
partes, no cabe, pues, que se descomponga, por lo tanto
goza de permanencia estable y, en consecuencia, no puede
morir42. La validez de esta argumentación ha estado sometida a crítica, pero aquí no podemos detenernos43. Nos basta con la sentencia comúnmente admitida: el cuerpo, realidad orgánica, muere; el alma, de naturaleza espiritual, no
muere, es pues inmortal. Tal hecho lo sentenció Cicerón
con esta contundencia: «Tú no eres mortal, sino que lo es
tu cuerpo»44.
Si la existencia del alma es una verdad que, además de
justificarse racionalmente, está presente en las diversas culturas y en todos los tiempos, la creencia en su inmortalidad
goza también de la misma universalidad, pues se afirma co41 No es posible enumerar la amplísima literatura que en griego o
en latín se ha publicado con ese título. Un buen resumen es la obra del
filósofo renacentista Pietro Pomponazzi, Tractatus de immortalitate animae, publicado en Mantua el año 1468.
42 Esta es la argumentación de Séneca a partir de su peculiar concepto del alma, en su epístola El alma sobrevive al cuerpo: «Al modo como la llama no puede ser ahogada, pues se dispersa en torno al cuerpo
que la oprime; al modo como el aire [...] no queda herido, ni fraccionado,
sino que rodea de nuevo el cuerpo que le presionó; así también el alma
que se compone de un elemento muy sutil no puede ser aprisionada, ni
magullada en el interior del cuerpo, sino que gracias a su sutileza se abre
camino a través de los mismos objetos que la oprimen. De igual modo
que el rayo [...] tiene salida por un estrecho orificio; así el alma, todavía
más sutil que el fuego, escapa a través de un cuerpo cualquiera». Séneca,
Epístolas morales a Lucilio, Gredos, Madrid 2000, 324.
43 Hipócrates argumentaba la inmortalidad a partir de la simplicidad
del alma, y en paralelo sostenía un argumento similar respecto al cuerpo,
pues decía que «el cuerpo humano es un compuesto, de forma que si fuese simple no enfermaría», pero es un «compuesto de partes múltiples y
heterogéneas», por eso enferma: la enfermedad es un desequilibrio.
44 M. T. Cicerón, El sueño de Escipión, n. 26; cfr. n. 66.
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mo un postulado innegable en las culturas más elaboradas
y también es una verdad afirmada por todas las religiones45.
En la época clásica de la filosofía occidental, Platón se
ocupó ampliamente en demostrar que el alma era inmortal. Además de sus obras Alcibíades o de la naturaleza del
hombre y Fedón o del alma, en los demás Diálogos sale de
continuo en escena la condición inmortal del alma humana. Por ejemplo, en la República simula ciertas situaciones
del alma después de la muerte del cuerpo y las justifica
porque «las almas son inmortales». Y añade esta curiosa
argumentación: «El número de almas es siempre el mismo,
no puede disminuir por la sencilla razón de que ninguna
perece, y tampoco podrá aumentar, porque, si algo más se
añadiese a los seres inmortales, está claro que procedería
de lo que es mortal, con lo que todo terminaría siendo inmortal». Así concluye: «el alma deber existir siempre, y, si
existe siempre, es inmortal». Y añade que la inmortalidad
del alma es un supuesto que «invocamos para otras muchas cosas»46. Entre esas «muchas cosas» está el amor. Por
ello, en El Banquete Platón argumenta que el amor es «azanasías eros», es decir, el amor demanda eternidad47.
Asimismo en Fedro, el diálogo sobre la belleza, Platón
afirma tajantemente: «toda alma es inmortal», y argumenta:
«El principio de la demostración es el siguiente: toda
alma es inmortal, pues aquello que se mueve por sí mismo es inmortal, mientras que lo que mueve a otro o es
movido por otro, al tener un fin de su movimiento tiene
también un fin de su vida. Por consiguiente, solo lo que se
45 En torno al siglo IV, el historiador Eusebio menciona la teoría
del «tneopsiquismo», que sostenía que, tras la muerte, el alma se disolvía y revivificaba al momento de la resurrección del cuerpo.
46 Platón, República X, 611e.
47 Id., «El Amor es siempre amor de inmortalidad», El Banquete
207a.
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mueve a sí mismo, en cuanto no se abandona a sí mismo,
jamás cesa de moverse, y además es fuente y principio de
movimiento para todo lo demás que se mueve. Ahora
bien: el principio es ingénito, porque necesariamente del
principio se engendra todo lo que llega a ser, pero él mismo no se engendra de nada, pues, si el principio se engendrara de algo, no sería ya un principio».
Platón se extiende aún más en esta prolija prueba, y
concluye: «Una vez puesta de manifiesto la inmortalidad
de lo que se mueve a sí mismo, nadie tendrá reparo en
decir que en esto consiste la esencia del alma y su misma
noción [...]. Sobre su inmortalidad, pues, basta con lo
dicho»48.
Pero es el Fedón o del alma donde Platón se detiene a
aportar las pruebas de la inmortalidad del alma. Como es
sabido, este Diálogo relata la muerte de Sócrates y el «descenso de su alma al Hades» (59a). Sócrates afirma que
tiene «la esperanza de llegar junto a los dioses que son
amos excelentes [...], pues hay algo reservado a los muertos y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los
buenos que para los malos», y él «tiene la esperanza de
que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes
una vez que acabe sus días» (63b).
Pues bien, en ese amplio diálogo que precede a su
muerte, Sócrates abunda en reflexiones sobre el alma y se
pregunta con radicalidad: «¿Tienen una existencia en el
Hades las almas de los muertos o no?». Él mismo responde
con esta otra pregunta: «¿Qué otra cosa cabe afirmar que
nuestras almas tienen una existencia en el otro mundo?».
Y, después de amplias y originales reflexiones en las que
trata de probar que una ley universal es que «después de la
muerte debe seguir la vida», concluye: «Es necesario afir48 Id.,
Fedro o de la belleza, 245c.
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mar que las almas de los muertos existan en alguna parte,
de donde vuelvan a la vida» (70d-72e).
Al final, Sócrates formula a Cebes la pregunta decisiva: «¿Y cómo llamaríamos a lo que no admite la muerte?». Cebes: «Inmortal». Y prosigue Sócrates: «Por lo tanto, ¿el alma es incompatible con la muerte?». Cebes: «Sí».
