Primeros capítulos

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VERSIÓN ÍNTEGRA
Frances Hodgson Burnett
Versión íntegra
no adaptada ni abreviada
Dirección editorial: Raquel López Varela
Coordinación editorial: Ana Rodríguez Vega
Maquetación: Carmen García Rodríguez
Diseño de cubierta: Francisco Morais
Ilustraciones: Juan Cáneva Clavero
Ilustración de cubierta: Juan Cáneva Clavero
Título original: The Secret Garden
Traducción: Roberto Gómez Portugal
Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar. Su
infracción puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial, distribución,
comunicación pública, puesta a disposición, tratamiento
informático, transformación en sus más amplios términos o
transmisión sin permiso previo y por escrito. Para fotocopiar o
escanear algún fragmento, debe solicitarse autorización a EVEREST
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© EDITORIAL EVEREST, S. A.
Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN
ISBN: 978-84-441-1108-7
Depósito Legal: LE: 9-2013
Printed in Spain - Impreso en España
EDITORIAL EVERGRÁFICAS, S. L.
Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN (ESPAÑA)
Atención al Cliente: 902 123 400
ÍNDICE
Introducción I Ya no queda nadie II La señorita «Contreras»
III A través del páramo IV Martha V El llanto en el corredor VI Había alguien llorando,
¡había alguien! VII La llave del jardín VIII El petirrojo que mostró el camino IX La casa más extraña en la que jamás
ha vivido nadie
XDickon
XI El nido del tordo de Missel XII «¿Podría tener un poco de tierra?»
XIII Yo soy Colin XIV Un joven rajá
XV Haciendo nidos
XVI ¡No lo haré! —dijo Mary XVII Una rabieta
XVIII No hay tiempo que perder XIX ¡Ha venido!
XX Voy a vivir para siempre
¡para siempre, para siempre! XXI Ben Weatherstaff XXII Cuando el sol se puso
XXIIIMagia
XXIV Déjelos que se rían XXV La cortina XXVI ¡Es madre!
XXVII En el jardín 7
16
25
38
45
71
83
93
103
115
130
150
163
176
196
216
235
246
257
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326
346
366
379
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introducción
«El jardín que había detrás de la casa estaba siempre repleto de bellezas y maravillas. Parecía como si en aquel jardín
encantado, aislado del resto del mundo, fuera siempre
primavera o verano, como si, a lo largo de toda una vida,
hubiera permanecido intacto y fascinante, como el Jardín
del Edén». Así se expresaba Frances Hodgson Burnett en
1892, cuando escribía sobre sus recuerdos de infancia vividos en la casa familiar de Manchester. Aquel jardín marcó
indefectiblemente la memoria de la escritora, del tal forma
que el escenario del jardín se mantiene como una constante
al recrear su obra literaria y culmina en el que se ha calificado como su libro más logrado, El jardín secreto.
La autora de este y otros relatos inolvidables, como El
pequeño lord y La princesita, nació como Frances Eliza Hodgson, hija de un ferretero del norte de Inglaterra.
Su padre murió prematuramente cuando la niña contaba tan solo tres años de edad y su madre se vio obligada a
hacerse cargo del negocio familiar. Aquella primera etapa
de su infancia transcurrió feliz y placenteramente para
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Frances, que pasaba muchas horas al día en el jardín de
la casa, inventando mil y una historias fantásticas sobre
el pequeño universo que se encerraba en la parte trasera
de la vivienda. Al cumplir Frances los siete años, su familia se trasladó a otra casa en el centro de la ciudad de
Manchester y la niña cambió su romántico jardín por un
escenario más urbano y duro, en el que, según sus propias
palabras, «no había más flores que las margaritas y los
ranúnculos del parque público, que crecían tímidamente
sobre un suelo cubierto de carbonilla».
Es obvio que nuestra escritora debió de lamentar
profundamente el cambio; de su pequeño rincón mágico
había sido trasladada a un mundo difícil y gris, donde
las diferencias sociales y las injusticias provocadas por la
industrialización eran evidentes, incluso para una niña
de corta edad. Aunque su entorno estaba físicamente
separado del de los niños pobres de las callejas, pronto
se vio atraída y hasta fascinada por las vidas de aquellos
desgraciados habitantes de los barrios proletarios. La diferencia entre ricos y pobres, aunque tratada de una forma
un tanto superficial y a veces paternalista, será otro lugar
común utilizado frecuentemente por Frances Hodgson.
