1. La construcción de la identidad La preocupación por autodefinirse, por contestar la pregunta “¿quién soy?”, es tan antigua como la humanidad. La construcción de la identidad se da en dos niveles. En principio, a nivel personal, donde un individuo identifica aquellas características, aquellos rasgos, en los cuales se reconoce como si se mirara frente a un espejo. Una persona construye su propia identidad a partir de aquello que hereda, aquello que le dicen que es y la forma en la que él mismo se ve. Por otra parte, a nivel colectivo, la identidad se compone de aquellos rasgos compartidos por un grupo de individuos que se reconocen a sí mismos como pertenecientes a ese grupo y distintos a los demás. Así, la identidad colectiva nace y se modifica de acuerdo con las identidades individuales de todos aquellos que, con su pertenencia al grupo van reforzando el autoconcepto grupal. La identidad de los distintos grupos culturales es importante para cada uno porque viene a respaldar las características propias de cada individuo dándole un valor que, sin la pertenencia a ese grupo, no podría demostrar. 6 Independientemente de que la construcción de la identidad sea un problema recurrente en Occidente, para Latinoamérica el camino ha sido más difícil. En parte porque el alto grado de mestizaje entre americanos y europeos daba como resultado una población culturalmente nueva, con raíces en el triunfante pero desconocido viejo mundo y raíces en el derrotado mundo que nada tenía de nuevo para los mestizos. Por otra parte, muchos de los indígenas puros fueron forzados a darle la espalda a sus costumbres y a abrazar una forma de vivir completamente distinta a la que conocían; mientras que los criollos cargaban con un pecado original adicional al del resto de sus antecesores: el de un lugar de nacimiento inadecuado. En cuestión de unas cuantas décadas cada una de estas capas de población se enfrentó al desafío de autoconstruirse, con sus propios recursos, sin certezas que los guiaran. No había quienes les dijeran a los mestizos hasta dónde seguir el ejemplo de sus madres indígenas y dónde comenzar a imitar las actitudes de sus padres españoles; no había quién les dijera a los indígenas si seguían siendo nahuas o mayas o si ahora que eran cristianos se parecían más a los españoles; tampoco los criollos tenían un camino fácil siendo descendientes de españoles pero sin derecho a serlo. Con la pesada carga de inventarse a sí misma a partir de la conquista, no es de extrañarse que Latinoamérica haya hecho, de la búsqueda de identidad, un punto central en su literatura. Las interrogantes quién soy, qué soy, a dónde pertenezco, se filtran en las letras a través de la colonia primero, de la independencia después, presentando una llaga abierta que no termina de cerrar, a pesar del transcurrir del tiempo. La 7 respuesta que se alcance será la que determinará el propio valor, las posibilidades propias y el derecho a pararse frente a la otredad con el pleno derecho de hablar, opinar. Desde la informidad grisácea de quien no sabe quién es, no hay posibilidad de auto afirmarse y proponer nada; la única posibilidad es el silencio pasivo. De la identidad construida se desprende el derecho a estar al mismo nivel que el otro. En este caso, la identidad de los latinoamericanos implica su propia afirmación e implica también que ellos tienen la misma madurez cultural que Europa y que son capaces de crear obras artísticas representativas del grupo al que pertenecen. Eso era lo que buscaban los criollistas a principios del siglo XX: forjar una estética regional, donde los valores, los escenarios, los personajes, hablaran directamente de la realidad mexicana o chilena o argentina. Lo importante era destacar las diferencias entre la otredad y lo nacional, marcar una separación tajante a modo de independencia y madurez cultural. La generación que seguiría a los criollistas siguió íntimamente preocupada por la identidad; sin embargo, dos variantes surgieron. Por un lado, había quienes tomaron este reto desde la tradición culta y persiguieron una propuesta literaria que acentuara la identidad sin aislarse del ambiente cultural predominante en el resto del mundo: los cosmopolitas. La búsqueda de la identidad, entonces, se convirtió en la lucha por demostrar que, como nativos del subcontinente, eran capaces de crear textos que destacaran su individualidad pero al mismo tiempo pudieran estar inscritos dentro del canon de la literatura en Occidente. Por el otro lado, más que sentir la división latinoamericanos-europeos, los escritores más jóvenes estaban demasiado conscientes de la división que había entre esa tradición culta y su forma de ser, de vivir, de percibir el mundo que les rodeaba. Nació así la llamada 8 literatura de la onda, en donde la identidad se construía con base en el registro del habla y la exposición de una sociedad hipócrita donde los límites de la moralidad iban desgastándose cada vez más. Su propuesta era desde una literatura evidentemente popular, donde podían reconocerse variaciones del lenguaje propias de los jóvenes de esa época y donde lo importante no era que los textos fueran aceptados a nivel internacional como textos de calidad, sino que los lectores se enfocaran en las diferencias que los hacían distintos del resto de la población, no ya como los criollistas donde la dicotomía era nacional-extranjero, sino dentro de los conceptos, para ellos excluyentes, de libre-preestablecido, joven-viejo, auténtico-acartonado. Se rebelaban tanto en contra de sus antecesores, los criollistas, como de sus contemporáneos, los cosmopolitistas. Pero, de un modo o de otro, su literatura era una forma muy intensa de buscar afirmar una identidad construida en contraposición con la alteridad. Inés Arredondo se inserta dentro de la tradición cosmopolitista sobre la cual varios críticos han reconocido la importancia que la búsqueda de identidad tiene en la literatura producida por esta