Y finaliza Sócrates: «¿El alma es, pues, inmortal?». Cebes:
«Sí, es inmortal». «Adelante, prosiguió Sócrates, porque esto debemos darlo por probado, ¿no te parece?». Responde
Cebes: «Ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates» (105c-d).
También es pródigo en aportar otros argumentos a
partir de la «simplicidad del alma», pues se cuestiona:
«Estando así las cosas, ¿no le corresponde al cuerpo el
disolverse prontamente y al alma, por el contrario, el ser
completamente indisoluble?» (78b-81b). No podemos detenernos más en este extenso Diálogo, todo él centrado en
la muerte y en la pervivencia postmortal del alma; pero es
de admirar que, ante la inminencia de su muerte, Sócrates dialoga extensamente sobre su vida futura.
Argumentos afines se repiten en los posteriores filósofos griegos y romanos, que aquí no cabe aducir. La excepción más destacada es la de Aristóteles (la denominada
«aporía Aristóteles»). Como es sabido, el Estagirita rompe
con las dos tesis de Platón acerca de la unión accidental
del alma y del cuerpo y con la teoría acerca de la transmigración de las almas, pues defiende la unidad radical de la
persona: el cuerpo es la «materia» y el alma, la «forma».
Pues bien, parece lógico que, al morir el cuerpo (la materia), morirá también el alma (forma). Como escribe el filósofo Federico Sciacca, «este es uno de los problemas
más oscuros de la filosofía aristotélica»49. Otros autores,
49 F.
Sciacca, Historia de la filosofía, L. Miracle, Barcelona 1958, 122.
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por el contrario, afirman que también Aristóteles es defensor de la inmortalidad del alma50.
Por su parte, el aristotélico Tomás de Aquino, partiendo de esa unidad radical de la persona humana y de la
teoría hilemórfica del Estagirita, argumenta extensamente a favor de la inmortalidad del alma. El Aquinate demuestra que de la espiritualidad del alma deriva la incorruptibilidad y de tal incorruptibilidad se deduce como
consecuencia inmediata la perpetuidad de su existencia.
Entre los diversos argumentos tomamos en consideración
los dos siguientes:
1. El alma racional es forma de cuerpo (anima forma
corporis), pero no depende totalmente de él. Es una
forma subsistente. Por ello, le supera y es independiente del cuerpo. Por esta razón el alma humana
puede alcanzar un conocimiento universal. Si el conocer dependiese del cuerpo, solo podría conocer lo particular, no lo universal.
2. El alma no es materia, pues tiene la capacidad de reflexionar sobre sí misma. Tal capacidad es ajena al
cuerpo en su condición de ser material. En consecuencia, el alma es espiritual e incorruptible y, consecuentemente, es inmortal.
A lo largo de las cuestiones 75-89, que el Aquinate titula: De homine (Del hombre que está compuesto de substancia espiritual y corporal), santo Tomás argumenta siguiendo este triple proceso: el alma es incorpórea, por ello es
subsistente en sí misma, consecuentemente, es incorruptible, en resumen, es inmortal. Como escribe Úbeda Purkiss,
comentador de estas cuestiones: «Se trata de problemas
50 Por ejemplo, Pietro Pomponazzi, entusiasta aristotélico, se esforzó en mostrar que también Aristóteles profesa la teoría de la inmortalidad del alma.
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tan conexos entre sí, que la solución de uno de ellos supone
e implica una solución en el mismo sentido de los otros,
porque la inmaterialidad de toda sustancia espiritual exige
la subsistencia e incorruptibilidad, así como esta la inmortalidad. En definitiva es esta y la acción lógica lo que el
Santo intenta aclarar al hacer por separado este triple
análisis»51.
Pero, después de estos argumentos racionales, precisos y lógicos, santo Tomás apela a la «prueba afectiva»: el
alma es inmortal porque en el hombre existe el deseo de
persistir en el ser: «Todo el que posee entendimiento desea, naturalmente, existir siempre. Mas no se puede tener
inútilmente un deseo natural. Luego toda sustancia intelectual es incorruptible»52. Y santo Tomás recurre con reiteración a esa prueba basada en la afectividad, nacida del
instinto innato a subsistir, propia del ser racional. Y así
argumenta:
«Es imposible que el apetito natural sea en vano. Pero
el hombre naturalmente apetece permanecer perpetuamente: lo que se manifiesta en el hecho de que todos desean existir. Pues el hombre mediante su inteligencia capta la existencia no solo en cuanto se da en el momento
presente, como los brutos animales, sino en absoluto. De
donde se concluye que el hombre aprehende la perpetuidad según el alma, en cuanto existencia absoluta y para
todos los tiempos»53.
Algunos darían otra interpretación a ese «apetito natural», pero no les sería fácil dar una respuesta convincente. El hecho es que a estas consideraciones se asocian
51 M. Úbeda Purkiss, Introducción a las cuestiones 75-89, en «Suma
Teológica», BAC, Madrid 1959, III, 148.
52 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 75, a. 6.
53 Id., Suma contra los gentiles, II, 79, 4.
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también los filósofos modernos. Por ejemplo, Julián Marías escribe:
«La esperanza en que la muerte no sea el final de la
realidad humana es, si no universal, compartida por la inmensa mayoría de los hombres de todos los pueblos y
épocas. Digo de la realidad humana, porque no se trata de
mí, de mi propia supervivencia […]; se trata, ante todo, de
los muertos, de los antepasados. No es un impulso egoísta,
como puede pensarse, sino penetrado de altruismo, fundado en la impresión, acaso la evidencia, de que hay algo
más que el cuerpo que se destruye y, por tanto, de la
muerte corporal»54.
La argumentación racional de los filósofos posteriores
es similar a la de los filósofos greco-romanos y medievales.
Pero es común entre ellos afirmar que el alma, en su condición de espíritu, es inmortal55. También lo razonan algunos
psicólogos: es el caso de C. G. Yung, que afirma que la vida
postmortal del alma es «la mitad que le falta para lograr la
integridad», si bien afirma que no puede aportar pruebas
decisivas56.
Y, como es lógico, la verdad acerca de la inmortalidad
del alma también es una tesis fundamental del pensamiento cristiano: el hombre nace para vivir y no solo para
morir57.