Durante estos años infantiles, Frances comienza a producir sus primeros relatos. Eran todos ellos apasionados folletines de amor, que relataba a sus compañeros de colegio
y que luego escribía en pequeños libros de notas.
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Cuando Frances era todavía una adolescente, se produjo un nuevo e importante cambio en su vida: el negocio
familiar de la ferretería dejó de ser próspero y la madre
acabó por venderlo. En 1865, toda la familia cruzaba el
Atlántico camino de Estados Unidos. Allí vivía un hermano de la señora Hodgson, que había emigrado a América
y regentaba un almacén de verduras en Knoxville, estado
de Tenessee.
Nuestra adolescente Frances hizo buenos amigos al poco tiempo de instalarse en su nuevo hogar. Entre sus amistades se encontraba la familia del médico local, el doctor
Burnett, cuyo hijo Swan, que a la sazón contaba dieciocho
años de edad, se enamoró locamente de la joven inglesita.
En aquellos primeros tiempos de relación con Swan
Burnett, Frances no prestaba demasiada atención a los sentimientos del muchacho; le complacía sobradamente una
simple relación de amistad y estaba demasiado ocupada
tratando de hacer algo de dinero con sus trabajos literarios,
para poder contribuir así a la flaca economía familiar.
Ya en los primeros contactos con los editores, vio cómo
sus trabajos eran valorados y aceptados con entusiasmo
por la escritora Sarah Josepha Hale, autora de Mary had
a little lamb (Mary tenía un corderito).
En 1870 muere la señora Hodgson y Frances se ve
obligada a ocuparse de su familia a la edad de veinte años.
Es en ese momento cuando su trabajo literario se vuelve
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enormemente fecundo; la necesidad hace que su pluma se
agilice y llega a escribir una media de hasta seis cuentos
folletinescos al mes.
No se puede negar que tal rapidez perjudicaba enormemente la calidad de sus trabajos, pero, no obstante estos condicionantes, uno de los críticos que ella frecuentaba
con asiduidad reconoció el buen estilo literario de la autora bajo aquellos farragosos temas y animó a Frances a
que se concentrara en una producción menor en número
pero de mayor calidad. Así, empezó a escribir relatos que
pronto fueron aceptados por publicaciones tan prestigiosas como Scribner’s. En 1872 ya había conseguido con
su trabajo literario el suficiente desahogo económico como
para permitirse viajar aquel año a Inglaterra.
Antes de partir, accedió a contraer matrimonio con
Swan Burnett, hecho ya todo un doctor en medicina, bien
acomodado como médico local y tan locamente enamorado de ella como cuando eran niños.
A su regreso de aquel viaje europeo, Frances se casó
en Knoxville con Swan, a pesar de ciertos inconvenientes
que ella veía en el joven doctor; le consideraba un sujeto
poco romántico, muy alejado del mundo tan imbuido
por la literatura y no podía soportar su nombre de pila,
detalle que lejos de disimular, declaraba abiertamente.
La nueva vida matrimonial en Knoxville aburría soberanamente a la joven esposa. Aquel ambiente en exceso
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ordenado y plácido, la asfixiaba cada vez más a pesar de
sus grandes esfuerzos por adaptarse a la nueva situación.
Pasado un tiempo, consiguió convencer a un editor
para que le adelantara una cantidad de dinero que le
permitiera llevar a su marido y a su hijo Lionel a París.
Aquel nuevo viaje le dio un respiro y fue importante
para su evolución como autora.
Su segundo hijo, Vivian, nació durante aquella estancia en Francia. Cuando regresa a América, publica
su primera novela, That Lass o’Lowrie’s (1877), una
historia ambientada en Lancashire, que obtuvo un considerable éxito a ambos lados del Atlántico e incluso llegó a
ser adaptada para el teatro.