generación a la que se le ha dado el nombre de Medio Siglo. Hablando específicamente con respecto al grupo de la Revista Mexicana de Literatura se ha dicho: Basta dar una ojeada a los índices de la Revista Mexicana de Literatura para observar que la búsqueda de la identidad también aparece en las narraciones y poemas de algunas mujeres que participaron en aquella publicación: Guadalupe Dueñas, Enriqueta Ochoa, María Amparo Dávila, Carmen Rosenzweig, Elena Poniatowska, Esther Seligson, Elena Garro, entre otras. Aquí me interesa señalar que también en escritores muy 9 allegados a Arredondo, tanto por razones de semejanzas intelectuales como de afectos, el tema llegó a ser fundamental. Me refiero a Tomás Segovia y a Juan Gacía Ponce (Avendaño-Chen 64). Esta generación heredó la histórica preocupación por la identidad y su búsqueda en un momento en el cual profundos cambios sociales estaban gestándose y comenzaban a provocar el desmoronamiento de una sociedad y una cultura centrada en el regionalismo, en las llamadas buenas costumbres y en la deteriorada autoridad de instituciones tan sagradas como la familia o como la iglesia. Incluso, en la misma literatura el cambio era evidente. Mientras que anteriormente había muy pocas mujeres que llegaran a publicar sus escritos, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el porcentaje aumentó de modo exponencial. Así, no sólo era buscar definir una identidad cultural o nacional como los criollistas habían hecho, sino encontrar el lugar preciso que les correspondía a todos aquellos quienes no hallaban un espacio adecuado para construir una identidad. Los cuentos de Inés son un reflejo de esta búsqueda. El punto central ya no es definir qué es ser latinoamericano o mexicano, sino encontrar la respuesta a las universales preguntas ¿quién soy?, ¿quiénes son mis iguales?, ¿a dónde pertenezco? Al igual que en la colonia, en el siglo XX estaban surgiendo nuevos grupos de población que no tenían un equivalente anterior a ellos. Las mujeres profesionistas no heredaron de sus madres una solución para compaginar su vida familiar y su trabajo. Las divorciadas no tenían abuelas que hubieran pasado 10 voluntariamente por un divorcio. Los emigrados tenían que reinventarse por completo. Los cuentos de Inés exponen la búsqueda constante de quienes viven en el exilio, de los incomprendidos, los pasados por alto, los forzados a vivir lejos de sus sueños, los locos, los enfermos, los mutilados. Los personajes de sus cuentos viven inmersos en mundos donde la soledad profunda los despoja de identidad, los convierte en seres grises e informes, cuya única salida es la mutilación de su integridad y su esperanza, para que, al amalgamarse con el otro, el dominante que marca las reglas del juego y decide quién pertenece al clan y quién no, quién es digno y quién no, quien brilla o no, pierda su individualidad a cambio de una identidad que lo saque de las sombras. Con respecto a la forma en la que dicha identidad se construye, Beltrán reconoce tres etapas: la identidad que se hereda junto con el linaje, la que se construye a partir de la valoración ajena y aquella que resulta del choque entre la valoración ajena y los valores del héroe (53-58). Movilizando estas conceptualizaciones a la narrativa de Inés Arredondo, en el primer caso tenemos que los personajes heredan las características y el destino a través de su linaje: “La descripción del linaje se convierte en un tópico de multitud de obras, pero siempre ligado a la construcción de un héroe, al patetismo” (Beltrán 292). El héroe no puede sino ser quien es porque nace con determinadas características y un destino ineludible: “El linaje aseguraba la identidad del héroe” (Beltrán 53-54). A pesar de que en el mundo moderno en que ahora vivimos no existen títulos nobiliarios que el héroe de la historia pueda heredar como parte de 11 su identidad, la herencia familiar sigue siendo un factor determinante al momento en que se construye la identidad de un personaje: se hereda el destino, la locura, las cargas emocionales. En los cuentos de Inés, la cuna anuncia ya cuál será la tumba. Más allá de lo que la herencia pueda predeterminar a un personaje, la identidad se resquebraja cuando la herencia no responde a las preguntas esenciales, no le brinda ese conjunto de características que lo hacen saber quién es. Entonces es cuando entra en juego la forma en que “el otro” ve al héroe. Para Beltrán: La desigualdad supone la ruptura de la correspondencia entre formas y valores que caracteriza el mundo de las tradiciones. Al romperse esa correspondencia se valora aquello que es percibible por otros. Ya no hay valores que se impongan por sí solos. Y lo que puede ser valorado por los otros resulta parcial, caduco, pero es eficaz en su actualidad (54). La expectativas que los otros tienen sobre alguien, las exigencias, la censura, todo eso es parte de la forma en la que uno mismo se concibe, es decir, de la identidad. El problema se presenta cuando hay un choque entre lo que el personaje percibe y necesita, y aquello que se le pide y se espera de él. Para Beltrán, esa falta de coincidencia entre lo interno y lo externo es otro nivel en la construcción de la identidad: En una tercera etapa –que viene a fundar un nuevo tipo de heroificación, como veremos más adelante –aparece el recelo, la desconfianza del héroe ante esa conciencia ajena valorizante (56). Y agrega: 12 Una cuestión final es la conflictividad interna de los valores de la otredad. El patetismo sentimental puso a prueba estos valores porque comprendió su escisión esencial entre los valores de lo social (lo público) y los valores de cámara, sentimentales (lo privado). Esa escisión no se superó nunca (58). Esta resquebrajadura entre lo público y lo privado es la abertura por donde los conflictos de identidad se filtran en el mundo moderno. La forma en la que se resuelva el conflicto dependerá de la cosmovisión que se tenga en los distintos textos. 13