54 J. Marías, La perspectiva cristiana, Alianza Ed., Madrid 1999, 79.
Las cursivas son del autor.
55 L. Rey Altuna, La inmortalidad del alma a la luz de los filósofos,
Gredos, Madrid 1950. J. M. Ciurana, Los fundamentos racionales de la
existencia del alma y su inmortalidad, Bosch, Barcelona 1978.
56 C. G. Yung, El alma y la muerte, «Obras completas», Trotta, Madrid 2000, VIII, 461-474.
57 No deja de sorprender el limitado horizonte que Fernando Savater fija al existente humano cuando escribe: «Los humanos no venimos
al mundo para morir, sino para engendrar nuevas acciones y nuevos
seres». F. Savater, La vida eterna, Ariel, Barcelona 2007, 179.
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En resumen, la vida tras la muerte se ventila en la
creencia de la inmortalidad del alma. No hay alternativa:
con la muerte el hombre se diluye en la nada o el ser del
hombre permanece tras el final de su existencia terrena.
Esta segunda alternativa es la más razonable y la más común en las diversas tendencias religiosas ajenas al cristianismo58. En consecuencia, la existencia del hombre no acaba en la tumba y su destino último no es el cementerio.
4. LA UNIÓN DE CUERPO Y ALMA
En el hombre confluyen, pues, esas dos realidades, pero
explicar la íntima y estrecha relación que existe entre el
cuerpo y el alma no es fácil, por lo que a lo largo de la historia se han sucedido diversas teorías. La razón es que, como
escribe san Agustín, resulta difícil explicar razonablemente
tal unión: «El modo según el cual los espíritus se unen a los
cuerpos es de todo admirable e incomprensible para el
hombre. Y, sin embargo, eso es el hombre mismo»59.
Como en tantos otros problemas, conocemos el «qué»,
o sea, que en el ser humano confluyen dos realidades tan
distintas como son la materia y el espíritu estrechamente
unidas entre sí hasta el punto de constituir el «yo» de la
persona, pero no somos capaces de explicar «cómo» el
cuerpo y el alma se unen y se armonizan en el ser único
del hombre.
58 Sin embargo, cada día crece el número de quienes niegan la existencia postmortal. Según encuestas, solo el 40% de españoles cree en la
vida después de la muerte; entre los católicos el 66% cree en la vida
eterna, pero el 47% no cree en el infierno. F. Orizo-J. Elzo, España
2000, entre el localismo y la globalidad. La encuesta europea de valores en
su tercera aplicación, 1981-1999, Fundación Santa María, Madrid 2003.
Un estudio más detallado en F. Vidal Fernández, El hada azul ¿Qué
piensa la gente sobre el más allá?, en Aa.Vv., Escatología, Deusto, Bilbao
2003, 9-34.
59 San Agustín, Ciudad de Dios, XXI, 10, 1.
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A lo largo de la historia se han sucedido teorías diversas, que cabe clasificar en tres corrientes ideológicas:
dualismo, monismo y dualidad.
a) Dualismo: profesa que cuerpo y alma son seres distintos y están unidos accidentalmente. El representante más citado es Platón, que afirma que el cuerpo
y el alma se unen entre sí de modo «externo» y «accidental», el alma es a modo de «motor» que impulsa y
mueve la máquina del cuerpo. Propone tres ejemplos: están unidos como el barquero y la barca, el jinete y el caballo o el músico con su instrumento60.
Esta teoría dualista se repite a lo largo de la historia.
El autor más conocido en la filosofía posterior ha sido
Descartes, el cual, de acuerdo con su teoría acerca del conocimiento, sostiene que la «sustancia pensante es completamente distinta del cuerpo» y que ambos se relacionan por los por él denomina «espíritus animales» que se
comunicaban en la «glándula pineal», que, en su peculiar
teoría, es la sede del alma. De este modo, se realizaba la
unión entre el cuerpo (res extensa, o sea, la materia) y el
alma o pensamiento (rex cogitans):
«Conocí que yo era una substancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar
alguno, ni depende de cosa alguna material; de suerte que
este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que este y, aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es»61.
b) Monismo: sostiene que no hay distinción real entre
cuerpo y alma, pues ambas realidades tienen a modo
60 Platón,
61 R.
Fedro, 245c-247c.
Descartes, Discurso del método, IV, 2.
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de un común denominador; en el hombre no se da
un cuerpo y un alma diferenciados, sino que existe
una realidad única: se trata de un «cuerpo espiritualizado» o de un «alma corporizada». Como reacción
al dualismo platónico y cartesiano, algunas corrientes modernas se han ido a este otro extremo de profesar tal monismo antropológico.
Este monismo en el ser del hombre llegó a introducirse en la escatología cristiana, por lo que se desfiguraba la
naturaleza del alma y se mudaba el sentido último del
hombre acerca de la situación del alma separada del cuerpo tras la muerte62. Por ello, la Congregación de la Doctrina de la Fe, en el año 1979, emitió un documento en el
que se enseña:
«La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia,
después de la muerte, de un elemento espiritual que está
dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo” humano. Para designar este elemento, la
Iglesia emplea la palabra “alma”, consagrada por el uso de
la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón alguna válida
para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener
la fe de los cristianos»63.
c) Dualidad: cuerpo y alma se distinguen, pero no se separan, sino que están unidos íntimamente de modo
que constituyen un único ser. Frente al dualismo y al
62 El teólogo Ratzinger consigna que en el Missale Romanum del año
1970, en la liturgia de exequias no se menciona ni una sola vez el término
«alma». J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 1992, 106.
63 Congr. Doctr. de la Fe, Epístola sobre algunas cuestiones respecto a la escatología, «AAS» 71 (1979) 94.
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monismo, como ya hemos consignado, fue Aristóteles
quien dio este giro radical. Según el Estagirita, cuerpo y alma constituyen una profunda unidad, pues se
comportan como «materia» y «forma». Es decir, así
como en las realidades físicas se distingue en perfecta
unidad la materia de la que están constituidas y la forma que tienen, en paralelo y analógicamente, en el
hombre el cuerpo es como la materia que está informada por el alma.