Otros éxitos siguieron a esta primera novela y la producción de la señora Burnett comenzó a tomar un ritmo
vertiginoso. Toda la familia se trasladó a Washington,
donde la escritora tenía numerosos admiradores (y aduladores). Frances estaba pletórica; se veía rodeada de personas que hablaban su mismo «lenguaje» y con las que su
delicado espíritu conectaba de forma inmediata y era una
autora elogiada y aplaudida, que no hacía sino publicar
un éxito tras otro. Tan solo un detalle empañaba aquella
hermosa plenitud: aquel marido suyo desencajaba en el
perfecto escenario de éxitos literarios y sensibilidades a
flor de piel que con tanto esfuerzo había construido. Para
mayor desgracia de nuestra novelista, empezó a percibir
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que Swan (cuyo nombre seguía detestando), lejos de
verse desplazado por la carrera de su mujer, se convertía
poco a poco en algo así como su eficiente representante.
Frances estaba convencida de que su marido no apreciaba
tanto su persona y su obra como los beneficios que de ella
pudieran obtenerse. Aquel presentimiento confirmado
y la realidad de un matrimonio fracasado sumieron a
la novelista en una profunda depresión, en cierto modo
acentuada por la fatiga resultante del exceso de trabajo.
Swan Burnett, a su vez, continuaba su carrera médica
con éxito y fue nombrado profesor de la universidad de
Georgetown. Marido y mujer iban separando sus vidas
gradualmente hasta que el matrimonio se quebró y ambos establecieron residencias separadas.
A lo largo de la década de los 80, Frances escribió varias novelas bajo la influencia de Henry James, entre ellas
A Fair Barbarian (1881), relato que narra las peripecias
de una chica americana en Inglaterra. El propio James,
en 1883, fue espectador de una obra teatral de Frances,
Esmeralda, que se estaba representando en Londres, y
aunque consideró que se trataba de una pieza pobre y superficial, percibió que «su estilo podría ser recomendable
para un cuento moralizante destinado a los jóvenes».
Parece una coincidencia que, en aquella época, la autora hubiera empezado a escribir un relato para sus propios
hijos, Lionel y Vivian. La obra se tituló El pequeño lord
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y comenzó a publicarse por entregas, en 1885, en la revista St. Nicholas y podría considerarse como un retrato
literario del menor de sus hijos, Vivian. Aquel primer libro
dedicado a un público joven cosechó un gran éxito, lo que
le animó a seguir escribiendo para los niños. Sara Crewe
fue publicado en 1888 y, en 1889, vio la luz el libro Two
little Pilgrims’ Progress, la historia de dos hermanos
que viajan a Chicago para visitar la Exposición Universal.
En esta etapa de su vida, Frances había comenzado a
repartir su tiempo entre Europa y América, estableciendo
su residencia en Inglaterra, en una mansión del condado
de Kent.
En 1898 se divorció de Swan Burnett, alegando abandono e incapacidad para cumplir con sus obligaciones
materiales para con la familia. Se casó más tarde con un
joven protegido suyo, actor aficionado y estudiante de medicina, llamado Stephen Townesed. Pero este matrimonio
no resultó más feliz que el primero y pronto se vio muy
ocupada con la ingrata labor de deshacerse de su segundo
marido, lo que consiguió finalmente lograr sin demasiado
esfuerzo.
En 1902, adaptó para el teatro el libro Sara Crewe,
bajo el nuevo título de A little princess (La princesita)
y, posteriormente, reescribió el libro, dándole el mismo
nombre de la versión teatral, con el cual ha sido universalmente conocido.
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Entre 1906 y 1909, escribió un gran número de libros
para niños, superficiales y poco ambiciosos, algunos de los
cuales habían sido inventados durante los juegos con sus
propios hijos.
Fue en 1909, mientras se construía una nueva casa en
Long Island, cuando comenzó a escribir uno de sus libros
más celebrados The Secret Garden (El jardín secreto),
cuya edición fue publicada en 1911, con ilustraciones de
Charles Robinson. La idea del libro le había sido en parte
inspirada por la Rosaleda de Maythan Hall, su residencia
en Kent desde 1898, y donde, al igual que la protagonista
del libro, Mary, hace amistad con un pajarillo que comía
miguitas en su mano. La Rosaleda era un viejo jardín con
arcadas, cubierto de yedra por el paso del tiempo y el abandono, al que se accedía por una pequeña puerta de madera.
Ella lo había mandado adecentar y plantar de rosas.
