LA REBELIÓN DE LOS PROCURADORES Con la completa ocupación de Túnez se apuntaron los aliados no sólo un gran éxito militar, sino que se hicieron con las bases que buscaban llevar la guerra al mismo suelo italiano. El fascismo que Mussolini implantó en el país, en octubre de 1922, con su famosa «Marcha sobre Roma», corría el peligro de desaparecer. Los métodos democráticos veían incrementar sus adeptos, que se apartaban desengañados de los métodos autoritarios que precipitan sus pueblos a la guerra y a la derrota. La crisis en que habían entrado los sistemas totalitarios era percibida por el mismo Arrese, quien después de haber visitado a Hitler en Berlín y testimoniado la admiración de los falangistas por el nacionalsocialismo, en un discurso que pronunció en Sevilla, el 10 de febrero, se permitió pontificar: «Hoy el mundo no tiene ya más que dos salidas: o sujetar de nuevo las cosas a un orden jerárquico y humano, o perecer... España tiene ya elegido su camino... nos esperan días difíciles o peligrosos, lo que si sé es que nada ni nadie nos apartara de él.» Esto es lo que pensaba o decía el secretario de FET, que pasaba por ser íntimo del Caudillo. Sin embargo, un grupo de personajes que hasta entonces había colaborado con el franquismo creía que había llegado el momento de adaptar el poder político a las fórmulas cambiantes del bando que se perfilaba como vencedor del conflicto mundial. Este fue el punto de partida de los monárquicos firmantes del llamado Manifiesto de los Procuradores, que se dio a conocer a mediados de junio, cuando se hablaba de la inminente invasión de la isla de Sicilia por los ejércitos anglonorteamericanos, que se materializó el 10 de julio de 1943. Los procuradores firmantes del Manifiesto recibieron sus respectivos nombramientos directamente del Caudillo, quien buscaba, al parecer, premiar sus servicios llevándolos a las Cortes a fin de que pudieran expresar, o así lo creyeron algunos, sus opiniones. Entre los firmantes figuraban destacados personajes; se impone citar algunos: el Duque de Alba, que desempeñaba la embajada en Londres; Ventosa y Calvell, ex ministro y financiero internacional; Valentín Galarza, ex ministro de Franco; Pablo Garnica, banquero; Yanguas Messía, ex ministro del general Primo de Rivera; Gamero del Castillo, ex vicesecretario de Falange; Manuel Halcón, ex canciller de la Hispanidad; Alarcón de la Lastra, ex ministro de Franco; el almirante Manuel Moreau; marques de Bóveda de Limia, capitán general de Andalucía, y otros que ocupaban cargos públicos. Estos procuradores pidieron simplemente la restauración de la Monarquía tradicional sobre la base de que «al terminar la guerra convendrá que exista en España un régimen que reúna las condiciones más adecuadas para realizar en el interior la unidad moral de los españoles y para inspirar en el exterior confianza». Si las Cortes, creadas en Julio de 1941, podían servir para algo tangible, el Manifiesto de los Procuradores demostraba que todos los caminos son buenos para alcanzar un determinado objetivo. Franco no reaccionó inmediatamente en público a la demanda de procuradores; aguardó a que las tropas aliadas conquistaran Sicilia y se cumpliera un nuevo aniversario del Glorioso Movimiento para referirse, el 17 de julio, sin hacer mención alguna, a las pretensiones de los monárquicos. Luego de recordar «los últimos y oprobiosos días de la Monarquía liberal y, bajo la República, los del Frente Popular y del caso comunista». Señaló que el partido comunista adquiría más fuerza cuando podía actuar y frente a él existía «sólo un régimen de unidad y autoridad que pueda salvar a España». Esta fue la reacción pública del Caudillo a la petición de sus procuradores monárquicos; en privado se buscó materializar a los militares en contra de una restauración monárquica. Carrero Blanco, en funciones de subsecretario de la Presidencia y cumpliendo instrucciones de Franco, cursó una nota confidencial a los tres ministros militares y a los capitanes generales denunciando la existencia de un plan masónico internacional con un solo objetivo: producir «un viraje a un régimen democrático como salto para pasar luego a la República de izquierda». Se puso en circulación la tesis, que perduró muchos años, de que el Pretendiente era un simple peón de la masonería, pues el restablecimiento de la Monarquía parlamentaria abriría la puerta al retorno de la República, la cual daría paso al Frente Popular y al comunismo. (El texto de la nota de Carrero Blanco fue dado por López Rodó en su libro La larga marcha hacia la Monarquía, pp. 39-40, editado en 1977.) EI curso de la guerra en el Mediterráneo tuvo rápidas y dramáticas consecuencias para Mussolini. Si los aliados habían desembarcado en Sicilia el 10 de julio, el 25, quince días más tarde, después de un voto de desconfianza dado por el Gran Consejo Fascista, el rey Vittorio Emanuele lo separaba de todos sus cargos y el pueblo italiano asistió al espectáculo de ver al Duce detenido por los carabinieri. El 8 de septiembre se concluía el armisticio entre Italia y los Aliados, seguido de la espectacular liberación de Mussolini por los alemanes el 12, para terminar a fines de septiembre con la creación de la República Social Italiana, con Mussolini en la jefatura y bajo la protección de Hitler. Se daba por descontado que la caída de Mussolini tendría gran influencia en el desarrollo de la guerra, pues de hecho habían creado los aliados un segundo frente que amenazaba, desde el sur de Europa, el territorio alemán; en Madrid, se especulaba, naturalmente, sobre lo que ocurriría con el Caudillo después de la desgracia sufrida por su amigo Mussolini y las