Pues bien, ¿quién separará en una mesa la madera (materia) de lo que la configura como mesa (forma)? ¿Es posible separar en una chaqueta la materia de la tela de la forma que es, precisamente, lo que hace que sea una chaqueta?
Y quien intentase separarlos, por ejemplo, la materia de la
mesa podría convertirse en una silla y la tela de la chaqueta
en pantalón, pero en ambos casos habrían desaparecido
tanto la mesa como la chaqueta. De modo analógico, alma
y cuerpo constituyen una realidad única, de modo que, si
se separan, desaparece el individuo humano, o sea, sobreviene la muerte, que precisamente se define como la «separación del alma y del cuerpo». Así se expresó Aristóteles:
«El compuesto de ambas (sustancias) es el ente animado,
el cuerpo no es la actualidad del alma, sino que esta lo es
de un cierto cuerpo. Y por esto juzgan bien los que creen
que el alma no existe sin cuerpo»64. Y en este mismo tratado afirma: «El alma no puede existir sin el cuerpo, pero
ella no es, en ningún sentido, un cuerpo. No es un cuerpo,
sino que está unida a un cuerpo»65.
Esta tesis, en parte, es asumida por santo Tomás de
Aquino, que, en su empeño por afirmar la unidad profunda
y radical de la persona humana, se extiende en explicar es64 Aristóteles,
65 Id.,
De anima, I, 2, 414b.
Ibíd., II, 2, 414b.
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ta teoría. Primero, rechaza la opinión de Platón, porque
afirmó que «el alma está unida al cuerpo no como forma,
sino como motor». Y de inmediato afirma: «el alma se une
al cuerpo como forma»66. Y esta terminología la repite de
continuo y la argumenta a lo largo de este tratado De homine67. Por ello, a pesar de su teoría sobre el momento en que
el alma espiritual anima el cuerpo68, una vez reanimado el
cuerpo, ambos –alma y cuerpo– forman un único ser. De
ahí la unidad radical del hombre desde su inicio como vida
específicamente humana. Así se expresa santo Tomás:
«En el hombre no se da un doble ser, porque no se ha
de entender de modo que el cuerpo proceda del que genera y el alma proceda de aquel que crea como si el ser del
cuerpo sobreviniese separadamente del generante y del alma del creante; sino que el que crea da el ser del alma en el
cuerpo y el generante dispone el cuerpo para que ese ser
corporal sea participante del alma unida a este ser»69.
Y esta es la afirmación fundamental de la teología católica: el hombre es un ser que aúna, con distinción pero
sin separación, el cuerpo y el alma. Así lo enseñan los
Concilios IV de Letrán (DzS 800) y de Vienne (DzS 902). A
su vez, el Concilio Vaticano II resalta esa unidad de la persona humana en estos términos:
«En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su
misma condición corporal, es una síntesis del universo
66 Santo
Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 76, a. 3.
Ibíd., qq. 75-79.
68 En clara dependencia de Aristóteles y sin los conocimientos de
biología, el Aquinate afirma que «el embrión tiene al principio un alma
exclusivamente sensitiva, substituida después por otra más perfecta, a
la vez sensitiva e intelectiva». Id., Ibíd. I, q. 76, a. 3 ad 3.
69 Id., De potentia, q. 3, a. 9 ad 20. Santo Tomás repite que el alma
racional es creada por Dios en el cuerpo y no antes; cfr. Suma Teológica I,
q. 90, a. 4; 118, a. 3; q. 91, a. 4 ad 3; II-II 164, a. 1 ad 4, etc. Suma contra
gentiles, II, 83, 1-4.
67 Id.,
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material, el cual alcanza por medio del hombre su más
alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador.
No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que,
por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en
el último día [...]. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero [...]. Al afirmar, por tanto, en sí
mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no
es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado
solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad» (GS 14).
Y el Catecismo de la Iglesia Católica, con cita de este
texto conciliar, enseña esta misma doctrina:
«La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que
se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo
(cfr. Cc. de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias al
alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un
cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la
materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión
constituye una única naturaleza» (CEC 365).
Seguidamente, el Catecismo añade que «cada alma espiritual es directamente creada por Dios»: el alma «no es
“producida” por los padres, sino por Dios, por ello es inmortal». Por lo que «no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366).
Nos hemos detenido en esta cuestión, sobre la naturaleza del alma y su inmortalidad, porque, precisamente,
esta doctrina ofrece una respuesta comprensible a la
cuestión del «alma separada» tras la muerte de la persona
y sobre todo da razón de por qué el cuerpo ha de resuci54
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tar, tal como exponemos al final del capítulo y que más
extensamente tratamos en el capítulo VII.
5. ENSEÑANZA CRISTIANA
SOBRE LA NATURALEZA DEL ALMA
Hasta ahora hemos considerado la realidad del alma
desde el campo exclusivo de la razón. Pero resulta lógico
que la existencia del alma humana y de su inmortalidad
sean también verdades presentes en la Revelación. En el
original hebreo del AT, al «alma» se la denomina «nefêsh»,
en el griego del AT y del NT se la nombra con el término
«psyché» y en las traducciones latinas es «anima».
En el AT su significación es también plural, con frecuencia se une al concepto de «vida», si bien, referida a la
vida humana, encierra el sentido de la «vida espiritual»,
peculiar de la persona. Ya en la creación del primer hombre, el Génesis designa que, sobre la figura de barro, Dios
«inspiró aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2, 7). El primitivismo del lenguaje hebreo ya pone
de relieve que ese aliento divino es el que hace que el
hombre creado por Dios tenga una vida cualificada: ese
espíritu divino insuflado es lo que le hace ser «hombre».
Otros textos del AT con el término «nefêsh» que alude a
la vida específica del hombre (Gn 37, 21; Ex 4, 19), al corazón (1 S 16, 7; 25, 37, etc.) e incluso a la totalidad de la
persona (Lv 2, 1; Nm 15, 30, etc.).
Con un lenguaje más elaborado, la revelación posterior
a ese «aliento de vida» lo denomina «alma». Tal es la enseñanza del libro de la Sabiduría que, escrito ya en lengua
griega, se detiene en distinguir el alma y el cuerpo como
constitutivos del hombre (Sb 9, 15). Asimismo enseña que
«Dios creó al hombre para la inmortalidad» (Sb 2, 23) y
afirma que las almas de los justos «estarán cerca de Dios»
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(Sb 6, 18); por el contrario, los impíos recibirán el castigo
(Sb 3, 9-10). Igualmente, subraya la idea de la inmortalidad: «Las almas de los justos están en manos de Dios y no
los alcanzará tormento alguno» (Sb 3, 1).