En 1907 dejó de residir en Maythan Hall al expirar
su contrato de arrendamiento y la casa fue ocupada por
otros inquilinos. El hijo de la escritora, Vivian, comentó
que el libro inspirado en aquel escenario «se impregnó
de un sentimiento de tristeza» cuando la autora conoció
la falsa noticia de que los nuevos ocupantes de Maythan
Hall habían destruido la Rosaleda para convertir aquel
terreno en un huerto.
El jardín secreto ha sido considerada como la obra
más completa e importante de Frances Hodgson Burnett y
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no sin razón: se trata de una obra estrella de la literatura
infantil, llena de fantasía, imaginación y, lo que es más
importante, de sensibilidad. Pocos libros existen tan edificantes como este relato, en el que los críticos han querido
encontrar ecos de Cumbres borrascosas y Heidi. Tras el
éxito de El jardín secreto, Frances continuó su viajera actividad, cruzando el Atlántico en repetidas ocasiones y escribió otra novela con un niño como protagonista, The Lost
Prince (El príncipe perdido), que vio la luz en 1915.
Pero, con el tiempo, los gustos de los lectores fueron
cambiando y los especialistas recogieron esta evolución: su
última novela, Robin, escrita para un público adulto en
1922, fue calificada por el Times Literary Supplement
de auténtico «sirope literario».
La ágil pluma de Frances Hodgson Burnett no volvió
a producir ninguna otra obra de la talla del libro que nos
ocupa; una novela perdurable en la memoria de aquellos
que han disfrutado de su lectura y que, todavía, con el paso de los años, conserva esa singularidad que les procura
constantemente nuevos admiradores. No en vano Margherita Laski lo definió como «el libro más gratificante de
la literatura universal para niños».
CARMEN KIFFER
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capítulo 1
Ya no queda nadie
Cuando Mary Lennox fue enviada a Misselthwaite
Manor a vivir con su tío, todos dijeron que era la
niña de aspecto más desagradable que jamás hubiesen visto y además, era verdad: tenía una carita
delgada y delgado el cuerpecito, fino el cabello y
una expresión agria. Su pelo y su cara eran amarillos
porque había nacido en la India y siempre había
estado enferma, de un modo u otro. Su padre había
ocupado un puesto en el Gobierno Inglés y siempre
estaba ocupado y enfermo. Su madre había sido una
gran belleza que solo se interesaba por ir a fiestas
y divertirse con gente alegre. Nunca había deseado
tener una niña y cuando Mary nació la puso al cuidado de una Ayah, a quien se le dio a entender que
si quería complacer a la Memsahib debería mantener
a la niña fuera de su vista lo más posible. De modo
que cuando era un bebé enfermizo, malhumorado y
feo, se le mantuvo al margen, y cuando se convirtió
en una criatura también enfermiza e irritable, se la
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siguió marginando. No recordaba haber visto nunca familiarmente algo fuera de los rostros oscuros
de su Ayah y de los demás sirvientes nativos que,
como siempre la obedecían y le dejaban salirse con
la suya en todo, porque la Memsahib se enfadaría si
la molestaba con sus llantos, para cuando cumplió
los seis años la habían convertido en el cerdito más
tiránico y egoísta que hubiese existido jamás. A la
joven institutriz inglesa que vino a enseñarle a leer
y a escribir le desagradaba tanto, que dejó su puesto
a los tres meses, y cuando vinieron otras maestras a
tratar de ocuparlo, siempre se iban al cabo de menos
tiempo que la primera. Así que si Mary no hubiera
decidido que de verdad quería saber cómo leer un
libro, nunca hubiera aprendido las letras.
Una mañana espantosamente calurosa, cuando
tenía unos nueve años, se despertó sintiéndose
muy enfadada, y se enfadó aún más cuando vio
que la sirviente que estaba al lado de su cama no
era su Ayah.
—¿Por qué has venido? —le dijo a la desconocida—. No dejaré que te quedes.
Y cuando Mary se dejó llevar por la pasión y la
golpeó y la pateó, solo pareció asustarse aún más,
y repetía que no le había sido posible al Ayah venir
con la señorita Sahib.
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Había algo misterioso en el aire aquella mañana.