dificultades cada vez mayores que pesaban sobre Hitler. Arrese se apresuró a enviar a los jefes provinciales de Falange una circular, fechada el 1 de agosto, aclarándoles que «la situación de Italia nada tiene que ver con la de España» y explicando que «FET y de las JONS nada tiene que ver con los totalitarismos políticos». Pero sólo con palabras no se solucionan los problemas y Franco se vio precisado a efectuar varios virajes políticos, tanto en el campo internacional como en el nacional. El 29 de julio, cuatro días después de la caída de Mussolini, el embajador norteamericano Hayes fue recibido en audiencia: el diplomático había protestado por unas alusiones antinorteamericanas contenidas en el mensaje de Franco del día 17, y el Caudillo buscaba mejorar las relaciones con Washington. Cuando Hayes escuchó directamente de Franco que no se hallaba sorprendido por los acontecimientos italianos y aceptaba que la iniciativa bélica había pasado a manos aliadas, al intentar explicar el Generalísimo que con el envío de la División Azul a Rusia no se buscaba prestar una ayuda a Alemania, sino sólo demostrar que España consideraba al comunismo como la mayor amenaza que pesaba sobre Europa, el embajador señaló que la presencia de los soldados españoles en Rusia creaba una situación embarazosa para los anglonorteamericanos, pues estos eran aliados de Rusia. A continuación insinuó: «Si un día el Kremlin declaraba la guerra a España, también lo deberían hacer los anglosajones aliados de aquél.» Esta conversación marcó el destino que conocería la División Azul que tenía que consistir, primeramente, en la decisión del Estado Mayor de proceder a una «retirada gradual», pero se modificó cuando el embajador inglés Hoare, enterado de la charla de Hayes con Franco, pidió a Churchill que le dejara plantear oficialmente ante el Caudillo el asunto de la retirada de Rusia de los efectivos de la División Azul. En la tarde del viernes, 20 de agosto, llegaba Hoare al Pazo de Meirás, donde fue recibido por el general Muñoz Grandes, en funciones de jefe de la Casa militar del Caudillo, e introducido en el despacho de Franco. El embajador británico expuso las quejas de Londres e insistió en la retirada de los combatientes españoles que se encontraban en Rusia. Hoare se trasladó poco después a Inglaterra y en las manifestaciones que hizo a la radio comunicó que había exigido a Franco la retirada de la División Azul. Para Jordana, encargado de negociar con Berlín el retorno de los divisionarios, no era lo mismo basar su demanda en una exigencia aliada que en otras causas más o menos justificables. El embajador alemán protestó, pero por parte de Hitler no hubo quejas cuando el embajador español Vidal y Saura presentó oficialmente la demanda para que las tropas españolas abandonaran el frente ruso y regresaran a España. Lo peor vino después, ya que se formó una legión española, en la que podrían ingresar voluntariamente los que formaban parte de la División Azul, a fin de continuar la lucha contra los comunistas; se apuntaron entre 1 000 y 1 500, pero al enterarse los aliados que quedaba en Rusia este simbólico grupo español, no tardaron en protestar ante Jordana, argumentando que no se cumplía el compromiso contraído que consistía en la retirada total de la División Azul. La legión también fue retirada y luchando al lado de los alemanes quedaron aquellos que prefirieron proseguir combatiendo e ingresaron en las unidades de las SS. Éste fue el acto final de la formación española que combatió en Rusia, y como que en los medios oficiales madrileños no existid el menor interés en festejar el retorno de los divisionarios, éste se produjo sin quedar algo de aquel entusiasmo que les rodeó, en julio de 1941, cuando fueron muchos los que soñaban en celebrar la derrota de la Unión Soviética tomando parte en el desfile de la victoria que se celebraría en la Plaza Roja de Moscú. Nadie veía con claridad lo que el destino deparaba al pueblo español. Los viejos generales que en septiembre de 1936 se reunieron en Salamanca y eligieron a Franco como Generalísimo, siete años más tarde, el 8 de septiembre de 1943, firmaron y entregaron una carta, que el teniente general Varela puso en manos de Franco en El Pardo. En su escrito los generales pedían simplemente la restauración de la Monarquía en el país. Actuaron con toda cortesía y respeto, pero era bien evidente que pedían, y no exigían, un cambio de régimen. Preguntaban al Generalísimo «con lealtad y afecto... si no estima como nosotros llegado el momento de dotar a España de un régimen estatal, que él como nosotros añora, que refuerce el actual con aportaciones unitarias, tradicionales y prestigiosas inherentes a la forma monárquica». Esta carta de los generales se interpretó como algo más que un gesto; se entendió que era simplemente la advertencia que anunciaba un pronunciamiento para fecha cercana. Sin embargo, la reacción de Franco ante la carta no consistió en debatir si había falta disciplinaria; recurrió a su táctica de ir hablando personalmente con los firmantes para obtener que fueran retirando las firmas explicando que él estaba de acuerdo en traer la Monarquía, pero era menester aguardar el momento oportuno y que pensaba promulgar una Ley de Sucesión que regularía la instauración monárquica. Por otra parte, aprovechó la conmemoración del Día del Caudillo, el primero de octubre, para distribuir condecoraciones entre numerosos generales y almirantes jóvenes que sabía que eran partidarios suyos. Divide ut regnes, la fórmula tan recomendada por Maquiavelo y practicada desde la época romana hasta nuestros días, dio excelente resultado en manos de Franco.