En el NT el término «alma» asume esas diversas significaciones del AT. En ocasiones tiene también el significado
de «vida»; otras veces, «alma» (psychê) significa el alma espiritual y en ocasiones se refiere al hombre entero. Así lo
afirma el Catecismo de la Iglesia Católica:
«A menudo, el término alma designa en la Sagrada Escritura la vida humana (cfr. Mt 16, 25-26; Jn 15, 13) o toda
la persona humana (cfr. Hch 2, 41). Pero designa también
lo que hay de más íntimo en el hombre (cfr. Mt 26, 38; Jn
12, 27) y de más valor en él (cfr. Mt 10, 28; 2 M 6, 30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: “alma”
significa el principio espiritual en el hombre» (CEC 363).
También es frecuente que el término «psyché» se aplique al alma como sede de las emociones (Hch 14, 17; 2 Co
2, 4, etc.), como principio del conocer (Mt 9, 4; 1 Co 2, 1116), etc.) e incluso como ejercicio del querer voluntario (1
Co 4, 5; 7, 37, etc.)70. En esta pluralidad de significaciones, más que una definición, estos textos –junto a otros
muchos de ambos Testamentos– lo que especifican y consideran son las diversas operaciones propias del alma humana, tal como señalamos más arriba.
En boca de Jesús se pronuncia la dualidad cuerpo-alma, al tiempo que se evoca el riesgo de su destino último:
«No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden
matar el alma. Temed más bien a aquel que puede perder
el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). Y san Pa70 A. Wénin, Alma-corazón (teología bíblica), en J.-Y. Lacoste (dir.),
Diccionario crítico de Teología, Akal, Madrid 2007, 67.
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blo, al resucitar al chico que se creía muerto, dice: «no os
turbéis, porque su alma está en él» (Hch 20, 10), o sea,
que aún no estaba muerto.
Este texto ha sido muy comentado por los Padres, los
cuales han acentuado el sentido literal del mismo y en él
distinguen la dualidad cuerpo-alma71.
En ocasiones, en el NT se encuentran textos que mencionan la trilogía cuerpo-alma-espíritu. Pero, tal como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «espíritu» hace
referencia a la condición espiritual del hombre en el ámbito sobrenatural:
«A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así S. Pablo ruega para que nuestro “ser entero, el
espíritu, el alma y el cuerpo” sea conservado sin mancha
hasta la venida del Señor (1 Ts 5, 23). La Iglesia enseña
que esta distinción no introduce una dualidad en el alma
(Cc. de Constantinopla IV, año 870: DS 657). “Espíritu”
significa que el hombre está ordenado desde su creación
a su fin sobrenatural (Cc. Vaticano I: DS 3005; cfr. GS 22,
5), y que su alma es capaz de ser elevada gratuitamente a
la comunión con Dios (cfr. Pío XII, Humani generis, año
1950: DS 3891)» (CEC 367).
En resumen, la existencia del alma, su naturaleza como
constitutivo del ser humano y sus cualidades esenciales, tales como la espiritualidad e inmortalidad, son también afirmaciones garantizadas por los datos revelados. Pero lo novedoso de la fe cristiana es la enseñanza reiterada acerca
de su estado después de la muerte, pues tal inmortalidad
no solo es la supervivencia postmortal, sino y sobre todo el
encuentro del alma con Dios. En efecto, esta cuestión, tanto desde la razón como desde la fe, necesita ciertas aclaraciones. La pregunta se formularía en estos términos: dado
71 Del
tema nos hemos ocupado ampliamente en otros escritos; cfr. nota 6.
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que el alma es inmortal, si cuerpo y alma se distinguen,
pero no son separables, ¿puede subsistir el alma sin el
cuerpo? ¿Cuál es el estado del alma después de la separación del cuerpo, tal como acontece en la muerte? ¿Sin el
cuerpo, cabe afirmar que el alma sola es «persona»? ¿El
alma sin el cuerpo es sujeto de retribución y castigo?
6. EL ALMA HUMANA, SEPARADA DEL CUERPO,
PUEDE SER OBJETO DE OPERACIONES PROPIAS
Como hemos repetido, el hombre es tal porque en él
convergen en perfecta unidad el alma y el cuerpo, pues ambos son inseparables: se distinguen, pero no se separan. De
ahí la fórmula que lo define como «uno en cuerpo y alma»72.
Ahora bien, la muerte es, precisamente, la separación del alma del cuerpo, con lo cual finaliza la existencia del hombre.
En tal supuesto, el hombre como tal ha muerto: el cuerpo se
convierte en cadáver y el alma subsiste porque es eterna. A
este respecto, el lenguaje popular español es muy expresivo:
lo que queda tras la muerte son «los restos humanos».
Pues bien, de acuerdo con esta realidad, el hombre, al
carecer de cuerpo, no existe, pues, como escribe Tomás de
Aquino, «a la naturaleza humana le pertenece tener un
cuerpo verdadero»73. Asimismo, como también lo confirma
Tomás de Aquino: «el alma sola no es el hombre»74. Por
ello, el alma sin el cuerpo también carece del yo personal.
72 El Catecismo de la Iglesia Católica subraya esta unidad en el título
con el que comienza su tratado sobre la antropología «Corpore et anima unus» (CEC 362).
73 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica III, q. 5, a. 1.
74 Santo Tomás titula así esta cuestión: «Utrum anima sit homo» (si el
alma es el hombre). Y responde: «Este hombre concreto, Sócrates, no es
un alma, sino un compuesto de cuerpo y alma». Con san Agustín, el Aquinate admite esta definición de Varrón: «El hombre no es alma sola ni
cuerpo solo, sino alma y cuerpo a la vez». Y concluye: «el hombre no es
solo el alma» (homo non est anima tantum). Suma Teológica I, q. 75, a. 4.