Nada se hacía en el orden habitual y algunos de los
sirvientes nativos parecían estar ausentes, en tanto
que los que Mary veía se escabullían o pasaban deprisa, con caras cenizas y asustadas. Pero nadie le
decía nada y su Ayah no había venido. En realidad,
la dejaron sola a medida que avanzó la mañana y
terminó por salir a vagar por el jardín. Comenzó a
jugar sola bajo un árbol, cerca de la galería. Fingía
que estaba haciendo un macizo de flores y metía
grandes retoños de hibiscos rojos en unos montoncitos de tierra, poniéndose cada vez más enfadada y
murmurando para sí las cosas que iba a decirle y lo
que llamaría a Sadie cuando volviese.
—¡Cerda! ¡Cerda! ¡Hija de cerdos! —decía, porque llamar cerdo a un nativo era el peor insulto
posible.
Rechinaba los dientes y repetía esto una y otra
vez, cuando oyó a su madre salir a la galería con
alguien. Estaba con un hombre apuesto y joven, y
se quedaron hablando juntos en voz baja y extraña. Mary conocía a ese apuesto joven que parecía
un muchacho. Había oído que era un oficial recién
llegado de Inglaterra. La niña se quedó mirándola
fijamente, pero más fijamente miraba a su madre.
Siempre lo hacía cuando tenía ocasión de verla,
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porque la Memsahib —Mary la llamaba así normalmente— era una persona muy alta, delgada y
bonita, y llevaba ropas muy hermosas. Su pelo era
como seda rizada, tenía una naricita delicada que
parecía desdeñar todo y unos grandes ojos risueños. Toda su ropa era fina y vaporosa, Mary decía
que estaba «llena de encajes». Aquella mañana
parecía más llena de encajes que nunca, pero sus
ojos no estaban risueños en absoluto, sino grandes
y asustados, y miraban hacia arriba, como implorando, a la hermosa cara del joven oficial.
—¿Es de verdad tan grave? ¿Oh, de verdad? —le
oyó decir Mary.
—Espantoso —contestó el joven con una voz
temblorosa—. Espantoso, señora Lennox. Debía
usted haberse ido a las colinas hace dos semanas.
La Memsahib se frotó angustiosamente las manos.
—¡Oh, ya sé que debí haberlo hecho! —chilló—
solo me quedé para ir a esa estúpida cena. ¡Qué
tonta he sido!
En ese mismo instante, surgió un lamento tan
sonoro de los cuartos de los sirvientes que ella le
apretó el brazo y Mary se quedó temblando de pies
a cabeza. El lamento se hizo más y más salvaje.
—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —dijo la señora Lennox sin aliento.
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—Alguien ha muerto —contestó el joven oficial—. Usted no había dicho que hubiese atacado
ya a los sirvientes.
—¡No lo sabía! —gritó la Memsahib—. ¡Venga
conmigo! ¡Venga conmigo! —Y se volvió corriendo
hacia la casa.
Después de eso, sucedieron cosas aterradoras,
y Mary comprendió el misterio de la mañana. El
cólera había atacado en su forma más mortal y la
gente moría como moscas. El Ayah se había puesto
enferma por la noche y era precisamente porque
acababa de morir por lo que los sirvientes sollozaban en sus chozas. Antes del nuevo día otros tres
sirvientes habían muerto y otros huyeron aterrorizados. El pánico cundía por todas partes y la gente
se moría en los bungalows. Durante la confusión y
el asombro del segundo día, Mary se escondió en
el cuarto de los niños y se borró de la mente de todos. Nadie pensó en ella, nadie la buscó y pasaron
cosas extrañas de las que no se enteró. Mary lloraba y dormía alternativamente durante horas. Solo
sabía que la gente estaba enferma y que se oían
ruidos misteriosos y aterradores. Se deslizó una
vez al comedor y lo encontró vacío, aunque había
comida a medio consumir sobre la mesa y las sillas
y los platos parecían haber sido alejados apresura20
damente cuando los comensales se levantaron de
repente por alguna razón. La niña se comió algunas frutas y galletas y como tenía sed, se bebió una
copa de vino que estaba casi llena. Estaba dulce y
ella no sabía lo fuerte que era. Muy pronto le hizo
sentirse muy amodorrada, regresó al cuarto de los
niños y se encerró allí de nuevo, asustada por los
gritos que oía en las chozas y por el ruido de pasos
apresurados. El vino la había dejado tan adormilada que apenas podía mantener abiertos los ojos,
se acostó en la cama y no supo nada más durante
largo tiempo.