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Tomás de Aquino añade: «Mi alma sola no soy yo»75. El alma separada tampoco es «persona», puesto que los constitutivos del ser humano son un cuerpo material informado
por el alma espiritual. El Aquinate escribe: «No toda sustancia individual es persona, sino la que posee la naturaleza
específica completa. Por eso no puede ser llamada persona
la mano o el pie, ni tampoco el alma que es una parte del
hombre»76. Y, al tratar de definir la humanidad de Jesucristo como verdadero hombre, el Aquinate escribe: «La integridad de la naturaleza humana consiste precisamente en la
unión del cuerpo y del alma». Y precisa: por ello, «fueron
asumidas por el Verbo»77.
Ahora bien, si el alma no es hombre y tampoco persona, sin embargo su condición de espíritu le posibilita ser
«sujeto» de ciertas acciones que son propias del ser espiritual78. Tal como hemos mostrado en páginas anteriores,
el alma tiene conciencia de sí y sus actos, goza de la posibilidad de reflexionar sobre sí misma, es capaz de comunicarse y de autodeterminarse... Pues bien, este conjunto
de operaciones son propias de su ser; es decir, el alma es
sujeto de las mismas. El alma no es «persona», pero sí es
«sujeto»: persona y sujeto no son equivalentes. Como afirma Julián Marías: «Yo soy persona, pero el “yo” no es
persona»79. El alma, simplemente, es sujeto de ciertas re75 «Anima mea non est ego». Santo Tomás de Aquino, Super I Corintios XV, lec. 2.
76 Id., Suma Teológica I, q. 75, a. 4 ad 2.
77 Id., Suma contra los gentiles, IV, 41.
78 «El alma es capaz de operaciones que no dependen de órganos».
Santo Tomás de Aquino, De anima, 14 ad 17.
79 J. Marías, Antropología Metafísica, Alianza Ed., Madrid 1988, 43;
cfr. cap. V, titulado Persona y Yo, 40-45. Sobre la «corporeidad» como
condición del ser humano, Marías afirma, por ejemplo, «Yo no soy sin
mi cuerpo» o «yo estoy en mi cuerpo», etc.; cfr. o.c., 136. Cfr. la opinión
de Báñez en nota 36. Id., Persona, Alianza Ed., Madrid 1996, 21-31; 127133.
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ferencias que le son propias en su condición de ser espiritual.
Con otras palabras, el alma sola no es «persona», sin
embargo goza de cierta dimensión «personal» como sujeto que ejerce ciertas actividades. Juan Cruz escribe que, si
bien «el alma separada no es persona, no pierde su individualidad, ni se reabsorbe en una entidad espiritual única:
con la destrucción del cuerpo, las almas humanas permanecen multiplicadas en su propio ser, manteniendo a la
vez su función de “formas del cuerpo” y su condición
“personal”»80.
En verdad, el alma sola no puede realizar las operaciones propias del ser humano. Por ejemplo, no puede conocer racionalmente; pero, dado que es espíritu, goza de
otro modo de conocer. Así, a la objeción de que todo conocimiento humano se hace por imágenes y que es el
cuerpo el que le suministra dichas imágenes, el alma separada no podría conocer, el Aquinate responde: «Entender mediante imágenes es operación propia del alma
mientras está unida al cuerpo; pero, separada de él, tendrá otro modo de entender, parecido al de las demás substancias incorpóreas»81.
De estas cuestiones trataremos más adelante, al exponer la escatología del alma separada. De momento, es suficiente poner de relieve que el alma, en su condición de ser
espiritual, goza del don de la eternidad y no es un ser inerte
en su existencia específica. Como sentencia el filósofo Jorge Santayana: «Solamente en tanto que un hombre es racional e inmortal es un hombre y no un simple sensorio».
80 J. Cruz, ¿Inmortalidad del alma o inmortalidad del hombre? Introducción a la antropología de Santo Tomás, EUNSA, Pamplona 2006,
95-96. Cfr. L. Rossi, Historia natural del alma, A. Machado, Madrid
2008.
81 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 75, a. 6 ad 3.
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CONCLUSIÓN:
Estas amplias reflexiones sobre el alma humana son
un presupuesto irrenunciable para la escatología. Primero, porque, si se niegan esos principios, se niega también
la persistencia postmortal del hombre. Segundo, porque
permiten acercarnos a explicar lo misterioso de la existencia en el «más allá» de la persona. Tercero, porque justifica la verdad fundamental de la escatología: la resurrección de la carne.
Además de los argumentos expuestos que ofrecen los
filósofos para defender su inmortalidad, al final, se hace
un imperativo volver a esas otras aspiraciones, insitas en
lo más profundo de la persona humana, que se resiste a
morir para siempre y que profesa esa convicción de permanecer después de la muerte: es imposible apagar ese
«instinto del corazón» (GS 18).
Por todo ello, cabe preguntarse de nuevo: ¿todas estas
aspiraciones van a acabar en los «restos humanos»? ¿Esa
peculiar grandeza va a agotarse en la podredumbre y en
la «nada», tal como finalizan las plantas y los animales?
La respuesta es que la creencia en la «vida eterna» no
puede ser una fabulación. El ser humano, tan misterioso
como rico, no puede equivocarse y tampoco cabe figurar
que tal espera en un futuro es como un limbo fantasmal e
ilusorio. Así se expresa la culta y varias veces premiada
poetisa alemana Marie Luise Kaschnitz:
«Cree usted, me preguntaron,
en una vida tras la muerte,
yo respondí: sí.
Pero no supe después
Decir una palabra más
Del aspecto que tendrá
Allí».
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Pero, después de poetizar algunos bienes del «más
allá», la poetisa añade:
«¿Y nada más, nueva pregunta,
espera usted tras la muerte?
Y respondí:
Nada menos».
En efecto, como exponemos en los capítulos de este
libro, las maravillas del futuro tras la muerte son nada
más y nada menos que los que se enuncian como inefables, pues superan toda imaginación.
Las razones que justifican la vida postmortal adquieren mayor consistencia en el pensamiento cristiano: si
Dios está al principio de la vida humana, ¿cómo va a estar
ausente al final de su existencia? Si el hombre ha sido
creado a «imagen y semejanza de Dios», ¿tal semejanza va
a acabar en podredumbre y carcoma, en polvo y ceniza?
¿El ser humano, hijo de Dios, tiene por destino la absurda
nada? Si el alma de cada persona ha sido creada por Dios,
¿al final de su vida va a ser aniquilada?
La pregunta sobre el futuro del hombre depende de la
pregunta sobre su origen: si Dios ha creado al hombre,
este debe retornar a su Creador. Resulta, pues, indiscutible que la convicción racional en la existencia del hombre
después de la muerte queda avalada por la certeza que le
ofrece y le asegura la fe. Y esto a pesar de que lo específico del cristianismo no es la inmortalidad del alma, sino la
resurrección del cuerpo al final de la historia.
Hemos hablado extensamente del alma y sin embargo
persiste el misterio sobre su ser: estamos todavía en el
prólogo de conocer y admirar lo que realmente es el alma
humana. Tenemos la seguridad de su existencia y de su
inmortalidad, pero estar seguros no es lo mismo que conocer y saber racionalmente. El motivo de tal ignorancia es
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que, a la riqueza que en sí mismo entraña el espíritu humano, hay que añadir que su origen y su naturaleza están
enraizados en el misterio insondable de Dios.
Sin embargo, la certeza de su existencia y de su naturaleza espiritual preparan el camino para que el tratado
teológico de la Escatología desarrolle, aclare y explique
los misteriosos senderos por los que discurre el «más allá»
de la existencia humana.
A pesar de todo, es evidente que las dificultades para
razonar la vida futura después de la muerte subsistirán; pero la doctrina en torno al alma humana ofrece algunos datos valiosos y muy relevantes para iluminar la profundidad
de esos misterios que encierra la vida eterna. Por el contrario, dudas insolubles padecen quienes niegan su existencia,
los cuales no solo se encuentran con problemas sin solución al momento de explicar la riqueza del ser humano, sino que no tienen respuesta alguna para dar razón de esas
ansias de eternidad que laten en el hombre.
En resumen, como hemos repetido, la pervivencia postmortal del hombre está avalada por razones profundas y
convincentes, además responde a ese grito de eternidad que
está en la raíz misma del ser humano y sobre todo será el
cumplimiento de las promesas de Dios, que apuesta por el
hombre más allá de la muerte.
Ahora bien, esta luminosidad que entraña el futuro absoluto de la persona humana, antes de realizarse, tiene que
pasar por el túnel oscuro de la muerte. Estamos ante el drama misterioso del morir humano, cuestión que estudiamos
en el siguiente capítulo.
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ÍNDICE
ABREVIATURAS Y SIGLAS................................................
7
PRÓLOGO.......................................................................
11
PRIMERA PARTE:
PRESUPUESTOS DE LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA
Capítulo I
EL SER HUMANO: LA ANTROPOLOGÍA............................
1. EL SER HUMANO: CUERPO Y ALMA..............................
23
4. LA UNIÓN DE CUERPO Y ALMA....................................
27
31
41
49
5. ENSEÑANZA CRISTIANA SOBRE LA NATURALEZA DEL
ALMA..........................................................................
55
6. EL ALMA HUMANA, SEPARADA DEL CUERPO, PUEDE
SER OBJETO DE OPERACIONES PROPIAS.....................
58
CONCLUSIÓN........................................................................
61
Capítulo II
VIDA Y MUERTE DEL HOMBRE.......................................
65
1. TRIVIALIZACIÓN DE LA MUERTE..................................
67
2. ¿QUÉ ES EL ALMA?......................................................
3. EL ALMA HUMANA ES INMORTAL.................................
2. EL MIEDO A LA MUERTE. EL DESEO DE DISTANCIARLA
SIN LÍMITES................................................................
3. SENTIDO DE LA MUERTE. AL HABLA CON LA CIENCIA,
LA FILOSOFÍA Y LA LITERATURA....................................
a) La muerte en la medicina.............................
74
80
80
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b) La muerte en la filosofía...............................
c) La muerte en la literatura.............................
82
93
4. SENTIDO DE LA MUERTE EN LA REVELACIÓN CRISTIANA........................................................................
96
5. LA VIDA DEL HOMBRE SIN EL PENSAMIENTO DE
LA MUERTE............................................................... 103
CONCLUSIÓN........................................................................ 108
SEGUNDA PARTE
ESCATOLOGÍA PERSONAL E INMEDIATA
TRAS LA MUERTE
Capítulo III
EL ALMA EN LA PRESENCIA DE DIOS, SU CREADOR Y
PADRE................................................................................ 115
1. LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA....................................... 121
2. EL ALMA SEPARADA ANTE EL JUICIO DE DIOS.............. 124
3. RAZONES DE UNA JUSTICIA DIVINA TRAS LA MUERTE.. 134
4. EL JUICIO DE DIOS Y LA MISERICORDIA DIVINA........... 142
5. EL JUICIO PARTICULAR Y EL TEMOR DE DIOS.............. 148
CONCLUSIÓN........................................................................ 151
Capítulo IV
LA FELICIDAD SUMA Y DESEADA. EL CIELO.................. 155
1. LA FELICIDAD, DESEO ORIGINARIO Y ÚLTIMO DE LA
PERSONA..................................................................... 157
2. ¿QUÉ ES LA FELICIDAD? MODOS DE ALCANZARLA........ 160
3. DOCTRINA CATÓLICA SOBRE EL CIELO......................... 169
a) El cielo es el «encuentro con Cristo».................. 174
b) El cielo es la visión y la vida con y en Dios....... 177
c) El cielo es la plenitud de la existencia humana... 179
4. OTRAS CUESTIONES PUNTUALES................................. 184
CONCLUSIÓN........................................................................ 190
410
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ÍNDICE
Capítulo V
LA MUERTE ETERNA. EL INFIERNO................................ 195
1. EN VERDAD, ¿EXISTE EL INFIERNO? ¿ES JUSTO CONDENAR AL HOMBRE PARA SIEMPRE?.......................... 197
a) ¿El amor de Dios puede castigar al hombre con tal
cúmulo de males?................................................. 198
b) De acuerdo, las malas conductas merecen castigo,
pero ¿tan extremo y duro como el infierno? ............ 206
2. ¿LA ETERNIDAD DEL INFIERNO NO SE OPONE AL AMOR
DE DIOS-PADRE?.......................................................... 208
a) La «pena de daño» y la «pena de sentido». El
fuego del infierno................................................ 210