Pasaron muchas cosas en las horas en las que
durmió tan profundamente, pero no le molestaron los lamentos ni el ruido de cosas que llevaban
y sacaban del bungalow.
Cuando despertó, se quedó acostada mirando
fijamente a la pared. La casa estaba en perfecta
quietud. Nunca antes la había sentido tan callada.
No oía ni voces ni pasos y se preguntaba si todo el
mundo se había curado ya del cólera y si todo el
problema se había acabado. También se preguntaba quién iba a cuidarla ahora que su Ayah estaba
muerta. Vendría una nueva Ayah que tal vez supiera
nuevos cuentos. Mary ya estaba algo cansada de
los viejos. No lloró porque se hubiese muerto su
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niñera. No era una niña afectuosa y nunca le había
importado nadie mucho. El ruido, el ir y venir y
los lamentos por el cólera la habían asustado y se
había enfadado porque nadie parecía recordar que
ella estaba viva. Todo el mundo estaba demasiado
sobrecogido de pánico para pensar en una chiquilla
a quien nadie tenía afecto. Cuando la gente tenía el
cólera parecía que no se acordaba de nada más que
de sí misma. Pero si ya todos se habían curado, seguro que alguien se acordaría y vendría a buscarla.
Sin embargo, no vino nadie y mientras ella
esperaba, la casa parecía ponerse más y más silenciosa. Oyó algo rozar bajo las esterillas y cuando
miró hacia abajo, vio una pequeña serpiente que
se deslizaba y que la miraba con ojos que parecían
joyas. No estaba asustada, porque era un animalito
inofensivo que no le haría daño y que parecía tener
prisa por salir de la habitación. Se escurrió bajo la
puerta mientras ella la miraba.
—Qué raro y silencioso está todo —dijo ella.
—Parece que no hubiese nadie en el bungalow
más que yo y la serpiente.
Casi enseguida oyó pasos en la propiedad y
luego en la galería. Eran los pasos de alguien; unos
hombres entraron en el bungalow y hablaron en
voz baja. Nadie vino a recibirlos ni a hablarles, y
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parecían abrir las puertas y mirar dentro de las
habitaciones.
—¡Qué desolación! —oyó decir a una voz—. ¡Esa
hermosa, hermosa mujer! Supongo que también
la niña. Oí decir que había una niña, aunque nunca la vio nadie.
Mary estaba de pie en la mitad del cuarto de
los niños cuando abrieron la puerta, unos cuantos
minutos después. Parecía una criatura fea y enfadada y tenía una mueca porque comenzaba a tener
hambre y a sentirse afrentosamente olvidada. El
primer hombre que entró era una oficial grande
al que había visto una vez hablando con su padre.
Parecía cansado y preocupado, pero cuando la vio
se quedó tan sorprendido que casi dio un salto.
—¡Barney! —gritó—. ¡Aquí hay una niña! Una niña
sola. En un lugar como este. Válgame Dios, ¿quién es?
—Yo soy Mary Lennox —dijo la chiquilla, poniéndose derecha. Le pareció que el hombre era
muy maleducado al llamar al bungalow de su padre
«un lugar como este»—. Me quedé dormida cuando todos tenían el cólera y me acabo de despertar.
¿Por qué no viene nadie?
—¡Esta es la niña que nunca vieron! —exclamó
el hombre, volviéndose hacia sus compañeros—.
¡De verdad la habían olvidado!
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—¿Por qué me olvidaron? —dijo Mary golpeando con el pie—. ¿Por qué no viene nadie?
El joven que se llamaba Barney la miró muy
tristemente. Mary incluso creyó verlo parpadear,
como para alejar las lágrimas.
—¡Pobre niñita! —dijo él—. Ya no queda nadie
que pueda venir.
De esa extraña y repentina forma, Mary se enteró de que ya no le quedaban madre ni padre; de
que habían fallecido y se los habían llevado por la
noche, y de que los pocos sirvientes nativos que no
habían muerto también se habían ido de la casa
tan pronto como pudieron, sin que ninguno se
acordara siquiera de que había una señorita Sahib.
Por eso estaba todo el lugar tan callado. Realmente no había nadie en el bungalow más que ella y la
pequeña serpiente.
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