b) La eternidad de las penas................................... 218
3. ¿PERO EL INFIERNO NO SE OPONE A LA REDENCIÓN
UNIVERSAL ALCANZADA POR JESUCRISTO?................. 222
4. PARADOJA SUMA: EL HOMBRE ELIGE EL INFIERNO Y
DIOS FIRMA LA SENTENCIA......................................... 224
5. ¿EL INFIERNO ESTÁ VACÍO? ¿SON MUCHOS LOS QUE
SE CONDENAN?........................................................... 232
6. LA SALVACIÓN DE LOS QUE NO SON CRISTIANOS........ 234
7. ¿DÓNDE ESTÁ EL INFIERNO?....................................... 237
CONCLUSIÓN........................................................................ 241
Capítulo VI
LAS ALMAS A LA ESPERA DEL CIELO: EL PURGATORIO,
EL LIMBO. APÉNDICE: LA METEMPSICOSIS....................... 245
I. EL PURGATORIO.......................................................... 247
1. EXISTENCIA DEL PURGATORIO................................... 248
2. ¿POR QUÉ EL PURGATORIO?....................................... 253
a) Razones antropológicas...................................... 254
b) Doctrina sobre la justificación........................... 255
3. LAS PENAS DEL PURGATORIO..................................... 258
4. LA ORACIÓN POR LAS ÁNIMAS DE LOS DIFUNTOS....... 263
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II. EL LIMBO DE LOS NIÑOS.......................................... 268
III. APÉNDICE: LA METEMPSICOSIS. REENCARNACIÓN
Y TRANSMIGRACIÓN DE LAS ALMAS........................ 274
CONCLUSIÓN........................................................................ 281
TERCERA PARTE
ESCATOLOGÍA UNIVERSAL,
ÚLTIMA Y COLECTIVA
Capítulo VII
LA ETAPA FINAL DE LA EXISTENCIA HUMANA. LA
RESURRECCIÓN DE LA CARNE....................................... 287
1. PROBLEMAS QUE SUSCITA EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE.......................................... 291
2. ¿LA RESURRECCIÓN ES POSIBLE?............................... 294
3. ¿POR QUÉ VAMOS A RESUCITAR?................................. 298
4. ¿CÓMO VAMOS A RESUCITAR?...................................... 304
5. ¿CUÁNDO RESUCITAREMOS?....................................... 317
CONCLUSIÓN........................................................................ 320
Capítulo VIII
LA EXALTACIÓN DEL COSMOS: «NUEVOS CIELOS» Y
«NUEVA TIERRA».............................................................. 325
1. EL MUNDO SUFRE LOS EFECTOS DEL PECADO DEL
HOMBRE..................................................................... 327
2. LOS «NUEVOS CIELOS» Y LA «NUEVA TIERRA»............. 334
3. LA MISIÓN DE LOS CRISTIANOS EN LA PREPARACIÓN
DE LA «NUEVA TIERRA»............................................... 338
4. LA ECOLOGÍA.............................................................. 340
5. EL TRABAJO HUMANO................................................. 344
a) Continuar la obra de la creación........................ 245
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ÍNDICE
b) Vencer los males que siguen en un cosmos que
ha sufrido los efectos del pecado....................... 347
c) Historia humana e historia de la salvación....... 349
CONCLUSIÓN........................................................................ 350
Capítulo IX
LA VENIDA GLORIOSA DE JESUCRISTO: LA PARUSÍA.... 355
1. LA PARUSÍA DE JESÚS.................................................. 359
2. EL JUICIO UNIVERSAL................................................. 367
3. EL FIN DEL MUNDO..................................................... 373
4. EL ANTICRISTO........................................................... 382
5. EL MILENARISMO....................................................... 385
CONCLUSIÓN........................................................................ 391
CONCLUSIÓN........................................................................ 393
ÍNDICE................................................................................. 409
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OTROS TÍTULOS DEL AUTOR
EN EDICIONES PALABRA
«YO SOY CRISTIANO»
¿Cómo viven los cristianos?
«YO CREO»
¿En qué creemos los cristianos?
TEOLOGÍA MORAL
Curso fundamental de la moral católica
4ª edición
PENSAR EL FUTURO
Apostar por la verdad y el bien: la moral en el siglo
Prólogo de Mons. Gabino DÍAZ MERCHÁN
XXI
Distribuidos por Ediciones Palabra
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TEOLOGÍA MORAL I
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«YO NO MORIRÉ»
«Yo no moriré»
El hecho de la muerte se constata por la experiencia diaria; por el contrario, la pregunta por el «más allá»
reclama una justificación. Pues bien, la razón humana
muestra que la pervivencia tras la muerte no es un absurdo, sino que ofrece argumentos que la hacen razonable.
Por su parte, la revelación cristiana confirma que, tras la
muerte, el hombre inicia un modo nuevo de existencia.
Para quienes dudan o se empeñan en negar la vida
después de la muerte, el autor les emplaza a responder
a estos interrogantes: ¿Hay algún motivo plausible para
no cuestionarse por el «más allá» tras el vivir terreno?
¿Acaso no es racional que la fugacidad de la vida humana
se alargue en la permanencia estable de otra vida? ¿Las
grandes promesas que nos hacemos a nosotros mismos
son meras utopías y no van a tener ningún cumplimiento?
¿Cómo explicar nuestros inquietos anhelos de felicidad?
¿Esas preguntas tan atormentadas que nos hacemos los
humanos van a ser meras quejas de una sociedad psicológicamente enferma? ¿Las graves injusticias que relata
la crónica de la humanidad no van a ser reparadas y los
actos de heroísmo que llevan al hombre a dar su vida por
los demás no serán premiados? Si la vida eterna no fuese la coronación de la historia humana, a la vista de las
catástrofes, desgracias e injusticias que relatan la crónica
de la sociedad, ¿al final va a vencer el mal sobre el bien?
¿Las grandes palabras como justicia, bondad, maldad,
misericordia, perdón, amor... son meros sonidos (flatus
vocis) que se quedan en puros enunciados y responden a
utopías irrealizables?
A estas y otras preguntas, el lector encuentra en este
libro respuestas razonables.
AURELIO FERNÁNDEZ
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
AURELIO FERNÁNDEZ
YO
«
NO MORIRÉ»
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
La escatología cristiana
ISBN 978-84-9061-291-0
palabra
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